Invención de la vida - Carmen Bravo-Villasante - E-Book

Invención de la vida E-Book

Carmen Bravo-Villasante

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Beschreibung

Estas memorias están escritas por la mujer que marcó en la historia de la literatura española un antes y un después, ya que aportó a la literatura infantil y juvenil un marco propio donde desarrollarse y adquirir personalidad propia. Compuesto por pequeños retratos de su vida, escritos de su puño y letra e inéditos hasta esta publicación, «Invención de la vida» es la biografía más personal de Carmen Bravo-Villasante, pues a través de sus vivencias y recuerdos compartidos el lector descubrirá las lecturas, emociones, anhelos e incertidumbres que acompañaron a esta galardonada escritora, traductora, investigadora y profesora a lo largo de su vida.

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Presentación

1 No quiero olvidar - Recuerdos de infancia

2 El colegio - Primeros libros - Ejercicios de redacción - La Poesía

3 Don José Arenas - La sala de mi abuela - Mamá

4 El Instituto-Escuela - Salgari y El Corsario Negro - La esencia del amor - Mis profesores - Las amigas - El teatro y la vida

5 Mi padre - El ama - Los amigos de mi padre

6 Los novios - Estilización de la vida - Todo a destiempo - Viaje a Alemania - Los caminos de la vida

8 Posguerra española - La sierra - El amor - La Universidad - José Luis Cano - La vieja momia - Hölderlin - Cernuda - Los compañeros

9 Mis conversaciones y paseos con Lin - Matrimonio - La casa de Tarragona - El niño

10 Invención de la vida: Trance

11 Los niños - La historia del tapiz

12 Bettina Brentano - Valera - E. Pardo Bazán - La Avellaneda - H. Von Kleist - El signo de los tiempos

13 Los «Colleges» americanos - Norteamérica y Middlebury - Cartas americanas - Nuevas amistades

14 Viajes por España - Brihuega - Yélamos de Arriba - Mis abuelos - La óptica Villasante - Sigüenza - Burgo de Osma

15 Puerto Rico y la Universidad de Río Piedras - Nilita Vientós - Las flores de hibisco - Costa Rica - Argentina - Méjico

16 Checoslovaquia - Absoluta reserva en Praga

17 Congreso en Yugoslavia - Amores repentinos - Hungría

18 Otra estilización de la vida - Pakistán: Aslam, el príncipe Sayf Al-Muluk - El amor «udrí» - La velada de los poetas - El jardín cerrado

19 Guillermo de Torre: Un amigo fiel

20 Añoranza de los árboles - Subjetivismo - El proceso de la personalidad - Aceptación de la vida - Intimismo - Mis personajes - Yo no sé quién soy

21 La bibliofilia - Aventuras de un coleccionista

22 Enamoramientos - Vida y Literatura

23 El confidente

24 La Literatura infantil - Mi amiga Bettina - Amigos internacionales - Los hermosos fracasos

25 La literatura del Nuevo Mundo - Descubrimiento de América - Los ilustradores - Intrigas editoriales

26 Protocolo testimonial - Amor insólito - E.T.A. Hoffmann - Mis poesías - Sueños delirantes

27 Viaje a Australia - Contrapunto - Conversaciones imaginarias - El incendio - Singapur - Fábulas en acción - Cuento chino

28 Filipinas - El Noli me tangere de Rizal

29 Bangkok - Paseo por el río Kwai - Daga poética

Cronología

© SAN PABLO 2022 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Carmen Bravo-Villasante, 2022

© Arturo Ruiz Bravo-Villasante, Carmen Ruiz Bravo-Villasante, Cristina Ruiz Fernández, 2022

Presentación por María Jesús Fraga Fernández-Cuevas

Fotografías del Archivo Carmen Bravo-Villasante (AHCBV)

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 9788428564410

Depósito legal: M. 11.756-2022

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

Presentación

«Amarse de humano a humano: esto quizá sea lo más difícil que se nos haya encomendado».

Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta (traducción de Siegfried Fliedner).

Este libro recoge la autobiografía hasta ahora inédita que Carmen Bravo-Villasante (Madrid, 1918-1994) tuvo la voluntad de escribir en su madurez ante el temor de que sus recuerdos se desdibujaran con el tiempo: «La edad avanzada no es el mejor momento para escribir una biografía». No puede ser más oportuna su publicación actual. Los merecidos homenajes celebrados en el centenario de su nacimiento, hace apenas cuatro años, donde amigos y discípulos glosaron el indiscutible y plural alcance público de su figura, se complementan con estas páginas póstumas, pasionales y sinceras, que nos permiten reconstruir el retrato completo de esta excepcional figura de las letras españolas.

Es cierto que Carmen había publicado varios autorretratos a lo largo de su vida, como el que figura con el título «Autorretrato y literatura» en la revista Índice (1966) y los que aparecen en forma de respuestas a las preguntas formuladas en varias entrevistas publicadas en la prensa. Incluso la autora se retrata en algunos de sus ensayos y de modo indirecto en sus biografías. Pero en esos textos –que ofrecen imágenes parciales de una mujer sustancialmente plural– las confesiones de la autora no alcanzan la profundidad ni el grado de intimidad con el que se expone en esta autobiografía.

El porqué de la escritura memorial no tiene una respuesta única. La lectura aplicada de las páginas que siguen permite suponer (aunque solo sea por la insistencia con la que se alude al tema) que Carmen, poseída por lo que ella misma define como «obsesión autobiográfica», se preocupa desde muy pronto por desentrañar su «yo» e indagar sobre sí misma de manera subjetiva y directa. El lector tendrá ocasión de valorar las múltiples y a veces discordantes definiciones que la autora nos ofrece de sí misma. Pero solo atendiendo a la imagen de conjunto que se obtiene después de la lectura completa de esta rica autobiografía, podrá aproximarse a la realidad de una mujer polifacética que sobresalió en cuantas empresas se propuso.

Los sucesos que Carmen evoca en estas memorias dialogan con textos coetáneos, ya sean propios o ajenos. La autora inserta entre sus recuerdos diversos materiales cuidadosamente elegidos, entre los que se encuentran redacciones infantiles, publicaciones en prensa, cartas, poemas..., algunas veces para reafirmar la veracidad de sus evocaciones y otras porque los considera más eficaces que sus propias palabras para dar testimonio de determinados hechos del pasado.

La intertextualidad de estas memorias, un recurso más propio del género biográfico, denota la voluntad de no falsear un relato vagamente cronológico, cuya redacción comienza en 1967 y termina diez años después. Los recuerdos escritos a lo largo de 1977, que ocupan cerca de un tercio del libro, son notoriamente más precisos –incluso los últimos están fechados como si de un diario se tratase– y se ocupan de registrar lo acontecido en los diez años anteriores. En esta segunda parte, donde prima el relato de su vida más íntima, la autora dialoga casi exclusivamente con su propia voz plasmada en forma de cortos poemas calificados más tarde por ella misma como figurativos. En ambas partes, la autora organiza sus recuerdos en forma de capítulos cerrados e independientes, a modo de cuadros que enmarcan distintas anécdotas situadas, cada una de ellas, en un plano espacio-temporal determinado. Esta estructura, la más empleada en los textos memorialistas escritos por mujeres en el pasado siglo –frente a las autobiografías masculinas, concebidas casi siempre de forma unitaria y en ascenso–, nos ofrece la visión de un yo fragmentado, reflejo de una identidad plural propia de un sujeto moderno.

No menos interesante que otras confesiones más íntimas resulta la particular visión del mundo que nos brinda una Carmen Bravo-Villasante cosmopolita, enamorada de la naturaleza pero firmemente arraigada a su casa de Madrid: la descripción de los lugares de su infancia y adolescencia, el relato de las costumbres familiares, su ejemplar proceso educativo, los retratos de profesores, amigos y profesionales del mundo del libro... A sus viajes, una de las pasiones que más le complacía, dedica Carmen varios capítulos completos. Veraneos familiares, intercambios escolares, excursiones, estancias en campus universitarios, congresos... Gracias a ellos perfecciona el conocimiento de otros idiomas, amplía su círculo de amistades y conoce distintas entidades e iniciativas que aprovecha tanto para ponerse al día de las novedades del mundo de la literatura infantil y juvenil como para activar, promover y divulgar lo ocurrido en ese campo en el ámbito español.

En los primeros capítulos, Carmen se perfila como una niña feliz que disfruta de los beneficios de pertenecer a una familia madrileña burguesa, adinerada y liberal. El abuelo, los padres y sus amigos, su hermana rubia –ella era la morena–, los sirvientes, hasta las diversas salas de la espléndida vivienda familiar, situada en un lugar privilegiado de Madrid, idealizados en su recuerdo y descritos con cierta gracia castiza, parecen confluir para favorecer la acusada personalidad de la niña. Sin duda, la elegancia de los padres, los ambientes cultos que frecuentaban (Teatro Real, Lyceum Club...) y la belleza de los libros que recibía o tomaba de la biblioteca familiar participaron en la formación de su gusto estético.

«Lo he hecho yo». Con esa rotunda afirmación anotada bajo su firma completa, advertía Carmen Bravo-Villasante a sus nueve años que los cuentos que escribía eran creaciones enteramente suyas, no fueran a pensar los demás –al comprobar su supuesta perfección– que los copiaba de algún libro de su extensa biblioteca. Así de temprano despuntó en ella la voluntad de autoría, una voluntad reforzada por la esmerada educación que recibió, por su curiosidad y por el gusto por compartir vida y literatura con autores que le eran afines. Mucho nos dice también esa enérgica frase de la notable autoestima de la pequeña escritora, un rasgo relevante que no hizo sino retroalimentarse a lo largo de su vida y contribuir a conformar su arrolladora personalidad. Sin ella no podrían explicarse los importantes y múltiples logros que una mujer pionera consiguió por sí misma en la asfixiante realidad de la sociedad patriarcal que le tocó vivir.

Muchas ocasiones tuvo Carmen a través de las numerosas entrevistas que concedió a diversos medios para revelar cuáles fueron sus libros infantiles más apreciados. En estas memorias recuerda, entre otros, los editados por Calleja (los pequeños libritos de cuentos, la serie de Pinocho y Chapete, las novelas de Salgari...) y las traducciones de clásicos infantiles de la editorial Juventud, en particular la obra de Barrie, Peter Pan y Wendy, con cuya protagonista femenina se identifica: «Yo era un poco Wendy. Tanto es así que siempre he llorado al leer el último capítulo, cuando Wendy se convierte en una persona mayor y no se atreve a encender la luz para que Peter Pan no la vea y siga creyéndose que es una niña». ¿Es posible que Carmen, aun consciente de su valía desde la niñez, hubiera preferido no abandonar el paraíso de los cuentos? En el conmovedor capítulo donde reproduce su relación con sus cuatro hijos pequeños, que la consideran demasiado mayor para participar en sus juegos, se alude también a la tristeza de Wendy al verse transformada en mujer. Los niños acaban por aceptarla como acompañante de sus fabulosos viajes a cambio de que se comprometa a poner por escrito sus aventuras. A la vuelta de tales excursiones, cuando los niños ya estaban dormidos, Carmen se veía presa de «una nostalgia dolorosa» que la emocionaba hasta las lágrimas. Son estas unas páginas deliciosas en las que la autora disfruta relatando historias familiares tan sugestivas como la del tapiz de la Reina Matilde, en la que Carmen, a lo largo de un verano lluvioso, reproduce en un paño una parte del famoso bordado, compartiendo con los niños la elección de los colores de los hilos. La razón del inesperado destino de la pieza ya enmarcada –hubo de descolgarla pues los pequeños veían terribles guerreros salir de la tela– demuestra el grado de compenetración materno-filial. Como ella misma confiesa: «Creo que me pasé a su terreno». Es natural que fuera a los niños a quienes dedicó una gran parte de su trabajo de investigación, recuperación de textos, traducción de cuentos, organización de cursos, seminarios y talleres, participación en premios y revistas especializadas y la promoción de reediciones facsímiles de los famosos cuentos de Saturnino Calleja.

No son tantos los autores que recuerdan con la nitidez de la memorialista el formato, las ilustraciones, los colores y hasta el brillo del canto de sus libros infantiles. La futura bibliófila ya alienta en las primeras páginas de estas memorias, como muestra su «Développement» de colegiala sobre la Cenicienta («Il est cartonné en forme rectangulaire et les bords des pages sont dorés. La couverture est jaune avec des jolies images...», escribía a los 8 años). Porque es evidente que Carmen ya veía el libro como una obra artística, un objeto integral cuyo goce reside en la calidad del texto, lo apropiado de sus ilustraciones y el esmero del resto de las características formales de su soporte. No es raro, por tanto, que confiese, mediadas las memorias, que el coleccionismo de libros antiguos, sobre todo de los pequeños libros románticos editados por Cabrerizo en el siglo XIX, es una de sus pasiones. Sentir el placer de contemplar alineada en la estantería su bella colección convive con otros sentimientos que relata irónicamente: desde el dolor de no poder adquirir un ejemplar por la testarudez del librero, bibliófilo él mismo, hasta la envidia, la ansiedad, la desolación...

En 1943, tras licenciarse en Filología Románica, comienza a publicar en distintas revistas reseñas de libros y traducciones del alemán de textos poéticos; en 1950, la editorial Aedos edita la primera de sus biografías, la de Juan Valera. Sin duda, fue en el género biográfico donde Carmen Bravo-Villasante dio lo mejor de sí misma como escritora, precisamente en un momento en el que este género no era especialmente practicado ni apreciado por la comunidad académica, que alimentaba sospechas respecto al rigor histórico del género y recelaba de su éxito comercial. Pero Carmen era ajena a estos escrúpulos. Su firme vocación de biógrafa proviene de la atracción que en ella desata el conocimiento de la obra o de la experiencia vital de un personaje. Sus biografías no son fruto exclusivo del trabajo de archivo y biblioteca, ni del examen de cartas y manuscritos cuyos frutos expone sin pizca de pedantería; como aplicada alumna del Instituto-Escuela, se apoya también en el trabajo de campo. Carmen planifica sus viajes para seguir las huellas de sus protagonistas, visitar los lugares más determinantes de sus trayectorias vitales, los cementerios donde descansan sus restos e incluso empaparse del entorno donde ha transcurrido su infancia.

Sus biografiados, casi todos personalidades literarias del siglo XIX, la interpelan y Carmen se entrega a ellos –más, desde luego, que a sus propias amistades–, y con ellos llega a establecer una profunda afinidad cuando no enamoramiento, como la propia autora confiesa en relación con el protagonista de su primera biografía.

En la presente autobiografía, Carmen reivindica la elección de sus biografiados y acepta que al elegirlos se retrata a sí misma. En sus personajes encuentra reflejos de su propia imagen. En su juventud, Carmen hizo suyo el ideal humanístico de Valera; más tarde adoptaría también la ambigüedad ideológica del novelista como salvaguarda de su independencia y libertad. El relato de la agitada vida amorosa del joven Valera corre paralelo a la relación platónica que Carmen mantuvo con un joven al que le doblaba la edad. La biógrafa se identifica con Lucía Palladi, una dama instruida y todavía hermosa en el triste declive de sus treinta años, y apasionadamente enamorada del joven Valera. Ambas mujeres renuncian a pasar los límites de lo espiritual y comprueban que la sublimación del amor proporciona momentos bellísimos a sus vidas.

No es cosa de desentrañar aquí las afinidades de la autora con todos sus biografiados, pero sí creo pertinente llamar la atención del lector sobre las relaciones que ella misma describe entre lo convulso de los tiempos post-revolucionarios en que vivió el poeta romántico Kleist y los profundos cambios ideológicos que tenían lugar en España durante la década de los setenta, donde se pasó de pronto «de una sociedad mezquina, timorata, limitada, de un gobierno dictatorial y despótico a una sociedad abierta, ansiosa de libertades». Se trata de uno de los pocos fragmentos donde se alude expresamente a la realidad social española, a la crisis que empujó a algunos jóvenes a la autodestrucción.

Todo el texto está transido de un intenso impulso amoroso. La capacidad de amar se manifestó en Carmen muy precozmente: a los cinco años estaba enamorada y, siendo todavía una colegiala, afirmaba que «conocía la esencia del amor». Tras varios noviazgos adolescentes y, siempre «en estado de perpetuo enamoramiento» –no concebía otro modo de vivir–, conoce al finalizar la Guerra civil a Lin (el que sería su marido, Higinio Ruiz Martínez-Conde, 1914-1965) y decide unirse a él para toda la vida. Juntos formarán la pareja perfecta, un «ejemplo extraordinario de amistad y amor». Tremendamente vitales, lo compartían todo: lecturas, deporte, vida saludable, excursiones a la sierra donde conversaban y disfrutaban de la naturaleza... Es precisamente el temor a perder el recuerdo de un atardecer serrano que sigue a un día único de sol, risas y manos enlazadas, lo que induce a Carmen a poner por escrito sus recuerdos.

A lo largo de este texto, que escribe ya viuda, Carmen se refiere a otros cortos enamoramientos, algunos fraguados en sus viajes profesionales, favorecidos por los ambientes poéticos de las reuniones y por la elegancia y belleza de sus partenaires. Más de una vez sintió amor por hombres más jóvenes que ella. Estas relaciones estuvieron marcadas por la exaltación, pero también por la ambigüedad, los sobreentendidos y el arrepentimiento por las ocasiones perdidas. Es en 1969, en un viaje a Pakistán, después de participar en una encendida velada poética, cuando Carmen comienza a expresar sus sentimientos amorosos en forma de poemas «sirviéndose de las formas orientales y sus metáforas». El lector no debería de sorprenderse del impulso poético de la autora; a lo largo de esta autobiografía se comprueba que la poesía estuvo desde su adolescencia en el centro de sus predilecciones artísticas. Sirva como ejemplo su temprana traducción de Hölderlin, muy apreciada por Vicente Aleixandre y José Luis Cano, y de Goethe, del que más tarde publicó una traducción de sus Poesías en Adonais (1953), por no referirme a la notable carga poética de sus escritos sobre la naturaleza, como el que se refiere al jardín de la primera casa donde vive el matrimonio, o al texto «Añoranza de los árboles» que también publicaría en ABC (9 de enero de 1976).

Los recuerdos, expresados en forma de «protocolos testimoniales» –a modo de breves actas de fe– que figuran en el capítulo 26 de esta autobiografía, dialogan con los poemas que Carmen escribe durante su última y compleja relación sentimental. La pasión, el desencuentro, la plenitud amorosa y la desolación son los desencadenantes del sentimiento del yo poético que la autora expone en breves poemas de arte menor, sencillos, sin artificios y enriquecidos por referencias a personajes mitológicos o literarios vinculados a la pasión amorosa y por alusiones a su propio oficio de escritora1. El clasicismo formal de estos poemas, su expresión depurada y elegante, marcada a veces con la agudeza e incluso con la sátira, no hacen sino intensificar la pasión con que experimenta sus sentimientos amorosos.

Pocas veces, si es que alguna, el lector ha podido presenciar de primera mano el proceso creativo de una poetisa, y aprender que en la crítica literaria no es posible la interpretación biográfica. Y pocas veces también, se habrá sentido tan conmovido por una autobiografía en la que su autora, una gran mujer reconocida y reconocible, se mantiene fiel tanto al pacto autobiográfico, en lo que tiene de exigencia de verdad, como a sí misma, a sus principios, un pacto que mantiene hasta sus últimas consecuencias.

María Jesús Fraga

1La autora los publicará diez años más tarde, en 1984, en un pequeño libro titulado 42 poemas de amor. Poesía figurativa (Madrid, Almarabú, 250 ejemplares numerados), exquisitamente editado y con ilustraciones de Julián Grau Santos. Los poemas se agrupan en tres categorías, desiguales en extensión: «Poemas del amor esquivo» –la más amplia–, «Epigramas» y –la más breve y final– «Abrazo».

1 No quiero olvidar - Recuerdos de infancia

Una mañana de abril, a orillas del Jarama, bajo la sombra de un álamo, estamos mirando los campos verdes de trigo que parecen praderas. Es un día de cristal. La sierra está casi al alcance de la mano. Lo blanco de la nieve y lo azul del cielo son de una pureza primaveral. Pastan los toros, pisoteando las mimbreras. Un rebaño de ovejas dóciles se deja conducir por una vereda hacia un pastizal próximo al río. Una cigüeña erguida en su nido avizora el campo.

La primavera en Castilla es tierna. Una tierra tan seca y desapacible, casi desértica, unos árboles que han sido esqueletos de árboles, unos nidos que son leña muerta, ahora florecen milagrosamente.

El milagro de cada año me sorprende. ¿Y será posible que yo olvide todo esto? ¿Podrá ser que yo, aquí, en este día, dentro de muchos años, ya no me recuerde?

Todo tan claro, tan trasparente, la línea de la sierra, el dibujo de las ramas, las hojas griegas de los cardos, la silueta de los toros negros, las manchas amarillas de la retama, el filo brillante del hacha, y yo misma a la edad justa y precisa de cuarenta años.

Pues sí, olvidaré todo esto y me olvidaré de mí misma. No sabré que he sido así, un día de abril, vestida con una falda verde y un jersey negro y un cinturón rojo, y sandalias. Con un peinado alto y un alma llena de ilusiones y desfallecimientos, tan pronto ima­ginando hermosas creaciones, como temerosa por los fracasos.

El día 15 de abril de 1967 a las 12 de la mañana, con un aire tibio, mientras pasan las hormigas apresuradamente, y un escarabajo se despereza, y una lagartija escucha no sé qué en completa inmovilidad. A los cinco minutos todo sigue igual. No lo olvido. No puede ser.

Y de pronto recuerdo una primavera de hace veinte años. Vamos subiendo por entre los pinos. La nieve se derrite y los esquís se hunden. Caen gotas de agua de los árboles, y de vez en cuando se oyen golpes secos: un trozo de nieve que cae de una rama. Chapoteamos sobre la nieve derretida, caemos sobre la hierba que asoma entre los charcos.

Nunca olvidaré este día –pienso, mirando las nubes blancas sobre un cielo muy azul–. Es un día único –gritamos riéndonos–. Siéntate aquí. Súbete a esa piedra. Dame la mano.

¡Qué atardecer! Rojo y morado. Luego la noche. ¡Nunca olvidaré este día maravilloso y único! Y lo olvido. Sola al cabo de veinte años, al contemplar la sierra un día de abril, al ver crecer la hierba, al mirar la retama en flor y el bulto negro de los toros junto a la ribera, de pronto recuerdo aquel día único e incomparable, como este día que no quiero olvidar, y que voy a olvidar.

Tengo que fijar este momento. Tengo que escribirme a los cuarenta años en este campo de primavera, que rápidamente me empieza a recordar un bosque de helechos, allá en Asturias, cuando yo era una niña de cinco años y hacía coronas de madreselvas y trajes de hojas de castaño para jugar a las reinas.

—¡Ama! ¡Dame una manzana!

El ama, que cose al pie de un nogal, destapa el cestillo de la merienda y saca dos manzanas coloradas.

—Dale esta a tu hermana, niña.

La niña morena, que se llama Carmencita, da la manzana a la niña rubia que se llama Juanita, y las dos siguen jugando, mientras mordisquean la fruta grandísima para su boca pequeña. Luego se acercan a un tronco de árbol y golpean la manzana contra la corteza rugosa, y enseguida chupan el zumo de la carne machacada.

—¡Mira, sidra! –dice la pequeña.

Olvidan las manzanas en el suelo y siguen cosiendo hojas grandes de castaño con palitos finos. Así hacen grandes tiras que unen con otros palitos quebradizos, y forman faldas con tirantes, cuellos y sombreros con plumas. Vuelven a coger la manzana y le dan un chupetón. Para no levantarse la machacan contra la piedra más próxima. Otro chupetón tras el estallido del zumo.

Un llimaz se arrastra penosamente entre la hierba.

—Deja, no lo pises –grita la niña morena.

El llimaz engorda y se hace una bola naranja y espumeante. Las niñas lo miran un instante y lo dejan en la hierba sobre la hoja.

—Vamos a hacer abanicos con helechos grandes.

Hay una niña mandona que se llama Sindita –una Adosinda medieval–, que arranca los helechos muy deprisa, y hace abanicos enormes, como los de «Egipito». Dice «Egipito» porque en la escuela hacen prácticas de pronunciación para decir bien la p. Todas las niñas, y Carmencita y Juanita, mientras cogen helechos, dicen por lo bajo: «Egipito, Egipito, Egipito», y cada vez más deprisa: «Egipto, Egipto, Egipto», marcando mucho la p.

—A merendar, a merendar tocan –vocea el ama, mientras saca del cesto pan y membrillo.

—Espera un momento que vistamos a la Reina.

La niña mandona, Sindita, la Adosinda medieval asturiana, quiere ser la Reina. Todas protestan, menos Luisina, una niña cariancha y pecosa, que sabe ya desde pequeña que ha nacido para sierva y adora a la gran Sindita.

Las hermanas se niegan a coronar a la Reina. Carmencita dice:

—Tú ya has sido Reina muchas veces. Hoy me toca a mí ser Reina.

Y Juanita dice:

—Y luego a mí, luego yo.

No, sí, que no, sí, bueno, anda tú. Se decide que la niña morena sea la Reina. La visten con las hojas de castaño, con mucho trabajo, para que no se suelten los palitos. Después le ponen una corona, y entrelazan madreselvas sobre su frente.

La Reina, mientras está muy quieta, no baja la cabeza ni se atreve a subirla, mira de reojo. Está de perfil.

—Cuidado. Me parece que se me cae una flor. ¡Préndeme la hoja, Juanita! Dame el ramo.

Tantea la corona. Bien prendida, bien adornada y fragante, se dirige muy despacio hacia el ama, con las otras niñas, que la siguen.

—¿Qué tal estoy, ama?

—Hija, guapísima, preciosa, preciosa. Pero, cómete la merienda. Luisina le acerca el pan y el membrillo a Carmencita, que no quiere estirar el brazo para no deshacer las mangas de hojas de castaño. Luego con mucho cuidado, todo el cortejo se encamina hacia lo más frondoso del castañar, donde, siempre con mucho cuidado, la Reina se sienta en una piedra y empieza a comer el membrillo que ha sacado del pan.

Este es uno de mis primeros recuerdos de infancia.

2 El colegio - Primeros libros - Ejercicios de redacción - La Poesía

A los seis años fui por primera vez al colegio. Era el «Collège de Jeunes Filles de l’Alliance Française», que estaba en la calle de Esparteros 1, junto a la Puerta del Sol, y allí empecé a leer y a escribir en español y en francés.

Los primeros libros que recuerdo eran los cuentecitos de Calleja en colores, que comprábamos en la calle del Arenal en la tienda de Palomeque y en la de Hernando, al pasar todos los días, al ir y al volver del colegio. Esa misma tarde los leíamos en casa, después de merendar. Eran unos cuentos baratísimos, al alcance de todos los bolsillos infantiles que tuvieran 5 céntimos y 10 céntimos. Eran anónimos, y en su mayor parte cuentos populares: «La historia de Juan soldado», «Juana la lista», «El sastrecillo listo», «El viaje de Pulgarcito», «Los favoritos del sultán», «El collar de perlas»...

Coleccionábamos estos cuentecitos y los guardábamos en cajitas de metal rojas con dibujos, fabricadas exprofeso para guardarlos. La Editorial Calleja publicaba, además, otros libros maravillosos de la Colección Perla, que nos regalaban por Reyes, por nuestro cumpleaños, o en alguna ocasión excepcional. Eran libros de cuentos de Grimm, de Schmidt, de Las Mil y una Noches, de la Historia Sagrada, con dibujos en color de los mejores ilustradores de la época: Rafael Penagos, Federico Ribas, Salvador Bartolozzi, José Ferrer, José Zamora. Leíamos estos libros muchas veces, y mirábamos los dibujos entusiasmadas.

Al mismo tiempo empecé a leer en francés unos libritos encuadernados: en rojo y en amarillo, que daban de premio en los finales de curso. La primera redacción que hice fue sobre uno de estos libritos, que trataba de la historia de la Cenicienta, porque solían ser cuentos de Perrault.

Tenía yo entonces ocho años, y todavía conservo aquel cuaderno verde de tapas duras con letras en plata, con el título de «Collège de Jeunes Filles», donde escribí el «Développement» acerca del libro que tanto me había gustado y que mereció un 16 y el puesto de 1ère:

«J’ai reçu pour mes étrennes un joli livre de contes. C’est maman qui me l’a donné. Il est cartonné de forme rectangulaire et les bordes des pages sont dorés. La couverture est jaune avec de jolies images representant les deux soeurs de Cendrillon, qui sont très bien vêtues avec des belles robes, l’une est jaune avec des ornements bleus et l’autre a une robe bleue avec des garnitures roses, et la pauvre Cendrillon est très mal habillée avec des jupes noires et un tablier violet tout déchiré; elle est en train d’éplucher des pommes de terre. Pauvre Cendrillon! Son histoire est très interessante et je suis contente d’avoir ce joli livre que je soignerai beaucoup»2.

Por la redacción se ve que a la niña le impresionaba tanto el texto como las ilustraciones del libro. Se había fijado en la encuadernación y en el dorado de las páginas. Los vestidos lujosos de las hermanas de la Cenicienta contrastaban con los vestidos harapientos de ella. Texto e imagen causaban un efecto indeleble. Los editores no deben olvidar esto.

En Calleja y en otra colección de la Editorial Sopena se publicaban muchos cuentos de hadas e historias cómicas de animales, vestidos de persona. Recuerdo todavía la portada de La bella durmiente del bosque. También recuerdo la caja de cristal de Blanca Nieves, y los dibujos de Juanito y Margarita, acercándose a la casita de dulce, en el bosque.

La niña que era yo, después de leer estos cuentos de hadas, cogía un lápiz y se ponía a escribir cuentos de hadas, pensando que ella era la princesa. Yo recuerdo aún que las ruedas del carruaje de la Reina de mis hadas eran flores de girasoles. También recuerdo a la «sin par Oriana», la amada de Amadís, que me hizo pensar mucho antes de escribir acerca del color de sus vestidos.

La historia de Amadís de Gaula, que en el original no hubiera podido resistir, me causó una impresión enorme al leerla en una versión de los libros de la Colección Araluce, que empecé a comprar tan ávidamente como antes los cuentos de Calleja. Había yo cumplido los nueve años, y la historia caballeresca conmovió mi imaginación y mi corazón, porque entonces estaba yo enamorada de un niño de mi clase. Del «Collège de Jeunes Filles» había pasado al Instituto-Escuela, al tiempo que entraba en una furia literaria de ejercicios de redacción y dibujos, que todavía conservo en un cuaderno rayado. Todo esto, inspirándome en los libros que leía.

Ya he dicho que la historia de Amadís me hizo un efecto tremendo, y escribí una página titulada: «La sin par Oriana». Decía así:

«En lo alto de aquella montaña resonó a mis oídos una voz melodiosa y dulce, al mismo tiempo que una bella joven que más bien parecía una ninfa, se asomaba a un torreón del castillo de las Piedras Negras; era la sin par Oriana, señora de los caballeros andantes y hermosa dama de alta alcurnia.

Iba vestida con una larga túnica de flores blancas y sus manos deshojaban una margarita, su mirar era triste, y en su boca notábase una leve sonrisa. Siguió cantando, pero su voz cada vez se iba apagando más, hasta que llegó un momento que la bella visión desapareció al compás de aquella música divina...».

Firmaba: C. B. Villasante, y debajo añadía: «Lo he hecho yo». Seguramente lo consideraba tan bueno que temía que pudiesen creer que era una copia de un libro.

La colección Araluce, en su mayor parte escrita con la colaboración de María Luz Morales, me puso en contacto con La Ilíada, La Odisea, las Historias de Shakespeare, de Wagner, de Eurípides, con los clásicos españoles, con el Ramayana. Gracias a la colección Araluce lo conocía todo: Goethe, Los Nibelungos, La Jerusalén libertada, Dickens, La Divina Comedia... Después de leer la Canción de Rolando escribí una página con mi primera pluma estilográfica, en el estilo de los cuentos de Araluce. Se titulaba «Tristeza», y creo que correspondía a la pena que sintió la dama al saber la muerte de Rolando. Firmaba con mi nombre completo, como ahora, y al final en letra pequeña añadía la frase misteriosa: «Lo he hecho yo», con cierta vanidad de escritora. Este es el texto:

«Cuando recibió tal noticia quedóse pasmada, no profirió ni un solo grito, solamente por sus rosadas mejillas rodaron suavemente dos hilos de lágrimas. Se había quedado exhausta, tal era su pena y su dolor que no acertó a pronunciar palabra, sus melancólicos ojos tornáronse a ser más de lo que eran, y de vez en cuando miraba hacia el jardín con mirada triste aunque profunda.

¡Qué fuerte era su dolor! Se retiró mustia y silenciosa para ir a sentarse a un sillón en el cual escondió el rostro entre las manos, no pudiendo reprimir por más tiempo sus ahogados sollozos; tristeza...».

Los dibujos que hacía representaban «El castillo», «La princesa que espera a su libertador». Por cierto, la princesa llevaba calcetines, zapatos de charol, un lazo negro y un vestido corto de lunares. Tenía una muñeca en sus brazos y a su lado había un gato con un lazo rojo. Otro dibujo era «Pipo y Pipa», copiado de los libros de la serie de Bartolozzi de Pipo, el muñeco, y Pipa, la perrita. Otro dibujo representaba a la bruja Pirulí, a Esmeraldina y al Conde Pandulfo. Por esa época empecé a leer los álbumes de Gautier-Languereau de Becassine, la famosa criada bretona. Becassine au Pensionat era mi preferido.

Los domingos mi hermana y yo comprábamos el semanario infantil Pinocho, con las historietas de Currinche y Don Turulato, Anita Buen Corazón, Tin y Ton y el Capitán Corretón. Allí empezamos a enviar nuestros dibujos, que se publicaron en las páginas de colaboración de los niños.

Leíamos también «Gente Menuda» en Blanco y Negro y luego en ABC, y las colaboraciones de Elena Fortún sobre Celia, y luego sobre su hermano Cuchifritín.

Éramos apasionadísimas de Pinocho y de Chapete, dibujados y escritos por Bartolozzi, en un estilo humorístico, que nos divertía mucho. Leíamos y releíamos Pinocho en el país de los hombres flacos, Pinocho en el fondo del mar, Pinocho en la luna, Pinocho detective, y luego Pinocho contra Chapete.

Frente al patetismo de la literatura infantil tradicional, surgía una nueva manera graciosísima, que iban a cultivar Manuel Abril y Antoniorrobles. Los personajes decían: «¡Recarámbano, recórcholis!». Las quisquillas en la playa hacían calceta, sentadas en sillas, mientras comentaban las aventuras de Pinocho submarino, y los salvajes africanos antropófagos condimentaban los pucheros con perejil y zanahorias, para hacer más sabrosos a sus prisioneros. Hasta el hada Pitiminí y la Princesa Esmeraldina eran ocurrentes y chistosas. Estos libros fueron nuestra iniciación al humorismo. Así es que teníamos una biblioteca bastante buena y muy variada.

A los nueve y diez años leíamos a Salgari desaforadamente. Yo tenía especial predilección por algunas novelas que leía varias veces, y aprendía algunos trozos de memoria. Particularmente nunca olvidaré un verano dedicado a El Corsario Negro, y a todos los piratas verdes y rojos de Salgari, y al Rey de los Cangrejos y a la Soberana del Campo de Oro, y al sacerdote de Ptah, y a la Hija de los Faraones. Otros amigos y amigas preferían Sandokan.

No se me olvidará aquella escena de Honorata de Wan Guld, abandonada en altamar en una barquilla, y la visita que años después le hace el Corsario Negro, en un invernadero con plantas y palmeras tropicales. ¡Fue un verano maravilloso que llevo grabado en las portadas de Penagos! Tanta pasión sentíamos por estos libros que, cuando estalló la guerra y tuvimos que abandonar nuestra casa de la calle de Arrieta 14, en el bello barrio de Palacio, cercado de obuses, mi ama regresó un día, exponiendo su vida, para salvar los Pinochos y los libros de Salgari. Sabía que sus niñas no hacían más que pensar en los libros queridísimos, y a escondidas de mis padres regresó con la carga de tebeos y novelas de aventuras, que leíamos nosotras y le explicábamos, porque ella era analfabeta.

Con ella íbamos al cine los sábados a las sesiones de cine infantil del Royalty en la calle de Génova, a ver a Stan Laurel y a Oliver Hardy, el Gordo y el Flaco, a la pandilla, y los dibujos animados de Betty Boop, de Popeye y Rosarito, y luego a comprar cuentos de Calleja y de Araluce.

A falta de teatro infantil, que siempre ha sido escaso, improvisábamos en casa funciones de teatro. Era una especie de teatro del arte. Nos decíamos el argumento y repartíamos los papeles y, al salir a escena, que era una habitación donde se abría la puerta, cada cual decía lo que se le ocurría. Por lo general las funciones, muy breves, eran tragedias folletinescas. Los que trabajaban mal y tenían poca facilidad de palabra hacían de criados, que anunciaban la entrada de los protagonistas. Hoy día, los escritores de teatro infantil tienen en cuenta esta capacidad de improvisación y participación del niño.

También por estos años leíamos los libros de la Editorial Juventud, en su mayor parte traducciones de escritores extranjeros. Mi libro preferido era Peter Pan y Wendy, que he leído más de veinte veces. La historia del niño que sabía volar me tenía fascinada. Yo era un poco Wendy. Tanto es así que siempre he llorado al leer el último capítulo, cuando Wendy se convierte en una persona mayor, y no se atreve a encender la luz para que Peter Pan no la vea y siga creyéndose que es una niña. Todavía hace poco, me emocioné al leerlo porque veo en ese libro un profundo simbolismo.

Como en mi colegio leíamos mucha poesía, y comentábamos poesías en clase, a los trece y catorce años llené varios cuadernos de poesías, escogidas por mí. Sin querer iba haciendo una antología de romances, de cantares, de autores modernos como Fernando Villalón, García Lorca, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas, Antonio Machado, Manolo Altolaguirre, Emilio Prados. También seleccionaba de Bécquer, Rosalía de Castro, Rubén Darío, y trozos de prosa poética de Rabindranath Tagore. Así, poco a poco iba entrando en la adolescencia y en el mundo más amplio de la literatura, que para mí seguía siendo continuación de la literatura infantil. La prueba es que hoy en mi biblioteca los libros de mi infancia están junto a los libros de mi juventud.

Pasaba a las Greguerías de Ramón Gómez de la Serna, a El Espectador de Ortega, a La Montaña Mágica de Tomás Mann, a los Episodios Nacionales de Galdós, a los Evangelios, a Dostoyevski, a Turguénev, a La Celestina, a la Cárcel de amor, a Baroja, a Unamuno, a Goethe, a Nietzsche, a Rilke.

Aquellas primeras lecturas me han dejado un recuerdo nostálgico, hermosísimo, y creo que fueron muy importantes.

2Traducción: «Recibí un bonito libro de cuentos como regalo de Navidad. Mamá me lo dio. Tiene forma rectangular y los bordes de las páginas son dorados. La portada es amarilla con bonitos dibujos representando a las dos hermanas de Cenicienta, que van muy bien vestidas con hermosos vestidos, uno es amarillo con adornos azules y la otra lleva un vestido azul con pasamanería rosa, y la pobre Cenicienta va muy mal vestida con faldas negras y un delantal morado desgarrado; ella está pelando patatas. ¡Pobre Cenicienta! Su historia es muy interesante y estoy feliz de tener este bonito libro que cuidaré mucho» [NdE].

3 Don José Arenas - La sala de mi abuela - Mamá

El 20 de julio de 1908 se publicó en El Eco de Madrid, periódico semanal independiente, un editorial titulado «Para nuestro álbum», y en letras negras muy grandes: «Don José Arenas». Decía así:

«Hoy nos cabe la honra de encabezar nuestro artículo (según nuestro propósito y costumbre, de publicar en primera plana las biografías industriales de aquellas personas que, enérgica y decididamente, contribuyen a elevar a su más alto grado a la industria y al comercio en los puntos y localidades a que alcanzan su esfera de acción), con el nombre que sirve de epígrafe a estas líneas, seguros como estamos de que este señor es, por sí solo, elemento importantísimo para el mejor desarrollo y prestigio del gremio industrial en que hoy milita.

Podríamos hacer lo que llamaríamos su biografía íntima o personal, pero como este no es nuestro objeto, hemos de limitarnos a considerarle en cuanto constituye su norma de conducta en su trato con el público, que debido sin duda a su carácter afable, así como a sus meritorias condiciones de probidad, inteligencia y generosidad, es constante a su establecimiento. Esto no obstante, creemos no equivocarnos al asegurar que su carácter bondadoso le ha hecho perjudicarse más de una vez, bien haya sido por no desairar a sus pretendientes, o bien por ejercer oculta y desinteresada caridad, toda vez que su desinterés proverbial le inspira marchar por el camino del sentimentalismo, no ocupándose en nada de sus intereses propios, en los asuntos que atañen al bien ajeno.

Extraño es que en la moderna sociedad, donde no existen, por lo general otras miras, ni otra base de altruismo que la mercantil codicia, se encuentre un ejemplar como este que sin dejarse llevar por la ambición de lucro e insaciable sed de riquezas, ha colocado su nombre a una altura que dentro de la plaza mercantil constituye poderoso baluarte contra extrañas competencias para la industria, que seguramente, cual nosotros al citarlo en estas columnas, se honrará con este cooperador y prestigioso agente.

Don José Arenas es el dueño del hermoso y acreditado Gran Hotel del Norte, que está situado en la calle del Arenal, núms. 16 y 18. Su honradez ha contribuido poderosamente a que se abra paso, cosa dificilísima hoy en el comercio, y a crearle un nombre que sus parroquianos no olvidarán fácilmente.

Estimadísimos de cuantos le conocen, le entresacamos del montón anónimo por merecerlo así el hecho de que su establecimiento parece un jubileo, tal es el número y aglomeración de personas que diariamente a él acuden...

Batallador incansable en la lucha por la vida, ha conseguido tras una constante lucha y continuado esfuerzo vencer los obstáculos que en su camino se interpusieron y conquistar desahogada e independiente posición, que aunque envidien sus competidores, no podrán destruir y hoy constituye el logro de su lógica aspiración...».

Don José Arenas era mi abuelo materno, asturiano que vino a Madrid, casado con otra asturiana: Josefa Méndez, Doña Pepina, como la llamaban familiarmente todos, y creó este famoso Hotel del Norte en la calle del Arenal, donde también estaba el Hotel de las Cuatro Estaciones, y a ellos venían viajeros de categoría. Todavía en esta calle hay hostales y pensiones como la de Laredo, que denotan el origen de Santander, de Asturias y de Galicia. La calle del Arenal tenía un comercio de mucha solera, como las confiterías de Martinho, Prats, y en la esquina de la Plaza de Celenque «La flor y nata», y muy próxima «El Riojano». Cercana a la Plaza de la Ópera, antes Isabel II, estaba «Viena Capellanes». También hay una librería muy antigua, que todavía existe, la de Hernando y la sastrería de Ranz, de cuyo dueño era muy amigo mi abuelo. De Ranz se cuenta que obligó a sus hijas a estudiar, y una de ellas lloraba.

Mis abuelos vivían en la Plaza de la Encarnación 1, y luego se mudaron a una casa espléndida en Arrieta 2, con entrada de carruajes, como las grandes casas de la calle de Serrano, del barrio de Salamanca. El administrador era García Molina, un señor que llevaba abrigos con cuello de piel, botines y bastón con puño dorado. Eso es lo que yo recuerdo cuando le veía de pequeña, y allí es cuando yo recuerdo también a mi abuelo, sentado en un sillón, impedido por una hemiplejia, nada afable, y dando gritos y bastonazos, cuando a las diez de la noche no se iban las visitas. Solía decir:

—¡Qué se vayan esas grullas! ¡Que ya es la hora!