Historias alucinantes de Rusia - Manel Alías - E-Book

Historias alucinantes de Rusia E-Book

Manel Alías

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Beschreibung

Un retrato caleidoscópico para entender el país más grande del mundo a través de sus gentes. Manel Alías ha trabajado más de siete años como corresponsal bajo el régimen de Vladímir Putin. Durante este periodo de noticias y reportajes, ha recorrido la inmensidad de Rusia, recopilando historias extraordinarias que no cabían en una crónica pero que ayudan a entender el país en su complejidad. Una niña de cinco años que contempló pasmada, mientras plantaba patatas, el aterrizaje de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta de la humanidad. El DJ 'radiactivo' que hacía olvidar con su música la muerte segura que perseguía a los liquidadores de Chernóbil. La mujer de la limpieza que se convirtió en la primera alcaldesa de una pequeña localidad. La bellísima imagen de la abuela que patina cada día sobre el lago Baikal. Las peculiaridades y la dureza de la vida en la zona habitada más gélida del planeta… El autor rastrea con olfato de reportero los grandes temas que singularizan este país de guerra y poesía, pero también los hechos cotidianos más próximos, los que afectan a sus vecinos y a él mismo, y que resultan igualmente fascinantes a los ojos de los lectores. Historia, literatura, política, tradición, clima extremo, guerra y una belleza auténtica, singular, hecha de palabras y testigos. Esta es la materia prima sobre la que Manel Alías construye el relato poliédrico de un territorio y un pueblo alucinantes. La crítica ha dicho... «Un cronista impecable, referente para cualquier periodista». Xavier Aldekoa «Su talento consiste en ofrecer una mirada propia, entendiendo que el paisaje y las personas también forman parte de esta realidad». Mònica Planas «Manel Alías vive el periodismo en cuerpo y alma». Laura Rosel «Un trabajo admirable en una zona crítica». Ramon Besa

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HISTORIAS ALUCINANTES DE RUSIA

 

 

Título original: Rússia, l’escenari més gran del món

© del texto: Manel Alías, 2021

    Por cesión de la editorial Ara Llibres

© de la traducción: Albert Beteta Mas, 2023

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: julio de 2023

ISBN: 978-84-19558-19-0

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: El Taller del Llibre, S. L.

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Manel Alías

HISTORIAS ALUCINANTES DE RUSIA

Traducción de Albert Beteta Mas

SUMARIO

INTRODUCCIÓN

1. Tverskaya, 9

2. Catálogo humano

3. El disyóquey radioactivo

4. Las abuelas de Chernóbil

5. La Casa de los Compositores

6. Los vecinos Shostakóvich y Rostropóvich

7. El escenario del crimen

8. Un baño soviético

9. Nuestra bábushka Galina

10. De revolucionarias a princesas

11. La última aviadora

12. La Ciudad de las Estrellas

13. Patatas cósmicas

14. El último soviético y el primer héroe de Rusia

15. La estrella preferida de la primera cosmonauta

16. Padre sin nueve meses de aviso

17. Ruta 1. Nuestro todo

18. La espía del Teatro Bolshói

19. El horror de Auschwitz en la mirada

20. Ruta 2. Stanislavski: ¡No me lo creo!

21. Todo el mundo fuera de la ley

22. No es mi hijo

23. Ruta 3. Del Bolshói a la pirámide de Lenin

24. Manélchic

25. Lorca

26. Drama ruso

27. Paz en el mundo

28. El cielo más grande del mundo

29. Un ataúd preparado

30. La sopa del talabartero

31. Tres niñas de la guerra

32. Querido asesino

33. Fosas demasiado comunes

34. A la guerra sin hacer la mili

35. La mujer radar

36. Al frente, con tabaco y vodka

37. Sinfonía bélica

38. Maniobras militares con palangana

39. Más miedo que en la guerra

40. Luchar a ciegas

41. Jubilarse para seguir trabajando

42. El padre de la bomba atómica y otros vecinos de escalera

43. Muchos versos y alguna hostia

44. La oficina del terror

45. Pegados al hielo

46. Seis minutos de sol

47. Baños de hielo

48. La sirena del planeta Baikal

49. La vida a cincuenta bajo cero

50. Como los monstruos del permafrost despierten...

51. Ruedas cuadradas

52. La carretera de los huesos

53. Nieve amarilla

54. El pueblo más frío del mundo

55. ¿Quién quiere vivir en Oimiakón?

56. Rojos

57. Involución rusa

58. La alcaldesa

59. El arte de la protesta

60. Piquetes silenciosos

61. Rusia tatuada

62. Saber volver

Imágenes alucinantes

 

 

 

 

 

Para Gènia

INTRODUCCIÓN

«Vamos a mejor y a peor, simultáneamente».

DARIA SERENKO

Estaba decidido a no incluir ninguna cita inicial en el libro, por muy ingeniosa que me pudiera parecer. Me han buscado las cosquillas grandes literatos y he permanecido impasible con este espacio en blanco. Hasta que la activista feminista Daria Serenko, en un bar de Moscú, me describió así de bien la situación en la que se encuentra Rusia: «Vamos a mejor y a peor, simultáneamente». Y ahora me doy cuenta de que planteo una doble contradicción nada más comenzar: la primera, incorporando la cita que no buscaba; la segunda, haciendo mía la paradoja de esta sentencia de Daria. Sin embargo, en estas páginas quiero ser honesto conmigo y con Rusia. Y uno de los rasgos que mejor define este país son sus contradicciones.

La semilla de esta aventura personal y profesional la planté en 2013, cuando arraigó en mi cabeza la idea sólida de marcharme a vivir una temporada al extranjero. El plan inicial era pedir una excedencia y dejar de trabajar por un tiempo. Pero los ahorros no me daban para ir muy lejos ni para poder quedarme demasiado tiempo allí. Poco a poco, me fue seduciendo una opción que me permitiría motivarme más en el trabajo y a la vez saciar mis ansias de ver mundo. TV3 tenía la categoría más atractiva de nuestra profesión: la de corresponsal.

Después de analizar rápidamente los posibles destinos, me decidí por Londres. Cuando hubiera un relevo, solicitaría poder optar a la plaza. Pasaron los meses sin novedades del Reino Unido cuando, una mañana de octubre de 2014, en el portal interno de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, publicaron este anuncio: «Convocado el proceso de movilidad geográfica para la corresponsalía conjunta de televisión y radio en Moscú». En Rusia no teníamos corresponsalía y por eso ni siquiera me había planteado la idea. Tardé un segundo en decidirme: «¡Uf, Rusia no!». Cerré la web y me olvidé del tema.

Al día siguiente, no obstante, por ciertos sueños oscuros que no recuerdo, me levanté con el deseo imperioso de irme a trabajar a Moscú. Presenté la candidatura sin calibrar con detenimiento qué suponía vivir en un país como Rusia. La idea se apoderó de mí más de lo que habría podido imaginar. Cuando corría, cuando escuchaba música, antes de acostarme, cada vez que mi mente bajaba la guardia se ponía a fabricar imágenes sobre una hipotética vida en la capital rusa. Estaba pasando justo lo que no quería: si no me seleccionaban —y todo hacía pensar que no lo harían—, tendría que hacer rehabilitación. Me llegó por un par de vías que era el segundo candidato. Así que, cuando me llamaron al despacho del jefe de informativos, ya estaba mentalizado para el chasco. Pero los rumores no eran ciertos y resulta que sería yo quien pasaría a ser un nuevo súbdito de Putin.

Una vez se hizo pública la noticia, como casi nadie sabía que me había presentado voluntariamente, recibí todo tipo de muestras de condolencia: «¿No puedes negarte?», «¿Por qué te quieren tan lejos? Suena a castigo, ¿no? ¿Cuánto tiempo mínimo tienes que pasar allí?», «¡No vayas! Con lo huraños que son los rusos... No te pega nada. Yo estuve allí unos días y te arrepentirás. Si aún estás a tiempo, quítatelo de la cabeza...». Seguramente, si el destino hubiera sido Londres, Washington o París, me habrían felicitado y habría sido objetivo de varias indirectas para acoger invitados. Pero Rusia...

Mi euforia no se vino abajo frente a esos comentarios. No obstante, sí debo admitir que empecé a convivir con una serie de incógnitas. Si tuviéramos la opción de escoger la meteorología a la carta, yo programaría veintiocho grados y sol todo el año. ¿Hasta qué punto podía llegar a ser feliz bajo aquel clima? Nací en 1977 y, por lo tanto, he vivido siempre en democracia. ¿Estaba dispuesto a instalarme en un país que, de entrada, no parecía demasiado preocupado por los derechos humanos y las libertades? Al fin y al cabo, ¿en una dictadura?

La lista de dudas era larga. Visto en perspectiva, solo puedo decir que me quedé corto de interrogantes. Pero no sabría decir un lugar más interesante para un periodista extranjero. Moscú, además, ha sacudido mi vida. En ambas esferas, la personal y la profesional, he acumulado una serie de vivencias que me parecen increíbles. Quizá por ello, para terminar de creérmelas, he decidido ponerlas por escrito.

Cualquier intento de explicar qué es Rusia puede conducir a un fracaso anunciado. Sí, hay gente que hará afirmaciones contundentes después de haber pasado allí un fin de semana. Pero a mí me parece un país demasiado complicado como para atreverme a analizarlo a la ligera. Rusia es tan interesante e inabarcable como el idioma ruso. «Yo tampoco lo hablo del todo bien», me responden muchos rusos cuando les advierto de que mi conocimiento de su lengua es limitado. Sin embargo, me he visto abocado a anotar mi experiencia rusa. Porque en todas partes veía cosas extraordinarias que no cabían en una crónica de televisión o de radio y que no quería que se perdieran. He destinado varios fines de semana a hacer miles de kilómetros en este territorio inmenso para conocer a personas que han pasado por situaciones que creeríamos exageradas si fueran producto de la imaginación de un guionista de cine. Por ejemplo, una niña de cinco años que plantaba patatas con su abuela y, muerta de miedo y sin entender la que se le venía encima, vio aterrizar delante de sus narices al primer cosmonauta, Yuri Gagarin. Y eso pasó cuando la humanidad aún no había visto a ninguno. Pero, por si esta historia no fuera ya lo bastante llamativa, lo que me contó aquella niña que ahora ya es una abuela me dejó patitieso. También me sorprendió una mujer de ochenta años que cada día de invierno patina sobre el hielo del lago Baikal, una de las imágenes más bonitas que he contemplado en mi vida. Tampoco esperaba quedarme tan impresionado con uno de los liquidadores de Chernóbil que conocí..., y así con tantas y tantas personas.

Me han atrapado historias grandes —la carrera espacial, la geopolítica, los héroes de la guerra, los referentes culturales, el mundo del espionaje—, pero también he mirado con curiosidad periodística a mis vecinos de escalera, el edificio en el que he vivido o la oficina donde he trabajado. Y he quedado siempre boquiabierto, incluso de las cosas aparentemente más insignificantes. El trabajo de corresponsal me ha permitido estar en lugares y conocer a personajes a los que la mayor parte de la población no tiene acceso. A esta posición privilegiada se añade el hecho de haber formado aquí una familia más numerosa que la que tengo en Cataluña. Esta circunstancia me ha regalado una inmersión impagable en la Rusia real. He vivido intensamente en este país durante casi siete años. Por ello, con la misma prudencia que decía que no pretendía sentar cátedra sobre Rusia, invito al lector a viajar por estas páginas con el compromiso de que, al final, conocerá mejor este territorio tan fascinante. Un país de guerra y de poesía.

Como si el urbanismo caótico de la capital rusa se hubiera apoderado de mi relato, en estas páginas no avanzaré cronológicamente ni —ya lo confieso— seré demasiado ordenado. Me he dejado llevar por los impulsos, una actitud también muy rusa. Mi objetivo es simplemente que, con la suma de los capítulos, cuando tú, lector, pases la última página, tengas la sensación de que no es verdad que en 2015 yo aterrizara solo en Moscú. Que aquel 2 de febrero, en el aeropuerto de Sheremétievo, tú y yo bajamos juntos de aquel avión para adentrarnos juntos en el escenario más grande del mundo.

1

TVERSKAYA, 9

El primer café que me tomé con Gènia1 Teterina se convirtió en la mejor cena de mi vida.

—Manel, no puedo quedarme mucho más porque tengo un hijo de siete años, Prókhor, y he quedado con mi madre que llegaría a casa antes de las once.

La información previa —me había dicho que tenía una perra— me había impactado más que la del niño. Con hijos, ya me había imaginado con ella. Con perros, sinceramente, no. Pero no había noticia que me desahuciara de la nube. Por mí, como si el pack incluía a sus antiguos compañeros de clase.

La acompañé en taxi a su barrio de las afueras de Moscú. Cuando volví al querido estudio donde vivía en aquel momento, todavía eufórico, lo observé con otros ojos por primera vez. Era ideal para una persona, pero para hacer realidad la nueva vida con la que soñaba desde hacía unas horas era evidente que necesitaría cambiar de piso. Las conexiones en directo por la radio se podían convertir en demasiado golosas para los oyentes si, mientras describía el último movimiento de tropas de Putin, de fondo un niño tiraba de la cadena del váter, la perra ladraba o el despertador de Gènia empezaba a sonar. Sí, aquella noche del 17 de abril de 2017 ya daba vueltas a todo eso. Y, afortunadamente, a aquella primera cita la siguieron muchas más.

A principios de mayo, pocas semanas después, la euforia avanzaba prestissimo y envié un correo a Gènia que tenía por asunto: «Nuestra futura casa». Contenía once enlaces de pisos en el centro de Moscú, con dos habitaciones o más, y al mismo precio de alquiler o menos que mi estudio de la calle Starokonniusheni. El tercero de los enlaces era el de un apartamento en la calle Tverskaya. Tenía que haber trampa. Los precios en la avenida principal de la ciudad no eran de nuestra división. Es cierto que las fotos que acompañaban a la descripción del piso eran tétricas. Quizá esto explicaba la oferta. Al día siguiente, pedimos hora para ir a verlo.

Nadie lo admite abiertamente, pero en Rusia todas las visitas a posibles hogares empiezan con una operación sensorial: comprobar hasta qué punto huele mal en la escalera, porque en muchos bloques la basura se tira por tubos interiores que dejan rastro. Aquí, ninguna objeción. Una vez dentro, nos dimos cuenta de que el mobiliario era muy mejorable, pero las habitaciones eran espaciosas y mucho más agradables que el tono deprimente que desprendían aquellas fotografías oscuras y con encuadres dudosos del anuncio. A medio recorrido, Gènia y yo ya le habíamos dado el visto bueno.

—Habéis tenido mucha suerte —nos dijo Eduard Kopeikin, la persona que nos hacía de guía—. Aquí vivía la hija del propietario, un oligarca de Samarcanda. Su padre le enviaba 200 rublos al mes. Imaginaos: con veinte añitos, una estudiante de arte con este piso en el centro y todo ese dineral. ¡Podía vivir como una zarina! Pero los vecinos no estaban nada contentos con Katia, porque con su novio solían liarla muy a menudo. Hasta que hace poco organizaron una fiesta que se les fue de las manos más de lo habitual. ¡Encontramos un demonio pintado con rotulador grueso en la cocina y un grafiti en el comedor! Más de doscientas personas, dice que contó Tamara, la portera. Total, que los vecinos aquella misma noche se quejaron mucho y su padre se cabreó tanto que la echó. Podría pedir más dinero, pero tendría que hacer reformas y a mí me ha encargado que lo alquile rápido.

—Cuando quieras, firmamos —le dije.

Difícilmente encontraréis en el mundo una calle como la Tverskaya. No es que me parezca muy bonita. Es más bien gris y no me convence que los vehículos tengan toda una autopista de veinte carriles. Suerte tenemos, los que vamos a pie, de que para cruzarla haya varios perikhods, pasos subterráneos. No obstante, insisto: no creo que tenga equivalente. Avanza imponente dejando a su curso varias plazas, hoteles más o menos lujosos, teatros, bares de copas y restaurantes, museos, ministerios, el ayuntamiento de Moscú, la Duma, hasta desembocar en el meollo de Rusia: la plaza Manezh, la antesala del Kremlin y la plaza Roja. Pero son los estrujones con los que se ha ido construyendo y habitando lo que cuelga los galones a la guerrera.

En la época medieval, este era el camino que unía Moscú con una ciudad que le disputaba el rango de primera urbe, Tver. Posteriormente, la carretera se prolongó hasta San Petersburgo. Cuando el zar volvía de la nueva capital a la vieja, plantaban arcos de triunfo de madera en la calle Tverskaya para que entrara en el Kremlin pletórico de moral. Los moscovitas lo saludaban desde los laterales. Después de la Revolución, la capital retornó a Moscú. En los años treinta, el secretario general del Comité Central del Partido quería hacer de esta avenida la maqueta socialista que sirviera de modelo urbanístico primero en Rusia y, a medida que la dictadura del proletariado fuera saltando fronteras, al mundo entero. Le cambiaron el nombre. Desde 1932 hasta 1990 pasó a llamarse Gorki. El escritor pudo pasear por su propia calle, porque los primeros años de la nueva nomenclatura todavía estaba vivo. Lo de poner nombres de personas vivas a las calles no solo pasaba en época de Stalin. En la república rusa de Chechenia he paseado por la avenida Vladímir Putin, también la más céntrica. En un pueblo serbio han ido todavía más allá. Con la misma decisión con que vaciaban vasos de rakia, un coñac que doblaría las patas de un buey a las primeras de cambio, un grupo de hombres llegó a la conclusión de que era necesario enterrar el nombre que indicaba la entrada al término desde hacía cinco centurias. Adjinci pasaría a denominarse La Villa de Putin. Incluso aquellos vecinos que no habían participado de la ingesta del espirituoso lo encontraron buena idea. Constatada la unanimidad de los ciudadanos, el mejor carpintero de la comarca no tardó en esculpir la palabra Putinovo en la flecha de madera que indica desde 2016 el camino al santuario del presidente ruso.

Sin embargo, volvamos a la arteria principal de la capital de la URSS. En los años treinta, en la calle Gorki o Tverskaya de Moscú, la fe comunista empezó a mover montañas. Quien dice montañas, dice edificios.

—¡Atención! ¡Atención! ¡Casa en movimiento! —gritaba la hija del ingeniero Handel en mitad de la calle.

Tendría huevos que te atropellara una casa. La reclamación por daños y perjuicios debería ir dirigida a Emmanuel Handel, el hombre que perfeccionó una técnica para desplazar edificios y monumentos que permitió salvar de la quema a un buen número de ellos. Los más importantes, en la calle Tverskaya. Stalin quería que la avenida central de la meca del comunismo fuera imponente y amplia. Y, a sus ojos, era decepcionadamente escuchimizada.

Se trazaron dos líneas rojas sobre el plano. Y ya se sabe qué significa una raya de este color: era necesario demoler todo lo que quedaba dentro. Por motivos varios que escaparían a la razón de la mayoría de nosotros, afortunadamente se consideró que era necesario preservar algunos edificios. Y aquí es donde Hendel comenzó una actividad frenética al frente de la Oficina para Mover y Desmantelar Edificios.

El procedimiento era el siguiente: primero había que cortar la construcción amnistiada. Se abría una zanja alrededor, se revestía el perímetro con un material sólido que se sujetaba con una serie de cables entrecruzados por debajo del edificio y ya estaba listo para ser despegado de los cimientos. Entonces se tenía que levantar muy despacio con gatos. Debajo del edificio y hasta su estación final, se instalaban varios raíles con un montón de rodillos encima. Se empezaba a empujar el edificio con tornos, los cilindros comenzaban a girar por encima de las vías y... ¡sí! ¡La casa caminaba hacia una nueva dirección! Empaquetarla llevaba meses. Trasladarla, horas o pocos días, dependiendo de la distancia que había que recorrer.

Una de las joyas de la calle Tverskaya de principios del siglo XX era la hospedería Savvinski, que lucía una fachada modernista ornamentada sin reparar en gastos: columnas con capiteles trabajados, arcos, azulejos de colores y culminada con dos pináculos en los extremos. En el año 1939, a los inquilinos se les acabó la paz. Fueron informados de que se iniciaban unas obras de reconstrucción que no serían rápidas. Se les escondió el propósito final de los trabajos para evitar un alzamiento vecinal. Unos meses después, la madrugada del sábado 4 de noviembre, el ingeniero Handel dio la orden. Y aquella belleza de más de 23.000 toneladas echó a andar a una velocidad de diez metros por hora. Al día siguiente, los inquilinos se despertaron en una nueva ubicación, 50 metros más atrás. Pero lo peor estaba por llegar: construyeron una mole estalinista a su alrededor y quedaron definitivamente ubicados en el patio interior, sin vistas a la remodelada calle Tverskaya. Y allí, encajonado en el número 6, sigue el edificio hasta hoy.

Muy poco tiempo después, unos metros más arriba y en la acera de enfrente, el ayuntamiento de Moscú hizo un viaje de casi quince metros en cuarenta minutos. Mientras el edificio navegaba, cuentan que algunos funcionarios —extremadamente celosos o pelotas— siguieron trabajando en su interior. Más delicado era el trabajo que se hacía en aquella época, en 1940, en el número 25, mientras lo enviaban al número 7 de otra calle, la Momonovski: siguieron atendiendo a los pacientes que tenían problemas de visión. Fue aquí donde dicen que se oyó a la hija de Handel alertando «¡Casa en movimiento!» en mitad de la calle. La clínica, conocida como el Hospital de los Ojos, continúa funcionando en este emplazamiento.

El artífice de esta magia no podía vivir en otra calle que no fuera esta. Una placa en el número 36 recuerda al ingeniero Handel, con traje y corbata, rodeado de fórmulas y de los edificios que movió. Si vivió en la calle Tverskaya es porque alguien así lo decidió. En esa época, el mercado inmobiliario, de la misma forma que casi toda propiedad privada, había desaparecido. El poder se había atribuido la prerrogativa de decidir dónde y cómo vivía cada cual. Miles de nobles y burgueses fueron sentenciados a vivir en komunalki, pisos compartidos por muchas familias que se tenían que conformar con un baño y una cocina comunitarias. Y personas que antes de la Revolución habían sido condenadas a la indigencia pasaron a ocupar estancias de palacios. En este reparto de viviendas, la calle Tverskaya quedaba reservada a una estirpe muy cercana a la casta dirigente. El rastro del pedigrí de sus inquilinos ahora puede observarse en las placas de las fachadas. La que probablemente acumula más, catorce, está en el número 9. Y, gracias a una bacanal masiva y a un enamoramiento rampante, es aquí donde nos hemos instalado Gènia, Prókhor, yo... y la perra Sofí. Vivimos en el número 9 de la calle Tverskaia.

2

CATÁLOGO HUMANO

Cambiar de casa implica también un cambio de paisaje humano. Y, desde que vivimos aquí, estoy muy atento a las interacciones diarias, porque Rusia me ha puesto en alerta. Cualquier persona puede tener una biografía insólita. La historia de este país es tan intensa que he encontrado una amalgama de personalidades mucho más excéntrica que en Barcelona o en mi Berga natal. Y no resulta nada fácil escoger qué personajes destacar, porque se puede caer fácilmente en la tentación de seleccionar las extravagancias y, por consiguiente, desdibujar la realidad. Porque, a pesar de todo, a la mayoría de rusos que me rodean podríamos encasillarlos como gente corriente. Por lo tanto, tengo delante una elección también ética. A modo de ejemplo, cojamos el caso de Nadezhda.1 Si no sabes nada de ella y charlas con ella de vez en cuando, la pondrías en el grupo de gente común. Pero tiene una historia secreta extraordinaria. Tenemos que remontarnos a los locos años noventa. Empezó a trabajar de modelo y un buen día la llamaron porque un tal Ignat tenía una propuesta que hacerle.

Ignat era el asistente personal de un oligarca a quien se le llenaron tanto los bolsillos de petróleo que ingresó en el club de las cuatrocientas personas más ricas del planeta. El trabajo que tenía asignado Ignat era sencillo pero delicado: tenía que preocuparse de las cosas más mundanas a las que el hombre que le había contratado no se podía dedicar o no sabía resolver como cabría esperar de una persona de su rango. Por ejemplo, que no faltaran regalos para Fin de Año o en los cumpleaños de sus amigos y fijarle encuentros con el estilista en el despacho, porque los ricos de verdad no pisan las tiendas, son las tiendas las que van a su encuentro. Le concertaba visitas al médico o procuraba que, cuando llegara a la residencia escogida para pasar el fin de semana, lo encontrara todo listo y pudiera relajarse.

Una de sus tareas principales fue organizarle una pasarela privada para que escogiera a las chicas que le harían de pareja cuando lo deseara. Después de repasarlas de arriba abajo, una vez se hubieron ido, esbozó el ranking. Las situadas en los primeros puestos fueron contratadas. Ignat alquiló un piso en el centro de Moscú para cada una de ellas. Tendrían dinero para comprarse ropa y vivir modestamente. Podían hacer básicamente lo que quisieran con la condición de que estuvieran siempre de guardia. Cuando el oligarca chasqueara los dedos, tenían que estar a punto para él. El primer lugar fue para Nadezhda, una escultura de Minsk de metro ochenta, con una cara que obligaría a Da Vinci a tomar apuntes. Todavía no había cumplido los dieciocho.

Todo iba como una seda pero, claro, se complicó. Sin quererlo o, mejor dicho, sin poder evitarlo, Ignat había hecho la misma selección en su cabeza. Para él, Nadezhda también encabezaba su lista particular. La primera vez que se encendió la alarma, consiguió salvar la situación.

—He hablado con ella por teléfono y no podrá ser —dijo Ignat al Oligarca cuando este reclamó los servicios de la joven—. Se encuentra en la cama con fiebre. Realmente se le notaba por la voz, pero he enviado al médico para asegurarme de que no me tomaba el pelo. Y no está fingiendo. Si no quiere tener una noche más movida de la cuenta, debería quedarse en casa por unos días. ¿Qué me dice de Anastasia?

—¿Es la que llevaba coleta?

—Sí.

—De acuerdo.

Pasaron unos cuantos meses y el accionista de la petrolera volvió a solicitar a Nadezhda. Ahora el problema se había agravado. Ya estaba embarazada. Ignat tuvo que contarle la verdad a su jefe pensando que, en el mejor de los casos, perdería el trabajo, y, en el peor de todos, los testículos. Pero se equivocó. Quizá la peripecia le hizo gracia y todo, porque notó que, durante un tiempo, todavía lo trataba con más simpatía.

Ahora, Ignat ya es un empresario independiente. No es candidato a la lista Forbes, pero tiene una situación económica envidiable. Con Nadezhda siguen juntos y aquel embarazo ya está a punto de comenzar el instituto. Sin embargo, no diría que formen un matrimonio feliz.

Cuando supe la historia de esa mujer, exclamé: «¡No me lo creo!». Pero es real. Con el tiempo, en Rusia he aprendido a rebajar el grado de sorpresa ante los relatos inverosímiles. No obstante, todavía me dura la conmoción por la entrevista que mantuve con una mujer que se había casado reiteradamente con la misma persona. Pero sin divorcio de por medio. Elena Vavivola y su novio, Andréi Bezrúkov, fueron reclutados de jóvenes por la KGB. Se casaron en Rusia, donde fueron sometidos a un entrenamiento exhaustivo durante años. Tenían que hablar francés e inglés a la perfección; ser hábiles en morse, esteganografía y otros códigos; tener la capacidad de detectar si alguien los seguía; retener en la memoria frases y cifras largas; aprender a disparar una pistola Makárov, o a defenderse con técnicas de kárate. Cuando se consideró que estaban preparados, iniciaron un periplo por Occidente hasta establecerse en Canadá convertidos en Tracey Lee Ann Foley y Donald Howard Heathfield. Se casaron, de nuevo, y tuvieron dos hijos, Tim y Alex, que nunca oyeron ni una sola palabra en ruso. Años después, esta familia canadiense se trasladó a Boston, a Estados Unidos. Encontraron trabajos convencionales, él se graduó en Harvard, vivían en una casa unifamiliar muy correcta y pasaban por una familia norteamericana normal. Nadie sospechaba que eran ilegales con el objetivo final de captar información que pasaban cifrada a la central, en Moscú. Los hijos no se lo creyeron ni siquiera cuando los agentes del FBI, en junio de 2010, irrumpieron en casa. «Es un error», pensaron. Los amigos y vecinos de la familia solo se convencieron de que eran espías rusos cuando los principales medios de comunicación recogieron la noticia de su detención y los periodistas no pararon de llamar a sus puertas.

Tracey y Donald hubieran podido pasar media vida en la cárcel. Pero estuvieron encerrados poco tiempo, ya que, junto con ocho compatriotas del ramo, fueron intercambiados por agentes dobles detenidos en Rusia que trabajaban para la inteligencia occidental. Entre las monedas de cambio se encontraba Serguéi Skripal, quien años después abrió los noticiarios por haber sido envenenado con Novichok en el Reino Unido.

Los dosieres con la información de Tracey Lee Ann Foley (Elena Vavilova) y Donald Howard Heathfield (Andréi Bezrúkov) sirvieron de inspiración para la serie The Americans. Posteriormente, Elena Vavilova noveló su vida y aceptó reunirse conmigo porque su libro acababa de traducirse al catalán.2 Mientras se tomaba un americano y yo daba sorbos de café con leche en una cafetería al lado de casa, me habló con pasión de su trabajo.

—Nunca pensamos en el sentido de la vida, porque solo tenía un objetivo: nuestro trabajo. No es un oficio para cualquiera, porque probablemente la mayoría de la gente piensa que la familia es lo más valioso. Para nosotros, la patria aún era más importante que la familia e hicimos muchos sacrificios. Quizá hasta el punto de hipotecar el futuro de nuestros hijos. La mayoría de agentes del Servicio de Inteligencia Exterior optan por no tener descendencia. Pero nosotros teníamos claro que sí que queríamos, deseábamos tener una familia normal, y así nos comportábamos. Por otro lado, no podíamos mostrar abiertamente nuestra ideología ni hablar de nuestro país con nuestros hijos. Mientras eran pequeños fue más fácil. Pero, cuando crecieron, las preguntas se fueron complicando: «¿Dónde están nuestros abuelos?». Teníamos que tener leyendas3 muy bien preparadas. Toda nuestra vida se sustentaba en leyendas: «Los abuelos viven muy lejos y están delicados de salud», etcétera. Claro que estábamos preocupados. Incluso por nuestra seguridad. Nos preguntábamos qué les pasaría en caso de que nos sucediera algo a nosotros. Pero teníamos estrictamente prohibido decirles nada sobre nuestra verdadera identidad. Y así fue.

—Os hacíais amigos de la gente para sacarles información. ¿No os sabía mal utilizarlos así? ¿O para vosotros no eran amigos?

—Nuestro trabajo era encontrar a personas que trabajaran con información que pudiera ser útil a nuestro país y entablar amistad con ellos. Una amistad real, porque no puedes construir una verdadera relación si no hay sinceridad. En los servicios de inteligencia decimos que tienes que hacer sentir tan bien a tus amigos que ellos mismos tengan la iniciativa de contarte confidencialidades.

—¿Y todavía conserváis esas amistades?

—Después de lo ocurrido, lógicamente, quedaron muy sorprendidos. Los americanos especialmente tuvieron miedo de mantener relación con nosotros. Aunque el responsable de la agencia inmobiliaria donde yo trabajaba me envió un mensaje agradeciéndome la publicidad que les hice con nuestra detención. Recibieron muchas visitas de gente que quería saber dónde había trabajado la espía rusa.

—¿Cree que realmente es útil el trabajo de espía?

—Dicen que formar parte de los servicios de inteligencia es una de las profesiones más antiguas y, probablemente, seguirá existiendo mientras haya rivalidad entre países. Es importante saber cuáles son los planes del oponente.

Gènia, por motivos de trabajo, ha pasado muchas mañanas con un noruego, Arne Treholt, sentenciado a veinte años de cárcel porque fue captado por la KGB para espiar para la URSS. También ha sobrevivido a un envenenamiento.

Si me pusiera a relatar el día a día en aquel centro médico donde trabajaba mi pareja, aparte de los flashbacks con las operaciones y vicisitudes del agente secreto, describiría escenas surrealistas protagonizadas por el director de la clínica que tenía por costumbre automedicarse. Durante el descanso, Gènia se tomaba el café con una compañera que de pequeña fingió tan bien un dolor de tripa que entró en quirófano.

El inventario de amigos, conocidos, saludados o entrevistados que rompen mis esquemas en Rusia es tan rico como el de la gente con unos niveles de bondad que desbordan los márgenes. Por ello, me inclino por continuar este relato fragmentado con una persona que suma en las dos categorías. Un hombre extraordinario que se encontró de cara con uno de los momentos únicos de la humanidad. Lo conocí casi por casualidad. No sabe que mi cerebro lo ha bautizado como DJ Zona. A mí tampoco me gusta el apodo. Pero así son las cosas.

 

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1 En las historias más delicadas, no utilizaré el nombre de los protagonistas. En algún caso, para protegerles a ellos. Y, en otros, para protegerme a mí.

2 El libro, en catalán, se titula El secret de la clandestina, publicado por la editorial Símbol Editors [trad. esp.: La mujer que sabe guardar secretos, Roca Editorial].

3 En el argot de los agentes secretos, la leyenda es la historia inventada que tiene que dar credibilidad a la biografía de la identidad falsa.

3

EL DISYÓQUEY RADIOACTIVO

La ciudad de Poltava no le desagradaba, pero todo era demasiado previsible. Añoraba la etapa en la Universidad de Radiotécnica y Electrónica, en Járkiv, cuando su vida orbitaba alrededor de la facultad y estaba repleta de descubrimientos. Tenía ya veintiséis años y quería hacer un cambio. Por eso no le pasó desapercibida la oferta de trabajo para organizar el ocio de los jóvenes en la ciudad de Prípiat, que había nacido hacía poco y crecía al ritmo de la central nuclear que se construía cerca de allí. Aleksandr buscó información sobre aquella ciudad modélica para la URSS que se erigía sobre plano moderna y bien equipada, y alucinó: solo el hotel Polissya ya daba mil vueltas a los que había visto antes. Fue así como, en el año 1980, pasó a ser uno de los residentes de Prípiat, donde vivían los trabajadores de la central nuclear Vladímir Ilich Lenin de Chernóbil, a solo tres kilómetros de distancia.

La primera impresión le supuso una inyección de vitalidad, justo lo que necesitaba. Aquella ciudad era un organismo vivo que crecía con una energía desbordante. Era difícil estar al día de todo lo que allí acontecía.

—¿Sabes qué harán en la calle Sportivnaya, al lado de la piscina?

—¿Has visto el bloque en la avenida Entusiastiv?

—¡El jardín de infancia ya tiene nombre! Atención: ¡Cheburashka! ¿No te entran ganas de tener hijos?

Las conversaciones siempre contenían novedades. Las primeras reuniones con el comité de empresa de la nuclear fueron sorprendentemente fáciles:

—Claro, se lo diremos a los chicos. Seguro que se apuntarán al club de cine.

A medida que avanzaban las obras de los reactores tres y cuatro, también crecían los proyectos de Aleksandr. Las actividades que programaba eran un éxito de convocatoria tras otro. Porque no solamente los edificios eran jóvenes. La media de edad en Prípiat era de veintiséis años y encontrar chicos y chicas participativos no suponía problema alguno. Un buen día, Elizaveta Prokopenko, la directora del Palacio de Cultura, lo convocó a su despacho.

—¡Aleksandr Demídov! Es un placer recibirle. En primer lugar, quiero felicitarle por el trabajo llevado a cabo. Los jóvenes hablan muy bien de usted. Y, de hecho, precisamente por eso quería verle. Como sabe, en el complejo del centro de la ciudad cada vez tenemos más gente. Y creemos que podríamos sacar más rendimiento del Palacio de Cultura. El Energetik es un equipamiento de primera, con un potencial que todavía no hemos sabido explotar. Tenemos un poco de presupuesto y querríamos que trabajara con nosotros, que nos presentara sus propuestas para dinamizarlo.

—Muchas gracias. Pero, si me permite el atrevimiento, ya estoy en condiciones de explicarle la idea que hace tiempo que me ronda por la cabeza y creo que es especialmente indicada para Prípiat. En mis años de estudiante hacía de disyóquey en la universidad y la verdad es que se me daba bastante bien. Sé que no está bien que lo diga yo, pero aquellas sesiones supusieron un antes y un después en el ánimo de los estudiantes. Considero que una ciudad como esta, joven y moderna, debe tener una discoteca.

Los ojos de Prokopenko brillaban. Aleksandr salió del despacho convertido en director de la futura sala de baile y entró en una espiral de trabajo. Fichó a dos amigos, Venia Reva e Ígor Pivnenko, oficialmente como técnicos de sonido, aunque tendrían que hacer un poco de todo. A Aleksandr le volaba el tiempo con sesiones maratonianas de búsqueda de vinilos. Le habría gustado seleccionar más música local, pero la URSS producía poco material bailable. Eso sí, estos discos soviéticos los encontraba fácilmente. Una única discográfica lo ofrecía todo: Melodia. La música occidental era mucho más cara y complicada de obtener, había que saber moverse. Las canciones seleccionadas las grababa meticulosamente en bobinas y casetes. Compraron un juego de altavoces con subwoofer que les llegaban al ombligo. En las pruebas, hacían retronar los cimientos del Energetik. A pesar de todo, la sala que les habían otorgado defraudaba un poco. El punto fuerte era el aforamiento. Cabían 450 personas. Pero no era un espacio que transmitiera alegría, precisamente, y las cortinas del fondo parecían sacadas de un tanatorio. Distribuyeron unos cuantos pósteres por las paredes, pero la cirugía estética fue obra, especialmente, de la iluminación. De la poca iluminación, para ser exactos. Unos cuantos haces dirigibles de luces duras y el truco final de Ígor: una placa de cuatro por cuatro metros donde había clavadas 83 bombillas grandes, blancas, amarillas y rojas. Llamó a Aleksandr y a Venia y les pidió que apagaran las luces. Conectó su obra y... ¡tachán! Las bombillas, con intermitencias, dibujaban el nombre de la discoteca: Edison 2. Cruzaban los dedos para que nadie del partido les obligara a rebautizarla en honor a Popov, el inventor de la radio.

—¡Qué puta delicia!

—¡Venga, Sasha! Ahora haz que las luces bailen al ritmo de la música.

Aleksandr se dirigió al otro lado de la sala. Movió la palanca del magnetófono hacia la derecha e hizo sonar una canción de Modern Talking. Y sí, el efecto era que la luz se movía con aquellos beats. No podían ser más felices. La sala vivió su primera fiesta.

La siguiente vez que se bailó fue en la sesión inaugural. Y la pista se llenó. No fue cosa de un día. Raramente bajaban de las 400 personas. Aleksandr dirigía una docena de trabajadores. Buscaban innovar también con los carteles que anunciaban las sesiones con frases como: «Una noche sin televisión. Abrimos a las 20:00. Garantía única: ¡No garantizamos nada!».

Estaban convencidos de que eran uno de los mejores clubs de Ucrania y, seguramente, llevaban razón. Aleksandr tenía organizadas las sesiones en forma de altiplano. Subida suave con algún tema de Vodograi, por ejemplo. Eran momentos de indulgencia e incluso permitía a los asistentes bailar agarrados. Pero, sin dormirse, iba elevándose y, una vez arriba, intentaba mantener el nivel hasta poco rato antes de cerrar, cuando bajaba las revoluciones. A la hora mágica se entraba con Abracadabra, de Steve Miller Band. La empalmaba con gritos de «ju, ja» de Dschinghis Khan, que desataban las primeras contorsiones, la mayoría con más voluntad que acierto, porque esto de moverse al ritmo de la música disco, en aquel momento, acababa de arrancar en la Unión Soviética. Los habituales ya sabían que llegaba el clímax. Aleksandr empezaba el diálogo infalible entre Boney M y Modern Talking. La mezcla empezaba con los «je, je, je» de Rasputin. Enloquecían. A veces, incluso bajaba el volumen para comprobar cómo llevaban el inglés los congregados:

Ra ra Rasputin

Russia’s greatest love machine

It was a shame how he carried on.

Pocos se sabían la letra, pero acostumbraban a clavar Rasputín y machine, moviendo de arriba abajo el flequillo que les quitaba campo de visión, pero que indicaba que iban a la moda. La réplica era You are My Heart, You Are My Soul. Si en la anterior se hacían bandos y se podía llegar a ver algún paso de kazachok,1 este tema era compatible con tiradas de tejos. Desde la posición de DJ, Aleksandr apreciaba las aproximaciones, las apuestas arriesgadas y las seguras. Los triunfos y las caídas en plancha. El siguiente hit permitía a las parejas incipientes seguir con la prospección y, a los heridos de guerra, replegar filas disimuladamente:

She’s crazy like a fool

Wild about Daddy Cool

Daddy, Daddy Cool

Daddy, Daddy Cool

El éxtasis seguía con Cheri Cheri Lady. Aquellas canciones gustaban tanto que empezaron a vender cintas con los temas que sonaban en la Edison 2. Una noche, unos jóvenes se plantaron en medio de la pista con una camiseta lisa por encima de los jerséis. Llevaban escrito a rotulador «Viva Boney M» o «Viva Baccara». Aleksandr fue cediendo ante sus peticiones. En el año 1986, además de las sesiones en el Palacio de Cultura, también los contrataban en los cafés y restaurantes de Prípiat que tenían un poco de espacio. Cuando hacía buen tiempo, las sesiones al aire libre llegaban a congregar un millar de personas. Se acercaba mayo, el mes de las grandes celebraciones. El día 1 se estrenaría el parque de atracciones, con la noria espléndida que ya recortaba el perfil de la ciudad. Para la Fiesta del Trabajo, el equipo de Aleksandr tramaba una muy sonada.

Con este espíritu llegó la noche que nadie tenía marcada en el calendario. Era la 01:23 de la madrugada del viernes al sábado del ya 26 de abril. Explosión en el reactor número cuatro de la central. De entrada, para la mayoría de habitantes de Prípiat eso no supuso mucho más. No sabían que habían muerto en el acto dos trabajadores y que veintinueve más estaban sentenciados. Ni tampoco que ya se había producido una fuga radioactiva que se volvía más letal a cada hora que pasaba. Ignoraban que pasear como cualquier otro fin de semana en mangas de camisa, exactamente lo que estaban haciendo, podía marcarles para siempre.

El día de la explosión, Aleksandr hizo de maestro de ceremonias de una boda. Cada vez lo buscaban más parejas. Al atardecer fueron a la Edison 2 a preparar el programa para el día siguiente mientras las gogós ensayaban. Tenían una de las primeras sesiones de disco sin alcohol. Los jóvenes comunistas querían casar la vida saludable con el ocio. Y bailar sin consumir sumaba en las dos casillas. Al cabo de un tiempo, Aleksandr bromearía: «Ya decía yo que una discoteca sin alcohol solo podía traernos desgracias».

Al día siguiente, en Ivánkiv, a setenta kilómetros de distancia, Oleksandr Víktorov aprovechaba que los fines de semana la compañía de autobuses cerraba para disfrutar del hobby que consideraba más provechoso: plantar patatas en el huertecillo que tenían cerca de casa. Su mujer pasó a verle.

—Dicen que ha habido una explosión en la central.

—¿Lo saben o se lo inventan? Si fuera verdad, ya lo sabríamos.

—Vengo de casa de Masha y estaban hablando de ello con Grisha.

—¿Masha? Entonces estate bien tranquila. ¡Eso es mentira!

Cuando hubo terminado de guardar las herramientas y volvió a casa, había una nota en la puerta: «Fédorovich Oleksandr, preséntese en el garaje tan pronto como lea este mensaje. Necesitamos a todos los conductores».

Esta vez tenía que dar la razón a su vecina Masha. El sábado, a las diez de la noche, Oleksandr ocupaba el asiento de uno de los 400 autobuses que estaban estacionados en las afueras de Prípiat. La caravana era enorme. Esperaban la orden de entrada, pero nadie la daba. Oleksandr se durmió sobre el volante. Horas después, se despertó de un susto, pensando que el resto de conductores ya habrían hecho el trabajo. Pero no. Todos los autobuses seguían en el mismo sitio. Eran las seis de la madrugada.

Dentro de Prípiat, casi nadie sabía nada de esa caravana. El domingo despertó radiante y muchos lo aprovecharon para salir tan pronto como pudieron a disfrutar del sol. No fue el caso de Aleksandr Demídov, un noctámbulo que salía de trabajar siempre entrada la madrugada. Debían ser las once de la mañana cuando se preparó un té y puso la radio. Hacía treinta y cuatro horas que el cuarto reactor de la central ardía y ahora emitían repetidamente el mismo mensaje:

Atención, atención. Atención, atención. Apreciados camaradas. El Sóviet de los Diputados del Pueblo anuncia que, a causa del accidente de la central nuclear de Chernóbil, se han producido condiciones radioactivas adversas. El partido y los órganos del Sóviet, junto con las unidades militares, han tomado las medidas oportunas. A pesar de ello, con la voluntad de garantizar la completa seguridad de la población, especialmente de los niños, surge la necesidad de evacuar temporalmente a los residentes de la ciudad a poblaciones de la región de Kiev. Por ello, en cada apartamento, hoy, 27 de abril, a partir de las 16:00 horas, se habilitarán autobuses escoltados por oficiales de la milicia y representantes del Comité del Partido de la ciudad. Se recomienda coger la documentación, artículos de primera necesidad y, además, productos alimentarios para la próxima comida. Los directores de las empresas e instituciones han elaborado listas con los trabajadores básicos que deben quedarse en el lugar para garantizar el funcionamiento normal de la ciudad. Durante el periodo de evacuación, todas las viviendas serán vigiladas por los trabajadores de la milicia. Camaradas, antes de que abandonen temporalmente sus hogares, les rogamos no olviden cerrar las ventanas, los aparatos de gas y eléctricos y las llaves del agua. Les pedimos que mantengan la calma, la organización y el orden durante la evacuación.

Cada uno hacía sus cálculos: «Si no volvemos hasta el miércoles, será mejor que nos llevemos un poco más de ropa». No sospechaban que abandonaban las casas de aquella joven ciudad para siempre. Y que la música no volvería a sonar en el Energetik.

Aleksandr se trasladó a casa de sus padres, que todavía vivían en Poltava. Poco a poco, y en pequeños sectores, se supo que en Prípiat había comenzado un trabajo a contrarreloj. Había que sellar como fuera el escape de aquel reactor que amenazaba no solo a Prípiat, sino a parte de la URSS y de Europa. La catástrofe nuclear no tenía precedentes. En la misma cama donde seis años antes soñaba con un cambio de aires, ahora le costaba dormir. No dejaba de darle vueltas y más vueltas. Hasta que cogió el teléfono y llamó primero a Ígor y después a Venia.

—Hay gente que, por decisión propia o por obligación, se está jugando la vida por solucionar lo que ha pasado. Creo que nuestro deber es ofrecerles un rato de evasión. Es lo que sabemos hacer, es lo que hemos hecho estos años y, posiblemente, ahora somos más necesarios que nunca. Quiero volver a la Zona y pinchar música de nuevo.

Los colegas no le fallaron y la Edison 2 se convirtió en la única discoteca del mundo de una zona altamente radioactiva. Recuperaron los equipos de sonido, las bobinas y los casetes, algunos aparatos de luz y el proyector de diapositivas y vídeos. Las autoridades les permitieron estar en el perímetro de la Zona de exclusión y optaron por organizar una discoteca ambulante. La primera sesión fue el 9 de mayo de 1986, en Polesskoye.2 Dudaban de si alguien tendría ganas de bailar. Pero fueron apareciendo liquidadores y liquidadores que, después de turnos de doce horas o más, tenían ganas de desconectar. Sobre todo iban los más jóvenes, los mismos que habrían ido al Energetik. Se habían cambiado de ropa y se presentaban allí. Algunos con ganas de bailar; otros, simplemente se sentaban en silencio o hablaban entre ellos. Los días siguientes hubo sesiones en Chernóbil, Ilovnitsa, Dibrova, Kovshilovka, Budovarovichi, Vilcha... Casi cada día, entre las ocho y las nueve de la noche, empezaban a poner música en algún punto de la línea de una treintena de kilómetros por la que se movían. Pinchaban al aire libre o en locales. En todas estas poblaciones estuvieron varias veces. Durante o después de las sesiones, siempre había alguien que se acercaba a hablar con Aleksandr. A algunos los conocía de Prípiat, pero a otros no.

—¡Muchas gracias por lo que estáis haciendo!

—¿A nosotros nos dais las gracias? Es al revés, somos nosotros quienes os tenemos que estar agradecidos.

—Bien, el caso es que es muy diferente ir directamente a la cama después de estar en la central a terminar así la jornada.

—La música, amigo. La música es poderosa. ¿Has visto la película Al combate solo van los veteranos?

—Pues no.

—Tienes que verla, es una gran película. El personaje principal dice una frase que comparto: «La guerra es temporal. La música, eterna». Y ya verás como, tarde o temprano, la batalla contra los átomos habrá terminado. Pero las canciones que hemos escuchado hoy nos seguirán molando.

Las autoridades mantenían en secreto lo que realmente estaba pasando en la central y no iban mucho más allá de propagar lemas como «Ganaremos». Gracias a determinados clientes de la discoteca, Aleksandr tenía información privilegiada. Poco a poco, se le despertaba la vocación que ejercería años más tarde: el periodismo.

Uno de los campos base de la nueva versión del club Edison 2 estaba en Ilovnitsa. Las instalaciones que antes del accidente servían de campus de pioneros, para el recreo de los hijos de los trabajadores de la central, durante la liquidación de la avería se convirtieron en la residencia de los padres, porque la planta nuclear no había cerrado. En tres bloques se seguía trabajando como antes del accidente. Y, en el cuarto, se operaba de forma dramática. Los hijos estaban con los abuelos o con conocidos, en pueblos más seguros. En el campo de pioneros había una zona abierta que recordaba a un anfiteatro romano. Y aquí es donde montaban las sesiones musicales, estas más calmadas que las habituales de la Edison 2. Casi todo el mundo asistía vestido de la misma forma, con el uniforme de la central nuclear, blanco de arriba abajo. Ellas, con el gorro de tela con las alas bajadas, que les tapaban las orejas. Incluso los zapatos que llevaban eran blancos. Parecían monjas. El gorro de ellos les dejaba las orejas al descubierto. Era como un barco invertido, con la parte de arriba totalmente plana. Parecían vendedores de helados. Los hombres calzaban zapatos oscuros. Verlos bailar con esas pintas, a catorce kilómetros del infierno, era una imagen tan surrealista como poderosa. Una secuencia robada a la ciencia ficción. Aleksandr dinamizaba la sesión con el micrófono y organizaba modestos concursos de baile para parejas.

Los días que no actuaban allí cargaban el coche al mediodía y se iban al siguiente pueblo donde hubiera liquidadores y liquidadoras alojados. Instalaban los equipos de sonido y un proyector de diapositivas y de vídeo. La mayoría de los clientes eran exvecinos de Prípiat. El momento más emotivo, cada noche, se producía cuando Aleksandr se permitía olvidarse por unos momentos del objetivo principal, que era olvidar. Ponía la canción Epizod, de Aleksei Glyzin, y proyectaban imágenes de cuando Prípiat era una ciudad viva. Todo el mundo paraba de bailar y de hablar.

Una noche, un grupo de jóvenes reclutas se movía al ritmo de Modern Talking. A uno de los chicos se le veía especialmente contento y le dedicó un par de gestos con los pulgares arriba, para que le quedara constancia de que estaba disfrutando de la música. Después del hit, se le acercó.

—Hoy soy feliz. Ya me podré ir pasado mañana, ¡por fin!

—Pues has descubierto la discoteca tarde, ¿no? No te había visto antes —le dijo sonriente Aleksandr.

—Es que no haré los dos meses habituales. Pidieron voluntarios para trabajar en el tejado. Lo acepté porque te reducían la estancia a una cuarta parte del tiempo. En total, habré estado en la Zona un par de semanas. Así que me piraré con unas cuantas ampollas en la mano de la maldita pala, pero no me puedo quejar, que hace poco que tengo novia y estoy impaciente. ¡Ya sabes a qué me refiero!

Aleksandr forzó una sonrisa y fingió que empezaba a recoger las cintas. No podía soportar ver a aquel chico tan contento. No era consciente de que había recibido una exposición tan alta que difícilmente pasaría de dos o tres años de vida. Quizá le quedaban meses. Intentaba bloquear los pensamientos negativos, pero Aleksandr alguna vez había mirado la pista de baile y había pensado qué porcentaje de todos aquellos chicos y chicas ya tenía firmado un contrato con la muerte. Era consciente de que allí todos estaban recibiendo radiación. Incluido él. Si no dejaban entrar a nadie, ni a buscar los objetos personales a su casa después de tantos días, es que la situación era crítica. Él, por su formación, entendía un poco. Y los trabajadores de la central, también, por supuesto. Pero los allí destinados desde otros puntos de la URSS tenían tan poca idea de qué eran los curios, los sieverts o los rems que no se atrevían ni a preguntarlo.

Cuando conocí a Aleksandr Demídov supe que había sido liquidador, pero ignoraba en qué había consistido su trabajo. La palabra causa impacto: liquidador. Así se denomina a la gente que tenía que frenar aquella amenaza. Yo ya había conocido a otros durante mi estancia en Chernóbil. Por ejemplo, a Ilguiz Izkhákov, un estudiante de sistemas y plantas nucleares de la Universidad de Leningrado. Estaba destinado en Jmelnitski, pero después del accidente se presentó voluntariamente en Chernóbil. Tenía veintidós años. Trabajó en los bloques 1 y 2 de la planta nuclear como operador de la bomba que hacía pasar agua por el circuito de los reactores.

—En el año 1986 no solo explotó el reactor, estalló todo el sistema soviético. Muchos jóvenes vinieron aquí con la actitud de salvar el país, se lo tomaron desde un ángulo patriótico, como si fuera su Afganistán. Y, con los años, ves que muchas muertes fueron en vano. Muchos compañeros de turno ya no están. Todos los que trabajamos aquel primer año después del accidente hemos tenido algo. Lo pagamos con la salud. Y ahora el gobierno se ha olvidado de nosotros. A mí, el 5 de abril, me extirparon la tiroides.

Llevaba la chaqueta y la camisa un poco abiertas y le vi una herida, todavía reciente, con forma de collar.

En Ivánkiv, encontré a Yuri Cheremiet dando pienso a las gallinas. Me explicó que se encargaba de limpiar los vehículos que salían de la Zona con un líquido especial que los tenía que dejar libres de átomos radioactivos. Dirigía un equipo de seis hombres. Todos murieron jóvenes, menos él.

—No teníamos miedo porque no sabíamos a qué nos enfrentábamos.

Los problemas de corazón le aparecieron justo después de aquel trabajo y cree que están directamente relacionados. Me mostró su carné de liquidador.

—¿A qué da derecho? —pregunté.

—A una paga de 500 hrívnias3 mensuales. Y al gas gratuito.

En su calle vivían varios liquidadores. El vecino de delante es Oleksandr Víktorov, el conductor de autobús que se durmió en la entrada de Prípiat. Aparte de la evacuación, tuvo que seguir conduciendo durante meses para llevar a gente a trabajar a la Zona y, al final de la jornada, para traerlos de vuelta a sus hogares. Les marcaron las horas máximas que podían estar allí dentro para que no se expusieran más de la cuenta a la radioactividad. No sabían a ciencia cierta si aquellos baremos eran peligrosos. Pero, cuando sobrepasaron el límite de horas, les hicieron seguir y seguir.

—De los veintiún conductores que trabajaban conmigo, hace tiempo que ya solo quedan seis con vida, incluyéndome a mí. Y el tiempo en que el gobierno intentaba compensarnos un poco con algunas hrívnias extras ya ha quedado atrás.

Los liquidadores extremos, los que iban a los bloques de la central a vérselas con el grafito, son los que abarcan las principales historias, como es lógico. Son los llamados biorobots. Las máquinas, con tanta radiación, no funcionaban y fueron substituidas por personas. Pero los trabajos de los liquidadores y de las liquidadoras fueron variados: cocinar, tareas de enfermería, lavandería, construir alojamientos temporales... La primera vez que hablamos, cuando pregunté a mi liquidador en qué consistió su trabajo, no esperaba la respuesta. Me lo tuvo que repetir.

—Sí, disyóquey.

Más adelante, cuando descubrí todo lo que había hecho, su historia me pareció cada vez más fascinante. ¿Acaso puede haber un trabajo más bonito que regalar música?

—Yo no fui un biorobot. Aunque tuve contacto con gente que estuvo en primera fila. Y, por cierto, nunca les oí refunfuñar, ni un solo lamento sobre si me obligaron a hacer esto o lo otro. Hay que tener en cuenta que nos educaron en la URSS. Éramos otras personas, distintas a quienes somos hoy. Si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Este era el tipo de preguntas que nos movían. Para mí, aquella fue una gran época de mi vida. Tengo grandes recuerdos de haber sacado adelante aquella discoteca. Trabajaba para gente que tenía ganas de vivir. Creo que fue una labor útil. Éramos jóvenes. Yo me lo pasé bien y los que bailaban, también. ¡Y encima tengo algo de lo que presumir ante Dios cuando me lleven al otro barrio!

La Edison 2 dejó de trabajar en la Zona en noviembre de aquel 1986, cuando estuvo listo el primer sarcófago y pudo contenerse la fuga. En aquel momento, se empezó a construir una nueva ciudad, a unos cuarenta kilómetros de la planta nuclear. La bautizaron con el nombre de Slavútich. El nuevo Palacio de Cultura recibió el nombre de Energetik y la música la pondría Aleksandr Demídov.

Hoy en día Slavútich es la ciudad más joven de Ucrania. En ella viven aproximadamente el 90% de los trabajadores que todavía tiene la central nuclear de Chernóbil. Ya no produce ni un vatio de energía, pero hay que seguir vigilándola. Aleksandr ahora pincha música allí, esporádicamente, para gente con una edad seria.

Quedamos el 25 de abril de 2016 por la tarde-noche en la plaza de la ciudad, donde unas horas después viviría una de las noches más especiales de mi vida. A la 01:23 horas sonó la sirena. Exactamente treinta años después. Se apagaron las luces y se encendieron infinidad de velas que dibujaban un trébol gigante, el símbolo de peligro por radioactividad. Los vecinos, en silencio, muchos llorando, fueron depositando flores en el monumento a los héroes de Chernóbil. Es la última imagen que tengo de Slavútich. Mi corazón reclamaba a gritos unas copas con toda esa gente y la atención del doctor de almas: que Aleksandr Demídov nos abrazara con su música.

 

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1 Danza tradicional que, en el caso de los hombres, incluye pasos como ir dando saltos impulsando las piernas hacia delante desde una posición agachada.

2 Polesskoye es el nombre en ruso. Poliske, en ucraniano. Se respeta la denominación utilizada por los personajes importantes en cada momento de la historia.

3 Catorce euros según el cambio, en el momento en que se hizo la entrevista.

4

LAS ABUELAS DE CHERNÓBIL

Mi viaje para cubrir el decimotercer aniversario de Chernóbil había empezado mal seis días antes. En el aeropuerto de Kiev me separaron del cámara y del productor que me acompañaban. Un militar me condujo no muy gentilmente a la sala donde habían dejado mi equipaje y me obligaron a pasar del área de control de pasaportes al vestíbulo de salida. Ya no podía volver atrás. A mis compañeros de equipo los metieron en un avión de vuelta a Moscú, vía Minsk. Los rusos eran personas no gratas en aquel momento y, a pesar de que trabajaban para un medio occidental, fueron expulsados.

Al día siguiente, yo tenía una visita programada en la central nuclear de Chernóbil. Y estaba solo, sin cámara para filmar. El corresponsal de TVE en Moscú me pasó el contacto de una fixer, Marina, quien, además de productora, había sido una niña de Chernóbil, una denominación de origen que marca para siempre. Ella buscó un cámara y pudimos trabajar los tres juntos.