Impresiones y paisajes - Federico García Lorca - E-Book

Impresiones y paisajes E-Book

Federico García Lorca

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Recuerdos, paisajes, figuras, escenas… Es este uno de los textos más hermosos que se ha escrito sobre nuestro país y del que se cumple un siglo desde su publicación. Una rareza en la obra juvenil de Lorca, pues precede al resto de sus obras y en él asoman ya muchos de los temas que llevará a la poesía y al teatro tiempo después: la melancolía de la memoria, el drama de la muerte, la esencialidad de los espacios, la ensoñación, la soledad de la ruina. Ciudades como Ávila o Granada, lugares silentes, casi fantasmales, que salen al paso del caminante, al igual que las iglesias, sepulcros, aldeas austeras o jardines ensimismados; a todo ello cubre con su velo poético este atento viajero que trata de fijar todas esas imágenes que le salen al paso. Su experiencia neoyorquina, que cristalizará de forma póstuma en el poemario Poeta en Nueva York, el gran libro de viajes de la literatura española del primer tercio del siglo XX, cierra vitalmente su ciclo ambulante. Se incluye, a modo de broche, su propio testimonio en la ciudad y datos extraídos de su correspondencia, pues ambos periplos por España y América, que marcaron el comienzo y el final de su vida, conforman una luminosa oda al placer de viajar que no ha perdido su belleza. "Los recuerdos de viaje son una vuelta a viajar, pero ya con más melancolía y dándose cuenta más intensamente de los encantos de las cosas..." Federico García Lorca

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SOBRE LOS AUTORES

FEDERICO GARCÍA LORCA (Fuente Vaqueros, Granada 1898 - Arroyo Víznar a Alfacar, 1936)

Es, junto a Valle Inclán, la figura teatral más sobresaliente de su época y la intensidad de su trabajo como poeta y dramaturgo crece con el tiempo. Murió fusilado en los primeros momentos de la Guerra Civil. Su paso por la Residencia de Estudiantes y su amistad con figuras como Buñuel, Dalí o Alberti marcaron una obra profundamente original y grabaron para la posteridad el espíritu de una época, la Generación del 27, que supo retratar de forma intensa y profunda. Algunas de sus obras mas reconocidas son Yerma, Bodas de sangre, Mariana Pineda, La casa de Bernarda Alba o Poeta en Nueva York (póstuma), tras una estancia de la que ofrecemos su poco conocida conferencia «Un poeta en Nueva York». Gran viajero, pasó por también por Cuba, Argentina y Uruguay. En su juventud recorrió gran parte del país a iniciativa de su profesor, Martín Domínguez Berrueta, cuya experiencia impregna estas páginas.

JOSÉ MANUEL QUEROL Y DANIEL MARÍAS

Son profesores del Departamento de Humanidades de la Universidad Carlos III de Madrid. Ambos imparten Filosofía, Lenguaje y Literatura, e Historia, Geografía y Arte, respectivamente.

SOBRE EL LIBRO

Recuerdos, paisajes, figuras, escenas… Es este uno de los textos más hermosos que se ha escrito sobre nuestro país y del que se cumple un siglo desde su publicación. Una rareza en la obra juvenil de Lorca, pues precede al resto de sus obras y en él asoman ya muchos de los temas que llevará a la poesía y al teatro tiempo después: la melancolía de la memoria, el drama de la muerte, la esencialidad de los espacios, la ensoñación, la soledad de la ruina. Ciudades como Ávila o Granada, lugares silentes, casi fantasmales, que salen al paso del caminante, al igual que las iglesias, sepulcros, aldeas austeras o jardines ensimismados; todo ello lo cubre con su velo poético este atento viajero que trata de fijar todas esas imágenes que le salen al paso.

Su experiencia neoyorquina, que cristalizará de forma póstuma en el poemario Poeta en Nueva York, el gran libro de viajes de la literatura española del primer tercio del siglo XX, cierra vitalmente su ciclo ambulante. Se incluye, a modo de broche, su propio testimonio en la ciudad y datos extraídos de su correspondencia, pues ambos periplos por España y América, que marcaron el comienzo y el final de su vida, conforman una luminosa oda al placer de viajar que no ha perdido su belleza.

Los recuerdos de viaje son una vuelta a viajar, pero ya con más melancolía y dándose cuenta más intensamente de los encantos de las cosas...

FEDERICO GARCÍA LORCA

Impresiones y paisajes

Con Un poeta en Nueva York

FEDERICO GARCÍA LORCA

Impresiones y paisajes

Con Un poeta en Nueva York

FEDERICO GARCÍA LORCA

INTRODUCCIÓN DE DANIEL MARÍAS Y JOSÉ MANUEL QUEROL

Colección Solvitur Ambulando | n.° 9

Impresiones y paisajes

Con Un poeta en Nueva York

FEDERICO GARCÍA LORCA

Título original: Impresiones y paisajesPrimera edición original: Tipografía y Litografía Paulino Ventura Traveset, Granada,1918

Título de esta edición: Impresiones y paisajes. Con Un poeta en Nueva York Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, junio de 2019 © de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, 2019www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© de la introducción: Daniel Marías y José Manuel Querol

© de la maquetación y el diseño gráfico: Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-37-4 | IBIC: WTL

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

PREFACIOImpresiones viajeras de Federico García Lorca Daniel Marías y José Manuel Querol

PRÓLOGO

MEDITACIÓN

ÁVILA

I

II

MESÓN DE CASTILLA

LA CARTUJA

I

II CLAUSURA

SAN PEDRO DE CARDEÑA

MONASTERIO DE SILOS

I EL VIAJE

II COVARRUBIAS

III LA MONTAÑA

IV EL CONVENTO

V SOMBRAS

SEPULCROS DE BURGOS

I LA ORNAMENTACIÓN

II

CIUDAD PERDIDA

I BAEZA

II

III UN PREGÓN EN LA TARDE

LOS CRISTOS

GRANADA

I AMANECER DE VERANO

II ALBAYZÍN

III CANÉFORA DE PESADILLA

IV SONIDOS

V PUESTAS DE SOL. VERANO. INVIERNO...

JARDINES

I JARDÍN CONVENTUAL

II HUERTOS DE LAS IGLESIAS RUINOSAS

III JARDÍN ROMÁNTICO

IV JARDÍN MUERTO

V JARDINES DE LAS ESTACIONES

TEMAS

RUINAS

FRESDELVAL

UN PUEBLO

UNA CIUDAD QUE PASA

UN PALACIO DEL RENACIMIENTO

PROCESIÓN

AMANECER CASTELLANO

MONASTERIO

CAMPOS

MEDIODÍA DE AGOSTO

UNA VISITA ROMÁNTICA SANTA MARÍA DE LAS HUELGAS

OTRO CONVENTO

CREPÚSCULO

TARDE DOMINGUERA EN UN PUEBLO GRANDE

IGLESIA ABANDONADA

PAUSA

UN HOSPICIO DE GALICIA

ROMANZA DE MENDELSSOHN

CALLES DE CIUDAD ANTIGUA

EL DUERO

ENVÍO

APÉNDICENueva York y la experiencia americana Daniel Marías y José Manuel Querol

CONFERENCIAUn poeta en Nueva York Federico García Lorca

NOTA A ESTA EDICIÓN

PREFACIO

IMPRESIONES VIAJERAS DE FEDERICO GARCÍA LORCA

DANIEL MARÍAS Y JOSÉ MANUEL QUEROL

«Moreno oliváceo, ancha la frente, en la que le latía un mechón de pelo empavonado; brillantes los ojos y una abierta sonrisa transformable de pronto en carcajada; aire no de gitano, sino más bien de campesino, ese hombre, fino y bronco a la vez, que dan las tierras andaluzas. […] Había magiri, duende, algo irresistible en todo Federico. ¿Cómo olvidarlo después de haberlo visto o escuchado una vez? Era, en verdad, fascinante: cantando, solo o al piano, recitando, haciendo bromas e incluso diciendo tonterías». Así describe en La arboleda perdida Rafael Alberti a Federico García Lorca —que decía de sí mismo que había heredado de su padre la pasión y de su madre la inteligencia, según le confesó a Ernesto Giménez Caballero—, autor de una singularísima obra, en la que, por fortuna, es posible sumergirse una y otra vez con fruición, hasta en sus creaciones de juventud y consideradas menores o de escaso valor literario por la crítica especializada.

Un siglo después de su primera edición, y pese a la existencia de otras posteriores, e incluso de alguna reciente que coincide en el tiempo con este homenaje centenario, La Línea del Horizonte ha decidido dar de nuevo a la imprenta Impresiones y paisajes (1918), primer libro de Federico García Lorca. Ello obedece a que, pese a todo, sigue siendo un texto poco conocido e insuficientemente leído por el gran público, incluso entre los amantes de los libros de viajes.

¿Ante qué nos encontramos? Por lo pronto, como ya se ha apuntado, ni más ni menos que ante la primera obra publicada por García Lorca; se trata, por tanto, del más temprano fruto de «uno de los seres humanos más artísticamente dotados de todos los tiempos», como apostillaba su biógrafo, Ian Gibson, y que marca un nuevo periodo vital y creativo y anticipa y condensa la evolución literaria de su autor1. Es, además, el único libro de este género, escrito en prosa lírica, por el poeta y dramaturgo granadino, entonces veinteañero, y poco tiempo después genio de las letras, mundialmente conocido por monumentos literarios como el Romancero gitano (1928), Bodas de sangre (1933), La casa de Bernarda Alba (1936) o Poeta en Nueva York (1940), obra de viaje póstuma en torno a la que también se aportan algunos materiales de interés en la presente edición2.

Entre las páginas de Impresiones y paisajes es posible asistir, de modo práctico, a la gestación literaria del escritor, y encontrar influencias impresionistas y simbolistas —de gran importancia en nuestros autores de la primera mitad del siglo XX— tanto como modernistas, pero también la impronta que la denominada generación del 98 y el Regeneracionismo dejaron bajo la línea de flotación de la generación lorquiana, así como las ideas y los modos de hacer de la generación de 1914.

Entre otras cosas, como ejemplo diáfano de lo que será la madurez literaria de Lorca, en Impresiones y paisajes están inscritas, de un modo u otro, las notas compositivas de muchos de los más relevantes textos lorquianos, tal y como apunta Pablo Valdivia3; Mariana Pineda o Yerma tendrían su germen en las descripciones sobre las convenciones sociales que aparecen en la descripción de las muchachas castellanas, de igual modo que el personaje de Martín de El lenguaje de las flores tiene notas que parecen ser la transposición literaria evocativa de Martín Domínguez Berrueta, el profesor de Lorca y guía de viaje; el silencio de los claustros y las calles castellanas, y su ambiente opresivo, quizás fueran el origen del silencio triste de La casa de Bernarda Alba, como aquel aire de hierro de Ávila o Zamora se reconstruyen en aurora concolumnas de cienoenPoeta en Nueva York. Hasta Mariana Pineda tiene su avatar en la Doña Jimena de Impresiones y paisajes, quizás derivada de la ósmosis regeneracionista lorquiana.

De igual modo, la clasificación de cada una de las estampas como «escena» acerca la concepción poética lorquiana primera al teatro tardorromántico modernista, a Marquina y a Villaespesa, que él aplica en el atrezo del decorum y en el tono (entre descriptivo y elegíaco); si bien, y de acuerdo con Ramón Asquerino, quizás el término más apropiado para cada escena sea el de «estampa», y entonces aparecen de modo claro en Impresiones y paisajes textos de Gabriel Miró (tan olvidado hoy), como El humo dormido4, que también se mira en la prosa de Azorín —sobre todo en la lentitud del tempo de las descripciones— y en la pintura impresionista de Joaquín Sorolla o Darío Regoyos; melancolía y misticismo mironianos, entre románticos y modernistas, a los que dota Lorca de una modulación simbolista a través del uso de la sinestesia para muchas de las descripciones; no en vano Lorca es también músico, y por eso todo suena, ya se trate de ruidos, melodías o voces. Incluso «suena» el silencio —con gran protagonismo en el libro—, y no digamos los ecos.

Indudablemente, todas estas cosas —la personalidad y precocidad de su autor, así como la singularidad del texto— confieren a esta obra un valor intrínseco; pero, además, Impresiones y paisajes es un hermoso compendio de vigorosas y originales descripciones y evocaciones de distintos rincones y gentes de nuestro país, que nos transportan a una época ya fenecida —evocada por las postales en color sepia— y en nuestra humilde opinión nos sumergen, pese la bisoñez de Lorca, en el fascinante y gozoso mundo de la literatura con mayúscula.

Según García Lorca, «la ornamentación es el ropaje y las ideas que envuelven a toda obra artística. La idea general de la obra son las líneas y por lo tanto su expresión. El artista lo primero que debe tener en cuenta para la mejor comprensión de su alma es el primer golpe de vista, o sea el conjunto del monumento, pero para expresar sus pensamientos y su intención filosófica se vale de la ornamentación, que es lo que habla gráfica y espiritualmente al que lo contempla»5. Pues bien, la ornamentación cobra un gran protagonismo en Impresiones y paisajes y es sumamente rica. Tanto, que podríamos decir, sin exageración, que nos hallamos ante una geografía lírica, prosa poética, musical y pictórica, impresionista y simbolista, de gran plasticidad. El autor trata de expresar de dicha forma lo que siente, de compartir, no sin cierto pudor, los ecos que las cosas hacen resonar en su interior; como subraya en el prólogo, «hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas»6. García Lorca no pretende describir las cosas tal y como son, sino tamizadas y a través de las emociones y sentimientos que le provocan. En este sentido, nada le es ajeno ni le deja indiferente. Su deseo es «verlo todo, sentirlo todo».

Geografía lírica en la que el poeta se hace acompañar de otros artistas viajeros que dormitan en su memoria, en sus lecturas y en su retina, y se filtran en las líneas que va escribiendo. Azorín —pese a que García Lorca lo aborrece— se cuela en la identificación de Castilla y España, y en la construcción de oraciones cortas, en el decadentismo manifiesto, como en La ruta de Don Quijote (1905), del mismo modo que se deja ver la desolación machadiana de Campos de Castilla (1912), que incluso recuerda temáticamente en la escena «Un hospicio en Galicia», que Lorca introduce en la tercera parte del texto («Temas»); también Baroja y su mística (Camino de perfección, 1902), la visión romántica de Regoyos —al que García Lorca califica de genial en su libro— y su reivindicación de la justicia social, los crepúsculos de Unamuno —apreciado por Lorca— en sus viajes Por tierras de Portugal y España (1911), los jardines solitarios de Juan Ramón Jiménez —también elogiado en Impresiones y paisajes—, y hasta Paul Verlaine (a través de Rubén Darío), el conde de Lautréamont e incluso Maurice Maeterlinck —asimismo alabado en dicha obra—, el Valle-Inclán —otro autor despreciado por García Lorca— de las Sonatas (1902-1905) y la melancolía mediterránea de la pintura de Santiago Rusiñol —ni siquiera escapará la impronta de Zuloaga en la descripción de los cristos lorquianos o El Bosco—.

Pintura y música, música y pintura, para hacer literatura con toda su biblioteca a disposición de lo que su mirada le devuelve del paisaje. Lorca, nacido en 1898, el «año del desastre», de la pérdida de Filipinas y de las últimas colonias americanas, se impregnó de la cultura y el pensamiento finiseculares y de principios del siglo XX, pese a que nunca fue lo que se dice un buen estudiante. Sin embargo, parece ser que sí que fue un voraz lector. Pepín Bello, conocido por la íntima amistad fraguada en la Residencia de Estudiantes con Dalí, Buñuel y García Lorca, comentaba respecto a este último que «lo había leído todo. No sé si se lo había imbuido Dios, pero lo había leído todo, y eso que nunca fue un beato con libros, nunca fue bibliófilo y su biblioteca era más bien escasa»7.

El viaje no lo es si no se acompaña de la experiencia, y la experiencia lorquiana es libresca y plástica, es musical, y es capaz de sustanciar y reorganizar su memoria como memoria cultural que impregna la visual, enriqueciéndola, de modo que el paisaje, los edificios, los personajes que ve pasar, son suyos, pero también de Machado, Unamuno o Miró. Pero también Lorca viaja consigo mismo desde Impresiones y paisajes; la «sangre de pámpanos» de El Público está ya en «Sepulcros de Burgos», el bestiario lorquiano, las vacas, las palomas, los perros, los caballos, la geografía de acequias, de ruinas, de balcones, de calles, de yedras…, que parecen acompañar a su retina desde los viajes con Berrueta hasta que se apagara cuando, como él decía, «Lobos y sapos cantan en las hogueras verdes». La gran sensibilidad de García Lorca —no nos cabe duda de que fue lo que algunos psicólogos denominan hoy día «persona altamente sensible»8— se percibe con claridad en esta obra de juventud, quedando materializada en vívidas descripciones que ponen en juego los sentidos de una forma rotunda.

Los viajes en grupo realizados por García Lorca, y que constituyen el alimento que nutre Impresiones y paisajes, tenían como nodos e hitos principales algunas ciudades españolas, si bien esto no queda tan claramente evidenciado en el libro por el protagonismo concedido a cada descripción; algunas descripciones son breves, y otras directamente inexistentes. Además, de lo escrito a lo finalmente publicado en forma de libro, se observan variaciones y omisiones.

Para evidenciar esto aludiremos al caso de la ciudad de Ávila, con la que prácticamente se inicia la obra. Le causa una muy buena impresión, pese a lo cual no se extiende demasiado. Dirá de ella que se trata de «la ciudad más castellana y más augusta de toda la meseta colosal». La buena conservación de su casco histórico le lleva a resaltar la presencia en su interior de un «espíritu antiquísimo». Su urbanismo le invita a viajar en el tiempo varios siglos atrás. A sus padres les escribirá el 19 de octubre de 1916 contándoles con emoción: «es como si la Edad Media se hubiera levantado del suelo»9. Y en su obra dirá en el mismo sentido que es como si se hubiera hecho realidad el escenario de un cuento infantil. En unas notas manuscritas que quedaron sin publicar insistirá en que «Ávila es una ciudad de ensueño y poesía», en la que su glorioso pasado tiene gran protagonismo.

Llama la atención el hecho de que omita en su libro algunas cosas que le causaron una honda impresión, y de las que por fortuna tenemos testimonio tanto por la correspondencia como por las mencionadas notas inéditas. Curiosamente no referirá en su libro algo que le parece «de lo más interesante de Ávila», la oportunidad de ver a la gente ataviada con trajes típicos y de poder intercambiar impresiones: «Los campesinos visten como antiguamente, las mujeres con faldas enormes de anchas y de muchos colorines, con grandes pañuelos de flores y preciosos aretes; hombres, pantalón corto. Chaquetilla corta y sombrero calañés. Hablan divinamente y están enormemente educados». Más llamativo aún resulta que, aunque en su libro dirá que «nadie debe de hablar ni de pisar fuerte para no ahuyentar al espíritu de la sublime Teresa», no aludirá más a la santa pese a que, según él, «el alma de la dulcísima Teresa está suspendida sobre la ciudad» y pese a que, como ha quedado evidenciado, estuvieron en Ávila coincidiendo con las fiestas dedicadas a la abulense más universal y tuvieron la oportunidad no solo de empaparse del ambiente reinante, sino también de hacer exhaustivas visitas guiadas y con trato de privilegio. Es más, ni siquiera alude en su libro a un episodio verdaderamente singular, vivido gracias a las gestiones de Domínguez Berrueta, que le dejó marcado, según le decía a sus padres: «Estoy contentísimo porque he visto un convento de clausura perpetua […] todo por dentro. […] Hemos puesto una pica en Flandes. Eso no lo ha visto nadie más que el Rey y nosotros. […] a la clausura no entra nadie y hemos entrado nosotros. […] Con permiso especial del Nuncio hemos visitado la clausura del convento de la Encarnación […]. Yo estaba emocionado de ver aquellos claustros donde vivió la gloria más alta de España, la mujer más grande del universo como es Teresa de Jesús; de ver y tocar la cama donde descansó, las sandalias, la celda donde vivía y donde se le apareció Cristo atado a la columna, y el locutorio donde hablaba con el sublime místico san Juan de la Cruz y san Pedro de Alcántara». No solo disfrutó mucho, también pensó que lo hubiera hecho su familia con «estas cosas que hacen volver la vista a otra parte más alta que la tierra». Y se llevó recuerdos en la memoria, pero también otros más materiales: «Como llevaba navaja, don Martín me hizo cortar astillas de todo lo que usó la santa y [que] las llevó a Granada. Las monjas nos dieron escapularios y reliquias de la santa y de san Juan. Sacamos fotografías de las monjas a hurtadillas (no querían)»10.

Hay, pues, como ha quedado dicho y evidenciado, ostensibles diferencias entre lo publicado en Impresiones y paisajes, y lo vivido por García Lorca, así como lo escrito por él mismo en cartas y en otros textos, algunos de los cuales fueron dados a la imprenta antes de la aparición del libro.

Paradójicamente, tratándose de un libro de viajes, la ciudad a la que mayor atención dedica es Granada, a la que no viaja, sino en la cual reside. Se trata, con todo, de atípicas estampas —algunas de gran interés y calidad, como las «sonoras»—, mereciendo notable protagonismo dentro del conjunto el barrio del Albaicín, de «espantosos contrastes de misticismo y lujuria»; «el Albayzín miedoso y fantástico, el de los ladridos de perros y guitarras dolientes, el de las noches oscuras en estas calles de tapias blancas, el Albayzín trágico de la superstición, de las brujas echadoras de cartas y nigrománticas, el de los raros ritos de gitanos, el de los signos cabalísticos y amuletos, el de las almas en pena, el de las embarazadas, el Albayzín de las prostitutas viejas que saben del mal de ojo, el de las seductoras, el de las maldiciones sangrientas, el pasional...»11.

En cualquier caso, como hemos apuntado, las descripciones de ciudades, por lo general, brillan por su ausencia en la obra. Se trata pues, de un libro de viajes atípico, en el que incomprensiblemente García Lorca nada dice de lugares de gran enjundia —ni rastro de Segovia, ni de Toledo, ni de Salamanca, ni de Córdoba, ni de Madrid, ni de otras ciudades visitadas—, teniéndonos que conformar con asomarnos brevemente a su opinión sobre algunas ciudades gracias a la correspondencia que se ha conservado; así sabemos que para él Burgos «es maravilloso, tanto en lo antiguo (que es de lo mejor de España) como en lo moderno»12, que «León es hermoso»13, que «Coruña gustóme mucho, sobre todo el mar»14, que Palencia es «una cosa rarísima y que yo nunca me hubiera figurado» 15, o que «Madrid, cada vez que lo veo, me gusta más por la despreocupación que aquí reina. […] Siempre que he pasado por Madrid me han entrado ganas de venirme a estudiar aquí, no por la ciudad porque al fin y al cabo Granada es infinitamente mejor que esto, sino por las gentes, que son bien distintas, y porque aquí, pudiendo estar sin fatigas económicas, es muy fácil triunfar en cualquier orden de cosas»16.

Como ha quedado patente con anterioridad, a García Lorca le interesan especialmente y llaman la atención lugares y aspectos de significación religiosa. En efecto, a lo largo del libro el lector se topa con cierta frecuencia con descripciones y pasajes con claras connotaciones religiosas, como en las páginas dedicadas a la cartuja de Miraflores (Madrid) y los monasterios de San Pedro de Cardeña y Silos (Burgos), por mencionar algunos ejemplos destacados, que no únicos. También habrá lugar para explayarse acerca de sepulcros, Cristos, procesiones… Cabe señalar que hay en García Lorca una temprana atracción por estos temas que tiene que ver con las tradiciones, los rituales, la liturgia, la estética, la escenografía… incluso con el retiro, la calma y el silencio…, pero también ha de tenerse presente lo místico y espiritual, y su «angustia constante del más allá»17.

Además de ciudades y pueblos, y de distintos monumentos, García Lorca repara en el paisanaje, como por ejemplo cuando describe: «Hay en las puertas de las casas mujerucas fracasadas, con los ojos hundidos en las arrugas amarillas de su piel. Hay hombres que andan lentamente, con las caras negruzcas, los hombros estrechos. […] Pasan unas mozuelas por la calle con sus refajos vuelosos, de caderas exageradas pasadas de moda, pero en sus rostros jóvenes está impreso el amargo sello del aburrimiento trágico de la población»18. O cuando reproduce alguna conversación o nos ofrece galerías de personajes: «Siguió el desfile de tipos campesinos, que todos parecen iguales, con sus ojos siempre entornados por la costumbre de mirar toda la vida al campo y al sol... y pasaron esas mujeres, que son un haz de sarmientos, con los ojos enfermos y los cuerpos gibosos, que van con gestos de sacrificadas a que las curen en la vecina ciudad»19. Y es que a García Lorca, aunque en esta obra no quede tan patente, le interesa «más la gente que habita el paisaje que el paisaje mismo. Yo puedo estarme contemplando una sierra durante un cuarto de hora. Pero en seguida corro a hablar con el pastor o el leñador de esa sierra»20.

García Lorca no solo describe algunas de las poblaciones —de distinto tipo— por las que transita, los monumentos que visita o la gente que ve y con la que en ocasiones habla. También pone de manifiesto una honda sensibilidad para los fenómenos atmosféricos, y en general para las «cosas del campo», entendidas en sentido amplio. En una entrevista de 1933 declaraba con rotundidad: «El campo me gusta más que nada»21. Y en otra dada al año siguiente ahondaría en ello: «Amo a la tierra […]. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra»22. Por tanto, no es de extrañar toparse en Impresiones y paisajes con algún pasaje como este: «Vuelven a pasar las agrestes plenitudes de la sierra. De grietas enormes nacen alcaparras como verdes cascadas congeladas sobre las piedras. Hay raros alfabetos en los suelos y en las paredes gigantes. Hay rostros y escenas dibujados en las canteras. Hay pedruscos redondeados que están sobre las pendientes con ansia de rodar a la calma cárdena de las honduras. Hay serios bosquecillos de retamas que son las moradas obscuras de los lagartos. En el olvido de algunos esquinazos abren las bocas de sus antros las culebras»23.

Es más, no solo están presentes en las descripciones paisajísticas de García Lorca elementos como el relieve, la vegetación o la fauna; también en ellas cobran protagonismo elementos más sutiles, como el viento: «Suena el viento de la sierra con ruido dramático… Viento fuerte, cargado de aromas admirables. Viento agradable y dulce, con solemnidad bíblica. Viento de leyendas de ánimas y cuentos de lobos. Viento que tiene alma de invierno eterno, acostumbrado a ladridos de perros y rodar de peñas en el misterio de la media noche… Viento lleno de poesía popular, cuyo encanto miedoso nos enseñó la abuela al conjuro de sus cuentos…»24.

Asimismo, García Lorca nos hace partícipes de las características de cada estación del año, así como de sus variaciones, lo que incide en la consciencia del paso del tiempo a escala lenta, que combina con los ciclos diurnos, pues también llega a introducir descripciones tanto diurnas como vespertinas y nocturnas.

Mención especial merece el jardín —entendido en sentido amplio—, creación en que se funde la naturaleza con lo humano y por la que muestra gran querencia García Lorca; tanto es así que le dedica una sección en su libro, pues «todas las melancolías tienen esencia de jardín […]. Parece que los jardines se hicieron para servir de relicario a todas las escenas románticas que pasaran por la tierra»25.

A poco que uno observe con cierto detalle, se dará cuenta de que muchos de los textos contenidos en Impresiones y paisajes son, en cierto modo, «ageográficos»; prescinden a menudo de referencias explícitas que permitan identificar el lugar concreto del que se está hablando, quizá porque a su autor le interese más la expresión de ideas, sentimientos, ambientes, tipos… que su anclaje a un territorio determinado. En cierto modo, es la antítesis a una crónica de viajes, en buena medida se esfuma, o queda difuminado, o vagamente caracterizado, y otro tanto ocurre con la cronología, que es alterada, retorcida y fracturada cuando no triturada. No importa tanto el dato, la precisión, el rigor... Tampoco una supuesta objetividad para quien es capaz de descubrir «en las formas exteriores de las cosas el alma vital que las anima»26.

Y es que, como también ha podido verse por lo mostrado hasta ahora, los escritos de García Lorca son, además, cualquier cosa menos académicos. Y eso que Impresiones y paisajes sintetiza varios «viajes de estudios» —«estudiamos una barbaridad», «enterándome de tantas cosas que no sabía y que hacen falta para una cultura un poco sólida», dirá por carta García Lorca a su familia—. No está de más mencionar que, en última instancia, es una feliz consecuencia de la actividad educativa, cultural y viajera emanada de la Institución Libre de Enseñanza27, creada en 1876, y que tantos y tan buenos frutos dio en lo que con justicia se considera la Edad de Plata de la Cultura española, que se extiende desde entonces hasta la Guerra Civil. Más concretamente, tiene su origen en el ímpetu excursionista y didáctico de Martín Domínguez Berrueta (1869-1920), catedrático de Arte y Literatura en la Universidad de Granada y profesor de Federico García Lorca, hondamente preocupado por la necesidad de reformar la enseñanza, y que aplicaba la pedagogía institucionista haciendo viajes con sus alumnos28. Con él recorrió Lorca parte de Andalucía, Castilla y Galicia entre 1916 y 1917, viajes que el poeta convirtió, en sus propias palabras, en «escenas», algunas de las cuales fueron impresas como artículos por el Diario de Burgos, por la revista granadina Letras o por la revista sevillana Grecia, y que finalmente agrupó, a menudo modificadas, junto a otras que no habían visto la luz, y fueron editadas en esta publicación no venal29 que accedió a sufragar su padre —«agricultor, hombre rico, emprendedor», en palabras de su hijo— y que apenas tuvo eco ni lectores.

No tenemos la menor duda de que estas publicaciones —artículos y libro— fueron alentadas por Domínguez Berrueta, que entre otras cosas, como director de la revista de la Facultad de Letras de la Universidad de Granada Lucidarium, no solo fomentaba la publicación en ella de los profesores, sino también por parte de los alumnos —entre otros, textos relacionados con las excursiones comandadas por el propio Domínguez Berrueta—.

Dado su interés, ofrecemos aquí el testimonio de Francisco García Lorca, hermano de Federico, referido a aquella época y al mencionado profesor: «Después de aprobar el año preparatorio, que era común a Letras y Derecho, Federico había intentado primero la carrera de Letras. En esta Facultad trabó conocimiento con un profesor de Historia del Arte nada común, don Martín Domínguez Berrueta, que había de ejercer influencia notoria en la vida y obra de mi hermano. […] Yo no sé cuál era el grado de preparación de don Martín […]. Pero sí sé que don Martín establecía una relación personal, casi familiar, con sus estudiantes, a quienes llevaba a su casa, que era una prolongación de la cátedra»30. Ya había manifestado públicamente Domínguez Berrueta que «el catedrático no debe ser señor encastillado en su saber, ni torre amurallada, inexpugnable»31. Y a fe que predicaba con el ejemplo, compartiendo con llaneza, generosidad e ilusión sus inquietudes y su saber. Aunque próximo al medio siglo de edad, así lo describe García Lorca a su familia: «Don Martín es un niño de 18 años, corre, ríe, canta con nosotros, y nos trata de igual a igual»32.

Domínguez Berrueta había llegado a la Universidad de Granada en 1910. Ya por aquel entonces había manifestado públicamente su honda preocupación por la situación en la que se hallaba la universidad española33. Una de las formas en que trató de poner su granito de arena para mejorarla fue impulsar la realización de actividades fuera de las aulas, como visitas y excursiones, siguiendo la tradición de la Institución Libre de Enseñanza. A buen seguro Martín Domínguez Berrueta era de los que pensaban —como dijera el institucionista Rafael Torres Campos—, que «no valen muchas lecciones lo que cualquier viaje»34. En efecto, un aspecto muy importante de su docencia es que «Don Martín acostumbraba hacer excursiones […] con los alumnos»35, práctica que sería ensalzada en la prensa por su amigo —e institucionista de pata negra— Antonio Machado: «Berrueta recorre con sus alumnos los pueblos de España; más que en las aulas tiene su cátedra en el tren, en los coches de postas, camino de las viejas urbes, donde él con los suyos busca una viva emoción del arte patrio y a donde lleva su palabra, su ciencia, y la noble curiosidad de sus alumnos. […] Van a Córdoba o vienen de Toledo, se proponen llegar a Santiago pasando por Zaragoza y León, tal vez deriven hacia Levante, acaso les esperan en Salamanca o en Burgos. Berrueta es un viajero infatigable y un constante organizador de trabajos»36.

Al menos desde 1913 propició visitas en la propia Granada. Por los Carnavales de 1914 viaja con algunos alumnos a Baeza, Jaén, Cabra y Córdoba. En la Semana Santa de 1915 regresa a Baeza y marcha también a Úbeda; en junio de ese mismo año dirige una larga excursión que pasa por Madrid, Ávila, Medina del Campo, Salamanca, Burgos, León, Segovia, El Escorial y Toledo. Y así llegamos a los viajes en los que participa García Lorca.

El excursionismo de ideal gineriano llevó a Lorca entre junio de 1916 y junio de 1917 a realizar con su maestro cuatro viajes. El primero (del 8 al 18 de junio de 1916) le condujo a Baeza y a Úbeda, Córdoba y Ronda. El segundo (del 5 de octubre al 8 de noviembre de 1916) transita por Madrid, El Escorial, Ávila, Salamanca, Zamora, Santiago de Compostela, La Coruña, Lugo, León, Burgos y Segovia. Durante el tercero (finales de mayo y principios de junio de 1917) Lorca vuelve a Baeza. El cuarto (de mediados de junio hasta principios de agosto de 1917, sin bien García Lorca prolonga su estancia en Burgos junto a su maestro hasta finales de mes) le lleva a recorrer Madrid, Palencia, Burgos y Valladolid; en Burgos se detiene en Fresdelval, San Pedro de Cardeña, Las Huelgas, Silos, San Pedro de Arlanza y Miraflores, localidades de sabor medieval.

Verdaderamente Martín Domínguez Berrueta, al que García Lorca califica en su correspondencia de «buenísimo», se implicaba en las excursiones a todos los niveles; en la organización, con explicaciones, con contactos, animando a los alumnos a publicar, y también con una actitud harto ilusionante. Tal es así que García Lorca no tiene reparo en comentarle a su familia: «con demasiada franqueza, estoy encantado. Viajar es un primor, y más… como lo hacemos nosotros, atendidos por todas partes y obsequiados por todo el mundo»37. En efecto, aunque Domínguez Berrueta, salmantino de nacimiento y burgalés de adopción, tenía especial notoriedad en Salamanca y Burgos, parece que en general tenía buenos contactos en todas partes, y que el grupo de universitarios lo mismo era recibido y agasajado por las autoridades civiles que por las religiosas —que entre otras cosas les invitaba a banquetes y posibilitaba la visita a lugares de difícil acceso38—, siendo también normal el trato con intelectuales como Unamuno o Machado, quien compartió con sus lectores el recuerdo de que «todas las primaveras, coincidiendo con el paso de las cigüeñas y la vuelta de las golondrinas, hemos visto aparecer por esta vieja ciudad de Baeza, a Berrueta con su alegre grupo de universitarios granadinos»39. Una muestra evidente de la estrecha relación entre Antonio Machado y Martín Domínguez Berrueta es que el primero colaborara en la ya mencionada revista Lucidarium de la Universidad de Granada —cosa que también haría Unamuno— publicando en 1917 «Proverbios y cantares», que dedica al segundo calificándole de «maestro y amigo». «Contaba mi hermano —escribió Francisco García Lorca— que le visitaron en su casa, y que don Martín, después de la presentación de los estudiantes y un rato de charla, quiso leer en presencia de su autor el romance castellano de Alvargonzález. Machado, suavemente, tomó el libro de manos de don Martín y leyó él mismo su poema. Federico, al contar la escena, imitaba la voz grave y contenida del gran poeta»40.

Aunque curiosamente no aluda a ello en Impresiones y paisajes, a buen seguro haber tenido la oportunidad de conocer a intelectuales de la talla de Antonio Machado y Miguel de Unamuno fue importante para un joven de su sensibilidad y que se encontraba en plena formación.

Si fue crucial la apuesta por los viajes como forma de conocimiento (y de autoconocimiento) de Domínguez Berrueta, también lo fue que compartiera sus amistades y sus pasiones, entre las que se encontraban poetas y la poesía. Aunque la deuda contraída con Domínguez Berrueta por parte de García Lorca fue grande —en 1928 se referiría a él como «mi profesor y gran amigo, a quien tanto debo»41—, la íntima y trascendente relación entre profesor y alumno «se terminó con una ruptura que no pudo soldarse»42, según comentó con pena su hermano. Ruptura que afectó también a sus parientes más próximos —«todos sentimos en casa la ruptura de esta amistad, pues a través de Federico mi familia había entablado amistad con los Berrueta»43— y que parece ser que estuvo relacionada, precisamente, con la publicación en 1918 de Impresiones y paisajes, dos años antes de que falleciera prematuramente su maestro, y seis años antes de las siguientes palabras que comparte García Lorca con Fernández Almagro: «ya no tengo tiempo de pedirle perdón…, aunque me sonríe desde lejos… Dios le habrá perdonado su infantil pedantería y su orgullo a cambio de su entusiasmo»44.

Como bien señala Francisco García Lorca, «los ensayos que figuran en Impresiones sitúan únicamente al autor ante el paisaje, jardines y monumentos, sin que la anécdota del viaje académico, profesor y compañeros, aparezcan ni siquiera aludidos en las distintas prosas»45. La única mención se produce al finalizar el libro, en que de modo discreto y casi escondido y pudoroso, alude «A mi querido maestro D. Martín D[omínguez] Berrueta y a mis queridos compañeros Paquito L[ópez] Rodríguez, Luis Mariscal, Ricardo G[ómez] Ortega, Miguel Martínez Carlón y Rafael M[artínez] Ibáñez, que me acompañaron en mis viajes»46.

Muy probablemente el ego de Domínguez Berrueta se viera dolido al aparecer mencionado de modo marginal, además de que en el libro también es posible encontrar una velada crítica relacionada con él.

Mayor protagonismo recayó en otro profesor de García Lorca, también importante y no universitario, «que había hecho una ópera colosal, La hija de Jepthé, que se llevó un horrible pateo»47, su profesor de piano Antonio Segura Mesa, a cuya figura está dedicado Impresiones y paisajes: «A la venerada memoria de mi viejo maestro de música, que pasaba sus sarmentosas manos, que tanto habían pulsado pianos y escrito ritmos sobre el aire, por sus cabellos de plata crepuscular, con aire de galán enamorado y que sufría sus antiguas pasiones al conjuro de una sonata Beethoveniana. ¡Era un santo! Con toda la piedad de mi devoción»48.