Imaginando el final del capitalismo - Francesco Boldizzoni - E-Book

Imaginando el final del capitalismo E-Book

Francesco Boldizzoni

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"El capitalismo entró triunfante en el si­glo XXI y su rival comunista quedó re­legado al pasado. Pero la gran recesión y el incremento de la desigualdad han socavado la fe en su estabilidad, reavi­vando los interrogantes sobre sus pers­pectivas a largo plazo. ¿Está el capita­lismo en vías de desaparición? Si es así, ¿qué podría sustituirlo? Y si perdura, ¿cómo afrontará las futuras crisis so­ciales y medioambientales y los inevi­tables costes de la destrucción creati­va? Francesco Boldizzoni muestra que estas y otras preguntas han estado en el centro de muchos análisis y especula­ciones desde los primeros socialistas y Karl Marx hasta la actualidad. El capita­lismo ha sobrevivido a las predicciones de su desaparición no, como muchos piensan, por su eficiencia económica o por las virtudes intrínsecas de los mer­cados, sino porque está arraigado en la estructura jerárquica e individualista de las sociedades occidentales modernas. Imaginando el fin del capitalismo nos lleva a un fascinante viaje a través de dos siglos de profecías incumplidas. Un tour de force intelectual y un llama­miento a la acción política, que cam­biará nuestra comprensión del sistema económico que determina el tejido de nuestras vidas. «Este libro, bellamente escrito, capta la peculiar complicidad entre la esperanza y la decepción que caracteriza las profecías sobre el fin del capitalismo en los últimos tres siglos. Una lectura de enorme interés, tanto como un relato que advierte sobre estas profecías como un estu­dio modélico de la lógica del propio capitalismo». Arjun Appadurai, New York University «Imaginando el final del capitalismo es un libro esencial para cual­quier persona interesada en la historia intelectual y la economía po­lítica. Desempeñará un papel fundamental en los debates actuales sobre el capitalismo y su futuro, así como sobre la crisis y la teoría de la crisis». Wolfgang Streeck, director emérito del Max-Planck-Institut für Gesellschaftsforschung de Colonia «Francesco Boldizzoni muestra cómo la predicción del colapso del ca­pitalismo es tan antigua como el propio capitalismo. Analiza una tra­dición de pensamiento económico que ha justificado la postura de no hacer nada en nombre de la revolución y que se resiste a aprender las lecciones de sus propios fracasos». Jeremy Adelman, Princeton University «Boldizzoni nos lleva a través de la trepidante historia de los fracasa­dos agoreros del capitalismo, para explicar por qué subestimaron cla­ramente su alargada esperanza de vida y su obstinada durabilidad. Una magnífica historia intelectual de cómo los pensadores han predi­cho e imaginado (erróneamente) el final del capitalismo desde la épo­ca de Marx hasta hoy». Eli Cook, University of Haifa «Un logro intelectual... Imaginando el final del capitalismo será un excelente punto de referencia para debatir el futuro del capitalismo y de la historia humana». Hans G. Despain, Marx & Philosophy Review of Books"

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Índice de contenido
Prólogo a la edición en español El capitalismo visto desde el Sur
Introducción
1. Sentados al borde del Apocalipsis
NO TODAS LAS CRISIS SON IGUALES
LA CRÍTICA DE JOHN STUART MILL AL CAPITALISMO
UN MUNDO SIN AJETREO
EL JOVEN MARX: LA HISTORIA ENTENDIDA COMO LUCHA DE CLASES
LA TESIS REFORMULADA
¿CAÍDA DE BENEFICIOS?
SURGE LA DUDA
EL RUEGO DE REALISMO: MAX WEBER
EL OCASO DE LA IMAGINACIÓN VICTORIANA
2. El resurgimiento de la profecía en el periodo de entreguerras
¿SOCIALISMO O BARBARIE?
1929: LA TEORÍA DE LA CRISIS ACTUALIZADA
SUFRIMIENTOS CRECIENTES, VIRTUDES MÁS ELEVADAS
¿ES PERDURABLE EL «CAPITALISMO» NAZI?
LOS VALORES CONTRAPRODUCENTES DE LA SOCIEDAD CAPITALISTA
LA ÚLTIMA ADVERTENCIA DE CASANDRA
3. Las esperanzas traicionadas
UNA NUEVA ECONOMÍA, UNA NUEVA SOCIEDAD ¿UN NUEVO MARX?
EL ESTRECHO CAMINO HACIA LA LIBERACIÓN
CONTRADICCIONES CULTURALES
EL ESTADO CAPITALISTA: TENSIÓN POLÍTICA Y CRISIS FISCAL
LA CRISIS DE LEGITIMACIÓN
LA CRISIS MEDIOAMBIENTAL
EL FINAL DE LA REVOLUCIÓN
4. El fin de la historia y lo que siguió
EL ENTIERRO PREMATURO DE LA HISTORIA
EL HECHIzO DEL CONOCIMIENTO
EL ESPÍRITU DEL INFORMACIONALISMO
LAS CONSECUENCIAS DE GIDDENS
LOS OPTIMISTAS DE ÚLTIMA HORA
EL DESPERTAR
EPÍLOGO
5. Las andanzas de la mente predictiva
ANATOMÍA DEL PRONÓSTICO
LAS LIMITACIONES DE LA COGNICIÓN HUMANA (Y LAS DE LA TEORÍA)
LA BORROSA LÍNEA ENTRE EL PRONÓSTICO Y LA UTOPÍA
EL PROGRESO Y SUS ENGAÑOS
6. Cómo sobrevive el capitalismo
¿CUÁNTOS AÑOS TIENE EL CAPITALISMO? ¿ES UN PRODUCTO OCCIDENTAL?
ENMARCAR EL CONCEPTO
LOS LADRILLOS DE LA SOCIEDAD CAPITALISTA
QUÉ MANTIENE EN MARCHA EL CAPITALISMO: OPINIONES COMUNES
LA BASE CULTURAL DE LA REPRODUCCIÓN CAPITALISTA
EL CAPITALISMO DEL MAÑANA: LA INESTABILIDAD POLÍTICA Y EL ALCANCE DE LA REFORMA PROGRESISTA
UN LLAMAMIENTO A LA ACCIÓN
Reconocimientos

Akal / REVERSO / Historia crítica

FRANCESCO BOLDIZZONI

IMAGINANDO EL FINAL DEL CAPITALISMO Desventuras intelectuales desde Karl Marx

Traducción de Cristina Piña Aldao

El capitalismo entró triunfante en el si­glo XXI y su rival comunista quedó re­legado al pasado. Pero la gran recesión y el incremento de la desigualdad han socavado la fe en su estabilidad, reavi­vando los interrogantes sobre sus pers­pectivas a largo plazo. ¿Está el capita­lismo en vías de desaparición? Si es así, ¿qué podría sustituirlo? Y si perdura, ¿cómo afrontará las futuras crisis so­ciales y medioambientales y los inevi­tables costes de la destrucción creati­va? Francesco Boldizzoni muestra que estas y otras preguntas han estado en el centro de muchos análisis y especula­ciones desde los primeros socialistas y Karl Marx hasta la actualidad. El capita­lismo ha sobrevivido a las predicciones de su desaparición no, como muchos piensan, por su eficiencia económica o por las virtudes intrínsecas de los mer­cados, sino porque está arraigado en la estructura jerárquica e individualista de las sociedades occidentales modernas. Imaginando el fin del capitalismo nos lleva a un fascinante viaje a través de dos siglos de profecías incumplidas. Un tour de force intelectual y un llama­miento a la acción política, que cam­biará nuestra comprensión del sistema económico que determina el tejido de nuestras vidas.

Francesco Boldizzoni es profesor de Ciencias Políticas en la Norwegian University of Science and Technology, a la que se incorporó en 2019 procedente de la Universidad de Helsinki. Primero recibió la titularidad en la Universidad de Turín, donde enseñó historia económica de 2011 a 2016. A lo largo de los años, ha tenido citas de visita en varias otras instituciones, como Dartmouth College, Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, London School of Economics, y Max Planck Institute for the Study of Societies, y ha dado numerosas conferencias en todo el mundo. Es miembro vitalicio de Clare Hall, Cambridge, desde 2007. Su campo de trabajo son los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, y en particular por los problemas del capitalismo. Observa estos problemas a través de lentes históricas, prestando especial atención a la cultura y las ideas como fuerzas que impulsan tanto el comportamiento humano como nuestra comprensión del mismo. Su última obra, Foretelling the End of Capitalism (Harvard UP 2020), examina los errores de previsión social desde Karl Marx y ofrece una explicación de la persistencia del capitalismo, al tiempo que pone en duda sus perspectivas de futuro. Su actual proyecto de libro, The Decent Society, presenta un argumento normativo para la democracia social en el siglo XXI. Sus escritos han sido traducidos al árabe, francés, italiano, español y turco. Es autor de Foretelling the End of Capitalism: Intellectual Misadventures since Karl Marx (Harvard University Press, 2020), The Poverty of Clio: Resurrecting Economic History (Princeton University Press, 2011) y Means and Ends: The Idea of Capital in the West, 1500-1970 (Macmillan, 2008).

Motivo de cubierta: Juan Hervás / artbyte.es

Diseño interior y cubierta: RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original: Foretelling the End of Capitalism. Intellectual Misadventures since Karl Marx

This edition is published by arrangement with Harvard University Press through International Editors’ Co.

© by the President and Fellows of Harvard College, 2020

© Ediciones Akal, S. A., 2023

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 9788446053330

ParaCostanza

Prólogo a la edición en español El capitalismo visto desde el Sur

En los veinte años transcurridos entre la caída del Muro de Berlín y la gran crisis financiera de 2008, las ciencias sociales occidentales dejaron de pensar en el capitalismo como un fenómeno con principio y fin. Al apresurarse a celebrar el statu quo como «lo mejor» o incluso «lo único posible», acabaron atribuyendo al capitalismo cualidades como la naturalidad y la eternidad; hasta el punto de olvidarlo, dándolo de alguna manera por sentado. La época de profunda inestabilidad económica y social que siguió, y que aún dura, nos ha despertado de este letargo, pero también nos encuentra más confundidos que nunca. ¿Qué es el capitalismo, ese extraño que ahora se conjura como causa, plausible o inverosímil, de todo lo negativo que ocurre a nuestro alrededor? Difícilmente dos interlocutores se pondrán de acuerdo sobre su identidad, como si se tratara del «uno, ninguno y cien mil» de Luigi Pirandello.

Este libro se toma en serio la concepción del capitalismo como sistema histórico –me atrevo a decir que la abraza en toda su radicalidad– y pretende llevarla hasta sus consecuencias lógicas. Desde un punto de vista ontológico, el capitalismo es simplemente el orden institucional, expresado en el plano económico y social, de un determinado tipo de sociedad. Representa la proyección, en ese nivel, de un conjunto de normas y valores, es decir, de una cultura específica. La idea marxiana de una subordinación sustancial de la superestructura cultural a la base económica –aunque solo operando en el análisis final debido a sus continuas relaciones dialécticas– queda invertida en razón de la autonomía de la esfera cultural. Este resultado no es nuevo en sí mismo. Todo el edificio construido por el marxismo occidental en la segunda mitad del siglo xx puede verse, de hecho, como una serie de intentos de afirmar, con diversos grados de convicción y mil matices, este hecho. La novedad consiste más bien en la necesidad, que afirmo aquí, de fundamentar el estudio del capitalismo en una sólida teoría general de la sociedad.

El rechazo sustancial del materialismo histórico, que se hizo completo un siglo después de la muerte de Marx, nos ha dejado huérfanos de la teoría social en la que él había basado su análisis de la dinámica capitalista y sus pronósticos. Esto sucedía mientras una mezcla mortal de inercia (léase pereza intelectual) y desconfianza hacia cualquier «gran teoría», llevada al paroxismo en los años del triunfo del posmodernismo deconstructivista por un lado y del empirismo neopositivista por otro, nos incapacitaba para elaborar una visión alternativa que cumpliera con unos estándares mínimos de coherencia y rigor. Hemos llegado así a la paradójica situación de que cuando se ha vuelto a escribir sobre el capitalismo se ha hecho con la ligereza de quien se dispone a hablar un idioma sin conocer su gramática, con el resultado de construir castillos en el aire. Al separar el objeto «capitalismo» de la estructura social, sobre la que el pensamiento débil y el individualismo metodológico no tenían nada más que decir, a menudo se le trataba como una máquina o un organismo autodirigido. Se proclamó entonces que el capitalismo se extinguiría por sus proprias contradicciones, ya sean económicas, políticas, culturales o ecológicas, en homenaje al peor mecanicismo social. O se sostenía que la agencia humana, de individuos o grupos organizados, fuese capaz de cualquier hazaña, incluso de trascender las limitaciones ineludibles de la realidad, volviendo así a cultivar una imagen muy ingenua de la revolución.

¿Es posible llegar a una gramática de la sociedad capitalista? La solución que propongo aquí remonta los fundamentos de esta sociedad a una estructura social altamente estratificada, es decir, jerárquica, y orientada al individualismo. Se trata de una reducción al mínimo que no pretende ser exhaustiva, pero que al menos da cuenta de ciertas características esenciales que definen al sistema capitalista, como la apropiación privada de los medios de producción, el recurso al mercado para la asignación de recursos y la distribución de la riqueza producida, y el espíritu adquisitivo que impulsa la acumulación. La intensidad variable con la que estos elementos están presentes y se combinan da lugar a numerosas variedades de capitalismo, como el anglosajón, el renano, el nórdico, etcétera. Sin embargo, conviene introducir en este punto una distinción que ocupará una plaza central en nuestro análisis, tanto en lo que se refiere a la comprensión histórica del orden capitalista como a sus perspectivas de futuro. Esta es la distinción entre las sociedades en las que el capitalismo es un producto autóctono –lo que podríamos llamar su núcleo o corazón occidental– y las sociedades en las que es un producto de exportación o, al menos, no es una planta completamente autóctona. Este es el caso de la mayor parte del mundo, incluida América Latina.

Lejos de ser meros vástagos de las sociedades europeas, lo cual es una verdad bastante banal, las sociedades latinoamericanas ni siquiera forman un conjunto histórico-económico homogéneo. La geografía, la demografía, las estructuras socioculturales y las circunstancias políticas e institucionales han dado lugar a diferentes modelos y trayectorias[1]. El capitalismo comenzó a abrirse paso al sur del Trópico de Cáncer en la época colonial, cuando todavía era un fenómeno marginal que solo afectaba a las élites mercantiles del Viejo Continente. Además, quedó subordinado a la lógica de la razón de Estado y en algunos casos –sobre todo el de Brasil– se mezcló con sistemas arcaicos de explotación como la trata de esclavos [2]. Este fue el llamado capitalismo comercial. Solo en el momento de la independencia se produjo la integración progresiva de las antiguas colonias en lo que para entonces se había convertido en un modo de producción, centrado primero en Gran Bretaña y luego en Estados Unidos y que se irradiaba a todo el Sur a través del neocolonialismo y, más recientemente, de la globalización neoliberal.

Creo que la teoría de la dependencia –una teoría concebida en el Sur para entender el Sur –todavía tiene mucho que decir sobre el desarrollo capitalista de América Latina. Si se examina detenidamente, esta es la única interpretación plausible que se ha propuesto al respecto, aunque haya sido injustamente pasada por alto (cuando no abiertamente burlada) durante todos estos años de hegemonía estadounidense sobre la academia internacional. ¿Qué implicaciones debemos extraer de ella? No se trata, ciertamente, de imaginar esquemas deterministas que postulen relaciones de poder inmutables entre centros y periferias mundiales, sino de darse cuenta del hecho irrefutable de que, como escribieron dos de los más sofisticados exponentes de esta escuela, los «vínculos estructurales» de la dependencia, lejos de basarse en «meras formas externas de explotación y coerción, [...] tienen su origen en coincidencias de intereses entre clases dominantes locales e internacionales, siendo desafiados, por otro lado, por grupos y clases dominadas locales»[3]. Las sociedades latinoamericanas presentan una clara estructura dual con una «burguesía compradora» en su cúspide, en la que suelen apoyarse el capital internacional y sus aparatos político-militares. Que no se piense que se trata de una imagen del pasado, digna de las veleidades del viejo Mao: solo hay que considerar la historia de Chile desde Pinochet hasta el presente para darse cuenta de cómo la burguesía compradora sigue activa y con buena salud. Afortunadamente, la base de estas sociedades contiene un fuerte componente antagónico. Es un componente que se nutre de altos niveles de movilización popular y participación política y de una vibrante vida intelectual.

El hecho de que, fuera de Europa y Norteamérica, el capitalismo no sea una especie autóctona lo hace más frágil y precario, sobre todo en un momento en que la hegemonía occidental se desmorona. Por lo tanto, cualquier pronóstico sensato sobre la suerte de este sistema en diferentes partes del mundo debe ser un pronóstico diferenciado. No hay un destino singular para el capitalismo, de triunfo total o de derrota total. Lo único de lo que podemos estar razonablemente convencidos es de que el futuro próximo depara su coexistencia con otros sistemas económicos y sociales. No es seguro que uno de ellos prevalezca; más bien, el escenario más probable es algún tipo de situación de equilibrio, ya sea estable o inestable. Sin embargo, dejo al lector con una advertencia: se nos permite aventurarnos en este tipo de especulaciones siempre que no confundamos teoría social y teleología. Como ha observado Héctor Pérez Brignoli, «la ciencia histórica no descifra significados ocultos en la trayectoria de las sociedades […]. También puede contribuir, sin duda, a nuestra imaginación de los futuros posibles»[4]. En este sentido, creo que reflexionar sobre las «desventuras» intelectuales desde Marx hasta Fukuyama que se presentan en este libro no es un ejercicio inútil.

Pavía, septiembre de 2022

1Se han propuesto muchas clasificaciones de las economías y sociedades latinoamericanas, de las cuales la más influyente es probablemente la de C. F. S. Cardoso y H. Pérez Brignoli, Historia económica de América Latina, Barcelona, 1979, que sigue siendo adoptada por L. Bértola y J. A. Ocampo, El desarrollo económico de América Latina desde la Independencia, México, 2013.

2Sobre Brasil, véase L. F. de Alencastro, «The Formation of Economic History in Brazil: From the South Atlantic to South America», en F. Boldizzoni y P. Hudson (eds.), Routledge Handbook of Global Economic History, London, 2015, pp. 361-76; el concepto de «formación» (formation) en este juego de palabras remite a las tesis clásicas de C. Furtado, Formação econômica do Brasil, São Paulo, 2009 [1959].

3F. H. Cardoso y E. Faletto, Dependency and Development in Latin America, Berkeley, 1979, p. xvi. Sobre el papel de las clases dominantes locales, véase el reciente trabajo de A. Zamora R., Malditos libertadores. Historia del subdesarrollo latinoamericano, Madrid, 2020.

4H. Pérez Brignoli, Historia global de América Latina. Del siglo XXi a la Independencia, Madrid, 2018, p. 579.

Introducción

El capitalismo está siendo sometido a juicio hoy en día. Su destino y sus alternativas –pasadas, presentes y futuras– son objeto de un intenso debate. Hasta el Consejo de asesores económicos de la Casa Blanca trató sobre el tema, en octubre de 2018, emitiendo un informe titulado The Opportunity Costs of Socialism [Los costes de oportunidad del socialismo]. El informe en sí es una mezcla de datos inexactos o presentados de manera tendenciosa para demostrar que el nivel de vida alcanzado por los estadounidenses con su Estado limitado es más alto que en las democracias del bienestar social europeas, en especial en los países nórdicos. Pero lo interesante de este documento es el tono de alarma, que delata el nerviosismo de la administración Trump: «Coincidiendo con el 200 aniversario del nacimiento de Karl Marx», dice el informe, «el socialismo está retornando al discurso político estadounidense. Las propuestas políticas detalladas de personas que se declaran socialistas están ganando apoyo en el Congreso y entre buena parte de los electores más jóvenes»[1].

De hecho, los defensores del «socialismo democrático» en Estados Unidos luchan en general por lo que los europeos denominan «socialdemocracia», de la que podría decirse que no es una variedad del socialismo sino una variedad atenuada del capitalismo. El uso de la palabra «socialismo» por parte de políticos y activistas no se debe solo a cierta ligereza en el manejo de términos y conceptos, sino especialmente a la necesidad de resaltar las diferencias respecto a la tradición liberal asociada con el Partido Demócrata en los años de John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson y, más recientemente, de Barack Obama. Los progresistas radicales estadounidenses no se contentan con establecer una sanidad pública para todos, ni un seguro de salud nacional, excepto como objetivo intermedio. Quieren retirar todo el sistema de salud de manos privadas, apartarlo de la avaricia de las grandes empresas y poder contar con un sistema extenso de hospitales públicos y de médicos que sean empleados estatales. Eso es lo normal en Europa y lo que muchos de nosotros consideramos una solución decente, aunque funcionara mejor en el pasado y sea susceptible de mejoras. Hablando con cualquiera en una parada de autobús de Helsinki o Roma oiremos más o menos la misma mezcla de satisfacción y queja. Quienes se quejan de que no reciben suficiente del Estado a menudo carecen de puntos de referencia.

Determinar si la socialdemocracia es exportable a Estados Unidos no es el objeto de este libro. Con frecuencia, los científicos sociales europeos observan atónitos los acontecimientos en dicho país, que consideran a un tiempo familiar y exótico. A los profesores alemanes que visitaban Estados Unidos a comienzos del siglo XX les sorprendía que no hubiera criadas en las casas de sus colegas, que los sindicatos fueran débiles y las sectas religiosas fuertes, y que las ideas socialistas no tuvieran atractivo para las clases trabajadoras. Eran conscientes, en resumen, de que la distancia entre el Viejo Mundo y el Nuevo era algo más que un hecho geográfico. Así, con independencia del éxito que logre la actual batalla de la izquierda estadounidense, ciertamente es posible hacer algo para mejorar la situación de una sociedad desgarrada por la desigualdad y las divisiones raciales, y en la que subconjuntos completos de la población no solo viven en condiciones económicas desfavorecidas, sino que también tienen una esperanza de vida significativamente más baja que la de sus conciudadanos. Cada medida para corregir estos desequilibrios, por pequeña que sea, supone un paso importante, y cualquier resultado constituye un logro.

Para los europeos, por otra parte, reapropiarse de la socialdemocracia significa reapropiarse de su historia, una historia denigrada por una clase de políticos oportunistas que, en los pasados treinta años, ha sacrificado el ideal a sus miopes cálculos de consenso. Era sin duda mucho más fácil ser socialdemócrata durante el auge de posguerra que hoy en día. Cuando la tarta de la riqueza crece con rapidez, cualquiera está más dispuesto a ceder parte de su porción por el bien de la comunidad. En tiempos más difíciles, sin embargo, el egoísmo se desata. Asimismo, la recuperación del Estado está repleta de dificultades. Por ejemplo, por la forma en la que se ha modelado el sistema financiero internacional, y por la decisión de asumir una globalización liberalizada, es difícil que cualquier gobierno controle los flujos de capitales. Pero en la época de conflictos y enfermedad que atravesamos, hay también señales alentadoras que indican un potencial apoyo de las bases a un retorno del espíritu original de la socialdemocracia.

Una porción minoritaria de quienes se autodenominan «socialistas democráticos» desea realmente poner fin al capitalismo, aunque sea solo como objetivo a largo plazo. Aboga por la propiedad social de los medios de producción; aunque no por la planificación centralizada, dado el triste resultado del experimento soviético. Defiende las soluciones participativas, basadas en la toma de decisiones descentralizada y democrática, y la autogestión de los trabajadores; y sueña con sustituir las multinacionales por un gran número de cooperativas. ¿Cómo esperan llegar allí? La respuesta que dan a menudo es mediante el activismo y la persuasión, o infectando paulatinamente la sociedad de ejemplos virtuosos. O el alejamiento del capitalismo es total, se argumenta, o será ineficaz, porque los capitalistas no se someterán al control. Pienso que esta batalla para «derrocar el sistema» está perdida desde el comienzo. Y creo que lanzar dichos argumentos al aire no le hace ningún favor al progresismo, sino que corre el riesgo de difundir falsas esperanzas y, al mismo tiempo, deslegitimar las políticas reformistas que hacen falta. Es necesario, por el contrario, reafirmar la función del Estado en la economía moderna, su ambición justa de controlar los sectores estratégicos y de reclamar para sí el monopolio de los servicios públicos. Un Estado democrático es, y hace, lo que sus ciudadanos quieren que sea y haga. De ahí que la mejor forma de empoderarlo sea impedir que los intereses corporativos manipulen a la opinión pública. Aunque este libro no parte de la preocupación inmediata de participar en los debates políticos actuales, la historia que cuenta debería aludir directamente a las preocupaciones de sus lectores, resaltando los riesgos de caer en expectativas irrealistas sobre el futuro del capitalismo. Espero que adquirir conciencia de estas trampas no provoque desesperanza en quienes desean un mundo mejor, sino que les sirva de acicate para asumir un compromiso aún más tenaz. En esta obra hablo de las profecías sobre el fin del capitalismo que han salpicado la historia de las ciencias sociales modernas desde el nacimiento de aquel. Casi todos los grandes teóricos sociales han efectuado pronósticos en un momento u otro de su vida. No resulta sorprendente. Es de hecho muy natural que personas curiosas e inteligentes se hayan preguntado por el futuro del sistema en el que se encuentran. Lo asombroso es que la mayoría, no solo socialistas y progresistas sino también defensores de la libertad económica, expresaran diversos grados de escepticismo acerca de la supervivencia del capitalismo. El segundo elemento interesante es que estas profecías nunca se han hecho realidad, y es importante entender por qué. El pronóstico, además, sigue dándose, y esto exige también una explicación. Reflexionar sobre el modo en el que se ha imaginado el fin del capitalismo en los pasados dos siglos, y establecer una conversación con quienes lo pronostican, permiten aprender mucho no solo sobre las ciencias sociales sino también sobre el capitalismo en sí. Este viaje por las profecías incumplidas tiene, en consecuencia, dos objetivos. El primero es entender por qué fracasan los pronósticos y descubrir cuáles son sus errores. El segundo objetivo es usar esta información para mejorar nuestro conocimiento sobre cómo funciona el capitalismo y qué lo sostiene.

Empecé a investigar sobre el capitalismo hace unos veinte años, cuando todavía era estudiante de doctorado. Eran los años previos a la crisis financiera mundial. El contexto político e intelectual de esa década parece muy distante del actual. Reconsiderando esos años tan cercanos en el tiempo, pero tan lejanos en estado de ánimo, me siento como esos escritores que inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial se referían a la Belle Époque, finalizada en 1914, como un mundo perdido. Por fortuna, a diferencia de entonces, no hay mucho que lamentar acerca del pasado reciente. Creíamos, equivocadamente, que los problemas del capitalismo seguían, después de todo, bajo control. Mi primer libro, una historia sobre la idea del capital desde el siglo XVI, terminaba intencionadamente en la década de 1970. A un editor que intentó hacerme desistir (por razones de ventas) de esta elección suicida, le contesté con audacia que no me interesaban los últimos treinta años, porque la era de las clases sociales y el conflicto de clases, que había comenzado con David Ricardo y Karl Marx, había terminado para siempre, al mismo tiempo que el trabajo manual. ¿Un pecado de ingenuidad juvenil? Por supuesto. Sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que en aquellos años vivíamos bajo una dictadura del optimismo. La crisis no nos dio lecciones (¡ninguna crisis le ha enseñado a nadie a evitar la siguiente!), pero al menos nos ayudó a mirar de manera distinta la situación que teníamos ante nuestros ojos. Entendimos que el capitalismo seguía siendo el gran protagonista de nuestro tiempo. Este camaleón extraordinario había conseguido transformarse de nuevo hasta volverse casi irreconocible. Pero ahora había salido a la luz, y prometía ser una presencia desagradable.

Aun siendo el resultado de una investigación académica, este libro va dirigido a un público no especializado. Espero, sobre todo, que suscite el interés de quienes, jóvenes o viejos, se guían por un fuerte compromiso con la justicia social. Los problemas de enfrentarse al capitalismo ahora son iguales que los hallados muchas veces con anterioridad; así, ser conscientes de las respuestas, y los autoengaños, de generaciones anteriores puede sin duda ayudarnos a poner las cosas en perspectiva. Pero incluso los partidarios del capitalismo encontrarán elementos de análisis en la historia que estoy a punto de contarles, y en las deducciones que pueden inferirse de ella. El capitalismo está destinado a crear problemas, y la sociedad no aceptará ser gobernada por el capital. Siempre ha logrado poner límites a su poder excesivo y seguirá haciéndolo.

El libro tiene un tamaño compacto y una estructura sencilla. Puede, pienso, leerse fácilmente de comienzo a fin siguiendo el orden en el que se presentan los capítulos, pero los interesados por temas o periodos específicos pueden orientarse usando el resumen aquí ofrecido. Los cuatro primeros capítulos esbozan el relato histórico de las profecías incumplidas desde el siglo XIX hasta la actualidad. Los siguen dos capítulos que reflexionan sobre las implicaciones de esta historia. En estos últimos capítulos planteo qué fue mal, o qué está mal, en los intentos de predecir el futuro, pero también me pregunto por la persistencia del capitalismo, intentando aprender más acerca de su naturaleza y su dinámica.

El capítulo 1 nos devuelve dos siglos atrás, al punto exacto en el que comenzaron estos infortunios. En torno a 1848, el año de la Revolución de Febrero en Francia, nació el término «capitalismo» (el término «capitalista» ya llevaba cierto tiempo en uso). Junto con este concepto nuevo surgieron también las profecías sobre futuros capitalistas y poscapitalistas. ¿Se trató de una coincidencia? Por supuesto que no. A mediados del siglo XIX, los intelectuales empezaron a percibir que el mundo que los rodeaba había cambiado hasta tal punto que las viejas categorías eran inadecuadas para describir la nueva sociedad. Tan pronto como se reconoció la existencia del capitalismo, estos pensadores quisieron saber cuándo y cómo había empezado, y cuánto duraría. Reino Unido, motor del desarrollo ca- pitalista mundial en la época victoriana, fue también el centro neu- rálgico de los pronósticos en este periodo. La primera parte de nuestro relato comienza aquí, con John Stuart Mill y Karl Marx como protagonistas principales. En la cumbre de la industrialización británica, Mill creía que el potencial de crecimiento de la economía capitalista se aproximaba al agotamiento, porque ya había alcanzado el límite de la sostenibilidad demográfica y medioambiental. Pensaba que continuar por esta senda no era posible ni deseable y comparaba implícitamente el capitalismo con un ser vivo que no podía eludir el envejecimiento, pero veía este tránsito como una oportunidad de progreso moral. Una vez liberados de la tiranía de la necesidad e incapaces de seguir creciendo, anticipaba Mill, los países desarrollados estarían en una posición ideal para buscar la justicia social. Por contraste, la visión de Marx sobre el futuro del capitalismo no era de decadencia sino de caída. El capitalismo sería barrido por la acción de las leyes del movimiento que regían la historia. Argumentaba que el desarrollo de las fuerzas productivas haría obsoletas las relaciones de propiedad sobre las que descansaba el capitalismo. Sin embargo, no explicó con claridad la mecánica de su hundimiento. En ocasiones Marx parecía resaltar la tendencia a la sobreproducción crónica y en otros momentos la tendencia de la tasa de ganancia a caer. A estos factores añadió la función revolucionaria que desempeñaría un proletariado con conciencia de clase. Marx no era ingenuo y sabía que había otros factores que funcionaban a favor del capitalismo, pero su lista distaba mucho de ser completa y de hecho malinterpretó el efecto de la tecnología. También fue incapaz de prever que el capitalismo, a pesar de toda la miseria moral que provocaba, aumentaría el nivel de vida de las clases trabajadoras y las llevaría a comportarse y pensar cada vez más como las clases medias. La mejora de las condiciones de vida de la clase obrera fue continua desde finales del siglo XIX hasta el periodo de posguerra. Fue esta discrepancia entre la teoría y la realidad la que, a comienzos del siglo XX, provocó las primeras dudas dentro del marxismo y, unos años después, suscitó la crítica de un gran pensador liberal como Max Weber. Pero en parte, al menos, Marx ha sido exculpado. ¿No hablamos hoy de la crisis de la clase media, la desaparición de la clase media, etcétera? Quizá no confiemos en él como profeta, pero a quien quiera entender el capitalismo le resultará difícil librarse de Marx.

Al comienzo de la Gran Guerra, cuando comienza el capítulo 2, el marxismo se había escindido ya en dos corrientes, una revolucionaria y la otra reformista. La primera veía en los instintos imperialistas que habían causado la guerra la señal de que el capitalismo había alcanzado su última fase. Sostenía que el capitalismo había agotado todos los márgenes de explotación dentro del mundo desarrollado, y que incluso su capacidad para obtener beneficios en las colonias se estaba agotando con rapidez. La guerra era el momento de la verdad, y lo siguiente sería «socialismo o barbarie». Por el contrario, el ala reformista, que era la mayoritaria en Europa occidental y daría lugar a la socialdemocracia moderna había dejado de creer en el final del capitalismo y estaba segura de que las potencias bélicas acabarían alcanzando un acuerdo para compartir cualquier riqueza futura. La Revolución rusa abrió un abismo insalvable entre estas dos almas del socialismo.

Solo habían transcurrido unos años desde las fuertes sacudidas de 1914-1918 cuando el mundo occidental fue golpeado por el desplome de las bolsas en 1929 y la Gran Depresión, que a su vez abrió el camino al ascenso del nazismo. Esta secuencia de agitaciones económicas y políticas desembocó, de manera verdaderamente trágica, en la Segunda Guerra Mundial. En ese periodo turbulento, la máquina de los pronósticos comenzó a funcionar de nuevo a ritmo frenético. Los marxistas más ortodoxos veían en la Gran Depresión la prueba de que Marx tenía razón y que el capitalismo estaba de salida. Otros analistas menos dogmáticos no veían nada irreparable en el desplome, la inestabilidad de los mercados podía remediarse mediante reglamentación y planificación. De hecho, este fue el camino seguido tanto por dictaduras como por democracias. Pero el modo en el que estaba tomando forma el New Deal internacional suscitó otras dudas. ¿Y si, creía un número creciente de personas, este capitalismo de monopolio altamente reglamentado era el preludio de la convergencia entre el capitalismo y el colectivismo soviético? Sobre este telón de fondo, destacan las profecías excéntricas de dos grandes solistas. Uno fue John Maynard Keynes; el otro, Joseph Schumpeter. Keynes predijo que en torno a 2030 los pueblos civilizados perderían su loca pasión por la acumulación de capital y se dedicarían a la buena vida, que para él significaba en esencia pasar las tardes en compañía de Virginia Woolf y asistir a espectáculos de ballet. Nos quedan todavía unos diez años para verificar si la predicción hecha por este distinguido inglés era correcta, pero ya podemos dudar de ella. Schumpeter, por su parte, creía que el final del capitalismo se produciría a manos de los intelectuales malignos que asesoraban a Franklin D. Roosevelt, a quienes consideraba culpables de querer humillar a los capitalistas por envidia. ¡Solo un intelectual podía sobreestimar tanto la influencia de sus homólogos en la política y en la sociedad!

En el periodo de posguerra, continuó la tendencia a intensificar la intervención del Estado en las economías capitalistas, aunque adoptando formas nuevas. Los logros de la socialdemocracia y la economía mixta keynesiana parecían ser la prueba viviente de que era posible establecer una vía intermedia entre el capitalismo y el socialismo, y durante un tiempo el fatalismo de los profetas de la destrucción cedió el paso al optimismo pragmático de los arquitectos del Estado del bienestar. En casi todos los países europeos se estableció un pacto de no agresión entre clases sociales con la bendición del Estado. Los obreros aceptaron la propiedad privada del capital y los capitalistas aceptaron pagar para garantizar el derecho universal de la ciudadanía a disfrutar de una existencia digna. El sueño racionalista de construir la sociedad óptima por medio de la tecnología política y económica parecía al alcance. Esto ocurrió mientras la llegada de la riqueza masiva a ambos lados del Atlántico creaba un clima de confianza general en la capacidad del capitalismo para evitar nuevas crisis. Pero la urgencia de adivinar el futuro volvió con toda su fuerza en la década de los setenta, cuando la ralentización del crecimiento, la inflación elevada y el desempleo pusieron fin a la paz social. Este es el tema del capítulo 3. En realidad, las señales del cambio radical ya se habían manifestado en la segunda mitad de la década de los sesenta, empezando en Estados Unidos. En esos años aumentó el malestar ante el lado oscuro de la riqueza. Los sectores más críticos de la ciudadanía y las generaciones instruidas más jóvenes estaban insatisfechos con la sociedad de consumo, ya que consideraban que estaba produciendo una forma nueva de alienación. No solo se quejaban del materialismo, sino que también sentían que las grandes empresas les controlaban la vida mediante la manipulación de las decisiones cotidianas. Por último, repudiaban las políticas imperialistas y neocolonialistas emprendidas por los gobiernos occidentales en todo el mundo, de África a Vietnam. A estos sentimientos generalizados les dio voz la Teoría Crítica, y en especial las obras de Herbert Marcuse. A conservadores culturales como Daniel Bell, el ascenso de la contracultura les parecía, por el contrario, una confirmación de que el capitalismo estaba siendo debilitado por sus valores contraproducentes. La riqueza había generado un espíritu hedonista y en gran medida antiburgués que estaba erosionando los cimientos de la sociedad capitalista. En las difíciles circunstancias económicas de la década de los setenta, la incertidumbre provocada por la transición a la sociedad postindustrial precipitó un clima de desconfianza. Muchos dudaban de la capacidad del capitalismo para sobrevivir en este entorno cambiante, en el que todos los pilares que habían garantizado la estabilidad de posguerra habían desaparecido. Llegaron a la conclusión de que, si bien el Estado del bienestar y la economía mixta habían logrado apaciguar y estabilizar el capitalismo durante un tiempo, no habían resuelto las contradicciones de este, que reemergían ahora en forma de contradicciones políticas. El capitalismo, como sostenía Jürgen Habermas, había logrado evitar las crisis económicas convirtiéndolas en crisis políticas, pero como consecuencia el Estado estaba experimentando una crisis de legitimación.

El estado de ánimo volvió a cambiar con el ascenso de la nueva derecha en la década de los ochenta, con su lema de que no había alternativa al statu quo. Pero la nueva era se confirmó definitivamente cuando la desintegración del bloque soviético dejó a los críticos del orden existente sin el ejemplo opuesto. Esto introduce el periodo abarcado por el capítulo 4. El capítulo comienza con la drástica afirmación de Francis Fukuyama acerca del «final de la historia», en 1989, y finaliza con los debates que tuvieron lugar durante la Gran Recesión y sus momentos posteriores. Fueron veinte años de un triunfalismo formidable. La dominación casi absoluta de las ideas y las prácticas neoliberales pareció dar al capitalismo una coraza irrompible, bloqueando todas las esperanzas de un futuro anticapitalista. Los críticos del sistema tuvieron que volver a refugiarse en la utopía, un género que había caído en desgracia durante la era de la revolución y desde entonces no había hecho sino breves apariciones. Se consideraba que el capitalismo era inmortal y se empezó a hablar de él como una entidad situada fuera del tiempo y el espacio. Se decía que incluso había trascendido a sí mismo, evolucionando hacia una forma mejorada y quizá suprema. Uno de los argumentos más repetidos era que el capital físico había perdido buena parte de su importancia en la sociedad postindustrial, mientras que la forma de capital entonces predominante, el conocimiento o la información, tendía a estar menos concentrada. Se difundió el mito de que todos podíamos ser capitalistas y que los proletarios se habían extinguido. Estos lemas configuraron también el núcleo de la Tercera Vía, el proyecto político de una nueva elite centrista, ansiosa de eliminar la socialdemocracia, a la que describía como una respuesta anacrónica a los problemas de la sociedad líquida. Mientras los agentes de prensa de Bill Clinton y Tony Blair ensalzaban la liberalización frente a la intervención pública y el trabajo a cambio de prestaciones frente a las prestaciones del Estado del bienestar, la inseguridad crecía y la desigualdad se disparaba en sociedades polarizadas hacia los extremos. Además, las finanzas se convirtieron en una bomba peligrosa y lista para explotar. Y, de hecho, la explosión se produjo.

Después de 2008 los vientos del cambio intelectual volvieron a virar. Como era de esperar, la crisis financiera puso de nuevo en marcha la rueda del pronóstico. Y ocurrió que, en medio de miles de matices de cautela, algunos científicos sociales de prestigio no dudaron en fijar la fecha del final del capitalismo en torno a 2040. Tras casi dos siglos parece que volvemos de nuevo a la casilla de salida, al estilo de profecía apocalíptico propio de la época victoriana. Pero la crisis también ha traído consigo una lección más constructiva. Ha llamado nuestra atención sobre el hecho de que todas las interpretaciones de la realidad postindustrial efectuadas desde la década de los noventa del siglo XX eran erróneas. En nuestra sociedad, el conflicto distributivo no solo persiste sino que tiende a exacerbarse debido a las bajas tasas de crecimiento que caracterizan la economía de servicios. De ahí se deduce que o bien la izquierda encuentra herramientas eficaces para lidiar con dicho conflicto o la derecha populista la sustituirá.

Esto nos conduce a la última parte del libro, cuyo objetivo es sacar algunas conclusiones acerca de la naturaleza del pronóstico y acerca del funcionamiento y la posible evolución del capitalismo. En el capítulo 5 efectúo lo que podría denominarse una autopsia de las profecías. Investigo los elementos generales y específicos que las hicieron fracasar, y las razones por las que los profetas caen tan a menudo en trampas de pensamiento recurrentes. Distingo tres órdenes de razones; el primero incluye limitaciones en la cognición humana, dentro de las cuales resaltan diversos tipos de distorsión cognitiva; el segundo orden es el de los fallos teóricos, entre los cuales la subestimación de la cultura como fuerza social es sin duda el más importante; el tercero es la mentalidad ilustrada de los pensadores modernos. En dicho capítulo hago referencia también a la relación entre el pronóstico social y la utopía (distopía) como modos alternativos de imaginar una contrarrealidad acorde con nuestros deseos (miedos). Demuestro que, más allá de las apariencias, hay una continuidad entre la utopía y el pronóstico, ya que las profecías acerca del final del capitalismo derivan de una forma concreta de utopía: la búsqueda de una ley de la evolución social. Esta última, a su vez, se retrotrae a la creencia en el poder de la razón y en la tendencia al progreso humano que se impuso en la cultura europea desde finales del siglo XVIII. Los pensadores sociales estaban convencidos de que aplicar la razón al estudio de la historia permitiría entender las líneas de esta evolución futura. Abandonando la idea de que habían dejado ya atrás la edad de oro, se sintieron con derecho a imaginar que esta evolución traería, en general, cosas buenas. De modo que a menudo sus expectativas terminaban reflejando sus deseos. En resumen, cuando llegó la Revolución francesa, el impulso utópico más antiguo se fusionó con la nueva idea de progreso, y este paso modelaría el curso de la historia intelectual del siglo XIX. Cuando, en el XX, las certidumbres irrebatibles acerca del futuro brillante de la humanidad acabaron por tambalearse, también empezó a vacilar la fe en el pronóstico. Las pesadillas totalitarias, los horrores de la guerra, y las decepciones provocadas por el socialismo real, pero también la miseria moral que el capitalismo seguía causando, produjeron un desencanto cada vez mayor en los críticos sociales. Incapaces ya de contar con algo más que sus propias esperanzas, cada vez más débiles, siguieron, aun así, en busca de señales de la decadencia capitalista.

En el capítulo 6 uso, por así decirlo, el informe de esta autopsia para ofrecer una interpretación del capitalismo como sistema económico y social. Tras observar tantos contratiempos intelectuales, podríamos tener la tentación de atribuir cualidades extraordinarias al capitalismo, como si fuera su capacidad de adaptación lo que le permitiera engañar todo el tiempo a quienes profetizaban su final. Después de todo, ¿no ha salido el capitalismo transformado de todas las crisis? ¿No ha sobrevivido mediante el cambio? Dicha explicación presupondría, sin embargo, al igual que los argumentos típicos usados para respaldar las visiones catastróficas, considerar el capitalismo como un organismo; como una planta o un insecto, pongamos. Aunque sugerente, esta metáfora biológica no es compatible con la teoría social rigurosa. Tengo la sensación de que el capitalismo no es más ni menos adaptable que otros sistemas socioeconómicos pasados y presentes. Pienso sencillamente que el ascenso, la resistencia y la decadencia de estos sistemas dependen de condiciones que trascienden a los rasgos inherentes a su tejido. Específicamente, considero que el capitalismo se apoya sobre todo en dos elementos más profundos: la jerarquía y el individualismo. Mediante la estructura jerárquica de la sociedad capitalista, que se materializa en lo que Antonio Gramsci denominaría la oposición entre las clases dominantes y las subalternas, se reproduce la lógica de dominación que caracterizó las relaciones sociales en la Antigüedad y bajo el sistema feudal. El individualismo, por otro lado, es la forma concreta adoptada por la modernización en su variante occidental, el resultado de un largo proceso que empezó a comienzos del periodo moderno. Conduce a relaciones humanas basadas en el contrato y no en lazos de solidaridad, y supone depender del mercado para cubrir las necesidades personales. Estos factores implícitos en la reproducción capitalista son, de hecho, eminentemente culturales. Quienes adoptan una concepción materialista de la historia tienden a pensar que las actitudes culturales pueden revertirse mediante el progreso material. No creo que este sea el caso, y me esforzaré por justificar mi posición de la manera más detallada posible.

Otra conclusión de este libro es que no puede haber «prueba inductiva» de la persistencia futura del capitalismo basada en sus supervivencias y resurgimientos pasados. De hecho, la historicidad del capitalismo es la prueba misma de su mortalidad. Como todos los productos de la historia, un día el capitalismo alcanzará su final, o se convertirá lentamente en un sistema nuevo, y esto ocurrirá cuando las condiciones que determinaron su origen hace dos siglos hayan cambiado por completo. Pero, aparte del hecho de que ninguno de nosotros vivirá lo suficiente para ver este sistema nuevo, no podemos poner mucha esperanza en la idea de que sea mejor. Esto se debe a que el capitalismo tiene mucho en común con los sistemas aún más brutales e injustos que lo precedieron, mientras que los elementos de novedad que lo caracterizan difícilmente retrocederán hasta el punto de desaparecer.

Finalizado mi recorrido por el pronóstico social, me convencí de que intentar predecir el futuro es más a menudo una distracción respecto a las dificultades del presente que una actividad útil para mejorar la condición humana. Esto lo digo con toda la simpatía por los pensadores que me han acompañado durante mucho tiempo y con cuyos nobles fracasos me he encariñado. Es mejor dejar el futuro a los astrólogos y centrarse a cambio en lo que puede hacerse aquí y ahora. No siempre hay mucho que podamos hacer, pero lo que cada persona puede hacer es significativo. Si la política es el arte de lo posible, entonces debería hacerse lo posible.

1The Oportunity Costs of Socialism, p. 4 [https://www.whitehouse.gov/wp-content/uploads/2018/10/The-Opportunity-Costs-of-Socialism.pdf]. Paul Krugman, «Are the Danes Melancholy? Are the Swedes Sad? The Truth about the Nordic Economies», The New York Times, 27 de octubre de 2018 [https://www.nytimes.com/2018/10/27/opinión/are-the-danes-melancholy-are-the-sedes-sad.html], ofrece una crítica enérgica y detallada.

1. Sentados al borde del Apocalipsis

Pocos periodos de la historia contemporánea parecen haber sido más contradictorios que la época victoriana. Al mismo tiempo que la energía de vapor ponía en movimiento un ejército inanimado de telares y trenes propulsados a lo largo de vías férreas, se experimentaba también un gran aumento del evangelismo y el milenarismo. Los descubrimientos de la geología y la biología, junto con la sensación creciente de control sobre el mundo natural provocada por la industrialización, debilitaron la religión tradicional, con dos resultados alternativos: o la recuperación del fundamentalismo y una tendencia a aferrarse a la revelación, o el rechazo directo de la revelación y su sustitución por la religión laica del progreso. Por una parte, encontraríamos el retorno a la profecía bíblica y a temas apocalípticos en los sermones de los predicadores; y por otra, el humanismo de John Stuart Mill y el catecismo de salvación terrenal de Karl Marx[1]. Estas actitudes ambivalentes hacia la modernidad, por paradójicas que sean, no solo se internaron en la esfera intelectual sino también en el ambiente construido. En toda Gran Bretaña, las chimeneas humeantes de las fábricas coexistían con una avalancha de nuevos ayuntamientos cuyos chapiteles y gárgolas miraban hacia una Edad Media imaginaria. Quizá ninguna imagen capta mejor el espíritu de la época que la estación de Saint Pancras en Londres, un edificio futurista de vidrio y hierro forjado, y su inverosímil complemento, el inmenso Midland Grand Hotel, diseñado por George Gilbert Scott en estilo neogótico.

El 3 de noviembre de 1859, junto a una nota informando de que el día anterior el Palacio de Cristal había recibido 962 visitantes, The Times publicó una larga reseña sobre la obra de Edward Bishop Elliott, Horae Apocalypticae, un comentario en cuatro volúmenes sobre el libro del Apocalipsis[2]. El crítico observaba acertadamente que la aportación del reverendo Elliott pertenecía a un género que estaba suscitando gran interés. «Los libros sobre el tema», escribía, «tienen gran demanda, y en apariencia la oferta cubre la demanda». Y ofrecía a continuación una interpretación de este fenómeno:

Los últimos diez años, datando su comienzo en la gran convulsión europea de 1848, han contemplado, sin duda, tantos cambios sociales, complicaciones nacionales y sufrimientos individuales –un acontecimiento ha impactado en otro y una escena ha iluminado otra con enorme rapidez– y tanto se han alterado el rostro de Europa y las relaciones entre gobiernos, y tan agitado está el cielo europeo en este momento, que hombres inteligentes y de mente sobria, sin pizca de fanatismo en su naturaleza, han empezado a concluir que las predicciones sublimes emitidas en el Monte hace 1800 años se están traduciendo a diario en nuestra historia contemporánea[3].

Se trataba obviamente de una interpretación conservadora de lo que estaba ocurriendo, pero aun así no carecía de fundamento. El escritor de The Times, que parecía compartir la nostalgia de Edmund Burke por los viejos tiempos, buscó en las aguas revueltas de la política europea una explicación a una moda en esencia británica. Quizá de manera más realista, el historiador del siglo XX E. P. Thompson representó el resurgimiento evangélico como una fuerza reaccionaria dentro de la sociedad inglesa del XIX. En opinión de Thompson, dicho resurgimiento cubrió la necesidad de justificar la explotación capitalista y, al mismo tiempo, recrear entre los obreros los lazos comunitarios que la industrialización había destruido[4].

Fuera como fuese, la naturaleza cambiante de la profecía durante la era victoriana refleja la autorreinvención de la religión en respuesta al reto planteado por la difusión del escepticismo y la incredulidad. Usado a veces para demostrar que los acontecimientos históricos recientes eran pasos hacia el cumplimiento de un plan divino, otros tiempos transferidos a un contexto mundano y puramente metafórico, el género de la profecía permea la producción cultural del periodo, desde la narrativa hasta la poesía[5]. Nacido de las plumas de creyentes devotos y de escritores laicos, podía cumplir uno o varios de los fines siguientes: encontrarles sentido a los drásticos cambios sociales de la época; advertir contra los peligros de la senda adoptada; o asegurar que podía haber consuelo para los sufrimientos presentes. En este sentido, las fantasías sobre las «siete trompetas» y la segunda venida de Cristo, y la especulación acerca de la llegada de una sociedad sin clases, tenían una función similar. En ambos casos estaban en juego la restauración de la justicia y la justa recompensa a quienes la merecieran al final del proceso turbulento de la vida contemporánea.

La transposición científica de la profecía, es decir, su incorporación a la teoría social, se completó cuando la teleología cedió el paso a la evolución como concepto clave del discurso intelectual del siglo XIX. Así, en diciembre de 1859, Friedrich Engels adquirió un ejemplar recién impreso de El origen de las especies de Charles Darwin y le expresó de inmediato su entusiasmo a Marx. Un año después, Marx había terminado por fin de leerlo. Le escribió a Engels que la obra sentaba de hecho «las bases de nuestras opiniones». Le reiteró esta conclusión a Ferdinand Lassalle: el descubrimiento de Darwin proporcionaba «una base de ciencias naturales a la lucha de clases histórica»[6]. La teoría, sin embargo, no carecía de defectos, empezando por su «burdo método inglés», y además no podía aplicarse incondicionalmente al estudio de la sociedad. Para Marx y Engels, lo específico de la especie humana, incluso antes de tener conciencia de sí misma, era la capacidad para producir sus propios medios de subsistencia[7]. Pero la perspectiva evolutiva tenía una ventaja fundamental: permitía reformular el materialismo dialéctico en un lenguaje nuevo, confiriendo al proceso histórico y su resultado previsto la fuerza de la necesidad.

NO TODAS LAS CRISIS SON IGUALES

La idea de que el régimen capitalista era insostenible surgió hacia mediados de siglo. Era diferente de ideas anteriores sobre la crisis económica, tales como las preocupaciones por las recesiones periódicas, e incluso de la previsión de que el crecimiento acabaría llegando a un punto muerto. Estas dos ideas son recurrentes en la economía política clásica, la línea de análisis que, en la tradición en lengua inglesa, puede retrotraerse a la obra del filósofo moral del siglo XVIII Adam Smith. El propio Smith, que era notoriamente optimista respecto a la capacidad del mercado para resolver una amplia gama de problemas, sostenía que la economía de un país podía estar en un estado «progresivo», «estacionario» o «decadente», el primero «feliz», el segundo «triste» y el tercero «melancólico»[8]. Pero no relacionó estas fases con el capitalismo, un concepto que le era ajeno. Por el contrario, las situó dentro de un relato grandioso acerca del ascenso y la caída de las naciones. Consideraba que este ciclo vital, aunque ligado en último término al consumo de los recursos naturales, estaba influenciado en buena medida por la calidad de las instituciones políticas y económicas. David Ricardo y Thomas Robert Malthus, seguidores de Smith, resaltaron que existían límites naturales más allá de los cuales la economía británica no podría expandirse. Sin embargo, una cosa es suponer que una economía no pueda avanzar más y otra muy distinta conjeturar acerca de la extinción del sistema de relaciones sociales en el que se basa dicha economía y acerca de su sustitución por otro sistema. Ricardo percibía que la experiencia de escasez exacerbaría el conflicto social, pero distaba mucho de creer que fuera posible una reversión del orden existente.

Reflexionar acerca del final de un sistema económico y social exige, ante todo, ser consciente de la existencia de dicho sistema. No se trata de un hecho trivial. Implica cierta conciencia del tiempo y el espacio para poder establecer comparaciones con otros sistemas del pasado y del presente. La historia demuestra que dicha conciencia se desarrolla por lo general en tiempos de gran cambio. Cuando las personas experimentan la misma rutina a diario, y no se produce una gran innovación en su entorno, les resulta fácil mantener la creencia de que viven en un mundo inmóvil. Pero en algunas coyunturas críticas de la historia humana el tiempo parece acelerarse, como en el caso de la Revolución francesa o la Revolución industrial. Conocidos científicos sociales como Pierre Bourdieu han reflexionado sobre estas percepciones diferentes[9]. El historiador conceptual Reinhart Koselleck incluso acuñó un término específico para describir la nueva percepción del tiempo provocada por la modernidad. En la amargamente hermosa lengua alemana esto adopta el nombre de Verzeitlichung, que puede traducirse como «temporalización»[10]. Así, en El Antiguo Régimen y la Revolución (1856), Alexis de Tocqueville podía hablar de régimen «antiguo» o «anterior», cuyas raíces feudales diseccionaba, precisamente porque consideraba que la Revolución había provocado un trauma en la sociedad francesa[11]. Nadie lo conocía mejor que él, ya que pertenecía a una familia aristocrática que milagrosamente había escapado de la guillotina. Pero la expresión ancien régime solo entró en el uso común unos meses después del asalto a la Bastilla[12]. En el terreno de la vida económica la percepción del cambio fue algo más lenta, puesto que el gran trauma de la modernidad –la Revolución industrial– fue un proceso, no una serie de acontecimientos, y se desarrolló al menos a lo largo de un siglo.

Los primeros en adquirir conciencia de un nuevo régimen económico son por lo general quienes mantienen una actitud crítica hacia dicho régimen, y su conciencia adopta típicamente forma de denuncia. Los economistas británicos, sin embargo, no eran muy aptos para esta función, ya que eran adalides de la burguesía ascendente y defendían los intereses de esta contra las reivindicaciones de la aristocracia y de la clase obrera. Deberíamos buscar, por lo tanto, en otra parte. En la Gran Bretaña victoriana, la crítica social la efectuaban a menudo escritores literarios, que estaban divididos por la ideología pero unidos por un desasosiego común ante los tiempos. No parece hacer falta siquiera esperar a Charles Dickens (¿porque quien podría negar que Tiempos difíciles es una novela sobre el capitalismo?)[13]. Con anterioridad, las palabras mordaces del ensayista romántico Thomas Carlyle sacudieron la conciencia pública. Su ensayo titulado «Signos de los tiempos» (1829) sugiere una conexión interesante entre los trascendentales cambios experimentados en la esfera económica y social, por una parte, y el resurgimiento profético simultáneo, por otra. Las convulsiones de una sociedad que se caía a pedazos a medida que avanzaba la «edad mecánica» agitaban, observó él, la «furia fatídica» de la profecía. Comparó el fanatismo religioso de los milenaristas evangélicos con el hedonismo de los utilitarios. Y mencionó como defensor del segundo enfoque al joven John Stuart Mill, que seguía bajo la influencia de Jeremy Bentham. Ambas religiones estaban logrando conversos, de modo que «el delirio casual de unos cuantos se convierte, por esta reverberación misteriosa, en el frenesí de muchos. […] Uno anuncia que el último de los sellos deberá abrirse, positivamente, en el año 1860; y el otro nos asegura que “el principio de la mayor felicidad” va a convertir la tierra en un paraíso, en un tiempo aún más breve»[14].

Los alemanes Marx y Engels, que lanzaron contra el capitalismo el ataque teórico más radical, se instalaron en Inglaterra en 1849, tras residir largos periodos en París y Bruselas, donde habían practicado el periodismo y el activismo político. La formación de Marx estuvo modelada en gran medida por la controversia acerca de la deseabilidad de la «sociedad burguesa» que se había extendido en Alemania desde los tiempos de G. W. F. Hegel. Los otros pasos fundamentales en su formación intelectual fueron la lectura de los socialistas utópicos, del economista suizo J.-C.-L. de Sismondi, así como el conocimiento de las ideas de los socialistas franceses Louis Blanc y Pierre-Joseph Proudhon, a quienes había conocido en París. Estos autores identificaron los primeros signos o algunos aspectos importantes del nuevo régimen capitalista.

Hegel y los hegelianos, tanto de derechas como de izquierdas, no tenían un concepto del capitalismo, pero sí una teoría sobre la burguesía[15]. Su problema era determinar si el encuentro de los valores alemanes con el individualismo económico occidental –lo que Montesquieu había denominado la civilización de doux commerce o «comercio apacible»– era o no bueno. Ciertamente no puede decirse que fueran conocedores de la industria moderna. Lo mismo puede decirse de los autores de comienzos del siglo XIX que deseaban alcanzar una sociedad mejor mediante experimentos prácticos, construyendo sociedades artificiales a pequeña escala. Se trataba de visionarios tales como Charles Fourier, Robert Owen y Henri de Saint-Simon, conocidos en conjunto como los socialistas utópicos.

«Los utopistas», escribió Engels con acierto, «eran utopistas porque no podían ser otra cosa en una época en la que la producción capitalista estaba aún tan poco desarrollada. Necesitaban construir idealmente los elementos de una nueva sociedad, porque dichos elementos no se manifestaban de un modo general y visible en la vieja sociedad»[16].

Por contraste, Sismondi, el teórico de las crisis capitalistas, estaba ya plenamente inmerso en la modernidad. En el prólogo a la segunda edición de los Nuevos principios de economía política, de 1827, escribía: «El estudio que hice sobre Inglaterra confirma mis Nuevos principios. Yo vi en ese país sorprendente, que parece estar realizando un gran experimento para instruir al resto del mundo, cómo la producción aumentaba mientras la felicidad disminuía»[17]. Este «gran experimento», para el que Sismondi no tenía aún nombre, parecía basarse en una confusión sustancial entre los fines de una buena vida (felicidad) y los medios para alcanzarla (riqueza); confusión producida porque los ingleses habían sacrificado a la acumulación de riqueza cualquier otro objetivo razonable. De ahí que la paz de todas las clases sociales estuviera amenazada por una sensación generalizada de inestabilidad, más fuerte en la parte inferior de la escalera social:

La nación inglesa consideró más económico renunciar a los cultivos que demandan más mano de obra y despidió a la mitad de los labradores que poblaban sus campos; consideró más económico reemplazar con máquinas de vapor los obreros manufactureros y así despidió, retomó y despidió de nuevo a los obreros de las ciudades. […] Consideró más económico pagar a todos los obreros el salario más bajo con el que pudieran vivir. […] Le pareció más económico alimentar a los irlandeses solo con patatas y vestirlos con harapos; por eso cada packet-boat les trae legiones de irlandeses que trabajan más barato que los ingleses y desplazan a estos de todos los oficios. ¿Cuáles son entonces los frutos de esa inmensa riqueza acumulada?[18]

Todo esto puede encontrarse en Sismondi, incluido el uso del término «proletarios» para describir a los obreros pobres, con familias grandes y hambrientas, y la conciencia de que el capitalismo produce recesiones económicas, frustración y miseria moral. La principal preocupación de Sismondi, por lo tanto, radicaba en la siguiente paradoja: ¿por qué insistían los ingleses en aplicar las recetas falaces de Adam Smith, a pesar de los dudosos resultados del experimento que estaban realizando? Nuevos principios de economía política, una de las primeras defensas de la intervención pública en la economía capitalista, quería ofrecer una crítica constructiva.

La palabra «capitalismo» fue acuñada hacia mediados de siglo por Louis Blanc y Pierre-Joseph Proudhon, ambos participantes en la Revolución de 1848 en Francia[19]