Insumisa - Yevguenia Yaroslavskaia-Markon - E-Book

Beschreibung

Islas Solovkí, URSS, 1931. He aquí el relato de una vida apasionante, escrita apresuradamente en su celda por una joven de veintinueve años que sospecha que está a punto de morir. "Una estudiante llena de sueños", según se define, decepcionada por la dictadura de los bolcheviques, se convence rápidamente de que el mundo de los bajos fondos es la única clase verdaderamente revolucionaria. Decide vivir en la calle y convertirse en ladrona, tanto por convicción política como por el gusto por el riesgo que confiesa sentir. Lejos de la imagen heroica de la "construcción del socialismo", es el Moscú y el Leningrado de los marginados, los niños de la calle, los borrachos y las prostitutas, los que nos descubre en un lenguaje seco, cortante, sin concesiones. El presente volumen contiene, en adición a la autobiografía de Yevguenia, varios documentos desclasificados de la NKVD relativos a su internamiento, juicio y ejecución, y un estudio sobre su descubrimiento por parte de la historiadora y activista rusa Irina Fliege.

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YEVGUENIA YAROSLÁVSKAIA-MARKÓN

Insumisa

Traducción de Marta Rebón

Prólogo de Olivier Rolin

Posfacio de Irina Fliege

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Моя автобиография

Primera edición: mayo 2018

Segunda impresión: octubre 2018

Tercera impresión: enero 2019

Cuarta impresión: mayo 2019

Quinta impresión: enero 2020

Sexta impresión: marzo 2021

Primera edicioón ebook: agosto 2021

Copyright de la traducción © Marta Rebón, 2018

Copyright del prólogo © Olivier Rolin, 2017

Copyright del posfacio © Irina Fliege, 2017

Copyright de las notas © Ferran Mateo, 2018

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2018, 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-10-4

13 Prólogo, por Olivier Rolin

21 Mi Autobiografía, por Yevguenia Yaroslávskaia

101 Anexos

103 Interrogatorio a Yevguenia Yaroslávskaia del 12 de enero de 1931

107 Sentencia

115 Extracto del acta de la sesión itinerante del consejo de la ogpu

117 Extracto del testimonio de un guardia

125 Posfacio, por Irina Fliege

La foto de esta mujer, de perfil, seria, con algo de inflexible que llama la atención de inmediato, vestida con un abrigo grueso que parece un capote de soldado, me la mostró por primera vez una anciana encantadora, hoy fallecida, en las islas Solovkí en 2012, entre otras fotos de deportados. Antonina Sotchina era historiadora, memoria viva de este lugar cuya huella, hecha de belleza y sufrimiento, no se borra una vez que se imprime en nosotros. El recinto del monasterio de las Solovkí, una fortaleza recostada sobre el mar, plagada de torres como sombreros altos de bruja y de bulbos escamosos de catedral bizantina, maléfica y magnífica, acogió, desde los años veinte del pasado siglo, lo que fue el primer campo del Gulag. En el interior de sus venerables murallas, hechas de bloques ciclópeos, comenzó a funcionar una de las grandes máquinas de matar de los tiempos modernos.

Antonina me dijo que la imagen pertenecía a una condenada a lo que en el lenguaje de la policía política se llamaba «la medida más alta de protección social». Fue ejecutada a principios de los años treinta. Durante mucho tiempo, no supe más. Seguí interesado en la trágica historia de las islas Solovkí, pero por otras razones: estaba trabajando en un documental sobre la biblioteca desaparecida del campo y escribía un libro, El meteorólogo [Libros del Asteroide, Barcelona, 2017], sobre el destino de uno de los detenidos. Sin embargo, no soy ningún experto en Rusia o en las Solovkí. Un escritor no debe ser especialista en nada. Un escritor debe ser curioso, insatisfecho, escrupuloso. En estas historias de otro tiempo, de otro país, me pareció que había lecciones que aprender que hablaban de nosotros: las esperanzas, ilusiones, leyendas, mentiras y cobardías del siglo del que procedíamos. La historia del comunismo real no concierne solo a los rusos. Mientras trabajaba en la película y en el libro, conté con la ayuda generosa y erudita de la directora de la Asociación Memorial de San Petersburgo, Irina Fliege. No sabría dar una mejor idea de ella que el retrato rápido que esbocé en El meteorólogo: «Delgada, despierta, apasionada, sin soltar el teléfono salvo para encender un cigarrillo (aunque manejara muy bien ambos a la vez), emana de ella ese entusiasmo desinteresado que embellece en ocasiones la figura del militante, tan depreciada hoy en día».

Durante todo este tiempo, nunca me olvidé por completo de la joven de la foto. En El meteorólogo, evoqué brevemente la figura de esta «mujer extraordinaria» que un día, en el campo, «se puso un cartel en el cuello donde había escrito “Muerte a los chekistas”». No podía seguir siendo un mero cliché. La fuerza, la violencia misma, que emanaba de este perfil de guerrera pedía a gritos una historia. Estos rasgos tenían que cobrar vida, hablar. Se podría pensar que fue una de esas fotos hechas por los asesinos de la gpu para identificar a sus víctimas. En realidad, fue tomada en Berlín en 1926: fue Irina quien me lo dijo. Nadie podía contarme mejor que ella quién fue Yevguenia Markón, hija de la burguesía intelectual judía de Petrogrado, esposa del poeta Aleksandr Yaroslavski, anarquista, ladrona, deportada a las Solovkí, condenada a muerte, ejecutada a los veintinueve años. Fue ella quien descubrió, en los archivos del fsb, ex kgb, su «autobiografía», escrita poco antes de su ejecución. Este es el documento que vamos a leer.

La impresión que deja es profunda y no solo porque fue escrita al borde de la muerte. Pocas veces he leído el testimonio de un alma tan proclive al absoluto (palabras antiguas, palabras como de Dostoievski: pero, ¿qué otras tendrían sentido aquí?). El absoluto de la pasión amorosa así como de la pasión política, que parecen fusionarse en el fuego de esta corta vida. Es extraordinario el pasaje donde, en unas pocas líneas, evoca el terrible accidente que la dejó lisiada, que casi olvidó mencionar: ¿qué era, en efecto, «en comparación con ese amor tan grande que era el nuestro, de esa felicidad tan deslumbrante?». Uno puede encontrar inquietante esta propensión al extremo, pero en modo alguno puede calificarse como fanatismo: «la espina del perdón universal» está siempre en ella y la aparta radicalmente de la determinación implacable del terrorista. La violencia de sus sentimientos, la fuerte inclinación de su carácter la convierten, si se quiere, en una heroína muy «rusa», pero completamente opuesta al nihilismo de Nechaiev o al Verkhovenski de Los demonios. Ella no dudaría, escribió, en matar a un chekista en el cumplimiento del deber, pero lo salvaría si se estuviera ahogando. Y piensa que los verdugos, incluso el que ejecutó a su marido, son víctimas que ella tendrá que «vengar» si sigue con vida: confieso que no entendí, al principio, la frase en forma de juramento donde ella hace este compromiso; me preguntaba si no habría un error de traducción, pero no, es eso, ella jura vengar, junto a los poetas asesinados, a aquellos que los asesinaron, porque no sabían lo que estaban haciendo.

Puede parecer también extraña su convicción de que los delincuentes eran la única clase verdaderamente revolucionaria. (Extraña y, sin embargo, puede que existan hoy creencias similares entre nosotros). Ella pretende probarlo racionalmente, sin ningún tipo de consideración estética o moral: Son la única «clase» que es seguro que nunca ocupará el poder. Su demostración aspira a la seguridad de un enunciado de física política (esta apasionada también confiesa una pasión por la ciencia). Sin embargo, está claro que su querencia por los bajos fondos, su elección por una vida de ladrona y vagabunda, obedece a una inclinación más profunda, más romántica, menos reductible al frío análisis de las fuerzas sociales. Se palpa un verdadero entusiasmo por el mundo marginal. Los ojos de un prisionero liberado durante la revolución de febrero de 1917 son tan claros que podrían pertenecer, piensa, tanto a un asesino como a un santo. La euforia que siente al robar, que describe muy bien, no responde sólo a un cálculo frío, sino a la exaltación de la vida peligrosa: «Robar me proporcionaba un verdadero placer». Su narración nos descubre un mundo de pequeños proxenetas y prostitutas, niños de la calle y pordioseros, bastante lejos del Moscú de la imaginería soviética. Su pasión la vivió con la sinceridad y el fervor que ponía en todo, reincidiendo una y otra vez con una obstinación imprudente hasta la catástrofe final. El cálculo político demostró ser completamente erróneo. Estaba terriblemente equivocada cuando vio en el inframundo al ejército irregular de la revolución permanente. Todos los grandes testimonios sobre los campos, de Solzhenitsyn a Shalámov, de Eugenia Ginzburg a Julius Margolin, son unánimes al describir a los presos comunes, los urkas, como los principales apoyos de la administración del Gulag, como los enemigos feroces de los presos políticos.

Estar equivocada no le quita valor a su coraje, que despierta admiración. Cuando ella quiere algo, lo quiere hasta el final, hasta las últimas consecuencias. Cuando piensa en algo, lo piensa y lo proclama hasta el final, sin importar el peligro que conlleve. No hay nada que desprecie más que las declaraciones que no comprometen a nada, lo que hoy llamaríamos «postureo» (y Dios sabe que ya estamos acostumbrados). La consideración del peligro no parece ser parte de su relación con el mundo. La mayoría de las víctimas del terror estalinista acabaron «confesando» crímenes imaginarios que les habían sido dictados. Pero ella, ella proclama libremente, desea registrar por su propia mano opiniones que sabe que, incluso la menor de ellas, equivalen a la pena la muerte. En el acta procesal de su interrogatorio —¡redactado por ella misma!— dice militar por la insurrección campesina, por la deserción entre las filas del Ejército Rojo, por los levantamientos en los campos e incluso por «actos terroristas aislados contra agentes de la gpu»… No sé si existe algún otro ejemplo de una intrepidez tan brillante, de una libertad tan insolentemente forjada.

Sekirnaya gora, el monte Sekirnaya, se encuentra al noroeste de la mayor isla de las Solovkí. La palabra gora («montaña») es un poco pomposa para designar una elevación que no llega al centenar de metros, pero en cualquier caso es bastante empinada y el punto más alto de la isla, altura desde la que descubrimos un paisaje infinitamente plano de bosques salpicados por lagos, rodeados por el mar. Allí arriba hay una iglesia coronada por un faro, rodeada por un pequeño monasterio, dedicada a la Ascensión y el arcángel Miguel. Allí era donde se llevaban a cabo las ejecuciones en la época del campo. Fue allí donde acabó la apasionante vida de Yevguenia Yaroslávskaia-Markón, un día de junio de 1931. Unos meses después que la de su marido, Aleksandr Yaroslavski, que creía en la posibilidad de la inmortalidad terrenal. Al pie de la montaña, en el sotobosque, las cruces están marcadas como «9 cheloviek», «3 chelovieka», «26 cheloviek», etc…: nueve, tres, veintiséis personas. Estas son las fosas comunes. Pero la cruz no casa con la última morada de Yevguenia, ardiente propagandista del ateísmo (y, por cierto, de familia judía), ni tampoco lo haría la estrella de chapa soviética. Aquí yace una insumisa,1 sin partido, sin Dios y sin amo.

Olivier Rolin

Una advertencia: que no os sorprenda ni os avergüence mi sinceridad. Estoy convencida de que la franqueza siempre es beneficiosa para una persona porque, por muy oscuros que sean sus pensamientos y sus actos, aun así, son mucho más claros de lo que cree su entorno. Durante mi niñez siempre pensé lo bueno que sería si los seres humanos fuéramos transparentes como el cristal y si todos nuestros deseos, pensamientos y verdaderos motivos de nuestras acciones fueran visibles, como a través de una cajita de vidrio. De ser así, todos veríamos a los demás tal como nos vemos a nosotros. Y, en realidad, nadie tiende a pensar mal de sí mismo.

Otra advertencia: esta autobiografía no es para vosotros, investigadores. (Si pensara que nadie más la necesitase, ¡nunca me habría puesto a escribirla!). Simplemente quería dejar plasmada mi vida sobre el papel, y el papel no puedo conseguirlo en ningún otro sitio que no sea la División de Información e Investigación del campo. (El papel ha desaparecido de nuestra Unión. No en vano «renace la producción y se organiza la economía»). Escribo esto para mí. No tengo ningún interés en distorsionar la realidad. Además, no tengo nada que perder. Por eso, digo la verdad sin ambages.

Nací el 14 de mayo de 1902 en Zamoskvorechie,2 en la calle Bolshaia Polianka. Crecí bajo el influjo de tres fuerzas. En primer lugar, la de mi padre,3 filólogo e historiador del hebreo, un hombre, por su mentalidad, más de la Europa occidental que ruso. Tanto en la vida como en la ciencia, amaba todo lo que era concreto, detallado y sencillo. Tenía la mirada puesta en la Edad Media, pero no en la mística Edad Media de los medievalistas filosóficos. Su interés se centraba en la vida social y cotidiana. Por ejemplo, el tema favorito de sus conferencias era el de los peregrinos judíos medievales. Su especialidad era la Alta Edad Media, con unas pinceladas de Renacimiento y de Reforma. De mi padre me viene la pasión por ese periodo de la historia y por la ciencia en general, no solo el simple deseo de adquirir conocimientos y aplicarlos a la vida, sino el amor por la ciencia como se ama algo lleno de colores e imágenes, familiar, íntimo, entrañable… De mi padre también heredé una mentalidad irónica y jovial. O, mejor dicho, eso es gracias a que, en el estudio de la filosofía, evitaba las brumas de la metafísica y apreciaba las disciplinas exactas y precisas: la lógica y la teoría del conocimiento. También heredé de él la capacidad de observación, la curiosidad por cualquier tipo de psicología y forma de vida (eso es, en parte, lo que me llevó más tarde a vivir experiencias sociales, al deseo de estudiar y aprender las costumbres de la «chusma», pero solo en parte…).

La segunda fuerza que me influyó fue el ejemplo de los hermanos y hermanas de mi madre. Era la suya una familia de intelectuales revolucionarios, participantes en los acontecimientos de 1905,4 humildes, honestísimos, fieles a sus principios hasta rayar en la estupidez, comprometidos hasta la miopía. Influenciada por ellos, empecé a sentir una dolorosa vergüenza por la apacible saciedad de la casa paterna, vergüenza por no tener que pasar hambre ni necesidades, pero, sobre todo, vergüenza por haber crecido como una «hija de mamá», a resguardo de cualquier intemperie y constantemente protegida (y me protegían de una manera imperdonable: hasta los catorce años no me permitieron salir sola a la calle, ¡e incluso para ir al liceo me acompañaba una gobernanta!). No dejaba de soñar con la felicidad de vivir en un sótano húmedo, como la hija de la lavandera de nuestro patio, de cubrirme la cabeza con un pañuelo en lugar de con un sombrero (el sombrero es la «marca de Caín» que delata el origen burgués), de correr descalza y trabajar, desde adolescente, en una fábrica… Para mí, era una decisión tomada hacía mucho tiempo que, en el futuro, me convertiría en una revolucionaria clandestina, pero tenía otro sueño todavía más dulce, un sueño secreto: el de rechazar todo lo que tuviera que ver con las inquietudes intelectuales, renunciar incluso a mi formación, abandonar los estudios, dejar a mi familia e irme para siempre a trabajar en una fábrica como una simple obrera y, por si fuera poco, casarme no con un intelectual ni con un líder revolucionario, sino con un obrero raso… De hecho, me habría ido de casa si no hubiese sentido tanta pena por mi padre y mi madre, pues yo era su única hija.

La tercera fuerza que guió mi educación fue la influencia de una gobernanta alemana que me cuidó desde los tres años. De su estricta rectitud burguesa viene mi sinceridad, que muchos consideran palabrería ingenua (¡quizá esos «muchos» tengan razón…!). Esa misma vieja alemana logró inculcarme el amor por la naturaleza, un profundo cariño por el pasado e, incluso, un sentimiento patriótico (algo extraño para una moscovita como yo) por todo lo alemán. Aún hoy, la literatura y la lengua alemanas, los paisajes de Alemania y el Rin alemán me llenan de emoción. Incluso la monarquía de los Hohenzollern nunca me ha repugnado tanto como la de los Románov… Por último, el que me educara una vieja solterona explica que nunca haya sabido vestirme con gusto y elegancia. Incluso en los primeros años de mi juventud solo llevaba prendas extraordinariamente robustas, hechas con retazos de la ropa de mi madre, vestidos un tanto toscos, de corte rudimentario y pasados de moda. Para mí, la ropa siempre estuvo relegada al último lugar de mis prioridades. La literatura y el arte, e incluso la gastronomía, me interesaban y me interesan mucho más que los más estéticos [ilegible] trapos.

Fui niña hasta los seis años… Entre los seis y los doce se formaron los tres puntos principales de mi ideario, dos de los cuales aún profeso. El primero es el del vegetarianismo. El segundo: el egoísmo absoluto («incluso cuando se sacrifica, el hombre lo hace por sí mismo, para evitar el sufrimiento y procurarse, aunque sea por un instante, el gozo de tomar conciencia de su heroísmo…»). Mucho más tarde, diez o doce años después, descubrí estas mismas convicciones en Stirner,5 cuyas obras no conocía. El tercero es que los hombres son universalmente inocentes, que nadie es responsable ni culpable de sus acciones. Una cadena de causas, que depende de la totalidad del mundo, y no del individuo, moldea el carácter de cada persona. Esta, confrontada a ciertas circunstancias, arrastra con una fatalidad implacable, y de manera ineludible, esas circunstancias, y no otras. Del mismo modo, ese al que nos referimos como «bastardo» es poco culpable de su herencia, del entorno o incluso de las circunstancias mayores, las «accidentales», como ese golpe que recibió su madre durante el embarazo, o la impresión fugaz a raíz de una conversación oída por casualidad entre desconocidos en la tierna infancia, todo ello, en suma, determinará su personalidad. Ese individuo podría compararse a una hoja impresa que, por algún motivo, sale defectuosa de imprenta… El producto defectuoso tiene que ser retirado, a veces incluso destruido, pero ¿se le puede considerar culpable? Siempre llevo en mí esa astilla del perdón universal y, aunque odio el sistema —por ejemplo, vuestro sistema «soviético»—, nunca he transmitido mi odio a las personas. Si viera ahogándose a un agente de la Cheká,6 sin dudarlo le tendería la mano para salvarlo, pero eso no me impediría, por supuesto, disparar a ese hombre en cumplimiento de su deber. Le dispararía como a un perro (o como a un agente de la Cheká, que es lo mismo). Un trapo sucio no tiene la culpa de que lo hayan utilizado para limpiar el inodoro, pero cuando ese trapo sucio ofende la vista, ¡habría que tirarlo a la basura…!

El año de mis doce a los trece fue un año perdido. Es el único en el que no me reconozco. Durante toda mi vida, tanto antes como después, fui sincera. Cuando tenía tres años mi madre ya confiaba plenamente en mi palabra de honor. Pero, de repente, a los doce, me convertí en una persona extremadamente falsa, hipócrita y, por si fuera poco, frívola. Las ideas que hasta entonces me apasionaban pasaron a interesarme solo en la medida en que podían servirme para impresionar a alguien. De hecho, dejé de pensar en todo lo que no fueran los chicos…

Un año más tarde, cuando tenía trece, me enamoré perdidamente, con apasionada sinceridad, de la idea de la revolución. Esta atracción se parecía mucho a una pasión amorosa: me causaba rubor y me sentía avergonzada cuando en mi presencia hablaban de la revolución por casualidad, exactamente igual que mis amigas cuando alguien mencionaba al elegido de su corazón… Incluso un coro débil y desafinado tatareando Dibunushka7 suscitaba en mí el mismo dulce temblor que experimenta una burguesa8 cuando oye las notas de un entusiasta foxtrot. A esa edad comencé a leer a Plejánov,9 aunque, a veces, a decir verdad, me aburría. Pero me obligaba a leerlo: ¿cómo, si no, podría convertirme en una erudita propagandista?