Hildegard von Bingen y la tradicion visionaria de Occidente - Victoria Cirlot - E-Book

Hildegard von Bingen y la tradicion visionaria de Occidente E-Book

Victoria Cirlot

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Beschreibung

Las visiones de Hildegard von Bingen despliegan un riquísimo universo simbólico, que es el objeto de estudio de este libro. A través de diversas aproximaciones se trata de comprender el fenómeno visionario, ya como una experiencia extraordinaria, ya como parte integrante del proceso creador. La floración de las imágenes, su descripción y plasmación plástica es abordada a partir de comparaciones que ofrecen contrapuntos al caso de esta mística renana del siglo XII, tales como el Apocalipsis de Juan de Patmos, los espirituales del Oriente de luz estudiados por el iranólogo y filósofo Herny Corbin, o la obra del artista surrealista Max Ernst. La imaginación creadora de Hildegard von Bingen aparece como el origen de una tradición visionaria de Occidente, sagrada y secularizada, cuya estética se fundamenta en el valor de las imágenes.

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Seitenzahl: 361

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Cubierta

Victoria Cirlot

HILDEGARD VON BINGEN

y la tradición visionaria de Occidente

Herder

www.herdereditorial.com

Portada

Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán

Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 2005, Victoria Cirlot

© 2005, Herder Editorial, S.L., Barcelona

© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3146-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

Créditos

A la memoria de mi padre

Dedicatoria

Índice

Prólogo

Nota

I. Vida de una visionaria

II. Hildegard y Bernardo de Clairvaux

III. Hildegard y Juan de Patmos

IV. La figura sembrada de ojos

V. Visiones del bestiario

VI. Técnica alegórica o experiencia visionaria

VII. Lectura de Scivias como una dramaturgia del alma

VIII. Max Ernst o la liberación de las imágenes

IX. La visibilidad de lo invisible: teofanía e interioridad

Epílogo

Bibliografía

Índice de figuras y láminas

L'oeil existe à l'état sauvage. Les Merveilles de la terre à trente mètres de hauteur, les Merveilles de la mer à trente mètres de profondeur n'ont guère pour témoin que l'oeil hagard qui pour les couleurs rapporte tout à l'arc-en-ciel. Il préside à l'échange conventionnel de signaux qu'exige, paraît-il, la navigation de l'esprit. Mais qui dressera l'échelle de la vision?

André Breton,

Le surréalisme et la peinture, 1928

Prólogo

La visión es un enigma y Hildegard von Bingen es una figura envuelta en un misterio que ni los mejores estudios filosóficos y filológicos de nuestro tiempo han logrado desvelar. La visionaria del Rin del siglo xii constituye un desafío a la comprensión a la vez que ejerce una intensa fascinación por la propia obra salida de la visión, de una gran potencia visual y riqueza de contenidos, así como por la grandeza de su testimonio autobiográfico. Detrás de su escritura se intuye una personalidad que atraviesa todos los marcos estrechos y rígidos que toda cultura pretende imponer. Pero no hay duda de que su mundo estuvo a su altura: en riquísimos manuscritos se nos ha transmitido su obra de modo que la descripción de sus visiones estuvo acompañada de miniaturas extraordinarias, algunas de las cuales han pasado a ser imágenes clave de nuestra civilización occidental.

En este libro me aproximo a Hildegard von Bingen con temor y temblor. Lo hice hace siete años y de aquella tentativa resultó una presentación de una figura prácticamente desconocida en nuestro país. La intención que me conduce ahora es muy concreta y consiste en abordar la experiencia visionaria. La visión es un acontecimiento de la vida, que la transforma y la orienta en un sentido ya definitivo. La conservación de testimonios, como ocurre para el caso de Hildegard, permite acceder al suceso biográfico y tratar de la experiencia. Ése es el primer paso del libro, el primer capítulo, que se extiende hasta un segundo que se refiere a un aspecto fundamental en la vida de la visionaria, su relación con Bernardo de Clairvaux. Quizá fue gracias a ese encuentro por lo que hoy podemos hablar de Hildegard von Bingen, por quien sus visiones no quedaron sepultadas en el silencio. El tercer capítulo está dedicado a la idea que tenía Hildegard de sí misma, a cómo se comprendía. Me pregunto por lo que podríamos denominar su «autoconciencia» que, a mi modo de ver, quedó fijada en la comparación que ella hizo de sí misma con Juan, el autor del cuarto evangelio y sobre todo, el de Patmos, autor del Apocalipsis, que en la Edad Media eran conocidos como una misma persona. Esta comparación nos introduce de lleno en la tierra de las visiones, porque, en efecto, Juan de Patmos fue en la Edad Media el modelo del visionario y el Apocalipsis, modelo de las imágenes visionarias. Estas imágenes se cualifican así como simbólicas y su supuesta irracionalidad corresponde ya a una dimensión «otra» que hay que abrir para ampliar el horizonte de realidad. Un símbolo tradicional es la «figura sembrada de ojos» que hizo su aparición en la primera obra profética de Hildegard, Scivias, y a ella está dedicado el cuarto capítulo con el que entramos en la imaginación creadora. La hermenéutica del filósofo francés Henry Corbin aplicada a los textos iranios nos servirá para comprender lo que en la cultura occidental ha permanecido sin explicación. Huérfanos de una auténtica teoría de la imaginación como recordaba Elémire Zolla, la exégesis corbiniana proporciona una luz que ilumina renovadoramente la experiencia de Hildegard. En el capítulo VII propongo una lectura de Scivias desde la perspectiva que permite la obra de Corbin, habiendo pasado antes por un punto de inflexión, el capítulo VI, en el que se confronta lo que hasta el momento ha dicho la crítica de la experiencia visionaria de Hildegard y lo que puede ampliar esta mirada la aplicación de la hermenéutica de Corbin.

El carácter autónomo de la imaginación con respecto al mundo sensible que le concedieron la filosofía iraní y la mística sufí implica una auténtica valoración de la imagen. Al no hacerla sierva de los objetos físicos, la imagen puede contener un alto grado de espiritualidad, y de ello puede surgir una estética que nada tenga que ver con la representación, sino que dé forma a un mundo «posible» y, por tanto, nuevo. En la historia de la cultura occidental, ha sido el surrealismo la corriente que mayor atención ha prestado a la imagen, lo que no es extraño por su total dedicación a la comprensión del funcionamiento real del pensamiento. Necesitaba un contrapunto a la facultad visionaria de Hildegard von Bingen, otro lugar desde donde mirar el enigma. El artista Max Ernst me ha ofrecido ese otro lugar. Por su escritura y por su obra plástica, Max Ernst se presenta como un visionario. Su serie de frottages titulada Historia natural es una cosmogonía susceptible de ser comparada con la que despliegan las visiones de Hildegard. Tanto en Hildegard como en Max Ernst hay un ojo que penetra más allá de la apariencia de la realidad para descubrir una tierra nueva. Naturalmente ambos están alejados por pertenecer a paradigmas culturales diferentes, y por ello se expresan en lenguajes también diferentes: ella lo hace en el lenguaje sagrado de su tiempo y él, en cambio, no puede renunciar a la revuelta profana. La secularización de la experiencia visionaria resulta patente en el artista surrealista. El último capítulo de este libro está dedicado a la visibilidad de lo invisible, es decir, a la pregunta que se plantea la visibilidad de Dios y su manifestación a través de las imágenes. También en esta ocasión el arte del siglo xx, ahora la abstracción de Wassily Kandinsky, permite una renovada comprensión de la apertura de un espacio teofánico en Hildegard von Bingen, espacio de la interioridad en el pintor abstracto.

Barcelona, junio de 2005

Nota

Este libro es el resultado de la reelaboración de trabajos que he venido realizando desde la publicación de Vida y visiones de Hildegard von Bingen (Siruela, Madrid 1997), animados todos ellos por una misma intención, esto es, la comprensión de la experiencia visionaria. Una conferencia publicada en Duoda. Revista de estudios feministas (n. 17, 1999) y una ponencia en el I Congreso internacional sobre mística cisterciense en Ávila (1998), publicada en las Actas (1999) me han proporcionado el material con el que he elaborado los capítulos I y II. Una ponencia en el Coloquio Mujeres y escritura, voces y representaciones celebrado en la Universidad de Santiago de Chile (2002), publicado en la Revista chilena de Literatura (n. 63, noviembre de 2003), ha sido la base del capítulo III. Para el capítulo IV he utilizado un artículo publicado en Axis Mundi (1998) que he corregido y ampliado. Una conferencia inédita pronunciada en el Museo Nacional de Arte de Catalunya (1998) ha sido íntegramente reescrita y ha dado lugar al capítulo V. Para la segunda edición de Vida y visiones de Hildegard von Bingen (Siruela, Madrid 2001), escribí un epílogo que he insertado en este libro como capítulo VI. El capítulo VII es una reelaboración de la conferencia que pronuncié en el Homenaje a Henry Corbin que tuvo lugar en la Casa Velázquez de Madrid (2003) y que había quedado inédita. Una conferencia en el Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona (2004) dentro del curso Mística y arte contemporáneo dirigido con Amador Vega me ha permitido escribir el capítulo VIII y un artículo para la revista de la Fondazione Giorgio Cini de Venecia, Viridarium 2 (2005), ha dado lugar al último capítulo.

Todos estos trabajos han sido también fruto de mis clases y del diálogo con los alumnos del doctorado que bajo el título de Literatura visionaria he venido impartiendo en la Universidad Pompeu Fabra en estos últimos años. La Biblioteca Alois Maria Haas y el préstamo interbibliotecario de dicha Universidad han hecho posible que accediera a fuentes y bibliografía imprescindibles para la realización de este libro.

Hildegard von Bingen

y la tradición visionaria de Occidente

Portadilla

I. Vida de una visionaria

Un acontecimiento único irrumpió en la vida de Hildegard von Bingen, monja benedictina del monasterio de Disibodenberg (1098-1179), de tal forma que tuvo que ser relatado en el prólogo a su primera obra escrita, Scivias, como explicación necesaria de una escritura surgida de una radical transformación. La necesidad de derivar la escritura de aquello acaecido de un modo extraordinario a un individuo se manifiesta como novedad al tiempo que resuenan ecos lejanos procedentes de los textos sagrados. Pero en pleno siglo xii su confesión adquiere la potencia de lo nuevo, junto a los primeros bocetos autobiográficos y las primeras expresiones líricas.1 El acontecimiento tiene que ver con la visión, o mejor aún con la visión que afectó directamente al núcleo de su ser. Una primera descripción abre el libro de Scivias y dice:

Y he aquí que, a los cuarenta y tres años de mi vida en esta tierra, mientras contemplaba, el alma trémula y de temor embargada, una visión celestial, vi un gran esplendor del que surgió una voz venida del cielo diciéndome:2

El suceso es fechado cronológicamente en el tiempo de la vida. Sucede durante la visión celestial (caelesti uisioni) y consiste en el gran esplendor (maximum splendorem) que no sólo es visible, sino que se oye. Es un sonido que anuncia el destino, pues a partir de esa audición tendrá lugar el gran viraje, el giro mediante el que la visionaria se convirtió en profeta según el lenguaje de su época, en escritora en una comprensión secularizada del fenómeno. La situación de aquélla ante la audición del sonido que es la voz celestial (vox de caelo) se precisa: el alma trémula y de temor embargada (magno timore et tremula intentione). El suceso se recibe, no con asombro ni con un maravillarse, sino con temor y temblor, pues la conciencia advierte acerca de la pobreza del ser:

Oh frágil ser humano, ceniza de cenizas y podredumbre de podredumbre [...]3

Desde la fragilidad (homo fragilis), en la ceniza (cinis cineris) y en la podredumbre (putredo putretudinis), esto es, desde la nada de la criatura, se asiste a lo más grande y desde ese lugar es desde donde la voz conmina a la palabra y a la escritura, a decir y a escribir (dic et scribe). Voz y letra no pueden proceder de la boca ni del intelecto humano (non secundum os hominis nec secundum intellectum humanae compositionis), sino de su visión y audición en las maravillas de Dios (sed secundum id quod ea in caelestibus desuper in mirabilibusDei uides et audis). En la descripción aparece la necesidad de volver a insistir sobre el acontecimiento, al dato biográfico y al carácter relampagueante que repentinamente adquirió la visión. Con mayor detalle vuelve Hildegard a precisar el momento en que sucedió y trata de explicar lo que supuso esta visión como acontecimiento de la vida:

Sucedió que, en el año 1141 de la Encarnación de Jesucristo Hijo de Dios, cuando cumplía yo cuarenta y dos años y siete meses de edad, del cielo abierto vino a mí una luz de fuego deslumbrante; inundó mi cerebro todo y, cual llama que aviva pero no abrasa, inflamó todo mi corazón y mi pecho, así como el sol calienta las cosas al extender sus rayos sobre ellas. Y, de pronto, gocé del entendimiento de cuanto dicen las Escrituras: los Salmos, los Evangelios y todos los demás libros católicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, aun sin poseer la interpretación de las palabras de sus textos, ni sus divisiones silábicas, casos o tiempos.4

Son tres los manuscritos en los que aparece el añadido de «siete meses» (septemque mensium) lo que según su editora sólo pudo proceder de la propia Hildegard.5 Del cielo abierto (aperto caelo), durante la visión celestial, «con la puerta del cielo abierta» como dirá Juan de Patmos, es como y cuando acontece lo único (factum est), ese dirigirse directamente a la visionaria (veniens) cuyo efecto consiste en su transformación esencial. El «gran esplendor» es descrito ahora con mayor amplitud y explicitación analógica: luz de fuego deslumbrante (igneum lumen), como llama (flamma), como sol (ut sol), y entra en el cerebro (totum cerebrum), en el corazón (totum cor), en el pecho (totumque pectus meum), calentando, encendiendo. El lenguaje simbólico hace visible lo que de otro modo no podría ser comunicado. El acontecimiento afecta a toda su persona, inteligente y sentiente (cerebro/corazón/pecho) y la transforma, pues tiene lugar la repentina (et repente) comprensión (sapiebam intellectum expositionis) de las Escrituras, una comprensión «otra» que nada tiene que ver con la humana, gramatical y sintáctica. Se trata de un comprensión global e instantánea. Continúa Hildegard describiendo el modo en que tuvieron lugar las visiones. Frente a lo que pudiera parecer por la tradición visionaria, la visión no sucede en un estado alterado (in phrenesi). No se trata efectivamente de una visión extática, aunque tampoco es una percepción física (nec corporis oculis aut auribus exterioris hominis). El singular carácter de sus visiones, sobre el que insistió en otras ocasiones a lo largo de su vida, fue descrito así en esta primera manifestación:

Mas las visiones que contemplé, nunca las percibí ni durante el sueño, ni en el reposo, ni en el delirio. Ni con los ojos de mi cuerpo, ni con los oídos del hombre exterior, ni en lugares apartados. Sino que las he recibido despierta, absorta con la mente pura, con los ojos y los oídos del hombre interior, en espacios abiertos, según quiso la voluntad de Dios. Cómo sea posible esto, no puede el hombre carnal captarlo.6

Las visiones contempladas (uisiones uero quas uidi) suceden en un estado despierto y de atención (uigilans), de plena consciencia (circumspecta in pura mente) y son un don de Dios (secundum voluntatem Dei). Es un acontecimiento de la interioridad, que se recibe con los sentidos del hombre interior en que visión y audición se mezclan sinestésicamente (oculis et auribus interioris hominis). Esta segunda descripción del acontecimiento, que se construye en el texto en prosa en una repetición paratáctica, completándose mutuamente los dos fragmentos al modo de las laisses paralelas en la épica («Y he aquí que a los cuarenta y tres años...!/Sucedió que en el año 1141...»),7 vuelve a introducir la voz que se dirige a ella ordenándole la escritura de lo visto y oído (scribe quae uides et audis).

El acontecimiento no supuso la acción inmediata por parte de Hildegard. Por el contrario, el temor y temblor la atenazaron hasta tal punto que cayó en la enfermedad:

Pero yo, aunque viese y escuchase estas maravillas, ya sea por la duda, la maledicencia o la diversidad de las palabras humanas, me resistí a escribir, no por pertinacia sino por humildad, hasta que el látigo de Dios me golpeó derribándome sobre el lecho de la enfermedad.8

El rechazo o la resistencia a la escritura (officio scribere recusaui) por humildad, que no es otra cosa más que clara conciencia de su nada, indican la magnitud del salto al que se ve impelida por aquello acontecido, que no puede ser borrado ni olvidado. El acontecimiento ha dejado una huella indeleble en el alma. Ha ardido una hoguera de cuyas cenizas nacerá la escritura del Scivias. Las veintiséis visiones de las que consta esta obra profética, tuvieron que ser precedidas por el testimonio del acontecimiento pues sin el acontecimiento del año 1141 la escritura es impensable. El prólogo al Scivias, la Protestificatio, es un reconocimiento del acontecimiento como causa primera, sin el que el libro carecería de justificación. Se ofrece al lector como comprensión de todo aquello que viene detrás, que es el libro mismo. Asimismo, el acontecimiento necesita a su vez de testimonios, los que liberan a la visionaria del temor a dar el salto. Dos testigos de la visión como acontecimiento ayudan a Hildegard a que su escritura fluya como ha fluido la visión de Dios:

Y así fue cómo, forzada por tantas dolencias, con el testimonio de una joven noble y de buenas costumbres, y también de aquel religioso a quien, según digo más arriba, secretamente había buscado y encontrado, empecé por fin a escribir. Mientras lo hacía sentí, como ya he referido, la inmensa hondura contenida en estos libros y, sanando de mi enfermedad, restablecida mi fuerza, trabajé en esta obra durante diez años.9

Junto al carácter repentino de la visión, Hildegard alude en sus obras proféticas al prolongado tiempo del trabajo sobre la visión, que es la escritura misma. Desde 1141 hasta 1151: toda una década fue necesaria para desplegar el acontecimiento visionario, que volvió a repetirse, al menos en otras dos ocasiones y del que salieron otras dos obras proféticas. Pero el año 1141 se mantuvo como aquél en que sucedió el acontecimiento que no sólo quedó recogido como el principio de Scivias, sino también plasmado en una miniatura que plástica y simbólicamente dio cuenta de él. Esta miniatura se encuentra en el manuscrito de Wiesbaden, coetáneo de Hildegard o sólo algunos años posterior, actualmente perdido y del que sólo se conserva un facsímil10 (Lám. I). Hildegard aparece vestida como monja benedictina y en su mano derecha sostiene un punzón, mientras que con la izquierda aguanta las tablillas. La imagen recoge el instante de la revelación al plasmar las llamas que penetran en su cerebro, todo ello ante la mirada atónita de un monje que, en un acto de transgresión de los marcos, se introduce en el ámbito visionario.11 La miniatura refuerza plásticamente la intención del prólogo, que no es otra que conceder al libro una autoría que descansa en el acontecimiento extraordinario. Este primitivo retrato, desinteresado en mostrar cualquier rasgo personal y concentrado, en cambio, en expresar la visión, se resuelve según unas normas iconográficas cuyos únicos y raros antecedentes corresponden a la representación del descenso de las lenguas de fuego del Espíritu Santo sobre las cabezas de los apóstoles el día de Pentecostés.12

El suceso del año 1141 ilumina la vida de Hildegard von Bingen. Es un eje vertebrador que ordena el resto de acontecimientos y que, sobre todo, supone una discontinuidad en el ritmo temporal. Implica un cambio cualitativo y con él una nueva orientación de la vida según un rumbo ya inalterable. Diferencia un tiempo anterior de otro posterior, de modo que es posible estructurar la vida de Hildegard en un antes del año 1141 y en un después. El carácter ejecial del suceso destaca también en la comprensión de su vida por parte de sus coetáneos. La descripción del suceso tal y como se narró en el prólogo a Scivias, en el segundo pasaje, fue el primer texto citado en la Vita que escribió el monje Theoderich von Echternach poco después de la muerte de Hildegard, a partir del trabajo realizado por un biógrafo anterior, Gottfried, que sí conoció a la visionaria.13 La Vida siguió el modelo del relato hagiográfico tradicional aunque con notables innovaciones como la introducción de pasajes autobiográficos adecuados a las novísimas tendencias espirituales que quisieron hacer descansar el conocimiento de Dios en la experiencia; por ello, resultó ser a su vez modelo para los relatos que recogieron en el siglo siguiente las grandes experiencias de la mística femenina.14 En la Vida se encuentra una de las más amplias descripciones en primera persona de las visiones anteriores al suceso de 1141, algo a lo que también hace alusión en Scivias de un modo fugaz:

Pero desde mi infancia, desde los cinco años, hasta el presente, he sentido prodigiosamente en mí la fuerza y el misterio de las visiones secretas y admirables, y la siento todavía.15

En cambio, el Libro II de la Vida contiene un testimonio extenso de la primera parte de su vida como visionaria:

En mi primera formación, cuando Dios me infundió en el útero de mi madre el aliento de la vida, imprimió esta visión en mi alma. Pues en el año mil cien después de la encarnación de Cristo, la doctrina de los apóstoles y la justicia incandescente, que había sido fundamento para cristianos y eclesiásticos, empezó a abandonarse y pareció que se iba a derrumbar. En aquel tiempo nací yo y mis padres, aun cuando lo sintieran mucho, me prometieron a Dios. A los tres años de edad vi una luz tal que mi alma tembló, pero debido a mi niñez nada pude proferir acerca de esto.

A los ocho años fui ofrecida a Dios para la vida espiritual y hasta los quince años vi mucho y explicaba algo de un modo simple. Los que lo oían se quedaban admirados, preguntándose de dónde venía y de quién era. A mí me sorprendía mucho el hecho de que, mientras miraba en lo más hondo de mi alma, mantuviera también la visión exterior, y asimismo el que no hubiera oído nada parecido de nadie, hizo que ocultara cuanto pude la visión que veía en el alma. Desconocía muchas cosas exteriores debido a mis frecuentes enfermedades que me han aquejado desde la lactancia hasta ahora, debilitando mi cuerpo y haciendo que me faltaran las fuerzas. Agotada de todo esto, pregunté a mi nodriza si veía algo aparte de las cosas exteriores, y me respondió que nada, porque no veía nada de todo aquello. Entonces me sentí apresada por un gran miedo y no me atreví a decir nada a nadie, pero hablando de muchas cosas, solía describir con detalle cosas del futuro. Y cuando estaba completamente invadida por esta visión, decía muchas cosas que eran extrañas a los que oían, pero, cuando cesaba algo la fuerza de la visión, en la que me había mostrado más como una niña que según mi edad, me avergonzaba y lloraba, y habría preferido callarme si hubiera sido posible. Por miedo a los hombres, no me atrevía a decir a nadie lo que veía. Pero la noble mujer que me educaba lo notó, y se lo contó a un monje que conocía.

Por medio de su gracia Dios había derramado en aquella mujer un río de muchas aguas, de tal modo que no dio reposo a su cuerpo con vigilias, ayunos y otras buenas obras hasta que terminó la vida presente con un buen fin. Dios hizo visibles sus méritos a través de hermosos signos. Después de su muerte continué viendo del mismo modo hasta que cumplí cuarenta y dos años.

Entonces en aquella visión [...]16

A partir de aquí Hildegard enlaza con el acontecimiento del año 1141 según una versión que coincide en lo esencial con el testimonio del prólogo de Scivias aunque el relato se resuelve en un estilo diferente que introduce nuevos puntos de vista. Pero antes de dar entrada a esta segunda versión, importa ahora considerar la mirada de Hildegard dirigida a su vida, en un arco que abarca desde «la primera formación» hasta «los cuarenta y dos años de edad» visto como un periodo homogéneo dominado por la visión y con ella por la soledad y el miedo. La visión es concebida como una «impresión» de Dios en el alma en el estado uterino, según la misma concepción de «animación fetal» que se encuentra en la visión cuarta de la primera parte del Scivias: «una esfera de fuego sin rasgo humano» inunda el corazón del feto de la mujer embarazada «tocando su cerebro y expandiéndose a lo largo de todos sus miembros»17 (Fig. 1, detalle de la Lám. II). Como con gran expresividad se observa en la miniatura que ilustró la visión, el feto se encuentra ligado al espacio celestial, simbolizado en el cuadrángulo plagado de ojos de color dorado y púrpura, por medio de una especie de cordón umbilical por el que desciende la esfera que se introduce en el cerebro. Mientras los hombres que rodean la escena llevan panes de queso como símbolos de los cuerpos humanos, la esfera de fuego alude a la formación psiconeumática, «el centro del destino de los seres humanos después del nacimiento».18 Tocada así por la divinidad desde el estado uterino, primer escenario en el que se decide su destino de visionaria, el suceso del año 1141 se presenta como un segundo nacimiento al recibir la orden de manifestar las visiones y de ese modo experimentar un profundo cambio en su relación con ellas. Es interesante observar cómo el espacio de vida de Hildegard parece adecuado a ambos modos de experimentar su destino visionario: la celda cerrada de la primera época en el monasterio de Disibodenberg que se corresponde con la visión silenciosa, frente a la visión proclamada que exigirá un cambio espacial en la segunda época, una apertura de horizontes y un movimiento por parte de la visionaria profeta que es propio de los grandes fundadores de religiones.

Fig. 1: Detalle fol. 22, Scivias I, 4 (W).

A Guibert de Gembloux se debe una descripción de la celda de clausura fundada en el año 1108 en el monasterio de Disibodenberg a instancias del hermano de Jutta von Sponheim, «la noble mujer» a la que Hildegard hacía referencia como «su maestra». Ha sido fundamentalmente la confrontación del relato de la Vida de Jutta con el de Hildegard, lo que ha permitido precisar detalles biográficos: a la edad de ocho años Hildegard habría sido confiada a Jutta von Sponheim, pero todavía no se habrían recluido en el monasterio, sino que permanecieron en el castillo de Sponheim hasta la muerte de la madre de Jutta, cuando se trasladaron al castillo de Uda von Göllheim. El 1 de noviembre del año 1112 entraron Jutta y Hildegard, con catorce años, en la celda de clausura, que Guibert describió como un pequeño recinto construido en piedra con una pequeña ventana que utilizaban para la comunicación con los monjes y para pasar la comida. En la biografía de Jutta se insiste en la severidad de las prácticas ascéticas. Cuando Jutta murió el 22 de diciembre de 1136, Hildegard se convirtió en la maestra de lo que en esa época era ya un convento de monjas.19 Un año antes de concluir Scivias, en el año 1150, Hildegard abandonó el monasterio de Disibodenberg con veinte monjas para fundar un nuevo monasterio femenino: el monasterio de Rupertsberg. En la Vida el traslado de Hildegard se argumentó de la siguiente manera:

Entonces acudieron a ella no pocas hijas de nobles para recibir la institución del hábito religioso según los caminos regulares. Como no cabían todas en la celda y se había planteado un traslado o una ampliación de su habitáculo, a Hildegard le fue mostrado por el Espíritu un lugar, allí donde confluye el Nahe con el Rin, esto es, la colina conocida desde días antiguos por el nombre del confesor san Rupert.20

No se ocultaron las dificultades que de inmediato surgieron, derivadas de la sospecha que un gesto semejante suscitaba en el ámbito masculino:

En cuanto la virgen de Dios conoció el lugar para el traslado, no a través de los ojos corporales sino de la visión interior, lo reveló al abad y a sus hermanos. Pero como éstos dudaron en concederle el permiso, pues por un lado no querían que ella se marchara, aunque por otro no quisieron oponerse al mandato de Dios de peregrinar, ella cayó enferma en el lecho del que no se pudo levantar hasta que el abad y los demás fueron apremiados por un signo divino a consentir y a no poner más obstáculos.21

En cualquier caso, la visión como signo divino pudo más que todas las convenciones de una época y Hildegard logró independizarse de la presión que sobre ella debía de ejercer el monasterio de Disibodenberg, del que, cual de un útero, se vio en la necesidad de salir. Dentro de una concepción simbólica de la vida, como la que imperaba en el siglo xii, un acto como éste se encontraba repleto de significado. Las referencias a los textos sagrados y la comprensión de los acontecimientos como «figuras» ya anunciadas, constituían el modo más seguro de obtener el sentido.22 Y así, la propia Hildegard interpretó su acto como el exilio de una falsa patria y la búsqueda de la tierra prometida:

Entonces vi en una verdadera visión que me sucederían tribulaciones como a Moisés, porque cuando condujo a los hijos de Israel de Egipto al desierto por el mar Rojo, murmuraron contra Dios y desalentaron a Moisés.23

En la idea de la vida que se forja en la novela artúrica de la segunda mitad del siglo xii,24 el abandono del lugar conocido y colectivo para penetrar en la zona desconocida constituye el acto originante del relato. La salida del caballero cortesano de la corte del rey Arturo y su entrada en el bosque es el principio de unas historias que, siempre se ha dicho, comienzan in media re.25 En Li Contes del Graal, Chrétien hizo salir a su protagonista de la casa de la madre para encaminarlo a través de etapas distintas hasta la visión del castillo del Grial. Con la salida del caballero, la novela artúrica amplió considerablemente la mirada hacia un espacio abierto y con la quête como la actividad propiamente caballeresca creó un horizonte de lejanía. Se dio forma así a la idea evangélica de que la evolución espiritual de un individuo sólo se realiza con el abandono de la familia natural, del mismo modo que el mito incidía también en ello a su manera, cuando al imaginar el nacimiento del héroe, siempre lo situaba dentro de una familia adoptiva, y la primera acción del héroe tenía que consistir en encontrar al padre verdadero. En este contexto de significación sitúo la salida de Hildegard de Disibodenberg: una apertura a la exterioridad que en su vida aparece estrechamente relacionado con la proclamación y escritura de las visiones, último efecto del suceso de 1141. Una segunda versión del suceso del año 1141 aparece ahora en la Vida:

Entonces en aquella visión fui obligada por grandes dolores a manifestar claramente lo que viera y oyera, pero tenía mucho miedo y me daba mucha vergüenza decir lo que había callado tanto tiempo. Mis venas y médulas estaban entonces llenas de fuerzas que, en cambio, me habían faltado en la infancia y en la juventud. Le confié esto a mi maestro, un monje que era de buen trato y solícito, pero ajeno a las preguntas curiosas a las que muchos hombres están acostumbrados. Asombrado, me alentó a que lo escribiera a escondidas, para ver qué eran y de dónde venían. Cuando comprendió que venían de Dios, se lo confió a su abad y desde entonces trabajó conmigo con gran ahínco.

En esta visión comprendí los escritos de los profetas, de los Evangelios y de otros santos y filósofos sin ninguna enseñanza humana y algo de esto expuse, cuando apenas tenía conocimiento de las letras, tal y como me enseñó la mujer iletrada. Pero también compuse cantos y melodías en alabanza a Dios y a los santos sin enseñanza de ningún hombre, y los cantaba, sin haber estudiado nunca ni neumas ni canto.26

La década en que tuvo lugar la escritura de Scivias destaca por agitaciones múltiples, y metamorfosis constantes. La incertidumbre que generaban en Hildegard sus visiones, a pesar de haber encontrado el apoyo del monje Volmar, quedó claramente manifiesta en la carta que dirigió a Bernardo de Clairvaux en el año 1146-1147, cuya respuesta no fue demasiado atenta, aunque sin duda contribuyó a que el papa cisterciense Eugenio III confirmara su facultad visionaria a raíz de una lectura de Scivias durante el sínodo de Tréveris en los años 1147-1148, lo que debió resultar decisivo en su vida de visionaria.27 Pero además la escritura de Scivias se encontró acompañada de composiciones musicales, tal y como atestigua en una carta de 1148 Odo de Soissons en el pasaje citado de la Vida.28 La capacidad creadora de Hildegard comienza así a desplegarse y se expresó, no sólo en la denominada obra profética, sino también en una obra poético-musical de inspiración divina. Visión y creación fueron en su caso dos manifestaciones cuya unión es incuestionable.

El acontecimiento del año 1141 se repitió en la vida de Hildegard al menos en otras dos ocasiones. En el año 1158 otra visión dio como fruto el Liber vitae meritorum. Un prólogo, mucho más breve que el de Scivias, apenas comenta las circunstancias de esta segunda visión, sucedida después de la escritura de su obra Physica (subtilitatis diuersarum naturarum creaturarum), Sinfonía (symphoniam harmonie celestium reuelationum) y de la Lingua ignota (acerca de la «lengua desconocida»).29 A la edad de sesenta años sucedió esta segunda visión (fortem et mirabilem uisionem uidi) en la que trabajó durante cinco años. Se alude aquí a un cambio en la textura de la imagen: frente al carácter líquido de las primeras visiones (uisiones uelut liquidum lac), las nuevas en cambio se caracterizarán por su carácter sólido (uelut solidus et perfectus cibus). Entre 1158 y 1163 Hildegard estuvo ocupada en esta obra menos compleja que Scivias, aunque como la anterior surgida de la orden imperante de escribir todo aquello visto y oído (dic ea que nunc uides et audis) y también ante el testimonio del monje Volmar y de una monja. Por tercera vez, en el mismo año 1163 en que terminó el Liber de vitae meritorum, otra visión vino a conmover a la visionaria. Al igual que en el año 1141, Hildegard empleó el lenguaje simbólico para visualizar el suceso interior. Pero en esta ocasión no fue fuego que penetró en su cerebro, sino «gotas de suave lluvia» como el líquido que sale del pecho de Cristo. Con la referencia comparativa a Juan chupando del pecho de Cristo, se configura una imagen de la visionaria distinta a la de 1141. En la Vida, Theoderich introdujo un pasaje autobiográfico en que ella lo explicó así:

Un tiempo después vi una visión maravillosa y misteriosa, de tal modo que todas mis vísceras fueron sacudidas y apagada la sensualidad de mi cuerpo. Mi conocimiento cambió de tal modo que casi me desconocía a mí misma. Se desparramaron gotas de suave lluvia de la inspiración de Dios en la conciencia de mi alma, como el Espíritu Santo empapó a san Juan evangelista cuando chupó del pecho de Cristo la profundísima revelación, por lo que su sentido fue tocado por la santa divinidad y se le revelaron los misterios ocultos y las obras al decir: «En el principio era el Verbo, etcétera».30

El apagamiento de la sensualidad del cuerpo (sensualitas corporis ei extincta est) parece aludir a un estado extático. Pero tal interpretación sería contradictoria con lo que la misma Hildegard afirma en el Prólogo al Liber Divinorum operum, la tercera obra profética:

Despierta de cuerpo y mente en los misterios celestes, lo vi con los ojos interiores de mi espíritu y oí con los oídos interiores, y no en sueños ni en éxtasis.31

Parece referirse Hildegard al tipo de visión que san Agustín denominó «visión intelectual», en la que la voluntad de la persona ya no interviene para nada, pues se encuentra invadida por la divinidad misma que es quien realmente ve y oye, y por tanto tiene lugar un completo «desconocimiento de sí».32 La revelación sucede otra vez en el tiempo, como ya sucedió una vez. Ahora Hildegard, como un segundo Juan, es quien tiene la visión. La imagen tiene un precedente en el Speculum virginum, tratado didáctico de mediados del siglo xii.33 En el Libro II, al comentar el verso acerca de las bodegas y de los ungüentos del Cantar de los Cantares, Peregrino le dice a Teodora que «en el pecho de Cristo está la plenitud de toda ciencia» (in Christi enim pectore plenitudo totius scientie).34 En el Libro V aparece el Juan de la Última Cena recostado en el pecho de Cristo e identificado con Juan evangelista (In cena illa, qua Iohannes super pectus cari magistri recubuit, in pane et in uino, id est in corpore et sanguine Christi celebratur misterium redemptionis humane, in illa cena ultime resurrectionis et sanctorum glorificationis sponsa Christi per Iohannem significata super pectus domini sui perfectam pro suo modulo diuinitatis agnitionem et interne dilectionis dulcedinem).35 Juan aparece como esposa de Cristo y el chupar de su pecho es lo que le proporciona conocimiento y amor.36 El pasaje muestra la unión de Juan como esposa y Cristo como esposo, sirviendo los géneros para simbolizar la unión según una significativa transgresión de los sexos: los pechos de Cristo no lo identifican sólo como madre, ni Juan es sólo el hijo que mama de ellos, sino que además son esposos, y, a pesar de los pechos, Cristo es el esposo. Parece como si el lenguaje referido al plano interior, espiritual y celeste superara todas las limitaciones y particularidades del género, del mismo modo que los sentidos espirituales se mezclan y combinan sinestésicamente. La reconstrucción que permite el Speculum del pasaje de Hildegard, proporciona una imagen de la visionaria como esposa de Cristo. Otros diez años necesitó Hildegard para trabajar esta visión y alumbrar su tercer libro, la tercera parte de esta trilogía profética. El Liber Divinorum operum también fue ilustrado con miniaturas algunas décadas posteriores a su escritura.37 A principios del siglo xiii se fecha el manuscrito de Lucca, que también ofrece una imagen de Hildegard como visionaria38 (Lám. III). A diferencia de la miniatura de Scivias, el retrato no está aquí solo, sino acompañado de la visión que ocupa casi todo el folio. Al pie de la visión aparece la visionaria acompañada de sus dos testigos. Una ventana la comunica con el mundo superior visionario y por ella fluye como un río llameante que alcanza a la visionaria. En el manuscrito de Lucca, Hildegard aparece en la representación de todas las visiones, como si a través de su presencia constante se buscara reafirmar la idea de la visión como la experiencia de un sujeto.

En 1175, un año antes de su muerte, cuando Hildegard había realizado ya toda su experiencia visionaria, escribió una carta a Guibert de Gembloux como respuesta a las preguntas que éste le planteara en una anterior acerca del modo en que sucedían sus visiones. La carta de Hildegard es uno de los mejores testimonios que se han conservado acerca de la experiencia visionaria. En ella repitió que las visiones y audiciones no eran recibidas «ni con los oídos corporales», «ni con los pensamientos del corazón», «ni por el encuentro de los cinco sentidos», sino en el alma, «con los ojos exteriores abiertos», y sin «éxtasis», para seguidamente hablar de la visión de la luz:

La luz que veo no pertenece a un lugar. Es mucho más resplandeciente que la nube que lleva el sol, y no soy capaz de considerar en ella ni su altura ni su longitud ni anchura. Se me dice que esta luz es la sombra de luz viviente y, tal como el sol, la luna y las estrellas aparecen en el agua, así resplandecen para mí las escrituras, sermones, virtudes, y algunas obras de los hombres formadas en esta luz.

Lo que he visto o aprendido en esta visión, lo guardo en memoria por mucho tiempo, pues recuerdo lo que alguna vez he visto u oído. Y simultáneamente veo y oigo y sé, y casi en el mismo momento aprendo lo que sé. Lo que no veo, lo desconozco, puesto que no soy docta. Y lo que escribo es lo que veo y oigo en la visión, y no pongo otras palabras más que las que oigo. Lo digo con las palabras latinas sin pulir como las oigo en la visión, pues en la visión no me enseñan a escribir como escriben los filósofos. Y las palabras que veo y oigo en esta visión, no son como las palabras que suenan de la boca del hombre, sino como llama centelleante y como nube movida en aire puro. De ningún modo soy capaz de conocer la forma de esta luz, como tampoco puedo mirar perfectamente la esfera solar.

Y de vez en cuando, y no con mucha frecuencia, percibo en esta luz otra luz, a la que nombran luz viviente, que, mucho menos que la anterior, puedo decir de qué modo la veo. Pero, desde el momento en que la contemplo, toda tristeza y todo dolor es arrancado de la memoria, de forma que adquiero las maneras de una simple niña y no de una mujer vieja.

Debido a la asidua enfermedad que padezco, siento alguna pereza de proferir las palabras y las visiones que me han sido mostradas, pero no obstante, cuando mi alma ve estas cosas y las gusta, me transformo de tal modo que, como dije antes, entrego al olvido todo temor y tribulación, y todo lo que veo y oigo en esta visión lo apura mi alma como de una fuente, aunque ésta permanezca siempre llena e inagotable.

Mi alma no carece en ningún momento de la luz que llamo sombra de luz viviente, y la veo como si contemplara el firmamento sin estrellas en una nube luminosa, y en ésta veo cosas de las que hablo con frecuencia y también veo lo que respondo a las preguntas, y procede del fulgor de la luz viviente.39

Pocos años después, el 17 de septiembre de 1179, Hildegard moría rodeada de sus monjas. Su biógrafo narró que en el cielo aparecieron «dos arcos brillantísimos y de diversos colores» y que en el vértice surgió una «clara luz en forma de círculo lunar» y en esa luz apareció una «rutilante cruz» rodeada de innumerables círculos de colores, de los que a su vez iban saliendo cruces que se extendieron por todo el firmamento.40

II. Hildegard y Bernardo de Clairvaux

En invierno de 1146 o 1147