Hijo único - Rhiannon Navin - E-Book

Hijo único E-Book

Rhiannon Navin

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Beschreibung

Un conmovedor debut narrado por un inolvidable niño de seis años que nos recuerda que a veces los más pequeños tienen los sentimientos más poderosos y que las voces más débiles son las capaces de gritar más alto. Aquel martes fuimos al colegio como siempre. No todos volvimos a casa... Agazapado en un armario con su maestra y sus compañeros de clase, Zach, de seis años, oye disparos resonando por los pasillos de su colegio. Un pistolero ha entado en el edificio y, en cuestión de minutes, se habrá cobrado diecinueve vidas. Tras el tiroteo, las familias y lo que antes era una comunidad unida quedan destrozadas. Cada uno se enfrena a la tragedia a su manera. El padre de Zach se ausenta, su madre busca justicia… y Zach se retira a su guarida supersecreta y se sumerge en un mundo de libros y dibujos. Pero al final, será Zach quien enseñe a los adultos de su vida a mirar hacia delante… como, a veces, solo un niño puede hacerlo. Enhorabuena a Rhiannon Navin por su extraordinario debut. Harlan Coben Una impresionante primera novela. Publishers Weekly Uno de los grandes debuts del próximo año. Library Journal Un impactante despliegue de empatía que rescata la verdadera dimensión de las cosas. Kirkus Reviews

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Hijo único

Título original: Only Child

© 2018 by MOM OF 3 LLC

Published by arrangement with Folio Literary Management, LLC and International Editors’ Co.

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés: Celia Montolío

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia.com

Imagen de cubierta: © Thegoodly/GettyImages

 

ISBN: 978-84-9139-249-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

1. El día que vino el pistolero

2. Heridas de guerra

3. Jesús y los muertos de verdad

4. ¿Dónde está tu hermano?

5. Día sin normas

6. Aullidos de hombre lobo

7. Las lágrimas del cielo

8. El último martes normal

9. Ojos amarillos

10. Apretones de mano

11. La guarida secreta

12. ¿Tienen cara las almas?

13. No puedes estar aquí

14. ¿Adónde has ido?

15. Caminando a ciegas

16. Zumo de tomate

17. Papeles de sentimientos

18. Pesadilla en la vida real

19. Estar en vela

20. Dispensador de papel higiénico extragrande

21. Grito de guerra

22. Adiós

23. Mirada asesina

24. El palo y la serpiente

25. Los secretos de la felicidad

26. Los de las noticias

27. Dar la noticia

28. Truco o trato

29. Nieve y batidos

30. Hulk

31. Compartiendo espacio

32. Furia

33. Una vida imposible de vivir

34. Compasión

35. Vuelta al cole

36. Tormenta

37. Agradecido

38. Algo más sencillo

39. Sorpresa especial

40. Papá se va

41. Maldita sopa

42. Al fin solo

43. Globos para recordar

44. Medio segundo de fama

45. Haz algo

46. Misión urgente

47. Scooby-Doo en una furgoneta blanca

48. Vientos susurrantes

49. Un fantasma amigo

50. Vuelta a casa

51. Esto de llorar

52. El último secreto

53. El Club Andy

54. Seguir viviendo

55. Dulces sueños

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Brad, Samuel, Garrett y Frankie

 

Para mamá

 

 

 

 

 

 

Tengo que seguir haciendo frente a la oscuridad. Si mantengo la cabeza bien alta y hago frente a lo que temo, existe una posibilidad de que lo venza. Si no hago más que esquivarlo y esconderme, me vencerá a mí.

 

Mary Pope Osborne, My Secret War:

The World War II Diary of Madeline Beck.

Long Island, Nueva York, 1941.

1

El día que vino el pistolero

 

 

 

 

 

Lo que más recuerdo del día que vino el pistolero es el aliento de la señorita Russell. Estaba caliente y olía a café. El armario estaba oscuro, salvo un cachito de luz que entraba por la rendija de la puerta que la señorita Russell estaba sujetando para que no se abriera. No había picaporte por dentro, solo una pieza suelta de metal, y la agarró con el índice y el pulgar.

—Quieto, Zach —susurró—. No te muevas.

No me moví. Y eso que, como me había sentado encima del pie izquierdo, sentía un hormigueo y me dolía.

El aliento a café de la señorita Russell me rozaba la mejilla cada vez que hablaba, y era un poco desagradable. Los dedos le temblaban sobre la pieza de metal. La señorita tenía que hablar con Evangeline, David y Emma, que estaban detrás de mí, porque no paraban de llorar y no se estaban completamente quietos.

—Estoy aquí con vosotros —les dijo—. Os estoy protegiendo. Shhh, por favor, no hagáis ruido.

Fuera se oía un PUM tras otro. Y gritos.

 

PUM PUM PUM

 

Sonaba como cuando juego a Star Wars con la Xbox.

 

PUM PUM PUM

Siempre tres, y después silencio. Silencio o gritos. La señorita Russell pegaba un bote cada vez que se oía un PUM y se ponía a susurrar más deprisa.

—¡No hagáis ni un ruido!

Evangeline hacía ruido porque tenía hipo.

 

PUM Hip PUM Hip PUM Hip

 

Alguien debía de haberse meado, porque olía a pis en el armario. A pis y al aliento de la señorita Russell, y a las chaquetas mojadas por la lluvia que había caído durante el recreo.

—No llueve tanto como para no salir al patio —había dicho la señora Colaris—. Además, no somos terrones de azúcar, ¿no?

A nosotros nos daba lo mismo que lloviera. Jugamos al fútbol y a polis y cacos, y se nos calaron el pelo y las chaquetas. Intenté girarme y subir la mano para ver si las chaquetas seguían mojadas.

—No te muevas —me susurró la señorita Russell.

Cambió de mano para sujetar la puerta y oí el tintineo de sus pulseras. La señorita Russell siempre lleva un montón de pulseras en el brazo derecho. Algunas tienen unos colgantes que se llaman amuletos y que le recuerdan cosas especiales, y cada vez que se va por ahí de vacaciones compra un amuleto nuevo. A principios de curso, nada más empezar primero, nos enseñó todos sus amuletos y nos contó de dónde venían. El último se lo había comprado en las vacaciones de verano, y era un barco. Es como una versión minúscula del barco que cogió para acercarse a una catarata enorme que se llama Niágara y que está en Canadá.

El pie izquierdo empezó a dolerme un montonazo y traté de sacarlo, pero solo un poquito, para que la señorita Russell no se diera cuenta.

Acabábamos de volver del recreo, de meter las chaquetas en el armario y de sacar los libros de mates cuando empezaron a oírse los PUM. Al principio no eran fuertes, parecía que venían del fondo del pasillo a la entrada, donde está la mesa de Charlie. Si te vienen a recoger tus padres antes de la hora de salir o si tienen que ir a buscarte a la enfermería, se paran delante de la mesa de Charlie, escriben su nombre, enseñan el carné de conducir y Charlie les da una tarjeta con un cordón rojo que dice Visitante para que se la pongan al cuello.

Charlie es el vigilante de seguridad de McKinley, y lleva allí treinta años. El año pasado, cuando yo todavía estaba en tercero de infantil, dieron una fiesta enorme en el auditorio para celebrar su treinta aniversario. Incluso vinieron un montón de padres, porque cuando ellos eran pequeños y estudiaban en McKinley, él ya era el vigilante. Charlie dijo que no hacía falta que le hicieran una fiesta.

—Ya sé que todo el mundo me quiere —dijo, y soltó esa risa suya tan graciosa.

Pero de todos modos se la hicieron, y me pareció que le gustó. Puso en su mesa los dibujos que le hicimos, y los que no cabían se los llevó para colgarlos en casa. Mi dibujo estaba en el mejor sitio, justo en medio de la mesa, porque soy un artista de primera.

 

Pum pum pum

 

Al principio, sonaban muy bajito. La señorita Russell nos estaba diciendo qué páginas del libro de mates eran para hacer en clase y cuáles eran para casa. Los estallidos la obligaron a callarse, y arrugó la frente. Se acercó a la puerta de la clase y miró por la ventanita con cristal.

—¿Se puede saber qué…? —dijo.

 

Pum pum pum

 

Después dio un paso muy largo hacia atrás y dijo «Joder». Sí, eso dijo. Una palabrota. Todos la oímos y nos entró la risa. «Joder». Entonces oímos ruidos saliendo del interfono de la pared y una voz que decía: «¡Cierre de emergencia, cierre de emergencia, cierre de emergencia!». No era la voz de la señora Colaris. En los simulacros de emergencia, la señora Colaris había dicho «¡Cierre de emergencia!» por el interfono una sola vez, pero ahora la voz lo dijo muchas veces y muy deprisa.

La seño se puso blanca como el papel, y dejamos de reírnos porque parecía otra y no estaba sonriendo ni pizca. De repente se le puso una cara que me dio miedo, y se me atascó la respiración en la garganta.

La señorita Russell dio un par de vueltas delante de la puerta, como si no supiera adónde ir. Después se paró, trancó la puerta y apagó las luces. Por las ventanas no entraba luz porque estaba lloviendo, pero aun así fue a bajar las persianas. Se puso a hablar muy deprisa y le salió una voz temblorosa y como chillona.

—Acordaos de lo que hicimos en el simulacro de emergencia —dijo.

Me acordé de que cierre de emergencia significaba: «no salgáis como cuando hay alarma de incendios, quedaos dentro y que no se os vea».

 

PUM PUM PUM

 

Fuera, en el pasillo, alguien pegó un gritó muy fuerte. Empezaron a temblarme las piernas por la zona de las rodillas.

—Niños, venga, todos al armario —dijo la señorita Russell.

Los simulacros habían sido muy divertidos. Hacíamos como que éramos los malos y solo nos quedábamos en el armario un minuto más o menos hasta que oíamos que Charlie abría la puerta de clase con su llave especial, esa que abre todas las puertas del cole, y decía: «¡Soy yo, Charlie!», y esa era la señal de que el simulacro había terminado. Esta vez no quería meterme en el armario porque casi todos habían entrado ya y parecía que estaban demasiado apretujados. Pero la señorita Russell me puso la mano en la cabeza y me metió de un empujón.

—Deprisa, niños, deprisa.

Evangeline sobre todo, y también David y algunos más, empezaron a llorar y a decir que se querían ir a casa. Yo también noté que se me llenaban los ojos de lágrimas, pero no quería que se me salieran y lo vieran todos mis amigos. Hice el truco del pellizco que me enseñó Abu: te pellizcas la nariz por fuera, justo donde deja de estar dura y se pone blandita, y así las lágrimas no salen. La abuela me enseñó el truco del pellizco en el parque, un día que estuve a punto de llorar porque me habían empujado del columpio. Me dijo: «Que no te vean llorar».

La señorita Russell metió a todo el mundo en el armario y cerró la puerta. Los estallidos no paraban. Intenté contarlos en silencio.

 

PUM 1 PUM 2 PUM 3

 

Tenía la garganta muy seca y rasposa. Me moría de ganas de beber agua.

 

PUM 4 PUM 5 PUM 6

 

—Por favor, por favor, por favor —susurró la señorita Russell.

Y luego le habló a Dios y le llamó «Querido Dios», y no pude entender el resto de lo que decía porque susurraba tan bajito y tan deprisa que creo que quería que solo la oyese Dios.

 

PUM 7 PUM 8 PUM 9

 

Siempre lo mismo: tres pum y a continuación una pausa.

De repente, la señorita Russell levantó la vista y dijo «Joder» otra vez.

—¡Mi móvil!

Abrió un poquito la puerta y, cuando dejaron de oírse estallidos, la abrió del todo y se fue corriendo hasta su mesa con la cabeza agachada. Después volvió corriendo al armario, cerró de nuevo la puerta y esta vez me dijo que agarrase yo la pieza de metal. Eso hice, a pesar de que me dolían los dedos y de que me costaba mantener la puerta cerrada porque pesaba mucho. Tuve que usar las dos manos.

A la señorita Russell le temblaban tanto las manos que también temblaba el móvil mientras deslizaba el dedo para meter la contraseña. No acertaba a meterla bien, y cuando te equivocas de contraseña se revuelven todos los números de la pantalla y tienes que volver a empezar.

—Venga, venga, venga —dijo la señorita Russell, y por fin acertó. Pude verla: 1989.

 

PUM 10 PUM 11 PUM 12

 

Vi que marcaba el 911. Oí una voz al otro lado del móvil, y la señorita Russell dijo:

—Sí, mire, llamo del colegio de primaria McKinley. En Wake Gardens. Rogers Lane.

Hablaba muy deprisa, y con la luz que salía del móvil vi que me escupía un poco en la pierna. Tuve que dejar ahí el escupitajo porque no podía soltar las manos de la puerta. No podía limpiármelo y me quedé mirándolo: ahí, en mi pantalón, había una pompa de baba, y me daba asco.

—Hay un pistolero en el colegio y está… Vale, me mantengo al teléfono.

A nosotros nos susurró «Ya han llamado». Pistolero. Eso fue lo que dijo. Y a partir de entonces lo único que me venía a la cabeza era «pistolero».

 

PUM 13 Pistolero PUM 14 Pistolero PUM 15 Pistolero

 

Me pareció que cada vez era más difícil respirar en el armario y que hacía mucho calor, como si hubiésemos gastado todo el aire. Quería abrir un poco la puerta para que entrase más aire, pero tenía demasiado miedo. Notaba el corazón latiéndome a mil por hora en el pecho y en la garganta. A mi lado, Nicholas estaba apretando los ojos y se le oía respirar muy deprisa. Estaba gastando demasiado aire.

La señorita Russell también tenía los ojos cerrados, pero su respiración era lenta. Me llegaba el olor a café cada vez que soltaba aire con un «uuuh» muy largo. Abrió los ojos y nos volvió a hablar en susurros. Dijo todos nuestros nombres: «Nicholas. Jack. Evangeline…». Me gustó cuando dijo: «Zach, va a ir todo bien». Y luego nos dijo a todos:

—La policía está ahí fuera. Ha venido a ayudarnos. Y yo estoy aquí con vosotros.

Me alegré de que estuviese allí con nosotros. Oírla hablar me ayudaba a tener menos miedo, y el aliento a café ya no me molestaba tanto. Me imaginé que era el aliento de papá de los fines de semana por la mañana, cuando desayuna en casa. Una vez probé el café y no me gustó. Está demasiado caliente y sabe a viejo o yo qué sé a qué. Papá se rio y dijo: «Mejor, además te atrofia», que no sé qué significa. El caso es que deseaba con todas mis fuerzas que papá estuviese allí en ese momento. Pero no estaba, solo estaban la señorita Russell y mis compañeros y los estallidos —PUM 16 PUM 17 PUM 18— que sonaban cada vez más fuertes, los gritos en el pasillo y más llantos en el armario. La señorita Russell dejó de hablarnos a nosotros y se puso a hablar por el móvil.

—Dios mío, se está acercando. ¿Vienen ya? ¿Vienen ya?

Lo dijo dos veces. Nicholas abrió los ojos, dijo «¡Ay!» y vomitó. Le cayó vómito por toda la camisa, y a Emma le cayó un poco en el pelo y a mí en la parte de atrás de los zapatos. Emma soltó un alarido y la señorita Russell le tapó la boca con las manos. Soltó el móvil, que cayó en el vómito que había en el suelo. A través de la puerta oí sirenas. Se me da fenomenal distinguir unas sirenas de otras: de camiones de bomberos, de coches de policía, de ambulancias… Pero se oían tantas en la calle que no pude distinguirlas…, estaban todas mezcladas.

 

PUM 19 PUM 20 PUM 21

 

Entre el calor, la humedad y el mal olor empecé a marearme y se me revolvió el estómago. Un instante después, todo quedó en silencio. Dejé de oír los estallidos. Solo oía los llantos y los hipidos en el interior del armario.

Y entonces se oyeron miles de estallidos que sonaban como si estuviesen ahí mismo, muchos de ellos seguidos, y ruidos fuertes como de cosas cayéndose y rompiéndose. La señorita Russell gritó y se tapó los oídos, y nosotros gritamos y nos tapamos los oídos. La puerta del armario se abrió porque solté la pieza metálica, y entró luz y me hizo daño en los ojos. Intenté seguir contando los estallidos, pero eran demasiados. Y de repente ya no hubo más.

El silencio era absoluto, incluso entre nosotros, y nadie movía ni una ceja. Era como si ni siquiera respirásemos. Nos quedamos así mucho tiempo: quietos y callados.

Alguien se acercó a la puerta de la clase. Oímos el picaporte, y la señorita Russell soltó el aire a poquitos, en plan «uh, uh, uh». Llamaron una vez, y después una voz de hombre dijo muy fuerte:

—Hola, ¿hay alguien ahí?

2

Heridas de guerra

 

 

 

 

 

—Tranquilos. Ha venido la policía, ya ha acabado todo —dijo la voz fuerte.

La señorita Russell se levantó y se agarró un momento a la puerta del armario, y después dio unos pasos hacia la puerta de la clase, muy despacio, como si se le hubiese olvidado andar y tuviese un hormigueo en las piernas de haber estado sentada sobre ellas, igual que yo. También yo me levanté, y detrás de mí fueron saliendo del armario los demás, lentamente, como si todos tuviésemos que aprender otra vez a usar las piernas.

La señorita Russell abrió la puerta de la clase y entraron montones de policías. Vi más en el pasillo. Una policía abrazó a la señorita Russell, que hacía ruidos muy fuertes como si se estuviese atragantando. Quería quedarme cerca de la señorita, y empecé a tener frío porque estábamos todos por ahí desparramados en vez de apelotonados y calentitos. Con tantos policías me sentía tímido y asustado, así que me agarré a la camisa de la señorita.

—A ver, niños, por favor, acercaos aquí delante —dijo un policía—. Poneos aquí en fila, por favor.

Ahora se oían aún más sirenas al otro lado de la ventana. No veía nada porque las ventanas de nuestra clase están muy altas y no se ve nada a no ser que nos subamos a una silla o a una mesa, y está prohibido. Además, la señorita Russell había bajado las persianas cuando empezaron los estallidos.

Un policía me cogió del hombro y me hizo ponerme en la fila. Él y el otro policía llevaban uniformes con chalecos de esos que frenan las balas, y había otros que llevaban cascos como en las pelis, y todos tenían pistolas muy grandes, no de esas normales que van al cinturón. Entre las pistolas y los cascos daban un poco de miedo, pero eran amables con nosotros:

—¡Venga, campeón, no te preocupes, ya ha terminado todo! Ya no hay peligro.

Y cosas por el estilo. Yo no sabía qué era lo que había terminado, pero no quería salir de la clase, y la señorita Russell no estaba a la cabeza de la fila con el jefe de fila. Seguía apartada a un lado con la mujer policía, haciendo aquellos ruidos como si se estuviese atragantando.

En general, cuando tenemos que formar la fila para salir de clase, nos damos empujones y nos regañan porque la fila no está bien hecha. Esta vez nos quedamos muy quietecitos. Evangeline y Emma y algunos más seguían llorando y tiritando, y nos quedamos todos mirando a la señorita Russell para ver si dejaba de atragantarse.

Se oían muchos ruidos al otro lado de la puerta, y gritos al fondo del pasillo. Me pareció reconocer la voz de Charlie gritando una y otra vez: «¡NO, NO, NO!». Me pregunté por qué gritaría así. ¿Le habría herido el pistolero? Ser vigilante de seguridad de un colegio es un trabajo muy peligroso cuando viene un pistolero.

También se oía a gente llorando y pidiendo ayuda: «Aah, aaah, aaaah»; «¡Herida mortal de necesidad en la cabeza!»; «Hemorragia femoral. ¡Dame un vendaje de presión y un torniquete!». De los walkie-talkies que colgaban de los cinturones de los policías salían pitidos y voces de personas que hablaban muy deprisa, y era difícil entenderles.

El walkie-talkie del policía que iba en cabeza de la fila hizo piii y se oyó: «¡Venga, hay que ir saliendo ya!». El otro policía empezó a empujar a la fila por la cola y nos pusimos todos a andar, pero muy despacio. Nadie quería salir al pasillo, donde seguían oyéndose llantos y gritos de socorro. El policía que iba delante chocaba los cinco con los chavales que se cruzaban con él, y daba la impresión de que estaba bromeando. Yo no le respondí, así que me hizo una especie de caricia en la cabeza.

Nos hicieron seguir por el pasillo hasta la puerta de atrás, donde está la cafetería. Vimos a los demás grupos de primero, y también a las clases de segundo y tercero, caminando en filas como nosotros, con los policías en cabeza. Todo el mundo tenía cara de frío y de miedo. «No os deis la vuelta», decían los policías. «No miréis atrás». Pero yo quería comprobar si, en efecto, había sido Charlie el que había chillado «NO, NO, NO» y si estaba bien. Y quería ver quién estaba gritando ahora.

Casi no pude ver nada porque Ryder estaba justo detrás de mí y es superalto, y detrás de él venían más niños. Pero entre los niños y los policías vi cosas: gente tirada en el suelo del pasillo, rodeada de paramédicos y policías. Y sangre; al menos, eso me pareció. Eran charcos de un rojo muy oscuro o negros, como si hubiese caído pintura por todo el suelo del pasillo y también por las paredes. Y vi a los niños mayores, de cuarto y de quinto, caminando detrás de Ryder con las caras muy blancas, como fantasmas, y algunos iban llorando y tenían manchas de sangre. En la cara y en la ropa.

—¡Que mires al frente! —dijo detrás de mí un policía, esta vez de malas maneras.

Miré inmediatamente al frente; el corazón me latía a mil por hora de la impresión de ver tanta sangre. Ya había visto sangre de verdad otras veces, pero siempre poquita, como cuando me caigo y me sangra la rodilla o algo así, nunca tanta como ahora.

Hubo otros niños que también volvieron la cabeza, y los policías empezaron a gritar: «¡Mirad al frente! ¡No os deis la vuelta!». Pero cuanto más lo decían, más volvían la cabeza, porque veían que otros niños lo hacían. Algunos empezaron a chillar y a andar más deprisa y a chocarse unos con otros y a darse empujones. Cuando llegamos a la puerta de atrás, alguien se chocó conmigo y me di con el hombro en la puerta, que es de metal. Me dolió mucho.

Seguía lloviendo cuando salimos, ahora bastante, y no llevábamos las chaquetas. Nos habíamos dejado todo en el colegio —las chaquetas, las mochilas, los portalibros y todo lo demás—, pero seguimos andando hasta el patio y salimos por la verja de atrás, que a la hora del recreo siempre está cerrada para que nadie pueda escaparse y no entren desconocidos.

Al salir a la calle ya me sentía mejor. El corazón ya no me latía con tanta fuerza y me daba gusto sentir la lluvia en la cara. Hacía frío, pero me alegré. La gente empezó a ir más despacio, y los gritos, los llantos y los empujones fueron a menos. Era como si la lluvia calmase a todo el mundo, lo mismo que a mí.

Pasamos por el cruce, que estaba lleno de ambulancias, camiones de bomberos y coches de policía, todos con luces que lanzaban destellos intermitentes. Intenté pisar los reflejos de las luces en los charcos y salieron círculos azules, rojos y blancos; se me metió un poco de agua en las deportivas, por los agujeritos de arriba, y se me mojaron los calcetines. Aunque mamá se iba a enfadar cuando viera que me había mojado las deportivas, seguí chapoteando y haciendo más círculos. La mezcla de luces azules, rojas y blancas en los charcos parecía la bandera de Estados Unidos.

Las calles estaban cortadas por camiones y coches. Cada vez llegaban más coches y vi a padres y madres bajándose a todo correr. Busqué a mamá, pero no la vi. La policía se plantó a cada lado del cruce para que pudiéramos seguir andando y no dejaba pasar a los padres y a las madres, que gritaban nombres en forma de pregunta: «¿Eva? ¿Jonas? ¿Jimmy?». Algunos niños contestaron: «¡Mamá! ¿Mami? ¡Papá!».

Me imaginé que estaba en una película, todo lleno de luces y de policías con pistolas enormes y cascos. Era emocionante. Me imaginé que era un soldado que volvía de una batalla y que era un héroe y la gente había venido a recibirme. Me dolía el hombro, pero eso es lo que pasa cuando vas a la guerra. Heridas de guerra. Eso dice papá siempre que me hago daño jugando al lacrosse o al fútbol o cuando juego en la calle:

—Heridas de guerra. Los hombres han de tener heridas de guerra. Así se ve que no eres un debilucho.

3

Jesús y los muertos de verdad

 

 

 

 

 

Los policías que hacían de jefes de fila nos llevaron a la pequeña iglesia que hay en la calle de detrás del colegio. Al entrar, dejé de sentirme como un tipo duro y un héroe. Las sensaciones emocionantes se quedaron fuera con los camiones de los bomberos y los coches patrulla. La iglesia estaba oscura y silenciosa y hacía frío, sobre todo porque a esas alturas estábamos calados por la lluvia.

No vamos mucho a la iglesia, solo hemos ido una vez a una boda y otra el año pasado, al funeral del tío Chip. No fue en esta iglesia, sino en una más grande de Nueva Jersey, donde vivía el tío. Que el tío Chip se muriera fue muy triste, porque además ni siquiera era tan viejo. Era el hermano de papá, y solo un poco mayor que él, pero aun así se murió porque tenía cáncer. El cáncer es una enfermedad que coge mucha gente, y te puede dar en distintas partes del cuerpo. A veces te llega a todas las partes; eso es lo que le pasó al tío Chip, y, como el médico no consiguió que volviese a estar bien, se fue a un hospital especial al que van las personas que ya no pueden ponerse bien, y luego se mueren allí.

Fuimos a visitarle al hospital. Pensé que debía de tener mucho miedo porque seguramente sabría que iba a morirse y que ya no iba a estar nunca más con su familia. Pero cuando le vimos no parecía que tuviera miedo, estuvo todo el rato durmiendo. Después de que le viéramos, ya no se volvió a despertar. Pasó directamente de estar dormido a estar muerto, así que no creo que ni siquiera se diera cuenta de que se moría. A veces, cuando me meto en la cama, pienso en eso y me da miedo dormirme, porque ¿y si voy y me muero mientras duermo y ni siquiera me doy cuenta?

Lloré mucho en el funeral del tío Chip, más que nada porque el tío se había ido para siempre y ya no le iba a volver a ver. Los demás también lloraron, sobre todo mamá y Abu y la tía Mary, la mujer del tío Chip. Bueno, en realidad no era su mujer porque no estaban casados, pero de todos modos la llamamos tía Mary porque fueron novios durante muchísimo tiempo, desde antes de nacer yo. Y lloré porque el tío Chip estaba metido en una caja llamada ataúd, al fondo de la iglesia. Debía de estar de lo más apretujado, y pensé que no quería que me metieran nunca en una caja como aquella. El único que no lloró fue papá.

Cuando los policías nos dijeron que nos sentásemos en los bancos de la iglesia, pensé en el tío Chip y en lo triste que fue su funeral. Teníamos que caber todos en los bancos, así que los policías gritaron: «Meteos hasta el fondo. Dejad sitio para todos. Seguid, seguid», y seguimos avanzando hasta que al final nos quedamos todo apelotonados otra vez como en el armario. Había un pasillito entre los bancos de la izquierda y los bancos de la derecha, y varios policías empezaron a formar una fila a cada lado.

Tenía los pies helados. Y quería hacer pis. Intenté pedirle al policía que estaba al lado de mi banco que, por favor, me dejase ir al baño, pero dijo: «Por ahora, todos aquí sentados, campeón», así que traté de aguantar y de no pensar en las ganas que tenía. Pero cuando intentas no pensar en algo, resulta que al final no puedes pensar en otra cosa.

Nicholas estaba arrimado a mi derecha y seguía oliendo a vómito. Vi a la señorita Russell sentada con otros profes en un banco de atrás, y pensé que ojalá pudiera sentarme con ella. Los chicos mayores manchados de sangre también estaban en la parte de atrás, y muchos seguían llorando. Me pregunté por qué, si hasta los más pequeños habían dejado de llorar. Varios profesores y policías y el hombre de la iglesia —supe que era de la iglesia por la camisa negra y el cuello blanco— estaban hablándoles y abrazándoles, y quitándoles la sangre de la cara con pañuelitos de papel.

Al fondo de la iglesia había una mesa grande. Es una mesa especial y se llama altar. En la pared estaba Jesús colgando de una cruz muy grande, como en la iglesia donde se celebró el funeral del tío Chip. Intenté no mirar a Jesús, que tenía los ojos cerrados. Sabía que estaba muerto y que tenía clavos en las manos y en los pies, porque fue así como le mataron hace mucho tiempo a pesar de que era un buen tipo y el hijo de Dios. Mamá me contó esta historia, pero no recuerdo por qué le hicieron eso. Pensé que ojalá no estuviese Jesús allí en medio. Me recordaba a la gente del pasillo y la sangre, y se me ocurrió que quizá también ellos estuviesen muertos… ¡y que entonces había visto muertos de verdad!

Casi todo el mundo estaba callado, y con tanto silencio me volvieron a los oídos los estallidos como un eco rebotando contra las paredes de la iglesia. Sacudí la cabeza para que se me fueran, pero volvían:

 

PUM PUM PUM

 

Esperé a ver qué pasaba a continuación. Nicholas tenía la nariz roja y le caía una vela que daba mucho asco. Se la sorbía ruidosamente y le volvía a salir. Estaba frotándose las manos en las piernas, de arriba abajo, como si intentase secárselas, pero tenía los pantalones empapados. No hablaba, y eso sí que no era normal, porque en el cole nos sentamos el uno enfrente del otro en la mesa azul y no paramos de hablar de cosas como los Skylanders, la copa de la FIFA y los cromos que queremos intercambiarnos en el recreo y más tarde en el autobús.

Nos pusimos a coleccionar los cromos incluso antes de que empezase la Copa del Mundo este verano. Nuestros álbumes tienen a todos los jugadores de todos los equipos que juegan en la Copa, así que para cuando empezaron los partidos ya lo sabíamos todo sobre cada equipo, y de esta manera era más divertido verlos. A Nicholas solo le faltaban veinticuatro cromos para completar el álbum y a mí me faltaban treinta y dos, y los dos tenemos un montonazo de repes.

Le susurré a Nicholas:

—¿Has visto la de sangre que había en el pasillo? Parecía de verdad, ¿y a que parecía que había mucha?

Nicholas dijo que sí con la cabeza, pero siguió callado. Era como si se hubiese dejado olvidada la voz en el colegio junto con la chaqueta y la mochila. A veces es muy raro. No hacía más que sorberse los mocos y frotarse las manos en el pantalón mojado, así que dejé de intentar hablar con él y me esforcé por no mirarle la vela. Pero al apartar la vista, los ojos se me fueron derechitos a Jesús, muerto en la cruz; esas eran las dos únicas cosas a las que se me iban los ojos: la vela de Nicholas y Jesús. Mocos, Jesús, mocos, Jesús. Mis pegatinas y el álbum de la FIFA seguían dentro de mi mochila, y empecé a preocuparme por si alguien me los quitaba.

La puerta grande de la parte de atrás de la iglesia se abría y se cerraba con un chirrido muy fuerte, y no dejaba de salir y de entrar gente, sobre todo policías y algunos profesores. No veía a la señora Colaris por ningún sitio ni tampoco a Charlie, así que debían de haberse quedado en el colegio. Después empezaron a llegar padres y madres a la iglesia, y cada vez había más gente y más alboroto. Los padres no se quedaban callados como nosotros, volvían a decir nombres como si fueran preguntas. Lloraban y chillaban cuando encontraban a sus hijos, y trataban de llegar hasta ellos saltando por los bancos, cosa difícil porque estábamos todos muy pegados. Algunos niños intentaron salir de los bancos y volvieron a llorar al ver a su madre o a su padre.

Cada vez que oía un chirrido, me daba la vuelta para ver si era mamá o papá. Estaba deseando que vinieran a por mí y me llevasen a casa para poder cambiarme de ropa y de calcetines y entrar de nuevo en calor.

Llegó el padre de Nicholas. Nicholas pasó por encima de mí, y su padre le cogió por encima de los demás niños del banco. Después estuvo mucho rato abrazándole, a pesar de que la camisa se le debía de estar manchando de vómito.

Por fin, la puerta se volvió a abrir con un chirrido y entró mamá. Me levanté para que me viese, y luego me dio vergüenza porque vino corriendo y me llamó «mi bebé» delante de todos los niños. Pasé por encima de los demás para llegar hasta ella, y me agarró y me meció y estaba fría y mojada por la lluvia.

Entonces se puso a mirar a su alrededor y dijo:

—Zach, ¿dónde está tu hermano?

4

¿Dónde está tu hermano?

 

 

 

 

 

—Zach, ¿dónde está Andy? ¿Dónde se ha sentado?

Mamá se levantó y se puso a mirar alrededor. Yo quería que siguiese abrazándome, y quería contarle lo de los estallidos y lo de la sangre y lo de la gente tirada por el pasillo como muertos de verdad. Quería preguntarle por qué había venido un pistolero y qué le había pasado a la gente que seguía en el colegio. Quería que nos fuésemos de aquella iglesia tan fría, lejos de Jesús y de los clavos que tenía en las manos y en los pies.

No había visto a Andy en todo el día. Después de bajarnos del autobús, en el colegio casi nunca veo a Andy hasta que volvemos a montarnos a la salida, porque no comemos ni salimos al recreo a la misma hora; los chicos mayores siempre salen antes que nosotros. Cuando por casualidad nos vemos en el cole, como, por ejemplo, cuando nuestras clases se cruzan por el pasillo, pasa de mí y hace como que no me conoce y como si ni siquiera fuese su hermano.

Cuando me fui a McKinley al pasar a tercero de infantil, estaba agobiado porque muchos de mis amigos de preescolar se iban a Jefferson y en McKinley conocía a pocos niños. Menos mal que Andy ya estaba allí, en cuarto de primaria. Podría enseñarme dónde estaba todo, y estando él allí no tendría miedo de nada. Mamá le dijo: «Cuida a tu hermano, ¿vale? ¡Ayúdale con lo que haga falta!». Pero no lo hizo. «¡No te acerques, pequeñajo!», me gritaba cuando intentaba hablar con él. Y sus amigos se reían, así que eso hice, no acercarme.

—Zach, ¿dónde está tu hermano? —repitió mamá, y empezó a subir y a bajar por el pasillo de en medio. Intenté seguirla cogido de su mano, pero el pasillo se había llenado de gente que no hacía más que gritar nombres y chocarse con nosotros. Tuve que soltarle la mano porque de tanto agarrarme me dolía el hombro.

Desde que nos bajamos del autobús no había pensado en Andy en todo el día, solo cuando mamá me preguntó por él. No pensé en Andy cuando empezaron los estallidos, ni cuando estábamos escondidos en el armario, ni cuando cruzamos el pasillo y salimos por la puerta de atrás. Intenté recordar si entre las caras que había visto cuando me volví y vi a los niños mayores que venían detrás de mí estaba la de Andy, pero no pude.

Ahora mamá estaba dando la vuelta entera, cada vez más deprisa y moviendo la cabeza de izquierda a derecha. Le di alcance al lado del altar y traté de cogerle otra vez la mano, pero justo en ese momento la subió y le tocó el brazo a un policía. Así que me metí las manos en los bolsillos para calentármelas y me arrimé a ella.

—No encuentro a mi hijo. ¿Están aquí todos los niños? —le preguntó al policía. La voz le sonaba distinta, chillona, y la miré a la cara para ver por qué hablaba así. Tenía puntitos rojos alrededor de los ojos y le temblaban los labios y la barbilla, seguramente porque también ella había terminado calada y fría por la lluvia.

—Dentro de unos minutos van a emitir un comunicado oficial, señora —le dijo el policía a mamá—. Por favor, si tiene un hijo desaparecido, siéntese y espere el comunicado.

—¿Desaparecido…? —dijo mamá, y se dio un manotazo en la coronilla, como si se pegase a sí misma—. ¡Ay, Dios mío! ¡Jesús!

Al oír su nombre, miré a Jesús en la cruz. Justo entonces, empezó a sonar el móvil de mamá. Dio un bote, soltó el bolso y se le cayeron algunas cosas al suelo; se arrodilló y buscó el móvil en el bolso. Me puse a recoger las cosas: papeles, las llaves del coche y un montón de monedas que salieron rodando entre los pies de la gente. Intenté cogerlas todas antes de que alguien las cogiese.

A mamá le temblaban las manos cuando encontró el móvil, como a la señorita Russell en el armario.

—¿Hola? —dijo—. En la iglesia de Lyncroft. Han traído aquí a los niños. ¡Andy no está! Dios mío, Jim, ¡no está en la iglesia! Sí, Zach está aquí conmigo.

Mamá se echó a llorar. Estaba de rodillas frente al altar y parecía que estaba rezando, porque eso es lo que hace la gente cuando reza, arrodillarse. Me puse delante y le di un masaje en el hombro para que dejase de llorar. Se me hizo un nudo muy gordo en la garganta.

Mamá dijo: «Ya, vale, de acuerdo. Sí, lo sé, vale», y después, «Vale, nos vemos ahora», y se metió el móvil en el bolsillo del abrigo, me apretó contra ella y me abrazó demasiado fuerte mientras lloraba con la cara contra mi cuello. Notaba su aliento; me hacía cosquillas, pero a la vez me daba gustito porque estaba caliente y yo cada vez tenía más frío.

Quería quedarme quieto y pegadito a mamá mientras me abrazaba, pero no tuve más remedio que dar saltitos porque seguía con ganas de hacer pis.

—Mamá, tengo que ir al baño —dije.

Mamá se apartó de mí y se levantó.

—Tesoro, ahora no. Vamos a sentarnos en algún sitio hasta que llegue papá y den el comunicado.

Pero no había dónde sentarse con tantos niños en los bancos, así que nos fuimos a un lado de la iglesia y mamá apoyó la espalda en la pared y me estrujó la mano. Yo no dejaba de dar saltitos y me puse de puntillas intentando mantener el equilibrio, porque me dolía mucho la pilila de las ganas. Tenía miedo de mearme encima. Vaya corte, como me mease allí delante de todo el mundo.

El móvil de mamá empezó a sonar otra vez en su bolsillo. Mamá lo cogió, me dijo: «Es Mimi» y respondió.

—¡Hola, mamá! —Nada más decirlo se echó a llorar de nuevo—. Estoy aquí, con Zach… Está bien, sí. Pero Andy no está, mamá. No, no está aquí, no le veo por ningún lado… Todavía no nos han dicho nada… Han dicho que van a dar un comunicado pronto.

Tenía el móvil muy apretado contra la oreja; tanto que los nudillos se le habían puesto blancos. Escuchó lo que le decía Mimi mientras expresaba que sí con la cabeza; le caían lágrimas por las mejillas.

—Vale, mamá. Estoy desquiciada. No sé qué hacer… Ahora viene, está de camino. No, no vengas aún. Creo que ahora solo están dejando entrar a los padres. Vale, descuida, te llamaré. Vale, yo también te quiero.

Eché un vistazo a los bancos y los recorrí con la mirada como cuando haces una sopa de letras y buscas la primera letra de una palabra. Por ejemplo, si buscas la palabra «piña», intentas encontrar todas las «p», y luego, cuando encuentras una, miras a ver si hay una «i» a cada lado de la «p», y así es como encuentras la palabra entera. De manera que moví los ojos de izquierda a derecha por si al final resultaba que Andy estaba en uno de los bancos. A lo mejor no le habíamos visto antes, y si estaba podríamos cogerle y salir de allí y volver a casa. Mis ojos buscaban y seguían buscando, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, pero era verdad que Andy no estaba en ningún sitio.

Empecé a cansarme y no quería seguir de pie. Al cabo de un rato muy largo, la puerta grande se abrió con un chirrido y entró papá. Tenía el pelo mojado y pegado a la frente, y la ropa chorreando. Tardó un rato en abrirse paso entre la gente y llegar hasta nosotros. Cuando lo consiguió, nos dio abrazos mojados y mamá se puso a llorar otra vez.

—Vas a ver como no pasa nada, cariño —dijo papá—. Seguro que no les cabían todos los niños aquí. Vamos a esperar. Al entrar he oído que estaban a punto de dar un comunicado.

Y entonces, el policía con el que había hablado mamá se puso enfrente del altar y dijo:

—¡Atención, atención! ¡Por favor, silencio! —Y tuvo que gritar varias veces «¡Por favor, silencio!» porque la gente no paraba de llorar, llamar y dar gritos, y nadie se había dado cuenta de que estaba hablando.

Por fin se callaron todos, y el policía se puso a soltar un discurso:

—Señoras, señores, hemos traído a la iglesia a todos los niños que han salido ilesos. Aquellos de ustedes que hayan encontrado a sus hijos hagan el favor de salir lo antes posible de la iglesia para que podamos organizar esto un poco y facilitarles las cosas a los padres que van llegando. Si no localizan a sus hijos aquí en la iglesia, sepan que los niños heridos están siendo llevados al hospital West-Medical. Lamento informarles de que ha habido víctimas mortales, todavía no sabemos cuántas, y que permanecerán en el lugar de los hechos mientras se lleva a cabo la investigación.

Cuando dijo «víctimas mortales» (yo no sabía lo que significaba), un sonido muy fuerte recorrió la iglesia, como si todo el mundo hubiese dicho «Ooooh» al mismo tiempo. El policía siguió hablando:

—Todavía no disponemos de una lista de los heridos y de las víctimas mortales, de modo que, si no localizan a sus hijos, por favor diríjanse al hospital y consulten con el personal sanitario. En estos momentos están elaborando una lista de los pacientes ingresados. El criminal ha muerto en un enfrentamiento con la policía de Wake Gardens, y creemos que actuó en solitario. La comunidad de Wake Gardens ya no está en peligro. Por ahora, no hay nada más que decir. Estamos preparando una línea directa de apoyo, y en breve se colgará toda la información en las páginas web del colegio McKinley y de Wake Gardens.

Una vez que terminó de hablar, hubo unos instantes de silencio y a continuación una especie de explosión de ruido. Todos le llamaban y le hacían preguntas. No entendí bien lo que había dicho el policía, solo que al criminal le habían matado, y me dije que era una buena noticia porque así no podría matar a nadie más. Pero cuando miré a mamá y a papá no me pareció tan buena, porque tenían las caras completamente arrugadas y mamá estaba llorando mucho. Papá dijo:

—Bueno, pues eso es que está en el hospital.

Yo ya había ido al hospital West-Medical una vez, cuando tenía cuatro años y me entró alergia a los cacahuetes. No me acuerdo de nada, pero mamá se asustó mucho. Casi dejé de respirar porque se me hincharon la cara, la boca y la garganta. En el hospital tuvieron que darme una medicina para que pudiera volver a respirar. Ahora ya nunca voy a poder comer nada que tenga cacahuetes, y en el comedor me toca sentarme en la mesa de los niños alérgicos a los frutos secos.

Mamá también tuvo que llevar a Andy al West-Medical el verano pasado, porque cogió la bici sin casco (lo tenemos prohibidísimo) y se cayó de cabeza. Le sangraba la frente y tuvieron que darle puntos.

—Melissa, cariño, tenemos que mantener la calma —le dijo papá a mamá—. Coge a Zach y vete a buscar a Andy al hospital. Llámame cuando llegues. Yo voy a llamar a mi madre y a la tuya para decírselo, y me quedo aquí por si… por si acaso…

«Por si acaso ¿qué?», pensé, pero mamá me agarró la mano y tiró de mí, y salimos de la iglesia. Fuera, había gente por todas partes, en la acera y en medio de la calle, y vi unas furgonetas con unos platos de sopa muy grandes en el techo. Las luces me parpadeaban en la cara.

—Vámonos de aquí —dijo mamá, y nos fuimos.

5

Día sin normas

 

 

 

 

 

—Todo va a salir bien, Zach, ¿me oyes? Todo va a salir bien. Cuando lleguemos al hospital encontraremos a Andy y se acabará esta pesadilla, ¿vale, mi niño?

Mamá no paraba de repetir las mismas cosas en el coche, pero no me parecía que me estuviese hablando a mí porque, cuando le dije: «Mamá, cuando lleguemos tengo que ir al baño como sea», no me respondió. Estaba inclinada sobre el volante y tenía los ojos clavados en el parabrisas, pues seguía lloviendo a cántaros. Los limpiaparabrisas se movían a velocidad de vértigo, esa que hace que te marees cuando intentas seguirlos con la mirada, y que para que no te entren ganas de vomitar tienes que intentar mirar al frente sin fijarte en ellos. A pesar de lo rápido que iban, era difícil ver algo. Cuando llegamos a la calle del hospital, había tráfico por todas partes.

—Mierda, mierda, mierda —dijo mamá.

Era el día de las palabrotas. Joder, estúpido, mierda, Jesús. «Jesús» en realidad no es una palabrota, es un nombre, pero a veces la gente lo dice como si fuera una palabrota. Se oían pitidos muy fuertes. La gente tenía las ventanillas bajadas a pesar de que estaba lloviendo, y debía de estar entrándoles agua. Se gritaban unos a otros que dejasen paso de una puta vez.

La última vez que fuimos al hospital, cuando Andy se cayó de la bici, había un aparcacoches, o sea, que puedes bajarte del coche con el motor en marcha y las llaves puestas y el señor va y te lo aparca. Y cuando vuelves, le das el tique y él va y saca el coche de donde lo aparcó. Esta vez no había ningún aparcacoches, pero sí como mil coches delante de nosotros. Mamá se puso a llorar otra vez y a tamborilear en el volante mientras decía: «¿Qué hacemos ahora? ¿Qué hacemos ahora?».

El móvil de mamá empezó a sonar muy alto. Supe que era papá porque en el nuevo GMC Acadia de mamá, delante, donde está la radio, se ve quién llama, y si le das al botón Aceptar se oye la voz en todo el coche y mola. En el coche de antes no teníamos esto.

—¿Estás ahí? —oímos decir a papá.

—Ni siquiera puedo acercarme al hospital —dijo mamá—. No sé qué hacer, hay coches por todas partes. Voy a tardar siglos en llegar al parking, y luego a ver si queda algún hueco. Joder, Jim, no puedo más, ¡tengo que entrar ya!

—Bueno, nena, olvídate de encontrar sitio en el parking. Seguro que hay un follón enorme. Maldita sea, debería haberte acompañado. Es que pensé que… —y se callaron los dos y se hizo un silencio en el coche—. Déjalo donde sea, Melissa. No importa. Deja el coche y vete andando.

Mucha gente debía de estar haciendo lo mismo, dejar el coche tirado, porque cuando miré por la ventanilla vi coches aparcados por todas partes, hasta en los carriles bici y en las aceras. Está prohibido por la ley, y si te pillan, viene la grúa y se lleva tu coche.

Mamá se subió a la acera y paró el motor. «Vamos», dijo, y me abrió la puerta. Vi que había dejado la parte trasera medio metida en la calzada, y los coches que teníamos detrás empezaron a pitar, aunque a mí me parecía que tenían sitio de sobra para pasar.

—¡Joder, cállate ya! —chilló mamá. La lista de las palabrotas iba creciendo.

—Mami, ¿y si viene la grúa y se lleva nuestro coche?

—Da igual. Vamos a andar deprisa, por favor.

Me puse a andar superrápido porque mamá tiraba de mi mano con fuerza. Al andar se me escapó un poco de pis. No pude evitarlo, se me escapó. Al principio solo un poco, y luego todo. Me dio gustito y se me calentaron las piernas. Si daba lo mismo que una grúa se fuera a llevar nuestro coche, pensé que también daría lo mismo que se me manchase de pis el pantalón. Era un día con normas diferentes o sin normas. Nos estábamos calando otra vez, así que en cualquier caso lo más probable era que la lluvia se llevase casi todo el pis.

Fuimos andando ni más ni menos que por la calzada, entre los coches parados. Me dolían los oídos de tanto bocinazo. Después cruzamos unas puertas automáticas en las que ponía Urgencias. Ahora podríamos encontrar a Andy y ver qué le había pasado y si hacía falta que le dieran puntos como la otra vez o qué.

Dentro estaba todo igual que fuera, solo que había personas en vez de coches. En la sala de espera había gente por todas partes. Se amontonaban enfrente de un mostrador que tenía un letrero que decía Ingresos. Todo el mundo hablaba a la vez a las dos mujeres que estaban detrás del mostrador. Al otro lado de la sala había un policía hablando con un grupo de gente, y mamá se acercó a él para oír lo que decía:

—Todavía no podemos dejar pasar a nadie. Estamos elaborando una lista de pacientes. Hay muchos heridos, y lo principal ahora es atenderlos.

Varias personas intentaron decirle algo al policía, que levantó las manos como para bloquear sus palabras.

—En cuanto las cosas se calmen un poco, iremos dando información a los familiares de los heridos que hemos podido identificar. Empezaremos por ahí. Les insisto en que tengan paciencia. Miren, sé que es difícil, pero vamos a intentar que los doctores y el personal sanitario cumplan con su tarea.

La gente empezó a sentarse por todas partes. Cuando ya no quedaban asientos libres, se sentaron en el suelo, arrimándose a las paredes. Nos acercamos a una pared en la que había un televisor muy grande. Vi a la madre de Ricky sentada en el suelo debajo de la tele. Ricky está en quinto, como Andy, y vive cerca de nosotros, así que vamos en el mismo autobús. Andy y Ricky eran amigos, pero en verano se pelearon, y no con palabras, sino a puñetazos, y después papá llevó a Andy a casa de Ricky a que le pidiera perdón.

La madre de Ricky levantó la mirada y, al vernos, volvió a bajarla muy deprisa. Lo mismo seguía enfadada por lo de la pelea. Mamá se sentó al lado de la madre de Ricky y dijo:

—Hola, Nancy.

La madre de Ricky miró a mamá y respondió:

—Ah, hola, Melissa. —Como si no nos hubiese visto antes de que mamá se sentase. Pero yo sabía que sí que nos había visto. Después volvió a clavar la vista en las rodillas, y las dos se quedaron calladas.

Me senté al lado de mamá y traté de ver la tele, pero como estaba justo encima de nosotros tenía que girar demasiado la cabeza, y aun así solo veía parte de las imágenes. Habían quitado el sonido, pero vi que estaban puestas las noticias y que salía McKinley, con los camiones de bomberos, los coches de policía y las ambulancias enfrente. Debajo de las imágenes salían palabras, pero desde donde estaba no pude leerlas porque tenía que volver demasiado la cabeza y además iban demasiado deprisa. Me empezó a doler el cuello y dejé de mirar hacia el televisor.

Estuvimos mucho rato sentados en el suelo, tanto que ya ni siquiera tenía la ropa mojada, se me estaba empezando a secar. Me rugían las tripas. Había pasado mucho tiempo desde la comida y ni siquiera me había comido el bocadillo, solo la manzana. Mamá me dio dos dólares para que cogiera algo de la máquina que había al lado de los servicios. Que cogiera lo que quisiera, dijo, así que metí los dos dólares y le di al botón de los Cheetos. Es comida basura y, en general, la comida basura está prohibida, pero era el día sin normas…

Se abrió la puerta del fondo en la que ponía Prohibido el paso y salieron dos enfermeras con camisa y pantalón verde. Todo el mundo se puso de pie a la vez. Las enfermeras llevaban unos papeles y empezaron a leer nombres: «Familia de Ella O’Neill, familia de Julia Smith, familia de Danny Romero…». Varias personas de la sala de espera se levantaron, se acercaron a las enfermeras y cruzaron la puerta de prohibido el paso con ellas.

Las enfermeras no dijeron «Familia de Andy Taylor», y mamá se dejó caer, se abrazó las rodillas y apoyó la cabeza en los brazos como si quisiera esconder la cara. Volví a sentarme a su lado y me puse a frotarle el brazo. Parecía que le temblaban los brazos, y abría y cerraba las manos apretando los puños.

—Pinta mal que no nos hayan llamado a estas alturas —dijo la madre de Ricky—. Si no, ya sabríamos algo.

Mamá no dijo nada, simplemente siguió abriendo y cerrando los puños.

Seguimos esperando mientras las enfermeras salían a decir nombres y otras personas se levantaban y cruzaban la puerta con el letrero de Prohibido el paso. Cada vez que salía una enfermera, mamá levantaba la cabeza y la miraba con los ojos muy abiertos, arrugando la frente. Cuando decían un nombre, pero no el de Andy, soltaba el aliento muy deprisa y volvía a apoyar la cabeza en los brazos, y yo le frotaba un poco más el brazo.

De vez en cuando, las puertas automáticas se abrían y salía y entraba gente. Se veía la calle, estaba anocheciendo, así que llevábamos mucho tiempo en el hospital y debía de ser ya la hora de cenar. Por lo visto, en el día sin normas me iban a dejar acostarme tarde.

No quedaba casi nadie en la sala de espera, solo mamá, la madre de Ricky y yo, y en las sillas y al lado de las máquinas expendedoras, unas cuantas personas. Todavía había dos o tres policías, y estaban hablando entre ellos con las cabezas agachadas. Aunque ahora había un montón de sillas vacías, no nos levantamos para sentarnos en ellas, y eso que me dolía el culo de tanto estar en el suelo.

Entonces se abrieron otra vez las puertas automáticas y entró papá. Me puse muy contento al verle. Empecé a levantarme para ir hacia él, pero inmediatamente volví a sentarme porque le vi la cara y no se parecía en nada a su cara de siempre. Sentí que el estómago me daba una voltereta como cuando me pongo nervioso, pero no estaba nervioso, solo muerto de miedo.

6

Aullidos de hombre lobo