Humano, todavía humano - Higinio Marin - E-Book

Humano, todavía humano E-Book

Higinio Marín

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Beschreibung

El lector está ante una veintena de intentos breves —y sonrientes, a veces— de comprender la vida y el mundo a partir de asuntos ordinarios y comunes: La casa, La playa, La intimidad, La piel, Lo nuevo y lo viejo, La vocación… son algunos de los capítulos y asuntos sobre los que indaga y reflexiona el autor en estas páginas. Son incursiones de francotirador afrontadas con la libertad que se toma el profesor y filósofo Higinio Marín para hacerlo sin lo que él llama "la impedimenta académica". Después de la publicación en este misma colección de Civismo y Ciudadanía, Higinio Marín continúa ese diálogo consigo y con el lector.

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Seitenzahl: 156

Veröffentlichungsjahr: 2021

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HIGINIO MARÍN (1965), filósofo. Desde 2006 es profesor Titular de Antropología Filosófica en la UCH-CEU, Valencia y Elche. Sus escritos desarrollan una filosofía del hombre y de la cultura atenta a las dimensiones históricas, sociológicas y políticas. Forma parte del Seminario Permanente Ética, Política y Ciudadanía, e imparte clases y conferencias en universidades internacionales, foros e instituciones culturales y escuelas de gobierno y de negocios.

Autor de La antropología aristotélica como filosofía de la cultura, De dominio público. Ensayos de teoría social y del hombre, La invención de lo humano. Génesis sociohistórica del individuo, Teoría de la cordura y de los hábitos del corazón, El hombre y sus alrededores. Estudios de filosofía del hombre y de la cultura, Entre dichos y Mundus. Una arqueología filosófica de la existencia. Y Agorafilia. Apuntes para una nueva era.

 

 

 

El lector está ante una veintena de intentos breves —y sonrientes, a veces— de comprender la vida y el mundo a partir de asuntos ordinarios y comunes: La casa, La playa, La intimidad, La piel, Lo nuevo y lo viejo, La vocación… son algunos de los capítulos y asuntos sobre los que indaga y reflexiona el autor en estas páginas. Son incursiones de francotirador afrontadas con la libertad que se toma el profesor y filósofo Higinio Marín para hacerlo sin lo que él llama “la impedimenta académica”.

Después de la publicación en esta misma colección de Civismo y Ciudadanía, Higinio Marín continúa ese diálogo consigo y con el lector, porque «no tenemos otro acceso a la realidad que las ideas e historias que nos damos para explicarla».

 

 

© De los textos: Higinio Marín

Madrid, octubre 2021

EDITA: La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6. 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN: 978-84-17118-98-3

Diseño cubierta: Editorial La Huerta Grande según idea original de Tresbien Comunicación

Producción del ePub: booqlab

 

 

 

A mi hija Ruth

ÍNDICE

 

HUMANO, TODAVÍA HUMANO

Agradecimientos

Introducción. Contarlo para vivirlo

I. LUGARES COMUNES

1. La casa

2. La playa

3. Los árboles

4. Alrededor del mundo

5. La isla del tesoro

6. ¿Por qué son preciosas las piedras preciosas?

II. OFICIO DE HUMANIDAD

1. La amistad

2. La piel

3. La intimidad

4. La afectividad

5. La fatalidad

6. La primera vez

III. VIDA Y OBRA

1. Vocación

2. Feliz rutina

3. Pasa la vida

4. Bellísimas

5. La presencia

6. Originalidad e imitación

IV. FUERZAS DE FLAQUEZA

1. Contra envidia, alabanza

2. Espejito mágico

3. Antes de tiempo

4. Lo viejo y lo nuevo

5. Épica y lírica

6. Zapatos de tacón

Bibliografía

AGRADECIMIENTOS

A La Huerta Grande y a su directora, Philippine González-Camino se debe que el lector pueda tener este libro a su disposición, y a ellos va dirigido mi primer agradecimiento.

A Pau Arnau, José Fernández Castiella, Enrique Anrubia e Higinio Marín Cánovas que han leído, revisado y comentado conmigo el texto.

Quiero, además, expresar el agradecimiento de siempre a mi universidad, la Universidad Cardenal Herrera CEU.

INTRODUCCIÓN

CONTARLO PARA VIVIRLO

Contaban de un profesor y filósofo español que durante una conferencia ante un ilustre público extranjero, se interrumpió sobresaltado y, con la cabeza entre las manos, buscó ayuda mientras mascullaba: «¡Un derrame, un derrame!». Pronto le rodearon y le pudieron tranquilizar: «No se preocupe profesor, es solo un sismo».

Hay algo de inevitable en la peripecia del eminente filósofo. Pensar es correr el riesgo de confundir lo que pasa en la cabeza con lo que ocurre en el mundo, sin muchas esperanzas de salir bien parado. Vivir en las ideas tiene un punto de delirio quijotesco y no es nada fácil distinguir la realidad de los textos e ideas que nos damos sobre ella. Y en eso no se distinguen mucho los que leen o los que escriben, o los que ni una cosa ni la otra, porque todos vivimos en ideas y en historias.

La vida entraña para el hombre, como para el resto de animales, problemas que hay que solucionar. Pero solo para el hombre la solución pasa por comprender el problema. No pocas veces, además, hacerse cargo de cuál es el problema forma parte importante de su solución. Aunque, ciertamente, en muchos otros casos no supone una ayuda decisiva y los problemas persisten por sus propias causas. En tales circunstancias, la filosofía parece tan inútil como la declaró Aristóteles al principio de la historia. Y, sin embargo, ni siquiera entonces cesa del todo la demanda de historias que nos permitan contar comprensivamente lo que ocurre. La comprensión se justifica por sí sola, aunque sea de aquello que no se arregla comprendiéndolo.

Además, sea cual sea la situación, no poder hacerse una idea al respecto forma parte de lo peor de la situación. Demandamos de los demás, y en particular de quienes se dedican a las ideas, que nos den visiones sobre la realidad que permitan entenderla, porque no entender qué pasa es no saber qué pasa.

Los hombres sobrevivimos a lo que nos pasa y al pasar mismo de la vida mediante las historias y los argumentos con las que lo contamos. No tenemos otro modo de sobrevivir en realidad, o, mejor, no sobrevivimos más que en la realidad. Y no tenemos otro acceso a la realidad que las ideas e historias que nos damos para explicarla. Tanto unas como otras comparten esa naturaleza argumental que desde el principio asoció a los filósofos con los amigos de las narraciones primordiales, de los mitos, dice Aristóteles.

Para ilustrar todo lo anterior, no me resisto a contar un suceso ocurrido a mediados del siglo pasado y sobre el que escribí hace ya un tiempo (De dominio público, 1997). Por entonces el aeropuerto de Villanubla en Valladolid era un aeródromo militar cuya pista coincidía con la carretera. Allí y a través de una espesa niebla, un campesino circulaba muy de mañana hacia la ciudad donde quería vender su vaca. Por alguna razón, los soldados que debían impedir el tráfico por el tramo compartido con el aeropuerto no lo hicieron, y un bombardero en pleno aterrizaje arrolló al campesino y su furgoneta.

Inverosímilmente, el campesino sobrevivió casi indemne, pero la vaca murió y el vehículo quedó totalmente destruido. El oficial al mando, tal vez temiendo las responsabilidades que le correspondían, ofreció al aturdido lugareño una indemnización cuantiosa a condición de que no contara a nadie lo sucedido. Varias veces tuvo que incrementarla porque el paisano se negaba, hasta que al final le desengañó: no aceptaría ningún trato que implicara no poder contarlo en su pueblo.

Seguramente parezca la simpleza de un hombre rústico, y tal vez lo fuera, al menos en parte, pero no deberíamos precipitarnos. Si la vaca hubiera sobrevivido no habría tenido nada que decir al respecto, porque la supervivencia para las bestias es un mero acontecimiento físico que se consuma mediante la continuidad de las operaciones vitales: seguir pastando. Pero nuestro lugareño no se avenía a allanar la diferencia entre él y su vaca, y sentía que, en cierto sentido, el oficial le ofrecía sobrevivir como lo habrían hecho sus animales, a saber, sin poder contarlo.

Si el paisano hubiera accedido a callar a cambio de salir ganando económicamente, habría reducido su supervivencia a un hecho físico al que habría sumado la dimensión económica. Ciertamente es una forma humana de sobrevivir, pero, en cierto modo, habría malgastado el hecho prodigioso de sobrevivir al aterrizaje de un bombardero al mismo tiempo que habría jibarizado su existencia.

Cuentan de un célebre torero que hizo algo parecido a nuestro lugareño tras una meritoria faena en brazos de una célebre belleza: salir cuanto antes para poder contarlo. No es muy caballeroso, pero pone de manifiesto que el diestro estaba acostumbrado a sobrevivir contándolo y si era posible, como fue el caso, dando qué contar.

Vivir para contarlo es el privilegio y el destino del hombre, la forma de supervivencia de la que ningún otro viviente es capaz. De hecho, si en cierta medida el hombre es pese a su fragilidad un superviviente, es porque la vida se multiplica en sus historias y abre un orden nuevo de otro modo inaccesible. Quien no se afana en comprender lo que vive, no lo vive más que de cuerpo presente, sin sobrevivirlo en la comprensión que nos pone simultáneamente a la altura de la realidad y de nuestra condición.

Así que vivimos para contarlo, pero no menos que lo contamos para vivirlo en realidad. La existencia diaria no es menos sino más sorprendente que la supervivencia al aterrizaje de un bombardero. Por lo menos, ese sentimiento de asombro es, según Aristóteles, el que tienen en común los filósofos y los amantes —escritores y lectores— de las historias. Por eso, de entre todas las realidades que nos plantean de continuo la pregunta sobre qué son en realidad, ninguna como nuestra propia vida. Para vivir no nos basta con saber manejarnos o con saber lo que son las cosas: necesitamos saber lo que somos nosotros mismos para vivirlo en realidad.

Así pues, vivimos para contarlo porque, en buena medida, vivimos en lo que contamos que es la vida. Los hombres necesitamos decir lo que somos para serlo, al menos en la medida de lo posible. Así que no es poco decir que el decir es nuestro modo de ser. Por eso, sobre todo por eso, atendemos a lo que otros dicen: les leemos y escuchamos en la expectativa de adivinarnos. Son modalidades de ese decirnos las historias, también las que nos entretienen, o las cosas que hacemos con las manos y con el cuerpo, el gesto y la voz, como la danza, la pintura, la música y el canto, la literatura y la historia, la ciencia, la poesía y la filosofía.

No tener nada que decir al respecto no es guardar silencio. En el silencio hay escucha y están vivas las palabras en las que se vive sin pronunciarlas. El silencio genuino está más cerca del decir y del escuchar. El mero no tener nada que decir o que escuchar es la miseria de la existencia, o peor, la miseria como existencia. El idiota —del griego idiotes, sin palabra— no es una modalidad del tonto sino del pobre por antonomasia, del que no tiene nada para decir.

En nuestro idioma todas las formas elementales de la inteligencia están contenidas en la capacidad para contar, ya sea con números o con palabras. Contar es también la elemental numeración que dará lugar a todo el saber matemático del que se sigue nuestro predominio en el mundo y la forma material de nuestra supervivencia. ¡Cómo menospreciarlo! Sin embargo, solo sobrevive en la medida de lo posible y recoge su propia vida y su propio tiempo quien logra un argumento, es decir, una idea o una historia con la que contarlo.

También el mundo mismo necesita ser dicho, pintado, calculado, para que podamos habitarlo. La palabra y el número que nos dejan contar las cosas, forman parte del mundo como lo habitable por el hombre. Animal racional es una mala traducción de zoon logistikon, que debería de tomarse más bien por animal que tiene palabra o animal temático, esto es, que hace tema de los asuntos y de sí mismo y del mundo: que se para a mirarlos sin más urgencia que su consideración.

El lector está ante una veintena de intentos breves —y sonrientes, a veces— de abordar comprensivamente la vida y el mundo en el que vivimos. Son incursiones de francotirador afrontadas con la libertad de no arrastrar la impedimenta académica, pero pensadas y escritas con el apremio de saber que forma parte de la suerte que corremos en la vida lo que comprendemos de ella. Los hombres necesitamos saber lo que somos porque forma parte de lo que somos saberlo.

I

LUGARES COMUNES

1

LA CASA

Cuando el hombre aprendió la utilización del fuego creó en el mundo un espacio que no existía hasta entonces: el adentro a salvo, el interior en sentido propio. Hasta ese momento todo en el mundo era exterioridad e intemperie, y ni siquiera las cuevas —el adentro de la tierra— eran habitables, porque su interior era el de la noche y el invierno perpetuos, el de la indefensión ante las bestias.

Adentrarse en las cuevas era embutirse en la entraña inhóspita del miedo y del desamparo. Pero, cuando el fuego espantó a las bestias y venció a la oscuridad y al frío, domesticó el espacio, es decir, convirtió el adentro en hogar que, no por casualidad, significa el lugar del fuego. Su centralidad irradiante es la del calor, la luz y la defensa. Nuestras casas siguen consistiendo en el espacio abierto por el calor, la luz y la defensa que emana de la última forma de domesticación del fuego, la electricidad.

El arte de construir pasa por saber controlar la capacidad destructiva del fuego, por domesticarlo, en efecto. Pero, al mismo tiempo, requiere saber evitar que el agua, el viento y la tierra misma derruyan lo edificado. Así que la historia de las artes constructivas ha consistido también en saber introducir el agua, el aire en un espacio abierto y hecho de tierra sin destruirlo y sin acabar con el fuego.

En la construcción, la gravidez que amenaza con aplastarnos es ella misma la que mantiene firme los pilares con el peso de lo que sostienen. El agua que diluye la tierra ha sido domeñada para compactarla endurecida por efecto del aire y del calor del fuego. Lo fue en el adobe, pero es así también en el ladrillo y en los materiales de la arquitectura contemporánea como el cemento. Tras una larga historia, hemos aprendido que el fuego hace con ciertas tierras y metales el cristal y el acero, que son tierra fundida y templada por el agua y el aire.

Tierra, agua, aire y fuego simbolizan desde el principio de nuestra historia al universo. Así que construir ha consistido en abrirle al universo un lugar bajo nuestro poder. Dentro no solo estamos a salvo del mundo enfurecido en las tormentas, que son la fuerza del agua, el viento, el fuego y la tierra desbocados, sino que esa fuerza ha sido compuesta en nuestro favor. Erigir la casa es reconstruir un universo en paz, y, en ese sentido, es como recapitularlo, como hacerlo reposar en el principio.

Y ese es, me parece a mí, el secreto que convierte a un espacio en interior, en casa: hay adentro donde se puede reposar en el principio, y todo —el universo exterior y el interior— se recapitula y se regresa al origen desde el que, además, se puede volver a empezar renovado.

De ahí los cuatro hábitos que hacen del hombre habitante y del espacio habitación, hogar: la comida, el sueño, el baño y la conversación. Por algo, las estancias interiores de las casas suelen diversificarse en dormitorios, baños, cocinas, comedores y estancias de estar. Y no importa mucho si están separados como piezas o como ambientes, por la construcción o por el mobiliario. Una casa en la que no se puede hacer alguna de esas cuatro cosas es una casa en precario, y sus habitantes solo disfrutan deficientemente de un lugar a cubierto en el mundo.

Por eso fue tan importante desde el punto de vista de la civilización del espacio la generalización del agua corriente. Su implementación consumó la historia antropológica del espacio como habitación y del hombre como habitante, que se extiende desde la domesticación del fuego a la del agua. Ahora nos cuesta hacernos cargo, pero hay algo de ennoblecido orgullo modernista en la forma con la que Víctor Hugo celebra en Los miserables la red del alcantarillado de París, cuya conexión a los domicilios se realizó primero en Londres a principios del siglo XIX.

Conducir el agua hasta hacerla surgir inofensiva con un gesto, es un ademán de señorío domesticador de los elementos. Si el fuego convierte el espacio en interior, el agua aporta tiempo a esa interioridad. Basta con reparar en lo que las fortificaciones preparadas para soportar largos asedios tenían que asegurarse de disponer: agua. O de lo que ocurre en los lugares sin agua: que no se pueden habitar y son meros lugares de paso, sin tiempo habitable en ellos. Por eso los romanos conducían el agua a sus ciudades y mantenían el fuego sagrado de sus templos; por eso simbolizaban las fiestas nupciales con agua y fuego: la casa es el adentro perdurable, el lugar donde hay tiempo, duración del adentro. De ahí que Tony Judt lamentara el grave retroceso que suponía que el agua corriente hubiera dejado de ser potable en muchas ciudades a finales del siglo XX.

Se trata de un aspecto esencial porque la casa es un espacio generador de tiempo. Los que comen juntos, duermen, conversan o se bañan se sobreponen al tiempo y sus efectos reposando en el principio que representan el baño, el sueño y el alimento, resurgiendo renovados, “como nuevos”, solemos decir. Esa novedad no es un mero hecho físico o psicológico, porque quien tiene casa tiene un lugar en el mundo donde se concilian los ciclos del sueño, del hambre, del descanso, de la mañana y la noche para empezar y acabar los días de la vida.

Pero la casa no solo genera tiempo, sino que lo preserva y adelanta: eso es un hábito y también una habitación. Guardar el tiempo pasado hasta donde es posible, y concebir el tiempo nuevo: memoria e imaginación, recuerdos y proyectos, ascendientes y descendientes se juntan en la casa de los vivos. La habitación, como el hábito, transforma el tiempo pasado con la forma de una capacitación o de una fuerza disponible para el futuro. En ese sentido, la arquitectura es ciertamente la edificación del principio y de lo que hace capaz, como la misma palabra evoca desde el griego archi y tecton.

Así que se puede definir la casa como el lugar al que se vuelve (Rafael Alvira, Filosofía de la vida cotidiana, 1999), y más en particular como el sitio donde se puede volver a empezar, porque a lo que se vuelve es al principio renovado y hecho capaz de nuevo. Comer, dormir, bañarse o conversar son todas ellas formas de recomponer todas las cosas, de restaurar el principio de la vida. Y todas ellas entrañan, además, alguna forma de indefensión o exposición.