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Candace Camp

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Beschreibung

Cuando un misterioso caballero apareció ante su puerta, Alex Moreland se quedó estupefacto al descubrir que aquel desconocido no era un caballero, sino una hermosa dama disfrazada de hombre y muy necesitada de ayuda. La mujer no recordaba nada, excepto su nombre, Sabrina, y las únicas pistas que tenía para averiguar su identidad eran el contenido de sus bolsillos: un pañuelo, un reloj de bolsillo, un saquito de cuero, un pedazo de papel y un anillo de oro.Sabrina estaba segura de que estaba huyendo de alguien, o de algo, ¿cómo explicar si no los moratones de su rostro y la omnipresente sensación de miedo que la acompañaba? También tenía la certeza de que Alex podía ayudarla, y no podía negar las chispas de atracción que saltaban entre ellos. Juntos decidieron viajar al campo para resolver el misterio antes de que aquello de lo que Sabrina estaba huyendo consiguiera atraparla. "Camp nos traslada a la época perfectamente y nos involucra en la historia haciendo que nos encariñemos con unos personajes muy bien construidos.".RT Book Reviews"Candace Camp es una reconocida escritora capaz de llegar al corazón de sus lectores una y otra vez".RT Book Reviews

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Candace Camp

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Destinados a encontrarnos, n.º 248 - febrero 2019

Título original: His Sinful Touch

Publicada originalmente por HQN™ Books.

Traducido por Ana Peralta de Andrés

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-532-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

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Prólogo

 

 

 

 

 

Abrió los ojos lentamente. Reinaban las sombras y la oscuridad. La única luz procedía de una pequeña lámpara de queroseno colocada sobre una cómoda situada en el otro extremo de la habitación. Pero, incluso con aquella pobre iluminación, supo que no estaba en casa. Volvió a cerrar los ojos, le pesaban los párpados. Quería volver a dormir, pero no pudo. A pesar de la somnolencia y el aturdimiento, un miedo afilado, insistente, la empujaba a despertar.

Tenía que marcharse.

Le suponía un gran esfuerzo escapar del sueño que la arrastraba, pero tenía que hacerlo. Estaba ocurriendo algo terrible. Se filtraron en su cerebro unas imágenes vagas, imprecisas… Un carruaje oscuro, un salón extraño, un hombre al que no conocía hablando y hablando en un sonsonete incesante. Había otro hombre al lado de ella, le resultaba más familiar, pero, aun así, sabía que había algo que no encajaba.

Lo único que percibía con nitidez era un miedo glacial que lo envolvía todo. Había sucedido algo horrible. Todavía estaba ocurriendo.

Por eso debía despertar. Huir. Movió una pierna hacia uno de los laterales de la cama. Al instante cayó desplomada, golpeándose la cabeza contra el suelo de madera.

La sorpresa de la caída la despertó un poco más. Apoyándose en manos y rodillas, se incorporó tambaleante y tuvo que agarrarse a la cama para permanecer en pie. Tenía el estómago revuelto, la cabeza también le daba vueltas y temía estar a punto de vomitar lo que quiera que hubiera comido. Permaneció quieta, tragando con fuerza y, al cabo de un momento, el mareo remitió.

Tenía que darse prisa. Él volvería. Avanzó hacia la puerta, impelida por la necesidad de escapar de aquella habitación pequeña y desconocida, pero, al final, su cerebro abotargado pareció recomponerse. Debía pensar antes de actuar. Debería llevar algo con ella. Miró a su alrededor, pero no encontró su bolsito. ¿Dónde estaba? Necesitaría dinero.

Y no debía mostrar un aspecto extraño. La mitad del moño se le había deshecho. Agarró unas horquillas y, con dedos torpes y lentos, se agarró una madeja de pelo en un tenso nudo y se colocó las horquillas. Tenía la sospecha de que no era un peinado muy estable, pero tendría que valer.

Alisó el corpiño y la falda del vestido y tiró de las mangas. No era un atuendo apropiado para un viaje, pero tenía la certeza de que, sí, de que había estado en un carruaje. Había oído el ruido de las ruedas y el tintineo de los arreos. Y aquella habitación desconocida y desastrada parecía una posada. Pero llevaba puesto un elegante vestido de fiesta, más apropiado para salir a cenar.

Le sonó el estómago y se dio cuenta de que estaba hambrienta. No había nada allí para comer, pero vio unos vasos y una jarra de agua, y también estaba sedienta. Se sirvió medio vaso y lo bebió de un trago. El agua amenazó con revolverle el estómago así que esperó a que se asentara.

Se sintió después algo más alerta y despierta. Metió la mano en el bolsillo de la falda y palpó un trocito de papel doblado. Sabía adónde ir.

Había visto su bolsa de viaje apoyada contra la pared, al lado de una maleta que parecía de varón. Agarró la bolsa y corrió hacia la puerta. No pudo abrirla. Desolada, movió el picaporte y tiró de ella en vano. Estaba cerrada.

¡La había encerrado! La invadió un sentimiento de traición. ¿Cómo podía haberle hecho algo así? Ella confiaba en él. El pánico creció, amenazando con dominarla. Estaba sola. Todos aquellos en los que había confiado se habían vuelto en su contra. Era imposible huir. Estaba atrapada.

Luchando contra el pánico, buscó en la cómoda y en la mesilla que había junto a la cama, pero no encontró la llave por ninguna parte. Con pasos vacilantes, se acercó a la ventana y la empujó para abrirla. La habitación estaba en un segundo piso.

Intentó no dejarse llevar por la desesperación. Había un tubo de desagüe al lado de la ventana, estaba a su alcance… siempre y cuando se inclinara lo suficiente. Siempre se le había dado bien trepar y, además, tenía un tejadillo debajo. Si se caía, no terminaría demasiado lejos. La inclinación del tejado no era muy pronunciada, de modo que no tendría por qué caer y seguro que había algún poste que llegara hasta el suelo. Podría utilizarlo. No era imposible. Lo único que necesitaba era valor.

Se levantó y se apoyó contra el marco de la ventana, devanándose los sesos para pensar. Él la seguiría. Tenía que ser inteligente. ¡Un disfraz! Abrió la maleta de mayor tamaño y sacó un juego de ropa. No había tiempo para cambiarse, él podía volver en cualquier momento, así que embutió las prendas en la bolsa. Zapatos. Miró con el ceño fruncido sus zapatos de dama, agarró un par de zapatos de la maleta y los guardó también. Estaba ya tan llena que tuvo que sacar un vestido; lo hizo un ovillo y lo metió en el último cajón de la cómoda.

Cuando estaba empezando a cerrar la bolsa, vio una bolsita de cuero en un rincón y la sacó. Estaba llena de billetes y monedas. No debería robarlas, por supuesto. ¿Pero qué otra manera tenía de escapar? No tenía ni un cuarto de penique. Y, en cualquier caso, el dinero era suyo, ¿no? Se guardó la bolsa en el bolsillo de la falda y cerró la maleta. Levantó la bolsa de viaje y corrió a la ventana.

La bolsa fue la primera en salir. Aterrizó en el tejadillo, rodó y cayó al suelo. Ella se quedó paralizada, con el corazón martilleándole en el pecho. De pronto, el sonido de una llave en la cerradura la puso en acción. Se inclinó hacia delante, estirándose para alcanzar el tubo del desagüe. Estaba demasiado lejos. Tendría que colocarse de cuclillas en el alféizar para llegar hasta él. Se estaba retorciendo, intentando colocar los pies, cuando la puerta se abrió de golpe y entró un hombre en la habitación.

—¡No!

El recién llegado cerró la puerta de un portazo y corrió para agarrarla y tirar de ella.

Ella se retorció salvajemente, pateando y arañando.

—¡Monstruo! ¡Traidor!

—¡Ay!

La soltó y retrocedió, llevándose la mano hacia el arañazo que sangraba en su rostro.

Ella se volvió hacia él y le empujó. Tambaleándose y con el rostro encendido por el enfado, él la abofeteó. Ella basculó hacia atrás y chocó contra el lavamanos, haciendo repiquetear la palangana y la jarra. Su sorpresa era casi tan grande como el dolor de la mejilla. Jamás le había pegado nadie. Una furia amarga brotó en su interior, ahogando todo lo demás. Buscó tras ella, cerró la mano alrededor del asa de la jarra y se lanzó hacia delante, blandiendo la jarra de cerámica con todas sus fuerzas.

Él consiguió evitar que la jarra aterrizara de lleno en su cabeza, como ella pretendía, pero la jarra le golpeó el lateral de la mandíbula y terminó haciéndose añicos sobre su hombro, empapándole de agua. Trastabilló hacia atrás, tropezó con la alfombra y cayó al suelo.

Corrió entonces ella hacia la ventana, mucho más despejada de lo que había estado desde que se había despertado, y subió al alféizar. Allí se sentó, se aferró al marco de la ventana con una mano y alargó la otra para alcanzar el tubo del desagüe. Permaneció paralizada y con el corazón en la garganta hasta que el sonido de los pies del hombre incorporándose le dio el ímpetu que necesitaba para moverse.

Giró, posó los dedos de los pies en la sujeción que fijaba el bajante a la pared y se soltó de la ventana al tiempo que se agarraba precipitadamente al desagüe, colocando la mano justo debajo de la otra. Permaneció allí colgada, temblando, con el único punto de apoyo de los dedos de los pies. ¡Maldita maraña de faldas! Deseó haber tenido tiempo de cambiarse. El hombre asomó la cabeza por la ventana y se lanzó a por ella, agarrando con la mano el cinto del vestido. Ella continuó bajando, con los hombros doloridos por la tensión. Él soltó una maldición, se asomó un poco más, y ella tiró con todas sus fuerzas.

De pronto, el hombre estaba rodando fuera de la ventana. Su peso la arrancó de su desesperado agarre e incluso desgarró el cinto del vestido. Cayó entonces con él, sintió la repentina falta de aire y el golpe al caer sobre el tejadillo. Se quedó sin respiración. Un dolor afilado le atravesaba la cabeza. Giró impotente, el impulso de la caída la arrastró por el tejadillo y volvió a sentir que caía al vacío.

Después de la caída, todo fue oscuridad.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Alex bajó trotando los escalones tras haber cerrado el trato. Pero no se sentía del todo satisfecho. Y no solo porque sospechara que el hombre al que acababa de dejar le había encargado que diseñara su casa de verano para poder presumir de que el hijo del duque de Broughton le había visitado aquella mañana, más que por su talento. La cuestión era que Alex llevaba sintiendo una rara inquietud desde que se había despertado aquella mañana.

Miró el reloj y decidió tomar un carruaje en vez de ir caminando a la oficina. Su hermano Con emprendía una de sus aventuras aquella tarde y quería estar seguro de alcanzarle. Aunque a medida que había ido creciendo había ido sumando amistades Con seguía siendo su más íntimo confidente.

Su inquietud no estaba relacionada con él. En el caso de que algo le ocurriera, lo sabría al instante, de la misma forma que aquella mañana, al despertarse, había sabido que su hermano no estaba en casa. Nadie podía explicar aquellas sensaciones propias de los gemelos, simplemente se daban, pero él jamás dudaba de su precisión.

Alex suponía que aquellas chispitas de alarma que se habían instalado en su pecho eran los residuos de una pesadilla. No recordaba el sueño, pero se le había repetido suficientes veces últimamente como para presumir que había vuelto a visitarle aquella noche.

La cuestión era que la pesadilla solía despertarle, dejándole frío y sudoroso, pero no le provocaba aquella sensación al día siguiente.

Salió del carruaje delante del edificio de oficinas del que Con y él eran propietarios. Era un edificio de piedra, de estructura estrecha, cuatro pisos altos y de aspecto recio. Alex habría preferido un diseño más atractivo, pero el edificio se adecuaba a sus propósitos. La primera planta la ocupaba una librería, la siguiente su estudio y la oficina de Con; en las dos últimas habían instalado sus habitaciones de solteros cuando habían terminado los estudios.

Aunque habían regresado a la casa familiar un año atrás, no habían alquilado el piso. De vez en cuando, se dejaban caer por allí. Con lo usaba más a menudo, se quedaba allí cuando estaba trabajando en algún caso o tenía que permanecer fuera hasta tarde.

Vio al empleado de Con, Tom Quick, bajando las escaleras. Tom, que era unos años mayor que Alex, había salido de las calles gracias a Reed, su hermano mayor, al que había intentado robar la cartera sin éxito. En vez de denunciarle, Reed le había proporcionado ropa y comida y le había enviado al colegio. Quick no había aprovechado mucho la escuela, pero había sido un leal trabajador para la familia Moreland casi desde el primer momento. Al principio se dedicaba a hacer recados para Reed, pero, con el paso del tiempo, se había convertido en el pilar de la agencia de investigación de Olivia, otra hermana de Alex. Con le había comprado a Olivia sus servicios y el negocio varios años atrás.

Tom, un tipo rubio, esbozó una de sus sonrisas de suficiencia, señal inequívoca de que estaba ocurriendo algo. Alex le miró con recelo.

—¿Con está en el piso de arriba?

—Por supuesto —contestó Tom con una risa—. Está allí.

—¿Y qué ha hecho? —preguntó Alex con un mal presentimiento.

A lo mejor había sido Con, después de todo, el que le había provocado aquel desasosiego.

—Ya lo verá —respondió Tom alegremente, y pasó trotando por delante de él.

Alex subió las escaleras de dos en dos, pasó por delante de su propio despacho y se dirigió hacia la última puerta del pasillo. Una discreta placa de cobre en la pared, junto a la puerta, anunciaba que se trataba de la Moreland Investigative Agency.

Abrió la puerta y se paró en seco. Se quedó boquiabierto al ver a su hermano. Normalmente, ver a Con era como mirarse al espejo. Tenía el pelo, negro como el suyo, algo más largo y greñudo y se había aficionado a llevar bigote. Pero, en definitiva, era el miso rostro anguloso, de barbilla cuadrada y cejas negras y oscuras, los mismos ojos verdes de mirada penetrante y la misma boca, firme y siempre dispuesta a la sonrisa. Su altura, su peso, sus posturas y su forma de caminar eran tan parecidas que hasta su madre les habían confundido en el pasado.

Pero aquel día… Con llevaba el pelo engominado y peinado hacia atrás, con la cara totalmente despejada. Se había encerado el bigote, estirándolo y retorciendo las puntas con unas florituras absurdas. El pecho y el tronco eran extrañamente más fornidos e incluso parecía más alto. Se había enfundado un traje de cuadros escoceses amarillo chillón y marrón. En la mesa que tenía a su lado descansaba un sombrero de hongo de color marrón, a juego con el traje, y un lustroso bastón con una cabeza de león en la empuñadura.

Con soltó una carcajada al ver la expresión de estupor de su hermano y adoptó una pose:

—¿Qué te parece?

—Me parece que eres un maldito lunático —Alex soltó una carcajada—. ¿Se puede saber qué estás haciendo? Yo pensaba que ibas a ir a Cornwall a infiltrarte en ese grupo que dice que el fin del mundo será el mes que viene.

Olivia había abierto una agencia para investigar la oleada de médiums y espiritistas de la década anterior que habían estafado a crédulos ingenuos y a personas afligidas vendiendo la posibilidad de ponerles en contacto con sus seres queridos después su muerte. Tras conocer a su marido en el curso de una de aquellas investigaciones, apenas se había ocupado de la agencia, siendo Tom el que asumía la mayor parte del trabajo. La agencia se había diversificado hacia otro tipo de investigaciones, como la búsqueda de personas desaparecidas, los fraudes financieros y las investigaciones sobre el pasado de posibles empleados o esposas.

Cuando Con había comprado la agencia, había continuado con el tipo de encargos que había hecho famoso a Tom Quick, y justificadamente, pero también había retomado con gusto la investigación sobre los fenómenos sobrenaturales, yendo incluso más allá del campo de los médiums y sus fraudulentas sesiones espiritistas para realizar informes sobre fantasmas y bestias fantásticas o, incluso, como su último caso, para investigar a un grupo pseudorreligioso que anunciaba el fin del mundo.

—Y allí es a donde voy —le dijo Con.

—No creo que vayas a pasar desapercibido con ese traje.

—¡Ah! Pero lo que no sabes —movió las cejas— es que he descubierto que presentarse con un aspecto tan llamativo es la mejor forma de evitar que me identifiquen. Todo el mundo se acordará de mi ridículo mostacho y, obviamente, también del traje. Cuando me deshaga de ellos, nadie me reconocerá.

—¿Cómo has conseguido parecer tan gordo? —Alex presionó el pecho de su hermano con el dedo y lo encontró blando como un almohadón.

—Me he puesto un chaleco acolchado —le explicó con orgullo—. También llevo alzas en los zapatos. Me habría gustado parecer más bajo, pero eso es un poco difícil.

—Lo imagino. Espero que seas consciente de que pareces un auténtico estúpido.

—Lo sé —sonrió de oreja a oreja—. Mira esto.

Agarró el bastón, retorció la cabeza del león, sacó la empuñadura dorada y le mostró un delgado estilete que se extendía a partir de la base.

—¡Un estilete escondido! —a Alex se le iluminó la mirada.

Podía ser más serio y formal que Con, pero no era inmune a la seducción de una daga secreta.

—Astuto, ¿eh? —Con le tendió el arma a su hermano—. Y, aunque no lo dirías, la empuñadura es buena. La encontré en el ático hace unos meses.

—¿En Broughton House? —Alex giró el estilete en su mano.

—Sí, estuve allí con los Peques.

Alex sabía que se refería a los mellizos de su hermana Kyria, Allison y Jason a los que, puesto que Constantine y Alexander habían recibido el sobrenombre de los Grandes, a menudo se referían como los Peques.

—Lo encontró Jason, pero Allie descubrió la manera de abrirlo. Esa criaturita está sedienta de sangre, ¿no lo has notados? No sabes lo que me costó convencerla de que no podía quedársela.

—Bueno, ya conoces a su padre. Pronto la veremos blandiendo una pistola.

—Una idea terrorífica.

—¿Esperas problemas en el lugar al que vas? ¿Vas a necesitar un estilete?

—La verdad es que no —Con suspiró—. Estoy casi convencido de que está estafando a sus creyentes. No tiene que ser difícil convencerles de que entreguen todas sus pertenencias cuando creen que en cuestión de meses serán transportados al cielo. Pero no he visto nada que indique que pueda llegar a ponerse agresivo. Aun así, me gusta estar preparado.

Alex sonrió de oreja a oreja mientras le devolvía el estilete.

—Sobre todo si anda de por medio algún truco inteligente.

—Por supuesto —Con guardó el arma—. ¿Te apetece venir conmigo?

Alex sintió una punzada de nostalgia. Su hermano y él habían compartido muchas aventuras. Hasta que, unos años atrás, Alex había comenzado a estudiar en la Architectural Association y a trabajar en ese campo, lo que le había ido dejando en un segundo plano. Ya solo ayudaba a Con en sus investigaciones muy de vez en cuando.

—No —dijo con pesar—. Será mejor que no te acompañe. Tengo que trabajar en los planos para la casa de campo Blackburn. Y tengo… no sé. Tengo el presentimiento de que debo quedarme aquí.

—¿Qué quieres decir? —Con dejó el bastón a un lado y escudriñó con la mirada a su gemelo—. ¿Ha ocurrido algo malo?

—No… A lo mejor… No sé —Alex esbozó una mueca.

—¿Has tenido una premonición?

—No exactamente. No soy como Anna. Yo no sé lo que va a ocurrir.

Alex se cruzó de brazos. Nunca le había gustado hablar de su don, que era como Con lo veía, o de su maldición, que era como él mismo lo consideraba.

—Estoy raro desde que me he despertado. Inquieto. Es posible que no sea nada, solo los vestigios de un sueño.

—Has tenido otra pesadilla.

Con era la única persona con la que Alex hablaba de sus pesadillas.

—Supongo que sí. En realidad, no la recuerdo. Solo sé que me he despertado sintiendo…

Se encogió de hombros. Alex odiaba la sensación de miedo profundo que le invadía en aquellos sueños, era una impotencia paralizadora. Una forma de debilidad que odiaba reconocer en él.

—La cuestión es que era algo… algo como lo que sentimos tú y yo cuando uno de nosotros está en peligro. Pero, en cierto modo, era diferente. Sé con seguridad que no tiene que ver contigo. Pero jamás he tenido esa sensación con ninguno de nuestros hermanos.

—¿Será que tu capacidad está aumentando? ¿Estará mejorando? —preguntó Con casi con entusiasmo.

—Sinceramente, espero que no —replicó Alex—. Si recibo señales cada vez que un Moreland se meta en algún lío, voy a terminar enloqueciendo.

—Eso es verdad. Con las niñas de Theo te bastaría para estar ocupado noche y día.

Alex sonrió, pero volvió a ponerse serio rápidamente.

—Quería preguntarte si alguna vez has sentido algo parecido. Si sientes cosas relacionadas con los demás.

—No —contestó Con un tanto apenado—. Yo no tengo ningún talento. Aparte de lo que nos ocurre como gemelos, quiero decir —pareció pensativo—. Si crees que ha ocurrido algo malo, a lo mejor debería retrasar el viaje.

—No, no seas ridículo —Alex sacudió la cabeza—. Estoy seguro de que no es nada.

—Pero esas pesadillas…

—Tú les das más crédito a mis pesadillas que yo.

—Todos sabemos que los Moreland tienen sueños significativos, excepto yo, por supuesto. Recuerda el día que Reed soñó que Anna estaba en peligro. O lo que Kyria vio en sueños.

—Yo no he tenido un sueño premonitorio en mi vida. Solo tengo pesadillas. Y las tengo desde los trece años.

—Sí, pero hace años que pararon. Hasta hace muy poco no habías vuelto a recuperar esa pesadilla en la que te encierran. Seguro que hay alguna razón.

—Seguramente fue el pichón que cené anoche —dijo Alex quitándole importancia.

Con soltó un bufido burlón, pero dejó el tema. Aquella era una de las ventajas de tener un gemelo. Uno no tenía que mentir y el otro sabía lo que ocurría sin necesidad de preguntar.

—Será mejor que me ponga en marcha —Con agarró el bastón y el maletín de viaje que había dejado en el suelo, al lado de su escritorio—. El tren sale a las dos y no quiero perderlo.

Con una sonrisa, se puso el sombrero, haciéndolo aterrizar en su cabeza después de varios giros, y salió. Alex, con una sonrisa en los labios, se apoyó en el escritorio de su hermano, estiró sus largas piernas ante él y pensó en sus pesadillas.

No recordaba la de la noche anterior, pero se había repetido suficientes veces a lo largo de aquellas semanas como para saber lo que transmitía.

Siempre soñaba que dormía en una cama estrecha, en una habitación diminuta, solo, sin saber dónde estaba y sintiendo un miedo frío y paralizante.

Las primeras pesadillas habían comenzado poco después de que Con y él hubieran visitado Winterset, la casa de campo de su hermano Reed. Habían salido a dar un paseo con Anna, la entonces futura esposa de Reed, y se habían encontrado con el cadáver de un granjero asesinado. Aquella visión había conmocionado a los dos gemelos, pero Alex había sido el único que había vomitado. Había vuelto a la casa para pedir ayuda mientras Con se quedaba junto a Anna, al lado del cadáver. Nunca había querido admitir, ni siquiera delante de Con, el alivio que había supuesto para él alejarse de aquellos restos sanguinolentos.

Lo curioso era que las pesadillas que le habían perseguido durante las semanas posteriores no habían estado relacionadas con la muerte del granjero, sino con un suceso ocurrido dos años antes, cuando Alex había sido secuestrado y retenido en una habitación oscura y diminuta.

Por supuesto, había pasado mucho miedo en aquella situación, pero estaba acostumbrado a meterse en líos y a salir de ellos, aunque, tenía que reconocer que pasaba mucho más miedo cuando no compartía con Con sus aventuras. Alex se había servido de su ingenio para escapar y, al final, Kyria, Rafe y los demás habían acudido a su rescate. Había sido una historia emocionante para contar y había disfrutado de la envidia que había suscitado en Con con su aventura, pero, al cabo de un tiempo, después de su experiencia en Winterset, había comenzado a soñar de nuevo con ello.

Lo había superado, por supuesto. De hecho, aquello parecía haber marcado el principio de su extraña habilidad. Los Moreland poseían ciertas peculiaridades: sueños premonitorios, conexiones con el mundo de lo sobrenatural y la costumbre de enamorarse de una forma inmediata y absoluta.

De modo que no había sido una sorpresa para nadie que Alex comenzara a percibir destellos de sentimientos y acciones cuando agarraba un determinado objeto, aunque había parecido de lo más injusto que Con no hubiera tenido que cargar con una peculiaridad similar. Evidentemente, a este le habría encantado tenerla.

Alex había aprendido a ocultar aquella capacidad a todos aquellos que no formaban parte de su familia, y también a controlarla, para así no verse sobrecogido, por ejemplo, por la visión de un asesinato ocurrido años atrás cuando, por casualidad, se apoyaba contra una pared. Su control había ido incrementándose y, poco a poco, habían desaparecido las pesadillas.

Hasta hacía muy poco. Aunque las pesadillas que estaba teniendo no eran idénticas. En las últimas, él era un hombre, no un adolescente, y la habitación en la que estaba encerrado parecía diferente: más oscura, más fría y más pequeña. Pero el miedo era idéntico. No, de hecho, era peor, porque iba acompañado de un miedo profundo, de un gélido terror.

Alex se obligó a apartarse del escritorio con un gesto de impaciencia. ¿Qué sentido tenía continuar allí sin hacer nada? Durante años, había utilizado su habilidad para ayudar a Con en sus investigaciones. Aquella era una de las razones por las que la agencia había adquirido su impresionante reputación, sobre todo en la búsqueda de personas desaparecidas. Pero la ayuda que había prestado se mantenía en riguroso secreto. Ya era suficientemente difícil labrarse una fama por sí mismo como arquitecto, teniendo en cuenta el pasado aristocrático de su familia y su excéntrica reputación, como para añadir algo tan peculiar como trabajar para una agencia que se adentraba a menudo en materias relacionadas con el ocultismo.

Pero no estando allí Con, no había ningún motivo para que continuara en su oficina. Debería ir a su estudio y ponerse a trabajar en su proyecto, tal y como le había dicho a Con que pensaba hacer. Estando allí sentado no iba a resolver el misterio de aquellas sensaciones incómodas y de sus inquietantes pesadillas.

Acababa de llegar a la puerta cuando, de pronto, se le tensaron los pulmones en el pecho. Fue presa de la ansiedad, del miedo incluso, pero sabía que no era un miedo propio, estaba experimentando el reflujo de los sentimientos de otro. Sentía, además, una presencia… No había otra manera de describirlo. La sensación era tan fuerte que miró alrededor del despacho vacío como si pudiera encontrar a alguien allí.

Por supuesto, no había nadie.

¿Qué ocurriría si terminaba como su abuela y empezaba a hablar con los fantasmas? Intentó separar aquel repentino estallido de sentimientos de los suyos propios para analizar aquella nueva conciencia. Era similar a la que compartía con Con, un conocimiento que, en cierto modo sentía muy cercano, como si comprendiera a la persona que estaba en una situación problemática. Pero él jamás había sentido nada parecido con nadie, excepto con Con. Y estaba convencido de que aquel sentimiento no procedía de su gemelo. Era… algo distinto.

Salió el pasillo y miró por la barandilla hacia al piso de abajo. Mientras miraba, se abrió la puerta y entró un hombre de escasa estatura. El recién llegado cruzó la entrada y comenzó a subir las escaleras. La sensación de Alex iba moviéndose al mismo tiempo que él. Aquel hombre, o quizá fuera solo un muchacho a juzgar por su altura, era la presencia que Alex sentía.

El visitante llegó al final de la escalera y comenzó a cruzar el pasillo en su dirección. Era un hombre pequeño, vestido de una forma un tanto extraña. Bueno, no extraña, puesto que el traje no tenía nada de raro. Pero llevaba una gorra de trabajador y no había nada que pareciera conjuntar en él. Caminaba con torpeza, con unos pies que parecían excesivamente grandes para aquel cuerpo. La chaqueta le estaba enorme, la llevaba casi colgando; las mangas le ocultaban las manos y había doblado el bajo de los pantalones, pero, aun así, la tela le hacía bolsas alrededor de los tobillos. Llevaba la gorra incrustada casi hasta los ojos, escondiendo su frente y manteniendo oculta la mayor parte de su rostro.

Vaciló al ver a Alex. Después, comenzó a avanzar hacia él con determinación. Alex le observó caminar y, a medida que el muchacho iba acercándose hacia él, la sensación de que allí tenía que haber algún error forjó un pensamiento.

—¡Eres una chica! —exclamó.

Comprendió al instante que acababa de cometer un error porque su visitante soltó un grito y retrocedió un paso.

—No, no. Espera, por favor, no te vayas. ¿Puedo ayudarte en algo?

La joven se quitó la gorra bajo la que se escondía, revelando una nube de rizos negros que le caía justo por debajo de las orejas. Sin la gorra, Alex pudo apreciar con claridad la delicadeza de su barbilla, el rostro en forma de corazón y unos ojos enormes de un azul profundo. Y él se sintió conmocionado.

—Vengo buscando la agencia Moreland Investigative.

—Soy yo. Me refiero a que yo soy el señor Moreland. Alex, Alexander Moreland.

Fue consciente de que estaba balbuceando y se obligó a detenerse antes de comenzar a hablar de su hermano, de la agencia, de Olivia, que era la que la había montado, y de todo lo que se le estaba pasando por la cabeza.

Aquella mujer era una belleza. Y, además, la sensación de conexión y el desasosiego estaban focalizados en ella. ¿Cómo podía sentirse tan vinculado a una desconocida, a alguien que ni siquiera pertenecía a su familia? ¡Ay, Señor! No serían parientes, ¿verdad?

Pero de algo estaba seguro: no podía permitir que se fuera. De modo que recompuso los restos de su aplomo, inclinó la cabeza, señaló con el brazo la puerta abierta con un gesto de cortesía y dijo:

—Por favor, ¿no quiere entrar?

Su sonrisa fue tímida y leve el rubor de sus mejillas. Y ambos eran, se fijó Alex, encantadores. Entró en la oficina y se sentó en la silla que había frente al escritorio de Con. Dejando la puerta abierta para no alarmarla, se sentó tras la mesa, como si aquel fuera su despacho.

En realidad, no estaba mintiendo, se dijo a sí mismo. Él era el señor Moreland, aunque no fuera el Moreland que ella pensaba.

—Y ahora, por favor, ¿en qué puedo ayudarla, señorita…?

—Estoy aquí porque… bueno, en la estación le pregunté al conductor que a dónde debería ir. Él me dijo que la agencia Moreland es la mejor cuando se trata de localizar a alguien —contestó, retorciendo la gorra entre los dedos e ignorando la pregunta sobre su nombre.

—Desde luego, haremos cuanto podamos para ayudarla.

Alex abrió el cajón del escritorio y sintió alivio al ver los lápices y el papel. Los colocó sobre el escritorio y se dispuso a tomar nota. Esperaba que pareciera que sabía lo que estaba haciendo.

—Y ahora dígame, ¿a quién quiere encontrar?

Ella le miró con gravedad y contestó:

—A mí.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

—¿Perdón?

No podía haber oído bien.

—Es a mí a quien tiene que encontrar. No el lugar en el que me encuentro, porque, como es evidente, estoy aquí —suspiró—. Pero no sé quién soy.

Alex parpadeó. Se le ocurrió pensar que quizá aquello fuera una broma. Aquella chica tan adorable era una actriz y Con había… No, Con no. Si le hubiera gastado una broma, no se habría marchado. Seguiría allí, muriéndose de la risa. Miró hacia la puerta. No sentía la cercanía de su hermano. ¿Pero a quién si no se le podía haber ocurrido una locura como aquella?

—Ya entiendo.

La joven se levantó de un salto.

—Lo sé. Sé que parece que acabo de escaparme de Bedlam, pero le prometo que no es así. Lo que quiero decir es que no siento que esté loca, aunque supongo que en realidad tampoco puedo saberlo, ¿verdad?

Se interrumpió. Parecía tan perdida que, instintivamente, Alex rodeó el escritorio para acercarse a ella, agarrarla del brazo y hacer que volviera a sentarse. Él se apoyó en el borde del escritorio.

—No, no. Estoy convencido de que no está loca. Es solo que yo… eh…Quizá pueda explicarme la situación un poco mejor.

Ella tomó aire y dobló las manos en el regazo, con toda la propiedad de una dama. Excepto, por supuesto, por el hecho de que iba vestida como un hombre.

—No sé quién soy. No puedo decirle mi nombre porque no tengo ni idea de cuál es. Creo… —se llevó los dedos a la garganta y palpó algo que llevaba bajo la camisa—. Creo que podría llamarme Sabrina, porque ese es el nombre que aparece grabado en el relicario que llevo.

—Sabrina entonces —le gustó cómo sonaba, y también la intimidad de llamarla por su nombre de pila como si la conociera desde hacía años—. Si me perdona… eh… la informalidad.

—Por supuesto —volvió a ruborizarse de aquella manera tan deliciosa—. Es razonable, puesto que no tengo ni idea de cuál es mi apellido —y añadió con un suspiro—: Ni de dónde soy, ni por qué voy vestida como un hombre.

—¿No sabe nada de usted?

—No, nada en absoluto. Es una sensación de lo más extraña.

Alzó la mano para apartar su voluminosa cabellera y Alex reparó en el moratón que oscurecía el lateral de su rostro. Tenía dos moratones, de hecho, uno en la frente y otro en un pómulo, ambos al borde de la línea de la melena. Advirtió también que tenía la mano arañada.

—¡Pero si está herida! —fue tal la fuerza de su enfado que se incorporó de un salto—. ¿Quién le ha hecho una cosa así?

Se inclinó para examinar las heridas, apartándole los rizos con delicadeza. Aquellos rizos tan suaves le acariciaron la piel, provocándole un estremecimiento de placer que fue directo a todas sus terminales nerviosas.

Fue un gesto demasiado íntimo como para resultar apropiado, comprendió. Apartó la mano y se obligó a apoyarse contra el escritorio.

—No sé quién me lo hizo —le explicó—. En el caso de que me lo haya hecho alguien. A lo mejor me caí. Hay más.

—¿Más?

—Sí. También tengo moratones en el brazo.

Se ahuecó la chaqueta y se subió la manga hasta el codo para mostrarle el brazo. Sobre la pálida piel había unas pequeñas manchas azuladas.

—Son las marcas de unos dedos —algo frío y duro se encogió en su pecho—. Alguien le ha apretado el brazo con fuerza.

—Eso pienso yo. Y mire —se desató el primer botón de la camisa y la presionó hacia abajo, revelando otro largo arañazo en el cuello—. Y creo…— frunció el ceño y se llevó la mano hacia la parte posterior de la cabeza— creo que me he dado un golpe en la cabeza. Tengo una zona que está muy blanda.

Alex rodeó su silla a toda velocidad y se inclinó para mirar el lugar que ella señalaba. Con cuidado, le separó el pelo, intentando ignorar la sensación que le producía el tenerlo entre sus dedos, la excitación que removía dentro de él. Tomó aire con una respiración rápida y silbante.

—Está sangrando… Debería haber visto…

Cruzó la habitación para acercarse al aguamanil que había en una esquina y humedecer un trapo. Regresó y le limpió con mucho cuidado la herida. Cuando la oyó retener el aire, dijo:

—Lo siento, sé que duele, pero tengo que limpiarla.

—Lo sé. Y solo me ha dolido esta vez. Se le da bastante bien.

Alex rio.

—Si hay algo que sé hacer en este mundo es limpiar cortes y arañazos.

—¿Su negocio es peligroso?

—Lo fue mi infancia —sonrió para mostrarle que no lo decía en serio—. Mi hermano y yo nos pasábamos la vida cayéndonos de los árboles, rodando colina abajo o tropezándonos con cualquier cosa —se detuvo, como si estuviera reflexionando sobre ello—. Ahora que lo pienso, debíamos de ser bastante torpes y brutos.

Cuando terminó de limpiar la herida, dejó el trapo a un lado y volvió a sentarse en el borde del escritorio.

—¿Y no recuerda nada sobre su pasado?

—No. No sé quién soy, ni lo que provocó estas heridas, ni dónde vivo. ¡Nada! —se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Bueno —Alex evitó pensar en lo mucho que le gustaría abrazar a aquella mujer para consolarla. Se cruzó de brazos y dijo—: ¿Qué es lo primero que recuerda?

—Me he despertado en un tren. El conductor me ha despertado sacudiéndome el hombro y me ha dicho que estábamos en Paddington Station. Estaba como atontada. He salido del tren y he comenzado a caminar por la estación. Había mucha gente y todo era muy ruidoso. Estaba confundida y asustada. Me dolía la cabeza. He intentado recordar quién era, dónde estaba… y por qué estaba vestida de esta forma. De pronto, se me ha ocurrido pensar que si alguien me veía así vestida no me reconocería, y ha sido entonces cuando me he dado cuenta de que no solo no me reconocerían otros, sino que ni siquiera yo sabía quién era. Me he asustado hasta tal punto que me he sentado en un banco para intentar pensar —se encogió de hombros—. Pero ha sido inútil.

—¿Y qué ha hecho entonces?

—Estaba hambrienta —esbozó una débil sonrisa—. Ya sé que puede parecer algo muy frívolo en una situación como esta, pero es la verdad. Así que le he comprado unas castañas asadas a un hombre que iba con un carretón. Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de que llevaba dinero encima, una buena cantidad de dinero o, al menos, a mí me lo parece —endureció la mirada—. Así que es evidente que recuerdo ciertas cosas: reconozco la diferencia entre un billete de cinco libras y un chelín, y sabía que podría haber ladrones fuera de la estación. También que mi forma de vestir era extraña y que iba a ver… a alguien. Pero no sé quién soy.

—¿Ha reconocido la estación?

Pareció pensativa.

—No, pero he visto el nombre en las señales. Yo… En realidad no recuerdo gran cosa de la estación. Todavía no estaba despejada. Pero nada me resultaba familiar y, cuando he salido fuera, tampoco he reconocido ningún lugar. Ni las calles ni los edificios. A lo mejor no he estado nunca aquí. O a lo mejor es algo que he olvidado.

—Ha dicho que tiene un relicario. Empecemos con él.

—Sí.

Sabrina buscó detrás del cuello, abrió el cierre y tiró de la cadena que llevaba bajo la camisa.

Alex alargó la mano y ella la depositó en su palma. La joya estaba caliente por haber estado en contacto con la piel de Sabrina y Alex lo encontró inesperadamente excitante. Cerró la mano a su alrededor, se levantó y volvió a sentarse en la silla de Con. Era preferible que no se acercara demasiado a ella. Además, aquello le permitió conservar el relicario en la mano durante algunos minutos más y fijar en él toda su concentración.

Cuanto más tiempo sostuviera el objeto, más posibilidades tendría de averiguar algo. Solo los vestigios de sentimientos o acontecimientos muy intensos le asaltaban de inmediato, lo cual, afortunadamente, hacía que le resultara mucho más fácil llevar una vida normal. La mejor manera de utilizar su habilidad era aferrarse con fuerza al objeto, cerrar los ojos, bloquear cualquier otra sensación y concentrarse.

Pero resultaría un tanto extravagante hacerlo delante de una desconocida. Sobre todo ante una mujer tan bella; no quería que le tomara por un loco. Por suerte, la sensación que transmitía aquella joya era muy fuerte. Era una sensación cálida, entrañable y muy femenina. No había notado hasta entonces que fuera sensible al género y se preguntó durante un instante hasta dónde podría llegar aquella capacidad. Nunca lo había probado.

La sensación más fuerte que recibía del relicario era la misma que le transmitía Sabrina. Y también había amor. Aquel relicario había sido entregado y recibido con amor. Desgraciadamente, ninguna de aquellas sensaciones le ayudó a identificarla.

Se sentó, dejó el medallón sobre el escritorio y lo estudio. Era pequeño, tenía forma de corazón y estaba ensartado en una cadena dorada. Alex incrustó la uña del pulgar en una hendidura casi invisible y lo abrió. A un lado estaba escrita una fecha y en el otro el nombre de Sabrina, como ella misma le había dicho.

Volvió a mirarla.

—¿Cree que puede ser su cumpleaños?

Si lo era, atendiendo a la fecha, iba a cumplir pronto veintiún años, cuatro menos que él. Le pareció una edad adecuada para ella.

Sabrina se encogió de hombros con impotencia.

—¡Ojalá lo supiera! Así ya sabría dos cosas sobre mí: mi edad y mi nombre de pila.

—También sabemos que es una pieza de joyería muy hermosa, no desmesurada, pero yo diría que es bastante cara. Y, teniendo en cuenta su manera de hablar y sus modales, me atrevería a decir que ha sido educada como una dama.

Sabrina sonrió de oreja a oreja.

—Me temo que eso no estrecha mucho las posibilidades.

—No.

Alex le devolvió el relicario con cierta reluctancia.

—A lo mejor tengo algo más que puede ayudarle.

Comenzó a rebuscar en los bolsillos y sacó varios objetos que dejó encima de la mesa: un reloj de bolsillo con una cadena, una bolsita de cuero que tintineó cuando la depositó sobre la mesa, una tarjeta, un delicado pañuelo de dama, un pedazo de papel y, por último, una sortija de oro.

Alex sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho.

—¿Una alianza? —alargó la mano hacia el anillo—. ¿Está casada?

—No sé —frunció el ceño—. No creo. No tengo la sensación de estar casada. Estaba en el bolsillo. No la llevaba puesto.

Alex tomó el anillo, una sortija con diamantes engastados en forma de flor.

—A lo mejor se la quitó para que no desentonara con el disfraz.

Percibía un sentimiento fuerte procedente de la joya, pero era confuso, y el susurro de la presencia de Sabrina era débil, no algo tan permanente como lo que transmitía el relicario. Debía de ser porque lo llevaba en el bolsillo. Añadida a aquella confusión estaba la sensación de otra presencia. El anillo no tenía por qué ser de Sabrina.

—A lo mejor.

Miró la alianza con cierta aversión, algo que aligeró la tensión que Alex sentía en el pecho.

Apartó el anillo y tomó el pañuelo. Un pañuelo caro y femenino. En una esquina estaba bordado un monograma con una «B» entrecruzada con una «S» y una «A».

—Esta «S» parece apoyar la posibilidad de que su nombre sea Sabrina. Y el apellido podría empezar por «B».

Sabrina asintió.

—Sí, pero no paro de pensar algún apellido que empiece con «B» y me resulte familiar y no lo encuentro. Esta bolsa está llena de dinero —la abrió para mostrar el contenido.

Alex arqueó las cejas.

—Tiene razón. Es una gran cantidad para llevar encima, sobre todo en el caso de una joven dama.

—Parece sospechoso, ¿no cree? Una mujer vestida de hombre, sin equipaje, viajando sola y con esta cantidad de dinero. Yo creo que debo de estar huyendo —le miró preocupada—. ¿Pero de quién?

—¿Siente que está huyendo o lo dice solo porque parece evidente?

—Sí —se interrumpió—. No sé, estoy asustada. Al venir hacia aquí, tenía la sensación de que debía hacerlo tan rápido como pudiera. Pero a lo mejor eso es porque no recuerdo nada de mi propia vida. Eso ya es muy inquietante y, por supuesto, necesito averiguar quién soy lo antes posible.

—Están también los moratones. Seguro que le ha ocurrido algo.

Lamentó al instante haberlo mencionado, porque aumentó el miedo en los ojos de Sabrina. Añadió precipitadamente:

—Por supuesto, podría haber sido un accidente de coche.

No lo creía ni por un instante. Si fuera ese el caso, habría más personas implicadas. Por lo menos, el conductor. No la habrían abandonado, aturdida y herida. Y aquello tampoco explicaba la enorme cantidad de dinero que llevaba encima, o el hecho de que fuera vestida como un hombre. Parecía mucho más probable que alguien la hubiera herido… y podría estar persiguiéndola en aquel momento. Gracias al cielo, había ido a la agencia y no estaba vagando por las calles, perdida y sola.

Apartó sus pensamientos de aquella imagen y alargó la mano hacia el pedazo de papel. Estaba roto por la parte superior y el resto estaba escrito con una elegante caligrafía:

 

… dime que vendrás. Compartiremos unos días maravillosos. Ya estoy planeando una salida para ir de compras. Mi tía ha tenido la amabilidad de mostrarse dispuesta a acompañarnos.

 

A ello le seguía una detallada descripción de un sombrero que la autora de la carta había comprado recientemente y terminaba, tal y como había empezado, en medio de una frase.

—Es obvio que se trata de una carta —dijo Sabrina—. Pero eso es todo. La he leído una y otra vez y no soy capaz de deducir nada de ella. No tiene presentación ni firma. Ni siquiera menciona el nombre de su tía. Supongo que es de una amiga o algún familiar, ¿pero por qué no llevaba la carta completa encima? ¿Por qué está partida?

La carta le volvió a transmitir la presencia de Sabrina, pero sintió otra persona, más quizá. Por las sensaciones que él tenía, podían ser varias. Y lo que podía sentir le inquietaba de forma clara. En cuanto había tocado el papel había sentido enfado, rabia incluso… lo cual encajaría perfectamente con el hecho de que la carta estuviera partida por la mitad.

Se centró en el reloj. No tenía ninguna inscripción en la parte de atrás. Era evidente que se trataba del reloj de un hombre; tanto el estilo como la sensación que de él emanaba así lo indicaban. También percibió cierto sentimiento: ¿tristeza quizá? No estaba seguro. Pero el reloj transmitía muchas más emociones que el anillo. La presencia de Sabrina lo impregnaba. Pensó que a lo mejor lo había llevado encima durante mucho tiempo.

Apareció en su mente la imagen de una casa, pero se desvaneció. Se quedó muy quieto, cerrando la mano alrededor del reloj. Pero Sabrina preguntó entonces frente a él:

—¿Qué pasa? ¿Ha descubierto algo?

—¿Qué? ¡Ah, no! —sonrió, sacudió la cabeza y volvió a dejar el reloj encima de la mesa.

Más tarde, quizá, cuando Sabrina no estuviera allí para verlo, podría retenerlo en su mano y concentrarse en él. Sabía que tenía que haber algo allí, de eso estaba seguro.

—No creo que esto pueda servir de mucha ayuda —dijo Sabrina mientras le tendía el último objeto, una tarjeta—. Me la ha dado un chico en la estación. Debe de ser alguna clase de anuncio, aunque no estoy segura de qué es lo que anuncia. ¿Un sombrerero, quizá?

Alex desvió la mirada hacia la tarjeta y abrió los ojos como platos. En la tarjeta aparecía la fotografía de dos mujeres jóvenes y elegantes con unos encantadores sombreros de paja. Se las veía alejándose de la cámara. En un lado de la tarjeta aparecía una dirección y en el otro las palabras «ven a vernos»..

—Eh… no es la dirección de un sombrerero —se aclaró la garganta, consciente de que estaba sonrojándose.

—¡Ah! —pareció un tanto decepcionada—. Los sombreros me han parecido muy bonitos —le miró con extrañeza—. ¿Qué ocurre? ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, por supuesto —tuvo la sensación de que su sonrisa parecía forzada.

Desde luego, así era como se sentía en aquel momento. Desesperado, intentó encontrar la manera de dar un giro a la conversación, pero se le había quedado la mente en blanco. Bueno, no en blanco exactamente, pero lo que allí aparecía era algo del todo inapropiado.

Ella esperó un momento y preguntó:

—¿Entonces qué clase de negocio es? No lo comprendo.

—Es uno que… No es la clase de negocio que una dama suele frecuentar. Es más para… eh… para hombres.

Sabrina abrió los ojos de par en par.

—¿Se refiere a una casa de mala reputación?

—Bueno… sí.

—¡Oh, Dios mío! —su sonrojo fue más intenso que el de Alex mientras le arrebataba la tarjeta para examinarla—. Parecen tan… normales.

Volvió a parecer decepcionada. Tanto, de hecho, que Alex no pudo menos que sonreír.

—Yo imaginaba que llevarían algo más… bueno, ya sabe.

—Sí, ya sé.

Resultaba curiosamente excitante estar allí sentado, hablando de burdeles con una mujer al tiempo que recordaba el tacto de aquellos rizos elásticos bajo las yemas de sus dedos. El hecho de que fuera vestida como un hombre la hacía incluso más tentadora. El sonrojo de Alex había comenzado siendo fruto de la vergüenza, pero no tardó en ser producto de otra cosa.

—Yo creo que lo que insinúa es que si se las ve por delante, resultan más seductoras.

—¡Ah, ya lo entiendo! —por su manera de mirar la tarjeta, él sospechaba que no, pero evitó decirlo mientras ella continuaba—. ¿A usted también le dan tarjetas como esta?

—Sí, bueno, de vez en cuando —se aclaró la garganta—. Y, ahora, a lo mejor podríamos continuar.

En los ojos de Sabrina apareció un brillo de diversión mientras guardaba de nuevo la tarjeta en el bolsillo.

—¡Oh! Aquí está el billete —sacó la mano del bolsillo y le tendió el papel—. Pero lo único que dice es de Newbury a Paddington.

—Bueno, por lo menos sabemos que ha llegado a Londres desde Newbury.

—Supongo que es allí donde vivo —respondió Sabrina en tono dubitativo—. No me resulta familiar, pero… la verdad es que nada me resulta familiar.

—Eso ya nos ofrece algo con lo que empezar a trabajar —se reclinó en la silla, pensando—. No sé nada de Newbury, salvo que está al oeste de Reading. Creo. Ojalá estuviera Con aquí, es un genio con la geografía.

—¿Quién es Con?

—Mi hermano —Alex se irguió de pronto, con los ojos brillantes—. ¡Ya está! Ya sé a dónde deberíamos ir —se volvió y comenzó a caminar hacia la puerta.

—¿Adónde? ¿Qué vamos a hacer? —preguntó mientras le seguía.

—Voy a llevarla a mi casa.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—¿Qué?

Sabrina se tensó y le miró a los ojos. Los nervios del estómago habían desaparecido en el instante en el que había entrado allí: se había sentido a salvo. Hasta aquel momento. En ese instante, se agolparon en su cabeza las historias más cruentas sobre desconocidos y trata de blancas. Era increíble, ¿por qué podía recordar cosas como aquella y no tenía la menor idea de cuál era su nombre?

—¡No! No me refería a eso —se precipitó a aclarar Alex—. No es mi casa. Bueno, sí lo es, por supuesto, pero es la casa de mis padres. De mi familia. Estarán allí mis padres y… otras muchas personas. Le prometo que es un lugar respetable.

Parecía tan alterado que ella no pudo menos que reír.

—Ya entiendo. Muy bien.

—Le suplico que me perdone —continuó mientras la escoltaba hasta la puerta. Le ofreció el brazo y ella, con un gesto automático, lo tomó hasta que ambos recordaron su atuendo y se separaron al instante. Alex continuó—: Debería haberle explicado antes mis razones. Acabo de darme cuenta de que en mi casa podrían ayudarnos. Megan sabrá si han publicado algo en los periódicos sobre usted, o podrá averiguarlo. Y, si ha asistido a alguna fiesta en Londres, mi hermana Kyria lo sabrá. Y, por supuesto, lo más importante es que necesita estar en un lugar seguro.

—¿Cree que estoy en peligro? —Sabrina volvió a alarmarse.

—No lo sé.

Alex alzó la mano para llamar a un taxi y volvió a producirse un momento de confusión cuando alargó la mano para ayudarla y recordó de pronto que iba vestida como un hombre. En el interior del vehículo siguió diciendo:

—A lo mejor hay otra explicación para los moratones, la pérdida de memoria y el disfraz, pero no quiero correr riesgos, ¿y usted?

—No, tiene razón. Pero, señor Moreland…

—No, por favor, llámeme Alex. O Alexander si prefiere ser más formal. No me parece bien que yo me vea obligado a llamarla «Sabrina» y usted me llame «señor Moreland».

—De acuerdo, Alex. En ese caso, nos tutearemos. Pero supongo que tampoco querrás poner en peligro la casa de tus padres —Sabrina alzó la mirada hacia él.

Alex sonrió de oreja a oreja y aquella sonrisa iluminó su rostro anguloso de una forma que le provocó a Sabrina un revoloteo en el estómago.

—No te preocupes. Ni si quiera se enterarían —cuando Sabrina arqueó las cejas con expresión dubitativa, soltó una carcajada—. Ya lo verás. En cualquier caso, yo confiaría en la capacidad de nuestro mayordomo para impedir que nadie cruce la puerta de la casa. Tiene una mirada paralizante.

Alzó la cabeza y bajó la mirada hacia su propia nariz, como si hubiera detectado algún olor desagradable. Sabina no pudo menos que reír.

Era extraño que se sintiera tan cómoda con un hombre que era, en realidad, un completo desconocido. Pero, desde el momento en el se había encontrado con él, se había sentido como si le conociera de toda la vida. Había sido una sensación tan sorprendente que se había detenido en seco. Durante un loco y esperanzador instante, había tenido la convicción de que él le diría su nombre y todo volvería a encajar en su lugar. Pero pronto había quedado bien claro que no la conocía.

Aun así, no había podido evitar relajarse y contarle todo. Había en él una fuerza, una capacidad que resultaba tranquilizadora. Era tan… sereno. No se había inmutado ante su peculiar atuendo, ni había dicho que su historia, más peculiar todavía, era ridícula. Ni la ausencia de un nombre, ni la falta de recuerdos, ni aquel disfraz de prendas masculinas, ni las heridas ni el golpe en la cabeza le habían desconcertado. Se había limitado a escuchar y a asentir como si ese tipo de cosas ocurrieran a diario.

Al no tener ningún conocimiento ni experiencia, ella solo podía confiar en su intuición. Y la intuición le decía que confiara en Alex Moreland.

Aun así, se sintió obligada a protestar:

—Pero no quiero imponerles mi presencia. Seguro que tu madre no quiere que le impongan la presencia de una chica al a que no conoce. Mírame —miró su atuendo con expresión de pesar—. Voy disfrazada como un hombre y tu madre no sabe nada de mi familia ni de lo que he hecho. Se va a llevar una fuerte impresión.

Para su asombro, Alex estalló en carcajadas.

—Confía en mí, hace falta mucho más que eso para impresionar a la duquesa. Mi madre estará encantada. Y querrá hacerte todo tipo de preguntas, por supuesto.

—Pero yo no voy a poder contestarlas. No sé nada de mí.

—No, no me refiero a ese tipo de cosas. Querrá saber si estás a favor del voto femenino, o qué piensas de las condiciones de los trabajadores en las fábricas, tu opinión sobre los hospicios y ese tipo de cosas… Y, si no estás informada, estará encantada de informarte ella.

—¡Ah!

Sabrina le miró sin entender, preguntándose si estaría de broma. ¿Y cómo se había referido a su madre? ¿Había dicho «la duquesa»? ¿Sería algún apodo? ¿Utilizaría una jerga que ella tampoco recordaba? La madre de Alex no podía ser… No, era una locura. No podía ser el hijo de un duque.

A Sabrina le costaba creer que su madre fuera a tomarse con tanta tranquilidad su llegada, pero le parecía absurdo insistir en la inconveniencia de su visita. Además, ¿qué otra cosa podía hacer? No tenía ningún lugar en el que quedarse, no tenía la menor idea de a dónde ir. Lo único que podía hacer era relajarse. Quizá, con un poco de tiempo, recordara todo lo olvidado.

Estudió a Alex en medio del traqueteo del carruaje. Estaba mirando por la ventana y su rostro resultaba igual de atractivo estando de perfil. Entonces se volvió y le sonrió y Sabrina pensó que no, que era imposible que su rostro fuera igual de bello que cuando la miraba de frente. No podía recordar cuál era su ideal de belleza en un hombre, pero tenía la sensación de que Alex Moreland era el prototipo perfecto.

No era un hombre velludo, como tantos últimamente, no llevaba ni bigote ni barba y tenía las patillas cuidadosamente recortadas. El pelo, oscuro, lo llevaba muy corto. Pero quizá fuera porque no necesitaba esconder ninguno de sus rasgos. Quizá tuviera el rostro un poco delgado, pero se adecuaba a sus facciones angulosas. Podía parecer un tanto severo con aquellos pómulos altos y tan marcados y las líneas rectas y negras de sus cejas, pero sus ojos verdes eran cálidos y su boca llena y seductora.

Al darse cuenta de que estaba siendo muy maleducada al observarle tan fijamente, desvió la mirada. Estaban pasando por una manzana de casas muy elegantes… No, había una sola puerta, así que tenía que ser una sola casa. Estaba hecha de piedra y parecía llevar siglos levantada sobre aquella calle. Pensó que debía de ser un edificio del gobierno, pero el carruaje se detuvo y Alex alargó la mano hacia la puerta.

Sabrina se quedó boquiabierta y sintió el estómago a la altura de las rodillas. ¿Aquella era su casa? Vio que Alex descendía y se volvía expectante hacia ella. Le siguió, con la cada vez más acusada sospecha de saber la razón por la que Alex se había referido a su madre como «la duquesa».

—Esta es… —su voz fue apenas un suspiro. Se aclaró la garganta—. ¿Esta es tu casa?

—¿Qué? —Alex, que acababa de pagar al conductor, se volvió hacia ella—. ¡Ah, la casa! Sí, ya sé que parece un poco… lúgubre. Pero está mucho mejor por dentro, ya lo verás.

¿Mejor? No estaba segura de a qué se refería. Desde luego, no podía ser más grande. Un lacayo les abrió la puerta; por lo menos no iba con librea, que era lo que esperaba tras haber visto el tamaño de la casa.

—Buenos días, señor.

El hombre tomó el sombrero de Alex y se volvió hacia ella con actitud expectante. A Sabrina no le quedó más remedio que tenderle la gorra, revelando sus rizos. Si al sirviente le sorprendió o le confundió su extraña imagen, no lo demostró.