Invitados a un banquete - Damián Fernández Pedemonte - E-Book

Invitados a un banquete E-Book

Damián Fernández Pedemonte

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Beschreibung

Dios mandó solemnemente que santificáramos las fiestas. En los Evangelios son numerosas las referencias a banquetes y celebraciones, también en las parábolas. En la Iglesia, la fiesta es el centro de la liturgia. Sin embargo, el cristiano corre el riesgo de ver solo un futuro sombrío, de impacientarse con sus defectos, o de ver a Dios como un ser estricto y distante. Envidia entonces la felicidad de quienes carecen de fe y parecen gozar con su estilo de vida. La verdadera vida cristiana es una fiesta llena de alegría. Y su itinerario, como muestra el autor, tiene tres etapas: prepararse, vivir la fiesta y salir enriquecido de ella, con la alegría de los hijos de Dios.

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DAMIÁN FERNÁNDEZ PEDEMONTE

INVITADOS A UN BANQUETE

La alegría de la vocación cristiana

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2024 by Damián Fernández Pedemonte

© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6641-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6642-6

ÍNDICE

INVITACIÓN

Alegría

Claroscuro

Invitados

BANQUETE

Paz

Perdón

Eucaristía

HOSPITALIDAD

Hogar

Ágape

Anfitriones

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

INVITACIÓN

Alegría

En una entrevista televisiva un famoso actor dijo: «El que es feliz es el que tiene razón».

Es verdad, tendemos a pensar que quien es feliz ha acertado en sus decisiones vitales. La alegría es el argumento más convincente.

Sin embargo, el papa Francisco nos advierte desde Evangelii Gaudium, su documento programático sobre la alegría del Evangelio: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado».

Hay cristianos (yo mismo a veces) que sólo ven un futuro sombrío, casi como si se aproximara el apocalipsis. El mundo —piensan— está enloquecido, descristianizado, lleno de maldad. Los poderosos de la tierra se han confabulado contra Dios, como denuncia el Salmo 2. La Iglesia atraviesa una prueba dolorosa. Las nuevas generaciones están perdidas, atontadas por la búsqueda del placer a cualquier costo. Los hay también acomplejados frente a la secularización y a las ideologías contrarias a la fe. Permanecen a la defensiva, humillados antes de sufrir una humillación.

Hay cristianos (yo mismo a veces) demasiado serios, llenos de preocupaciones, de contrariedades reales o imaginarias. Impacientes con sus defectos y con los de los demás. Cansados de hacer el bien, amargados por la ausencia de frutos y por los repetidos fracasos. Los hay cercados de manías, formalistas y escrupulosos. Hipercríticos, desconfiados de la libertad de los demás, y temerosos de la propia.

Hay católicos (yo mismo a veces) que parecen haber dejado muy atrás el amor, ayunos de todo gozo. Personas sin meta, más bien tristes y aburridas. Algunos abrumados por el sufrimiento ajeno, con una fe poco filial, que no consigue superar la imagen de un Dios estricto y distante, indiferente al dolor. O bien que cumplen lo mínimo con Dios, pero buscan la felicidad en las recompensas materiales, el bienestar, la diversión. Católicos egoistones y frívolos. Que envidian la felicidad de los paganos y compiten por los premios mundanos, según las reglas del juego del hedonismo. «Dios no quiere nuestra alegría», parecen pensar en el fondo. «O quiere algo que no nos da alegría. Dios tiene un concepto de la alegría que no es el nuestro», concluyen.

Los que no tienen fe parecen ser los que están siempre de fiesta. Pero, ¿no nos mandó Dios solemnemente que santificáramos las fiestas?

Algo que me llamó siempre la atención en los Evangelios es la cantidad de referencias a fiestas de diversa índole, banquetes o celebraciones religiosas a las que asiste el Señor, o a las que alude en sus parábolas y enseñanzas. Por otra parte, Jesús, que estableció la Nueva Alianza no abrogando el decálogo sino situándolo en un horizonte más completo, fue modelo de observancia del tercer mandamiento, como de toda la Ley: santificar las fiestas. Toda su vida es una preparación para el sacrificio de la Cruz, cuyo memorial se anticipa y se instituye en la Cena Pascual y se refrenda con la Pasión y la Resurrección.

Desde su nacimiento, la vida de la Iglesia se organizó en torno a la Eucaristía en el día del Señor que sustituyó al Sabbath, e iluminó para siempre los días de los cristianos. Desde entonces, la fiesta dominical es para los católicos la fiesta primordial, instituida para darle sentido al tiempo. Las fiestas son el centro de la liturgia, son los hitos en torno de los cuales se estructuran sus momentos. El tiempo ordinario prepara los tiempos festivos. El ciclo anual actualiza para los cristianos de todas las épocas la vida del Señor: desde su Nacimiento hasta su Ascensión.

Con el Señor llega a la tierra la verdadera alegría. Su encarnación es presentada por los Evangelios como un mensaje de Dios de profunda alegría para todos los hombres que quieran recibirlo. Jesús posee la alegría del Padre: no hubo ni habrá sobre la tierra nadie que haya experimentado mejor que él la infinita alegría preparada por Dios para la humanidad. Su nacimiento viene acompañado del mensaje de alegría del ángel a los pastores (Lc 2, 10). Su mensaje es la buena nueva y es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15, 11). En la última cena, les promete a los discípulos que la tristeza de la inminente Pasión se convertirá pronto en gozo (Jn 16, 20), y ya no los abandonará más (Jn 16, 22).

Con frecuencia imaginamos a Jesús serio, hierático. A lo mejor influyeron sobre esa imagen algunas representaciones pictóricas o cinematográficas y algunas predicaciones solemnes o aburridas. Muchas personas se alejan de la Iglesia por aburrimiento, por sentir sus ceremonias y a sus miembros faltos de gracia, grises. En otras versiones, de estampas, libros catequéticos o testimonios, en cambio, el Señor es presentado como un joven bonachón, suave y etéreo.

La encarnación constituye la entrada de Dios en la humanidad. Jesucristo es Dios y a la vez plenamente hombre. Con las virtudes y los padecimientos de los hombres, pero en un grado excelso. En Jesús, Dios experimenta nuestras luchas y nuestras alegrías en primera persona.

Jesús no se disfrazó de hombre. Participaba genuinamente de la vida social de su tierra. Los fariseos se escandalizan de que fuera amigo de publicanos y pecadores. De que aceptase la invitación, y aun se hiciera invitar a la casa de ellos. Concurre con los discípulos a las bodas de Caná, donde realiza su primer milagro, que consiste en transformar el agua en vino, que estaba a punto de faltar en la fiesta. Menciona las bodas en la parábola de los invitados a la boda y en la de las vírgenes necias y prudentes. Las parábolas de la misericordia que recoge san Lucas —el reencuentro de la moneda, la oveja o el hijo perdido— culminan con una fiesta. El regreso a Dios es presentado siempre de este modo.

Un colega profesor universitario y artista me contó de una imagen de un ángel sonriente en la catedral del Reims que yo no conocía: el ángel de la sonrisa, le sourire de Reims. Se trata de una escultura del siglo xiii, emplazada en el pórtico de una iglesia francesa, y que fue reconstruida tras una mutilación por un obús durante la primera guerra, y llegó a ser un símbolo de la resistencia a la destrucción de los monumentos religiosos durante la guerra. Mi amigo me lo presentaba como ejemplo de cómo debería recibir la Iglesia y cada cristiano a quienes se acercan al templo: con una sonrisa. Y es que un rostro contento le hace justicia a Dios, y es la mejor carta de presentación para manifestarle nuestra confianza. Nuestra alegría es una invitación.

A otro amigo, sacerdote, le preguntaron por qué las imágenes de los santos muestran personajes apesadumbrados, entristecidos, cuando los santos no eran así. Basta leer la vida o los escritos de santa Teresa de Jesús o de santo Tomás Moro, la frescura y candidez de san Francisco de Asís o de santa Teresita de Lisieux. Sin embargo, hay buenas personas que creen que los santos eran seres poco normales, una especie de faquires, con una inclinación algo masoquista al sufrimiento.

Cuando una idea está en crisis se habla mucho de ella en la conversación pública. Sucede con la paz, la libertad o la solidaridad. Sucede ante todo con la felicidad. Se habla mucho de ella en los libros de autoayuda y de divulgación de psicología, en las conferencias motivacionales y en el coaching. Se puede hablar de una verdadera industria de la felicidad en la publicidad, en el entretenimiento, en el turismo, en los consejos para el bienestar.

Hace años leí un trabajo de investigación que avisaba sobre una discrepancia entre el discurso de los psiquiatras y el de las publicidades de psicotrópicos sobre los efectos de la medicación antidepresiva. El marketing cargaba las tintas sobre el poder entusiasta, eufórico de estas drogas, mientras que los médicos, más cautos, las describían como estabilizadores, como una ayuda para poder lidiar con las vicisitudes habituales de la vida. El estado normal de las personas no es de exaltación, de supresión de toda incomodidad, aseguraban los psiquiatras. La medicación puede ayudar a contrarrestar la disforia, la carencia desproporcionada de energía, el bajón inmotivado, pero no hacer que desaparezcan las contradicciones.

Alarmado por la inflación de diagnósticos de nuevas enfermedades psiquiátricas del DSM, el prestigioso médico Allen Frances publicó el libro ¿Somos todos enfermos mentales? para alertar sobre la confusión entre reacciones normales y patológicas, y la presión por definir como trastornos mentales, necesitados de tratamiento y medicación, a las preocupaciones, decepciones y fracasos, que forman parte de la vida normal. «Somos totalmente capaces de encontrar soluciones a la mayoría de los problemas de la vida sin trastear con la medicina, que a menudo complica y empeora la situación. A medida que nos vamos acercando a tratar sistemáticamente la normalidad como un problema médico, perdemos nuestra capacidad de autocurarnos y olvidamos que la mayoría de los problemas no son enfermedades».

Hay terapias para el bienestar, cursos en universidades prestigiosas sobre felicidad, gerencias de felicidad en las empresas. La mayor parte están bien intencionadas, pero se basan en una antropología pobre. Aunque puedan reunir pruebas experimentales o datos que confirmen sus hipótesis, el problema radica en la teoría de la persona a partir de la cual construyen sus conjeturas. Se buscan dimensiones cuantificables, en general a partir del testimonio de los propios encuestados. Pero es realmente difícil decidir si hoy estamos mejor que ayer, o asignarle a nuestro estado de ánimo una puntuación. La misma valoración no querrá decir lo mismo en una persona que en otra. Muchas veces estos estudios describen la felicidad a partir de unos criterios muy condicionados por los valores culturales en boga.

Pero lo peor es que nos dejan solos tras enunciarnos las consignas para ser felices. Si no somos felices es porque no queremos; con nuestros propios recursos podríamos ser mucho más felices. Al leer o escuchar a estos gurúes de la felicidad uno queda con la sensación de que es el único responsable de su falta de felicidad. A la desdicha se suma entonces la culpa. Muchas veces confunden la felicidad con el éxito o el bienestar. Además de que uno puede haber alcanzado la cumbre en su carrera profesional, o gozar de excelente salud, y no ser feliz, la conquista de logros o la ausencia de malestares no siempre depende de uno. Mejor dicho, nunca depende solo de uno mismo.

Es una filosofía individualista y bastante utilitarista, aunque no falten consideraciones sobre lo importante que son las buenas relaciones humanas o los objetivos trascendentes para alcanzar una vida plena. Sin embargo, los otros, o incluso Dios, son sólo un medio, un recurso para el propio bienestar.

Uno sospecha de la efectiva felicidad que produce esta maquinaria. Tanta promoción de las fórmulas de felicidad puede enmascarar una carencia. Siempre andamos necesitando una nueva panacea, una receta superadora, mientras que las personas pobres o discapacitadas, o las víctimas de injusticias o calamidades no suelen contarse entre los destinatarios de esta propaganda.

En esas terapias de bienestar se pueden obtener muchos consejos útiles sobre cómo gestionar el tiempo, descansar, hacer amigos, negociar, sosegarse, controlar nuestras obsesiones, pero probablemente no “la felicidad”.

Suele distinguirse entre la alegría como emoción, que puede ser intensa y pasajera, y la felicidad, que es la meta de la vida, la tendencia finalista que mantiene nuestro ánimo arriba de manera más o menos constante en el proceso de realización personal. Acto o estado, la sucesión de momentos alegres hace llevadero el camino, y el horizonte luminoso promueve sensaciones de alegría una y otra vez. En Invitados a un banquete los usaré indistintamente, no en el sentido técnico de la psicología, sino en una acepción existencial y espiritual.

Como veremos, la felicidad se consigue mientras uno está ocupado en amar. Como dice Victor Frankl: «La felicidad no puede ser obtenida queriendo ser feliz. Tiene que aparecer como consecuencia no buscada de perseguir una meta mayor que uno mismo». Es más, si el proyecto de la vida que estamos desarrollando está guiado por el amor, ya estamos siendo felices, y sólo nos resta darnos cuenta de que lo somos. La alegría de actualizar la alegría.

Un importante escritor inglés cuenta en el prólogo de una voluminosa novela que la empezó a escribir en un barco y la siguió escribiendo en un pequeño cuarto de hotel sin ventanas, caluroso y oscuro, para acotar que las grandes incomodidades contribuyen a producir grandes obras literarias. No es esa mi pretensión, pero sí puedo decir que escribir sobre la alegría tiene para mí algo de combate, de búsqueda ardua, de encontrar los argumentos y las mejores formas de expresarlos.

Claroscuro

He aprendido que escribir un libro es como emprender un viaje. Hay un costo inicial antes de embarcarse. Decidirse a escribir y empezar a hacerlo es, probablemente, lo que más cuesta. Hay que tener una idea, un objetivo, un propósito. Emprendo el viaje largo y cansado, en el que espero sumar experiencia y deleitarme, pero también vaticino momentos de zozobra e incertidumbre, sólo si tengo una buena razón para hacerlo. Lo primero es contar con un plano, por básico que sea, y trazar un itinerario. Luego la concreción del viaje siempre resulta distinta de lo planeado, más rico el territorio que el mapa. El trayecto mejora el proyecto. La redacción del libro es un viaje para el autor y, una vez concluido, le propone un viaje al lector.

En el caso de Invitados a un banquete, partí de una idea. La idea es la de comprender la vida cristiana como una fiesta, como una celebración: un banquete, imagen repleta de significados, muy presente en los Evangelios. El propósito es contribuir a una idea de la alegría de la vocación cristiana que aliente a una renovación interior. El itinerario, como en toda fiesta, incluye tres momentos: prepararse para la fiesta, vivir la fiesta y salir enriquecido de ella. Escribo, en primer lugar, para mí. Para recopilar, ordenar e internalizar algunas ideas propias y ajenas que me puedan ayudar a asumir más plenamente el camino a la felicidad que implica la vocación cristiana: imitar la vida plena de Cristo hasta entrar en el gozo del Señor. El libro propone un viaje al lector: de invitado a anfitrión. “Invitación” se refiere a la vocación cristiana, como preparación de una fiesta; “Banquete”, se refiere a cómo vivir y propagar la fiesta; “Hospitalidad”, se refiere al tránsito de ser huéspedes a ser anfitriones en nuestro corazón.

Me dirijo a cristianos, sobre todo jóvenes: adultos jóvenes que están empezando su proyecto de vida profesional, familiar, social, y tienen un proyecto, quizás más impreciso e indeciso, de vida cristiana. Y también a cristianos de más edad, que guíen a jóvenes (padres, educadores, dirigentes de diverso tipo) y quieran renovar su propia vida cristiana.

Dicho lo dicho sobre la alegría de Dios que nos vino a traer Jesucristo, enseguida hay que decir que esa alegría está apoyada sobre una superficie marcada por el dolor. Todas las fiestas que jalonan el calendario litúrgico y que sirven de faros para nuestra vida cotidiana resultan ambivalentes. La Navidad nos recuerda que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, pero también que en la Encarnación «la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron» (Jn 1, 5). La alegría de los ángeles, los pastores, José y María viene matizada por el hecho de que Jesús haya tenido que nacer en un establo para animales, porque no había lugar para Él en las posadas de Belén. Desde entonces, Jesús no tendrá dónde reclinar la cabeza: «Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada, ni siquiera el lugar donde reposa se nos ha ido» (San Josemaría, Vía Crucis, 14).

«Yo vine a la tierra para padecer», le hace decir al Niño Dios un villancico recopilado en la provincia de Salta de Argentina. Efectivamente, tres días después de Navidad, el 28 de diciembre, la Iglesia conmemora a los Santos Inocentes, los niños de Belén menores de dos años que Herodes mandó matar para asegurarse de acabar con el recién nacido Rey de los Judíos. Con la amenaza de esta matanza, la Sagrada Familia emigró a Egipto para instalarse en una nación extraña con toda la incomodidad que eso implica.

En su vida pública Jesús sufrió hambre, sed, cansancio, sueño, y, sobre todo, incomprensión, traición, persecución y, finalmente, tortura y muerte en cruz. La Pascua, la gran alegría de la Resurrección, ese paso de la muerte a la vida, supone la Pasión.

La felicidad cristiana incluye al dolor, tiene poco que ver con panaceas como el nirvana del budismo zen o con el hedonismo actual, que buscan suprimir todo sufrimiento. La “ataraxia” que buscaban tanto los estoicos como los epicúreos griegos, esa disposición imperturbable del ánimo, sólo se alcanzaría amputando las pasiones y las emociones más intensas. Ese aletargamiento puede producir un estado temporal de quietud, pero estará siempre amenazado por las dificultades que comporta cualquier vida y es poco compatible con el amor.

El cristiano busca y protege la paz del corazón, necesita descansar y también disfrutar, y de todo eso vamos a hablar en este libro. Pero la ausencia de sentimientos y de ocupaciones es anti-vital, conduce a una vida de baja intensidad. Parecería exigir que el amor y la responsabilidad por los demás se diluyan en una vaga compasión que no altere el propio oasis. El hombre vivo es un ser en equilibrio provisorio, que siempre está saliendo y volviendo a recuperar la homeostasis, el ambiente interno estabilizado.

Una felicidad que se conciba a sí misma como huida del dolor y las contrariedades que vienen aparejadas con la vida de relación social, entendida como isla feliz, es poco duradera porque el desgaste del propio cuerpo o de las relaciones con los demás siempre llega. Pero, sobre todo, es un concepto egoísta y, tal vez, quien se encerró en su paraíso personal no tenga a nadie que lo quiera de verdad cuando sea él quien necesite de la ayuda del prójimo, cuando caduque el plazo fijo del bienestar. La noción hedonista de felicidad que hoy prevalece siempre está amenazada por el sufrimiento propio que puede llegar o el que ya le ha llegado a quienes nos rodean.

Cuanto más se protege el propio confort, cuanto más se intenta tabicar el bienestar personal para que no entren los múltiples padecimientos que lo rodean, menos se consigue la felicidad. La felicidad se experimenta cuando se está empeñado en alcanzar la meta que uno descubre que Dios le ha señalado para su vida. Tiene una estructura paradojal: más se busca ansiosamente, menos se consigue. Sucede como con el insomnio, más ansioso se pone uno por no dormirse, menos se duerme. Es que la felicidad no es la meta, es el resultado de procurar la meta. Adviene por un rodeo.

Todos desean la felicidad, pero no es la búsqueda de la felicidad lo que nos hace felices. Lo que nos hace felices es el amor. Es lo único que explica a la vez la alegría y el dolor, es lo único que tiende un puente de sentido entre las cimas y los valles de nuestra vida.

Dios es amor. Nos creó por amor para que participemos de su amor. La vocación cristiana es el camino específico, que Dios le hace ver a cada uno, para llegar a la gloria, esto es: a participar de la misma vida de Dios. No conocemos las dificultades y las confusiones que nos esperan en el camino, pero sabemos que llegarán. ¿Es posible la alegría y la paz mientras se avanza por ese camino que la espiritualidad ha pintado siempre como ascendente, trabajoso? ¿Es posible gozar en medio de la lucha ascética?

No sólo es posible y necesario tener momentos de sosiego, de plenitud, auténticas fiestas en las que experimentamos una profunda conexión con Dios, con el prójimo, con la vida, sino que esos momentos se pueden multiplicar, es más: los momentos de contradicción pueden volverse también festivos. Para recordar eso escribo este libro.

En Unateoría de la fiesta, Josef Pieper cita una frase de Nietzsche: «No es muestra de habilidad organizar una fiesta, sino dar con aquellos que puedan alegrarse con ella». No sé si ustedes habrán tenido la experiencia de sentir, en un momento de lucidez en medio de una fiesta alocada, que pocos de los participantes lo están pasando realmente bien, algo que resulta insultante.

Hay un entretenimiento para niños en las ciudades de veraneo de mi país que se llama “el tren de la alegría”. Se trata de un transporte colectivo con forma de un pequeño tren que pasea a los niños por la ciudad, acompañados por animadores y animadoras disfrazados de personajes de Disney, con música de feria a todo volumen. Pareciera que los adultos y el ambiente están haciendo lo imposible para festejar, pero a los pequeños se los ve más bien serios. Y es como si fuera obligatorio estar contento en ese viaje, porque se ha pagado un pasaje por la infraestructura puesta al servicio de ese rapto de entusiasmo y carcajada.

Hay servicios de turismo que brindan alojamiento en playas soñadas del Caribe, acompañando la visita con toda suerte de atractivos de gran impacto, “all inclusive”, según el plan y la tarifa que se haya escogido: spa, mayordomo asignado, golf, surf, excursiones de aventura, bailes, shows. Cada evento es más intenso que el anterior, una sorpresa tras otra, para que la diversión no decaiga. La lógica de este estilo festivo de vacaciones no parece ser la de la ralentización de la vida frenética del resto del año. Me da pena ver llegar algunos chicos alcoholizados de las discotecas los domingos a la mañana, como si el alcohol estuviera automáticamente asociado a la idea de la fiesta, como un pasaporte al descontrol que requiere de desinhibición y fuga de la realidad.

¿Cuál es el problema de ese tipo de experiencia festiva? Al tratarse de un momento recortado del resto, una evasión, un paréntesis moral, hay una ansiedad por disfrutar, una obligación de aprovechar intensamente el entretenimiento, un paradójico imperativo de diversión, estimulado por los organizadores y los demás participantes de la fiesta que parecen estar en el paroxismo.

Divertirse hasta morir llamó un profesor estadounidense a un libro suyo en el que denunciaba que el valor diversión se había impuesto en la educación, en la cultura y en la política. Con frecuencia cuando le pregunto a un alumno qué tal resultó la clase, responde: «Divertida». La palabra diversión viene del latín divertere, que quiere decir girar en dirección opuesta, alejarse, entretenerse, y se compone del prefijo di (que indica separación) y el verbo vertere (dar vuelta). Divertirse es tanto como salir en dirección opuesta a la realidad de sí mismo, verterse hacia afuera. Hay que ver cómo las palabras pensaron por nosotros muchas cosas.