Invención e innovación - Vaclav Smil - E-Book

Invención e innovación E-Book

Vaclav Smil

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Beschreibung

La historia de los inventos e innovaciones que han moldeado nuestra civilización, desde las herramientas de piedra hasta la IA. Vaclav Smil, uno de los pensadores más influyentes de nuestro tiempo, ofrece en este libro una narración rigurosa y sorprendentemente amena de la invención humana. Con su estilo característico, Smil explora la sutil diferencia entre invención e innovación, critica el mito del progreso tecnológico acelerado y demuestra que muchas de nuestras ideas sobre el futuro están infladas por un optimismo infundado. Desde el zepelín hasta la fisión nuclear o el avión supersónico, pasando por inventos que terminaron generando graves daños —como la gasolina con plomo o el pesticida DDT—, este recorrido revela no solo los grandes logros que han transformado la economía y la sociedad, sino también sus límites, sus errores y sus consecuencias imprevistas. Además, Smil plantea una lista de invenciones que realmente necesitamos para enfrentar los grandes desafíos del siglo xxi, como la automatización, la IA y el cambio climático. Con un enfoque pragmático y ejemplos cautivadores, Invención e innovación ofrece un relato aleccionador de la locura que con frecuencia acompaña a la creatividad humana y muestra cómo podemos —y debemos— ajustar nuestras expectativas a la realidad. «El mayor experto en el ámbito de la energía». SCIENCE «Vaclav Smil es mi autor favorito. Espero sus libros con la misma impaciencia que algunos esperan el próximo episodio de Star Wars». Bill Gates, fundador de Microsoft

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Seitenzahl: 374

Veröffentlichungsjahr: 2025

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INVENCIÓN E INNOVACIÓN

 

 

Título original: Invention and Innovation

© del texto: Massachusetts Institute of Technology, 2023

© de la traducción: Ricardo García Herrero, 2025

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: junio de 2025

ISBN: 979-13-87833-01-5

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Vaclav Smil

INVENCIÓN E INNOVACIÓN

Traducción de Ricardo García Herrero

ÍNDICE

Cubierta

Créditos

Título

Índice

1. Inventos e Innovaciones: Un recorrido del ayer y una fascinación del hoy

2. Inventos que pasaron de Bienvenidos a Indeseables

La gasolina con plomo

El DDT

Los clorofluorocarburos

3. Inventos que Iban a Imponerse y Luego Resultó que no

Los dirigibles

La fisión nuclear

Los vuelos supersónicos

4. Inventos por los que Seguimos Esperando

Viajar en el (casi) vacío: el

hyperloop

Cereales que fijan el nitrógeno

La fusión nuclear controlada

5. Tecnooptimismo, Exageraciones y Expectativas Realistas

Revoluciones que no son tales

El mito de las innovaciones cada vez más rápidas

Lo que más necesitamos

Lecturas Complementarias

Guide

Cover

Índice

Start

1

INVENTOS E INNOVACIONES

Un recorrido del ayer y una fascinación del hoy

La evolución de nuestra especie es una historia de cambios físicos y de comportamientos estrechamente ligados a la aparición de nuevos inventos. El concepto de «invención» es un gran paraguas que cubre cuatro categorías principales de cosas. La primera tiene que ver con una enorme variedad de objetos sencillos realizados a mano, empezando por las herramientas de piedra fabricadas cuando nuestros ancestros se volvieron bípedos y eso les dejó las manos libres para otras tareas conscientemente complicadas. Basándonos en los datos que podemos obtener de las excavaciones o hallazgos en cuevas, sabemos que el progreso en la fabricación de esas herramientas fue muy lento. Las primeras, realizadas en piedra, datan de hace más de tres millones de años. Las hachas de mano y los bifaces, más grandes y bien acabados, no surgieron hasta hace un millón y medio de años; las lanzas de madera con punta de piedra parecen tener aproximadamente medio millón de años, y hasta hace unos veinticinco mil años los cazadores del Paleolítico Superior no dominaron la fabricación artesanal de toda una serie de herramientas más complejas, como azuelas, hachas, fisgas, agujas y sierras, junto con la cerámica que las acompañaba.

La adopción generalizada del cultivo de la tierra se basó en la invención de numerosos aperos de labranza. La domesticación de los caballos para la equitación comenzó con bocados y bridas (los estribos y las sillas llegarían mucho más tarde). Por su parte, los animales de tiro requerían de diferentes diseños específicos para poder uncirlos a arados, carros o carretas: colleras, riendas, tiros, correajes para los caballos y yugos para los bueyes. Todas las sociedades sedentarias se dedicaban a fabricar muebles de madera, a diseñar y cocer cerámica y a fundir minerales con que producir herramientas y armas. Incluso las actuales siguen dependiendo de toda una variedad de productos tan básicos como martillos y sierras, sillas y bancos de madera, tazas y platos, pero solo una pequeña parte de su producción es ahora artesanal, ya que las máquinas han tomado el relevo.

Precisamente, las máquinas pertenecen a la segunda categoría de inventos, la de los dispositivos o mecanismos nuevos y más o menos complejos utilizados tanto para uso estacionario como para el transporte. Las grandes norias, los molinos de viento, los altos hornos de piedra con fuelles de cuero accionados por ruedas hidráulicas y los veleros oceánicos figuran entre las invenciones premodernas más importantes de esta categoría. A finales del siglo XIX, en los catálogos de los almacenes estadounidenses Sears aparecían miles de artículos de este tipo, desde relojes de bolsillo hasta pequeñas máquinas de coser o enormes trilladoras para el cereal, y en la actualidad la gama de productos disponibles es todo un ejemplo de desmesura: en el mercado mundial nos encontramos más de mil modelos de teléfonos móviles, y si nos circunscribimos solamente a Estados Unidos, unas setecientas variedades de vehículos para transportar a la gente por carretera (ya no se puede decir simplemente «coches», pues los nuevos vehículos son en su mayoría todoterrenos, camionetas y furgonetas).

Por tanto, las nuevas ideas pueden plasmarse en herramientas sencillas y prácticas, en máquinas complejas o bien en conjuntos de máquinas aún más complejos que componen las actuales empresas industriales y que hoy en día suelen estar altamente automatizadas: las fábricas de automóviles son quizá los mejores ejemplos de tales conjuntos, con robots que hacen de todo, desde transportar y colocar piezas hasta soldar y pintar. La piedra y la madera, fácilmente disponibles, solo pueden transformarse en una gama limitada de herramientas, máquinas y estructuras. Por eso la tercera categoría de inventos, la de los nuevos materiales, ha constituido un marcador muy claro del progreso de la civilización desde la era de la piedra y la madera hasta la de los metales, las mezclas y los composites o resinas compuestas. Los inventos de esta tercera categoría empezaron con el bronce, siguieron con el hierro y el acero (aleación de hierro en gran parte descarbonizada) y ahora incluyen el aluminio y una docena de otros metales comunes, así como el vidrio, el cemento (un agregado de distintos materiales) y, a partir de finales del siglo XIX, una variedad cada vez mayor de plásticos y —la llegada más reciente— compuestos a base de carbono que son ligeros pero más resistentes incluso que el acero.

La cuarta categoría de invenciones consiste en nuevos métodos de producción, funcionamiento y gestión que van desde mejoras marginales pero económicamente provechosas hasta maneras básicamente nuevas y altamente automatizadas de fabricación a gran escala, recopilación de información y procesamiento de datos. Uno de los inventos más notables y con mayores consecuencias de este tipo fue la máquina para fabricar botellas de vidrio puesta a punto por Michael Owens, presentada en 1904. Las botellas habían tenido que soplarse individualmente durante siglos, y solo a finales del siglo XIX aparecieron los primeros ingenios semiautomáticos: en ambos casos, estas operaciones empleaban a niños para transportar y manipular el vidrio fundido y liberarlo de los moldes. En 1899, más de siete mil niños estadounidenses trabajaban en ese entorno sofocante y peligroso, como muestran las fotografías de la época. Solo el trabajo infantil en las minas de carbón podía resultar igual de espantoso. En cambio, las máquinas de Owens recogían el vidrio directamente del horno, de manera que todo el proceso se ejecutaba sin intervención de mano de obra humana. Incluso el primer modelo de Owens era capaz de fabricar 2.500 botellas por hora, frente a las 200 unidades a la hora de las instalaciones semiautomáticas (fig. 1.1).

Tras la Segunda Guerra Mundial, casi todas las formas establecidas de producción industrial a gran escala sufrieron una gran transformación —que las hizo más eficientes, baratas y rápidas—, gracias a la introducción de controles electrónicos (en la actualidad integrados hasta en una cafetera), y esa electrónica ejerció un impacto mayor si cabe en la adquisición, el procesamiento y la difusión de datos. Durante el conflicto bélico, los términos «calculadora» y «ordenadora» se utilizaban para designar a las mujeres (en su mayoría jóvenes) empleadas en la tediosa labor de introducir y procesar datos. Hoy en día, cualquier modesto ordenador portátil posee una potencia de procesamiento de datos muy superior a la de los aparatos más avanzados anteriores al microprocesador de finales de los años sesenta, y la variedad de máquinas electrónicas abarca desde cámaras en miniatura (algunas lo bastante pequeñas como para poder ser colocadas a lomos de un insecto volador) hasta gigantescos servidores de datos, normalmente construidos, debido a su demanda de electricidad constante e intensa, cerca de alguna fuente barata de suministro eléctrico.

Figura 1.1 Máquina para dar forma al vidrio patentada por Michael Joseph Owens. Patente estadounidense registrada por Toledo Glass Company.

Fuente: Máquina para dar forma al vidrio de Michael Owens (patente estadounidense número 766.768, presentada el 13 de abril de 1903 y publicada el 2 de agosto de 1904), https://patents.google.com/patent/US766768

Tal y como se utilizan habitualmente, los significados de los términos «invención» e «innovación» se solapan en gran medida, pero la innovación quizá se entienda mejor como el proceso de introducción, adopción y dominio de nuevos materiales, productos, procesos e ideas. En consecuencia, puede haber mucha invención sin una innovación acorde, y puede que la Unión Soviética sea el mejor ejemplo reciente de esta disonancia: los científicos soviéticos tenían en su haber numerosos inventos notables, y ocho de ellos habían sido galardonados con el Premio Nobel (entre ellos, Landáu y Kapitsa por la física de baja temperatura, o Basov y Prójorov por los láseres y máseres), y los esfuerzos en I+D militar, altamente prioritarios y copiosamente financiados, hicieron que el armamento del país compitiera con los avances estadounidenses. La nación acumuló 45.000 cabezas nucleares, el MiG-29 y el Su-25 figuraban entre los aviones de combate más avanzados del mundo, y cuando los ingenieros estadounidenses diseñaron el primer avión furtivo del mundo, utilizaron las ecuaciones de Piotr Ufímtsev para predecir los reflejos de las ondas electromagnéticas en las superficies del fuselaje. La URSS destacó también en el sector energético, el más importante del mundo: fueron los científicos e ingenieros soviéticos quienes descubrieron los enormes yacimientos de hidrocarburos de Siberia, desarrollaron la mayor industria de petróleo y gas del planeta y construyeron los (en aquel momento) oleoductos más largos, que abastecían gran parte de las necesidades de crudo y gas natural del continente europeo.

Sin embargo, cuando el país se vino abajo en 1991 —sorprendentemente, sin violencia—, la Unión Soviética sufría abundantes lagunas en materia de innovación que afectaban desde determinadas industrias primarias clave hasta otras necesarias para satisfacer demandas básicas de los consumidores. Por ejemplo, el acero ha sido el metal dominante de la civilización contemporánea, y a principios de la década de 1990 ya no se utilizaban en su fabricación hornos a cielo abierto ni en la Unión Europea ni en Norteamérica o Japón —los hornos de oxígeno básico habían empezado a desplazarlos desde la década de 1950—, y sin embargo este proceso decimonónico (introducido en la siderurgia durante la década de 1860) seguía utilizándose en los últimos años de la Unión Soviética para fabricar casi la mitad de la producción nacional. Y el retraso del país en la innovación necesaria para producir en masa artículos de consumo habitual, desde pantalones vaqueros a ordenadores personales, fue causa perenne del eterno descontento de la población y, sin duda, un factor que contribuyó a la desaparición del régimen soviético.

En contraste con los fracasos soviéticos en materia de innovación, el desarrollo económico de la República Popular China después de 1990 constituye el mejor ejemplo reciente —y sin parangón histórico posible— de innovación a gran escala basada en la apropiación fulgurante de una amplia variedad de invenciones extranjeras. Si la economía china se ha multiplicado por catorce y la renta per cápita del país por más de once (ambas medidas en dinero constante), ello no es debido a un flujo sin precedentes de invenciones nacionales transformadoras, sino al despliegue a gran escala de prácticas o dispositivos dominados en el extranjero desde décadas (o años, en el caso de los últimos avances) antes y trasplantados a un nuevo entorno receptivo. Los decididos esfuerzos nacionales y los billones de dólares de inversión extranjera directa han ido acompañados de una enorme transferencia de los últimos modelos de máquinas, diseños y procedimientos. Ello ha tenido lugar mediante la adquisición de patentes y de conocimientos técnicos compartidos por empresas estadounidenses, europeas y japonesas deseosas de entrar en el mercado chino; unas transferencias legales, por otra parte, acompañadas en paralelo de un espionaje industrial generalizado e implacable por parte de la nación asiática.

El Partido Comunista Chino aprendió bien la lección obtenida de la desintegración sufrida por la Unión Soviética: no hubo una relajación del control similar al intento de Gorbachov de reformar un régimen político irreformable, sino —adaptada al tamaño del país— una expansión económica impulsada por una innovación sin precedentes que se tradujo en rápidas mejoras de la calidad de vida y otorgó al Partido un control aún más férreo. La primera transacción comercial tras la visita que se llamó «de apertura china», realizada por el presidente estadounidense Richard Nixon en 1972, fue la compra de las plantas de síntesis de amoníaco más avanzadas del mundo, diseñadas por la empresa estadounidense M. W. Kellogg. Esa compra resultó decisiva para evitar otra gran hambruna en un país con una población en rápido crecimiento y sin una industria moderna de fertilizantes.

Posteriormente, miles de empresas extranjeras (encabezadas por las mayores multinacionales, como Toyota, Hitachi, Nippon Steel, General Motors, Ford, Boeing, Intel, Siemens y Daimler) compartieron sus conocimientos técnicos con China, normalmente mediante la creación forzosa de empresas conjuntas que proporcionaban conocimientos técnicos completos para la «ingeniería inversa» (esto es, el proceso llevado a cabo con el objetivo de obtener información o un diseño a partir de un producto u objeto) del país. Y, obviamente, China se ha beneficiado de ser una innovadora tardía que se ha subido a una enorme ola de innovación generada por la adopción de inventos extranjeros perfeccionados. Claro está que Japón y Corea del Sur también recorrieron esa senda, iniciada respectivamente en los años cincuenta y setenta, pero por el camino se convirtieron no solo en potencias volcadas en la innovación, sino también en destacadas economías inventivas. Tenemos ejemplos notables de esas contribuciones, como el liderazgo de Sony en el desarrollo temprano de la electrónica de consumo o la gestión en Toyota de fábricas adaptadas a los métodos «justo a tiempo» o JIT (del inglés just-in-time) con un bajo nivel de fallos, o bien el desarrollo de microprocesadores avanzados, telefonía móvil y baterías (a cargo, entre otros, de Samsung, SK Hynix, LG o Panasonic). Hasta ahora no ha habido ninguna contribución china comparativamente importante, globalmente aceptada y comercialmente gratificante (aunque algunos podrían argumentar que habría que incluir a Huawei en esta categoría).

Cuando se hace un repaso del largo devenir de la invención humana, no es de extrañar que muchos historiadores y economistas se muestren impresionados por la aceleración de estos avances. Sabemos que la Revolución Industrial constituye la frontera que separa la frecuencia y las repercusiones de los inventos verdaderamente trascendentales del siglo XIX de ese otro progreso técnico mucho menos intenso y mucho más gradual experimentado en el siglo XVIII. Y, sin embargo, los avances del siglo XX fueron quizás aún más notables. Como ha señalado Joel Mokyr, se produjeron a pesar de dos prolongadas guerras mundiales y del ascenso de regímenes totalitarios que extendieron su dominio por gran parte de Europa y Asia:

En el pasado, estas catástrofes habrían bastado para hacer retroceder las economías durante cientos de años o incluso para condenar a sociedades enteras al estancamiento o la barbarie. Sin embargo, ninguna de ellas pudo detener el poder de la innovación cada vez más acelerada propia del siglo XX para estimular un rápido crecimiento en gran parte del mundo industrializado e industrializante.

La idea de una innovación cada vez más rápida ocupa un lugar destacado entre los mantras recitados una y otra vez cuando se habla de finales del siglo XX y principios del XXI. El número creciente de patentes no es una medida perfecta de esa aceleración innovadora (hay muchas patentes que simplemente protegen variaciones menores o mejoras marginales de descubrimientos influyentes), pero resulta innegable que los agregados decenales de solicitudes concedidas por la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos (USPTO), incluidas las concedidas a residentes extranjeros, aumentaron de solo 911 durante la primera década del siglo XIX a casi 250.000 durante la década de 1890, y luego pasaron de unas 340.000 durante la primera década del siglo XX a cerca de 1.653.000 durante la década de 1990, un aumento de casi dos mil veces en doscientos años.

Por supuesto, ese ascenso simple, sin matices y en cierto modo obviamente engañoso del número total de patentes ha incluido siempre entre las solicitudes algunas creaciones de utilidad dudosa, cuando no directamente descabelladas. En 1932, Alford Brown y Harry Jeffcot reunieron una pequeña colección de casos de este tipo a partir de los archivos de la USPTO. Uno no puede por menos de preguntarse qué llevaría a los evaluadores profesionales de patentes a conceder protección a artículos como un «ataúd funerario mejorado» (por el que una persona puede, «al recobrar el conocimiento, ascender desde la tumba y salir del ataúd por medio de una escalera»), o bien un «dispositivo para producir hoyuelos». Y si usted es de los que creen que tales naderías son cosa del pasado, no tiene más que consultar regularmente el blog «Stupid Patent of the Month» [Patente estúpida del mes] que publica la Fundación Frontera Electrónica. Así le quedará bien claro que no son idioteces lo que faltan.

Si hubiera que destacar algún otro ejemplo, señalaríamos la patente estadounidense 8.609.158B2. Concedida en 2014, la larga cita siguiente resulta necesaria para mostrar bien a las claras lo dudoso que sigue siendo el proceso de concesión de patentes. Se le concedió a una única inventora, Diane Elizabeth Brooks, para el «maná de Diane»:

Una potente droga con beneficios narcóticos elaborada a partir de semillas y derivados de semillas intercambiables, combinados y procesados de forma distinta y única, y que son tan potentes que eliminan o alivian la depresión, los trastornos del estado de ánimo, los síntomas del trastorno de atención, el trastorno del pensamiento, las enfermedades mentales, el dolor, los síntomas de retraso del labio derecho [sic], los problemas físicos, el cáncer de los ganglios linfáticos y muchos otros síntomas de dolencias. Elimina los bultos en el cuello en una o dos semanas. Es intercambiable en la mayoría de los aspectos. Resulta extremadamente fuerte o potente pero puede suavizarse para volver normal a su hijo pequeño con déficit de atención. Es un increíble estabilizador del estado de ánimo y reduce la psicosis. De uso para pacientes con cáncer y para personas con problemas de dolor. Funciona.

Es increíble que se aprobara esta locura, pero también hay otras muchas licencias más asentadas en la realidad y que aun así te hacen llevarte las manos a la cabeza, como la patente estadounidense D670.286S1 concedida en 2012 a Apple (la presentaron diez solicitantes, entre ellos Steve Jobs y el diseñador jefe de la empresa, Jonathan Ive) para un «dispositivo portátil de visualización», es decir, para un rectángulo con esquinas redondeadas (fig. 1.2). No puedo resistirme a citar otra solicitud de patente estadounidense, esta presentada por Susan R. Harsh, para «un kit y un método que convierte las manchas de nariz de perro depositadas sobre una primera superficie en una forma de arte, sobre una segunda superficie, hecha con nariz de perro». Sorprendentemente, aún no se ha concedido.

Figura 1.2 La tercera imagen en la solicitud de patente estadounidense número D670.286S1 de Apple (publicada en noviembre de 2012) muestra un «dispositivo portátil de visualización» que después se ha hecho famoso, con su forma rectangular y esquinas redondeadas.

Fuente: J. Akana y otros, «Dispositivo portátil de visualización» (patente estadounidense D670.286S1, presentada el 23 de noviembre de 2010 y concedida el 6 de noviembre de 2012), https://.patents.google.com/patent/USD670286

Lo cierto es que hay algunas maneras de orientarnos a la hora de evaluar patrones e identificar auténticos inventos innovadores (las presentaré en el capítulo final de este libro), pero por el momento nos limitaremos a señalar en primer lugar las mejoras cuantitativas y cualitativas reales conseguidas gracias a lo que muchos creen ser un flujo acelerado de inventos, y en segundo lugar a ver esos logros no como finalizaciones, sino como meros cimientos para un progreso ulterior y acelerado. Los inventos modernos conllevan muchas veces unas promesas de salvaciones milagrosas, presentados como si fueran a resolver todos los problemas a los que nos enfrentamos, ya sean técnicos, medioambientales o sociales. Se nos promete que esas soluciones van a llegar no solo como avances marginales o graduales, sino como cambios que se califican de «disruptivos», «transformadores» o «revolucionarios», con un potencial de cambiar el mundo entero de manera inmediata y en todos los ámbitos, de la alimentación a la longevidad, de la energía a los viajes.

Ya hemos conseguido reducir el número de personas desnutridas a menos de una décima parte de la población mundial, así que ¿por qué no eliminar por completo la escasez de comida? Y, ya que estamos, ¿por qué no acabar con nuestra dependencia de los cultivos en el campo produciendo alimentos en rascacielos de temperatura regulada o ingiriendo cápsulas sintéticas que nos proporcionen una nutrición completa? Si durante los últimos dos siglos hemos duplicado la esperanza media de vida en los países ricos, ¿por qué no duplicarla de nuevo mediante un genial método de manipulación genética llamado CRISPR y allanarnos el camino hacia la inmortalidad? O bien, si durante ese mismo tiempo los países ricos han multiplicado (a diferentes ritmos) el suministro útil de energía per cápita, ¿por qué no seguir ampliándolo, incluso si en paralelo eliminamos todo el carbono fósil como fuente de energía mediante imaginativas innovaciones relativas a las renovables? Y respecto a los viajes, si ya podemos movernos habitualmente a velocidades de unos 300 kilómetros por hora en tierra y casi a la velocidad del sonido (cerca de 1.000 kilómetros por hora) en el aire, ¿por qué no aspirar a velocidades supersónicas en tubos de vacío bajo tierra o elevados, o en aviones de pasajeros que crucen el Atlántico en un par de horas?

Dado el ritmo exponencial (cada vez más rápido) de las invenciones modernas, se nos repite una y otra vez que no hay nada extraordinariamente audaz o irrealmente ambicioso en tales objetivos. Las matemáticas mandan: es una propiedad inevitable del crecimiento exponencial de larga duración que desemboque en una singularidad, un punto en el tiempo en el que una función alcanza un valor infinito, haciendo que cualquier cosa resulte instantáneamente posible. Pero tampoco hace falta ser un discípulo del culto a la Singularidad que llega, porque incluso las afirmaciones un tanto más mundanas son impresionantes —y no paran de llegar—, anunciando avances en el tratamiento de enfermedades (fármacos que supuestamente curan el alzhéimer), el almacenamiento de energía eléctrica (la invención de baterías de una densidad energética inaudita) e incluso la conversión de otros planetas en mundos habitables (la terraformación de Marte). Las realidades resultan a menudo mucho más prosaicas, y este libro es un modesto recordatorio del mundo tal como es, no del mundo de las afirmaciones exageradas o, peor aún, del mundo imaginario de los espejismos indefendibles.

Antes de proseguir debo señalar que no me voy a ocupar aquí de los numerosos fallos de diseño causantes de catástrofes (por ejemplo, tragedias tan conocidas como el hundimiento del Titanic en 1912 o el desastre del lanzamiento del transbordador espacial Challenger en 1986), de aquellos que han hecho perder un tren comercial (el dispositivo de grabación de cintas de vídeo Betamax de Sony, superado por el sistema VHS de la empresa JVC) o bien de los que han provocado situaciones embarazosas (los modelos de vehículos Edsel y Pinto de Ford, las gafas inteligentes Glass de Google). Los historiadores de los avances técnicos han detallado muchos de estos fracasos en estudios sobre diseños tan fallidos como los arados eléctricos de la Alemania anterior a la Primera Guerra Mundial o las turbinas de gas para automóviles de Chrysler. Y un reciente listado repasa incluso los doce fracasos de producto más embarazosos de Apple, desde el Macintosh TV hasta el Power Mac G4 Cube.

Los interesados en este género de diseños abocados al fracaso deberían consultar el libro de Susan Herring From the Titanic to the Challenger (1989), que enumera nada menos que 1.354 fracasos de este tipo sucedidos a lo largo del siglo XX, o bien Spectacular Flops (2023), de Michael Schiffer, donde podrán ampliar información sobre algunos ejemplos más antiguos (incluido el sistema mundial de distribución inalámbrica de electricidad inventado por Tesla) y algunos delirios recientes (un bombardero propulsado por un reactor nuclear). Al mismo tiempo, conviene señalar que numerosos fallos de diseño de objetos y sistemas de ingeniería no solo son inevitables, sino que ofrecen grandes lecciones (aunque a menudo costosas y a veces trágicas) sobre lo que hay que evitar y lo que hay que corregir. Por ese motivo Henry Petroski subtituló su libro dedicado a estas experiencias The Role of Failure in Successful Design [El papel del fracaso en los diseños de éxito].

De manera análoga, este libro no trata de las muchas consecuencias indeseables, a menudo molestas y en ocasiones incluso mortales, de tantos inventos modernos aceptados con entusiasmo, extendidos masivamente y sólidamente asentados. Esos efectos nocivos, inconvenientes y complicaciones a menudo han sido previstos; muchos de ellos se han vigilado de cerca, evaluado y traducido en costes monetarios y de calidad de vida, y también han sido objeto de frecuentes investigaciones y esfuerzos para prevenirlos o mitigarlos. Las repercusiones sanitarias y medioambientales de los medicamentos son quizá la categoría de efectos secundarios más reconocida en las sociedades modernas. Van desde las molestias hasta las contraindicaciones estrictas dictadas por afecciones preexistentes, y desde la presencia de metabolitos de fármacos en corrientes y masas de agua hasta la propagación de bacterias resistentes a los antibióticos. Este último es un problema muy grave, y ahora también de ámbito mundial. Conocemos desde hace muchas décadas el avance de su impacto, pero a pesar de repetidas exhortaciones y promesas, la búsqueda de nuevos antibióticos sigue recibiendo solo una parte de los recursos y el compromiso que merece.

No menos notable ha sido la tolerancia a los múltiples efectos secundarios generados por la invención de los automóviles propulsados por motores de combustión interna. Nos han otorgado movilidad, comodidad y la proverbial libertad de movernos a nuestras anchas, pero también emisiones nocivas, paisajes urbanos transformados (rara vez para bien) y una frecuencia de muertes cuyo equivalente no se toleraría en ningún medicamento de prescripción generalizada. Incluso si hablamos de los países más prósperos, no empezamos a reducir las emisiones (gracias a los catalizadores, un nuevo invento que vino al rescate) hasta la década de 1970, pero seguimos sin tener soluciones eficaces y ampliamente generalizadas para los automóviles como parte de una planificación urbana sensata, aparte de las muertes de conductores y peatones que generan (la cifra anual ronda los 1,35 millones, entre conductores y peatones).

Todas estas consecuencias de los grandes inventos —así como nuestra tolerancia tan selectiva a su impacto y efectos secundarios indeseables— podrían extenderse a temas que van desde el uso intensivo de fertilizantes sintéticos nitrogenados hasta la contaminación de la tierra y el agua por diferentes tipos de plásticos, y necesitarían un libro mucho más extenso que este para ser tratados siquiera someramente. Por el contrario, aquí adoptaré un enfoque más general de los fracasos inventivos para centrarme en el hecho de que el flujo de innovaciones fundamentales y de enorme éxito generadas por la civilización moderna durante los últimos ciento cincuenta años ha ido acompañado de una frustrante falta de progreso en otras muchas áreas clave, así como en las innovaciones que, por decirlo suavemente, no lo hicieron tan bien como se esperaba en un principio. Por tanto, analizaré tres categorías destacadas dentro de esos fracasos: promesas incumplidas, decepciones y rechazos.

Soy consciente de que, para algunos historiadores de los avances técnicos, la misma expresión «tecnología fracasada» resulta engañosa, ya que parece sugerir (como argumentó Tom Carroll en el simposio de 1989 sobre innovaciones fracasadas) una lectura lineal y de matiz positivista sobre el impulso «que una innovación potencial ofrece o no ofrece». Pero es que la distinción más importante estriba en reconocer que el éxito o el fracaso son consecuencia de una elección social. No cabe duda de que los avances técnicos, en modo alguno autónomos, se encuentran fuertemente influidos por las condiciones y los contextos sociales, e igual de obvio es que esas tendencias dominantes circulan en ocasiones por caminos insospechados, de manera que frecuentemente no está en manos de las sociedades abiertas (pero ni siquiera en las de gobernantes dictatoriales) decidir qué innovación se adopta o se rechaza.

Empezaremos por inventos afanosamente perseguidos, unánimemente alabados a su llegada (a menudo con entusiasmo) y rápidamente comercializados y adoptados a escala planetaria. Y, sin embargo, con el tiempo, incluso décadas después, resultaron ser tan indeseables y claramente perjudiciales tanto para el ser humano como para el medio ambiente que llegaron a ser vistos con un recelo generalizado y hasta prohibidos de plano para aquellos usos originalmente previstos. La introducción de la gasolina con plomo facilitó el buen funcionamiento de los motores de combustión interna. Sin embargo, varias décadas después todo el mundo entendió que las emisiones resultantes de un metal pesado neurotóxico constituían una contrapartida inaceptable y, empezando por Estados Unidos en 1970, los países comenzaron a prohibir su uso como aditivo. No mucho después se inició la proscripción de la aplicación del plaguicida DDT como medio generalizado para el control de insectos, y en 1987 un acuerdo mundial esbozó el calendario para el abandono gradual de los gases clorofluorocarbonos (CFC), utilizados habitualmente como refrigerantes, cuya creciente concentración en la atmósfera se relacionó con la disminución de la capa de ozono estratosférico.

La siguiente categoría que estamos considerando dentro de las invenciones fallidas incluye tres ejemplos importantes de avances cuya promesa inicial parecía garantizar el dominio final de sus respectivos nichos de mercado: los dirigibles para el transporte aéreo de larga distancia a un precio asequible, la fisión nuclear para la generación de electricidad y los aviones supersónicos para los viajes intercontinentales de alta velocidad. Estas innovaciones se comercializaron y generalizaron en mayor o menor modo, pero pronto se hizo evidente que no alcanzarían el potencial inicialmente esperado. En orden cronológico, los dirigibles fueron la primera aplicación práctica en fracasar, y lo hicieron de forma espectacular, ya que el Hindenburg en llamas se convirtió en una de las imágenes más reproducidas para ilustrar un desastre técnico. Con todo, aquel accidente no acabó con el sueño de los dirigibles, y los intentos de resucitar esta forma de transporte han continuado incluso después de que los aviones de línea conquistaran rápidamente la aviación mundial a partir de 1960. Durante las dos primeras décadas del siglo XXI han aparecido incluso nuevas propuestas para mejorar estas aeronaves.

La fisión nuclear constituye un caso de expectativas fallidas a una escala mucho mayor, y ha sido sin duda el ejemplo más destacado del fenómeno que yo llamo «fracaso exitoso». A pesar de su considerable despliegue comercial (con más de cuatrocientos reactores en funcionamiento en tres continentes) y de su notable contribución a la generación de electricidad en numerosos países prósperos, su cuota actual a escala planetaria sigue estando muy por debajo de lo que se esperaba de esta compleja tecnología en las primeras fases de su entusiástica adopción: ¡nada menos que la dominación total del mercado energético para finales del siglo XX!

Por último, respecto a los vuelos supersónicos, su historia guarda ciertas similitudes con los dos ejemplos anteriores: más exitosos durante algún tiempo que los dirigibles, finalmente incapaces de ser competitivos pero resucitados una y otra vez por nuevos diseños, cuyos defensores mantienen —lo mismo pasa con las empresas que impulsan nuevos diseños de reactores nucleares— que «esta vez será diferente», ya que los aviones más rápidos podrán conquistar un nicho económicamente viable en el mercado mundial.

Los ejemplos finales quieren ilustrar con un cierto grado de detalle otro tipo de fracaso, el de las expectativas. Me centraré en tres casos destacados de innovaciones altamente deseables cuya comercialización generalizada resultaría verdaderamente transformadora y cuyo éxito inminente se lleva prometiendo desde hace generaciones, pero cuya realización efectiva y asequible siempre parece estar más allá del horizonte ante nuestros ojos. La idea de viajar a alta velocidad en el vacío (o, para ser más precisos, dentro de tubos con la presión del aire reducida a un pequeño porcentaje de la normal que hay en la atmósfera) existe desde hace más de doscientos años, y su reciente y muy publicitada resurrección bajo la engañosa etiqueta de hyperloop ofrece una excelente oportunidad para explicar cómo este sueño de décadas sigue esperando una comercialización práctica, cómoda, fiable y rentable.

Mi segundo ejemplo de invento prometido que se hace de rogar pertenece a una categoría de avances necesarios mucho menos publicitada, pero cuya llegada constituiría uno de los logros más importantes de la historia. Si los cultivos de cereales básicos existentes en el mundo (trigo, arroz, maíz, sorgo) fueran capaces —lo mismo que las leguminosas como las judías, la soja, las lentejas y los guisantes— de satisfacer una parte significativa de su demanda de nitrógeno mediante la simbiosis con bacterias fijadoras de ese elemento químico, no solo aumentaríamos las cosechas mundiales de cereales, sino que podríamos reducir la fabricación y aplicación de fertilizantes sintéticos, lo que ahorraría una gran cantidad de energía y evitaría distintos tipos de contaminación medioambiental. Y mi último ejemplo es la explotación comercial de la fusión nuclear para la generación de electricidad, una hazaña prometida por primera vez por algunos destacados físicos durante la década de 1940. Se trata quizá del caso más famoso —y, sin duda, también el más publicitado— en la categoría de expectativas fallidas, y explico la notable persistencia de este sueño cuya realización parece estar siempre un paso más allá de nuestras posibilidades.

Por supuesto, cada una de estas tres categorías de fracaso innovador puede ampliarse con otros ejemplos notables. Y así, al examinar los inventos que pasaron de ser bienvenidos a considerarse indeseables, podría haber añadido la historia de los aceites hidrogenados, cuyo éxito comercial comenzó en 1911 con la hidrogenación parcial del aceite de semilla de algodón. El resultado comercial fue el Crisco lanzado por Procter & Gamble (aceite de semilla de algodón cristalizado), una grasa alimentaria que permanecía sólida a temperatura ambiente. El uso de las grasas trans (aceites solidificados) se extendió a distintos sustitutos baratos de la mantequilla y la manteca de cerdo que tenían una larga vida útil y conseguían excelentes productos horneados. Se convirtieron en una opción muy popular a la hora de freír hasta que la investigación dietética los relacionó con el aumento de los niveles de colesterol en la sangre y un mayor riesgo de enfermedades coronarias. En consecuencia, los gobiernos se movilizaron para controlar su uso cotidiano.

Al hacer un recuento de inventos que estaban llamados a generalizarse pero que en cambio nunca alcanzaron semejante nivel de importancia podríamos haber trazado el ascenso y la caída de Blackberry, el teléfono móvil de directores generales y presidentes conocido por sus características de seguridad. Aparentemente, estaba destinado a imponerse en el mercado corporativo, y sin embargo su protagonismo duró apenas unos diez años: el primero de sus modelos salió a la venta en 2002, pero en 2013 la empresa tenía ya graves problemas para competir y entró en un prolongado declive. Y otro ejemplo más: en cualquier debate sobre los inventos que seguimos esperando, la historia de la economía del hidrógeno —quizá la solución definitiva pero siempre pospuesta a la necesidad cada vez más acuciante de descarbonización mundial— sería un excelente añadido.

También daría para un largo e interesante libro hablar de los inventos que dominaron sus sectores de producción o consumo durante generaciones, incluso durante más de un siglo, para luego desaparecer por completo, convertirse en curiosidades marginales mantenidas vivas solo por devotos excéntricos o bien quedar económicamente marginados. Los ya mencionados hornos a cielo abierto son quizás el mejor ejemplo de la primera categoría: entre la década de 1870 y principios de la de 1950, todo el acero primario se fabricaba reduciendo el nivel de carbono presente en el hierro fundido que se trataba en los altos hornos, provistos de grandes recipientes. Después, en el plazo de una generación, casi desaparecieron en Japón y Europa, perduraron algo más en Estados Unidos e incluso algunos de estos artefactos decimonónicos subsistieron hasta el siglo XXI (fig. 1.3). En el ámbito del transporte hallamos un ejemplo de cambio de obsolescencia si cabe aún más rápida. Los transatlánticos dominaron el tráfico intercontinental de pasajeros durante casi un siglo antes de desaparecer tan solo una década después de la introducción de los vuelos regulares que atravesaban los océanos.

Y, por supuesto, los lectores veteranos de este libro habrán sido testigos de cómo el nuevo mundo de la microelectrónica ha generado no pocos ejemplos de rápida y casi absoluta desaparición —hasta una situación de supervivencia marginal— de inventos antes admirables cuya utilidad dominó globalmente durante más de una centuria. Las máquinas de escribir fueron desplazadas por los ordenadores personales y más tarde también por la electrónica portátil; las cámaras, por los smartphones, y los soportes físicos de grabación musical (discos, cintas, discos compactos) se fueron desplazando unos a otros antes de que el acceso a esa música vía streaming los marginara a todos. Sin duda, las máquinas de escribir, las cámaras y las grabaciones en vinilo siguen existiendo, pero las primeras solo pueden ser adquiridas de segunda mano por quienes prefieren la opción mecánica para escribir; el mercado de las cámaras con objetivos intercambiables está ahora abrumadoramente restringido a fotógrafos profesionales y practicantes intensivos (casi siempre, de fotografía de naturaleza), y la música grabada es un nostálgico nicho marginal en un mundo dominado por los contenidos en línea.

Figura 1.3 Secciones de un horno a cielo abierto de principios del siglo XX.

Fuente: Harbison-Walker Refractories, A Study of the Open Hearth (Pittsburgh: Harbison-Walker Refractories, 1909). El último horno a cielo abierto de Estados Unidos fue cerrado en 1992, el de China en 2001 y el de Rusia en 2018

Abrimos el último capítulo comentando la exagerada difusión de los inventos que van llegando. Las informaciones poco críticas de los medios de comunicación sobre avances y comienzos de época, a menudo bajo titulares ingenuos o ridículos, se han convertido en una norma que genera conclusiones falsas y crea expectativas injustificadas. Tan común se ha vuelto esta manera de informar que apenas repaso algunos de los casos recientes más atroces. A continuación, contrapongo la creencia, ya común, en un ritmo de innovación cada vez más rápido, con los numerosos signos inequívocos de estancamiento técnico y ralentización de los avances: todo tiene un límite, y la invención y la innovación no pueden ser excepciones. En consecuencia, no hay páginas aduladoras dedicadas a las recientes previsiones que se detienen en el próximo dominio de la inteligencia artificial (que dará lugar a todo lo electrónico, desde vehículos autónomos a aviones sin piloto, o a maquinaria que nos volverá irrelevantes) o a la creación de nuevas formas de vida a voluntad (ingeniería genética aplicada a todo tipo de ámbitos, desde el control de plagas al cerebro humano).

Evidentemente, necesitamos muchos inventos cuya adopción a gran escala proporcionaría los medios necesarios desde hace mucho tiempo para hacer frente a algunos de nuestros retos sanitarios, medioambientales y económicos más abrumadores, desde la erradicación de la malaria hasta la reducción de las disparidades mundiales en materia de renta personal (en la actualidad más acusadas que nunca). De manera que el libro se cierra con una breve lista de algunos avances muy necesarios. Como en el pasado, tendremos éxito en algunas búsquedas pero fracasaremos en otras, y no podremos ignorar el hecho de que muchas mejoras se producirán dentro de unos límites en lugar de ser productos milagrosos. Deberíamos refrenar nuestra omnipresente compulsión por pronosticar hasta qué punto los nuevos inventos van a configurar el futuro: vistos tales esfuerzos en perspectiva, lo que observamos son solo muestras de éxitos más que limitados y una preponderancia de fracasos. Un mundo mejor, más seguro y más equitativo requerirá de numerosas innovaciones verdaderamente transformadoras, pero solo conoceremos el alcance o la ausencia de estas expectativas cuando miremos hacia atrás. Así que habrá que esperar a mediados del siglo XXI para que algunos de los elementos de mi lista de deseos se hagan realidad.

2

INVENTOS QUE PASARON DE BIENVENIDOS A INDESEABLES

Toda solución de un problema complejo, todo avance útil que alivia o elimina un impacto nocivo o indeseable concreto, toda innovación que promete un mejor rendimiento, mayores beneficios o un mejor manejo, o una mayor comodidad o seguridad, tiene su reverso. El alcance y la intensidad de ese lado oscuro pueden ir desde los efectos secundarios previsibles, tolerables y manejables (o simplemente limitados en el tiempo) hasta consecuencias imprevistas pero potencialmente graves a las que no es fácil hacer frente. Algunas de ellas solo pueden eliminarse abandonando la solución original en favor de un planteamiento superior (que sea totalmente inocuo) o, si eso resultara imposible, sustituyéndola al menos por una opción menos dañina y algo más aceptable.

He elegido los que, en mi opinión, constituyen tres ejemplos muy destacados de lo que finalmente resultaron ser soluciones inaceptables a problemas importantes, comunes y, de no abordarse, perjudiciales y costosos. Estudiaremos cronológicamente esas tres innovaciones, todas aparecidas en el periodo de entreguerras, de las cuales dos empleaban compuestos conocidos desde hacía décadas (el tetraetilo de plomo y el diclorodifeniltricloroetano), mientras que la tercera explotaba un compuesto halogenado recién descubierto (el diclorodifluorometano). En primer lugar, la introducción de la gasolina con plomo (a partir de 1922 en Estados Unidos) fue una solución barata, cómoda y eficaz al problema del funcionamiento deficiente de los motores de combustión interna. Conocido generalmente como detonación, golpeteo o picado (knocking), era un encendido prematuro que no solo reducía la eficiencia de conversión de energía de la máquina, sino que podía incluso causar graves daños al motor mismo.

Una de las coincidencias más increíbles de la historia de la innovación es que Thomas Midgley (fig. 2.1), el mismo ingeniero que encabezó la investigación privada de un agente antidetonante eficaz —trabajos que desembocarían en la gasolina con plomo— dirigiría, solo unos años más tarde (en 1928), un equipo de investigadores que formularon un diclorodifluorometano (CCl2F2) no tóxico y no inflamable después comercializado bajo la marca Freon. Este sería el primero de muchos clorofluorocarbonos (CFC), compuestos sintéticos que rápidamente se convirtieron en los refrigerantes más comunes en todo el mundo (líquidos utilizados en el ciclo de compresión-expansión de frigoríficos y aparatos de aire acondicionado) y que también se usaron como agentes espumantes habituales en la producción de espumas, como propelentes en miles de millones de latas de aerosol (que comprenden desde medicamentos hasta pinturas o cosméticos) y como agentes desengrasantes y disolventes industriales.

Figura 2.1 Thomas Midgley Jr. (1889-1944), inventor de la gasolina con plomo y de los refrigerantes clorofluorocarbonados. Retrato de los años treinta obra de Blank & Stoller, Nueva York.

Fuente: Williams Haynes Portrait Collection (Filadelfia, Instituto de Historia de la Ciencia), caja 10. https://digital.sciencehistory.org/works/9s161624t

El DDT (diclorodifeniltricloroetano, primer insecticida sintético moderno) es el último ejemplo de innovación primero muy bien recibida y a continuación denostada. Cuando Paul Hermann Müller empezó a investigar un compuesto potente capaz de matar plagas de insectos comunes, el DDT ya era conocido desde hacía más de seis décadas, pero solo su búsqueda sistemática de un agente eficaz condujo al descubrimiento del formidable poder insecticida de esa sustancia. El DDT encontró una aplicación casi instantánea en los ejércitos de la Segunda Guerra Mundial, y tras el conflicto bélico su uso se extendió rápidamente para controlar enfermedades infecciosas transmitidas por insectos, así como para el control más general de plagas en la agricultura y entre el ganado. En poco más de una década, estas prácticas incontroladas no solo provocaron la aparición de especies de insectos resistentes al DDT, sino que también se relacionaron con efectos adversos en la reproducción de las aves y, con el tiempo, también con mayores riesgos de nacimientos de bebés prematuros o con peso anormalmente bajo. Tanto fue así que el DDT se convirtió en uno de los símbolos destructivos utilizados por el naciente movimiento ecologista para difundir su mensaje en pro de una gestión más responsable del medio ambiente.

Aunque comparten trayectorias comunes de ascenso y caída, la gasolina con aditivo de plomo, los CFC y el DDT han tenido cada uno de ellos trayectorias diferentes de aceptación y eliminación. Cuando se añadió plomo a la gasolina por primera vez había ya numerosas pruebas convincentes de su neurotoxicidad, y el nuevo producto se encontró con una resistencia casi instantánea por parte de diferentes médicos y fisiólogos. En cambio, el freón-12 era un nuevo compuesto sintético que no existía en la naturaleza y que, casualmente, parecía ser bastante poco reactivo cuando se liberaba accidentalmente en el medio ambiente, lo que lo convertía en la elección perfecta para los refrigerantes domésticos. Se puede criticar a Midgley por su papel en la introducción masiva del tetraetilo de plomo como agente antidetonante, pero es una tontería decir, como hizo Neil Larsen, que fue «el inventor más dañino de la historia».