Islas de calor - Malu Furche R. - E-Book

Islas de calor E-Book

Malu Furche R.

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Beschreibung

La crisis climática se sale de control. El aumento de las temperaturas transforma las sociedades y fuerza a un cambio de vida radical. El agua es un tesoro, la sombra una salvación, la noche el nuevo día y el día un espacio prohibido por el toque de queda militar.

Un fenómeno dentro de este mundo caótico son los puntos donde los edificios y el concreto atrapan el calor e impiden su liberación. Esas “Islas de calor”, como los relatos de este libro, contienen el abandono y la incomunicación de quienes sufren, los intentos de la población por refrescarse como sea o el aprovechamiento de los desalmados para sobrevivir. Mientras las piezas de la ciudad se reordenan en este infierno, un incendio espontáneo consume el cerro hasta la altura de la Virgen, desatando algún tipo de superstición.

En este primer libro de cuentos, valiéndose de una escritura ágil y concisa, Malu Furche R. explora un mundo que aún no acaba y que agoniza lentamente como sus habitantes, capaces de adaptarse incluso a una tragedia universal.

* * *

Malu Furche R. (Temuco / 1988)

Máster en Escritura Creativa en NYU, Directora Audiovisual y Licenciada en Estética en la Universidad Católica. Ha sido guionista en proyectos para cine y televisión, entre ellos el documental Robar a Rodin y la serie infantil Zander, de la que también coescribió el libro. Junto a un grupo de amigxs creó el podcast Tufillo de Poeta. Actualmente, codirige el cortometraje Petra y el sol y escribe el guion de uno de los cuentos de este libro para estrenarlo como un cortometraje en 2022.

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La crisis climática se sale de control. El aumento de las temperaturas transforma las sociedades y fuerza a un cambio de vida radical. El agua es un tesoro, la sombra una salvación, la noche el nuevo día y el día un espacio prohibido por el toque de queda militar.

Un fenómeno dentro de este mundo caótico son los puntos donde los edificios y el concreto atrapan el calor e impiden su liberación. Esas “islas de calor”, como los relatos de este libro, contienen el abandono y la incomunicación de quienes sufren, los intentos de la población por refrescarse como sea o el aprovechamiento de los desalmados para sobrevivir. Mientras las piezas de la ciudad se reordenan en este infierno, un incendio espontáneo consume el cerro hasta la altura de la Virgen, desatando algún tipo de superstición.

En este primer libro de cuentos, valiéndose de una escritura ágil y concisa, Malu Furche R. explora un mundo que aún no acaba y que agoniza lentamente como sus habitantes, capaces de adaptarse incluso a una tragedia universal.

Malu Furche R.

Islas de calor

La Pollera Ediciones

www.lapollera.cl

A mi Spullcita

Some say the world will end in fire,

Some say in ice.

From what I’ve tasted of desire

I hold with those who favor fire.

– Robert Frost

Vivir así

Zumban las moscas, pesa el aire, es fin de año. Mónica abre los ojos y lo primero que ve es la mano de Pastora refregándole una toalla húmeda en la frente. Observa cómo sus dedos van y vienen hacia su rostro. Qué ganas de morderlos, piensa medio dormida. Lástima no tener puestos los dientes postizos. Para darle más trabajo, le rechaza el desayuno, el almuerzo, la cena. Su presencia la agota. Qué molesto es verla instalada en el balcón leyendo los libros de su marido muerto, tomando Coca-Cola normal, si ya está tremenda. No soporta escucharla cantar, murmurar, ni que se queje del bochorno o suspire lastimosa al lado de ese ventilador que solo mueve polvo.

Para ninguna de las dos ha sido fácil: una semana completa de una ola de calor roja y dura, que no descansa ni cede. Como si de un momento a otro se hubiera posado un radiador en, o sobre, o bajo la ciudad. No había existido un diciembre con 40 grados siete días seguidos. Mónica quiere transpirar, pero el sudor ya no corre por su piel delgada y transparente, y cada vez que pestañea los párpados se pegan más a sus ojos secos. Siente arena en su boca. Se está transformado en un desierto, lo sabe. Pero está decidida: de su empleada no aceptará nada. Es una victoria que se quiere guardar.

Pastora no se preocupa. La conoce bien: cincuenta y cuatro años y ocho meses juntas, son cincuenta y cuatro años y ocho meses juntas. Lee con seguridad las escenas de su señora. Sin ir más lejos, hoy notó el enojo en sus manos tiesas, mandíbula temblorosa, frente arrugada, mirada minúscula. Podría apostar todo lo que no tiene a que se le pasará apenas le dé un poquito de hambre, pero el hambre no llega, la rabieta no se pasa, y menos mal que Pastora no apostó porque hubiera perdido todo lo que no tiene. Para no sentirse inútil ni mezquina, en ese orden, intenta hidratarla, darle papilla, humectarle el pecho. En cambio, una y cada vez choca contra el muro de concreto que es su señora Monita.

Empieza la noche y, ¡al fin!, la temperatura cede un poco. En la misma pieza, Pastora se pone su vestido favorito, uno sin mangas, de lino fucsia que desteñido y todo le parece hermoso. Se cambia frente a su jefa, qué más da, se han visto enteras. De un cajón saca rímel y rubor. Se maquilla sobria porque teme que la transpiración le corra el maquillaje. Se hace una cola de caballo bien pegada a la cabeza, a ver si se le estiran un poco las arrugas. Se echa unas gotas de un perfume dulzón alrededor del cuello. Aprovecha el impulso, y unas gotitas más en las axilas amontonadas, porque el desodorante le está fallando. Para terminar presiona los rollitos que se escapan por el costado del escote, y los mete dentro del vestido. Está contenta y apurada: la fiesta en el salón del edificio contiguo ya empezó.

—Aquí hay agüita para cuando le dé sed —Pastora deja un vaso en el velador con cuidado—. Y en la cómoda están sus revistas, si se aburre se para a buscar una. Le va a hacer bien caminar, que no está de más mover el cuerpo, ¿sabe? ¡¿Cómo me va a empezar el año así?! —grita ahora, segura de que la otra está sorda y, antes de cerrar la puerta por fuera, agrega:— ¡Feliz año, señora Monita! Este que viene será nuestro.

—Vieja pilla —susurra la otra, pensando que su empleada pudo esforzarse y meterle la comida a la fuerza por más que ella se negara—. Me quieres muerta, canalla —se para con toda su fuerza y siente que su cuerpo no aguanta y cae en seco a los pies de la cama.

A las cinco de la mañana Pastora vuelve risueña y despeinada. La fiesta le hinchó el cuerpo, parece vestida a presión. Tiene líneas de sudor marcadas en la ropa, justo donde se le acumula la grasa. En cuanto ve a Mónica tirada en el suelo, se le escapa un grito que casi raja el lino del vestido. La vieja tiene el rostro encogido y bilis a un costado. No, no, no, no. NO, repite Pastora como si ayudara en algo. Se agacha despacio, los huesos de sus rodillas se mueven como una máquina mal aceitada. Acerca su oreja a la nariz de su patrona. Se alivia cuando siente la respiración. La recoge como puede y la deja sobre la cama. Corre al único teléfono de la casa, a tres piezas de la pieza de Mónica, y llama a una ambulancia que no llega. Trata otra vez y nada. Y otra más. Parece que el mundo se ha olvidado de ellas.

A la mañana siguiente Pastora prueba suerte con los doctores de la familia. Ninguno está disponible. Busca en la guía algún médico y tampoco pueden atenderla. Con la ola de calor la demanda ha crecido ridículamente, más vale no enfermarse de nada. ¿Cómo la voy a llevar al hospital yo sola? Si la muevo la quiebro, piensa angustiada. Sin muchas ganas intenta hablar con Lucía o Inés, las hijas de su jefa, pero no contestan. Está a punto de llorar, y entonces tiene una idea. Se comunica con la secretaria del nuero de Mónica y santo remedio: en un par de horas tocan el timbre, revisan a la anciana, le inyectan suero y dan remedios para la presión y el corazón. Que cuánto es, pregunta Pastora con la cartera de Mónica en la mano. Que no se preocupe que está todo pagado, le responden.

Cuando se quedan solas otra vez Pastora se para en el balcón de la pieza que da justo a la calle. El horizonte vibra a lo lejos, es blanco y saturado. Aunque el aire está caliente, respira profundo y deja que le entibie la nariz. Ahora que volvió la calma, tiene tiempo de escribir las resoluciones de año nuevo, hay que conservar los ritos. En su cuaderno de hojas cuadriculadas anota con letra de niña y caligrafía impecable: comer mejor, recuperar a los niños, que no se me muera la patrona.

Pastora arrastra su colchón a la habitación de Mónica. Sábanas no lleva, porque en estos días nadie se tapa. Cojines sí, ya que no hay mejor sacrificio que el que se hace cómoda. Queda exhausta. Se mete unos hielos en el escote para enfriar el cuerpo y el agua entre los pechos le hace cosquillas. Luego lleva su radiocasete a pilas, porque la vieja no habla y ella le teme al silencio. Además, así podrá mantenerse informada del fenómeno climático y escuchar tranquila a su Camilo Sesto. Como le gusta dejar lo mejor para el final, al terminar descuelga el abanico más caro de la colección de Mónica. Se siente como nueva con él en la mano. Lo usa para ventilar los transpirados pliegues de su cuerpo hasta llenar el vacío de sus días.

2

El día en que Mónica se casó con Pedro, su primo insípido y bonachón, decidió que se llevaría a Pastora con ellos. Se conocían de niñas, la muchacha trabajaba en el fundo de su familia, era afanosa y perfeccionista; ideal para mantener el palacete en el centro de Santiago, recién heredado como regalo de matrimonio. Incluso tenían cosas en común: odiaban las matemáticas, la leche caliente y la varilla con que su papá les pegaba cada vez que algo le parecía incorrecto. Después de todo, Pastora era lo más parecido a una amiga que tenía.

Pastora se entusiasmó con salir del campo. Tenía dieciséis años y planes claros: estar un rato con el matrimonio, ahorrar lo suficiente y renunciar para estudiar pedagogía.

Pero en Santiago solo le sucedió Pedro.

Resultó que el primo de Mónica no era tan bonachón como parecía: al joven le interesó de inmediato su empleada de cuerpo carnoso, ojos dormilones, sonrisa de dientes chuecos y manos rápidas. De tanto observarla, descubrió cómo le brillaba la mirada con las historias que él le contaba, mejor si tenían muchos personajes. Para acercarse un poco más, comenzó a prestarle todos los libros de literatura rusa que compraba en sus viajes de trabajo. Pastora agradecía la consideración de su patrón, y su cuerpo disfrutaba las miradas que él le clavaba cuando ella fingía no enterarse. Para avivar el fuego, si tenía oportunidad, lo rozaba fuerte o despacio, rápido o lento, sin querer o con querer, hasta sentir que su piel se crispaba.

Para Mónica, en cambio, la minucia cotidiana con Pedro resultaba indiferente. Lo miraba poco, escuchaba lo necesario y solo se dejaba besar o tomar del brazo en ocasiones especiales, como un bautizo o una comida familiar. Por decisión de ella, tampoco compartían pieza: el problema aparecía cuando él tocaba su puerta y se acostaba en su cama. Mónica se ponía tiesa como palo ante cualquier caricia que pudiese terminar en sexo. Aun así, se obstinó en que su matrimonio funcionase y durante años se dijo a sí misma que su compromiso con Pedro era voluntad de Dios, que lo amaba y que no rompería nunca el sagrado vínculo que los unía. En términos prácticos, la manera de seguir adelante con lo que ella consideraba sus deberes conyugales fue un frasco de vaselina, que le había regalado su madre a los pocos días de casada. Mónica pensó que no lo necesitaría, pero luego de penetraciones ásperas, ardor y llanto, se cansó. Antes de probarlo lo trasvasijó a una botella con flores violetas que decía «Agüita de lavanda». Fue un acto pudoroso, no tanto por Pedro, sino por Pastora, la única que tenía acceso a su baño. Qué diría la empleada si se enteraba. Desde entonces, cada vez que el sexo se volvía inevitable, corría al baño, cerraba la puerta, se desvestía y esparcía vaselina mientras encomendaba su cuerpo a Dios rogando una pronta fecundación. Con el tiempo, incluso estableció su propio ritual: se miraba al espejo, apretaba los pezones y masturbaba rápido. Gracias a eso podía sortear el sexo pensando en otras cosas, como la trama de un libro, arreglos en la casa, su colección de revistas. Y apenas Pedro soltaba su inconfundible gruñido orgásmico, ella gritaba: ay, ay, ay, sí. ¡Ay!, y daba por cerrado el asunto.

Cuando Pedro al fin se decidió a visitar la pieza de Pastora, la encontró acostada, leyendo uno de los libros que él le había pasado. Pedro se tiró sobre la cama, le tapó la boca, levantó el camisón e intentó correrle el calzón. Ella le mordió el hombro, arañó la espalda y pegó con el libro en la cabeza. Se quedaron callados e inmóviles hasta que él se durmió. Pastora no pegó un ojo en toda la noche y se dedicó a observarlo. Antes del amanecer se había convencido de que era un hombre fuerte y hermoso, y que el arrebato había sido su culpa por provocarlo.

Por la mañana Pastora se dedicó a evitar a Mónica. Si la sentía cerca iba a otro lado, si la llamaba fingía no escuchar. Pero a mediodía se encontraron de frente en la cocina. Su patrona la miró de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba varias veces.

—¡Partiste a dormir! —le dijo.

—¿Por qué, señora Monita?

—Bien sabes.

Pastora se sintió helada, agujas le atravesaron las mejillas.

—Mírate la cara, mujer, estás horrorosa.

—No pasé buena noche.

—Me dijo Pedro.

—¿¡Cómo dice!?

—Vio la luz de tu pieza prendida tarde. No te quedes leyendo, por favor. Ahora ándate a dormir o te despido, que no te aguanto los días en que estás así de fea.

Esa misma noche Pastora quiso que Pedro volviera a su habitación, pero de él no hubo rastro. Esperó dos días y nada. Al tercero no aguantó y partió a la pieza de su patrón. Se tumbó sobre su cama y le tapó la boca con la mano firme. Él no quiso gritar.

La primera vez de Pastora había sido con un amigo de la escuela y sin muchas ganas. Cedió a la insistencia del chico y ni siquiera se dio cuenta en qué momento había empezado ni terminado el trámite. Con Pedro decidió que sería distinto: disfrutaría. Después de algunos encuentros torpes, le propuso un acuerdo: si ella tenía ganas, la puerta estaría entreabierta y él podría pasar; si no, tendría que aguantarse. Y aunque con ella era difícil saber, él probó suerte casi todas las noches.

En cuanto a Mónica y Pedro, el sexo se limitó a fines reproductivos que no fueron fáciles, pues no hubo embarazo hasta que cumplieron doce años de matrimonio. Una noche en que según sus cálculos estaba fértil, Mónica se llenó de vaselina, fue a la habitación de su marido y la encontró vacía. Guiada por lo que más tarde denominaría su instinto implacable, caminó hacia la puerta de Pastora. Desde el pasillo los escuchó reír, hablar de un libro, tener sexo. Ella se quedó hasta el final y pensó que su empleada no fingía un ay, ay, ay, sí. ¡Ay!; Pastora se desgarraba de verdad.

Mónica evaluó la situación un par de semanas y decidió no dejar a su primo. Por más que hubiese tratado de convencerse, sabía que no lo amaba ni por asomo. Tampoco esperaba algo de su parte, en honor a la verdad ni si quiera estaba sorprendida. Le parecía un romance repetido, evidente y aburrido. Pero separarse era una derrota y requeriría mucho más esfuerzo que mantener su vida tal cual. Hasta existía la posibilidad de tener que casarse otra vez, y no. Eso sí que no. En cuanto a Pastora, sí lo sintió como un golpe bajo. Nunca la consideró una amenaza, la imaginaba fiel hasta el último de sus días. Estuvo a punto de despedirla, pero comulgó con la idea de que es mejor diablo conocido. Si querían dormir juntos, no era su problema, aunque la traición no se la llevaría gratis la sinvergüenza. Decidió hacerla sufrir con sus palabras cada vez que tuviera oportunidad, sabía que su empleada era de lágrima fácil.