Hiperconectados - Eduardo Arriagada - E-Book

Hiperconectados E-Book

Eduardo Arriagada

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Beschreibung

Como decía Alan Kay, tecnología es lo que no existía cuando habíamos nacido; este libro nos ayuda a recordar que el mundo tal como lo conocemos, apenas tiene décadas. Poner en perspectiva el devenir del contexto digital se nos hace imprescindible para entender la celeridad y escala de los cambios tecnológicos y las dificultades que aún encontramos para adaptarnos a eso que no existía cuando nacimos. Los estudios de la comunicación necesitan esta perspectiva que construye Arriagada para entender que no siempre aquellas teorías que aprendimos explican este mundo de redes en que vivimos. Adriana Amado, autora de Política Pop, de líderes populistas a telepresidentes. Hiperconectados de Eduardo Arriagada nos cuenta cómo es el mundo digital que habitamos y cómo experimentamos los juegos de la intimidad, la transparencia, la política, el mercadeo, el periodismo, la comunicación. Nos da pistas para aprovechar la potencia comunicacional de las especies digitales. Y llama la atención sobre el teléfono inteligente, los algoritmos y la democracia. No es un libro de teorías, aunque está lleno de referencias; no es un texto académico, pero sirve para las clases de comunicación, periodismo y narrativas digitales; no es un manual de estilo, no obstante cuenta buenas prácticas digitales; no es un libro tecnofóbico, sin embargo, nos anuncia los peligros de nuestro entorno digital. Omar Rincón, autor de Fakecracia, junto a Matías Ponce.

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HIPERCONECTADOS Cómo comunicarse en el siglo XXIAutor: Eduardo Arriagada Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diaagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: octubre, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2023-A-11205 ISBN: 9789563386691 eISBN: 9789563386707

Para Marta

PRÓLOGO Ventajas e inconvenientes de la hiperconexión

Daniel Innerarity1

En el libro que tengo el honor de prologar, Eduardo Arriagada toca un tema fundamental: cómo podemos comunicarnos correctamente, tanto aprovechando las ventajas como enfrentando los inconvenientes, en el entorno hiper conectado que estamos experimentando en la vida personal y colectiva.

Trataré de responder a su amable invitación haciendo unas consideraciones acerca de tan interesante tema con el deseo de hacer más claro su contexto.

Nuestra sociedad está basada en la apoteosis de la conectividad. Llevamos tiempo celebrando vivir en una sociedad enredada, configurada en forma de red, que crece haciéndose más densa, donde todo interactúa con todo, y donde tal vez ahora estamos empezando a entender que esto no solo aumenta las oportunidades y hace que todo sea más accesible; implica también riesgos inéditos y dificultades tanto para entender la nueva realidad como para gobernarla.

Tenemos instrumentos para gestionar un mundo compuesto de realidades autárquicas débilmente conectadas, cuya conectividad no forma parte de la naturaleza de esas realidades, sino que es algo ocasional, y no sabemos cómo hacer para gobernar un mundo densamente conectado, en el que los elementos se definen por su relación con los otros elementos. Esto nos confiere una peculiar fortaleza y una incómoda vulnerabilidad.

Del mismo modo que nos planteamos una desconexión personal para nuestro bienestar o la protección de ciertos derechos, en la sociedad también se debate acerca del grado de conectividad que nos conviene.

En la era de las redes y las conexiones, de los links y la instantaneidad comunicativa, la peor tragedia cotidiana es tener que escuchar que el teléfono marcado está desconectado o fuera de cobertura, o que alguien tarde demasiado (es decir, dos días) en contestar un correo electrónico.

La pérdida de conexión equivale a la muerte comunicativa, donde uno queda al margen de las oportunidades vitales. Si el fallo o la lentitud en la conexión los experimentamos como un verdadero drama es porque la comunicación inmediata forma parte de las posibilidades que damos por supuestas en una sociedad de la instantaneidad interactiva.

El éxito de la metáfora de la red para describir la sociedad contemporánea se debe a la omnipresente realidad de la conexión. La conectividad es vista como un multiplicador de las actividades y de las oportunidades. El estado de conexión permanente se ha convertido en nuestra normalidad cotidiana. La obligación de estar conectado vale para todos los ámbitos de la sociedad: para el cultivo de la amistad, para la comunicación en la familia, para las organizaciones, la ciencia o los movimientos antiglobalización, para los niños a los que en una edad muy temprana pertrechamos con un móvil.

La conectividad es tanto un imperativo técnico como moral. Se trata de estar siempre integrado, disponible, accesible. No llevamos bien la desconexión porque estamos psicológicamente configurados con la sensación de que nos estamos perdiendo algo, sin argumentos para frenar la multiplicación de los contactos y apremiados por la exigencia de rendimiento continuo. No estar al alcance de los demás o resistirse a ciertas redes es toda una rareza. La conexión ha sido la clave de las oportunidades personales y la fuente de la riqueza para las naciones. La desigualdad digital se ha planteado como un problema de desigualdad en el acceso y no tanto como la capacidad efectiva de hacer algo con tales tecnologías.

La hiperconectividad ha modificado todos los aspectos de nuestra vida, la cultura y la educación, la economía y la política. En el plano personal la conectividad ha sido considerada como un multiplicador de las oportunidades vitales. El estado de conexión permanente se ha convertido en nuestra normalidad cotidiana individual y también en fuente de riqueza para las sociedades, que buscan la relación con otras en tanto que clientes, proveedores o visitantes, hasta el punto de hablar de “la riqueza de las redes” (Benkler) donde antes se hablaba de la riqueza de las naciones.

La posibilidad de conectar nos ha librado de las constricciones de la proximidad y la sincronización. El creciente tráfico digital, como ya ocurrió antes con el comercio, las comunicaciones y el transporte, hace posible el acceso a la información y también al consumo de bienes que nos llegan desde cualquier sitio. El mundo se nos ha transformado en una realidad disponible y los lugares en accesos.

Desde el punto de vista de su configuración tecnológica, la hiperconectividad se ha convertido en una infraestructura universal de la vida contemporánea o, tal vez mejor, meta-infraestructural, en el sentido de que todas las infraestructuras dependen de ella. Esta “alquimia computacional” (Rogers Brubacker) consiste en conectarlo todo con todo. Se conectan los humanos, pero también las máquinas entre sí, por ejemplo, bajo las emergentes redes 5G, que unirán cada vez más dispositivos integrados con sensores.

El llamado “internet de las cosas” conectará diversos sistemas en nuestros domicilios y en la industria, de manera que las máquinas se comunicarán entre sí sin la mediación de los humanos. La “computación ubicua” (Mark Weiser) convertirá la tecnología en un entorno en el que convivirán humanos, máquinas, protocolos y datos.

Hasta aquí el discurso dominante de los últimos años exaltando las enormes ventajas del acceso, la descentralización, la colaboración y la desintermediación. Pero la conectividad, como la globalización, también tiene sus perdedores y representa un fenómeno que no está exento de ambivalencias, que nos fortalece y hace vulnerables al mismo tiempo.

Hace tiempo denunciábamos que había unos perdedores de la globalización y ahora cabe hablar también de la hiperconectividad y sus descontentos (Rogers Brubaker). Tampoco se han cumplido las promesas de distribución del poder y el espacio supuestamente abierto e igualitario se ha llenado de nuevos intermediarios y concentraciones de poder.

En menos de veinte años hemos pasado del placer de la conexión a un deseo latente de desconexión. Del mismo modo que el ocio y la pereza fueron reivindicados en la era del trabajo o el decrecimiento en medio del éxtasis del crecimiento y la aceleración, han ido apareciendo en los últimos años diversos elogios a la desconexión.

Las reivindicaciones de un derecho a desconectar se han venido sucediendo a medida que eran más visibles los inconvenientes y las patologías de la hiperconectividad. Aumentan los diagnósticos que hablan de una verdadera dependencia provocada por el exceso de interpelaciones y la sobredosis comunicativa.

¿A qué se debe este malestar que surge allí donde hasta hace poco celebrábamos una verdadera orgía del contacto y la accesibilidad? De entrada, al hecho de que el imperativo de la conectividad es una forma de poder, una imposición que exige de nosotros disponibilidad continua. El hecho de no responder inmediatamente al teléfono, por poner un ejemplo cotidiano, es algo que ahora debemos justificar. El imperativo de la inmediatez comunicativa se ha convertido en una estrategia de abreviación de los plazos y generación de la simultaneidad, lo que incrementa la aceleración general y la cantidad de cosas que podemos (y debemos) hacer.

Pensemos en el teletrabajo, que en pocos años ha pasado de ser una liberación a experimentarse como una maldición. Donde rige la teledisponibilidad permanente, la urgencia se contagia hasta el espacio privado, que ya no resulta protegido por la distancia física.

El exceso de conectividad se vive subjetivamente como una carga porque el impulso de comunicar y expresar nos está situando fuera de todo autocontrol subjetivo. Seguramente hemos traspasado ya el umbral a partir del cual el networking se convierte en overlinking, la complejidad resulta irreductible y la sensación más habitual es la de estar desbordado.

Todo ello ha llegado a provocar una náusea telecomunicativa, una fatiga tecnológica que se traduce en un deseo de desconexión, aunque sea parcial.

Cada vez hay más problemas que tienen que ver con el exceso de conectividad: las decisiones se complican cuando intervienen demasiadas personas e instancias; donde esperábamos una crowd intelligence tenemos más bien una conducta adaptativa que dificulta la creatividad personal; hay conexiones siniestras que están en el origen de cierta corrupción (entre los poderes políticos, económicos y mediáticos) y que solo se resuelven desacoplándolos; experimentamos el agotamiento que supone no tener espacios libres de conexión o la obligación de estar siempre localizables.... La idea de “enredarse” tiene cada vez más connotaciones negativas, que aluden a la pérdida de tiempo, a quedar entrampado, a una omisión de lo verdaderamente importante.

Frente a este malestar, aumentan las estrategias de desconexión. En primer lugar, las de tipo personal, en la gestión de la propia conectividad. El objetivo sería preservar el propio ritmo en un mundo que empuja hacia la aceleración y defenderse de un ambiente telecomunicacional intrusivo. Algunos reivindican el derecho a hacer una pausa, a no atender todo lo que se nos solicita. Aquí cabe mencionar toda una serie de prácticas de desconexión voluntaria que permiten la desintoxicación informativa, como gestionar la atención y reducir el número de las informaciones a las que se hace caso, o modos de rehusar la comunicación continua, como desconectar el teléfono o el correo electrónico mientras se trabaja. Como decía Deleuze se trataría de “crear vacíos de comunicación, interruptores, para escapar al control”. La espera, el aislamiento y el silencio, que habían sido entendidos como una pobreza a la que había que combatir, pasan a ser opciones positivas que permiten construir la autonomía personal.

En Francia ha habido recientemente un debate en el que se puso en cuestión el hecho de que estar conectado veinticuatro horas fuera bueno para los trabajadores; hay empresas californianas que envían a sus empleados a estancias para curar su exceso de conectividad; se da el caso también de empresas que han prohibido todo correo profesional a partir de cierta hora y durante los fines de semana.

Me da la impresión de que estar desconectado es algo que va poco a poco perdiendo algunas de sus connotaciones negativas, que ya no designa una deficiencia comunicativa sino una práctica voluntaria que puede ser beneficiosa. Tal vez ilustre este cambio de valores el hecho cotidiano de que las vacaciones se hayan convertido para muchos en algo que ponemos bajo la metáfora del “desconectar”.

Las estrategias para desconectar pueden agruparse en las de tipo temporal o espacial, según sea la dimensión en que se realizan.

Las desconexiones temporales tienen que ver con la recuperación de un tiempo propio en el que el individuo puede encontrar sus propios ritmos, el sentido de la duración y de la espera, de la reflexión y la atención. Se basan en el descubrimiento, tras décadas de sumisión a la prisa, de que los tiempos propios (de la reflexión, la distancia y la maduración) son fundamentales para construirse a sí mismo como sujeto. A veces basta con adquirir hábitos elementales como no contestar inmediatamente o ralentizar el trabajo. Desconectar, en este sentido, no tiene por qué significar salirse del tiempo sino encontrar el propio ritmo y no dejarse imponer unas aceleraciones que son discriminatorias, que no se corresponden con el tiempo que nos caracteriza íntimamente o con el propio de nuestro modo de trabajar (como las exigencias de rentabilidad a los saberes humanísticos, por ejemplo, o un criterio de innovación tomado de las ciencias naturales).

Las estrategias de desconexión espacial consisten en un placer inédito para nuestros antepasados: “la felicidad de estar ilocalizable” (Miriam Meckel). Se trata de salir de un ámbito en el que rige el ideal —que termina convirtiéndose en obligación— de transparencia o de reivindicar el derecho a no estar geolocalizable, interrumpiendo dicha función en nuestros móviles y ordenadores.

De hecho, nuestros dispositivos desarrollan cada vez más estas posibilidades de desconexión. Del mismo modo que los coches tienen la posibilidad de desconectar el sistema de conducción asistida o los fusibles saltan en nuestras casas cuando la intensidad eléctrica es excesiva, ya existen aplicaciones como AntiSocial, Afirewall o SelfControl, que bloquean la tentación de las redes sociales cuando uno quiere no ser interrumpido y pretende aislarse para trabajar durante un tiempo.

Igualmente hay filtros cada vez más sofisticados para proteger a los niños en el espacio abierto de internet. Cabe mencionar en este sentido, como un movimiento contrario al frenesí expresivo de las redes sociales, movimientos como Anonymous, que reflejan el deseo de despersonalizar ciertas intervenciones en la red. O pensemos, sin ánimo de hacer la lista exhaustiva, en el hecho de que la seguridad de las comunicaciones tiene que ver con soluciones que dificultan la accesibilidad a cualquiera, es decir, con estrategias para limitar la conectividad.

¿Cómo equilibrar las ventajas de estar conectado con la libertad de no estarlo siempre ni absolutamente? Propongo pensarlo mediante una analogía con la ciudad y plantearnos como objetivo urbanizar el espacio digital. Los grandes teóricos de la vida urbana (como Simmel, Bahrdt o Goffman), a contracorriente del tópico que exaltaba la cercanía y autenticidad de los pequeños enclaves comunitarios, subrayaron el anonimato que hacían posible las grandes ciudades, la libertad frente al control, la indiferencia generalizada, una cierta desatención, esa combinación de relaciones y privacidad, donde uno puede decidir qué aspecto de la propia personalidad devela u oculta a los demás.

El sociólogo alemán Georg Simmel dijo algo acerca de la ciudad moderna que podría sernos muy útil a la hora de pensar el tipo de interacción que debemos construir con las redes sociales. Simmel llamó la atención sobre el hecho de que las ciudades son formas “débiles” de comunidad y comunicación, en las que es posible una cierta indiferencia frente a las múltiples ofertas de interacción. A diferencia de lo que ocurre en el mundo rural, en ellas no es obligatorio saludar a todo el mundo, ni comprar a todos los que nos ofrecen algo, ni considerar como un desprecio que no se fijen en nosotros. En la ciudad es posible ignorar a otros y disfrutar la libertad del ser ignorado por otros, el derecho a la no intromisión, a no ser juzgado.

La ciudad nos enseña muchas prácticas de indiferencia social que pueden ser de gran utilidad para civilizar el espacio digital. La experiencia de la distancia urbana podría ser un modelo para pensar de qué modo disfrutar de las posibilidades de interacción que nos ofrecen las Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TICs) sin renunciar a las diversas formas de libertad que solo pueden disfrutarse mediante una práctica de desconexión.

La ambigüedad de la conexión se percibe muy bien en el ámbito social, particularmente en la economía y el comercio. Las posibilidades de comerciar globalmente y procurarse la energía desde cualquier sitio implican a su vez una dependencia que en determinadas ocasiones puede suponer un riesgo excesivo. Lo vimos con la crisis de los microprocesadores, que pusieron de manifiesto hasta qué punto el desarrollo de nuestra industria dependía del suministro de unos elementos tan decisivos, de tal manera que, en última instancia, el poder —militar, económico y geopolítico— depende de ellos.

Virtualmente todo conecta con todo: coches, teléfonos, el mercado bursátil e incluso la red eléctrica. Los países productores de chips nos condicionan de una manera similar a como hasta ahora lo han hecho los productores de petróleo. El poderoso comercio mundial manifiesta una inquietante fragilidad.

Una buena prueba de esta vulnerabilidad se reveló con el accidente del barco Ever Given, que en marzo de 2021 bloqueó el canal de Suez, por donde pasa un diez por ciento del comercio mundial. Se formó una cola de 369 barcos y la aseguradora alemana Allianz calculó unas pérdidas económicas de US$10.000 millones por semana. En virtud de este accidente se nos hizo patente la fragilidad del transporte de mercancías que deben enfrentar estos cuellos de botella que representan un riesgo potencial acentuado cuando hay largas cadenas de suministro.

Del mismo modo que hubo en otros tiempos crisis debidas al aislamiento, podemos hablar hoy de crisis causadas o propagadas por la conectividad. Se da la paradoja de que las cinco últimas crisis (la económica, la sanitaria, la climática, la energética y la militar) tienen su origen en una interdependencia fuera de control y que, al mismo tiempo, deben ser gestionadas con instrumentos de esa interdependencia. La creciente movilidad fue una de las causas de la propagación de la pandemia del coronavirus; en Europa la crisis energética tuvo que ser resuelta en parte con procedimientos que redujeran la dependencia energética (como la llamada “excepción ibérica”); todo el mundo se afana en disminuir la extensión de la cadena de suministros; es la creciente interdependencia de la Rusia postsoviética lo que proporciona una oportunidad no militar para forzar una rectificación, como se pretende con las sanciones económicas. Todos estos son problemas y estrategias que tienen que ver con la limitación de una conectividad que determinadas experiencias han revelado como excesiva.

En el ámbito digital hay también numerosos ejemplos de inconvenientes de la conectividad. La llamada high-frecuency trading es tal vez la causa principal de la volatilidad financiera; el internet abierto entra en contradicción con los derechos de propiedad; la conectividad digital nos confiere una gran libertad pero también fortalece el control o la incitación al consumo que se nos impone; la digitalización proporciona una extrema visibilidad y en la medida en que podemos expresarnos también podemos ser vigilados o ser destinatarios de discursos de odio; en internet rige el principio de que la “usabilidad” equivale a hackability (Jean Burgess).

Otro caso significativo es el hecho de que la supuesta homogeneización cultural e ideológica del mundo en virtud de la globalización (lo que algunos llamaron “macdonalización”) no haya tenido lugar en esos términos, y su mayor desmentido es ese fenómeno que calificamos como la “posverdad”. Paradójicamente, la hiperconectividad puede favorecer la fragmentación, es decir, que habitemos en mundos radicalmente diferentes. El entorno digital no neutraliza la verdad, sino que produce una proliferación de pretensiones de verdad; facilita la emergencia y multiplicación de subculturas y burbujas con una gran conectividad interna y una débil o antagónica relación con el exterior. Esta arquitectura favorece el eco como aprobación o ratificación de las propias opiniones hasta el punto de configurar incluso realidades alternativas.

En medio de la sacudida provocada por la pandemia tuvo lugar una intensa discusión acerca del grado de globalización conveniente y si había que pensar en un mundo más integrado o en unidades de gobernanza más autosuficientes. El debate tenía ese punto de irrealidad al que tan proclives somos en los departamentos de filosofía; solo en una pequeña parte nuestras decisiones modifican la dinámica de entrelazamiento y desvinculación. Puede haber fenómenos como la implicación en instituciones globales o el Brexit que obedecen a actos intencionales, pero una buena parte del proceso de (des)globalización tiene lugar por agregaciones no planificadas de múltiples actores, públicos y privados.

En cualquier caso, el debate apuntaba hacia un asunto que merecía la pena sopesar: el nivel de conexión óptima para las sociedades según el asunto y el momento histórico.

Tan evidente como que no nos despediremos de la globalización es el requerimiento de redimensionarla y en esto el examen del nivel de conectividad parece una buena idea. La fragilidad de las cadenas de suministros globales, por ejemplo, aconseja un mayor grado de autosuficiencia en ciertos productos estratégicos. Los nuevos riesgos globales van a exigir una mayor diversificación y una mayor resistencia de las cadenas de valor complejas, demasiado concentradas y con flujos muy largos que habíamos construido durante los últimos decenios.

La pandemia puso de manifiesto el peligro de depender de una sola fuente de aprovisionamiento. Caminamos ahora hacia un nearshoring (la relocalización de cadenas de suministro de lugares lejanos a geografías más cercanas a los lugares de consumo), pero también hacia un friendshoring (no parece prudente mantener un alto grado de dependencia respecto de países inestables u hostiles y la guerra en Ucrania ha convertido en una evidencia la peligrosidad de comprar o depender energéticamente de países como Rusia cuyos valores son incompatibles con los nuestros).

No habíamos acabado de aprender a gobernar la conectividad y ahora se nos añade el problema de cómo hacerlo con la desconexión. La cuestión inquietante se podría sintetizar en la pregunta acerca de cómo resolvemos los problemas generados por el exceso de conexión sin poner en peligro las enormes ventajas de un mundo interconectado.

Para tener una idea cabal de este problema la lectura del presente libro es una gran ayuda.

Al planificar las campañas de marketing, debemos concentrarnos en los contenidos que puedan difundirse entre los amigos, y los amigos de los amigos.

Paul Adams

1 Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia.

El lenguaje no es uno más entre los atributos humanos, es el rasgo definitorio del hombre.

Timothy Garton Ash

Resultó que el contenido no era el rey, sino que lo era el contacto.

Douglas Rushkoff

En este mundo que se está volviendo cada vez más interconectado, debemos aprender a tolerarnos, tenemos que aprender a convivir con el hecho de que algunas personas dicen cosas que no nos gustan. Es el único modo en que podremos vivir juntos.

Bertrand Russell

INTRODUCCIÓN

El subdirector de The Economist, Tom Standage, que todavía lidera el área digital de una de las revistas más influyentes del mundo, al analizar este espacio de redes sociales en el que nos desenvolvemos nos dice que este nos permite terminar con una anomalía. Para Standage en el desarrollo de las comunicaciones hubo una progresión histórica que avanzaba hacia la integración de la información y la conversación social, lo que se interrumpe con “la era de los medios de comunicación masivos que se desarrollaron desde fines del siglo XIX y durante todo el XX como la aberración de ese camino”2.

Hasta el siglo XIX las comunicaciones sociales habían estado dominadas por los personajes más informados de sus respectivos entornos geográficos. Estas se desarrollaban en bares, cafeterías, mercados y lugares de trabajo. Incluso los primeros diarios y revistas, anteriores a la rotativa y a los medios electrónicos, eran iniciativas individuales de personas que buscaban amplificar su voz; la mayor parte de esas empresas contaba con un solo profesional estable que escribía, editaba e imprimía. No había que repartirlos, los diarios se iban a comprar a la misma oficina donde funcionaba la imprenta.

Standage describe que esta emergente conectividad del siglo XXI “tiene más en común con lo que existía en el mundo dominado por las cafeterías que el mundo de los diarios surgido en el XIX o de la TV y la radio del siglo XX”3.

Si entendemos la evolución como el camino hacia una mayor participación, en cierta manera, con la irrupción de las redes sociales, se cierra un círculo y volvemos a experimentar a nivel global lo que se vivía en los pueblos antes de la organización en ciudades, lo que tuvo como consecuencia el surgimiento de las redes sociales que se comenzaron a estudiar al terminar el siglo XIX.

Es la misma idea que planteaba el creador de internet, Vinton Cerf al describir la privacidad característica del siglo XX como una anomalía histórica.

En mi opinión lo que estamos experimentando lo adelantó mejor en los años 60 el lingüista Walter J. Ong SJ. Este contemporáneo de McLuhan habló de la era electrónica como una segunda oralidad mediante la cual la palabra hablada se extendería más que nunca antes, pero ahora se caracterizaría porque sería una conversación referida a lo impreso. “La comunicación oral junta a la gente en grupos. La escritura y la lectura son actividades solitarias que arrojan la psique sobre sí misma. Para las culturas orales, el cosmos es un evento en desarrollo con el hombre en el centro”4.

Con lo anterior se entiende que, aunque en el siglo XX se recuperó la preeminencia de lo oral, con sus valores como el fomento de la participación y de lo agregativo, en perjuicio del estilo más objetivo y subordinado que primaba en el mundo literario, igual fue una evolución porque se consolidó un mundo donde no estuvo en crisis el futuro de los libros o de los medios tradicionales porque se habla más que nunca de ellos.

Invité a Daniel Innerarity a escribir el prólogo porque es uno de los contertulios con el que llevamos tiempo hablando de estas cosas, pero sobre todo porque como filósofo podría presentar una mirada valorativa que complementaría el texto que ya tenía terminado.

En este libro no verán mucho más discusión en torno a la conveniencia del espacio, seguramente tiene que ver con que mi formación periodística me lleva a pensar que se trata de una noticia en desarrollo sobre la que creo que apenas estoy capacitado para describir.

Tengo además la certeza de que es un fenómeno que requiere ser evaluado desde una multiplicidad de ciencias que superan los estudios con los que trabajo como comunicador.

De todas maneras advierto que tiendo a ser más positivo que otros autores, condicionado por mi propia experiencia en las redes. Estar conectado me ha dado la oportunidad de entablar conversación con personalidades que hasta antes de conocerlas en el espacio digital, eran admirados autores que apenas veía como “lomos de libro” en mi biblioteca. Ahora estoy conectado con ellos en forma directa.

También juega en favor de mi sesgo el reciente aprovechamiento que hice de la hiper conectividad digital en la pandemia permitiéndome seguir conectado, incluso haber podido hacer muchas clases en un inédito confinamiento.

Finalmente me pesa la experiencia histórica que muestra que con otros avances tecnológicos, tras momentos de tira y afloja iniciales, la humanidad normalmente ha encontrado la forma de aprovecharlos de manera positiva.

Incluso me parecen evidentes las mejoras en nuestra evolución como sociedad. Tomo las palabras de la filósofa de la ética Adela Cortina quien afirma que “estamos mejor que nunca” teniendo en cuenta que hay avances relevantes en temas esenciales como la “sociedad contractual, los derechos humanos y el Estado de Bienestar”5. De hecho para ella las tareas pendientes están en los efectos medioambientales y dos temas que aparecen muy relacionados con el tema de este libro: las desigualdades sociales y la polarización política.

En las siguientes páginas pretendo mostrar que lo que determinará el valor de estas nuevas tecnologías será el cómo y para qué las terminemos aprovechando.

Parte de la crítica que hoy se hace es que el entorno digital segrega a la población que sabe usar el espacio respecto a los que todavía no lo manejan. Mirado así un avance como la imprenta también tendría que haber sido visto como segregador ya que en el momento que se inventa apenas los universitarios y una naciente burguesía urbana sabía leer y escribir. No es casual que hayan tenido que pasar generaciones, más de 150 años, antes que apareciera el primer periódico diario. Había que masificar la instrucción para permitir que “todos” los pudieran leer.Lo que quiero decir es que una tecnología que afecta tanto nuestras comunicaciones requiere un tiempo de ajuste, que es precisamente el que estamos viviendo.

Este libro más que definir el valor de la hiperconectividad pretende promover el muy necesario proceso de alfabetización digital que nos permita comunicarnos correctamente en el nuevo entorno.

La crisis del motor publicitario

El reciente cambio de siglo confirmó que la publicidad ha dejado de tener la fuerza que hizo de ella una efectiva forma de entregarle beneficios económicos a los medios masivos en el siglo XX. Las agencias de publicidad, al comprar tiempo o espacio en los medios para sus clientes, prácticamente compraban participación de mercado. Era tan eficiente que se decía que todo lo demás era gasto.

Tanto en el mundo de las empresas como en el de la política, la experiencia histórica confirmaba que el producto que más se había vendido y el candidato que llegaba a ser más popular, era el que había gastado más en publicidad.

En la década de los 80 se empezó a comprobar que el exceso de información que nos hacía llegar la publicidad, superaba nuestra capacidad de procesar ese mensaje, por lo que las audiencias comenzaron a no prestar atención a la mayor parte de los mensajes. Entonces una parte relevante de ellos pasó a convertirse en ruido ambiente.

Con internet la forma tradicional de hacer publicidad recibió el gran golpe de gracia. Los mensajes que antes eran muy costosos, se desvalorizaron definitivamente cuando emergieron herramientas como YouTube, Wordpress o Twitter entre decenas de plataformas gratuitas.

La industria publicitaria se vio en la obligación de evolucionar. Se dio cuenta de que ya no podía pretender que un aviso funcionara por repetición. Comprendió que el éxito de una campaña desde entonces dependería de la cantidad de personas que la compartiera en los nuevos espacios. Al hacerse digital, el alcance del tradicional boca a boca se multiplicó de manera exponencial y se transformó en el índice con el que se mediría el éxito de las comunicaciones masivas.

Para dimensionar la importancia del tema, recordemos que esta conectividad condiciona un aspecto fundamental de nuestra vida. En el inicio, las comunicaciones fueron solo sonidos, conversaciones, canciones, hubo un entorno de mensajes evanescentes, hasta la aparición de la palabra escrita.

En la línea de tiempo de la historia de las comunicaciones el segundo gran paso fue la posibilidad de masificar algunos de esos mensajes con la imprenta. Con ella, además de nacer la modernidad, surge el paradigma propio de las comunicaciones de masas al que estábamos acostumbrados: “Enviar un mensaje de uno a miles”.

La pantalla táctil se convierte en el lugar que habitamos

Ahora vivimos una tercera revolución que sucede a la escritura y la imprenta: la era de las conversaciones publicadas.

Al comenzar el 2007 Steve Jobs lanzó el primer iPhone, con lo que desató un tsunami formado por cinco fuerzas: móviles, redes sociales, big data, sensores y servicios de localización. Estas cinco funciones terminaron condicionando tanto la economía como las comunicaciones que ahora nos definen.

Cinco elementos que convergen en el masificado dispositivo que todavía llamamos teléfono y que se convierte en la forma de aprovechar íntegramente internet. El aparato que empujó el crecimiento de las redes sociales a fines del 2006 impulsando la creación del muro de Facebook, que llevó a la plataforma a otro nivel gracias a acciones como compartir, comentar o valorar. El iPhone ayudó a universalizar el poder de mantenernos conectados con quienes nos importan y con quienes nos interesan.

Ya en 1926 Nikola Tesla había adelantado que la pulsión vital tras sus descubrimientos era la búsqueda de poner en contacto a los que tienen conocimientos con los que no lo tienen. En una entrevista, Tesla explicaba que la electricidad y la radio serían realmente útiles a la humanidad cuando en cada bolsillo de sus trajes los habitantes del planeta contáramos con dispositivos que nos conectaran como a un gran cerebro.

Hoy un porcentaje importante de seres humanos en el mundo lleva un teléfono móvil en su bolsillo, y en ese sentido Tesla tenía razón. Se equivocó al no haber previsto la paradoja de que este mundo de la tecnología, que nos tiene interconectados y sin distancias, también ha permitido que florezca el nacionalismo, que haya más terraplanistas, antivacunas y más mentiras en general, incluso más discurso de odio.

Hacia el final de la primera década de este siglo, el 70 % de la población no tenía acceso a internet. Sin embargo, con la masificación de los móviles esto inmediatamente bajó a la mitad y en muchos países tener internet en la palma de la mano se convirtió en una situación generalizada. Una clave de lo que viene es el cambio del paradigma propio de la imprenta como multiplicador de mensajes que permitió a la prensa, la radio, la televisión e incluso a internet. Lo nuevo de esta realidad es que las que hasta ahora eran llamadas audiencias, tornan en usuarios que comienzan a comunicarse entre ellos en forma pública. Quienes componemos la audiencia siempre habíamos podido conversar con otros, lo nuevo es que estas conversaciones en las redes nos permiten alcanzar a miles sin más intermediación que la de otros pares.

Cuando todas las comunicaciones masivas se realizaban en los medios tradicionales, las autoridades, las instituciones y las empresas llegaban fácil a las masas con sus mensajes pagados, pero la saturación de ese espacio los terminó haciendo ineficientes. Con el aumento de la interacción digital entre los consumidores las decisiones comenzaron a dejar de estar determinadas por los mensajes de esos espacios masivos, en el nuevo entorno se desarrollaron ciertos temas de conversación que funcionan como imanes para la participación de las personas.

En las redes sociales las personas ya conversan públicamente, lo que está por verse es cuáles serán las empresas o instituciones que opten por seguir al margen y las que aprendan a integrarse a estas conversaciones.

Conversar implica que las instituciones decidan bajarse del pedestal y dediquen tiempo a construir una comunidad y relaciones de confianza con sus diversos públicos. Solo eso permitirá que otros compartan lo que creen que es valioso para su entorno, la clave para que recuperemos la confianza. La gente confía cuando siente que el interlocutor también confía.

Una parte de las que hemos considerado personas más influyentes que el resto ha conseguido esa condición con información; antes usaron los diarios, hoy Twitter, siempre para estar mejor informados para conversar en la vida real. Los que subvaloran la importancia de las redes no ven que lo que sucede en ellas no se limita a lo que ocurre a través de ellas como herramientas; su poder resulta de esas conversaciones se extienden también a los encuentros cara a cara.

Hace pocos años, se empezó a escuchar un coro que repetía que Twitter se había acabado y que había que migrar a nuevas redes. Pero el año pasado cuando todavía tenía un logo con un pajarito y se llamaba Twitter, el mega millonario sudafricano Elon Musk, manifestó su interés en comprarla. El proceso de compra vino acompañado por la promesa de que reincorporaría al expresidente Donald Trump, quien por aquella época había sido eliminado de Twitter por difusión de información falsa. Trump parecía estar extrañando esa red incluso más que la presidencia perdida.

Twitter es relevante más allá de sus usuarios porque le entrega a cualquiera con un teléfono la ventaja competitiva que tuvieron los dueños de periódicos con la rotativa y el teletipo a fines del siglo XIX: nos permite estar en línea con las noticias del mundo y podemos compartir nuestra reacción con miles. Aunque es una red que se usa mucho menos en comparación con otras como Instagram o Tik Tok, sigue siendo la que aprovechan los líderes de opinión de cada grupo social, el influyente que hay en cada familia u oficina, aquellos que tienen opinión para todo.

Sigo pensando que, así como en Twitter está la gente interesada en la discusión de ideas y las opiniones, Facebook es inmejorable para las comunidades y los eventos, e Instagram debe ser aprovechado por los que tienen su fortaleza en las imágenes, un espacio donde ya nada se puede explicar sin pensar en Tik Tok.

Sabemos qué estás pensando

Lo determinante para lograr compartir relatos exitosos en estos espacios, pasa por asumir la pérdida de la intimidad a la que estábamos acostumbrados en la era predigital.

Por suerte lo que viene no pasa por una transparencia tal que exija exponernos en una especie de casa de vidrio. La misma idea de la palabra transparencia asume una cierta opacidad, consiste en quitarse los velos al menos hasta que se transparente la persona concreta que hay tras el cargo o responsabilidad desde la que nos comunicamos.

Scott McNealy, cofundador de Sun, fue muy polémico cuando en una conferencia de prensa en San Francisco, en 1999, dijo: “Ustedes igual tienen cero privacidad, asúmanlo”. La frase fue muy criticada, no por su sinceridad sino por la actitud implícita en el “asúmanlo”.

Una parte de la privacidad murió desde el momento en que cualquier persona puede entrar a Google y en diez minutos, puede saber mucho más de la vida de cualquier otra persona, que si la hubiera investigado por años un par de décadas antes.

Debemos asumir como realidad la frase que dijo Eric Schmidt en una entrevista en The Atlantic, como presidente de Google: “Sabemos dónde estás. Dónde estuviste. Y más o menos sabemos qué estás pensando”6.

En el nuevo entorno la memoria se hizo infinita. Hasta hace poco, el relato oral y el leve recuerdo permitía borrar a favor del que se comportaba mal o mentía. Ahora Google asegura que el error perseguirá el rastro digital de nuestro nombre o de la marca de nuestro proyecto, por lo que debemos asumir que todo se terminará conociendo.

El nuevo estándar de transparencia es irreversible porque funciona como una tenaza que nos atrapa: un brazo de la tenaza es el que informa, ya que se asumen como informadores. El otro brazo de la tenaza de esta transparencia es que la gente se muestra, ya que al exponerse su conversación en las redes se hace más eficiente.

En estos últimos años se ha ido imponiendo una mirada catastrofista respecto a este entorno. Lo anterior implica entender que, si en el mundo de los medios masivos del siglo XX todo se jugaba en lograr la atención, ahora el juego pasa por mantener un entorno vigilante que grabe lo que hacemos, decimos y pensamos, porque se trata de predecir nuestro comportamiento.

Las redes sociales y lo móvil tiene un lado bueno y no se pueden mirar solo por el negativo, como si fuera el tabaco, que no tiene ningún beneficio. Las redes sociales son una herramienta que aunque condiciona, también potencia nuestra convivencia. Por lo tanto, si evitamos el progreso de estas nuevas plataformas globales, permitiremos que solo los actuales líderes de las concentradas economías nacionales, de las grandes empresas de la salud, del retail, de la banca, podrán aprovechar la información que siempre han tenido sobre nosotros. Sumado a la inteligencia artificial todos podremos aprovechar mejor la información agregada.

Hay evidencia que muestra que debemos entender las dos caras de la moneda: la gravedad de los peligros que cada día se denuncian y el valor de muchos de los beneficios que estos espacios ofrecen, como por ejemplo el hecho de que pudimos mantenernos en contacto durante el confinamiento global.

Ese enfrentamiento de miradas se resume en la actitud que tenemos frente a la privacidad. Unos quisieran limitar el comercio de información personal y la cantidad de datos que se recopilan. Otros nos animan a dar un paso adelante y enriquecer lo público, recordando la idea de los griegos: “la privacidad tiene un rasgo privativo”; significaba estar “privado de algo”, es decir, la privacidad implica limitar nuestra sociabilidad, lo propiamente humano.

El año 2019 la revista The New Yorker terminó hablando de una tormenta perfecta en torno a las protestas ciudadanas. Las redes en las que había personas siempre conectadas terminaron con el aislamiento de la gente con sus pares. La frase política que universalizó el grupo Quilapayún “el pueblo unido jamás será vencido” cobró un nuevo sentido en este entorno hiperconectado. Esto hizo más difícil separar a los pares, porque ahora se conectan directamente sin la necesidad de medios manejados por terceros.

En junio de ese año, se produjeron las protestas en Hong Kong. La ciudadanía se manifestó contraria a la idea de permitir la extradición de ese país a China continental. El proyecto de ley fue retirado en septiembre, pero las manifestaciones continuaron exigiendo una democracia plena y una investigación sobre las acciones policiales.

En Perú la primera explosión social llevó a la disolución del Congreso al comenzar octubre, el 18 del mismo mes le tocó a Chile gatillado por el aumento de la tarifa del transporte público. Un día antes, una oleada de manifestaciones se extendió por todo Líbano a causa del anuncio de un nuevo impuesto para las llamadas de voz a través de la aplicación WhatsApp.

La palabra dignidad estaba detrás de la mayoría de estas manifestaciones. Este término expresa la necesidad de muchas familias de alcanzar un estándar mínimo de vida y que todos puedan acceder a los mismos derechos.

Esto explica que a pesar de las mejoras económicas globales que se venían produciendo en todo el planeta, se dieran explosiones sociales. Si se revisan los números económicos, vemos que hasta el comienzo del siglo XIX casi toda la población vivía bajo la línea de la pobreza. En el siglo XIX y XX, Europa y EE.UU. lograron sacar a la mayor parte de su población de esa condición. Desde los años 80 se ha hecho mucho a favor de la mayor parte de la población del resto de América y Asia. Actualmente África sigue siendo la tarea pendiente y es donde menos se están dando este tipo de explosiones sociales.

Desde mediados del 2019, los populistas han aprovechado distintos tipos de problemas y hasta estallidos sociales provocados por problemas de dignidad para ofrecer supuestas soluciones. El periodista británico Martin Wolf, desde una inusual portada del Financial Times llamó a resetear el capitalismo. Mostró que este entorno es el espacio ideal para el populismo recordando la frase de Mencken: “para cada problema complejo hay una respuesta que es clara, simple y equivocada”.

Sin embargo, lo que está sucediendo ahora es que el sentimiento de humillación se ha vuelto más peligroso que el de empobrecimiento. Este sentimiento produce ira, violencia, y también deseo racional de ganar algo, de venganza.

Debemos estar preparados para que cuando estalle nuestra siguiente crisis no sea tarde, porque ya estaremos todos experimentando este entorno conectado y temperamental. Lo que sucederá será percibido como tóxico ya que lo que tendremos al frente será una masa impaciente que condena rápido al que no alcanza a explicar su comportamiento.

La predisposición negativa es otro efecto de la transparencia, los indignados con diversos temas hace mucho que se dieron cuenta de que la cancha estaba inclinada y que ellos estaban jugando contra la pendiente. Prima una sensación de abuso, de que otros no están cumpliendo las leyes, que los problemas que nos afectan se resuelven sin preguntarnos, etc.

A pesar de la baja de la pobreza, hoy la gente —que ahora está siempre conectada— sabe que vivimos en un mundo en el que mil millones de personas todavía ganan menos de un dólar al día, y otros mil 500 millones, entre uno y dos dólares diarios mientras que al mismo tiempo hay 62 personas que acumulan en conjunto tanta riqueza como toda la mitad más pobre de la humanidad.

Las sociedades desiguales nunca pueden funcionar bien debido al resentimiento y a la insatisfacción que generan cuando esto es tan público. En un mundo hiperconectado y cosmopolita pierde sentido que en dos lados de las fronteras de un país o continente hayan diferencias enormes dentro de la ahora llamada “casa común”.

A la mayor parte de ustedes en algún momento les tocará defender ante la sociedad un proyecto que, como todos, deberá elegir entre dos caminos: o se juegan por generar afectos respecto a la sociedad o profundizan todavía más en la desconfianza dominante. Una oportunidad concreta para defenderlas es la “Paradoja de Fenno” que consiste en la creencia de que la gente rechaza la clase política, los parlamentarios como grupo, pero igual el 70% de ellos son reelectos. Esto es consecuencia de que cuando se pregunta en general, la confianza siempre es escasa, incluso respecto a instituciones simbólicas.

Pero la confianza específica de un caso concreto puede compensar este déficit de confianza general. Esta es la oportunidad, la apuesta por el camino de generar confianza mediante la conversación, la misma que hasta hace poco solo funcionaba cara a cara.

Mejorando la imperfecta comunicación

Las páginas anteriores es lo que habitualmente alcanzo a compartir en el tiempo que las actividades docentes o de extensión me conceden para estas ideas. Lo hago para mostrar cómo ha cambiado el entorno de las comunicaciones que experimentamos, con la esperanza de dejar a mi audiencia interesada en esta mirada. Son espacios que aspiran a que los que participan se queden con la inquietud de que tenemos al frente un nuevo paradigma que está cambiando todo y haciendo insuficiente mucha de las soluciones tradicionales que nos siguen pareciendo lógicas.

Las siguientes páginas fueron escritas con la intención de ser útiles a profesionales o académicos de las comunicaciones, pero también a estudiantes y público en general que se ha dado cuenta de que pasar de ser audiencia pasiva a convertirse en usuario activo, exige entender mejor los mecanismos de las comunicaciones contemporáneas.

Aunque hay un esfuerzo por ordenar las citas, mucho de lo que viene sin quererlo son apropiaciones de columnas y conversaciones que he tenido en estos nuevos espacios como en lecturas de columnas y posts y de conversaciones presenciales de las que no soy siquiera consciente. En ellas compartiré las experiencias que me permitieron esos momentos “ahá!” en los que entendemos la razón de ser de una innovación.

Este libro trata de presentar las pistas que me permitieron tanto valorar esta nueva situación, como vislumbrar que también puede permitirnos mejorar nuestras siempre imperfectas comunicaciones.

En el primer capítulo me concentraré en mostrar los antecedentes de esta situación. En él, abordo aspectos claves tanto de la relevancia de las redes en nuestro comportamiento como el impacto que tiene en nuestras comunicaciones la masificación de los dispositivos móviles.

Trataré de mostrar mi convencimiento práctico de que las redes son adictivas no por la tecnología sino por la necesidad que tenemos de realizar conversaciones y desarrollar más contacto social.