Indomables del mar - Enrique Sendagorta - E-Book

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Enrique Sendagorta

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Beschreibung

La defensa marítima de los dominios españoles fue insuficiente durante el s. XVII, y con el cambio de siglo comenzó a preocupar seriamente a la Corona. Los nuevos tiempos exigían rehacer la marina y formar oficiales guerreros, que fueran también cosmógrafos y científicos. Pronto sobresalieron los vascos, que dirigieron expediciones cartográficas y de observación científica, defendieron el Mediterráneo contra los turcos y el Pacífico contra los corsarios, y mantuvieron a Inglaterra en jaque hasta la batalla de Trafalgar.

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Veröffentlichungsjahr: 2014

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ENRIQUE DE SENDAGORTA

INDOMABLES DEL MAR

MARINOS DE GUERRA VASCOS EN EL SIGLO XVIII

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2014 by ENRIQUE DE SENDAGORTA

© 2014 by EDICIONES RIALP, S. A.

Alcalá 290. 28027 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4404-2

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

I. LOS VASCOS EN EL NUEVO MUNDO

II. LAS GUERRAS NAVALES DE LOS SIGLOS XVI y XVII

Los Austrias, reyes de España

Inglaterra en el mar

Hegemonía y lento declive de España

El fracaso de La Gran Armada contra Inglaterra

Fracaso del contraataque inglés en La Coruña y Lisboa

Islas Azores. Saqueo de Cádiz

Balance de la guerra contra Inglaterra

Las Dunas

Retracción del imperio

III. LA ILUSTRACIÓN EN ESPAÑA

La cultura ilustrada

Vascos en sintonía con la Corona

IV. APORTACIONES CIENTÍFICAS Y TÉCNICAS DE ESPAÑA

Conocer y dibujar el Imperio

El problema de la longitud

Vascos en las expediciones del siglo XVIII

Langara y Mazarredo

Churruca en el estrecho de Magallanes

Churruca y Fidalgo en el Caribe

Barcáiztegui y Moyúa en Cuba Oriental

Expediciones de límites entre Portugal y España

José de Iturriaga y Aguirre

Andrés de Oyarbide

José de Moraleda y Montero

Juan Luís Inciarte

Expediciones científicas

V. EL PACÍFICO

España en el Mar del Sur

De Cabo de Hornos a Panamá

Expediciones Californianas. El paso del Noroeste

Heceta y Bodega y Cuadra

Nutka

Recuerdo de Expediciones

Boenechea al archipiélago de Tahití

Las rutas del Pacífico. Mourelle

El galeón de Manila

De Ignacio María de Álava a Juan Antonio Ibargoitia

VI. LOS TRES PRIMEROS REYES DE LA DINASTÍA BORBÓN

La guerra de Sucesión (1700-1714). Tratado de Utrecht

España se mueve

Guerra revisionista del Tratado de Utrecht

Guerra de la oreja de Jenkins

Combate de Cabo Sicié. Tolón

Defensa y reorganización de los tráficos marítimos

Renacimiento naval

Carlos III. Guerra de los Siete Años. La Habana y Manila. Menorca

Guerra hispano portuguesa (1776-1777). Santa Catalina y Sacramento

Los bombardeos de Argel

Independencia de las Trece Colonias inglesas en Norteamérica

Renuncia al desembarco en Inglaterra y asedio a Gibraltar

Rodney vs. Langara. Cabo Santa María

Apresamiento del gran convoy inglés

Reconquista de Menorca

Asedio a Gibraltar. Howe y Córdova en Cabo Espartel

VII. REINADO DE CARLOS IV

Guerra contra la Francia revolucionaria (1793-95)

Guerra contra Inglaterra (1797). Combate del Cabo San Vicente

Bloqueo de Cádiz. Tenerife. Última pérdida de Menorca

Trinidad y Puerto Rico

Recapitulación de un período conflictivo

VIII. LA VICTORIA INGLESA

España procura la paz y no puede evitar la guerra

Planes de invasión de Inglaterra. La finta de Las Antillas

Combate de Finisterre

21 de octubre de 1805, Trafalgar

El temporal

Después de Trafalgar

IX. GUERRA DE LA INDEPENDENCIA (1808-1814)

Una guerra patriótica

Colaboracionistas

La Marina

Motivaciones

La Batalla de Vitoria

Saqueo de San Sebastián. San Marcial y fin de la guerra

La semilla de la división de España

OCHO NOTAS BIOGRÁFICAS

Antonio Gaztañeta Iturribalzaga

Blas de Lezo y Olabarrieta

José de Mazarredo Salazar

Ignacio María de Álava y Sáenz de Navarrete

José Justo Salcedo

Jose Gardoqui Jarabeitia

Anselmo Gomendio (1759-1841)

Cosme Damián Churruca

Bibliografía

MAPAS

AGRADECIMIENTOS

Por los ánimos que de ellos he recibido y por las gratas tertulias disfrutadas a cuenta de este libro, mi primer agradecimiento va para dos amigos marinos: el almirante José Ignacio González-Aller, gran autoridad en el conocimiento de nuestra historia naval, hombre grato si los hay, abierto a la transmisión de sus saberes y al regalo de su amistad y, con él, mi hermano Jesús, tertuliano enlace, marino de guerra y naviero, que es una arca de anécdotas y recuerdos llenos de un espíritu y un estilo que viene del servicio en la mar, de los compañeros y de su caminar sereno entre barcos y empresas. Gracias a los dos por vuestra ayuda y por los ratos tan buenos que generosamente me habéis dado.

Mi agradecimiento sigue con el que debo por la ayuda y los consejos de mi buen amigo Agustín González Enciso, catedrático de historia moderna en la Universidad de Navarra y escritor de muy numerosas monografías y artículos, no solamente cuidadoso de la disciplina que su profesión requiere, sino también agudo en la percepción propia del observador científico. Gracias, Agustín. Gracias también a Rafael Alvira y Montserrat Herrero, que han sabido alagarme un poco para que no tirase la toalla sino que siguiera en la boga contra la marea de mis años. Aprovecho también este libro para agradecer su gran labor y la de sus compañeros en el Instituto Empresa y Humanismo, cuyos afanes he compartido con orgullo durante tantos años. Gracias también a la historiadora Margarita Sánchez que me ayudó en el arranque de mi trabajo aportando una primera documentación.

Gracias especialmente a Pino Muñoz-Rojas de Aguirrebengoa, mi secretaria, que ha derrochado conmigo toda la paciencia que Dios le ha tenido que dar para aguantar mis cambios y correcciones y superar los retrasos que el trabajo nos traía con cada descubrimiento y cada avance. Gracias también por su buen ejemplo de lo mucho que una esposa, madre de familia y señora de su casa puede hacer como profesional cuando la disposición es flexible a las exigencias de la misma vida y a las del trabajo. Gracias, Pino. Gracias a mis hijos, especialmente a Montse y a Jorge, por la lectura de mis manuscritos, por sus sabios consejos generales y particulares y por los ánimos que todos ellos, optimistas, me han repuesto cuando ya los perdía. Y gracias sobre todo a María Luz mi querida esposa, por haberme aguantado tantas horas ausente en viajes interminables a las islas de Barlovento y al paso del Noroeste en mi fragata ya bastante vieja pero aún capaz de navegar gracias al viento a un largo de la familia tan maravillosa que Dios y ella me han dado.

PRÓLOGO

Muchos españoles hemos devorado a lo largo de nuestra vida no pocas lecturas de la historia de los descubrimientos, conquistas, plenitud, decadencia y fin del imperio hispano en América y Filipinas. Con ellas, en nuestra juventud nos invadían sueños de grandeza heroica que, con la madurez, se condensaron en certero orgullo no exento de preguntas críticas, para finalmente reposar en meditación admirativa y en agradecimiento por la nobleza de tantos compatriotas antecesores nuestros.

Al decaimiento que acompañó al reinado de los últimos Austrias, sucedió el espíritu estatal, centralista y «de provecho» de los Borbones que pedía hombres de razón y de acción, ilustrados, tanto para la vida política como para la militar. Los vascos, dado su carácter laborioso y leal, participaban de antiguo significativamente en asuntos del imperio y, en el nuevo clima, pudieron crecerse especialmente en actividades críticas que exigían la más intensa y urgente atención del gobierno. Sobresalía entre ellas la defensa marítima de nuestros dominios, mal provista e insuficientemente atendida a lo largo del siglo XVII, que pasó al primer plano de las preocupaciones de los tres primeros borbones y de sus ministros. Estos impulsaron la empresa mayor de reconstruir la marina de guerra y formar oficiales con aptitudes no solo de guerreros sino también de nautas, cosmógrafos y científicos. Se activó entonces la construcción naval, crecieron las empresas de suministros y armamento en las que los vascos sobresalían y, al llamamiento oficial de hombres para la mar, acudieron muchos jóvenes vizcaínos, guipuzcoanos y alaveses que, formados en las Escuelas de Guardiamarinas, serían, en pocos años, una notable proporción de la Oficialidad de la nueva Armada Real. De los ciento ochenta y un caballeros aspirantes de la primera promoción de la Real Compañía de Guardiamarinas, fundada en Cádiz en 1717, treinta y nueve fueron vascos. Julio Caro Baroja describe y llama a aquellos jóvenes marinos «caballeros de peluca, casaca y espadín». Efectivamente aparecen en los retratos de la época con peluca corta, casaca azul oscuro ribeteada en rojo con bordados de oro, chaleco también rojo y a la cintura una espada. Eran náuticos capaces, militares disciplinados y bien templados patriotas, personas cultas con ganas de subir y, muchos de ellos, con intelectos versátiles y formación científica superior: «Non solum Armis» era su lema tal como aparecía en la filacteria de su escudo. Los encontramos en las expediciones cartográficas, en misiones de observación científica, en la defensa del Mediterráneo contra los turcos, en el Pacífico inmenso, en la lucha corsaria, en el mar de las Antillas y en las guerras contra Inglaterra que prácticamente no cesaron hasta Trafalgar o, más exactamente, hasta la Guerra de la Independencia. Eran hombres con espíritu de misión: les importaba España y su marina como fuerza esencial para asegurar el dominio sobre las posesiones de Ultramar, defender el comercio y mantener una paz armada y vigilante.

La rivalidad entre España e Inglaterra venía desde el sig­lo XIV, se intensificó en el último tercio del siglo XVI, continuó en el XVII, se acentuó con el apoyo inglés a los holandeses rebeldes en los Países Bajos y fue motivo principal de la política exterior española con los borbones, que consistió, durante la mayor parte del siglo XVIII, en aliarse con Francia y defenderse de Inglaterra, con guerras intermitentes en el continente y continuas en la mar y en los territorios americanos acosados codiciosa y permanentemente por los británicos. El poder español, revitalizado con la construcción de una magnífica Armada Real, que había alcanzado su zenit en el reinado de Carlos III, no cedió sino lentamente frente al inglés que afianzó su primacía en los años últimos del XVIII y primeros del siglo XIX, período de descomposición de España y de nuestra fuerza naval.

Leímos bastante de aquellos marinos de guerra en las escuetas Hojas de Servicio del Archivo de la Marina Don Álvaro de Bazán y en publicaciones que son numerosas por no haber sido pocos los escritores atraídos por la historia naval de aquel tiempo. Quería aprender, conocer mejor lo sucedido, saber más de los Gaztañeta, Churruca, Blas de Lezo, Mazarredo, Álava, Barcáiztegui, Gardoqui, Salcedo, Lastarría, Hezeta, Boenechea, Gomendio, Bodega y Cuadra, Ayalde, Moyúa, Hidalgo de Cisneros... y descubrir a tantos otros, unos de prestigio proclamado y otros modestos en la fama pero no en los hechos, que iban saliendo de mis lecturas, uno tras otro, como las cerezas del cesto.

La tarea exigía amor a la verdad, ecuanimidad, un punto de orgullo y nada del derrotismo de los que minusvaloran o desprecian nuestro pasado y hablan del futuro negativamente, como si estuviera ya determinado por su torpe y triste voluntad. Del futuro, sin embargo, nada sabemos, como nada sabían los marinos antiguos de las tierras incógnitas y de los dragones. Sabemos de la historia que ha creado vínculos culturales, económicos y religiosos que, a pesar de los desgarros, han dado indiscutible unidad a los pueblos. «Con maderas del recuerdo armamos las esperanzas», decía nuestro querido D. Miguel Unamuno, y bien podemos afirmar que ningún presente se construye sino partiendo del pasado.

Por eso, con la sola pretensión de ser guijarro que se lanza como aviso, escribo estas páginas acerca de vidas que fueron empapadas en el noble propósito de servir. Son pinceladas biográficas de marinos vascos, enmarcadas en el modesto propósito de difundir con extremada brevedad los afanes y las luchas de un tiempo de España en el mar. He sido estimulado por el afán de dar a conocer mejor la historia humana, política y social de los vascos, tan metidos siempre en los problemas nucleares de nuestra patria común, lo cual en modo alguno significa menor interés por los de otras regiones españolas, sino enfoque en unos hombres cuyo fuerte fue la acción más que la expresión y que, por excesivamente discretos, quedaron muchos sin rezos por ellos ni cantos en su honor. He intentado no dejar a un lado, tarea que hubiera sido inútil, a otros grandes marinos del XVIII por los que siempre sentí gran admiración: Navarro, Jorge Juan, Ulloa, Solano, Antonio y Cayetano Valdés, Tofiño, Lángara, Antonio y Luis Córdova , Alcalá Galiano, Malaspina, Romero y Landa, Escaño y tantos otros, que por ir hombro con hombro en la misma gran tarea juntamente con los vascos y los demás españoles, se respetaban, se ayudaban y se amaban porque construían juntos.

Hablo aquí del pasado como depósito de virtudes ejercidas; hablo de las maderas de Don Miguel y no de ninguna colección de rutinas y viejos modelos enmohecidos. Han mudado los tiempos indeciblemente y a los mares que con la tierra monopolizaban los caminos entre los hombres, han sucedido y se han multiplicado infinitamente los nuevos mares espaciales propicios a viajes, al tránsito de informaciones, de operaciones infinitas, a través de ondas y mensajes que hoy unen en innúmeras precisiones todos los puntos de la tierra, los cuales han venido a ser metas de posible arribada inmediata para cualquier habitante de nuestro planeta. Esta visión que es realidad, debería contribuir a una paz más estable que la vivida, en la que quedase poco lugar para encrespadas cerrazones. Por ello insisto en que el lector haga por entrar en las virtudes básicas, en los valores más permanentes de nuestros marinos, aquellos hombres formidables que tanto se entregaron a la tarea de dar luz al Nuevo Mundo y vida a las mil empresas de la Monarquía Católica que, en el siglo XVIII, conservaba —pasada pero aún alta— su asombrosa pleamar.

Incluyo un capítulo relativo a los siglos XVI y XVII, prescindible para los conocedores de la historia, en el que se recuerdan someramente las situaciones antecedentes y las razones políticas y militares que acompañaron a las guerras de España en el mar. A medida que avanza la exposición hay un enfoque histórico de aproximación y, porque se trata finalmente de narrar vidas y caracteres de marinos vascos que fueron ejemplo en el servicio de España, los acontecimientos que ellos vivieron se describen con alguna precisión. Nuestra misma limitación y la de las fuentes históricas, no puede ser, en muchos aspectos, suficiente para narrar cómo fueron los días de aquellos marinos excepcionales. Pienso también que los complementos biográficos así como la descripción de las expediciones cosmográficas y científicas, nos podrían haber hecho perder el hilo conceptual definido en este prólogo. Es por ello que en la narración histórica, política y de las guerras marítimas, he seguido la línea cronológica, pero he intercalado dos capítulos para informar acerca de los trabajos cartográficos de la demarcación de límites y de las expediciones científicas. Añado separadamente complementos para ocho biografías y en los textos y las notas numeradas van engarzados los principales datos de personas. El propio conocimiento y la riqueza de información logradas es muy desigual de unos a otros personajes y acontecimientos históricos, por lo cual también la narración resulta a veces excesiva y otras veces corta. Lo que he buscado primordialmente es mostrar con el ejemplo de los marinos de guerra, cómo los vascos contribuyeron con grandeza, generosa y heroica, al ser de España que en su misma urdimbre llevará siempre el optimismo emprendedor y leal de aquellos hombres.

I. LOS VASCOS EN EL NUEVO MUNDO

«...la gesta americana de los vascos marcó esa impronta del buen hacer

que dejan en la historia los pueblos de carácter».

Los vascos en América. José Luis Pinillos.

«Boga boga marinero, tenemos que ir muy lejos, a las Indias, sí a las Indias...».[1]

Canción popular de pescadores vascos del siglo XVIsegún Juan José Alzugaray.

El imperio español fue esencialmente marítimo y extendía sus dominios muy lejos de la Península por las costas de dos océanos: las atlánticas desde el Cabo de Hornos hasta el Caribe y Florida y las del Pacífico, aún más remotas; desde aquellas mismas aguas antárticas rebasaba en el otro hemisferio Méjico y California y se aproximaba al sur de Alaska. Allí nuestras fragatas buscaban el mítico Paso del Noroeste, para salir al Atlántico y completar el abrazo en mares españoles a todo un continente doble, la América Meridional y la del Norte. A los cincuenta años de los descubrimientos de Colón, la conquista alcanzaba amplísimos espacios en el Golfo Antillano y Panamá, en Chile, Perú, Quito, Méjico y en el Atlántico hasta el Río de la Plata. Fue una gesta llevada a cabo por unos pocos miles de españoles audaces e increíblemente sacrificados y valientes, hidalgos y caballeros pobres, frailes misioneros, marinos y soldados inquietos, que buscaban riqueza, fama, nuevos conocimientos y la extensión del cristianismo, finalidad primordial propugnada con la mayor firmeza por sus reyes. Fue empresa de hombres a los que se ha querido minusvalorar al empequeñecer sus sueños y reducirlos a la sola codicia, cuando en realidad fueron movidos por la grandeza de la tarea que emprendían. Es cierto que aquellos amaban el oro pero sabían también cuál era su fe, su deber y su honor, y lo proclamaban: «Cristianos somos, vasallos del Rey don Carlos, y españoles»[2].

Las distancias en aquella vasta y compleja enormidad geográfica eran muy superiores a las habituales en las navegaciones en Europa[3], y la lentitud de los barcos de entonces —aunque la velocidad posible fuera aumentando al pasar los siglos—, podía consumir la paciencia de sus capitanes y tripulantes, que sufrían no solamente las calmas y los temporales, sino sobre todo, el hambre, la sed, el frío, el hacinamiento de los hombres, las enfermedades infecciosas, los insectos y el mortal escorbuto[4]. Desconocían las costas lejanas y sabían poco de sus corrientes y sus vientos. Podían calcular la latitud de su posición en el mar, pero la determinación de la longitud fue problema largo, que no tuvo solución satisfactoria hasta más que mediado el siglo XVIII. En aquel buscar las nuevas tierras muchos barcos se perdían en los arrecifes, los tragaban las tempestades o desaparecían diluidos en nieblas. De aquellos océanos que un día bañaban las costas en son de paz y al siguiente se arrojaban violentos contra los cantiles y las playas en estrépito de fuerza extremada, los del Atlántico Norte eran conocidos solamente por pescadores que, desde el siglo XV o tal vez antes, se habían aventurado en los hondos fríos a cazar ballenas. Con creciente audacia, con experiencia largamente acumulada y un aguzado instinto, marinos vascos llegaron en sus arriesgadas singladuras a los ricos bancos de pesca de Terranova, antes de saberse en los aledaños de un gran continente[5].

Los vascos, con sus vecinos cantábricos, eran considerados de antiguo, al decir de muchos, como «los mayores marineros del mundo, más valientes por agua y que más navíos hacían»[6]. Fueron comerciantes, pescadores, marinos de acarreo, piratas y guerreros de mar, para los que los temporales, aun los más norteños e impetuosos, no eran suficientes para detener su afán de navegar al encuentro, amistoso o bélico, de aquitanos, bretones, normandos, portugueses, holandeses, ingleses, argelinos o turcos. A ellos no les atemorizaba lo que Cristóbal Colón escribió en su diario: «Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma». Sabían además el arte de los constructores navales y el de los ferrones y «no había como ellos, que salen mucho a la mar por tener muchos puertos y muchas naves construidas con poco gasto, por la gran cantidad de roble y hierro que proveen». Sabían también del negocio de pertrechar los barcos con artillería, pólvora, ballestas, herramientas, clavos, velas, motones, jarcias y toda clase de utillaje náutico.

Cristóbal Colón en su primer viaje llevó un total de 87 tripulantes, la mayoría procedente de la baja Andalucía, vecinos de su puerto de salida —Palos de la Frontera— y de Lepe, Huelva y Cádiz; con ellos iban ocho vascos[7]. También el gran colaborador de Colón, Juan de la Cosa, era tenido por vizcaíno aunque seguramente era de la vecina Santoña y a él se debe el planisferio que primero representó las islas recién descubiertas.

Después del descubrimiento de América, en 1492, que cambió la hasta entonces percibida faz del mundo, los siguientes hechos transcendentales de la historia en el mar fueron las expediciones de Vasco de Gama y de Magallanes. En 1498 el primero, portugués, consiguió doblar el cabo de Buena Esperanza y abrir hacia la India un camino marítimo que sería explotado por Portugal, pues el Tratado de Tordesillas, de 1494, que marcaba una línea divisoria imaginaria al oeste de las Azores, dejaba a Portugal el hemisferio oriental y con él la navegación por África hacia la India, mientras que España se reservaba el occidental. Magallanes, a la cabeza de una expedición española, partió en 1519 desde Sanlúcar de Barrameda.

Con cinco barcos navegó hacia Poniente en busca de las Especierías; en uno de los cuales, la nao Concepción, iba como maestre Juan Sebastián Elcano, de Guetaria, y con él, treinta y cuatro vascos más[8]. En el término sur del Continente Americano, exploraron y cruzaron el estrecho, bautizado con el nombre de Magallanes, y en largo viaje llegaron a las Islas de Poniente, al otro lado del mar inmenso que llamamos océano Pacífico. En la pequeña isla de Mactan, el portugués jefe de la expedición, fue muerto por los nativos. Elcano, tras múltiples vicisitudes, pasó a capitán de la nave Victoria y volvió en 1522 a Sevilla por el cabo de Buena Esperanza y las islas de Cabo Verde. Fueron casi tres años de navegación y azares, con aquella única nave abarrotada de valiosas especias —clavo, nuez moscada y canela— y con los dieciocho hombres que quedaban, de los cuales cuatro eran vascos[9]. Las otras cuatro naves de la expedición se perdieron. Carlos V, con gran satisfacción y simpatía, dio a Elcano escudo de armas con un globo terráqueo que llevaba la leyenda: «Primus circumdedisti me», y honró generosamente a todos aquellos héroes.

En un segundo viaje[10], con siete buques que partieron de La Coruña en 1525, Elcano se contentó con capitanear el navío Sancti Spiritus bajo el mando supremo de Loaysa, que murió de escorbuto a poco de llegar al Pacífico. Elcano, nuevo jefe de la expedición, a los pocos días también falleció por haber comido un pescado que llamaban picuda, sumamente venenoso, o más probablemente, por escorbuto. Su testamento lo suscribieron vascos allí presentes y, entre ellos, el paje y amigo de Juan Sebastián, Andrés de Urdaneta, de dieciocho años, oriundo de Villafranca de Ordicia[11], que se forjaba entonces en aventuras náuticas y descubrimientos. Elcano tuvo como sepultura la grandeza del océano Pacífico. Desde 1525 hasta 1565, cuarenta años, España realizó siete intentos de volver desde las Islas de Poniente a América y todos fracasaron con pérdidas muy serias de hombres y barcos[12]. Fue el gran piloto, ya entonces fraile agustino, Andrés de Urdaneta[13], que aseguraba «haría volver, no una nave, sino una carreta», quién realizó la proeza del tornaviaje del Pacífico, desde las Molucas hasta Nueva España por una nueva ruta mucho más al norte del paralelo 40º. ¡La interminable inmensidad!

Miguel López de Legazpi, oriundo de Zumárraga, el financiador en buena parte de la expedición y cabeza de la templada conquista de las Islas de Poniente, llamadas luego Filipinas, se estableció en Manila y allí, comerciantes y marinos, muchos de ellos vascos, de acuerdo con el gobernador, establecieron una provechosa línea de navegación comercial entre Méjico y Filipinas. Los frutos del tornaviaje perduraron hasta 1815, año en que zarpó el último galeón Acapulco-Manila-Acapulco.

***

Cualquiera que estudie los descubrimientos, conquista y crecimiento económico-social de América, se llenará de asombro al comprobar la frecuencia de nombres vascos en aquellos mares, aventuras y trabajos, en proporción a la de los habitantes de la península. Todos los que entonces se decían vizcaínos no llegaban a 250.000 y los habitantes de España serían unos siete millones al final del siglo XVI, que por las pestes repetidas, desastres naturales y malas cosechas descendieron bastante hasta mediados del siglo XVII, aunque se recuperarían al finalizar el siglo[14]. El peso demográfico relativo de los vascos estaría próximo al 3,5%, mientras que su presencia numérica en el desarrollo y sostenimiento del Imperio alcanzó al menos el 10%. Los vascos, que sentían querencia por Andalucía, especialmente por Sevilla[15], luego por Cádiz, los puertos de partida de aventuras y negocios y por la Corte, estaban muchos de ellos capacitados no solamente para el mar y el comercio sino también para las grandes secretarías y administraciones de la monarquía: eran cultivados, enérgicos, laboriosos y queridos por su lealtad. De hecho, los vascos, destacaron en todas las administraciones durante la Edad Moderna. La emigración de españoles del norte al sur de la península y a América fue el primer movimiento europeo de masas que cruzó el Atlántico y en él, aquellos estuvieron presentes de modo natural: la gran empresa de las Indias parecía hecha a la medida de su carácter recio, de su preparación y de su espíritu emprendedor.

Los nombres primeros que he rememorado son bien conocidos por sus hechos descomunales. Fuera del siglo XVIII, sin orden ni otra consideración cronológica, citaré algunos más, que no pueden ser sino un modesto principio de la larguísima relación de los vascos que, hombro con hombro con los otros españoles, tomaron parte en hacer esmaltar y dar vida a los dominios de la Monarquía Católica: Juan de Garay, fundador de Buenos Aires y de Santa Fe de Bolivia; Domingo Martínez Irala, fundador de Asunción y padre del Paraguay; Francisco de Garay, gobernador de Jamaica, ganadero y minero; Martín López, el Hércules vizcaíno, constructor naval y conquistador con Hernán Cortés; Francisco de Vitoria, nacido en Vitoria o en Burgos en 1483, teólogo, pionero del Derecho Internacional, defensor de los indios y definidor de los derechos de conquista; Pascual de Andagoya, explorador del Perú antes que Pizarro, constructor naval, alcalde de Panamá y auténtico misionero seglar; Juan de Areizaga, sacerdote, que en la primera expedición de Magallanes, al explorar el Estrecho, quedó separado de la flota con cincuenta hombres en un patache, navegó el Pacífico hasta Nueva España sin apenas recursos y con heroico valor personal salvó a sus compañeros; Lope de Aguirre, el loco rebelde; Juan Francisco Aguirre, demarcador y cronista; Andrés Aguirre, agustino fiel de Urdaneta y amigo de Filipinas; Pedro de Gamboa, agustino, siempre con Legazpi; Martín Oñaz, gobernador de Chile en 1592, guerrero y pacificador; Francisco Aguirre, primer alcalde de Santiago de Chile; Pedro Arbolancha, naviero amigo y mensajero de Núñez de Balboa ante el Rey para darle la noticia del descubrimiento del mar del Sur, del Pacífico (1513); Bruno Mauricio de Zavala, gobernador del Río de la Plata y fundador de Montevideo; Sarmiento de Gamboa de madre bilbaína, explorador, fundador de poblados, gobernador y capitán general de la zona del estrecho de Magallanes (1530-1592). Juan de Zumárraga, primer obispo de Méjico, primer impresor en América, escritor y protector de los indios; Domingo de Salazar obispo de Manila, erigió nueva catedral y nuevas iglesias, defensor, apóstol y pastor de los indios filipinos; Jerónimo de Mendieta, misionero, historiador, defensor de los pobres y pedagogo; Juan José de Eguiara Eguren, promotor de la fe y la cultura; Juan Ortiz de Zárate, explorador, ganadero y colonizador de Bolivia; Pedro Ortiz de Zárate de los primeros oidores del Perú; Martín de Alzaga, alcalde de Buenos Aires, defensor con Liniers de la ciudad en el sitio de 1806 por los ingleses, héroe de su reconquista, gran empresario; Legazpi cabeza de expedición a las Islas de Poniente y su suave conquistador; Alonso de Ercilla, bermeano de noble linaje, el poeta épico de La Araucana; Francisco Ibarra, explorador, colonizador y gobernador de Nueva Vizcaya, en el noroeste de México; Cristóbal Oñate, militar y primer gobernador de Nueva Galicia; Juan de Anchieta, escultor; Joannes de Anchieta, músico; Baltasar de Echave, pintor; Claudio Areizaga, arquitecto de las catedrales de Méjico y de Puebla; Juan Miguel Veramendi, arquitecto de la de Cuzco e historiador y muchos más hombres de sustancia que merecen ser recordados como más adelante lo haremos con los marinos de guerra del siglo XVIII[16].

Sería un grave olvido no mencionar aquí a los excepcionales marinos organizadores, constructores y guerreros vascos que mandaron escuadras de España en las últimas décadas del siglo XVI y primeras del XVII y fueron colaboradores próximos de Carlos V y de Felipe II en asuntos de mar: Juan Martínez de Recalde, Martín de Bertendona, y los dos Oquendo, Miguel el Viejo y Antonio su hijo[17], «honra de España, único en los mares y en el mundo», con ellos Pedro de Zubiaur, Marcos Aramburu,... y otros, no pocos, que fueron actores de nuestra historia y aparecen en sus páginas, unas veces, con personalidad bien dibujada y otras, en la humildad de lo incógnito. Finalmente, como glorioso colofón, dos campeones de la fe cristiana, los dos santos vascos: San Ignacio de Loyola fundador de la Compañía de Jesús, (1534) cuya ingente labor apostólica y educadora se extendió en todo el mundo; y el sacerdote, también guipuzcoano, Martín de la Ascensión, evangelizador, que con otros veintisiete, franciscanos, jesuitas y algunos seglares españoles y japoneses, fueron crucificados en Nagasaki en 1597, mártires de la fe en Cristo.

Los españoles hemos reflexionado sobre estos compatriotas que con poco ruido hicieron tanta historia y nos llenamos de orgullo porque supieron mantener un sentido de universalidad y una moral inquebrantable para acometer empresas verdaderamente expresivas de un estilo en el que más que los números contaba la fe, el ánimo fuerte y la valentía. Con ellos hemos vivido y participado en la grandeza de un imperio de tan dilatado y noble recorrido hasta llegar al desplome que fue, en lo político, Carlos IV y Fernan­do VII; en lo naval, la secular lucha frente a Inglaterra finalmente vencedora; y en la gloria y la desgracia, la Guerra de la Independencia contra Napoleón y las de escisión política —que no moral— de nuestra entrañable hispanidad[18].

[1]Boga boga, mariñela/joan biar degu urrutina/bai Indietara, bai indietara. Juan José Alzugaray. «Vascos universales del siglo XVI».

[2]Respuesta del cuñado de Elcano, Santiago Guevara y de su primo el cura Juan de Areizaga, al arribar tras azarosa navegación desde Magallanes a la costa occidental de México y ser recibidos por el gobernador de Telmantepec.

[3]La distancia de Cádiz a Santo Domingo es de casi 4.000 millas, igual a la que existe entre el Cabo de Hornos a Panamá por el Pacífico; la de Acapulco a Manila, unas 7.500 millas; la de Panamá a San Francisco, unas 3.300 millas. Una milla marina es un minuto de grado del meridiano terrestre y tiene 1852 mts.

[4]Pocos buques en buenas condiciones de viento y mar, alcanzaban una velocidad media de tres nudos y medio y les era imposible avanzar sin viento claramente favorable. Había también que contar con graves retrocesos y derivas por las corrientes y los temporales.

[5]El historiador Prowse dice que hacia 1533 faenaban en Terranova unos doscientos barcos vascos con unos 6.000 pescadores. A finales del siglo XVI decreció la presencia vasca en aquellas latitudes.

[6]López de Gómara.

[7]Entre ellos se encontraban, en la Santa María, Juan Txantxu, contramaestre, el carpintero Domingo Vizcaíno, de Lequeitio, Cristóbal Caro, de Natxitua, Martín de Urtubia, también de Natxitua, grumete, el calafate Lope Aresti, Juan Ruiz Vizcaíno, y Juan Martín de Azogue, de Deva. En la Pinta, Juan Cuadrado, de Algorta.

[8]En la salida de Sanlúcar las tripulaciones sumaban un total de 265 hombres en las que dominaban los andaluces, seguidos de portugueses y vascos. Entre los funcionarios de la Casa de Contratación tenían los vascos una alta e influyente participación y alistaban fácilmente a sus paisanos.

[9]Los vascos eran: Acurrio, bermeano, Zubileta de Baracaldo y Arratia, bilbaíno. Otros dos vascos fueron hechos prisioneros en las islas de Cabo Verde, muy cerca de su destino. José de Arteche,Elcano («Sociedad guipuzcoana de Ediciones y Publicaciones, S. A.»).

[10]La participación de vascos en esta segunda expedición fue muy numerosa. Además de Urdaneta figuraban Toribio de Salazar, tesorero; el piloto Martín Uriarte; Iñiguez de Carrizano, alguacil mayor; Juan Areizaga, capellán del patache Santiago; Guevara y algunos parientes de Elcano. Los vascos y américa, 1990 ed. Fundación BBV).

[11]Hoy Orditzia.

[12]No pudieron volver hacia América, el barco Trinidad, mandado por Espinosa, de la flota de Magallanes y Elcano, que decidió volver en solitario y se perdió; hacia el Este fueron y se perdieron un barco de la de Loaysa y Elcano, uno de Álvaro de Saavedra; la expedición de Hernando Grijalba y la de López de Villalobos. El primer y definitivo éxito fue el tornaviaje de Urdaneta en 1565 que aprovechó la corriente kuro-shivo hacia el Norte, hacia Japón, para cruzar el Pacífico a la altura del paralelo 42º. Tardó poco más de cuatro meses.

[13]Durante su estancia en Valladolid, a su vuelta de la expedición segunda de Elcano, Urdaneta profesó en la orden de San Agustín.

[14]España a mediados del siglo XVII perdió mucha población. En buena parte, por epidemias de peste. Desde la década de 1660, según regiones, hubo una tendencia al crecimiento.

[15]Sevilla había crecido mucho y llegó a tener a finales del siglo XVI más de 100.000 habitantes. Era la mejor ciudad de España, superada en el s­iglo XVII por Madrid. En 1717 las funciones comerciales de Sevilla en relación con las Indias, pasaron a Cádiz.

[16]JUAN JOSÉ ALZUGARAY, en su libro «Vascos universales del siglo XVI», selecciona con criterio restrictivo, y da noticia de un centenar de vascos del siglo XVI que calificó razonadamente como universales y aún nos quedarían los siglos XVII y XVIII.

[17]Del poema «A Oquendo» de Iparaguirre, «Betico onra España’rena/Itxasoetan bakarra/eta munduan bere aomena». La traducción es de Luis de Castresana en «Vida y Obra de Iparraguirre», Ed. La Gran Enciclopedia Vasca, Bilbao, 1971.

[18]El nombre de Hispanidad fue creado por el sacerdote Zacarías Vizcarra y propagado por el escritor Ramiro de Maeztu en su admirable «Defensa de la Hispanidad». La última edición tiene un interesante prólogo de Federico Suárez.

II. LAS GUERRAS NAVALES DE LOS SIGLOS XVI y XVII

Quizás sea excesivo volver a los siglos XVI y XVII para enmarcar el XVIII, pero debemos pensar que el narrar con breves pinceladas las vidas de los marinos del tiempo que nos ocupa, exige entender sus motivaciones e imaginar cuanto pasó por sus mentes y las cargó con vitales sueños de servicio, de aventuras y de gloria. La mención al descubrimiento del Nuevo Mundo, a la circunnavegación del globo terrestre, a Lepanto, a la Gran Armada española y la Contra Armada inglesa, al tornaviaje del Pacífico y a las expediciones oceánicas, así como el recuerdo de nuestros grandes soldados y navegantes, encendería su ánimo en llama viva necesaria para abordar nuevas hazañas. Al estudiar la historia de la España de aquellos siglos, cualquiera puede entender que , vascos anónimos más o menos numerosos estuvieron como sujetos activos implicados en los acontecimientos, en las paces y en las guerras, en los avances y en los retrocesos, así, al narrar lo general presentamos también lo particular de nuestros compatriotas vascos.

Los Austrias, reyes de España

En 1516 la Casa de Austria, en la persona de Carlos de Habsburgo, recibió por herencia la corona de España y en 1519, el ya rey Carlos I fue elegido emperador de Alemania con el nombre de Carlos V. En el año 1520, en la plaza pública de la ciudad alemana de Wittemberg, Lutero, en rebeldía abierta con el Papa, quemó el decreto de su propia excomunión junto con textos dogmáticos católicos. En 1530 Carlos V fue coronado Emperador Romano Germánico. En 1533 el rey de Inglaterra Enrique VIII separó su país de la Iglesia Católica para divorciarse de la infanta de España Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena. Estos actos tan significativos se mezclaron inextricablemente con graves problemas políticos y encendieron las guerras que ensangrentaron Europa hasta mediado el siglo XVII. Para entonces las tierras continentales de América, desde la Patagonia hasta el norte de Méjico habían sido conquistadas por los españoles, salvo Brasil por los portugueses. Prontamente se hicieron virulentas las codicias de Inglaterra, Francia y Holanda por las posesiones de España y por su comercio.

Carlos V, el más poderoso príncipe alemán y español, procuró restablecer la unidad religiosa y la armonía de Europa, no con el fin de asumir la soberanía de otros estados, sino para asentar una hegemonía que garantizara la concordia y la paz en el continente. Aquello no fue posible y el emperador tuvo que librar costosas y largas guerras contra protestantes, franceses y turcos. En la mayoría de ellas su principal apoyo económico y militar fue el de los reinos de España, especialmente el de la corona de Castilla, incluido el señorío de Vizcaya, y la riqueza de oro y plata proveniente de América que ayudó a completar lo necesario para tan vastas empresas. Carlos V llegó a pacificar Alemania (Paz de Augsburgo de 1555) y el año de su muerte, su hijo Feli­pe II logró la paz con Francia (Câteau-Cambrésis, 1559). Entonces el rey pudo decir: «ya Europa descansa sobre la paz que le han procurado mis armas». Sería una paz precaria. No obstante, la Reforma protestante quedó contenida y el Concilio de Trento, con aportaciones principales de teólogos españoles, fijó con firmeza sus definiciones dogmáticas. Pero las guerras continuaron. Se sumó a ellas la onerosa defensa del Mediterráneo contra Turquía y países norteafricanos, y sobre todo, el desarrollo y protección de América y de las Islas Filipinas. España era el primer imperio global de la historia, culminación de sus descubrimientos y conquistas en el mundo.

El matrimonio de Felipe II con María Tudor en 1554 anunció la renovación de la amistad entre Inglaterra y España, pero a los tres años murió la reina, le sucedió en el trono su hermanastra Isabel y volvió el anglicanismo y la enemistad. Con creciente irritación de Felipe II, no cesaban en América las incursiones de corsarios protegidos de la reina como Drake, Raleigh y Hawkins, contra los puertos y los barcos españoles. A ello se sumó la sublevación de los Países Bajos, apoyada por Inglaterra y la necesidad de hacer frente a la amenaza turca hasta la decisiva victoria de Lepanto en 1571.

La potencia de la armada española sobre todas las demás era entonces abrumadora y un ejemplo de ello fue la victoria de la flota de Nueva España sobre la de aquellos afamados corsarios ingleses en el combate de 1568 en San Juan de Ulua[1] en el que los británicos pudieron salvar solamente dos barcos.

Inglaterra en el mar

Las empresas oceánicas de Inglaterra comenzaron tarde. Hasta 1570 no cruzaron el Ecuador hacia el Sur pero, para entonces, ya habían tomado con Holanda la delantera técnica en la construcción naval. Heredaron además los saberes náuticos de España y Portugal, los de nuestros «espumadores del mar», nautas y exploradores, y determinaron como voluntad política esencial la de ser la primera potencia marítima europea y limitarse en el continente a frenar al país que en cada momento fuera el más poderoso. Con esta estrategia sostenida, Inglaterra venció a todos sus rivales y creó un Imperio cuyo fundamento fue el señorío de los mares. «La tierra firme quedó perteneciente a una docena de Estados soberanos, el mar a nadie; a todos y en realidad a uno solo: Inglaterra. El orden de la tierra firme consistía en su división en territorios estatales, el mar por el contrario era libre...»[2].

Hegemonía y lento declive de España

A pesar del desgaste de energías que necesariamente acompañó al sostenimiento de la economía, sufragamos guerras, dominamos mares, hicimos el Imperio, luchamos por la unidad espiritual de Europa y alcanzamos el más notable esplendor cultural: nuestro monumental siglo de oro[3]. Lo que siguió fue progresivo decaimiento: cansancio después del gran esfuerzo que España venía desarrollando desde la Reconquista, mengua de la agricultura por falta de población a causa de pestes y enfermedades, estancamiento técnico, altibajos de la marina en largo declive, agotamiento fiscal, inflación, excesivos gastos suntuarios, ostentación, pocos emprendimientos creativos, retraimiento y escaso aprecio al trabajo. A pesar de que las profesiones se desarrollaron con normalidad, muchas causas concatenadas provocaron un empobrecimiento relativo durante buena parte del siglo XVII que se alivió algo unos años antes de la muerte del último Austria, Carlos II el Hechizado.

Es sorprendente que decayera tan morosamente la potencia relativa de la España peninsular con siete millones de habitantes, frente, por ejemplo, a Francia que tenía más de veinte. Otro factor deformaba los juicios sobre España porque las naciones miraban principalmente su dimensión europea y poco su acción americana que resultaba lejana, casi invisible y poco significativa. Sin embargo, en el Nuevo Mundo, silenciosamente, España abría caminos y puertos, extendía la educación, construía catedrales, nacían universidades, brotaban industrias, se editaban libros, se cultivaban las artes, se afirmaba nuestra lengua y se poblaban ciudades nuevas. Antonio Ulloa, el entonces capitán de fragata, ilustrado como su compañero Jorge Juan —estrellas brillantes de la ciencia española del XVIII y coautores de la «Relación histórica del viaje a la América Meridional»—, sin carencia alguna de sentido crítico, describían el esplendor urbano de las ciudades hispánicas del Nuevo Mundo que no fueron alcanzadas en todo el siglo por las de América del Norte, ciertamente modestas. Un viajero ilustrado, como fue Alejandro Humboldt, describía en 1803 la prosperidad de la ciudad de México y la atribuía a las antiguas leyes españolas según las cuales «cada virreinato se gobierna no como un patrimonio de la corona, sino como una provincia con sus instituciones cuyo conjunto constituye un gobierno europeo y nunca son nominadas por los españoles como colonias».

La aportación española de hombres a América fue relativamente moderada y bastó para asentar una sociedad criolla y mestiza que demostró una impresionante lealtad a la monarquía. En la Península Ibérica el Imperio no se utilizó como factor de integración o de desarrollo de la nación, objetivo que ni siquiera existía antes del siglo borbónico y «la empresa imperial fue patrimonio casi exclusivo de castellanos y vascos»[4]. Estos tuvieron proporcionalmente un papel superior en el esplendor español.

El lento declive de España fue acompañado por el debilitamiento, también lento, de su poder naval hegemónico hasta el siglo XVII. Hay en la historia altibajos militares —que ilustran con su verdadero perfil el largo retroceso español al que no faltaron períodos de reacción— y señalados triunfos. Con la revolución francesa, llegaron las definitivas desdichas. En Lepanto[5] (1571), la culminación más pura e intensa de la historia de España, aliados con el Papa Pío V y con Venecia en la Liga Santa, cuya escuadra de galeras y naos —mandada por Don Juan de Austria y los mejores marinos de su tiempo, Andrea Doria y Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz— venció a la poderosa otomana con lo que el mediterráneo oriental quedó despejado de turcos y libre a la navegación. A los pocos años (1588) fue la infortunada Gran Armada contra Inglaterra, seguida por el contraataque británico y la derrota de Albión en La Coruña, en Lisboa. (1589) y en las Azores (1591).

El fracaso de La Gran Armada contra Inglaterra

Felipe II, harto de los ataques a la flota de Indias y de los continuos desmanes británicos de todos aquellos años, decidió poner en marcha su proyecto de un ataque definitivo contra Inglaterra. La llamada Armada Invencible, primero por los italianos, nunca por los españoles, se trataba de la Gran Empresa o la Gran Armada cuya preparación e integración fue un éxito, excepto en cuanto al sigilo. Bajo el mando supremo del Duque de Medina Sidonia, buen organizador pero hombre dubitativo y menos apto para aquella misión, lideraban los almirantes vascos Juan Martínez de Recalde[6], Martín de Bertendona[7] y Miguel de Oquendo, que llevarían consigo, por su prestigio, a numerosos paisanos marinos y soldados como lo hicieron los castellanos Martínez de Leyva, Pedro de Valdés y Diego Flores, también jefes superiores en la organización y en las operaciones de guerra. La Gran Armada estaba formada por unos ciento cincuenta buques bastante heterogéneos en sus tamaños y cualidades. Los grandes galeones, principales protagonistas en los combates, estaban bien construidos y eran muy fuertes pero menos maniobreros. Entre los tripulantes tenían relativamente pocos hombres hechos a la mar y en cambio llevaban numerosa guarnición de soldados y oficiales de la superior infantería española para «embestir y aferrar» y luego abordar los barcos enemigos. Los ingleses, al mando del almirante Hawkins, disponían de artillería de mayor calibre y en conjunto, de mejores marineros. Alejandro Farnesio, Duque de Parma, con la mayoría de su ejército en barcazas sin artillería, esperaría la reunión con la flota de Medina Sidonia para desembarcar en el lado británico del Canal.

Ya en la costa sur inglesa, tras un medido acercamiento de la armada británica, por popa y a barlovento de la española, se produjeron intermitentes intercambios artilleros y algunos encuentros más comprometidos. La escuadra hispana navegaba hacia el Canal de Dover hostigada por los británicos que prepararon grandes brulotes, barcos incendiarios que, lanzados en ataque múltiple, dispersaron en Calais a los buques de la flota española. Medina Sidonia, con desorden en su escuadra, vientos tormentosos contrarios y mala coordinación, no podía ya encontrarse con el masivo grupo de desembarco de Alejandro Farnesio que estaba varios días retrasado y decidió retirar su flota empujada por fuertes vientos hacia el norte de Escocia para navegar en el Atlántico abierto hacia España, rumbo SSO paralelo a las costas occidentales de Escocia e Irlanda. Una fuerte tempestad del oeste hizo naufragar hasta veintiocho buques de la Gran Armada con sus tripulaciones de las que se salvaron muy pocos. La mayoría de los galeones pudieron alcanzar las costas cantábricas gracias a su robustez, pero no así buena parte de las galeras y barcos menores. Se puede concluir que España perdió treintaisiete naves importantes de las ciento veintiocho que salieron de la Península y que de sus treinta mil hombres murieron unos nueve mil trescientos en combate y náufragos en la mar y en las rompientes, rematados cruelmente por ingleses e irlandeses. De nuestros adversarios prácticamente todos sus buques volvieron a sus puertos pero de sus 16.000 hombres en campaña murieron la mitad, sobre todo por epidemias y abandono. Medina Sidonia desmoralizado se recluyó en sus posesiones y el rey nombró capitán general de su Armada a Alonso de Bazán hasta el año 1597 en que fue sustituido por Martín de Urquiola y más tarde por Martín de Padilla.

Fracaso del contraataque inglés en La Coruña y Lisboa

Los ingleses, después de la desaparición de numerosos buques de la armada española por el norte, pensaron que estarían en algún refugio en preparación de un segundo intento de desembarco, pero cuando sus espías confirmaron su dispersión y la entrada de muchas naves en puertos cantábricos y en La Coruña para realizar reparaciones largas, vieron en ello ocasión óptima de destruir la total flota española inmovilizada. La idea complació mucho a Isabel cuya primordial disposición vengativa se potenció con la oportunidad de alto valor estratégico, de arrebatar a Felipe II el trono de Portugal. Su rey, Sebastián I, había muerto en Alcazarquivir cuando guerreaba quijotescamente por asuntos de territorios e influencia en el Magrev y la sucesión correspondía a Felipe II, hijo de Isabel de Portugal y hermano del rey anterior, Juan III. Había otros dos pretendientes con menor derecho, más un tercero Don Antonio, Prior de Crato, que no tenía títulos dinásticos bastantes para sostener su insistente aspiración y a quien el anciano transitorio rey, Enrique I, con acuerdo de toda la familia real, expulsó de Portugal. Sin embargo, Don Antonio tenía apoyos que veían con recelo la unión de las dos coronas peninsulares. Felipe II, ayudado por las clases dirigentes lusitanas, reunió fuerzas y se dirigió a Lisboa que se entregó sin lucha. Don Antonio, prófugo, concertó una alianza con Inglaterra a la que prometió el dominio —prácticamente como propio— del reino de Portugal, a cambio de su ayuda para vencer a Felipe. Además, con la conquista de las portuguesas islas Azores, Isabel I podría controlar las rutas de las Indias con todos los beneficios que ello comportaba. Para la reina era absolutamente prioritario destruir totalmente la flota española; lo demás vendría seguidamente.

Francis Drake, líder naval, y John Norris, al mando de las tropas de tierra, fueron los encargados del contraataque inglés que precisaba reunir una potente Contra Armada, formar un ejército y organizar la gran operación. Esta debía comprender la ayuda al pretendiente Don Antonio para movilizar al pueblo en favor de Inglaterra la cual, finalmente, haría del trono portugués su vasallo. El fervor entusiasta y las expectativas de grandes beneficios caldearon el ambiente británico y se llegó al reclutamiento de unos veintiocho mil hombres, marinos y soldados de tierra, a los que se unieron numerosos miembros de la nobleza británica[8] con sus compañías. Los barcos sumaron casi doscientos.

En abril de 1589 la Contra Armada[9] se hizo a la mar desde Plymouth, rumbo a La Coruña, elegida como su primer objetivo. España, que muy pronto dio por seguro el contraataque británico, había reforzado sus defensas en toda la costa atlántica y activado los medios logísticos organizados anteriormente para la Gran Empresa contra Inglaterra. Con todo, las fuerzas militares de La Coruña, ciudad de unos cuatro mil habitantes —no serían más de mil doscientos los hombres—, suponían una cifra en nada comparable a la de los contingentes ingleses, cuya magnitud mostraba con evidencia que Drake y Norris apuntaban a objetivos y a botines muy superiores que únicamente a La Coruña. La defensa de la ciudad, bajo el mando del marqués de Cerralbo y del Conde de Andrade, se concentró en aquellos pocos hombres más los refuerzos que pudieron llegar de los territorios limítrofes y de algunos barcos de la Gran Armada que había regresado y fondeado en el puerto. Entre ellos la nao San Bartolomé y el galeón San Bernardo con varias compañías de tercios viejos, además de galeras, urcas, pataches, otros barcos menores y el gran San Juan, el barco de Recalde, de cincuenta cañones con compañías de arcabuceros y de infantería. No llegó la gigantesca nao La Ragazzona —que muy deteriorada, varó en la ría de Ferrol cuando intentó entrar en La Coruña—, pero sí llegó su dueño y capitán, Martín de Bertendona, que con sus hombres acudió a vigorizar el fuerte de San Antonio.

El cuatro de mayo de 1589 la imponente escuadra inglesa desfilaba ante la boca de la ría, al día siguiente comenzaba el desembarco y, en horas, las tropas inglesas llegaron hasta el barrio de La Pescadería. Empezó el intercambio artillero entre el fuerte de San Antón que señoreaba el puerto y los buques de Drake y entre estos y los hispano-portugueses presentes. El San Juan fue alcanzado y, cuando iba a ser ocupado por los ingleses, estallaron en él varios barriles de pólvora preparados por los españoles para producir gran mortandad entre los agresores y destru­ir el galeón insignia de Recalde que no cayó en poder de Drake como ardientemente deseaba el inglés.