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Candace Camp

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Beschreibung

Cam Monroe había sido arrancado de los brazos de la mujer que amaba y arrojado a la noche por la familia de ella. Juró entonces vengarse de las personas que tan mal lo habían tratado. Quince años más tarde, regresó a Inglaterra convertido en un hombre rico, y con suficiente poder como para arruinar a la familia Stanhope si ésta rechazaba sus demandas. Y lo que exigía era muy sencillo: que Angela Stanhope se convirtiera en su esposa. Entonces empezaron los "accidentes" misteriosos. ¿Intentarían los Stanhope apartarlo de sus vidas una vez más? ¿O se trataría de alguien de su pasado, alguien dispuesto a matar para ocultar una mentira terrible? ¿Y cuál era el papel que jugaba Angela en todo aquello?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1997 Candace Camp. Todos los derechos reservados.

IMPULSO, Nº 4 - junio 2011

Título original: Impulse

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Publicado en español en 1999

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-619-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Epílogo

Promoción

PRÓLOGO

1872

Él la estaba esperando, y ella lo sabía. La estaba esperando con la misma impaciencia que ella había sentido durante la hora anterior, cuando estaba esperando la oportunidad para poder escapar de la casa sin que nadie se diera cuenta.

Él se dio la vuelta y la vio.

–¡Angela!

Era joven; acababa de cumplir veinte años, y tenía el cuerpo esbelto y ágil de la juventud, todo músculo y huesos. Tenía el pelo negro, todavía húmedo después de haberse lavado bajo la bomba de agua, y peinado hacia atrás, rizado sobre el cuello de la camisa. Con sólo mirarlo, a Angela se le aceleraba el corazón.

Corrieron el uno hacia el otro, empujados por un anhelo que los consumía. Él la estrechó contra su cuerpo y la besó. Angela le rodeó el cuello con los brazos. Él le quitó la capucha para poder ver su gloriosa melena cobriza. Antes la llevaba recogida, pero como de costumbre, ya se le había soltado el pelo de las horquillas. Y en aquel momento, él terminó de despeinarla hundiendo los dedos en su suavidad.

Un deseo desesperado latía en él, un deseo que nunca desaparecía, que sólo se atenuaba algunas veces y se convertía en un dolor suave. Separó los labios de los de Angela y le llenó de besos la cara y el cuello. Con las manos trémulas le desató la cinta de la capa y dejó que cayera al suelo. Ella llevaba un traje de noche de color azul claro, tan ceñido que reducía a nada su cintura y que le elevaba el pecho para que resaltara por encima del escote.

Él inhaló con brusquedad al verla, y la pasión se encendió en él como una llamarada salvaje.

–Dios Santo –susurró–. ¿Tus abuelos te dejan que te pongas eso en público?

Angela se echó a reír y disfrutó del brillo de sus ojos, y del hecho de poder excitarlo de aquella manera.

–Oh, Cam, no es mucho peor de lo que lleva todo el mundo. Éste es de Cee-Cee. Se lo ponía hace dos años.

–Pues a ella no le quedaba como te queda a ti –respondió él fervientemente.

–No sé. Mi abuela quiere que sirva de inspiración para que el amigo de Jeremy, lord Dunstan, me haga una oferta de matrimonio. Es riquísimo, y proviene de una familia excepcional.

Cam frunció el labio superior con desdén.

–Quieren venderte al mejor postor.

–Los Stanhope necesitan un buen matrimonio –dijo ella, razonablemente–. Pero de todos modos, ¿qué importa? No tengo ninguna intención de casarme con ninguno de los hombres que eligen para mí –añadió. Entonces, se agarró las manos por detrás de la espalda para poner de relieve el volumen de su pecho–. Me encantó ponérmelo porque sabía que tú me ibas a ver con él. Bueno… ¿te inspira para ofrecer una puja alta?

Él sonrió.

–Sí. Te daría todo lo que tengo –respondió, y atrevidamente, le tomó los pechos en las manos.

–Ya me has dado lo que quiero –dijo ella.

Lo miró con sus ojos azul claro, tan confiada como una niña, pero con todos los deseos de una mujer. Amaba a Cam Monroe desde que tenía uso de razón, desde que él comenzó a trabajar en los establos de su familia, y le parecía un milagro que aquel verano, cuando ella había vuelto de la Escuela para Jovencitas de la Señorita Mapling, que él la hubiera visto por fin como a una mujer. Y todavía le parecía más milagroso que, dos semanas antes, hubiera admitido que la quería.

–El conde me cortaría la cabeza si me viera así contigo –le dijo Cam–. Y con razón. Eres una niña. Está mal por mi parte aprovecharme así de ti.

–¡Shh! No digas eso. ¡No está mal! Te quiero.

–Yo, yo te quiero. Angela, eres realmente mi ángel, mi precioso ángel pelirrojo. Pienso en ti todo el tiempo. Algunas veces tengo la sensación de que no voy a sobrevivir, de tanto como te deseo. Hoy, cuando te he visto salir a montar a caballo con ese insufrible idiota de Dunstan y le he visto flirtear contigo, mirarte… quería matarlo.

Entonces le besó el cuello, y después los labios, y ella los abrió, y él hundió la lengua en su boca para explorarla, acariciarla, excitarla. Angela se echó a temblar de placer.

–¡Angela! –gritó su abuelo desde el otro extremo del establo.

Ellos se separaron bruscamente y se dieron la vuelta. El abuelo de Angela estaba flanqueado por Jeremy y por lord Dunstan, el mismo hombre con el que sus abuelos querían casarla.

El conde se acercó corriendo hacia ellos, con la cara congestionada de furia.

–¡Maldito seas! ¿Cómo te atreves a poner tus sucias manos en una Stanhope?

Blandió el bastón como si fuera un bate, y lo descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza de Cam. Afortunadamente, el muchacho fue rápido y se echó a un lado, y el bastón impactó a un lado y resbaló hacia su hombro. Sin embargo, lo hizo con fuerza suficiente como para aturdirlo y hacerle una herida. Cam cayó de rodillas y comenzó a sangrar por el corte que tenía junto al ojo.

–¡Abuelo! –gritó Angela, y se lanzó hacia su abuelo cuando él levantó el brazo para golpear de nuevo–. ¡Alto! ¡No! ¡No le hagas daño!

Con todo aquel escándalo, Wicker, el encargado, bajó corriendo las escaleras que había al otro lado del establo, donde vivían los mozos, y corrió hacia ellos con otros dos empleados.

–Milord, milord, ¿qué sucede?

Los hombres se detuvieron al ver la escena que tenían ante sí. Wicker se quedó boquiabierto, y uno de los chicos murmuró:

–¡Blimey!

El conde de Bridbury soltó una sarta de maldiciones. Agarró por el brazo a Angela y la lanzó hacia Jeremy.

–Llévate a tu hermana a casa. Yo me ocuparé de este demonio.

Jeremy agarró a Angela con fuerza, pero ella forcejeó para intentar zafarse.

–¡No! ¡No quiero irme! ¡Suéltame! ¡Cam!

Se volvió hacia él, que se había puesto en pie y estaba mirando a su abuelo en actitud desafiante. Al oír sus gritos, Cam se adelantó, pero el conde hizo un gesto con el bastón, y Wicker y los otros dos mozos lo agarraron y tiraron de él hacia atrás.

–¡Ya basta! –gritó Angela–. ¡No, no le pegues! ¡Dejadme en paz!

Angela se retorció para escaparse, pero Jeremy le pasó el brazo por la cintura y la levantó del suelo, y comenzó a llevársela hacia la puerta. Ella se puso a gritar, y su hermano le tapó la boca con la mano.

–Por el amor de Dios, Angie, ¿quieres callarte? –exclamó–. Al final todos los invitados se van a dar cuenta y van a venir a ver lo que está pasando aquí. No empeores más las cosas.

–¡Angela! –gritó Cam. Tras ellos, comenzó a luchar contra sus captores, pero los tres mozos lo sujetaron con fuerza.

Angela volvió la cabeza para mirarlo una vez más. Entonces, Dunstan le abrió la puerta a Jeremy, y él salió tambaleándose con ella.

Dunstan los siguió, cerró la puerta y bloqueó por completo la imagen de Cam. Angela comenzó a llorar. Jeremy la llevó hacia la casa, y mientras caminaba, los forcejeos de Angela se debilitaron. Se dio cuenta de que era inútil resistirse. Jeremy era más fuerte que ella, así que no iba a poder escapar. Y el hecho de que lord Dunstan presenciara aquellos forcejeos le resultaba humillante. Cuando llegaron a la puerta de la cocina, Jeremy le quitó la mano de la boca y le permitió posar los pies en el suelo.

–Voy a llevarte a tu habitación –le dijo–. Subiremos por la escalera de atrás, y así nadie te verá. Pero si empiezas a gritar, voy a tenerte que tapar la boca con la mano otra vez. Y no puedes escaparte. Vamos, Dunstan, tómala por el otro brazo.

–¡No! –Angela se apartó del otro hombre todo lo que pudo–. No voy a gritar ni a escaparme, te lo prometo, Jeremy.

–Bien –dijo Jeremy. Abrió la puerta y la hizo entrar en la enorme cocina, ante las miradas de los sirvientes–. De veras, Angela, ¿en qué estabas pensando? ¿Cómo se te ha ocurrido ir al establo con uno de los mozos? Si esto sale a la luz, tu reputación quedará hecha trizas.

–¡No me importa! Quiero a Cam y voy a casarme con él.

Jeremy se quedó boquiabierto, y Dunstan se echó a reír.

–¿Casarte con uno de los mozos del establo? Vaya, eso sí que tiene gracia.

–Angela, no digas tonterías. No puedes casarte con un mozo. Eso es absurdo.

–Lo quiero –dijo con la voz temblorosa–. ¿Crees que el abuelo le va a hacer daño? Él no ha hecho nada malo.

–Yo diría que tienes una idea extraña de lo que está bien y lo que está mal, si crees que no está mal que uno de los sirvientes le haga el amor a la hija de dieciséis años de la familia para la que trabaja.

–¡No es verdad! Quiero decir que nunca hemos…

–Bueno, gracias a Dios por eso. Aunque de todos modos, podría costarte la buena reputación si se sabe…

Llegaron a su habitación, y Jeremy abrió la puerta y la obligó a entrar. Después tomó la llave de la cerradura.

–Lo siento –le dijo a Angela avergonzadamente–, pero no puedo permitir que vuelvas corriendo al establo.

Angela lo miró con frialdad. No iba a darle la satisfacción de perdonarlo. Él intentó sonreír de nuevo, y después salió de la habitación y cerró la puerta con llave. Pasaron dos horas antes de que alguien volviera a abrir. Angela se levantó de la cama y se alisó la falda del vestido. Llevaba tanto tiempo temiendo y esperando aquel momento que fue un alivio enfrentarse a su abuelo.

Apareció solo, lo cual la alivió todavía más. Angela esperaba que acudiera a verla con su abuela, y tal vez incluso con su madre para que apoyaran sus argumentos. Angela irguió la espalda y lo miró. Su padre había muerto muy joven, y su abuelo había ocupado su lugar para Jeremy y para ella. Sabía que le debía lealtad y amor, y se sentía culpable por decepcionarlo, pero quería salvar al hombre a quien amaba, y quería ser feliz.

Por fin, el conde habló:

–Lo he echado de la finca. No volverás a ver nunca más a Cameron Monroe.

A Angela se le formó un nudo de miedo en la garganta.

–¿Qué le has hecho? ¿Le has hecho daño?

–No –dijo él, encogiéndose de hombros–. No más de lo necesario para enviarlo a que hiciera las maletas. Pero le dije que no volviera a aparecer más por mis tierras, y que voy a ordenar que le peguen un tiro si lo ven por aquí.

–¡Abuelo! ¡No te perdonaré nunca que le hayas hecho daño!

–La cuestión no es si tú vas a perdonar algo o no –respondió él duramente–. Lo que deberías hacer es preocuparte de si tú vas a ser perdonada o no. Has causado la desgracia para la familia. Debe de ser la sangre de tu madre la que te ha empujado a revolcarte con uno de los mozos del establo.

–Siento que pienses eso –replicó Angela con tirantez.

–¿Y qué debería pensar? Nos has traicionado, has olvidado todo lo que hemos hecho por vosotros tu abuela y tú. ¡Eres una desagradecida y una cualquiera!

–Entonces, supongo que estarás satisfecho de poder librarte de mí –dijo Angela, y alzó la cabeza contra el dolor que le estaban causando sus palabras.

–No me tientes –le dijo él–. Sin embargo, ese idiota de Dunstan todavía quiere casarse contigo. Lo tienes atontado, aunque no parece de los que permiten que una chica les nuble el sentido común. Después de lo que has hecho, cualquiera pensaría que tienes pocas posibilidades de contraer un buen matrimonio. Y menos tan bueno como éste. Ya sabes que es lo que queremos lady Margaret y yo. Además, salvará tu reputación.

–¿De veras crees que voy a casarme con lord Dunstan?

–Sí.

–No. Quiero a Cam. No voy a casarme con otro hombre, y menos con Dunstan.

–No me hables sobre el amor. El amor no tiene nada que ver con el matrimonio entre los de nuestra clase. Tal vez sí para los granjeros, los comerciantes o los obreros de una fábrica. Pero una Stanhope debe casarse por el bien de la familia.

–Querrás decir que debe venderse por dinero –replicó Angela–. Bueno, pues yo me niego a hacerlo. Voy a casarme con Cameron.

–Tú no te vas a casar con un sirviente. Te vas a casar con Dunstan.

–No puedes obligarme a que lo haga. Aunque me encierres aquí, Cam encontrará el modo de sacarme. Vamos a casarnos y nos iremos a vivir a América, donde a nadie le importa la posición social. No podrás impedir nuestro amor.

–Tal vez el hecho de que ese joven tenga que pasarse el resto de la vida en la cárcel me facilite las cosas –dijo su abuelo sardónicamente.

–¿De qué estás hablando? Cam no puede ir a la cárcel.

–Eso es lo que va a suceder si tú no cumples con tu deber.

Ella se humedeció los labios con nerviosismo.

–¿Te refieres a que me case con Dunstan?

–Sí.

–No te creo. ¿Por qué va a ir Cam a la cárcel si yo no me caso con Dunstan?

Su abuelo sacó un objeto brillante de uno de los bolsillos interiores de la chaqueta, y se lo mostró.

–¿Ves esta daga? ¿La que está en la vitrina de la galería?

Angela asintió. Conocía la daga. Estaba expuesta en aquella vitrina desde siempre; era un tesoro familiar, un objeto tan antiguo que ninguno de los Stanhope sabía cómo había llegado a sus manos. Tanto la funda como la empuñadura de la daga eran de oro grabado con incrustaciones de piedras preciosas. La empuñadura lucía una gran esmeralda.

–Es algo muy caro –continuó su abuelo, y Angela miró la daga como si fuera una serpiente–. No sólo por las joyas, sino por su antigüedad. Si un sirviente descontento la robara para vengarse por haber sido despedido, creo que iría a la cárcel.

–¡Eso es absurdo! Cam nunca robaría nada.

–Si no te casas con Dunstan, la daga desaparecerá, y yo le diré a las autoridades dónde tienen que buscar, porque he tenido que echar a un criado insolente esta noche. Cuando vayan a registrar la casa de los Monroe, encontrarán la daga entre las cosas de Cameron Monroe. Tu precioso Cameron irá a la cárcel. Y si es necesario, encontraré testigos que declaren contra él.

Angela lo miró con horror. No tenía ninguna duda de que su abuelo haría exactamente lo que estaba diciendo. Los Stanhope eran una familia poderosa y conocida. Tal vez su fortuna estuviera en declive, pero todavía ocupaban un puesto destacado en sociedad, y la gente los respetaba. Tenían muchas tierras, aunque no siempre tuvieran dinero, y daban trabajo a muchas personas de la zona, tanto en las minas de estaño y en la finca. Nadie iba a desconfiar de la palabra de su abuelo, y seguramente habría muchos hombres leales que estarían dispuestos a mentir por él.

–Si haces eso –dijo Angela, intentando que no le temblara la voz–, yo le contaré al alguacil lo que has hecho y el motivo.

–Si quieres deshonrarte a ti misma, y perjudicar a la familia hablando con desconocidos de tu aventura amorosa con el mozo del establo, hazlo. Pero ningún oficial va a creer antes a una muchacha enamoradiza que a mí. Dirán que eres una atolondrada y que te has dejado seducir. Y de todas formas, ese hombre irá a la cárcel.

–¿Cómo puedes hacer esto? ¿Cómo puedes ser tan malo y tan cruel?

–Haré lo que sea necesario para salvar a los Stanhope. Sabes que estamos al borde de la ruina. Bridbury Castle necesita muchas reparaciones, y también hay que invertir en las tierras. Y las minas de estaño ya no producen tanto como antes. Tanto Jeremy como tú tenéis que contraer matrimonios ventajosos. Dunstan es perfecto. Es muy rico y poderoso, y su familia es excelente. Y tu reputación quedará a salvo. Él es el único, aparte de la familia, que sabe lo que ha pasado aquí esta noche, y si tú te conviertes en su mujer, tendrá tan pocos motivos para revelarlo como todos nosotros.

–No puedo –gimió Angela–. No puedes pedirme esto. No puedo dejar a Cam. Lo quiero.

–Si lo quieres, entonces déjalo, porque es el único modo de que puedas salvarlo. Si no te casas con Dunstan, tu Cam morirá en la cárcel.

–No… –sollozó Angela–. Por favor, por favor, no lo mandes a prisión.

–Cásate con Dunstan.

–¡De acuerdo! –respondió ella, sacudida por el llanto–. ¡Está bien! ¡Me casaré con lord Dunstan!

CAPÍTULO UNO

1885

Un carruaje se acercaba rápidamente. Angela, desde su punto de observación situado sobre un peñasco, se protegió los ojos del sol para poder ver mejor. Era un carruaje grande, confortable, de color negro, muy parecido al de su hermano. Sin embargo, Jeremy y Rosemary debían de seguir en Londres. Estaban en el pleno apogeo de la temporada social, y Jeremy casi nunca pasaba temporadas en Bridbury, y menos durante la Temporada.

Sin embargo, Angela distinguió una mancha dorada en la portezuela del vehículo, que parecía el emblema de la familia, así que en efecto, Jeremy debía de estar acercándose al castillo.

Recogió sus pinturas y bajó de la piedra, y silbó a los perros. Sócrates, que había estado vagando por ahí, en busca de algún lío en el que meterse, se acercó botando cómicamente, y Pearl, que estaba tumbada en una roca plana tomando el sol, miró perezosamente a su dueña, y no hizo ademán de levantarse hasta que vio que su dueña iba a marcharse de verdad.

–Vamos, holgazana –le dijo Angela a su spaniel–. Ya es hora de volver a casa. ¿Por qué no eres como Trey? ¿No lo ves? Él ya está listo para ponerse en camino.

Trey movió la cola para agradecerle el halago, y Angela se inclinó para acariciarles la cabeza a ambos. Sócrates, en aquel momento, se chocó contra ella y metió la cabeza bajo su brazo para recibir su parte.

–Sócrates, bobo –dijo ella afectuosamente–. Si hay un perro que se merezca menos tu nombre…

Él respondió dándole un lamentón en la mejilla antes de que ella pudiera retirarse.

–Vamos –dijo–. Vamos a ver quién es nuestro visitante.

Cuando llegaron a Bridbury, Angela comprobó que efectivamente, se trataba del carruaje de su hermano. Los sirvientes todavía estaban descargando los baúles de la parte superior. Ella subió los escalones del porche y entró.

–¿Jeremy?

Se dirigió hacia la escalinata central, y se detuvo al ver a un perro muy viejo, con el pelaje salpicado de gris, que se acercaba a saludarla.

–Hola, pequeño –le dijo ella mientras lo acariciaba–. Siento haberte dejado aquí. Era un paseo demasiado largo para ti.

La mirada del animal era sabia y digna. Angela lo abrazó. Wellington era su mascota más anciana, y tenía casi quince años. Era su preferido, y siempre le dolía dejarlo en casa. Sin embargo, era mucho más doloroso para ella verlo esforzarse por seguir el paso de los demás y quedarse atrás.

Las dos señoras Bridbury, tanto su madre como su abuela, estaban en el gabinete, su madre reclinada en el sofá y su abuela sentada, con la espalda recta, en una silla junto a la chimenea. Lady Bridbury soltó un resoplido al ver a Angela rodeada de animales.

–De veras, Angela, la gente va a empezar a decir que eres rara si te empeñas en ir por ahí con todos esos perros –dijo, y se fijó en Trey–. Sobre todo si son tan… diferentes.

–No, lo que van a decir es que encajan perfectamente conmigo. Todo el mundo piensa que soy rara, ¿sabes?

Se acercó a su abuela y le dio un beso en la mejilla, y después se volvió hacia su madre.

–Hola, mamá. ¿Cómo te encuentras esta tarde?

–No demasiado bien –respondió su madre lánguidamente–. Pero bueno, ya estoy acostumbrada. He aprendido a adaptarme.

–Es lógico –comentó Margaret, la abuela de Angela–. Nunca estás bien.

Laura puso cara de mártir, la expresión que tenía siempre cuando estaba con su suegra, y dijo con orgullo:

–Sí, no tengo buena salud. Pero eso es típico de los Babbages.

–Una pandilla de débiles –dijo Margaret desdeñosamente–. Gracias a Dios que los Stanhope no sufren ninguna enfermedad. Yo no he tenido ni un catarro en todo el invierno.

Laura miró a su suegra con indiferencia y miró a su hija.

–¿Has ido a dar un paseo, querida? Deberías abrigarte, para no ponerte mala. Sé que estamos en abril, pero el viento es muy frío. Deberías ponerte bufanda.

La abuela de Angela puso los ojos en blanco, pero Angela sonrió y dijo:

–Sin duda tienes razón, mamá.

Le dio un beso en la mejilla a ella también, y saludó a la señorita Monkbury, la dama de compañía de su abuela, que estaba sentada junto a la chimenea, tejiendo. Angela se sentó junto a su madre y a su abuela, y dijo:

–¿Ha venido Jeremy? He visto su carruaje ahí fuera.

–Sí. Y ha traído a un joven muy extraño –respondió Margaret–. Un americano.

–¿Un norteamericano? No sabía que Jeremy conociera a gente de Estados Unidos.

–Pues parece que sí. Es un tal señor Pettigrew, Jason Pettigrew. ¿Qué clase de nombre es ése? Parece un plebeyo, pero bueno, supongo que todos los americanos lo son. Parece que es abogado, pero cuando se lo dije, lo negó.

–A mí me pareció muy tímido –dijo Laura–. Por supuesto, habla con acento americano, pero aparte de eso, parece bastante amable.

–Sí, pero, ¿qué está haciendo aquí? Ésa es la cuestión, Laura –dijo Margaret–. No si es amable.

–¿Y para qué ha venido Jeremy? –preguntó Angela.

Ella, por supuesto, vivía en Bridbury todo el tiempo desde hacía cuatro años, desde su divorcio y el escándalo consiguiente. Sin embargo, Jeremy y su esposa pasaban la mayor parte del tiempo en Londres.

–Eso es lo que yo le he preguntado –dijo Margaret–, pero no ha querido decírmelo. Dijo que antes tenía que hablar contigo.

–¿Conmigo? –preguntó Angela asombrada.

Quería mucho a su hermano, y le debía mucho por su ayuda durante los últimos años. Tenían una buena relación. Sin embargo, no sabía de qué podía querer hablar con ella antes que con su abuela. Angela sabía que su posición en la familia era la menos importante de todas, salvo quizá, la de la señorita Monkbury.

–Sí. Parece que el tal señor Pettigrew va a participar también en la conversación. Jeremy y él se han retirado a la biblioteca. Estoy asombrada. Sin embargo, me parece que la generación actual es muy inelegante –dijo con un suspiro su abuela.

Angela sí estaba asombrada.

–¿El señor Pettigrew? ¿Por qué?

–Te acabo de decir que no tengo la más mínima idea. Tu hermano no me ha confiado sus preocupaciones. Será mejor que vayas a la biblioteca y se lo preguntes tú misma. Pero antes, por favor, sube a tu habitación y ponte algo más presentable.

–Sí, abuela. Por supuesto. Si me disculpáis, abuela, mamá…

–Claro, hija mía –dijo su madre. Su abuela asintió.

–¡Angela! ¡Una cosa más! Por favor, deja a esos animales aquí. No vayas a conocer a ese americano como si fueras la cuidadora de un zoológico.

–Sí, abuela. Tal vez debiera dejar aquí a los perros.

Angela salió a la galería y se dirigió hacia el ala oeste, donde estaba su dormitorio. Allí encontró a su doncella, Kate, que la estaba esperando. Había sacado uno de los mejores vestidos de Angela, de seda verde oscura, y lo había extendido sobre la cama. También había sacado un par de zapatos a juego con el traje.

Kate era una mujer de la misma edad de Angela, con los ojos marrones, de mirada alegre, con el pelo castaño brillante y una figura de busto prominente. Cuando Angela entró, se acercó a ella rápidamente.

–¿Dónde estaba? Haciendo dibujos otra vez, ¿no?

–Sí. Tengo que confesarlo. Creía que ya iba a encontrar algunas flores, pero sólo he hallado el liquen de las piedras.

–Bueno, si no son flores, serán los pájaros, o algún arbusto con fruto, o algo así –dijo Kate, cabeceando–. A decir verdad, milady, no sé qué le ve a esas florecillas que crecen en las grietas, que parecen malas hierbas más que otra cosa.

–Me parecen misteriosas, tan escondidas y tan secretas. Es como ganar un premio, cuando encuentras algo tan escondido. Y son preciosas. Sencillas y delicadas. Además, así tengo algo que hacer.

–Bueno, la verdad es que vendiendo esos dibujos a las revistas y los periódicos gana un poco de dinero.

–Sí.

A Angela le encantaban las flores, los arbustos y los pájaros, y también hacer pinturas a carboncillo o acuarelas, y era muy agradable poder vender alguna de sus pequeñas obras, de vez en cuando, a algún periódico. Con eso obtenía dinero para pequeños gastos, y no tenía que depender de Jeremy para absolutamente todo. Por supuesto, había perdido toda su herencia cuando dejó a Dunstan. La dote que había aportado al matrimonio había quedado en manos de su ex marido. No lamentaba la pérdida. Sin embargo, era difícil tener que vivir de la caridad de otro, aunque fuera su hermano.

Kate ayudó a vestirse a Angela sin dejar de parlotear alegremente. Kate tenía muchas más libertades que cualquier otra doncella. Había comenzado aquel trabajo cuando las dos eran adolescentes, y desde el principio se habían sentido muy unidas. Kate se había ido con Angela cuando ella se había casado con Dunstan, y su vínculo se había fortalecido durante aquellos años tan difíciles. Era ella quien había ayudado a Angela a reunir valor para dejar a su marido, y quien la había acompañado cuando había dejado la casa en plena noche. Por aquella lealtad valiente, Angela quería a Kate como si fuera su hermana. Desde el divorcio, sus otras amigas, incluso su prima Cee-Cee, se habían apartado de ella. Kate era la única confidente de Angela, su amiga más querida, y sólo continuaba estando a su servicio porque ella misma se empeñaba en hacerlo. Angela le había pedido que se quedara en Bridbury en calidad de acompañante suya, pero Kate había rehusado la oferta, porque necesitaba trabajar y sentirse útil, y además, quería ganarse la vida.

–¿Ha visto al americano que ha venido con lord Bridbury? –le estaba preguntado Kate, mientras se arrodillaba para desatarle los zapatos a Angela.

–No, yo no. ¿Y tú?

–Sí. He subido algunas de sus maletas por la escalera, sólo para ver cómo era, ¿sabe? Y para hacerme una idea de quién era –dijo Kate, y se rió–. Cuando entré en su habitación con el equipaje, él ya se había quitado la camisa. Se quedó muy sorprendido al verme. Yo había llamado, y él me dijo que pasara, pero supongo que estaba esperando a un criado. Ned y Samuel estaban subiendo los baúles. El americano se quedó boquiabierto, y después se puso muy rojo. Entonces comenzó a ponerse otra vez la camisa como un manojo de nervios, y se le cayó al suelo, y tuvo que recogerla. Pero entonces metió el brazo por la manga equivocada, y comenzó a dar tirones y a retorcerse, moviendo el brazo libre como si fuera el ala de un pájaro enloquecido. Yo tuve que contener la risa. Supongo que lo he visto mucho mejor de lo que nunca hubiera imaginado.

Angela sonrió.

–Pobre hombre. Seguro que no hiciste nada para facilitarle las cosas.

–Claro que sí. Hice una reverencia y le pregunté si quería que le ayudara a deshacer el equipaje, como si no pasara nada. Pero él no dejaba de pedirme disculpas –dijo Kate, agitando la cabeza con asombro.

–Bueno, es norteamericano. Supongo que no está acostumbrado a los castillos, ni a los sirvientes, ni nada de eso.

–A mí me parece que no está acostumbrado a las chicas –replicó Kate–. Tiene un aspecto muy remilgado, y es tan tieso que parece que se va a romper si intenta inclinarse. Y viste muy sobriamente. No es que vista mal, pero es demasiado… severo. Todas las demás chicas piensan que es muy guapo. A mí me parece guapo, pero tiene ese aspecto pálido de un hombre que se pasa la vida metido en casa. A mí me gusta que un hombre tenga un poco de carne y músculo –añadió con una sonrisa–. Así hay donde agarrarse.

Angela sonrió de nuevo. Kate era una coqueta, y Angela estaba segura de que le había roto el corazón a más de un hombre. Sin embargo, le gustaba hablar como si fuera más liberal de lo que era en realidad, sobre todo, pensó Angela, para entretenerla a ella.

–¿Y has averiguado para qué han venido? –le preguntó mientras Kate terminaba de arreglarla.

–No. No he conseguido sacarle una palabra al ayuda de cámara de lord Bridbury. Ned me dijo después que vio un poco lo que había dentro de una de las bolsas, y había muchos documentos con aspecto muy importante.

–Entonces, tal vez sea un abogado. O un administrador. Me pregunto qué tendrá que ver con Jeremy –murmuró Angela–. Y más todavía, qué tendrá que ver conmigo. Bueno, supongo que no lo sabré hasta que no vaya a la biblioteca.

Angela apenas se miró en el espejo. Hacía muchos años que no le prestaba atención a su aspecto. Lo único que le importaba era estar limpia y discreta. Se vestía con colores apagados y con un estilo sencillo, y siempre llevaba el pelo recogido en un moño bajo, pegado a la nuca. No solía ponerse joyas, salvo un camafeo al cuello. Tampoco llevaba anillos.

Bajó a la biblioteca y tocó suavemente la puerta. Jeremy respondió y le pidió que entrara. Cuando lo hizo, su hermano se puso en pie, así como el hombre que estaba sentado frente a él. Angela miró al desconocido y se dio cuenta de que era guapo, tal y como le había dicho Kate, pero también un poco rígido.

–Angela –dijo Jeremy con una sonrisa, y se acercó para darle un beso en la mejilla–. Tienes buen aspecto.

–Tú también. Qué sorpresa más agradable.

–No para la abuela, me parece –respondió él con una sonrisa–. Creo que se ha molestado porque yo haya llegado sin avisar.

–¿Ha venido Rosemary contigo? –pregunto Angela mientras su hermano la acompañaba hacia las butacas.

–No. No podía pedirle que se marchara de Londres durante la Temporada –dijo Jeremy, y se detuvo frente a su invitado–. Angela, me gustaría presentarte al señor Pettigrew.

El hombre en cuestión se inclinó rígidamente ante ella, y se intercambiaron los saludos. Después, el señor Pettigrew se excusó, diciendo que seguramente el conde desearía hablar a solas con su hermana. Angela esperó amablemente hasta que el joven hubo salido de la biblioteca, y después se volvió hacia su hermano.

–Jeremy, ¿qué pasa? ¿Por qué has venido en mitad de la Temporada? ¿Y quién es ese joven.

–Es un norteamericano. Es el ayudante de otro norteamericano cuyo nombre yo no conozco.

–Pero, ¿qué tiene que ver conmigo? La abuela me ha dicho que querías verme.

–Tiene mucho que ver contigo. Bueno, con todos nosotros, pero tú eres la que… –se interrumpió con un suspiro–. Lo siento. Lo estoy contando muy mal. Últimamente estoy muy nervioso y… Es un milagro que consiga expresarme. Vamos, siéntate y empezaré por el principio.

Se sentaron en las butacas, uno frente al otro, y Jeremy tomó aire profundamente y comenzó su historia.

–Todo empezó hace uno o dos años. Alguien compró una parte de mis acciones de la mina de estaño. Necesitábamos arreglar la casa de la ciudad, y Rosemary y yo nos habíamos metido, sin darnos cuenta, en un montón de gastos, y bueno… vendí una buena parte de las acciones, más o menos un diez por ciento de la mina. Después, el año pasado, vendí otra parte, aunque no tanto. En aquel momento, Niblett me hizo notar que alguien había comprado también las acciones de otros socios. Ya sabes, la tía Constance tenía una parte que se repartió entre sus hijos cuando murió, y todos ellos las habían vendido. Había varias ventas así, y me pareció raro. Niblett no quería que yo vendiera más, pero no entendí qué podía tener de malo. No era la misma persona a la que le había vendido la primera parte de las acciones, o eso creía yo, y los demás se las habían vendido a otras compañías y otra gente. Así que vendí otra parte, casi otro diez por ciento. Sin embargo, hace tres o cuatro semanas, Niblett recibió una carta. Parece que la mayor parte de la mina le pertenece a una compañía de Estados Unidos. Parece que Wainbridge, el amigo del abuelo, había vendido a esta compañía su quince por ciento. Y Tremont, que es el nombre de esa compañía, también es la dueña de las otras acciones que se han ido vendiendo estos años, incluyendo las mías.

Angela se lo quedó mirando mientras asimilaba todo aquello.

–¿Quieres decir que esta compañía controla la mina?

Jeremy asintió con una expresión de angustia.

–Lo siento, Angela. No sé cómo ha pasado. Incluso Niblett se quedó sorprendido. Sabía que había habido algo de actividad, pero no sabía que la compradora fuera siempre la misma compañía.

–¿Y eso es tan malo? Entiendo que ahora ganas menos dinero que antes, pero eso habría ocurrido de todas maneras, aunque los compradores hubieran sido gente distinta.

–Sí, pero Tremont tiene ahora el control de las decisiones. Yo no puedo decir nada. Ellos pueden hacer lo que quieran con la mina.

–Entiendo. Así que, si toman malas decisiones, tú sufrirás las consecuencias.

–Todos las sufriremos.

Angela sabía que aquello era cierto. Dependía por completo de su hermano, y su madre y su abuela también, en gran parte. La riqueza que hubieran tenido los Stanhope había pasado a Jeremy.

–Por supuesto, pero, ¿de veras es tan malo? Seguramente, ellos no tomarán decisiones equivocadas, ¿no?

–Según la carta, tienen intención de cerrar la mina.

Angela se quedó estupefacta.

–¿Qué? No lo dirás en serio, ¿verdad?

Él asintió vigorosamente.

–Sí. Yo tampoco daba crédito al principio. Sin embargo, el señor Pettigrew apareció en Londres esta misma semana. He tenido reuniones con él y con Niblett y mi abogado. Es peor que malo. Es… ¡Oh, por Dios, Angela, este norteamericano es, prácticamente, mi dueño!

–¿El señor Pettigrew? –preguntó Angela con incredulidad–. Pero si parece una persona muy dócil.

–No, él no. Aunque no es tan dócil cuando estás tratando de negocios con él. Sin embargo, estoy hablando de la compañía propietaria de la mina. Es de un norteamericano a quien no conozco. El señor Pettigrew sólo es su representante, y se niega a decirme quién es su jefe.

–Pero Jeremy, esto no tiene sentido. ¿Por qué ha comprado la mina y luego quiere cerrarla?

–¡No lo sé! Eso es lo que yo le pregunté. Pettigrew dijo que la mina no produce lo suficiente. Me enseñó las cuentas y me demostró que la producción ha bajado mucho durante los últimos años. Y es cierto, claro. Por eso todo el mundo le vendió las acciones a Tremont. Pettigrew me dijo que habíamos sacado todos los beneficios de la mina y no habíamos invertido nada en ella, y me habló de las mejoras que había que hacer para que la mina siguiera siendo productiva, cosa que nosotros no habíamos hecho. Me dijo que habíamos tomado los beneficios y nos los habíamos gastado. No sabes lo humillante que fue tener que estar allí sentado y oírle decir lo tonto que había sido, todo de aquella manera tan calmada, tan correcta y formal. En realidad, Niblett me lo había dicho ya, muchas veces, pero yo nunca le hice caso. Ya me conoces. Nunca he tenido cabeza para los negocios, y pensé que lo único que hacía Niblett era quejarse. Y además, siempre estábamos desesperados por el dinero. Rosemary no tenía suficiente para salvarnos, y después de… –Jeremy enrojeció y no terminó la frase–. Bueno, es decir… ya sabes, no teníamos suficiente dinero.

–Lo sé.

Angela se miró las manos en el regazo. Sabía lo que iba a decir su hermano sin querer. Angela era el motivo por el que no tenían suficiente dinero. Al dejar a Dunstan, había perdido el dinero de los Stanhope, y de ese modo, le había fallado a su familia, definitiva y enormemente. Sin embargo, Jeremy jamás se lo había echado en cara. Nunca había intentado convencerla de que volviera con Dunstan.

–De todos modos, Pettigrew dijo que habían pensado en invertir en la mina para mejorar su rendimiento. También dijo que habían decidido que no tenían suficiente… vinculación, fue la palabra que usó, para hacer una inversión tan grande.

–¿Y a qué se refería?

–Yo no lo sabía. Se lo pregunté, pero no me respondió. Sacó varios papeles, facturas y escrituras. Tenía la escritura de esa parcela que el abuelo le vendió a Mayfield antes de morir, y la de la casita de caza que vendí hace dos años. Yo se la vendí a un inglés, pero parece que sólo era un abogado que estaba haciendo la adquisición en nombre de un norteamericano. Y el año pasado, Mayfield le vendió sus tierras al mismo hombre.

–¿Al mismo que compró la mina? Pero, Jeremy, ¿quién es este hombre? ¿Y por qué ha comprado nuestras propiedades?

–Parece que está obsesionado con la nobleza inglesa. Es lo único que se me ocurre. Es muy raro. Debe de ser riquísimo, y me imagino que quiere… que está intentando comprar su entrada en la alta sociedad. No sé cuáles son sus motivaciones. Pettigrew tampoco me las explicó. Es muy amable, pero es imposible sonsacarle nada que no quiera decir. Créeme, lo intenté durante todo el camino desde Londres hasta aquí, pero él empezaba a hablar del paisaje o a hacerme preguntas sobre la finca.

–Pero, ¿por qué eligió este hombre comprar tus cosas, precisamente? ¿Y de qué forma puede abrirse camino en sociedad el hecho de cerrar una mina y comprar tierras en Inglaterra?

–Sólo se me ocurre que los Stanhope somos la elección más obvia: aristócratas que necesitan dinero desesperadamente. Además, tenemos el otro requisito principal.

–¿Y cuál es?

–Una mujer en edad de contraer matrimonio en la familia.

Angela se quedó helada, mirando a su hermano con fijeza. Se había quedado sin aliento.

Ante su silencio, Jeremy continuó apresuradamente.

–Parece que ése es su plan. Quiere casarse con alguien de la nobleza inglesa. Supongo que sabe que, por muchas tierras que compre o mucha riqueza que posea, nunca será aceptado en la aristocracia. Así pues, quiere casarse con la hija o la hermana de un conde, o de un vizconde, o…

Se calló, con tristeza, y miró la cara de espanto de hermana.

–Lo siento, Angie. No sabes cuánto siento que haya elegido a esta familia.

–Ha elegido perfectamente –dijo ella con amargura–. Una familia con una hija tan deshonrada que no hay esperanza de que vuelva a casarse, y a quien ellos estarían dispuestos a sacrificar a cambio de dinero.

Se puso en pie y comenzó a pasearse agitadamente con los puños apretados.

–¡No voy a hacerlo, Jeremy! No puedes pedirme algo así. Nuestro abuelo ya me sacrificó una vez por el dinero de la familia. ¡No puedes pedírmelo otra vez!

Jeremy se levantó y se acercó a ella, y le acarició los hombros. Ella se estremeció y se alejó, y él suspiró.

–Ojalá hubiera otra forma de hacer las cosas, Angela. He intentado convencer a Pettigrew por todos los medios. Le rogué, le di argumentos y le expliqué lo injusto que era todo esto. Él se disculpó y se ruborizó, y puso cara de consternación, pero no cedió. Él no es quien toma las decisiones. Sólo está representando a otra persona.

–¿Y por qué tienes que rogarle, que suplicarle y darle argumentos? Sólo porque tenga unas tierras que antes eran nuestras, no puede obligarnos a hacer su voluntad. De todos modos van a cerrar la mina. Ah, espera. Ya lo entiendo. Sólo la cerrará si no me caso con él, ¿no es así?

Jeremy asintió.

–Y si te casas con él, hará las mejoras para que la mina sea más productiva.

–Entiendo. Bien, me ha puesto en una situación insostenible.

Jeremy gruñó y se alejó, casi mesándose el pelo.

–Pero eso no es lo peor. También compró todos mis pagarés.

–¿Qué pagarés?

–Casi todos los que he firmado. Pagarés personales y todas las cargas que hay sobre la finca, todos el dinero que he pedido prestado durante los últimos diez años. ¡Ahora se lo debo todo a él! Si decide reclamármelo, estaría totalmente arruinado. No podría pagarle nada. Podría quedarse con la mitad de nuestras tierras. Oh, Por Dios, Angela, ¡no sé lo que voy a hacer!

–¡Jeremy! –exclamó ella, temblando–. ¿Qué clase de hombre haría algo así? ¿Elegir a una familia, a gente que ni siquiera conoce, de un país diferente al suyo, y hacerles tanto daño? ¿Y obligarles a cumplir su voluntad por todos los medios?

–Tú precisamente deberías saber que hay hombres así –respondió Jeremy.

–Sí, tienes razón. Sin duda, Dunstan habría hecho lo mismo si no hubiera tenido una buena posición social.

–No. Yo no he dicho eso. Ese norteamericano no tiene por qué ser precisamente como Dunstan.

–¿Alguien que te amenaza de esa manera tan despiadada y tan insensible? ¿Y de qué otro modo puede ser?

–No tiene por qué ser obligatoriamente el mismo tipo de marido. Tal vez él nunca…

–¿Nunca me pegaría, ni me haría la vida imposible? Claro que sí. ¿Qué crees que haría un hombre así si tuviera algún desacuerdo con su mujer? Se desahogaría conmigo siempre que estuviera de mal humor. Jeremy… Cuando acudí a ti, me dijiste que no tendría que volver a casarme. ¡Me lo prometiste!

–¡Oh, Dios! No digas eso, Angela. Yo no te voy a obligar. Aunque quisiera, de todos modos, no puedo hacerlo.

–Yo dependo de ti.

–¿Y crees que iba a darte la espalda si te negaras a casarte con él? ¿Acaso me tienes por ese tipo de persona?

–No –respondió Angela con un suspiro–. Creo que eres un hombre bueno.

Angela odiaba tener que negarle a su hermano lo que él le estaba pidiendo. Jeremy había sido muy bueno y leal con ella. Cuando había huido de Dunstan, él la había acogido en su casa y le había dado su apoyo y su protección. Estaba segura de que Dunstan había presionado mucho a Jeremy para que no lo hiciera, pero su hermano no la había traicionado.

Además, había estado a su lado durante todo el horrible divorcio, durante la temporada de rumores y cotilleos insidiosos, durante las declaraciones condenatorias. Él también había sufrido con todo aquello, había tenido que soportar el desdén y los desaires de algunos de sus iguales, y el hecho de que todos hablaran a sus espaldas. Sin embargo, nunca había dejado de apoyarla, tanto emocional como financieramente. Y seguía haciéndolo. Ella vivía en su casa, en sus tierras, y comía su comida. Jeremy, incluso, le llevaba las noticias y las habladurías de Londres periódicamente, para alegrarle la vida. Había dejado que se curara y nunca le había pedido nada a cambio. De hecho, Angela nunca hubiera sabido cómo pagarle todo aquello… hasta aquel momento.

Si se casaba con aquel hombre odioso y acosador, entonces le estaría devolviendo todo lo que él había hecho por ella. Podría devolverle el dinero que tanto necesitaba, y salvar su nombre del estigma de la ruina, aunque ella tuviera que pagar con el resto de su vida.

–No puedo. Oh, Jeremy, no puedo –gimió.

–Yo no voy a pedirte que te cases con él. Sólo te pido que lo pienses. Por favor, ¿no podrías hacer eso por lo menos? ¿No podrías conocerlo y ver cómo es? Ni siquiera sabemos si es como Dunstan. No todo el mundo es tan horrible como él. Éste tiene interés en hacer un trato de negocios, y tal vez se conforme con tener ese vínculo con los Stanhope, y no te pida nada más. Tal vez incluso pudierais vivir en casas separadas. Podrías quedarte aquí, y él podría vivir en Londres, o a lo mejor, volver a Estados Unidos.

Angela se retorció las manos. Estaba hundida. ¿Cómo iba a negarle a Jeremy aquello, después de todo lo que él había hecho por ella? Sin embargo, la idea de casarse le provocaba escalofríos.

–Lo siento –dijo en voz baja–. Quiero ayudarte, de verdad, pero tengo tanto miedo… Sé que piensas que soy una cobarde, y seguro que lo soy, pero, Jeremy, ¿no hay ningún otro modo?

–No se me ocurre ninguno –respondió él–. ¿Crees que habría venido a proponerte esto si lo supiera? Sé lo que te estoy pidiendo, y sé que soy un egoísta.

–No digas eso. No eres egoísta. Soy yo la egoísta por negarme a ayudarte después de todo lo que has hecho por mí. Sé que si estamos en esta situación es por mi culpa. Si no hubiera dejado a Dunstan…

Él negó con la cabeza.

–No. No te culpes. A este lío en el que nos vemos ahora han contribuido generaciones de la familia, incluido yo. No he invertido nada en la mina ni en la finca. No he tenido cuidado con el dinero. He hecho lo que quería, y gastado todo lo que quería. He sido un estúpido. Y ahora tengo que pagar el precio.

Aquella resignación le rompió el corazón a Angela. Quería mucho a su hermano, y le debía mucho, pero no podía casarse.

Angela pasó el resto del día en su habitación, absorta en sus pensamientos, pero no encontró solución alguna que no fuera un sacrificio para sí misma o para Jeremy. Pensó en el hombre desconocido que la estaba obligando a tomar aquella decisión, y lo odió con todo su corazón.

A la mañana siguiente, Jeremy llamó a la puerta de su habitación. Estaba nervioso. Entró, cerró la puerta y comenzó a hablar. Tuvo que detenerse, carraspear y comenzar de nuevo.

–Ah. El señor Pettigrew mandó un telegrama a Londres anoche. Parece que su jefe está allí. Yo pensaba que todavía estaba en Estados Unidos, pero sólo estaba permitiendo que el señor Pettigrew gestionara este asunto.

–El trabajo sucio –dijo Angela.

–Sí, supongo que sí. Pero creo que eso es positivo, porque si realmente fuera tan insensible y tan cruel, no le importaría el modo en que se presenta ante nosotros. Creo que el hecho de que no haya querido negociar en persona significa que quiere tener una relación amigable con nosotros, ¿no te parece?

–No lo sé. Los dos sabemos que él tiene la sartén por el mango. El pobre Pettigrew sólo es una marioneta.

–Bueno, de todos modos no importa. Lo que importa es que el señor Pettigrew informó a su jefe de nuestra decisión, y él mandó la respuesta. Anoche tomó el tren hacia York, y para el resto del camino alquilará un coche. Parece que ya está en camino hacia aquí.

–¿Qué? –preguntó Angela con el estómago encogido.

–El señor Pettigrew dice que su jefe… eh… quiere presentarte sus respetos en persona.

–¡Querrás decir que quiere acosarme y manipularme para que acepte su oferta! ¡Oh, Jeremy, no puedo hacerlo! Por favor, no me pidas que me enfrente a él.

–Tenemos que hacerlo, Angela. No podemos evitarlo. Tal vez si lo conoces, no te parezca tan mal. Tal vez incluso te caiga bien.

–¡Jeremy!

–De acuerdo, de acuerdo. Lo más seguro es que no. Pero, por lo menos, podrás explicarle tu reticencia personalmente. Tal vez consigamos que entienda que todo esto es absurdo, y que se le quite la idea de la cabeza. No querrá casarse con una mujer tan reticente.

–No puedo verlo.

–Yo estaré contigo. No será tan horrible.

Angela sospechaba que iba a ser espantoso, pero Jeremy tenía razón, no podían hacer otra cosa.

El visitante no llegó hasta aquella noche, después de la cena. El señor Pettigrew había salido al jardín delantero y estaba paseándose por allí mientras fumaba un cigarro. Angela se sentó con su abuela y con Jeremy en el salón principal, una sala enorme y bellamente amueblada, elegida con la intención de intimidar a aquel hombre. Laura, la madre de Angela, se había retirado a su habitación con un libro después de cenar, diciendo que la espera le había alterado los nervios.

De repente se oyeron unos pasos en el vestíbulo, y el señor Pettigrew entró en el salón. Estaba un poco sonrojado, y su habitual impasibilidad se había convertido en emoción.

–Por fin ha llegado –anunció, y se giró hacia la puerta.

En aquel momento, entró un hombre de pelo negro que miró por la habitación, y que fijó sus ojos negros en cada uno de los presentes hasta que encontró a Angela. Angela se quedó inmóvil, mirándolo también, con el corazón acelerado. Se llevó una mano al pecho. De repente, no podía respirar. Aquello no era posible…

–Les presento a mi jefe –dijo Pettigrew con orgullo–, el presidente de Tremont Incorporated, el señor Cameron Monroe.

A Angela se le pusieron los ojos en blanco, y cayó al suelo silenciosamente.

CAPÍTULO DOS

Cuando Angela abrió los ojos, lo primero que vio fue la cara de su doncella. Kate estaba arrodillada junto al sofá en el que estaba tendida Angela, mirándola con preocupación mientras sujetaba las sales debajo de su nariz. Angela tosió al percibir el olor acre y apartó débilmente el brazo de Kate.

–Parece que ya ha recuperado el conocimiento –dijo la doncella.