Ibn Arabî - Fernando Mora Zahonero - E-Book

Ibn Arabî E-Book

Fernando Mora Zahonero

0,0
8,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El murciano Ibn Arabí es, sin duda, uno de los autores, pensadores, visionarios y contemplativos de mayor altura y, probablemente, de más proyección universal que ha alumbrado este país, por más que su ingente e importante obra haya sido prácticamente ignorada. Este trabajo es una invitación a navegar por el "océano sin orillas" que constituye la vida y obra del más grande de los maestros, procurando que sea su propia voz la que vaya relatando algunos de los hitos externos e internos de su vida y describiendo los rasgos más importantes de su pensamiento.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Fernando Mora

IBN ‘ARABĪ

Vida y enseñanzas del gran místico andalusí

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

© 2011 by Fernando Mora

© de la edición en castellano:

2011 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Primera edición en papel: Octubre 2011

Primera edición digital: Septiembre 2016

ISBN papel: 978-84-9988-023-5

ISBN epub: 978-84-9988-537-7

ISBN kindle: 978-84-9988-538-4

ISBN Google: 978-84-7245-855-0

Composición: Pablo Barrio

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A María, sin la cual nada hubiese sido posible

¡Oh maravilla!, un jardín entre las llamas…Mi corazón se ha hecho capaz de todas las formas.Es pradera para las gacelas y monasterio para los monjes,templo para los ídolos y Kaaba del peregrino,tablas de la Torá y libro del Corán.Profeso la religión del Amor y cualquier direcciónque tome su montura, el Amor es mi religión y mi fe.

El intérprete de los deseos, poema XI

SUMARIO

 Introducción PARTE I: EL SOL DE OCCIDENTE. Apuntes biográficos1. Aproximación a la vida y obra de Ibn ‘ArabīPARTE II: MARES SIN ORILLAS.Enseñanzas de Ibn ‘Arabī2. Palabras y silencios en el mensaje divino: la totalidad de los sentidos implicados3. Unidad del ser: «No hay, en el ser, sino Dios»4. La presencia de los mundos5. La paradoja de Dios6. El barzaj y la luz de la imaginación7. «Luz sobre luz»: más allá de las imágenes8. La ciencia del corazón9. Creación continua10. Unidad del conocimiento: «Quien se conoce a sí mismo, conoce a su Señor»11. Unidad del amor: «Sólo existe un amante y un amado»12. Adoración esencial y adoración ritual13. El Viaje Nocturno y la Ascensión14. Estados y estaciones espirituales15. El ser humano perfecto16. Los amigos de Dios NotasBibliografía

INTRODUCCIÓN

El murciano Ibn ‘Arabī es, sin duda, uno de los autores, pensadores, visionarios y contemplativos de mayor altura –y, probablemente, de más proyección universal– que ha alumbrado este país, por más que su ingente e importante obra haya sido prácticamente ignorada, hasta hace muy poco, en su tierra natal. Su figura ha sido merecedora, en el contexto cultural islámico, de diversos sobrenombres laudatorios como, por ejemplo, «el más grande de los maestros» o Magister Maximus (al-Šayj al-Akbar), defensor de la religión (Muḥyīddīn), sello de los santos de Muḥammad, maestro exaltado, guía del mundo, sultán de los conocedores o el alquímico «azufre rojo» y otros títulos, más o menos esotéricos, cuya enumeración ocuparía una página entera, lo cual nos brinda una somera idea de la importancia que reviste el personaje, no sólo para la historia del sufismo, sino también para la historia universal de la espiritualidad.

Según algunos estudiosos contemporáneos –como Henry Corbin, Mircea Eliade o René Guénon, por citar a unos pocos– Ibn ‘Arabī es uno de los más insignes representantes de la llamada Filosofía Perenne o Tradición Unánime. Mircea Eliade escribe que constituye uno de los genios más profundos del sufismo y de la historia de la espiritualidad. Por su parte, Henry Corbin, quien ha dedicado encomiables estudios al pensamiento del Šayj al-Akbar, también afirma rotundamente que es uno de los mayores teósofos y visionarios de todos los tiempos.1 Sin embargo, no es menos cierto que, desde la intransigencia más recalcitrante, ha recibido asimismo otros epítetos menos amables por parte de sus detractores, quienes han llegado a calificarlo de destructor de la religión, ateo y enemigo de Dios o, sin llegar a tales extremos, como un mero «gramático del esoterismo musulmán».2 Y ha habido especialistas que, tal vez, sin pretender enturbiar deliberadamente su figura, han arribado a conclusiones un tanto reduccionistas sobre su vida y su pensamiento como, por ejemplo, que era un contumaz panteísta. No obstante, es este un calificativo que no sólo se ha endosado al sabio murciano, ya que Menéndez Pelayo, por ejemplo, en su Historia de los heterodoxos españoles, subsume toda la filosofía mística hebrea y musulmana –y, por ende, también el pensamiento de Ibn ‘Arabī– bajo el dudoso epígrafe de «panteísmo semítico».3

Al igual que otros importantes sabios y místicos musulmanes de la historia de nuestro país, el Magister Maximus fue un completo desconocido en su tierra de origen hasta que, de la mano del sacerdote aragonés Miguel Asín Palacios –discípulo, por cierto, de Menéndez Pelayo–, comenzó a ser rescatado de las catacumbas de nuestra historia cultural. Curiosamente, a pesar de la encomiable tarea de estudio, traducción y difusión llevada a cabo por este insigne sacerdote, que permitió sacar a la luz una mínima parte del tesoro de la sabiduría de Ibn ‘Arabī, una de las conclusiones más chocantes a las que arriba es que el Šayj al-Akbar estaba aquejado de una grave epilepsia, responsable, en buena medida, de sus profundas experiencias visionarias y espirituales. Por otro lado, también sostiene que recibió importantes influencias cristianas ya que, en su opinión, es imposible que, al margen de la Iglesia católica, puedan producirse genuinos fenómenos espirituales. Tales son los prejuicios que, muchas veces, atenazan a los estudios religiosos.

No debemos menospreciar, arrastrados por oscuros motivos ideológicos, el decisivo papel desempeñado por Ibn ‘Arabī, y otros personajes como él, en la génesis de la espiritualidad peninsular. No se puede entender la historia religiosa y cultural de este país desdeñando la influencia que ha tenido en ella el factor islámico. Nosotros, que hemos sido grandes “exportadores” de doctrina cristiana, parecemos ignorar que, entre los contemplativos musulmanes que nacieron y crecieron en esta tierra, hay muchos que merecen enmarcarse entre los grandes genios de la espiritualidad universal. La península ibérica no sólo ha sido reserva de espiritualidad cristiana, con representantes de la talla de santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz o Miguel de Molinos, sino también con insignes personajes, en la historia religiosa musulmana, como el cordobés Ibn Masarra, el almeriense Ibn al-‘Arīf y el sevillano Abū Madyan, entre otros muchos. Y también podríamos citar, en el mismo sentido, a gigantes de la filosofía y la mística hebrea como el cordobés Maimónides, el aragonés Abraham Abulafia o Moisés de León, etcétera. Por esa razón, cuando el emperador Carlos I afirmara que, para hablar con Dios, el mejor idioma era el castellano, olvidaba por completo que, siguiendo ese mismo razonamiento, en nuestro país se podía conversar con Dios en hebreo y en árabe con idéntica fluidez, puesto que los místicos judíos y musulmanes alcanzaron idénticas cotas espirituales, si no más, que los místicos católicos. Sería una horrible mutilación de la historia y el espíritu ibérico concluir alegremente que la espiritualidad hebrea y musulmana no han tenido influencia destacable alguna en la espiritualidad cristiana posterior.

En lo que concierne, más concretamente, a Ibn ‘Arabī, este no sólo fue un viajero de lo desconocido, un genuino cartógrafo espiritual en el más estricto sentido del término y un contemplativo consumado que cultivó diversas ramas del saber tradicional, como alquimia, poesía o teosofía, sino también un conocedor directo de la insondable profundidad divina y, por consiguiente, un genuino «amigo de Dios», pues así es como se denominan los santos musulmanes. Además de experimentar profundos estados de conciencia místicos y visionarios supo sistematizarlos y explicarlos de manera pormenorizada. En el terreno filosófico, su pensamiento ha sido comparado con el del germano Meister Eckhart y también con Nicolás de Cusa, y no faltan los estudios que abordan las similitudes entre su doctrina y el taoísmo.4 El mismo título del trabajo pionero de Miguel Asín Palacios, El Islam cristianizado, no parece sino hacerse eco, aunque de manera inconsciente, de la universalidad de un mensaje que, si bien se le antojó cristiano al insigne arabista aragonés, bebe de fuentes que trascienden las diferencias religiosas superficiales.

Por otro lado, sus abundantes escritos –en especial su enciclopédica obra Las iluminaciones de La Meca, compendio de todo el saber musulmán– no sólo contienen profundas enseñanzas religiosas y filosóficas, sino también abundantes detalles autobiográficos que constituyen un auténtico escaparate de experiencias espirituales, revelaciones, visiones y vivencias personales de muy variada naturaleza. Muchos sabios musulmanes fueron, al igual que Ibn ‘Arabī, renacentistas avant-la-lettre, esto es, individuos que no dividían el cultivo del saber y que dominaban campos de conocimiento muy dispares, si bien es cierto que todas las ciencias convergían, a la postre, en un solo objetivo: el conocimiento divino. La producción literaria del Šayj al-Akbar es colosal y sólo ha sido traducida de manera muy fragmentaria, tanto al castellano como a otras lenguas occidentales. Es autor de más de trescientas cincuenta obras reconocidas, aunque se le atribuyen alrededor de ochocientas.5 Algunos de esos tratados son de dimensiones voluminosas, como la obra recién citada, Las iluminaciones de La Meca, la cual consta de quinientos sesenta capítulos y ocupa varios miles de páginas, mientras que otros son opúsculos y epístolas de apenas unas cuantas hojas. Mención aparte merece su producción poética, sobre la que se cierne todavía, a falta de buenas traducciones y ediciones críticas, un espeso manto de olvido en el contexto literario occidental. La excepción en ese sentido es el poemario titulado El intérprete de los deseos,6 que ha sido objeto de algunas versiones en distintas lenguas europeas.

Visionario, poeta, místico, teósofo, viajero, pueden aplicarse muchos calificativos a la persona de Ibn ‘Arabī, pero él se definió a sí mismo como un trujamán, un intérprete de la pasión, un traductor del más ardiente anhelo divino y un heredero de la sabiduría profética. En el entorno musulmán, su vida y obra, sus inmensos conocimientos y llamativas experiencias personales, no sólo han influido en distintas escuelas de pensamiento –tanto chiíes como sunníes–, sino que han sido objeto de todo tipo de leyendas apócrifas. Son varias las que se le atribuyen: desde que fue asesinado por dos fanáticos religiosos, y que murió siendo inmensamente rico, hasta que mantuvo encuentros reales, muy poco probables, con personajes como Šams de Tabriz, compañero y maestro del famoso místico y poeta persa Rūmī, y Suhrawardī, el llamado «maestro de la luz» y uno de los sabios persas más importantes de la época. En el terreno puramente intelectual, su nombre gozaba de tanto prestigio durante el imperio otomano, que bastaba con que algún texto se le adjudicase para que pasase a formar parte de la biblioteca del sultán. Y es que su inmensa sabiduría también ha sido motivo de leyenda. Tal es así que, a su ya de por sí voluminosa obra, se han agregado erróneamente textos e incluso traducciones ajenas como, por ejemplo, la versión sufí de un texto yóguico-tántrico titulado Amratkund.7 Un caso similar es el del pequeño opúsculo conocido como El tratado de la unidad, uno de los textos más publicados en castellano, que ha sido atribuido una y otra vez a Ibn ‘Arabī, a pesar de que Michel Chodkiewicz, especialista en la obra akbarí, haya demostrado que pertenece a un seguidor llamado Awḥad al-Dīn Balyānī (m. 1288).8 Otra anécdota histórica relacionada con nuestro autor, índice de la relevancia del personaje en el ámbito cultural islámico, es que el Taj Mahal, el famoso mausoleo de la India, fue construido de acuerdo con los planos del paraíso que figuran en Las iluminaciones de La Meca.9

Este humilde trabajo únicamente aspira a ser una invitación a navegar por el “océano sin orillas” que constituye la vida y obra del más grande de los maestros, procurando que sea la propia voz del Šayj al-Akbar la que vaya relatando algunos de los hitos externos e internos de su vida y describiendo los rasgos más importantes de su pensamiento. A diferencia de otros estudios, el presente libro tan sólo es una aproximación o presentación, y por esa razón me he decantado por la sencillez expositiva en detrimento de otras consideraciones de carácter más erudito y académico.

El apartado biográfico que abre el libro no intenta, ni mucho menos, ser exhaustivo, sino tan sólo destacar y ubicar cronológicamente algunos de los principales eventos vivenciales, literarios y espirituales que jalonan la trayectoria vital de Ibn ‘Arabī –como, por ejemplo, su temprana iluminación a la edad, a lo sumo, de catorce o quince años–, haciendo hincapié en algunas de sus obras escritas más importantes. Dada su vastísima producción literaria resultaría imposible consignarlas en su totalidad. De especial ayuda ha sido, en este apartado, el excelente estudio titulado La búsqueda del azufre rojo, de Claude Addas, hija del profesor Michel Chodkiewicz, quien ha mamado desde muy niña la filosofía y la espiritualidad del Šayj al-Akbar, y corrige algunas imprecisiones, no por repetidas menos graves, relativas a su biografía. En ese capítulo, también ha sido fuente de obligada referencia la titulada Vidas de santones andaluces: La «epístola de la santidad»,10 una colección hagiográfica de inestimable valor y una auténtica radiografía de la vida religiosa en el al-Ándalus de la época.

Por lo que respecta a la sección de las enseñanzas, hay que señalar que el sinuoso discurso de Ibn ‘Arabī no se deja sistematizar con facilidad y, mucho menos, resumir. No se puede encorsetar en el molde de las ideas preestablecidas y es demasiado exuberante para acotarlo en las categorías filosóficas y teológicas habituales. Muchos de sus textos suelen ser densos, y el estudio exhaustivo de su obra, y de lo que en ella se trata, es labor que insumiría una vida entera. No obstante, ciertos mensajes recurrentes van cobrando fuerza a medida que profundizamos en sus escritos, proporcionando también algunos de los cauces por los que transcurre la presente introducción a su pensamiento.

Tal vez el más importante de ellos sea el elevado valor asignado al conocimiento, entendido este en su triple acepción de conocimiento del cosmos, de uno mismo y de Dios, pues los tres constituyen los indispensables pasos lógicos que conducen a un solo desenlace epistemológico. La tradición sufí siempre ha considerado que el conocimiento del propio yo es el requisito indispensable para arribar, en la medida en que este resulte posible, al siempre paradójico conocimiento de Dios. Asimismo, es el conocimiento el que permite discernir la unidad del ser bajo la aparente multiplicidad de los existentes y también el que nos lleva a percibir a un mismo adorado bajo nuestros múltiples ídolos mentales, emocionales y materiales. Deseo precisar tan sólo que el conocimiento al que se hace referencia aquí constituye una aprehensión directa de la realidad, una percepción inmediata o de “sabor” –como él la denomina–, basada en la apertura espiritual.

Sin desdeñar el papel esencial que desempeña el conocimiento en la cosmovisión akbarí, no podemos olvidar que el amor aporta el contrapeso inevitable en cualquier empresa espiritual. El amor, en Ibn ‘Arabī, es tan arrebatado y entregado, como lúcido y sabio, dado que el auténtico amante también es, en su opinión, un profundo conocedor que sabe perfectamente quién es el sujeto y el objeto último de su pasión, es decir, Dios o la realidad última. La ignorancia a este respecto no sólo aboca a todo tipo de idolatrías, más o menos burdas, sino que también escinde el amor total –el amor que es, al unísono, cuerpo y espíritu– en inagotables y fragmentados objetos de deseo. Señala, además, que la mujer es el más adecuado soporte para la contemplación de la belleza divina; y con ello se enmarca abiertamente en la tradición de los llamados Fieles de Amor, quienes sostienen que el culto a Dios, personificado en el principio femenino, conforma un sendero de sabiduría autónomo y completo en sí mismo. Pasando del amor humano al divino, el Šayj al-Akbar subraya una y otra vez, a lo largo de su obra, la preeminencia de la misericordia y la compasión divinas sobre cualquier otra consideración, tanto en el movimiento original que hace emerger a la creación desde el no-ser, como en su desenlace último, pues todo ha de retornar de manera inexorable al amor de donde ha surgido. En consecuencia, ningún sufrimiento, ningún padecimiento –incluido el hipotético castigo eterno postulado por las teologías dogmáticas–, perdura para siempre.

Otra cuestión decisiva es la denominada incomparabilidad y semejanza divinas –o trascendencia e inmanencia–, vinculadas respectivamente a las facultades de razón e imaginación. Si la primera sostiene que Dios es inconcebible y está más allá de cualquier atributo que podamos tratar de asignarle, la imaginación es capaz de concebirlo de todos los modos posibles. Razón e imaginación deben cooperar estrechamente en materia de religión. En ese sentido insiste en denunciar los extremismos en que pueden incurrir las citadas posturas teológicas y explica que es el mensaje del profeta Muḥammad, maestro por excelencia de la síntesis, el que combina perfectamente ambas perspectivas. No son pocas las ocasiones en las que señala que el Alcorán alude a dicha síntesis en la declaración, aparentemente contradictoria, de que: «Nada hay como Él. Él es el Vidente, el Oyente» (42:11),11 puesto que la primera parte de la frase expresa la completa incomparabilidad de Dios, mientras que la segunda lo asimila a cualidades sensibles como visión y audición. Es una variación sobre el destacado tema de la «coincidencia de opuestos» que el Šayj al-Akbar y otros maestros sufíes refieren como una de las posibles definiciones de la divinidad.

Otro punto capital en la cosmovisión akbarí es el de la imaginación, tanto en su sentido ontológico, porque más o menos imaginaria o metafórica es la naturaleza de todo lo que no es Dios, como epistemológico, ya que la facultad imaginativa constituye un adecuado instrumento de comprensión que, combinado con el ejercicio de la razón, puede equilibrar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. Pero la imaginación también es un dominio autónomo, dotado de vida propia, en el que –según la definición de Ibn ‘Arabī– se materializan los espíritus y se espiritualizan los cuerpos, un ámbito de encuentro entre realidades complementarias donde asciende el místico en su adoración y donde desciende el Dios inaccesible para convertirse en objeto “visible” de amor y conocimiento. En cualquier caso, no podemos soslayar que, por más importante que sea el mundo imaginal, el Šayj al-Akbar también nos informa de la existencia de otros dominios ontológicos –como el plano puramente inteligible de los significados desnudos– y de profundos estados místicos, ubicados más allá de formas e imágenes, en los que no sólo se diluye cualquier visión, sino que también se extingue, provisionalmente, la conciencia del yo.

Con independencia de otras consideraciones teóricas, lo que nos describe Ibn ‘Arabī en sus escritos no son sino los pormenores del prodigioso viaje espiritual que conduce, pasando por los diferentes reinos de la naturaleza –humano, animal, vegetal y mineral– y ascendiendo a través de las esferas celestiales, hasta arribar al corazón de la existencia y el horizonte supremo, que es una de las denominaciones que recibe Dios en el Corán (53:7). El viaje –exterior e interior– es un motivo recurrente, tanto en la obra de Ibn ‘Arabī como en su propia vida. Por otra parte, el modelo de esta clase de periplo metafísico nos lo proporciona, en el ámbito del sufismo, el llamado Viaje Nocturno y la Ascensión, un tipo de experiencia mística, cuyo principal exponente es el recorrido iniciático del profeta Muḥammad, donde el sujeto se ve transportado hasta la presencia inmediata de Dios.

El Šayj al-Akbar concede especial importancia a los pormenores prácticos concernientes a la vida religiosa: oración, recuerdo de los nombres divinos, ayuno, peregrinación, examen de conciencia, retiro, etcétera. En ese contexto distingue entre adoración esencial y adoración ritual. La primera de ellas se refiere a la adoración natural que, en su exclusivo y desconocido lenguaje, rinden a Dios todos los seres sin saberlo, mientras que la segunda consiste en los mandamientos transmitidos por los diferentes enviados religiosos. Resulta imperativo tomar conciencia de dicha adoración esencial e ineludible, ya que aporta la base de la adoración prescrita y voluntaria. Sólo el ser humano está en condiciones de conjugar ambos tipos de adoración.

El conjunto de la doctrina de Ibn ‘Arabī converge, a la postre, en su concepción del ser humano perfecto, quien es, en su opinión, el espejo y el ojo de Dios en el cosmos. De ese modo, el individuo que ha realizado plenamente su potencial espiritual se transforma en eje que comunica cielo y tierra, en confluencia de tiempo y eternidad y en compasivo ojo a través del cual el Todo-Misericordioso derrama sus bendiciones sobre los mundos. En tanto microcosmos y síntesis de la creación, el ser humano congrega realidades contrapuestas. Por eso, buena parte del trabajo espiritual estriba en la armonización de los aspectos en apariencia contradictorios del ser. En consonancia con su naturaleza universal y sintética, el ser humano perfecto también respeta las distintas religiones y creencias como expresiones de una sola verdad.

Y, como epítome de dicha perfección, no podemos sino evocar a los santos o “amigos de Dios” y, entre ellos, a las “gentes de la reprobación” (malāmiyya) y los “solitarios” (afrād), los cuales engrosan las filas de la santidad suprema. A pesar de sus más que encomiables virtudes, quienes componen ese selecto grupo disimulan sus profundas experiencias espirituales y, por tanto, suelen ser considerados personas ordinarias que no se arrogan ninguna sabiduría ni poder especial. Como reza un antiguo adagio sufí: «Cuando están, nadie advierte su presencia y, si se marchan, ninguno se percata de su ausencia».

Una importante cuestión que no podemos dejar de abordar en esta breve introducción es la utilización del vocablo “Dios” o “Allāh”. A pesar de que hay quienes sostienen que el primer término está espiritualmente manipulado y que despierta asociaciones culturales erróneas para las personas que tratan de introducirse en el Islam, pienso que el término “Allāh” no se halla expuesto a menores peligros de la misma índole. En mi modesta opinión, ambas nociones son plenamente intercambiables e igualmente inabarcables e inagotables. Me parece una aberración distinguir entre Dios y Allāh –como si este último fuese la divinidad adorada exclusivamente por los musulmanes–, olvidando que los cristianos árabo-parlantes también dicen o escriben “Allāh” para designar a lo que denominamos “Dios” en castellano. Es como si se plantease que el inglés “God” o el francés “Dieu” se refieren a la divinidad que adoran ingleses y franceses, respectivamente.

Para algunos, la palabra “Dios” –no digamos ya Allāh– parece comportar una suerte de agresión intelectual que despierta una reacción defensiva automática. Sin embargo, si las críticas hacia la idea de Dios son superficiales, los argumentos que suelen esgrimirse en su defensa no lo son menos. En cualquier caso, eso que llamamos “Dios” siempre está, por naturaleza, más allá del alcance de nuestras posibilidades intelectuales. Así, muchos pueden opinar que Dios existe o no existe, o que es esto o aquello, pero pocos parecen comprender que trasciende existencia y no-existencia, que son nociones enteramente humanas y, por consiguiente, condicionadas. Y, si Dios no está limitado, como nos dice el Šayj al-Akbar, siquiera por la ausencia de límites, entonces, no existe como un objeto material, emocional o mental –es decir, como un trozo de madera, un libro, una sofisticada construcción teológica o un blanco ideal donde proyectar nuestros deseos y temores más profundos–, sino que Él puede mostrarse como quiera y asumir cualquier forma o ninguna de ellas. Por eso, apegarse a un solo tipo de revelación o manifestación divina aboca a una peligrosa e insana idolatría. Cada existente, cada flor, cada mariposa, cada nuevo aliento, puede ser ciertamente un signo divino, pero Él no está atado a ningún lugar ni cosa, sino que también reside en el no-donde, en la no-cosa, en el no-estar.

El Dios al que aludimos en estas páginas es el Dios de los místicos, el Dios de la belleza y el amor, pero también el Dios de los filósofos –motor inmóvil, pensamiento del pensamiento, acto puro, coincidentia oppositorum–, el Uno-Ser-Todo de los antiguos sabios helénicos, sin olvidar tampoco al Dios del «carbonero» y al Dios ignorado de aquellos que creen carecer de él. Como veremos, el Dios buscado por todos ellos es una misma realidad capaz de asumir muy diversas expresiones que siempre estarán en consonancia con nuestra capacidad de comprensión. Para algunos, por ejemplo, Dios es puro amor, sabiduría y belleza mientras que, para otros, es una figura terrible e intransigente que juzga a vivos y a muertos desde una nube inaccesible, e incluso hay muchas personas para las que su Dios –o su “Señor”, como matizaría Ibn ‘Arabī– es el poder, el dinero, el sexo o el consumo. No obstante, todos son reflejos, más o menos opacos, de una verdad inabarcable que, si bien se nos muestra sin cesar, nunca es percibida tal como es porque, como el agua, siempre adopta la forma del recipiente que la acoge.

Tampoco quisiera dejar de mencionar la cuestión de si hace falta saber árabe para adentrarse en este tipo de estudios. Planteémoslo de otro modo, ¿hay que dominar el idioma sánscrito para escribir sobre hinduismo o el tibetano para hablar de budismo? Definitivamente, no. Desde luego, un somero dominio del idioma en que están vertidos los textos originales es de inestimable ayuda. De cualquier modo, aunque este no es un libro que verse sobre cuestiones lingüísticas, dada la importancia que Ibn ‘Arabī atribuye a la palabra y a su interpretación, es imposible que, en ocasiones, no se haga referencia a determinados términos y etimologías árabes. No obstante, en aras de la simplicidad he optado por reducir, en la medida de lo posible, ese tipo de tecnicismos. La misma orientación sigo en los textos traducidos, eliminando casi todos los vocablos árabes que los traductores suelen situar entre paréntesis.

Tan sólo espero haber leído bien y haber resumido, con un mínimo de coherencia, mis lecturas. Ojalá que otros lectores puedan extraer algún provecho de ellas.

Siempre un estudiante, un aprendiz…

FERNANDO MORA ZAHONERO

Valencia, 9 de septiembre de 2010

PARTE I:EL SOL DE OCCIDENTE. APUNTES BIOGRÁFICOS

Señor de los dos Orientes y Señor de los dos Occidentes.

Corán 55:17

En el levante el rayo ha contempladoy se quedó prendado del oriente;mas si hubiera brillado en el poniente,a occidente se habría encaminado.De tierras no depende o paradores:mi amor se debe al rayo y sus fulgores.

El intérprete de los deseos, poema XIV

1. APROXIMACIÓN A LA VIDA Y OBRA DE IBN ‘ARABĪ

ANTECEDENTES FAMILIARES Y PRIMEROS AÑOS

Muḥammad b. ‘Alī b. Muḥammad b. al-‘Arabī al-Ṭā’ī al-Ḥātimī, como él mismo firma la mayoría de sus obras, nace en Murcia, el 28 de julio de 1165 (17 del mes del Ramadán del año 560 de la Hégira), en el seno de una familia bien situada. De padre murciano y madre bereber, tuvo dos hermanas, fue el primogénito y el único varón. Falleció a los setenta y cinco años, en la ciudad de Damasco, el día 22 del mes de rabī’ del año 638 de la Hégira, esto es, el 10 de noviembre de 1240. En dicha ciudad reposan sus restos, en la mezquita que porta su mismo nombre, ubicada al pie de la ladera sur del monte Qāsiyūn.

En cuanto al nombre correcto de nuestro insigne personaje es, en realidad, Ibn al-‘Arabī y no Ibn ‘Arabī, como generalmente se le conoce. Sin embargo, son muchos los autores occidentales que, al igual que hicieron turcos y persas –principales difusores históricos de la obra akbarí–, se refieren a él de esa manera, algo que sirve, de paso, para distinguirlo de un reputado juez sevillano del mismo nombre, un tal Abū Muḥammad Ibn al-Arabī, discípulo de Ibn Ḥazm y fallecido en Egipto, en el año 1099. Por su parte, el sobrenombre de al-Ḥātimī al-Ṭā’ī guarda relación con uno de sus supuestos ancestros, célebre poeta árabe preislámico, legendario por su generosidad y arrojo en la batalla, que vivió durante el siglo VI.

No obstante, ciertas consideraciones suscitan dudas más que razonables sobre las raíces extrapeninsulares, por línea paterna, de nuestro autor, ya que nada permite justificar esa pretendida descendencia –creíble pero indemostrable1– del insigne poeta de la península arábiga. No son pocos los musulmanes que, sin tener un origen árabe, han adoptado a lo largo de la historia ese mismo sobrenombre para evocar su alto sentido de la justicia y el amor cortés. Se trata de un tipo de referencia nominal que reviste un carácter más metafórico u honorífico que genealógico. Por otro lado, la expresión «Ibn al-‘Arabī», que significa, obviamente, “hijo del árabe”, también podría ser indicativo de un topónimo. De hecho, existen varios lugares en España –uno de ellos, por cierto, ubicado en Murcia– que responden a dicha denominación y que bien podría utilizarse para designar a alguien procedente de alguna de esas zonas. Por último, en Marruecos cientos de rifeños y otros bereberes portan los nombres de ‘Arabī o al-‘Arabī, aun siendo de origen bereber. En cambio, no se utilizan apenas dichos nombres entre los propiamente árabes, como tampoco en el ámbito oriental del sufismo.

Sea como fuere, en el momento de su nacimiento reinaba en Murcia y Valencia Ibn Mardanīš –conocido en las crónicas cristianas como «rey Lobo»–, quien tras resistir durante largos años los embates de los ejércitos almohades, acabaría sucumbiendo a ellos en el año 1172, fecha en que fallece y momento que aprovechan sus descendientes para entregar la plaza y rendir vasallaje a los vencedores. Los almohades culminaban de ese modo su conquista de al-Ándalus y de buena parte del Magreb. Una vez que Murcia –hasta ese entonces una próspera urbe– claudica a la ocupación almohade, la familia de Ibn ‘Arabī sigue al victorioso sultán Abū Ya’qūb Yūsuf I y se traslada a Sevilla, donde el padre pasa a formar parte de la administración del sultán, quien había heredado un considerable territorio, tanto en el sur de la península ibérica como en el norte de África, al que agregó sus propias conquistas.

En principio, el movimiento almohade –surgido en las montañas del Atlas y derivado, etimológicamente, de la palabra “unitario” (al-muwaḥḥid)– tuvo un carácter religioso y propugnaba el retorno a las fuentes de la ortodoxia islámica. Los almohades no sólo se enfrentaron y vencieron al imperante poder almorávide, al que acusaban de permisividad y desviación en cuestiones de fe, sino que también consiguieron detener, provisionalmente, el avance cristiano en el norte. En poco más de treinta años forjaron un vasto imperio que incluía vastas zonas del norte de África y casi toda la mitad sur de la península ibérica. Culturalmente, también fue un período de gran esplendor pues, con independencia de sus inflexibles tendencias religiosas, los príncipes almohades no tardaron en recibir la sofisticada y cosmopolita influencia del ambiente andalusí, protegiendo la investigación científica y filosófica y creando diversas joyas arquitectónicas como la Giralda de Sevilla y su homólogo, el minarete de la mezquita Kutubbiya, en Marrakech. Pero, si bien consiguieron derrotar inicialmente a las tropas castellanas, navarras y aragonesas, capitaneadas por Alfonso VIII, en la batalla de Alarcos (1195), la posterior victoria cristiana en la batalla de Las Navas de Tolosa (1212) señaló el principio del fin de la dinastía, no sólo por el resultado adverso de la batalla, sino porque la muerte del entonces califa Muḥammad al-Nasir y las luchas sucesorias que le siguieron sumieron al califato en el caos político. En el curso de pocas décadas, las principales ciudades andalusíes pasarían a manos cristianas y el imperio almohade también acabaría disgregándose en el norte de África.

Una vez instalados en la antigua Hispalis, centro neurálgico del poder cultural, político y económico en al-Ándalus, el padre de Ibn ‘Arabī ingresa, como hemos apuntado, en el aparato gubernamental del nuevo régimen, mientras que el niño –que, a la sazón, cuenta ocho años de edad– inicia su educación formal con la perspectiva de ocupar, en el futuro, un puesto similar en la Administración. Un documento, descubierto no hace mucho, arroja algo de luz sobre la relación del padre con los nuevos gobernantes. Según su autor, un tal Ibn al-Ša’ār (m. 1256), quien se entrevistó con Ibn ‘Arabī en la ciudad siria de Alepo, en el año 1237, indagando sobre su infancia y juventud, este le respondió que pertenecía a una familia de “militares” que estaba al servicio de la clase dirigente del país.2

En esa época, el pequeño parece aficionado, como cualquier otro niño, a jugar a los soldados pues, tal como recoge en uno de sus poemas, desde muy temprana edad estaba «acostumbrado a cabalgar, afilar espadas y maniobrar en campamentos militares».3 Sin embargo, educado también para la erudición y las letras, alterna sus correrías infantiles con los estudios tradicionales (Corán, retórica, leyes, poesía, etcétera) y, como era costumbre entre las clases acomodadas de la época, recibe formación de diversos preceptores particulares como, por ejemplo, su vecino ‘Abd Allāh Muḥammad al-Jayyāṭ, de quien aprendió a recitar el Corán y con el que forjaría una sólida y duradera amistad. Pero, si bien la brillantez demostrada en sus estudios hizo que su familia depositase en él buena parte de sus esperanzas mundanas, el joven estaba destinado a tareas mucho menos prosaicas.

No podemos pasar por alto que Ibn ‘Arabī también cuenta, entre sus antecedentes familiares, con parientes de sobradas credenciales espirituales, circunstancia que contribuyó, sin duda, a su temprana vocación religiosa. Aunque no pertenecían a su círculo familiar inmediato, dos de sus tíos maternos eran ascetas consumados. El primero de ellos, Yaḥyā ibn Yugān –anteriormente gobernante en la ciudad de Tremecén, ubicada al norte de Argelia–, había renunciado a su poder mundano y vivía como un simple asceta acarreando leña y efectuando humildes trabajos para su maestro. Su otro tío materno, de nombre Abū Muslim al-Jawlānī, pasaba las noches en vela rezando. Y uno de sus tíos paternos, llamado ‘Abd Allāh ibn Muḥammad ibn al-‘Arabī al-Ṭā’ī, ingresó en la vía sufí a los ochenta años y, aunque falleció tres años después, pasó todo ese tiempo en retiro, siendo capaz de predecir su propia muerte. Debemos precisar asimismo que, además de ser una persona influyente, el padre de Ibn ‘Arabī también fue un contemplativo avezado, cuyo fallecimiento estuvo marcado por un extraño suceso lumínico sobre el que volveremos más adelante.

Cuando apenas cuenta con doce años, Ibn ‘Arabī cae gravemente enfermo, es muy probable que aquejado de la peste negra que, alrededor del año 1176, azotó el sur peninsular y el norte de África.4 Esta es, dicho sea de paso, la referencia autobiográfica más antigua que aparece en sus escritos y también la primera alusión a las abundantes y profundas experiencias visionarias que ya no le abandonarían a lo largo de su vida:

Un día –cuenta Muḥyīddīn– caí gravemente enfermo y me hundí en el coma, hasta el punto de que se me creyó muerto. Vi entonces gentes de aspecto horrible que intentaban hacerme daño. Percibí entonces a una persona graciosa, poderosa, que exhalaba un delicioso perfume que me defendió de ellos y logró vencerlos. «¿Quién eres tú?», le pregunté. Aquel ser me respondió: «Soy la azora coránica Yā-sīn, yo te protejo». Inmediatamente recobré el conocimiento y encontré a mi padre –¡Dios se haya apiadado de él!–, que me velaba, todo cubierto de lágrimas; acababa de terminar la recitación de la azora Yāsīn.5

Pero Sevilla era una urbe heterogénea y cosmopolita, habitada tanto por eruditos y ascetas como por juglares, rufianes y vividores de toda índole. Por eso, según se desprende de los detalles que él mismo brinda en varios pasajes de sus libros, parece que, a pesar de sus dotes espirituales innatas y de los antecedentes familiares, el joven no sabe o no quiere sustraerse a la influencia del relajado ambiente sevillano y es bastante aficionado a fiestas nocturnas, justas poéticas y partidas de caza en la campiña de Carmona y Lora del Río. En sus escritos de madurez se lamenta del tiempo perdido durante esa temprana época –que él denomina período de “ignorancia” (ŷāhiliyya)– en que alterna la diversión con los estudios, hasta que escucha la irresistible llamada divina que le lleva a renunciar a sus intereses mundanos. Según menciona uno de sus biógrafos, hallándose en plena fiesta nocturna, en casa de un poderoso personaje de la sociedad sevillana, escucha una voz misteriosa que le espeta: «¡Oh Muḥammad, no es para esto para lo que te he creado!».6 Siempre según las mismas fuentes, abandona precipitadamente el lugar y, tras intercambiar sus elegantes ropas con las de un criado, se encamina a las afueras de la ciudad hasta que encuentra un cementerio, junto a un arroyo, donde se instala en una tumba abandonada. Aquí emprende su primer retiro (jalwa) lejos del mundo alcanzando, de manera espontánea, la iluminación (fatḥ) y buena parte de la sabiduría de que haría gala en sus escritos posteriores.

ILUMINACIÓN INICIAL Y ENCUENTROS CON EL FILÓSOFO AVERROES

Aunque la fecha de la metanoia y la subsiguiente apertura espiritual de Ibn ‘Arabī ha sido objeto de debate entre los especialistas (y él mismo tampoco se muestra demasiado explícito al respecto), podemos deducir, a partir de las referencias que existen –como, por ejemplo, su célebre entrevista con el gran filósofo Averroes–, que esa decisiva experiencia sucedió, como mucho, a la edad de catorce o quince años. De hecho, Averroes, que también era médico personal de los califas almohades, deseaba conocer a alguien que hubiese experimentado realmente la iluminación. Ibn ‘Arabī refiere en los siguientes términos su encuentro, acaecido en la ciudad de Córdoba, con el principal comentarista medieval de Aristóteles. Dicha entrevista con el viejo filósofo pone de relieve que el árbol del pensamiento del joven Muḥyīddīn ya hundía raíces muy profundas:

Cierto día, en Córdoba, visité la casa de Averroes (Abū al-Walīd Ibn Rušd), quien había expresado el deseo de conocerme personalmente, porque había oído hablar de ciertas revelaciones que yo había recibido, mientras me hallaba en retiro, que le habían asombrado. Por consiguiente, mi padre, que era uno de sus íntimos amigos, me envió a su casa con el pretexto de cierto encargo, sólo para dar así ocasión a que Averroes pudiese ponerme a prueba. Era yo a la sazón un muchacho imberbe. Así que hube entrado, se levantó del lugar en que estaba y, dirigiéndose hacia mí con grandes muestras de cariño y consideración, me abrazó y me dijo: «¡Sí!», y se mostró muy complacido al ver que yo le había entendido. Yo, por otro lado, percatándome por el motivo de su alegría, le respondí: «No». Entonces Averroes se apartó de mí, su color cambió y pareció dudar de la opinión que en principio se había forjado de mí. Entonces me formuló la siguiente pregunta: «¿Cuál es la solución, pues, que te ha aportado la iluminación mística y la inspiración divina? ¿Coincide con lo mismo que a nosotros nos enseña el razonamiento?». Le respondí: «Sí y no. Entre el sí y el no los espíritus vuelan más allá de la materia y las cervices se separan de sus cuerpos». Palideció Averroes, sobrecogido de terror, y le vi temblar mientras recitaba: «No hay poder salvo Dios», pareciendo entender el sentido de mi alusión.7

Según cierta interpretación, la afirmación del anciano filósofo cordobés y la negación que Ibn ‘Arabī le ofrece como réplica hacen referencia a la resurrección de los cuerpos, dado que la mencionada entrevista aparece en el capítulo 15, dedicado a este particular, de Las iluminaciones de La Meca. No obstante, si nos fijamos más detenidamente en el desarrollo del conciso diálogo, observamos que, tras el intercambio inicial de un «sí» y un «no», que por cierto no van precedidos por pregunta alguna, sino por una mera muestra de consideración y cariño por parte del viejo filósofo, este plantea explícitamente la antigua pero candente cuestión de si filosofía y religión arriban a las mismas consecuencias en sus pesquisas. Tras agotar todas las posibilidades lógicas, el joven concluye con lo que, en terminología técnica sufí, se denomina una alusión (išāra). El lenguaje de las alusiones constituye una perspicaz llamada de atención que intenta despertar la comprensión del interlocutor para que capte aquello que no contiene la expresión literal. La palidez y el estupor de Averroes evidenciaron que había captado plenamente el profundo sentido de tan escueto intercambio de palabras.

Así pues, en la mentada entrevista Ibn ‘Arabī emite una afirmación, después una negación, seguida de una afirmación y una negación simultáneas («sí y no»), y concluye apuntando a aquello que se ubica entre afirmación y negación («entre el sí y el no»), una realidad intermedia donde los espíritus vuelan lejos de sus cuerpos, pero también –no lo olvidemos– donde asumen forma corporal, un lugar de encuentro entre la materia ascendente y el espíritu descendente. El conciso intercambio de palabras que el imberbe Muḥyīddīn mantiene con el filósofo más prestigioso de la época no sólo recuerda a un mondo Zen, sino que también incide, muy posiblemente, en un aspecto esencial de su doctrina, esto es, la posibilidad de asignar o no atributos a Dios o, dicho de otro modo, ¿es posible aplicarle cualidades positivas como luz, amor, bondad, etcétera, o tal vez el medio idóneo para alcanzar el conocimiento de Dios es la negación de cualquier atributo que pueda limitarlo? ¿O quizá sólo podemos llegar a vislumbrarlo combinando afirmación y negación, inmanencia y trascendencia, semejanza e incomparabilidad? Por último, la dramática mención de que las cabezas se separan de sus cervices, nos advierte de que, en ese delicado ejercicio de combinación entre negación y afirmación, entre trascendencia e inmanencia, uno se arriesga a perder la propia cabeza a manos de quienes ejercen una mal entendida y recalcitrante ortodoxia religiosa.

La anécdota está narrada, como refiere el mismo Ibn ‘Arabī, en el lenguaje de las alusiones, y así habría que entender, tal vez, algunas de las referencias autobiográficas diseminadas en sus escritos. A pesar de la concisión de la entrevista, el gran filósofo cordobés acertó a intuir buena parte de las promesas intelectuales y espirituales que atesoraba el muchacho pues, tal como sigue explicando Ibn ‘Arabī en el capítulo donde recoge sus encuentros con Averroes:

Más tarde, después de esta entrevista que tuvo conmigo, solicitó de mi padre que le expusiera éste si la opinión que se había formado de mí coincidía con la de mi padre o era diferente. Porque, como Averroes era un gran pensador y un especulador racional, no podía menos de dar gracias a Dios, que le permitía vivir en un tiempo en el cual podía ver con sus propios ojos a un hombre que había entrado ignorante en el retiro espiritual para salir de él como había salido, sin el auxilio de enseñanza alguna, sin estudio, sin lectura, sin aprendizaje de ninguna especie. Por eso exclamó: «Es éste un estado psicológico cuya realidad nosotros hemos sostenido con pruebas racionales, pero sin que jamás hubiésemos conocido a persona alguna que lo experimentase. ¡Loado sea Dios que nos hizo vivir en un tiempo en el cual existe una de esas personas dotadas de tal estado místico, capaces de abrir las cerraduras de sus puertas, y que además me otorgó la gracia especial de verla con mis propios ojos!».8

La cita precedente nos informa sobre algunas de las características de la irreversible ascensión espiritual que el jovencísimo Ibn ‘Arabī emprendió en esa época: se produce a muy temprana edad, en un corto período de tiempo y, como él mismo detalló, «sin el auxilio de enseñanza alguna, sin estudio, sin lectura, sin aprendizaje de ninguna especie». Las palabras no dejan lugar a demasiadas interpretaciones. Pero, sobre todo, llama la atención la descripción que ofrece Averroes sobre la singular personalidad de Ibn ‘Arabī, esto es, una persona «capaz de abrir las cerraduras de sus puertas». Cabe advertir que ese tipo de apertura espiritual impremeditada no resulta en absoluto ajeno a la historia del sufismo, pues siempre han existido individuos que, a cualquier edad y sin pasar por disciplina ascética alguna, han sido arrebatados por Dios desde su estado de conciencia ordinario. Ibn ‘Arabī explica, en uno de sus textos, que el célebre sufí Sahl al-Tustarī (m. 896) obtuvo sendas realizaciones a la precoz edad de seis años y, posteriormente, a los once años, cuando alcanzó la estación de la postración del corazón.9 La comprensión que procura ese tipo de iluminación espontánea – explica el Šayj al-Akbar– dimana directamente de Dios y no suele revelarse a teólogos, sacerdotes y otros profesionales de la religión, sino más bien a personas que no albergan ideas preconcebidas al respecto:

Sabe que, anteriormente a su misión profética, ningún profeta conoció jamás a Dios mediante la reflexión racional y no es apropiado que ningún profeta obre de ese modo. De igual manera, los amigos elegidos por Dios no tienen conocimiento alguno acerca de Dios que proceda de la consideración racional. Ningún amigo de Dios que posea un conocimiento de Dios a través de la consideración racional es un «elegido», por más que sea amigo de Dios.10

Y, aunque vuelve a encontrarse una vez más, en vida, con el filósofo cordobés, dicha visita sucede en un ámbito sutil, más allá de las limitaciones del cuerpo físico. A diferencia del anterior episodio, esta vez es Ibn ‘Arabī quien desea ver de nuevo al filósofo. Pero, si bien él percibe a Averroes, este no es consciente de su presencia:

Quise después volver a reunirme con él (es decir, con Averroes), y por la misericordia de Dios, se me apareció en el éxtasis, bajo una tal forma, que entre su persona y la mía mediaba un velo sutil, a través del cual yo le veía, sin que él me viese ni se diera cuenta del lugar que yo ocupaba, abstraído como estaba en él, pensando en sí mismo. Entonces dije: «En verdad que no puede ser conducido hasta el grado en que nosotros estamos».11

Pese a la opinión de algunos estudiosos, para quienes esta serie de encuentros no hace sino corroborar la superioridad de la vía mística frente al enfoque especulativo de la filosofía, Ibn ‘Arabī tenía en muy alta estima al filósofo y médico cordobés, al que consideraba, además de un gran sabio, un auténtico creyente, tal como evidencian los siguientes comentarios elogiosos que le dedica:

Hemos conocido a muy pocos hombres verdaderamente inteligentes. Ellos son los que tienen un mayor conocimiento de la medida de los mensajeros de Dios, siguen celosamente la Sunna del Mensajero y están preocupados por su preservación. Conocen la veneración debida a la majestad divina y son conscientes del conocimiento de Sí mismo que Dios sólo otorga a Sus servidores –los Profetas y quienes les siguen– mediante una especial efusión divina que está más allá del aprendizaje ordinario y que no puede ser adquirida a través del estudio y el esfuerzo o alcanzada mediante el poder reflexivo de la razón. Yo encontré a uno de los grandes entre ellos. Él vio que Dios me había iluminado sin auxilio de lectura o consideración racional alguna, sino en un retiro en el que me encontré a solas con Dios, aunque no buscaba ese conocimiento.12

La temprana iluminación de Ibn ‘Arabī nos conduce a otro punto a tener en cuenta en su siempre sorprendente biografía, dado que él mismo declara que no fue iniciado formalmente en el camino del sufismo hasta el año 1184, cuando ya había cumplido veinte años: «Yo mismo he obtenido esas estaciones o moradas en mis comienzos en la Vía, en el año 580 (1184), en un corto período de tiempo».13 Esa declaración, sumada a las observaciones referentes a su primera gran apertura espiritual –acaecida, a lo sumo, a los catorce o quince años, sin mediación de enseñanzas específicas ni guía de maestros humanos conocidos–, pone de manifiesto que su retorno a Dios se dio, más o menos, cinco años antes de su entrada formal en el sufismo. Es de suponer, pues, que el abandono definitivo de la vida secular no fue tan repentino como sugieren los relatos de su iluminación ya que, entre ese primer retiro y su entrada formal en la vía sufí, transcurre un significativo período de tiempo. A ello debemos añadir que, antes de relacionarse con maestro alguno de carne y hueso, el joven Muḥyīddīn disfrutó de la guía de varios maestros invisibles de los que recibió consejo e instrucción a través de sueños, visiones y distintas experiencias místicas. Por otro lado, las reticencias iniciales respecto a seguir las reglas establecidas de un sendero espiritual y de un maestro concreto no hacen sino sugerir su carácter independiente y, tal vez, hasta rebelde. Al parecer es la intercesión visionaria de Jesús (‘Isā), su auténtico primer maestro, la que le impele a cambiar radicalmente de rumbo vital poniendo en práctica el desprendimiento absoluto:

Es así como yo mismo me despojé de todo cuanto me pertenecía; sin embargo, en aquella época, yo no tenía maestro (terrestre) a quien confiar el asunto y entregar mis bienes. Por lo tanto recurrí a mi padre; después de haberle consultado puse en sus manos todo cuanto poseía. No recurrí a nadie más porque no regresé a Dios por intermedio de un maestro, puesto que en aquel entonces no conocía a ninguno. Me separé de mis bienes como un muerto se separa de su familia y de sus propiedades.14

En la mentada visión no sólo se le aparece Jesús, sino también las otras dos principales figuras del monoteísmo –Moisés y Muḥammad–, brindándole cada uno de ellos un consejo específico. Si Jesús le exhorta a la renuncia de los bienes mundanos, Moisés le augura el logro del conocimiento trascendental de la unidad, mientras que el Profeta le recomienda que se aferre a él para salvarse. Y precisa Ibn ‘Arabī que, a partir de entonces, ya no abandonó el estudio de las tradiciones proféticas durante toda su vida.15 Por extraño que parezca, ese tipo de guía invisible no es ajeno en el ámbito del sufismo, sino que cuenta con reputados antecedentes históricos que se remontan a la época del mismo Muḥammad. Quienes se benefician de ella poseen el estatuto de uwaysī, en alusión a la figura de Uways al-Qaranī, contemporáneo del Profeta, que fue instruido por este sin que ambos se encontrasen físicamente.

Asimismo es la humildad demostrada por uno de los hijos del califa la que le lleva a romper definitivamente las últimas ataduras que le sujetan al mundo que ha conocido hasta ese momento para seguir, de manera formal, las enseñanzas de diferentes maestros humanos. La siguiente escena, ocurrida en la mezquita de Córdoba en junio del año 1184,16 constituye el postrer grano de arena que decanta la balanza de su biografía del lado de la vida interior:

La razón que me llevó a abandonar el ejército y a entrar en la Vía es la siguiente. Cierto día fui a Córdoba en compañía de Abū Bakr b. Yūsuf b. ‘Abd al-Mu’min. Nos dirigimos a la gran mezquita donde lo observé inclinarse, postrarse y suplicar con humildad a Dios. Entonces pensé lo siguiente: «Si ese personaje, que es uno de los dirigentes del país, se muestra tan sumiso y humilde y se comporta de ese modo ante Dios, entonces, es que este bajo mundo no vale nada». Yo lo abandoné ese mismo día, sin volver a él jamás. Desde entonces me consagré a la Vía.17

VISITAS A MAESTROS ANDALUSÍES

En el caso de Ibn ‘Arabī, no obstante, la relación formal con sus maestros siempre estuvo marcada por su especial condición discipular, pues era acreedor de conocimientos y experiencias que no poseían la mayoría de ellos. Sea como fuere, a partir del momento en que comienza a frecuentar a ascetas, sabios y distintos practicantes de la vía espiritual, no deja de visitar a todos cuantos se ponen a su alcance, recibiendo muy variados consejos de ellos. Sin embargo, si bien es verdad que se relaciona con numerosos maestros, no es menos cierto que nunca se hizo discípulo de ninguno exclusivamente. En esa época, su curiosidad intelectual y espiritual es insaciable y sólo se contenta con testimonios de primera mano:

No conozco grado de la vida mística, ni religión o secta, de que yo no haya visto a alguna persona que las profesase de palabra y en ellas creyera y las practicase según confesión propia. No he referido jamás opinión o herejía alguna, sino fundándome en referencias directas de individuos que fuesen secuaces de ellas.18

A partir de 1184 son muchos los ascetas y místicos que frecuenta durante un largo período de consolidación espiritual, y de los que nos ha dejado cumplida cuenta en dos de sus libros: Vidas de santones andaluces: La «epístola de la santidad», obra compuesta tiempo después en La Meca –entre los años 1203 y 1204– y La perla preciosa concerniente a la mención de aquellos de quienes he obtenido algún beneficio en el camino del más allá, texto que constituye una sinopsis de otro trabajo perdido, mucho más amplio, que portaba el mismo título y que dejó en al-Ándalus o el Magreb al emprender su definitivo viaje a Oriente.19 Ambas obras transmiten de manera fehaciente la febril atmósfera espiritual en que se desenvolvió la primera parte de la biografía del Šayj al-Akbar. Como traslucen esos escritos, el más grande de los maestros no fue un fenómeno aislado que brotase por azar en una tierra espiritualmente estéril. Al-Andalus era un lugar, rayano en el prodigio, que albergaba a eremitas, santos, peregrinos, contemplativos y maestros de muy variado carácter y distintas extracciones sociales: nobles, ricos, comerciantes, recolectores de hierbas, zapateros, mendigos, eruditos, analfabetos, mujeres, hombres, niños, etcétera. A juzgar por su número y por algunas de sus proezas, muchos de ellos parecen entresacados de la crónica de un viaje a un mundo legendario. Aun así, de no ser por la mención que de ellos hace Ibn ‘Arabī, la mayoría de sus nombres hubiese desaparecido en el olvido. Entre los sabios y santos consignados en los trabajos mencionados hay algunos que, por el influjo que ejercieron en el joven Ibn ‘Arabī, merecen especial mención como, por ejemplo, Abū-l-‘Abbās al-‘Uryabī, Abū Ya’qūb Yūsuf al-Kūmī, Abū Muḥammad al-Maurūrī o ‘Abd al-‘Azīz al-Mahdawī, así como las célebres maestras Yasmīna de Marchena y Fāṭima de Córdoba.

Sobre al-‘Uryabī, un “iletrado” (ummī) en el sentido más profundo y espiritual del término –es decir, alguien que ha olvidado completamente los conceptos y juicios del intelecto–, y uno de los preceptores que más cita en Las iluminaciones de La Meca, relata lo siguiente:

El primero que encontré en el Camino fue Abū Ŷa’far Aḥmad al-‘Uryabī. Había llegado a Sevilla cuando yo comenzaba apenas a adquirir el conocimiento de esta noble Vía. Fui el primero de los que se apresuraron a acudir a él. Encontré un hombre entregado a la invocación (ḏikr). Me presenté a él e inmediatamente supo la necesidad espiritual que me había llevado allí. Me dijo: «¿Estás firmemente resuelto a seguir el camino de Dios?» Respondí: «¡El siervo está resuelto pero es Dios quien decide!» Me dijo entonces: «Cierra tu puerta, rompe tus ataduras, haz compañía al Generoso, Él te hablará sin velo». ¡Puse aquello en práctica, y obtuve la iluminación!20

Llama la atención la recomendación de que, aplicándose al retiro espiritual –sabemos que Ibn ‘Arabī emprendió varios retiros de diversa duración en distintas etapas de su vida–, Dios le hablaría sin velo alguno. La ausencia de intermediarios es uno de los puntales de la genuina exploración espiritual, o, dicho de otro modo, cualquier ser humano tiene el derecho, la facultad e incluso la necesidad de relacionarse directamente con el infinito – nuestra dimensión más íntima–, más allá de lo que prescriban teólogos y clérigos profesionales. La completa independencia con respecto a lo creado y la absoluta servidumbre con relación a lo divino son rasgos definitorios de la trayectoria espiritual de Ibn ‘Arabī y de todos los genuinos buscadores de la sabiduría sufí. Al-‘Uryabī también parecía poseer ciertos conocimientos sobre Ibn al-‘Arīf (m. 1141), importante maestro almeriense que, si bien había fallecido varios años atrás, ejerció una cierta influencia doctrinal en la obra de Ibn ‘Arabī ya que, además de citarlo en varias ocasiones, se refiere a él como «maestro de espíritu»:

La última vez que le visité –Dios se haya apiadado de él– en compañía de otras personas, declaró: «Examinemos un problema que ya te he planteado, Abū Bakr –y me señaló con el dedo–, ya que siempre me ha sorprendido esta frase de Abū l-Abbās Ibn al-‘Arīf, “Hasta que se apague lo que nunca ha sido y permanezca lo que nunca ha dejado de ser”. Sin embargo, todos sabemos que lo que nunca fue se apaga, y subsiste lo que nunca ha dejado de ser. ¿Qué quiere decir con eso?» Como ninguno de mis compañeros tenía capacidad para responder, se dirigió a mí. Aunque, contrariamente a ellos, yo conocía la respuesta, me abstuve de hablar, ya que tenía por costumbre forzarme a guardar silencio; el šayj comprendió y no insistió.21

Aquel maestro, parco en saber mundano pero docto en ciencia divina, solía efectuar la siguiente petición en sus oraciones: «Señor, aliméntame con el deseo de amar, no con el amor».22 A ese respecto, señala Ibn ‘Arabī en uno de sus escritos: «El Dios Amor no se halla oculto en la rosa, sino que reside en la capacidad de oler su perfume».23 Ya estuviese despierto o dormido, dicho maestro nunca cejaba en la recitación del nombre de Dios. Al-‘Uryabī también estaba plenamente instalado en el estado de “servidumbre” (‘ubūdiyya) que señala el retorno de la criatura a su nada original, siendo este la condición característica de los malāmiyya o gentes de la reprobación. Si bien no constituyen una escuela independiente dentro del sufismo, las gentes de la reprobación pertenecen a un género muy especial de santos que, además de disimular sus profundas experiencias espirituales, no dudan en cargar con la culpa, el oprobio y la vergüenza, tanto propia como ajena, siguiendo la aleya coránica: «No temen la censura de nadie» (5:54).

Sin embargo, como hemos señalado, una relación ambigua parece haberse desarrollado entre Ibn ‘Arabī y sus preceptores humanos, ya que estaba investido, por un lado, de una autoridad innata –debido a sus revelaciones espirituales y a sus encuentros con maestros invisibles–, mientras les debía, por el otro, la obediencia y el respeto que cualquier seguidor de la vía sufí debe mostrar a sus mentores. Dicha tensión se torna patente en el primer y fugaz encuentro que mantiene con un insólito personaje, de nombre al-Jaḍir («El-que-verdece»), a raíz de una discrepancia con al-‘Uryabī relativa al grado de desarrollo espiritual de cierta persona. La anécdota es como sigue:

[…] Salí de su casa para dirigirme a la mía. Por el camino, un individuo que yo no conocía me abordó; empezó por saludarme poniendo en ello mucho amor y consideración, y luego me dijo: «¡Acepta lo que Abū l-‘Abbās te ha dicho de Fulano!» Comprendí lo que quería. Volví inmediatamente junto al šayj para decirle lo que me había sucedido. Cuando aparecí ante él me dijo: «¡Oh, Abū ‘Abd ‘Allāh!, ¿hará falta que Jaḍir vaya a ti, cada vez que dudes en admitir mis palabras, a decirte “Acepta lo que fulano te dijo?” ¿Y cómo va a suceder eso cada vez que no aceptes mi opinión?» Le respondí: «La puerta del arrepentimiento está abierta». Me dijo: «El arrepentimiento está aceptado».24

Ese misterioso personaje, al-Jaḍir, es uno de los inmortales de la tradición sagrada islámica, aparece mencionado en el Corán (18:59-81) como el incomprendido y fugaz maestro de Moisés. Según la tradición islámica, al-Jaḍir vive eternamente, se desplaza de continuo de un lugar a otro y, sobre todo, es el guía de quienes carecen de maestros humanos. Ibn ‘Arabī remonta la ascendencia humana de al-Jaḍir hasta el remoto profeta Noé, mencionando también un relato, aparentemente tomado de las tradiciones populares sobre los antiguos profetas, donde explica el modo en que descubrió la Fuente de la Vida:

Formaba parte de un ejército, cuyo comandante le envió a buscar agua, pues se les había acabado. Encontró la Fuente de la Vida y bebió de ella, y es por ello que vive todavía. Ignoraba que Dios había concedido la longevidad a quien bebiera de dicha agua, pues esa Fuente de la Vida (es) el agua mediante la cual distingue con la vida (espiritual) a quien bebe de ella. Entonces retornó con sus compañeros y les habló del agua y todos corrieron hacia ese lugar para beber. Pero Dios apartó su mirada de ella para que no pudiesen alcanzarla. Y ése fue el resultado que le procuró su esfuerzo por los demás… Así pues, nadie conoce cuál es su rango con respecto a Dios porque todas sus acciones son para beneficio de Dios, no por su propio beneficio, pues prefieren a Dios sobre aquello que demanda su propia naturaleza (corporal y psicológica).25

Antes de abandonar definitivamente al-Ándalus –muchos años después–, Ibn ‘Arabī se encontrará dos veces más con aquel que hace reverdecer la tierra yerma, no teniendo, que se sepa, ningún otro encuentro en Oriente. No obstante, a pesar de la importancia que algunos estudiosos otorgan a dicha relación, parece que tiene más relevancia la que mantiene, más allá de los confines del espacio y el tiempo, con Jesús y que le lleva, en última instancia, a renunciar a todas sus posesiones mundanas. No olvidemos, dicho sea de paso, que al-‘Uryabī, el primer maestro humano con el que traba relación, era un santo que estaba a los pies de Jesús y, asimismo, que este y al-Jaḍir conforman, junto a los profetas Idrīs y Elías, los llamados “cuatro pilares” (awtād