Ivanhoe - Walter Scott - E-Book

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Walter Scott

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Beschreibung

Como Wordsworth, Scott tuvo que crear el gusto para su obra. Descubrió que no hay romance como el romance de la vida real. Como escritor, trató de reconciliar para el lector todas las variedades de la naturaleza humana, y la historia del arte le ha correspondido transformando "Ivanhoe" en novelas, óperas, musicales y películas que han mantenido inalterable el favor del público hacia una obra que representa, en palabras de Heine, la corona nupcial del mundo de lectores.

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Seitenzahl: 1001

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Walter Scott

Ivanhoe

Edición de Antonio Lastra y Ángeles García Calderón

Traducción de Antonio Lastra y Ángeles García Calderón

Contenido

Introducción

Esta edición

Bibliografía

Ivanhoe

Introducción a «Ivanhoe»

Volumen I

Advertencia

Epístola dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Volumen II

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Volumen III

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Créditos

Introducción

Lythe and listen, lordings free

La entrada anónima sobre Scott, Sir Walter, 1ST BARONET en la última edición de la Encyclopaedia Britan- nica es relativamente breve. De acuerdo con ella, necesitaríamos saber que Walter Scott nació en Edimburgo el 15 de agosto de 1771 y murió en su casa de Abbotsford, en Roxburgh (Escocia), el 21 de septiembre de 1832. Poeta, historiador y biógrafo, suele ser considerado el inventor de la novela histórica y su principal representante. Hijo de un jurista y de la hija de un médico, Scott fue desde su infancia un atento oyente de las historias de la frontera escocesa que le contaban sus parientes y un voraz lector. Su memoria era prodigiosa, especialmente para la recitación de poesía. A la apreciación de la belleza natural del paisaje unió muy pronto su valor como escenario histórico. Recibió una educación convencional con la perspectiva de convertirse, como su padre, en magistrado (lo que, de hecho, sucedería), aunque al ambiente de los tribunales prefiriera la lectura en diversas lenguas —llegaría a traducir Götz von Berlichingen de Goethe y a leer Don Quijote en español y a Ariosto en italiano— que alimentaba sus aspiraciones de convertirse en escritor. Tras un desengaño amoroso, Scott se casó en 1797 con Charlotte Carpenter (nacida Charpentier), hija de un émigré de la Revolución Francesa. En 1796 publicó varias traducciones del alemán y el francés y empezó a recopilar baladas tradicionales. Fruto de ese trabajo, entre 1802 y 1803 aparecería en tres volúmenes Minstrelsy of the Scottish Border, donde trataba de restaurar o fijar mediante la escritura el carácter oral de las composiciones originales. El éxito de la obra lo llevó a publicar el poema narrativo The Lay of the Last Minstrel en 1805, cuya estructura repetiría en Marmion (1808), The Lady of the Lake (1810), Rokeby (1813) o The Lord of the Isles (1815), entre otros. En paralelo a esas publicaciones, que le granjearían cierto renombre en los círculos literarios, Scott emprendió ediciones monumentales de las obras de John Dryden y Jonathan Swift. Sin embargo, el acontecimiento más importante de ese período de su vida, que marcaría toda su trayectoria posterior, fue la asociación con el impresor y editor James Ballantyne, un antiguo compañero de colegio, y su irresponsable hermano John, a quienes Scott salvaría de la bancarrota en 1814. Él mismo había contribuido a sus apuros financieros con la construcción de su casa de Abbotsford, que se convertiría poco a poco en un inmenso almacén de antigüedades y donde Scott ejercería una generosa hospitalidad señorial. Consciente de que el éxito de sus poemas narrativos no podría perdurar, así como de la creciente rivalidad de lord Byron (con quien intercambiaría hasta su muerte una correspondencia llena de mutua estima)1, Scott retomó la redacción de un proyecto novelesco que había esbozado años antes y que se convertiría en el ciclo de Waverley —por el título de la primera novela, publicada en 1814—, en el que su talento como storyteller encontraría un terreno abonado. Guy Mannering (1815), The Antiquary (1816), la serie de Tales of My Landlord —que comprende una obra maestra como The Tale of Old Mortality (1816)— o The Heart of Mid-Lothian (1818) convirtieron a Scott, en efecto, en el representante por antonomasia de un género literario nuevo: la novela histórica2. «Fue uno de los raros y felices casos de la historia literaria —anota la entrada de la Encyclopaedia—en que algo original y poderoso es inmediatamente reconocido y disfrutado por un público amplio.» En 1819, Scott experimentaría los primeros síntomas de cansancio. Ivanhoe —dictado a un amanuense ese mismo año en apenas unas semanas y publicado con fecha de 1820— fue la respuesta del autor a su agotamiento personal y a la previsible exhaución de la veta escocesa de sus narraciones. Con Ivanhoe ensayaría la veta inglesa, que explotó hasta la publicación de The Talisman en 1825. La contraposición entre la independencia de las costumbres escocesas y la mezcolanza de la que había surgido Inglaterra —entre lo que la sociología llamaría poco después la comunidad de la cultura y la sociedad de la civilización—, con la mirada puesta en el lugar que Gran Bretaña debía ocupar en el mundo posnapoleónico, daría al conjunto de su obra una ambivalencia característica3. Paradójicamente, el éxito como novelista sería la causa de su definitivo desastre financiero al acumular pagarés por sus obras en producción. En 1826, Scott asumió solidariamente la deuda de sus editores (los hermanos Ballantyne y Archibald Constable, propietario entonces de la Encyclopaedia Britannica) y dedicó los últimos años de su vida —esta vez en vano— a saldarla: a su muerte, solo había cubierto un tercio de un montante que ascendía a ciento veinte mil libras esterlinas. En 1827 desveló la autoría de sus obras en prosa, de cuyo anonimato había hecho un rasgo de estilo. (Oficialmente, Walter Scott había sido The Great Unknown,el gran desconocido de las letras inglesas a quien, sin embargo, todos reconocían ahora). «A pesar de que el interés por algunos de sus libros declinara a lo largo del siglo XX —concluye la entrada de la Encyclopaedia—, su reputación sigue siendo segura».

Las políticas de la reputación son desde luego variables o selectivas y no hay nada seguro al respecto. Por comparación, la información sobre Scott que la Encyclopaedia Britannica había ofrecido en ediciones anteriores era sustancialmente mayor y su reducción constituye una indicación de que la fama se desvanece o perfila, pero también de que no hay, por así decirlo, una constante del conocimiento literario. Lukács se daba perfectamente cuenta de lo anacrónico que resultaba presentar a Walter Scott como el gran ampliador de la épica moderna a «quienes aún se ocupan de literatura». Hazlitt había hablado ya, a propósito, precisamente, de Scott, de la probable reversión de la inmortalidad; Thomas Carlyle diría que la popularidad de Scott no sería nunca a popularity of the populace y Leslie Stephen —por mencionar a otros tres grandes lectores de Scott— señalaría el descenso de sus libros de los estantes de las bibliotecas a los pupitres de las aulas4. La undécima edición de la Encyclopaedia —considerada un hito en la historia de la publicación y de la cual se ha cumplido ya un siglo— había mantenido, por el contrario, la entrada que William Minto (1845-1903) había redactado para la novena. Minto, que llegaría a merecer una entrada por derecho propio en la Encyclopaedia, era un erudito escocés formado tanto en el estudio de la literatura como de la filosofía. (La undécima edición recogía también su entrada sobre John Stuart Mill). Su artículo, concebido cuando la reputación de Scott daba muestras de ceder ante las primeras manifestaciones del modernismo, empezaba, precisamente, proyectando hacia el futuro la genealogía que Scott había exhibido en un fragmento autobiográfico:

Mi nacimiento no fue distinguido ni sórdido. Según los prejuicios de mi país fue considerado gentil, pues yo estaba relacionado, aunque remotamente, con antiguas familias tanto por parte de mi padre como de mi madre. El abuelo de mi padre fue Walter Scott, más conocido por el nombre de Beardie. Era el segundo hijo de Walter Scott, primer laird [señor] de Raeburn, que era el tercer hijo de sir William Scott y nieto de Walter Scott, a quien la tradición solía llamar Auld Watt de Harden. Desciendo linealmente, por tanto, de aquel antiguo capitán, cuyo nombre he hecho que resuene en muchas cantinelas, y de su dama, la Flor de Artemisa: no es una mala genealogía para un ministril de la frontera.

Minto señala que ese orgullo familiar (cuyo trasunto no es difícil de descubrir irónicamente en el carácter de Cedric el Sajón en Ivanhoe) contribuiría eficazmente a su ruina, al mismo tiempo que forjaría su concepción caballeresca del deber, incluido el literario. A Scott le gustaba contar que el patrimonio de Auld Watt había quedado reducido en cierta ocasión a una sola vaca y que había recobrado su dignidad robando las de sus vecinos ingleses: en muchos sentidos, Ivanhoe será una incursión (o un hurto) semejante. En una inversión sutil de lo que inquietaría al héroe de su romance, que renegaba de la lealtad ancestral de su padre atraído por la moda caballeresca de los tiempos, Scott se rebelaría contra la decisión paterna de abandonar la antigua vida de la frontera y dedicarse al derecho justo cuando Escocia —de la mano de Adam Ferguson y Adam Smith— se adelantaba a señalar el camino que seguirían las naciones europeas. Sin embargo, el magistrado Scott aplicaría al derecho una industria puritana que su hijo heredó en su dedicación a la literatura, combinándola con la más romántica imaginación de la madre, entre cuyos antepasados figuraban varios jefes de clanes.

Scott tuvo que hacer frente en su infancia y juventud a diversas enfermedades que Minto registra minuciosamente. El reducido tamaño de su cabeza y su cojera serían siempre motivo de burla, pero Scott era de constitución fuerte y disfrutaba pasando mucho tiempo al aire libre: una de las características del romance era, de hecho, presentar la vida en el bosque como una reserva de libertad jovial. En Ivanhoe,Rotherwood y Coningsburgh, las moradas de los thanes sajones Cedric y Athelstane; Torquilstone, el castillo del normando Front-de-Bœuf, y Templestowe, la preceptoría de los templarios —en una época en que la monarquía, al contrario que la Iglesia, no parecía tener una sede apropiada—, se yerguen como reclusiones desdichadas de la alegre Inglaterra y se relacionan directamente con la esclavitud, la persecución, la tiranía y la opresión, oponiéndose así al claro del bosque donde crece el gran roble que cobija a los yeomen. Como convaleciente alejado de la ciudad en la granja de su abuelo materno en Sandyknowe, el joven Scott oiría con provecho todo tipo de historias, no muy lejos de donde habían sucedido en realidad, que luego contrastaba con las fuentes que precozmente empezaba a investigar y con las opiniones más eruditas de los amigos de su padre. Ferguson, el gran historiador de la sociedad civil (y una de las influencias menos estudiadas en la obra de Scott), solía leerle las páginas más marciales de su libro sobre la República romana. (La mención de las rutas romanas en Ivanhoe sugiere al lector que los normandos no habían sido los primeros conquistadores de la tierra; sajones y normandos se enfrentan como patricios y plebeyos y, en última instancia, es una apelación soberana —la institución de la Corona como caballería encarnada por Ricardo Corazón de León—, lo que convierte a Inglaterra en una sola nación, al contrario de lo que había ocurrido con Roma).A los seis años, Scott diría de sí mismo que era un virtuoso, «que quiere saberlo todo y lo sabrá». A los diez poseía una biblioteca casi única de documentos de la frontera. Su profesor de Latín advirtió las excepcionales dotes de Gualterus Scott para interpretar un texto difícil. Muy pronto, los anticuarios de Edimburgo empezaron a consultarle el significado de viejos manuscritos y se hizo célebre la ocasión en que, en presencia de Robert Burns, el joven estudiante de Derecho que era entonces Scott identificó la fuente de unos versos que el poeta escocés había leído. Hay que tener en cuenta, en efecto, las fases por las que iría atravesando su oficio de escritor si queremos entender adecuadamente al autor de Ivanhoe: oyente, lector, traductor, anticuario, erudito o historiador, editor y ministril son evocaciones escrupulosas de su profesionalidad, que desmienten que no estuviera lo suficientemente preparado para responder a ellas o que su escritura fuera negligente5. El estudio del derecho y la práctica como aprendiz junto a su padre —que le abrirían las puertas de la Biblioteca de Abogados de Edimburgo—, así como el ejercicio de los distintos cargos que desempeñaría a lo largo de su vida (sheriff del condado de Selkirk desde 1799 o funcionario del Tribunal de Sesiones de Edimburgo desde 1806) y que no fueron, precisamente, una sinecura, afianzaron sus convicciones sobre la justicia y su administración, inequívocamente marcadas por la idealización del partidismo tory: los «prejuicios y parcialidades de la tribu a la que pertenecía —diría Scott—, marcados por la idolatría y la superstición». A un lexicógrafo tan minucioso como Scott no podía pasársele por alto, de hecho, que tory había significado originalmente «proscrito» o «ladrón» ni que los jacobitas escoceses a los que había descrito en las novelas de Waverley o los outlaw sajones de Ivanhoe podrían recabar perfectamente el término para sí mismos, tanto como habrían podido hacerlo sus antepasados. Scott murió en el mismo año en que el Reform Bill obligaría a los tories a replantear su ideología electoral: en muchos sentidos —incluido el tratamiento del judaísmo—, Ivanhoe sería todo un programa de acción para la Joven Inglaterra de Disraeli. En cualquier caso, para los lectores ingleses a los que se dirigía explícitamente con su romance tras el final de las guerras napoleónicas, y en medio de la aversión popular al respaldo que Inglaterra daba a las potencias reaccionarias en el continente, el trasfondo político de la promulgación de la Magna Charta, que Scott, como Shakespeare en El rey Juan, eludiría sabiamente, habría quedado, de otra manera, desvirtuado. El autor de Ivanhoe no era menos traductor, anticuario, historiador, editor o ministril —e incluso heraldo de armas— que jurista o partisano, y todas esas capacidades parciales respaldaban su imaginación completa como escritor. Sus colegas en el Parlamento de Edimburgo, a quienes mostró sus primeras colecciones de baladas, le habían enseñado cómo debía captar la atención del público. Minto señala que Scott, como Wordsworth, tuvo que crear el gusto para su obra.

El procedimiento literario de Scott empezó, sin embargo, siendo mimético, como admitiría en el «Essay on Imitations of the Ancient Ballad» que antepuso como prólogo en 1830 a una nueva edición de The Lay of the Last Minstrel. Los románticos alemanes y «mi amigo Mat Lewis» —autor de la célebre novela gótica El monje— lo convencieron de que podía escribir tan bien como ellos; la traducción de Götz von Berlichingen de que podía hacer por la frontera escocesa lo que Goethe había hecho por el Rin (y, sin duda, inspiraría el capítulo del asedio de Torquilstone en Ivanhoe)6; Christabel de Coleridge —que Scott conoció de oídas gracias a un amigo común— de que su estudio de las antiguas baladas no era menos importante que los principios que subyacían a la composición de las Baladas líricas en su búsqueda de un estilo poético más sencillo y natural. Cuando los críticos de sus primeros poemas narrativos advirtieron que lo único que sobraba en ellos era el elemento sobrenatural, Scott reaccionó en seguida. En Ivanhoe, lo sobrenatural se corresponderá, en efecto, con la superstición y la comicidad: el terrible diálogo entre la sajona Urfried y la judía Rebecca —ambas acusadas de hechiceras y los personajes más connotados sexualmente en el libro— se mantiene en los límites de lo humanamente comprensible y patético, mientras que el resto de personajes se mueve, mucho menos conmovedoramente, en el elemento natural de la trama entre el paganismo salvaje de los sajones, por un lado, inmolado definitivamente en Torquilstone, el cristianismo superficial de los normandos (o el no del todo disimulado ateísmo de los templarios) y el refinado judaísmo que no encuentra su lugar en Inglaterra. (La «resurrección» de Athelstane es, obviamente, una broma de Scott digna del bufón Wamba, que esconde, sin embargo, algo más serio)7. Scott aprendió a combinar las posibilidades de la mímesis, eminentemente realista, de modo que la imitación de la antigüedad de los ministriles fronterizos fuera compatible con la imitación de las unidades clásicas de tiempo, lugar y acción que los novelistas del siglo XVIII habían mantenido y que será otro de los grandes aciertos de Ivanhoe.

Pero también sería mimético el modo de vida de Scott. La construcción de la casa de Abbotsford respondía al ideal de ministril y bardo de clan, e incluso de laird feudal, que se había forjado y al que sería fiel, hasta la fatalidad, durante toda su vida. Junto a esa exageración, encontramos, sin embargo, frenos que provienen de un aprendizaje que no se interrumpiría nunca: en medio de la fama que The Lay of the Last Minstrel le había proporcionado, las ediciones ya mencionadas de las obras de Dryden y Swift y, especialmente, de los Somers Tracts y los State Papers and Letters of Sir Ralph Sadler profundizarían su conocimiento de la literatura e historia británicas, tanto escocesas como inglesas. El anonimato en la publicación del ciclo de Waverley sería, sin embargo, su mayor muestra de prudencia o cálculo a la hora de contrarrestar la impresión de exuberancia que la producción de sus obras causaba a sus contemporáneos y que acabaría por plantear la objeción de facilidad y debilidad argumentales. Minto se hace eco de los «murmullos de insatisfacción» que The Monastery (1820) —la novela inmediatamente posterior a Ivanhoe— suscitaría incluso en el público más favorable a la recepción de sus obras.

Abbotsford, cromolitografía (Morris, Country Seats, 1880).

La catástrofe de 1825 pondría a prueba la veracidad de esa impresión. «Cómo se rebeló el orgullo de Scott contra el deshonor de la bancarrota, cómo se afanó durante el resto de su vida por saldar su enorme deuda, declinando todos los ofrecimientos de ayuda sin pedir a sus acreedores otra consideración que tiempo y lo cerca que estuvo de lograrlo es uno de los capítulos —anota Minto— más familiares en la historia literaria y sería uno de los más tristes de no ser por el heroísmo de la empresa»8. A ese período corresponde la edición conjunta de sus obras comenzada en 1829 —la Magnum Opus,que sería su favorita—, para la que redactó una serie de prólogos que manifiestan una serenidad y perspicacia inesperadas en quien se veía obligado a escribir casi exclusivamente por necesidad. En la literatura en lengua inglesa, solo Henry James puede ofrecer un ejemplo parecido del escritor capaz de leerse retrospectivamente a sí mismo9. El colapso llegaría a finales de 1831, cuando Scott creyó, víctima de la demencia, haber saldado su deuda. Moriría menos de un año después con esa creencia10.

La detallada entrada de Minto, en la que aún puede captarse la simpatía por el autor, además de la apreciación imparcial de la obra, contrasta desde luego con la escueta nota anónima de la última edición de la Encyclopaedia. Sin embargo, la relación de Scott con la Encyclopaedia Britannica esconde una clave de lectura adicional para la comprensión de su obra —peculiarmente de Ivanhoe— que va más allá del hecho anecdótico de que el editor de la Encyclopaedia y el de las novelas de Waverley fuera el mismo, Archibald Constable, y de que esa asociación estuviera marcada por la ambición de Scott de influir también en el curso político de los acontecimientos (o de su utilización para fines innobles) y acabara siendo ruinosa para Scott. Constable encargó a Scott una serie de artículos para el Suplemento de la quinta edición de la Encyclopaedia, que se publicaría entre 1816 y 1824. Los artículos de Scott versarían sobre la caballería, el romance y el drama11. Los dos primeros, entre los cuales se sitúa la concepción y publicación de Ivanhoe, son cruciales, especialmente el ensayo sobre el romance. (Balzac fue de los primeros en advertir que Scott había aportado el diálogo a la novela, tomándolo directamente del drama.)La importancia de la caballería para Scott se reflejaría en su opinión de que, «exceptuando solo el cambio que siguió a la introducción de la religión cristiana, no conocemos ninguna otra causa que haya producido una diferencia tan general y permanente entre los antiguos y los modernos como la que proviene de la institución de la caballería». Scott estudiaría en consecuencia la caballería «más como filósofo que como anticuario» y, en efecto, el aspecto institucional dirige su atención y la del lector en paralelo a la «autoridad irrefragable» de Don Quijote. La institución de la caballería, nacida en los bosques de Alemania y extinguida con el auge de las ciudades, será estructural en Ivanhoe: el caballero por excelencia —el rey Ricardo— y el héroe del romance —Ivanhoe— tendrán que pasar por la experiencia desorientadora y transfiguradora del bosque, donde uno podrá revelar su identidad soberana y el otro recapacitar sobre la recuperación de su salud. Scott pondría en tela de juicio su propia noción de la caballería en el diálogo —uno de los más logrados del libro y que cumple con todas las exigencias de la representación dramática— que Ivanhoe mantiene con Rebecca durante el asedio de Torquilstone: a las razonables y más que humanas objeciones de la judía al horror de la lucha, Ivanhoe opone la gloria irracional que depara. Scott divide así las pasiones encontradas de la devoción y el amor que la caballería debía reunir en un solo pecho. El deterioro y la degradación de la institución caballeresca —que Brian de Bois-Guilbert simboliza tanto como el propio Ivanhoe, cuya ausencia durante la mayor parte de la narración, así como su condición de desheredado o desdichado y su dolencia, insinúan que no es el auténtico protagonista—, junto a su fascinación permanente, será uno de los motivos del romance. El sistema de la caballería forma la parte central del celebrado medievalismo de Scott que, sin embargo, se derretiría como una hermosa y fantástica pieza de escarcha con los rayos del sol, por decirlo con su propia metáfora. Sus efectos habría que buscarlos, según Scott, en el sentimiento de respeto por la mujer, que sublima el deseo; en la indulgencia y el decoro sociales que encubren o contienen la violencia y que Scott destruiría en los capítulos previos a la toma del castillo; en la obligación de decir la verdad y ser corteses o en la ilegitimidad de lesionar el honor de una persona sin hacerse responsable por ello. En Ivanhoe, la apelación al juicio de Dios y el desafío mortal del templario con el protagonista han de ser leídos al trasluz de su vinculación con Rebecca —de la «legítima essoine de su cuerpo», como literalmente dice Scott— e interpretados, por tanto, como una superación de la institución de la caballería tan poderosa como la melancolía cervantina. Scott sabía que, para conservar lo esencial, era preciso que lo innecesario se desmoronara. Esa era la fragilidad del pasado a la que aludía Henry James12.

Robert Taylor y Elizabeth Taylor en un fotograma de la película Ivanhoe (1952).

El Essay on Romance se publicó después de Ivanhoe y, pese al tono impersonal que Scott debía emplear para los lectores de la Encyclopaedia, constituye una reflexión sobre su oficio tan importante como la introducción que escribiría en 1830 a la edición completa del ciclo de Waverley o las célebres reseñas sobre los novelistas ingleses. A diferencia de las «novelas» de Waverley —o de las de Fielding o Jane Austen—, Scott pensó en Ivanhoe como en un «romance» y ese sería el subtítulo del libro, el primero en recibir esa apelación. Definir el romance, a la manera del doctor Johnson en su Diccionario, como «una fábula militar de la Edad Media, un cuento de aventuras salvajes de amor y caballería», le parecía insuficiente a Scott, que aventuraría su propia definición: el romance era «una narración ficticia en prosa o verso, cuyo interés reside en incidentes maravillosos y extraños». Scott oponía así el romance a la novela, que era «una narración ficticia que se diferencia del romance en que los acontecimientos se ajustan al curso ordinario de los acontecimientos humanos y al estado moderno de la sociedad». ¿Cuáles eran, sin embargo, los acontecimientos maravillosos y extraños de Ivanhoe? ¿No se ajustaba su trama —aun en el pasado al que se trasladaba— al curso ordinario de los acontecimientos humanos? ¿Cuál era el sentido del pasado que determinaba dónde empezaba el estado moderno de una sociedad, al que, por otra parte, ninguna de las novelas del ciclo de Waverley se había ajustado tampoco?

La musa de sir Walter —escribió Hazlitt, el más radical de los lectores de Scott— is a Modern Antique. Al mismo tiempo que advertía que Scott era el más popular de los escritores de la época, Hazlitt subrayaba su carácter extemporáneo, que afectaría sobre todo a su poesía, aunque menos a sus «novelas y romances». Scott habría descubierto, según Hazlitt, que no hay romance como el romance de la vida real. Como escritor de romances, Scott habría tratado de reconciliar para el lector todas las variedades de la naturaleza humana. A Hazlitt no se le escapaba, sin embargo, que el legitimismo de los planteamientos políticos de Scott contaminaba sus páginas y se oponía al «espíritu de la época»: la tierra de la razón pura —diría Hazlitt con una metáfora que recorría toda la modernidad, de Kant a T. S. Eliot— era una tierra baldía para Scott, un lugar de exilio. Pero el lector de Ivanhoe, especialmente el lector moderno, se sentirá perplejo al leer el párrafo más severo de Hazlitt:

¡Oh Wickliff, Lutero, Hampden, Sidney, Somers, whigs equivocados e insensatos reformadores de la religión y la política, y todos vosotros, poetas o filósofos, héroes o sabios, inventores de las artes o las ciencias, benefactores de la raza humana, ilustradores y reformadores del mundo, que habéis reducido (considerablemente) la opinión a la razón, el poder a la ley, que sois la causa de que ya no quememos brujas ni herejes a fuego lento, de que jueces espectrales y sonrientes ya no apliquen torniquetes para sonsacar una confesión de crímenes imputados a víctimas por motivos de conciencia, de que los hombres ya no cuelguen de los árboles sin juez ni jurado ni sean cazados como bestias salvajes por espesuras y cañadas, que habéis abatido la crueldad de los sacerdotes, el orgullo de los nobles, la divinidad de los reyes de tiempos pasados; a quienes debemos que ya no tengamos que llevar el collar de Gurth el porquerizo y Wamba el bufón, que los castillos de los grandes señores ya no sean guaridas de banditti, de donde salían con fuego y espada para devastar la tierra; que ya no expiremos en calabozos repugnantes sin conocer la causa [...], vosotros, que habéis dado lugar a ese cambio en el aspecto de la naturaleza y la sociedad, volved a la tierra una vez más y pedidles perdón a sir Walter y a sus patronos, que suspiran por no ser capaces de deshacer todo cuanto habéis hecho13.

¿No podría ser esa una excelente descripción del propósito del autor de Ivanhoe? ¿No será Ivanhoe, como romance, mucho más difícil de entender de lo que el mismo «autor de Waverley» o el apócrifo Laurence Templeton que había encontrado y traducido el manuscrito medieval —e incluso el propio Hazlitt— sugerían, tal vez porque era el verdadero corazón de su obra o la pauta con la que podríamos leer poemas y novelas, biografías e historias, panfletos políticos e incluso su correspondencia íntima, la razón de su permanente encanto en su transmisión de una generación a otra? Todo cuanto es imputable al romance puede no ser más que la consecuencia de una ceguera ideológica proporcional a la clarividencia que un género permite ocasionalmente a un autor; Hazlitt, en efecto, comprendía que un autor omnisciente como Scott tuviera que disculparse por los horrores que describía apelando a la autenticidad de la historia, pero no que un conservador —ni siquiera el más humano y distinguido de los escritores de su época— fuera algo distinto de un mercenario del poder autoconstituido.

«Romance», además, aludía a los dialectos populares de Europa derivados del latín, entre los cuales Scott incluiría deliberadamente —en virtud de una sola fuente documental— el inglés. (La cuestión lingüística es una de las ilaciones argumentales de Ivanhoe, que se presenta literalmente como una traducción o paráfrasis de un manuscrito medieval: la renuencia de sajones y normandos a emplear la lengua del otro sugiere, sin embargo, su traducibilidad. El idioma inglés resultante no será menos el producto de la civilización que la competencia de los judíos para entender cualquier lengua). El romance pasaría así a ser un registro particular de las nuevas lenguas europeas; como tal, el romance sería desde el principio una manifestación de modernidad, una forma de expresión distinta a cualquier forma de expresión de la Antigüedad de la que Chaucer ya habría sido consciente. En esa transferencia del lenguaje a la composición literaria adivinamos una de las razones por las que Scott pasó de las «novelas» escocesas al «romance» inglés: «El progreso del romance —escribía Scott— es paralelo al de la sociedad, que no podría existir, ni siquiera en su estado más simple, sin exhibir algún ejemplar de ese atractivo estilo de composición». El romance y la historia real tenían el mismo origen común: adelantándose a los reparos de los historiadores positivistas que enumerarían todos los anacronismos en los que había incurrido en Ivanhoe, Scott diría que el romance —resultado él mismo de una mezcla lingüística cuya vitalidad contrastaría inexorablemente con la de las lenguas muertas— y la historia podían mezclarse y llamarse «historias románticas» o «romances históricos» (and may be termed either romantic stories, or historical romances), en la misma proporción en que la ficción supera a la verdad o la ficción se entrevera de verdad. El romance permitía una mirada a los orígenes de la sociedad: la historia de todas las naciones empieza siempre de una manera mitológica o fabulosa. Quicquid Graecia mendax audet in historia.

Cada una de las distintas clases de romances que Scott estudia en su ensayo —temporales y espirituales, cómicos y serios, occidentales y orientales— encontraría su lugar en Ivanhoe, que no debía ser solo un relato tradicional: la historia romántica era una reserva (a joint stock in trade, como diría Scott con el lenguaje de los economistas escoceses) que cualquiera tenía derecho a usar para sus propósitos. La libertad del escritor era el verdadero secreto del romance; a su vez, el anonimato de Scott y el recurso a un pseudónimo eran el resultado de la propia investigación erudita sobre la naturaleza real de los autores del romance. Lo que Scott dice del minstrel en su ensayo sobre el romance es, por tanto, una reflexión sobre el novelista moderno y su lugar en la sociedad: si, por una parte, el minstrel medieval llevaba una vida errante, dependiente del gusto precario del público o perteneciente al séquito de algún señor feudal, por otra, era también un autor original o, al menos, un traductor, que renovaba sus composiciones y adquiría fama con ello. Gracias a su competencia lingüística, ni el historiador ni el sacerdote podrían emular su profesión, y solo cuando su ejecución se dirigía al entretenimiento del público, tropezaba con un límite infranqueable para su promoción.

«La literatura de los sajones fue destruida por el éxito de Guillermo el Conquistador y los caballeros y barones normandos, entre los que Inglaterra quedó dividida, no buscaron diversión en los lais de los vencidos, sino en los compuestos en su lengua». Ivanhoe, como alguna de las gestes written in quainte Inglis, contenía algunos giros de expresión más propios de la poesía sajona que de los fríos pormenores del ministril francés. Scott detectaría el origen del inglés en las provincias sajonas de Escocia, donde se habría hablado antes que en la misma Inglaterra. Con Ivanhoe, Scott esperaba devolverle al romance la atención que el público le había prestado cuando el sistema feudal se encontraba en pleno vigor y antes de que «empezaran a plantearse grandes cuestiones políticas». El romance moderno —concluía— requeriría una larga disquisición. Scott terminaba su ensayo amparándose en Defoe, que logró que la ficción fuera más convincente que la verdad, y en Swift, que hizo plausibles las mayores imposibilidades. Tal vez se adelantara con ello a la objeción de Lukács de no haberse expresado sobre el presente.

1 La primera carta de Scott es de 1812; la última de 1822. La correspondencia está disponible en http://petercochran.files.wordpress.com/2009/02/03-london-1811-181211.pdf e incluye la carta de Byron a Stendhal en defensa de Scott y las impresiones de Scott a la muerte de Byron.

2 Véanse El corazón de Mid-Lothian, ed. de R. Álvarez, trad. de F. Toda, Madrid, Cátedra, 1988, y Eterna mortalidad, trad. de M. Salís, Barcelona, Alba, 2001.

3 Georg Lukács empezaría así su célebre estudio: «La novela histórica nació al comienzo del siglo XIX, aproximadamente en el momento de la caída de Napoleón (Waverley, de Walter Scott, apareció en 1814)» (La novela histórica, trad. de M. Sacristán, Barcelona, Grijalbo, 1976, pág. 15). Scott publicaría en 1827 The Life of Napoleon Buonaparte, cuya imparcialidad respecto a la Revolución francesa y admiración por el personaje no lograrían encontrar una buena acogida por parte de público y crítica. Como historiador, al contrario que como novelista, Scott advertía la dificultad de sustraerse al poder del presente. Las biografías de Napoléon se habían convertido en un género que William Hazlitt o Stendhal —en el otro extremo del arco político— cultivarían.

4 Habría que añadir la conversión de las novelas en óperas, musicales o películas. Scott se había basado en una obra teatral (Runnamede de John Logan) para la concepción de Ivanhoe. La película de Richard Thorpe de 1952 sigue siendo, para muchos, la primera impronta del romance. El star-system obligaría al director a acentuar el protagonismo de Robert Taylor en el papel de Ivanhoe.

5 Minto alude a la reseña que Thomas Carlyle publicó de las Memoirs of the Life of Sir Walter Scott (1837), la biografía canónica escrita por John Lockhart, yerno y albacea del escritor, en la que pondría en duda que Scott fuera consciente de lo que se proponía: «But how soon he had any definite object before him in his researches seems very doubtful. He was makin’ himsell a’ the time, said Mr. Shortreed; but he didna ken maybe what he was about till years had passed: at first he thought o’little, I daresay, but the queerness and the fun» (London and Westminster Review, 12, disponible en Modern History Source Book, http://www.fordham.edu/halsall/mod/carlyle-scott.asp). El propio Scott diría de sí mismo que era un jugador ignorante que se reserva una buena baza hasta que sabe usarla.

6 Sobre la relación de Scott con Alemania en general, y con Goethe en particular —un caso de imitación que acabaría siendo imitado en el capítulo de la inmensa influencia de Scott en la literatura europea—, véase W. Macintosh, Scott and Goethe. German Influence on the Writings of Sir Walter Scott, Glasgow, Walker & Son, [¿1920?], disponible en http://archive.org/details/scottandgoethege00maciuoft. En la segunda de sus Briefe aus Berlin (1822), Heinrich Heine hablaría de las obras de Scott como «la corona nupcial del mundo de lectores [der Jungfernkranz der Leserwelt], leídas, admiradas, criticadas, citadas y vueltas a leer».

7 Scott compiló en 1800 una antología de cuentos de terror (Apology of Tales of Horror) ycontribuiría en 1801 a los Tales of Wonder editados por Lewis. A instancias de Lockhart, a quien iban dirigidas, publicaría en 1830 sus Letters on Demonology and Witchcraft, en las que no es difícil leer entre líneas que su larga afición a ese «oscuro capítulo de la naturaleza humana» tenía que ver con la idea de la inmortalidad, incluida la literaria: non omnis moriar...

8 La apreciación más severa (y psicológicamente certera) al respecto sigue siendo la de Leslie Stephen, «The Story of Scott’s Ruin», en Studies of a Biographer, Londres, Duckworth, 1898, vol. 2, págs. 1-37 (disponible en http://en.wikisource.org/wiki/Studies_of_a_Biographer). Scott —escribió Stephen— «quería vivir su romance más que escribirlo. Ese deseo nos recuerda la doctrina de Milton según la cual aquel que escribiera un poema heroico sería él mismo un verdadero poema. Pero Milton vivió para escribir El paraíso perdido, mientras que Scott escribió Waverley para vivir a su manera, y esa manera implicaba anacronismos que no eran verdaderamente heroicos». El dictamen de Stephen ha guiado a la mayoría de los críticos posteriores de Scott, como E. M. Forster o F. R. Leavis e incluso Virginia Woolf (su hija).

9 En una de las primeras reseñas que escribió, un James muy joven diría de Scott que había sido the first English story-teller y lo compararía ventajosamente con Shakespeare. Advirtiendo que «ahora escribimos de otra manera los cuentos históricos», James insistía en que Scott sabía que el pasado era frágil. «La tarea del narrador [story-teller] histórico —concluía James— no consiste en revestir el pasado, sino en desnudarlo». Cuarenta años después, James denostaría el escamotage y la naïveté de la novela histórica y se complacería en un palpable imaginable visitable past(The Critical Muse: Selected Literary Criticism, ed. de R. Gard, Harmondswoth, Penguin, 1987, págs. 20-22). James dejaría inacabada a su muerte su novela histórica The Sense of the Past. En la polémica con Robert Louis Stevenson a propósito de la novela puede rastrearse la presencia espectral de Scott (Henry James, Robert Louis Stevenson, Crónica de una amistad. Correspondencia y otros escritos, trad. de M. Condor, Madrid, Hiperión, 2000).

10 Véanse las entradas correspondientes sobre Scott en la decimoquinta edición de The NewEncyclopaedia Britannica (1974-1990), que ha pasado íntegramente a la edición on-line (http://www.britannica.com/EBchecked/topic/529629/Sir-Walter-Scott-1st-Baronet), y en la undécima (1910-1911), que hoy es de dominio público en internet.

11 Los tres «Essays on Chivalry, Romance, and the Drama», fechados, respectivamente, en 1818, 1824 y 1819, se publicaron póstumamente en el sexto volumen de The Prose Works of Sir Walter Scott, Bart., 28 vols., Edimburgo, 1834-1836, disponible en http://archive.org/details/essaysonchivalr01scotgoog.

12 Scott terminaba su ensayo con una nota característica de su situación, entre Edmund Burke, que había relacionado directamente la desaparición de la caballería con la Revolución Francesa, y lord Byron, cuyo prefacio a Childe Harold citaba literalmente: «Una breve investigación nos enseñaría a no echar de menos esas monstruosas mascaradas de la Edad Media». Sobre el valor arquetípico del medievalismo de Scott, véase, sin embargo, lo que dice, con una perspectiva tan profesional como llena de admiración, Michel de Pastoreau, «La Edad Media de Ivanhoe», en Una historia simbólica de la Edad Media occidental, trad. de J. Bucci, Buenos Aires, Katz, 2006, págs. 367-378.

13 William Hazlitt, «Walter Scott», en The Spirit of the Age (1825), disponible en http://archive.org/details/spiritageorcont08hazlgoog. «The land of pure reason —escribió Hazlitt— is to his apprehension [la de Scott] like Van Dieman’s Land; barren, miserable, distant, a place of exile, the dreary abode of savages, convicts, and adventurers».

Esta edición

Ivanhoe. A Romance se publicó en Edimburgo a finales de diciembre de 1819 (con fecha de 1820) en los tres volúmenes característicos de la época y se reimprimiría en dos ocasiones en apenas unos meses. En 1822 se publicaría en dos volúmenes como primer título de la serie Historical Romances of the Author of Waverley. Scott revisaría y anotaría el texto para su inclusión en la colección de sus novelas conocida como Magnum Opus, donde aparecería en 1830. La edición crítica a cargo de Graham Tulloch en la Edinburgh Edition of Waverley Novels se publicó en 1997 y ha sido reproducida en la edición de The Waverley Novels in Penguin (Londres, 2000). Siguiendo el criterio de la Edinburgh Edition, Tulloch se basa en el texto de la primera edición e introduce las correcciones oportunas a la vista del manuscrito y de las pruebas y ediciones publicadas en vida de Scott. Es la edición de referencia en la actualidad. La edición preparada por Ian Duncan para Oxford University Press en 1996, basada en la edición de 1830, incluye la «Introducción a Ivanhoe» y las notas de Scott, que no figuran en la edición de Tulloch por haberse incluido en su totalidad en los dos primeros volúmenes de la Edinburgh Edition (véase la Bibliografía). En nuestra edición hemos tratado de complementar ambas ediciones. Incluimos tanto la «Introducción» como las notas y advertimos las variantes siempre que tengan sentido en una traducción.

El catálogo de la Biblioteca Nacional de España registra más de 700 entradas con el nombre de Scott, siendo unas 600 ediciones o traducciones españolas. Ivanhoe ha sido, de todas las obras de Scott, la más traducida: probablemente haya más de un centenar de versiones, siendo la de Guillem d’Efak, a nuestro juicio, la más lograda14. Nuestra intención ha sido la de mantener, en la medida de lo posible, la literalidad de un texto que, ya en el título, sugiere la presencia de un lexicógrafo apasionado; en los pocos casos en los que esa literalidad pueda parecer anticuada, hay que recordar que Ivanhoe es la obra de un anticuario con suficiente sentido del humor como para haber hecho de Wamba, el bufón, el personaje más docto del romance. La definición que sigue dando el Diccionario de la Real Academia Española de «romance», por ejemplo, no se separa del todo del campo pragmático en el que Scott quiso introducir la palabra. Hemos enfatizado, por medio de los guiones, los diálogos, uno de los recursos más destacados del libro. Traducimos los nombres de los personajes que se han castellanizado (Ricardo Corazón de León y no Richard, el príncipe Juan y no John), pero mantenemos Rebecca, Oswald o Hubert. «Ministril» es la traducción de minstrel; Scott lo distingue del juglar, el trovador y el bardo. Dejamos en el original franklin y thane, cuyo significado explica el propio Scott, que los pone deliberadamente en boca de personajes normandos. En una nota explicamos la traducción de yeoman por «granjero». En la época de internet no es necesario que el aparato textual sea demasiado extenso: la facilidad con la que puede consultarse casi todo en la red nos ha permitido colmar el espacio concedido a las propias notas de Scott, algunas de ellas de considerable extensión.

Si, como Scott pensaba, las «aventuras salvajes» son propias del romance, algo de ello ha de quedar en la lectura de un libro que refleja maravillosamente la naturaleza de la civilización y los encuentros de seres humanos que no se entienden entre sí.

14 Véase la entrada de J. C. Santoyo sobre Walter Scott en el Diccionario histórico de la traducción en España, ed. F. Lafarga y L. Pegenaute, Madrid, Gredos, 2009.

Bibliografía

Las ediciones de Ivanhoe publicadas en vida de Scott, así como los principales estudios y críticas de su obra aparecidos hasta principios del siglo XX, son hoy de dominio público en internet y de fácil acceso en diferentes formatos. Lo es también el Catalogue of the Library at Abbotsford publicado póstumamente en 1838 siguiendo las indicaciones de Scott y que proporciona una extraordinaria pauta de lectura para su obra15. La bibliografía siguiente, ordenada cronológicamente, es selectiva y ofrece simplemente un marco para la comprensión de Ivanhoe.

The Letters of Sir Walter Scott, ed. de H. J. C. Grierson et al., 12 vols., Londres, Constable, 1932-1933.

The Journal of Sir Walter Scott, ed. de W. E. K. Anderson, Oxford, Oxford University Press, 1972.

Corson, James C., Notes and Index to Sir Herbert Grierson’s Edition of the Letters of Sir Waltyer Scott, Oxford, Oxford University Press, 1979.

Scott on Himself: A Selection of the Autobiographical Writings of Sir Walter Scott, ed. D. Hewitt, Edimburgo, Scottish Academic Press, 1981.

Edinburgh Edition of Waverley Novels, 30 vols., ed. de D. Hewitt, Edinburgh University Press, 1993-2010.

Ivanhoe, ed. de G. Tulloch, 1997.

Introduction and Notes from the Magnum Opus edition of 1829-1833, 2 vols., ed. de J. H. Alexander, Edinburgh University Press, 2012.

Ivanhoe, ed. de I. Duncan, Oxford, Oxford UP, 1996 (reed. 2008).

Ivanhoe, ed. de G. Tulloch, Londres, The Waverley Novels in Penguin, 2000.

Ivanhoe, trad. de Guillem d’Efak, Barcelona, Edhasa, 2007. [La traducción de d’Efak se publicó por primera vez en 1975].

Sobre Walter Scott

Todd, William B. y Bowden, Ann, Sir Walter Scott: A Bibliographical History 1796-1832, New Castle (De.), Oak Knoll Press, 1998.

Lockhart, John Gibson, Memoirs of the Life of Sir Walter Scott, Bart., 10 vols., 1839.

Johnson, Edgar, Sir Walter Scott: The Great Unknown, Londres, Macmillan, 1970.

Wilson, A. N., The Laird of Abbotsford: A View of Sir Walter Scott, Oxford, Oxford University Press, 1980.

Sutherland, John, The Life of Walter Scott: A Critical Biography, Oxford, Blackwell, 1998.

Estudios generales

Lukács, Georg, La novela histórica (1937), trad. de M. Sacristán, Barcelona, Grijalbo, 1976.

Chandler, Alice, «Chivalry and Romance: Scott’s Medieval Novels», Studies in Romanticism, 14 (1975), págs. 185-200.

Sroka, Kenneth M., «The Function of Form: Ivanhoe as Romance», Studies in English Literature, 19 (1979), págs. 645-660.

Mitchell, Jerome, Scott, Chaucer, and Medieval Romance: A Study in Sir Walter Scott’s Indebtedness to the Literature of the Middle Ages, Lexington, The University of Kentucky Press, 1987.

Kerr, James, Fiction Against History: Scott as Storyteller, Cambridge, Cambridge University Press, 1989.

Scott in Carnival: Selected Papers from the Fourth International Scott Conference 1991, Edimburgo, Association for Scottish Literary Studies, 1993.

Millgate, Jane, «Making It New: Scott, Constable, Ballantyne, and the Publication of Ivanhoe», en Studies in English Literature, 34 (1994), págs. 795-811.

Gategno, Paul J. de, Ivanhoe: The Mask of Chivalry, Toronto, Twaynee Publishers, 1994.

The Reception of Sir Walter Scott in Europe, ed. de W. Pittock, Londres, Continuum, 2006.

Lewin, Judith, «Jewish Heritage and Secular Inheritance in Walter Scott’s Ivanhoe», ANQ, 19 (2006), págs. 27-33.

Pajares, Eterio, La novela inglesa en traducción al español durante los siglos XVIII y XIX: aproximación bibliográfica, Barcelona, PPU, 2006.

Pastoreau, Michel de, «La Edad Media de Ivanhoe», en Una historia simbólica de la Edad Media occidental, trad. de J. Bucci, Buenos Aires, Katz, 2006, págs. 367-378.

Rodríguez Espinosa, Marcos, Diez estudios sobre la traducción en la España del siglo XIX, Granada, Atrio, 2008.

Santoyo, Julio César, «Scott, Walter», Diccionario histórico de la traducción en España F. Lafarga y L. Pegenaute, Madrid, Gredos, 2009, págs. 1030-1032.

Lumsden, Alison, «Walter Scott», The Cambridge Companion to English Novelists, ed. de A. Poole, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, págs. 116-131.

Buchan, John, Sir Walter Scott, Londres, The House of Stratus, 2009.

Groot, Jerome de, The Historical Novel, Routledge, Londres, 2010.

García Calderón, Ángeles, «Ivanhoe traducido al castellano: análisis contrastivo de tres versiones», The Grove. Working Papers on English Studies, 18 (2011), págs. 201-223.

— «First Translations of Ivanhoe into Spanish: 1825, 1826, 1833, and some of its Modern Translators», Aspects of Literary Translation, ed. de E. Parra-Membrives et al., Tübingen, Narr Verlag, 2012, págs. 197-215.

The Edinburgh Companion to Sir Walter Scott, ed. de F. Robertson, Edinburgh University Press, 2012.

15 [J. G. Cochrane], The Catalogue of the Library At Abbotsford, Edimburgo, Constable, 1838 (disponible en http://books.google.es/books/about/Catalogue_of_the_library_at_Abbotsford.html?hl=es&id=TtkRAAAAIAAJ. Scott clasificó el «romance» aparte de las «novelas y literatura ligera».

Ivanhoe

Un romance

Introducción a «Ivanhoe»1

El autor de las novelas de Waverley ha mantenido hasta ahora sin menoscabo su popularidad y podría, en su peculiar distrito literario, ser llamado L’Enfant Gâté 2del éxito. Era fácil suponer, sin embargo, que la publicación frecuente debía acabar con el favor del público, a menos que pudiera ingeniarse el modo de darle una apariencia de novedad a producciones sucesivas. Las costumbres escocesas, el dialecto escocés y los notables personajes escoceses, con los que el autor tenía una familiaridad más íntima, eran el fundamento sobre el que hasta ahora descansaba para darle efecto a sus narraciones. Era obvio, sin embargo, que ese interés debía producir una sensación de semejanza y repetición, si se recurría a ello exclusivamente, y que probablemente el lector adoptaría el lenguaje de Edwin en el cuento de Parnell:

Deshaz el conjuro —exclamó—

y que sea suficiente:

ya hemos visto la cabriola3.

Nada es más peligroso para quien se dedica a las bellas artes que permitir (mientras pueda impedirlo) que se le adjudique el carácter de un manierista o que se le suponga capaz de éxito solo en un estilo particular y limitado. El público está verdaderamente dispuesto, en general, a adoptar la opinión de que quien le ha complacido en un modo peculiar de composición es incapaz, a causa de ese mismo talento, de aventurarse en otros asuntos. El efecto de esa desafección en el público hacia los artífices de sus placeres, cuando tratan de aumentar sus medios de diversión, puede verse en la censura que suele pasar por crítica vulgar de actores o artistas que se atreven a cambiar el carácter de sus esfuerzos para aumentar la escala de su arte.

Hay algo de justicia en esa opinión, como la hay siempre en lo que corresponde a la aceptación general. Sucede con frecuencia en el escenario que a un actor, que posee en grado eminente las cualidades externas necesarias para causar efecto en la comedia, se le prive del derecho a aspirar a la excelencia trágica y, en la pintura o en la composición literaria, un artista o poeta puede ser dueño en exclusiva de modos de pensamiento y poderes de expresión que le confinen a un solo rango de asuntos. Pero con mucha mayor frecuencia la misma capacidad que le depara a un hombre la popularidad en un campo le proporcionará éxito en otro, y ese ha de ser el caso en particular de la composición literaria, más que en el teatro o la pintura, porque el aventurero en ese campo no se ve impedido en sus ejercicios por ningún rasgo peculiar o configuración personal, apropiados para los particulares, ni limitado por hábitos mecánicos peculiares del uso del pincel a una clase en particular de asuntos.

Sea o no correcto este razonamiento, el autor cree que, confinándose a temas puramente escoceses, no solo era probable que agotara la indulgencia de sus lectores, sino que también limitara su poder de proporcionarles placer. En un país tan refinado, donde tanto genio se emplea mensualmente para servirle diversión al público, un nuevo tópico, como el que el autor tuvo la felicidad de alumbrar, es la fuente no probada del desierto:

Los hombres bendicen sus estrellas y lo llaman lujo4.

Pero cuando hombres y caballos, ganado, camellos y dromedarios se enfangan en la fuente, se vuelve repugnante para quienes al principio bebieron en ella con gozo y quien tuvo el mérito de descubrirla, si quiere preservar su reputación en la tribu, debe ejercitar su talento mediante un nuevo descubrimiento de fuentes no probadas.

Hay razones manifiestas para que sea probable que fracase el autor que se encuentra limitado a una clase particular de asuntos y trate de mantener su reputación añadiendo una nueva atracción a temas del mismo carácter hasta entonces logrados a su cargo. Aunque la mina no se haya agotado, la fuerza y la capacidad del minero se encuentran necesariamente exhaustas. Aunque imite de cerca las narraciones que hasta entonces han sido un éxito, está condenado a «maravillarse de lo que ya no agrada»5. Aunque luche por adoptar una perspectiva distinta de la misma clase de asuntos, descubre en seguida que se ha agotado lo que ya era obvio, gracioso y natural y, para lograr el encanto indispensable de la novedad, se ve forzado a la caricatura y, para evitar resultar trillado, se vuelve extravagante.

Tal vez no sea necesario enumerar tantas razones por las que el autor de las Novelas escocesas, como exclusivamente se han llamado, esté deseoso de experimentar con un asunto puramente inglés. Al mismo tiempo, su propósito era que el experimento fuera lo más completo posible, poniendo delante del público la obra proyectada como esfuerzo de una nueva candidatura a su favor, de modo que ningún prejuicio, fuera o no favorable, le afectara como una nueva producción del autor de Waverley, pero hubo que desviarse de esta intención por razones que a continuación se mencionan.

El período de la narración escogido era el del reinado de Ricardo I, no solo porque abundara en personajes cuyos nombres mismos era seguro que atraerían la atención general, sino porque proporcionaba un contraste sorprendente entre los sajones, que cultivaban la tierra, y los normandos, que aún reinaban en ella como conquistadores, reluctantes a mezclarse con los vencidos o a reconocerse en la misma cepa. La idea de ese contraste se tomó de la ingeniosa y desafortunada tragedia de Runnamede de Logan, en la que, en el mismo período aproximado de la historia, el autor había visto a los sajones y a los barones normandos opuestos a ambos lados del escenario6. No recuerda que hubiera intento alguno de contrastar las dos razas en sus hábitos y sentimientos; de hecho, era obvio que se violaba la historia al presentar a los sajones aún existentes como una raza de nobles elevada y marcial.

Sin embargo, sobrevivieron como pueblo y algunas de las antiguas familias sajonas poseían riqueza y poder, aunque fueran excepciones a la condición humilde de la raza en general. Al autor le parecía que la existencia de las dos razas en el mismo país —los vencidos distinguidos por sus costumbres sencillas, domésticas, rudas y el espíritu libre infundido por sus antiguas instituciones y leyes; los vencedores por el elevado espíritu de su fama militar, aventura personal y todo cuanto podía distinguirlos como la Flor de la Caballería— podía, mezclada con otros personajes pertenecientes a la misma época y país, interesar al lector por el contraste si, por su parte, el autor no fallaba.

Escocia, sin embargo, había sido hasta entonces de una manera tan exclusiva la escena de lo que se llamaba el Romance Histórico que la carta preliminar del señor Laurence Templeton se hizo, en cierto modo, necesaria. A ella se remite, como introducción, al lector para expresar el propósito y las intenciones del autor al emprender esta clase de composición, con la reserva necesaria de que está lejos de pensar que haya logrado lo que buscaba.

No será necesario añadir que no tenía idea ni deseo de que el supuesto señor Templeton pasara por una persona real. Pero un impostor ha emprendido recientemente una especie de continuación de los Cuentos de mi señor y se supuso que esa Epístola Dedicatoria podría pasar como imitación de la misma clase, poniendo así a los sabuesos sobre una pista falsa al inducirles a creer que tenían delante la obra de un nuevo candidato a su favor7.

Luego de que una parte considerable de la obra estuviera acabada e impresa, los editores, que querían adivinar en ella una semilla de popularidad, se quejaron convincentemente de que apareciera como una producción absolutamente anónima e insistieron en que debía contar con la ventaja de ser anunciada como una obra del autor de Waverley. El autor no se opuso obstinadamente, pues empezaba a ser de la opinión del doctor Wheeler, en el excelente cuento de la señorita Edgeworth «Tejemanejes», de que «un truco tras otro» sería demasiado para la paciencia de un público indulgente y podría considerarse una engañifa8.

El libro, por tanto, apareció como una continuación manifiesta de las novelas de Waverley y sería ingrato no reconocer que obtuvo la misma recepción favorable que sus predecesoras.

Se han añadido notas útiles para ayudar al lector en la comprensión de los personajes del judío, el templario, el capitán de los mercenarios o los llamados libres compañeros, y otros propios del período, pero con una mano parca, pues en la historia general se encuentra información suficiente sobre esos asuntos.

Un incidente del relato, que ha tenido la buena fortuna de encontrar favor a los ojos de muchos lectores, se ha tomado directamente de las reservas del viejo romance. Me refiero al encuentro del rey con fray Tuck en la celda de ese rollizo ermitaño. El tono general de la historia pertenece a todos los rangos y a todos los países, que se emulan entre sí al describir los vagabundeos de un rey disfrazado que, en busca de información o diversión en los estratos inferiores de la vida, tropieza con aventuras que divierten al lector u oyente por el contraste entre la apariencia exterior del monarca y su carácter real. El cuentista oriental aporta a este tema las expediciones embozadas de Harún Al-Raschid con sus fieles criados, Mesrour y Giafar, por las calles de Bagdad a medianoche, y la tradición escocesa se detiene en las hazañas parecidas de Jaime V, distinguido en esas excursiones con el nombre de viaje del Buen Hombre de Ballengiech, Comandante de los Fieles, que, cuando deseaba ir de incógnito, era conocido por el de Il Bondocani 9. Los ministriles franceses no callan en un tema tan popular. Tiene que haber habido un original normando del romance métrico escocés de Rauf Colziar, en el que Carlomagno se presenta como invitado desconocido de un carbonero10. Parece ser el original de otros poemas de esa clase.

En la alegre Inglaterra hay un sinfín de baladas populares sobre ese tema. Se dice que el poema de John el Magistrado, o Mayordomo, que menciona el obispo Percy en las Reliquias de la poesía inglesa11, versa sobre ese incidente, y tenemos también El rey y el curtidor de Tamworth, El rey y el molinero de Mansfield y otros sobre el mismo tópico. Pero el relato peculiar de esta naturaleza con el que el autor de Ivanhoe reconoce su obligación es dos siglos más antiguo que los mencionados.

Fue comunicado al público en ese curioso registro de la literatura antigua acumulado por los esfuerzos combinados de sir Egerton Brydges y el señor Hazlewood en la obra periódica titulada El bibliógrafo británico. Luego lo ha transferido el reverendo Charles Henry Hartshorne, M. A., editor de un volumen muy curioso titulado Antiguos relatos métricos, impreso de las fuentes originales (1829). El señor Hartshorne no da otra autoridad del fragmento que el artículo en el Bibliógrafo, donde se titula «El rey y el ermitaño»12. Un breve resumen de su contenido mostrará su parecido con el encuentro del rey Ricardo y fray Tuck.