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A su vuelta de Tierra Santa, Ivanhoe, hijo de un caudillo sajón, participa en el torneo que proclamará reina de la "belleza" a su amada lady Rowena. El joven resulta herido, pero vence a los caballeros normandos que apoyan a Juan Sin Tierra (quien pretende coronarse rey en la ausencia de su hermano, Ricardo Corazón de León). Con la ayuda del judío Isaac y de su hermosa hija Rebecca, Ivanhoe iniciará la lucha contra los usurpadores. Ambientada en la convulsa Inglaterra del siglo XII, pronto nos atrapan la riqueza de las descripciones y la viveza de su trama: asaltos a castillos, captura de prisioneros, raptos... Un universo en el que Walter Scott es sin duda un maestro.
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Seitenzahl: 1014
Veröffentlichungsjahr: 2016
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Walter Scott
Ivanhoe
Traducción y notasM.ª del Mar Hernández
Presentación y apéndice:Vicente Muñoz Puelles
Ilustración:Enrique Flores
Presentación: WALTER SCOTT
Introducción
Epístola dedicatoria
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
Apéndice: Páginas de mi diario
Créditos
Walter Scott nació en College Wynd, una calle estrecha de la zona antigua de Edimburgo, el 15 de agosto de 1771. Su abuelo materno era profesor de Medicina de la Universidad. Su padre, hijo de granjero, era abogado. A una edad muy temprana sufrió un ataque de polio y quedó cojo. Con la esperanza de una mejora, sus padres lo enviaron a la granja familiar, en la región de los Borders, en el sur de Escocia, cerca de la frontera con Inglaterra. Allí su tía Jenny le enseñó a leer. De ella aprendió los cuentos, leyendas y baladas populares que tanto influirían en su obra literaria. Pasó también por el balneario de Bath, donde le aplicaron baños de barro y corrientes eléctricas. Sin embargo, su cojera no mejoró.
En 1778 regresó a Edimburgo para cursar estudios secundarios. Leía con avidez novelas y libros de historia y de viajes, pero su lectura favorita, como la de mucha gente en su época, eran los poemas épicos del bardo céltico medieval Ossián, que influyeron poderosamente en el movimiento romántico y resultaron ser una falsificación del imaginativo escocés James Macpherson (1736-1796).
Siguiendo los pasos de su padre, estudió Derecho en la Universidad de Edimburgo y ejerció como abogado. Simultáneamente empezó a escribir. Hizo una traducción rimada de las baladas del alemán Gottfried August Bürger (1747-1794) y publicó tres volúmenes de baladas, con el título de Poemas de la frontera escocesa.
Era un andarín voluntarioso, pese a su cojera. Sin embargo, prefería cabalgar. Incapacitado para seguir la carrera militar, se alistó en la yeomanry, fuerza de caballería voluntaria británica que recorría la frontera. En una de sus incursiones como jinete conoció a Charlotte Charpentier, de origen francés, con quien se casó después de tres semanas de noviazgo. Tuvieron cinco hijos.
Fue juez de paz en Selkirkshire y más tarde Oficial Mayor de la Audiencia de Edimburgo. Mientras, seguía publicando poemas narrativos: Canto del último trovador, La dama del lago, Marmion, Rokeby. La inmensa popularidad de lord Byron (1788-1824), con quien como poeta no podía competir, le llevó a publicar anónimamente su primera novela, Waverley, en 1814. Fue un éxito inmediato.
Siguió una sucesión de novelas a lo largo de cinco años, todas ellas anónimas y de ambientación escocesa. En 1820 escribió Ivanhoe, otra novela histórica, ambientada esta vez en la Inglaterra del siglo XII. Es quizá su obra más conocida. Probó con otros ambientes y épocas, como la Francia de Luis XI en Quentin Durward.
En 1818 ayudó a recuperar las joyas de la corona escocesa, enterradas en el castillo de Edimburgo, acción por la que recibió el título de baronet y pasó a llamarse sir Walter Scott.
Hacia 1826, un negocio editorial del que era socio se vio inmerso en grandes dificultades económicas. En vez de declararse en quiebra, puso Abbotsford House, la casa señorial que había mandado construir, en un fideicomiso administrado por sus acreedores, y empezó a pagar su deuda. En consecuencia, en sus últimos años se vio obligado a escribir demasiado y demasiado aprisa. Entre sus últimas obras hay una biografía de su admirado Napoleón Bonaparte, que había nacido exactamente el mismo día que él, dos años antes.
Hacia 1831, su salud empeoró, y al año siguiente falleció en Abbotsford. Tras su muerte, sus novelas siguieron vendiéndose muy bien, por lo que puede decirse que canceló sus deudas desde la tumba.
Walter Scott es parte esencial de la identidad nacional escocesa, que contribuyó a formar y asentar. Su monumento en el centro de Edimburgo, construido en estilo neogótico victoriano, con más de sesenta metros de altura, es el mayor monumento levantado en memoria de un autor en todo el mundo.
Vicente MUÑOZ PUELLES
Ahora le amarra el ronzal, ahora atraviesa el carro, y varias veces se despide, ¡aunque parece que le resulta odioso marcharse!
PRIOR 1
El autor de las «Novelas de Waverley»2 ha continuado hasta aquí un camino de popularidad no disminuida y podría denominársele en su terreno particular de la literatura como L’Enfant Gaté 3del éxito. Está claro que, sin embargo, las publicaciones pueden, a la postre, agotar el favor del público, a menos que pudiera inventarse la forma de proporcionar un aspecto novedoso a ulteriores producciones. Las costumbres escocesas, el dialecto escocés y los principales caracteres escoceses, siendo aquellos con los que el autor estaba más íntima y familiarmente relacionado, constituyen el marco sobre el que se ha apoyado para enriquecer su narrativa.
Sin embargo, era obvio que este tipo de interés debía, al final, ocasionar cierto grado de monotonía y repetición si se acudía a ello exclusivamente, y que el lector terminaría por adoptar la lengua de Edwin en el cuento de Parnell4:
Invierte el encantamiento —gritó él—,
que ya ha sido bastante,
y la cabriola ha sido mostrada.
Nada puede ser más peligroso para la fama de un profesor en Bellas Artes que permitir (si es que puede evitarlo) que se le califique de manierista o que se le culpe de poder conseguir el éxito gracias a un estilo particular y limitado. El público está, en general, muy dispuesto a adoptar la opinión de que aquel que los haya complacido con una forma peculiar de narración es, por su mismo talento, incapaz de aventurarse en otros temas. La consecuencia de esta falta de interés por parte del público hacia los autores de su gusto, cuando intentan aumentar sus medios de entretener, puede observarse en las censuras generalmente ignoradas por el criticismo vulgar sobre autores y artistas que se aventuran a cambiar el carácter de sus esfuerzos y que, al hacerlo, buscan aumentar la dimensión de su arte.
Existe algo de verdad en esta opinión, como suele ocurrir siempre en las afirmaciones generalizadas. Suele pasar frecuentemente en el escenario que un actor, en posesión del grado adecuado en sus cualidades externas para dar efecto a la comedia, puede ser privado del derecho a aspirar a la excelencia de la tragedia; en pintura y en la narración literaria, un artista o poeta puede ser un maestro exclusivamente del pensamiento o del poder de expresión, lo que le confina a un único camino en sus temas. Pero mucho más frecuentemente, la misma capacidad que conduce a un hombre a la fama en un campo puede llevarle al éxito en otro, y esto es lo que ocurre en la creación literaria, más que en actuar o pintar, porque el que se aventura en esa área no está impedido en sus ejecuciones por peculiaridades de los rasgos o conformidades de la persona propias de cada parte del cuerpo, o por ningún hábito mecánico del pincel adecuado para determinados temas.
Tanto si este razonamiento es correcto como si es de otra forma, el presente autor sintió que, al limitarse a temas puramente escoceses, no solo estaba arriesgándose a perder la indulgencia de sus lectores, sino también su propio poder para complacerlos. En un país sumamente culto, donde se emplea tanto genio para conseguir entretener al público, un tema fresco como el que él mismo ha tenido la dicha de alumbrar es como un insólito riachuelo en el desierto:
Los hombres bendicen su estrella y lo llaman lujo5
Pero cuando hombres y caballos, ganado, camellos y dromedarios han convertido el arroyo en barro, se torna lugar horrendo para los que se precipitaron en un principio con ansia; y el que tuvo el mérito de descubrirlo, si puede conservar su reputación en la tribu, debe desarrollar su talento por el nuevo descubrimiento de fuentes vírgenes.
Si el autor, que se encuentra asimismo limitado a un tipo concreto de temas, se atreve a sostener su reputación con el esfuerzo de añadir una novedad a los asuntos del mismo carácter, que con anterioridad habían sido exitosos bajo su mano, aparecen razones manifiestas de por qué fracasará, después de un cierto punto. Si la mina no está explotada, la fortaleza y la capacidad del minero se agotarán necesariamente. Si imita la narrativa, que anteriormente había sido próspera, está condenado a imaginarse que «no los complacerá más». Si trata de conseguir una visión diferente del mismo tipo de asunto, descubrirá rápidamente que lo obvio, gracioso y natural se ha agotado y, para obtener el indispensable encanto de la novedad, está forzado a la caricatura y, para evitar lo vulgar, deberá convertirse en extravagante.
Quizá no sea necesario enumerar las muchas razones por las que el autor de las «Novelas Escocesas», como fueron entonces denominadas, ha deseado hacer un experimento con un tema puramente inglés. Era su propósito, y a la vez realizar el experimento lo más completo que le fuera posible, brindar al público la prometida obra como un esfuerzo de un nuevo candidato a su favor, para que ningún prejuicio, tanto favorable como desfavorable, pudiera revertir en él como una nueva producción del autor de Waverley; pero esta intención fue más tarde abandonada por razones que se mencionarán a continuación.
El período elegido para la narración es el reinado de Ricardo I6, no solo por la cantidad de nombres que por supuesto atraerían la atención general, sino porque mostraba el fuerte contraste entre los sajones, que cultivaban la tierra, y los normandos, que todavía reinaban como conquistadores reticentes a mezclarse con los vencidos o a conocerse entre los de un linaje. La idea de este contraste fue tomada de la ingeniosa y poco afortunada tragedia de Logan, Runnamede,7con la que, en el mismo período histórico, el autor enfrentó a los barones sajones y normandos en el escenario. Él no recuerda que hubiera existido ningún intento de contrastar dos razas en sus hábitos y sentimientos; y, desde luego, era obvio que la historia había sido transgredida al introducir a los sajones como una raza de nobles militares y altruistas.
Sin embargo, sobrevivieron como un pueblo y algunas de las antiguas familias sajonas poseían fortuna y poder, aunque eran excepciones entre los de su raza, que vivían en humildes condiciones. Al autor le pareció que la existencia de dos razas en el mismo país —los vencidos, distinguidos por sus costumbres sencillas, hogareñas y rudas, y el espíritu libre influido por sus antiguas instituciones y leyes, y los vencedores, por el espíritu de la fama militar, la aventura personal y cualesquiera otras características que los distinguen como «la flor de la caballería»— podía, mezclada con otros caracteres pertenecientes al mismo tiempo y país, interesar al lector por su contraste, si el autor no fallaba en la parte que le correspondía en este empeño.
Sin embargo, al ser de tal forma Escocia el escenario exclusivo de lo que se ha llamado «novela histórica», la carta preliminar de Mr. Maurice Templeton se hizo en cierta medida necesaria. A esta, como a la introducción, remitimos al lector, pues expresa el propósito y opiniones del autor al haber adoptado este tipo de narración, bajo las necesarias reservas en cuanto a haber alcanzado el blanco al que apuntaba.
No hace falta añadir que no tenemos idea o deseo de hacer pasar al supuesto Mr. Templeton por una persona real. Pero una especie de continuación de los Cuentos de mi Posadero8 ha sido recientemente realizada por un desconocido y se supone que esta dedicatoria epistolar pudiera pasar por una imitación del mismo tipo y, así, poner a los curiosos sobre una pista falsa, induciéndolos a pensar que tienen delante una obra de algún nuevo candidato para ganar su favor.
Después de que una considerable parte de la obra estuviera terminada e impresa, los editores, que querían ver en ella el germen de la popularidad, protestaron enérgicamente contra su aparición como obra anónima y defendieron que debía ser presentada como producción del autor de Waverley. El autor no mostró una oposición obstinada, ya que comenzó a ser de la misma opinión del Dr. Wheeler, personaje del excelente cuento de Miss Edgeworth9, «Tejemanejes»,que dice que, «engaño sobre engaño», podría ser demasiado para la paciencia del público y llegaría a ser considerado con justicia como una tomadura de pelo con respecto a sus gustos.
El libro, por lo tanto, apareció como reconocida continuación de las «Novelas de Waverley» y sería ingrato no reconocer que se encontró con la misma favorable recepción que sus predecesores.
Las anotaciones que pueden ser útiles para ayudar al lector en la comprensión de los caracteres del judío, el templario, el capitán de los mercenarios o «libres compañeros», como eran denominados, y otros, propios del período, han sido añadidas con cierto criterio de economía, ya que la información sobre estos temas pueden encontrarse en la Historia General.
Un incidente en la narración, que tuvo la buena fortuna de ser visto con buenos ojos por muchos lectores, fue tomado directamente de la novela antigua. Me refiero al encuentro del rey con el fraile Tuck en la celda del alegre eremita. El tono general de la historia pertenece a todos los rangos y a todos los países que se emulan unos a otros en discutir la trayectoria de un soberano disfrazado, quien, en busca de información o entretenimiento en las esferas inferiores de la sociedad, se ve envuelto en situaciones divertidas para el lector u oyente, al darse el contraste entre la apariencia externa del monarca y su auténtico carácter. El narrador oriental de cuentos tiene en su repertorio las expediciones secretas de Haroun Alraschid10, con sus fieles asistentes, Mesrour y Giafar, por las nocturnas calles de Bagdad; y la tradición escocesa posee el mismo episodio con Jacobo V11, distinguido durante tales excursiones por su nombre de viaje Goodman de Ballengeigh como el Commander of the Faithful12, y cuando deseaba pasar de incógnito se le conocía como Il Bondocani. Los juglares franceses no son mudos a un tema tan popular. Debió existir un original normando del romance escocés versificado, Rauf Colziar13, en el que Carlomagno es presentado como un invitado carbonero desconocido. Parece ser que fue el primero de otros poemas del mismo tipo.
En la feliz Inglaterra parece que no haya fin para las populares baladas sobre el asunto. En el poema de John the Reeve o Steward, mencionado por el obispo Percy en Reliquias de Poesía Inglesa14, se dice que están basadas en ese incidente, y, además, tenemos el rey y el curtidor de Tamwoth, el rey y el molinero de Mansfield y otros más del mismo tópico. Pero el cuento concreto de esta naturaleza, tomado por el autor de Ivanhoe, cuenta con doscientos años más de antigüedad que los últimos mencionados.
La primera vez que se anunció al público fue en esa curiosa recopilación de literatura antigua, realizada por la combinación de los esfuerzos continuados de sir Egerton Brydges y Mr. Hazlewood, en su trabajo periódico titulado British Bibliographer. Desde entonces, le fue transferido al reverendo Charles Henry Hartshorne, M. A.15, editor de un curiosísimo volumen titulado Antiguos Cuentos en verso, editados principalmente de sus fuentes originales, 1829. Mr. Hartshorne no le concede mayor interés al fragmento, a excepción de un artículo en el Bibliographer, donde es titulado «El rey y el ermitaño». Un corto extracto de su contenido nos mostrará la similitud con el encuentro entre el rey Ricardo y el fraile Tuck.
El rey Eduardo (no sabemos cuál de los monarcas con tal nombre, por su temperamento y costumbres, podemos suponer que se trata de Eduardo IV16) salió con su corte a una elegante cacería en el bosque de Sherwood, en la cual, como suele ser frecuente en estos romances, encontró un venado de extraordinarias dimensión y rapidez y lo persiguió muy de cerca hasta que dejó atrás a todo su séquito, agotó a los perros y al caballo y se encontró solo bajo las sombras de un inmenso bosque mientras la noche caía. Con el temor lógico en una situación tan incómoda, el rey recuerda lo que había escuchado sobre los hombres pobres que, cuando no encontraban aposento en una noche tenebrosa, rezaban a san Julián, quien, en el calendario católico, se yergue como el posadero de todos los viajeros desamparados que le presten cumplido homenaje. Eduardo rezó sus oraciones y, sin duda, por la guía del buen santo alcanza un pequeño camino que le conduce a una capilla en el bosque, junto a la cual se encuentra la celda de un ermitaño. El rey oye al reverendo hermano con un compañero de soledad pasando las cuentas del rosario, y dócilmente le pide hospedaje por aquella noche. «No tengo un acomodo apropiado para un señor como vos —dice el ermitaño—. Vivo aquí en mitad del páramo a base de raíces y cortezas y no recibiría en el interior de mi morada ni al más pobre desgraciado, a menos que fuera para salvar su vida». El rey le pregunta el camino hacia la próxima ciudad y, comprendiendo que el sendero sigue una vía que no encontraría sino con grandes dificultades, aunque tuviera la luz del día a su favor, declara que, con el consentimiento del ermitaño o sin él, está decidido a pasar allí la noche. Así que es admitido, no sin la indirecta del recluido clérigo de que, si estuviera libre de su hábito de religioso, poco le importarían las amenazas violentas, y que le dejaba pasar no por haberle intimidado, sino para evitar un escándalo.
El rey es admitido en la celda, pero al ver que le colocan dos fajos de paja para acomodarle, se conforta a sí mismo diciéndose:
La noche pronto se habrá ido.
Otras necesidades, sin embargo, aparecen. El invitado pide algo de cenar y observa:
Por cierto, como os he dicho,
nunca tuve un día desgraciado
en que no tuviera una noche feliz.
Pero esta indicación de su gusto por una buena comida se une a la revelación de que es un seguidor de la corte que se ha perdido en la gran cacería, y esto no consigue persuadir al miserable ermitaño de darle algo más que un trozo de pan con queso, que no parece abrir el apetito del invitado, y una «bebida ligera» es menos aceptable aún. Por fin, el rey presiona a su anfitrión hasta el punto al que ha aludido más de una vez, sin obtener una contestación satisfactoria:
Entonces dijo el rey: por la Orden franciscana,
estás en un lugar magnífico,
para disparar donde gustes.
Cuando los guardabosques se vayan a descansar,
alguna vez tendrás los mejores
de entre los venados salvajes.
No lo considero como crítica,
pero tienes arco y flechas
a pesar de ser un fraile.
El ermitaño, en contestación, le expresa el temor de que su invitado quiera obligarle a confesar alguna ofensa cometida en contra de las leyes del bosque, las cuales le costarían la vida. Eduardo contesta dándole seguridades de mantenerlo en secreto y de nuevo le insiste en la necesidad de que le procure un venado. El eremita responde al tiempo que insiste más en las obligaciones propias de un hombre de Iglesia, y continúa afirmando que él está libre de todas esas infracciones del orden:
Muchos días he estado aquí,
y nunca he probado la carne fresca
sino la leche de cabra;
caliéntate bien y ve a dormir
y yo te cubriré con mi capa pluvial
y dulcemente dormirás.
Podría parecer que el manuscrito está en parte imperfecto, ya que no encontramos las razones que inducen finalmente al fraile a remediar el humor del rey. Pero al reconocer que su invitado era un buen tipo, uno de los pocos que solían compartir su mesa, el hombre santo, por fin, le ofrece lo mejor de su celda. Dos candelabros son colocados sobre la mesa, pan blanco y pasteles aparecieron bajo la tenue luz, además de un selecto venado en sazón y otro fresco del que escogieron los cuartos traseros. «Hubiera comido mi pan duro —dijo el rey— si no te llego a presionar con la veintena de arqueros, pero ahora que he cenado como un príncipe, si tuviéramos al menos algo de vino...».
Esto también se lo ofrece el hospitalario anacoreta, quien envía al asistente para que les lleve un recipiente con cuatro galones de vino escondido en un lugar secreto junto a su lecho, y los tres se ponen a beber con mucha ceremonia. Este divertimento es supervisado por el fraile, que recurre a una rimbombante palabrería que los participantes deben repetir según un turno antes de beber —como especie de francachela—, con la que regulaban las libaciones, según la antigua tradición del brindis. Uno de los borrachines dice fusty bandias, a lo que el otro está obligado a responder strike pantnere17, y el fraile hace varias bromas respecto a la falta de memoria del rey, que muchas veces olvida las palabras. La noche transcurre con este feliz pasatiempo. Antes de su marcha por la mañana, el rey invita al reverendo hermano a la corte, le promete al menos recompensar su hospitalidad y le expresa lo mucho que le ha complacido su compañía. El ermitaño, por fin, le dice que irá hasta allí y que preguntará por Jack Fletcher, el nombre adoptado por el rey. Después de que el ermitaño le haga algunas demostraciones con su arco, la feliz pareja se separa. El rey cabalga hacia su hogar y se une a su séquito. Como el romance está incompleto, no sabemos cómo se produjo el descubrimiento de la identidad del rey, pero probablemente del mismo modo que en otros romances relativos al mismo tema, donde el anfitrión, temeroso de la muerte por haber transgredido las leyes del soberano, mientras este permanece de incógnito, se sorprende agradablemente cuando recibe honores y recompensas.
En la colección de Mr. Hartshorne existe un romance de idéntica formación llamado «El rey Eduardo y el pastor», el cual, considerándolo de forma ilustrativa, es todavía más curioso que «El rey y el ermitaño», pero es ajeno a nuestro propósito presente. El lector tiene aquí la leyenda original de la que deriva este incidente del romance, y la identificación del heterodoxo ermitaño con el fraile Tuck de la historia de Robin Hood era inmediata.
El nombre de Ivanhoe fue sugerido por una antigua rima. Todos los novelistas han tenido ocasión, en algún momento u otro, de desear con Falstaff18 el saber dónde se podría obtener una buena mercancía de nombres. En tal ocasión, el autor recordó los tres nombres de los señoríos perdidos por el antecesor del celebrado Hampden, al golpear al Príncipe Negro con su raqueta de tenis cuando se peleaban en un partido19:
A Tring, Wing e Ivanhoe,
de un golpe
Hampden renunció
y contento puede darse por escapar así del trance.
La palabra interesaba al autor en dos sentidos: primero, poseía la sonoridad propia del inglés antiguo, y, segundo, no indicaba nada de la naturaleza de la historia. Pretendió mantener esta última cualidad como una característica de no poca importancia.
Un título atractivo es el interés fundamental de un librero o editor, quien por este medio muchas veces vende toda una edición que todavía está en imprenta. Pero si el autor permite que a su libro se le conceda una excesiva atención antes de que la obra aparezca, se coloca en una embarazosa situación, por haber suscitado una expectación que, si se ve incapaz de satisfacer, constituirá un error fatal para su reputación literaria. Además, cuando nos encontramos con un título como La Conspiración de la Pólvora20 o cualquier otro conectado con la Historia, cada lector, antes de que haya visto el libro, se habrá formado una idea particular sobre cómo debe ser conducido el tema y la naturaleza del entretenimiento que se derivará de él. En tal caso, el aventurero literario es censurado, no por haber disparado su flecha hacia el blanco al que apuntó, sino por no haberla disparado hacia uno que jamás había imaginado.
En la posición de libre comunicación que el autor ha establecido con el lector, puede añadir aquí una circunstancia insignificante, que una lista de guerreros normandos, que aparece en el manuscrito Auchinleck, le dio el formidable nombre de Front-de-Boeuf21.
Ivanhoe obtuvo un gran éxito desde su aparición y puede decirse que le ha valido a su autor la libertad en las reglas, puesto que, desde entonces, se le ha permitido ejercitar sus poderes en la composición de ficciones en Inglaterra tanto como en Escocia.
El personaje de la bella judía encontró tanta aceptación por parte de algunos de nuestros mejores lectores que el escritor fue censurado porque, cuando ideó los destinos de los personajes del drama, no le asignó la mano de Wilfred a Rebecca, en lugar de a la menos interesante Rowena. Pero, sin mencionar que los prejuicios de la época eran los que hacían tal unión imposible, el autor pudo observar que el cambio en un personaje de tan virtuosa y altruista estampa, degradaría más que exaltaría su figura al intentar recompensar la virtud con la prosperidad temporal. Tal no es la recompensa que la Providencia considera para el mérito de los sufrimientos, y es una peligrosa y mala doctrina enseñar a las personas jóvenes, la mayoría de los lectores de novelas, que la rectitud en la conducta y en los principios está recompensada por la gratificación de nuestras pasiones o el logro de nuestros deseos. En una palabra, si un virtuoso y abnegado personaje es despedido con riqueza temporal, grandeza o rango, o con la indulgencia de una pasión tan precipitada o mal avenida como la de Rebecca por Ivanhoe, el lector dirá que la verdadera virtud ha obtenido su recompensa.
Pero una mirada en el gran cuadro de la vida nos mostrará que las obligaciones de la abnegación y el sacrificio de la pasión a los principios, raramente son recompensados de tal forma, y que la conciencia interna del noble desempeño de sus deberes produce en sus propias reflexiones una recompensa más adecuada en la forma de una paz interna que el mundo no puede ofrecer ni arrebatar.
ABBOTSFORD22, 1 de septiembre, 1830.
1 Matthew Prior (1664-1721), poeta y diplomático inglés que cultivó la sátira.
2 Las «Novelas de Waverley»son un conjunto de novelas sobre la historia de Escocia escritas por Walter Scott entre 1814 y 1832. La primera de ellas fue Waverley, y la última El castillo peligroso.
3 «Niño mimado». (En francés en el original).
4 Thomas Parnell (1679-1718). Poeta irlandés, contemporáneo de Pope y Swift, entre cuyas obras destacan El ermitaño y el Poema nocturno sobre la muerte.
5 Scott cita de memoria. El versoexacto es Blesses his stars and thinks it luxury («Bendice sus estrellas y piensa que es lujo»), y pertenece a la obra Campaign («La Campaña»), del poeta y publicista inglés Joseph Addison (1672-1719).
6 Ricardo ICorazón de León (1157-1199) era el tercer hijo de Enrique II y fue rey de Inglaterra desde 1189.
7 John Logan (1748-1788). Poeta escocés de vida tormentosa que escribió la tragedia Runnamede (1783).
8 Colección de cuentos escritos por Walter Scott entre los que se incluyen El Enano Negro (1817), Los puritanos de Escocia (1817), Las cárceles de Edimburgo (1818), La novia de Lammermoor (1819) o La leyenda de Montrose (1819), Roberto, conde de París (1832) y El castillo peligroso (1832).
9 Maria Edgeworth (1767-1849). Escritora británica. Sus novelas sobre costumbres y ambientes irlandeses ejercieron cierta influencia en Walter Scott.
10 Se trata de Harún al Raschid (763-809), el califa de la dinastía abasí que gobernó Bagdad en la época de mayor esplendor y que aparece en Las mil y una noches.
11 Jacobo V (1512-1542). Rey de Escocia (1513). Fue un hombre cruel que no gozaba de las simpatías de su pueblo. Scott utilizó esta anécdota en La dama del Lago (1810).
12 Literalmente, «Jefe de los fieles».
13Rauf Colziar es un fabliau escocés medieval y una de las composiciones más conocidas de este género.
14 Thomas Percy (1729-1811) escribió la citada obra (1765), que impulsó el culto por el pasado, característico del movimiento romántico de la época, frente al Neoclasicismo.
15 Siglas de Master of Arts, es decir, «Licenciado en Arte».
16 Eduardo IV (1442-1483), rey de Inglaterra que venció al partido de Enrique IV, degollando a este desventurado príncipe y a su hijo.
17 Estas palabras del brindis pertenecen a un lenguaje marginal y quieren decir algo así como «¡Bandidos sedientos, dadle a la botella!».
18 Sir John Falstaff es un personaje de Enrique IV y de Las alegres comadres de Windsor, obras del poeta y dramaturgo inglés William Shakespeare (1564-1616). Dicho personaje se caracteriza por su agudo ingenio, su cobardía, y su carácter jovial y falto de escrúpulos.
19 El Príncipe Negro (1330-1376), príncipe de Gales y lugarteniente de Aquitania, era el primogénito de Eduardo III (1312-1377).Por otro lado, el celebrado Hampdenpuede referirse a John Hampden, político inglés que vivió de 1595 a 1643.
20 El Gunpowder Plot («Conspiración de la Pólvora») fue una estratagema urdida por los católicos, en noviembre de 1605, durante el reinado de Jacobo I (1566-1625) para volar el Parlamento inglés. La conspiración fracasó.
21 Front-de-Boeuf significa «Frente de Buey». (En francés en el original).
22 Abbotsford es una localidad escocesa donde se halla el castillo de sir Walter Scott, en el que vivió desde 1811 hasta su muerte. Con toda seguridad, esta Introducción es del propio autor.
Al reverendo doctor Dryasdust, F. A. S.23
Residente en Castle-Gate, York
Muy estimado y querido sir:
Casi no merece la pena mencionar las varias y concurrentes razones que me inducen a colocar su nombre a la cabecera del presente trabajo. Sin embargo, la fundamental de todas ellas puede quizá ser refutada por las imperfecciones de la ejecución. Si pudiera haber esperado ser digno de su mecenazgo, el público habría visto a la vez la conveniencia de dedicar una obra designada para ilustrar la antigüedad doméstica de Inglaterra, y particularmente de nuestros antepasados los sajones, al docto autor de los Ensayos sobre el Cuerno del rey Ulphus, y sobre las tierras ofrecidas por él al patrimonio de san Pedro. Soy consciente, sin embargo, de que la forma superficial, insatisfactoria y trivial con que ha sido recogido el resultado de mis investigaciones en las siguientes páginas, hace que la obra no pueda consignarse entre las calificadas bajo el lema Detur digniori24. Por el contrario, me temo que incurriría en la presunción si colocara el venerable nombre de Dr. Jonas Dryasdust a la cabecera de una publicación que el más serio anticuario quizás clasificaría entre las novelas inútiles de la actualidad. Estoy impaciente por buscar la justificación a tal cargo, ya que, aunque pueda confiar en su buena voluntad, sin embargo no confío en el veredicto del público, que, creo poder adelantar, me considerará culpable.
Debo, por lo tanto, recordarle que cuando por primera vez hablamos sobre este tipo de obras, en una de las cuales los asuntos públicos y privados de su docto amigo del norte, Mr. Oldbuck de Monkbarns fueron tan injustificadamente expuestos al público, se produjo cierta disensión entre nosotros en torno a la popularidad que han conseguido en esta época ociosa, y que, cualquiera que sea el mérito que posean, se debe admitir que son escritas con precipitación y violando todas las reglas asignadas a la epopeya. Entonces, pareció ser usted de la opinión de que el encanto reside enteramente en el arte con que el desconocido autor se valga, como un segundo MacPherson25, de los recursos de un anticuario que a su alrededor dispone, para suplir su propia indolencia o pobreza de invención, de la documentación sobre los hechos que tuvieron lugar en su país y en un tiempo no muy lejano al suyo, y de los que toma personajes reales sin cambiar apenas el nombre. No hace más de sesenta o setenta años, usted sabe que todo el norte de Escocia estaba bajo un estado de gobierno tan rudimentario y patriarcal como aquel de nuestros buenos aliados los mohawks y los iroqueses. Admitiendo que el autor no pudiera él mismo haber sido testigo de aquella época, debe haber vivido, usted lo sabe, entre personas que hayan actuado o sufrido en ella, e incluso en estos treinta años se ha obrado un cambio tan inmenso en las costumbres de Escocia que los hombres recuerdan los hábitos de la sociedad correspondiente a sus más inmediatos antepasados, como nosotros aquellos del reinado de la reina Ana, o incluso del período de la Revolución26. Con todos estos materiales esparcidos a su alrededor, existe poco, usted lo sabe, que pueda avergonzar al autor, a excepción de la dificultad de elegir. No hay duda, por lo tanto, de que, habiendo comenzado a trabajar una mina tan rica, debiera haber conseguido por sus obras mucho más crédito y beneficio que por la facilidad merecida por su labor.
Admitiendo (ya que no puedo negarlo) la verdad de estas conclusiones, no puedo sino pensar que es extraño que no se haya realizado intento alguno para crear interés por las tradiciones y costumbres de la vieja Inglaterra, similar a la obtenida en nombre de aquellos nuestros más pobres y menos celebrados vecinos. El kendal verde27, aunque su datación sea más antigua, debe seguramente ser tan querido a nuestros sentimientos como los abigarrados tartanes del norte. El nombre de Robin Hood, si a su debido tiempo fue todopoderoso, debiera levantar un interés tan rápido como aquel de Rob Roy28; y los patriotas de Inglaterra no merecen menos renombre en nuestros círculos modernos que los Bruces y Wallaces de Caledonia29. Si el escenario del sur es menos romántico y sublime que el de nuestras montañas del norte, debe admitirse que posee, en la misma proporción, superior suavidad y belleza; y, sobre todo, nos sentimos con derecho de exclamar con el patriótico sirio: «¿No son Farfar y Abana, ríos de Damasco, mejores que todos los ríos de Israel30?».
Sus objeciones a tal intento, mi querido doctor, son, como puede recordar, dobles. Usted insistía en las ventajas que tenían los escoceses por la muy reciente existencia de ese marco social en el que debe presentarse la narración. Muchos de ellos viven hoy en día, me señaló usted, con buena memoria para recordar que vieron al celebrado Roy MacGregor y que comieron con él e incluso que lucharon con este personaje. Todas aquellas circunstancias pertenecientes a la vida privada y de carácter doméstico, todas aquellas que dan verosimilitud a una narración e individualidad a los personajes presentados, todavía son conocidas y recordadas en Escocia; mientras que, en Inglaterra, la civilización ha sido establecida hace tanto tiempo que nuestras ideas sobre los antepasados tan solo han de ser recogidas de mohosos documentos y crónicas, cuyos autores parecen haber conspirado con perversidad para suprimir en sus narraciones todos los detalles interesantes y hacer sitio a las flores de la elocuencia monástica y horrendas reflexiones sobre la moral. Reunir a un escritor inglés y a otro escocés en la tarea opuesta de dar vida a las tradiciones de sus respectivos países sería, como usted alegó, desigual e injusto en el máximo grado. El mago escocés, dijo usted, está, como la bruja de Lucano31, en libertad para caminar sobre el reciente campo de batalla y seleccionar los miembros de aquellos que hasta poco antes se habían agitado llenos de vida y por cuya garganta habrían emitido los lamentos de la agonía póstuma. Incluso la poderosa Ericto se vio obligada a escoger un tema como este, ya que solo la magia de ella era capaz de reanimarle:
gélidas leto scrutata medullas,
pulmonis rigidi stantes sine vulnere fibras
invenit, et vocem defuncto in corpore quaerit32.
El autor inglés, por otra parte, sin suponerle menos mago que el «Northern Warlock», usted lo sabe, solo puede tener la libertad de seleccionar su tema entre el polvo de la antigüedad, donde no podrá encontrar sino un conjunto deslavazado de huesos, secos, sin savia y desmoronados, como los que llenan el valle de Josafat33. Usted expresó, además, su temor de que los prejuicios antipatrióticos de mis paisanos no sean honestos con una obra como de la que yo defiendo su posible éxito. Y esto, dice usted, no se debe por entero al prejuicio más general en favor del extranjero, sino que reside en parte en las imposibilidades entre las que el lector inglés se sitúa. Si usted le describe el conjunto de costumbres salvajes y la sociedad primitiva existente en las Highlands de Escocia34, estará mucho más dispuesto a corroborar la verdad de lo que se afirma. Una buena razón: si pertenece a la clase normal de lectores, probablemente nunca habrá visto aquellos remotos desiertos o, a lo sumo, habrá vagado a través de aquellas desoladas regiones durante un viaje veraniego, comiendo mal, durmiendo en carriolas, caminando de desolación en desolación y totalmente preparado a creer las cosas más extrañas que le puedan contar de una gente lo suficientemente salvaje y extravagante para un escenario tan extraordinario. Pero la misma honrada persona, cuando se la coloca en su propio y abrigado salón, rodeada por todas las comodidades de un buen lugar junto al fuego, no está ni la mitad de dispuesta a creer que sus propios antepasados hubieran llevado una vida muy diferente a la suya; que la medio derruida torre que divisa desde su ventana una vez fue morada de un barón que bien podría haberle colgado de su propia puerta sin ningún tipo de juicio, que los campesinos que trabajan en su pequeña granja unos pocos siglos antes habrían sido sus esclavos y que la completa influencia de la tradición feudal se extendió en cierta ocasión sobre toda la aldea vecina, donde el abogado ahora es un hombre de mayor importancia que el señor del manor35.
Mientras yo tenga la fuerza de estas objeciones, debo confesar al mismo tiempo que no me parecen del todo insuperables. La escasez de materiales es desde luego una dificultad formidable, pero nadie sabe mejor que el Dr. Dryasdust que para aquellos que leen en profundidad en la antigüedad, las pistas concernientes a la vida privada de nuestros antepasados se encuentran esparcidas a través de las páginas de varios historiadores, que, por supuesto, tratan en poca proporción otros asuntos que no sean los que incumben a su documento; sin embargo, cuando se reúnen, hallamos los suficientes como para arrojar considerable luz sobre la vie privée36 de nuestros antecesores; desde luego estoy convencido de que, aunque yo mismo puedo fallar en el intento que sigue, con una mayor labor de documentación, o con mayor destreza en la utilización de los materiales al alcance, iluminados como lo han sido por la labor del Dr. Henry37, del fallecido Mr. Strutt38 y, sobre todo, de Mr. Sharon Turner39, una mano hábil puede tener éxito. Y por lo tanto, protesto de antemano contra cualquier argumento que pueda encontrarse en detrimento del presente experimento.
Por otra parte, ya he dicho que si algo parecido al verdadero cuadro de las costumbres de la antigua Inglaterra pudiera ser pintado, yo confiaría en la bondad y buen sentido de mis paisanos en cuanto a su favorable acogida. Habiendo replicado de esta forma como mejor me ha sido posible al primer tipo de sus objeciones, o, por lo menos, habiendo mostrado mi resolución de superar las barreras que su prudencia ha levantado, seré breve en lo que más me atañe particularmente. Parece ser su opinión que en el oficio de un anticuario, ocupado, como el vulgo suele alegar, en grave, trabajosa y minuciosa investigación, debe considerarse un incapacitado para componer con éxito un cuento como este. Pero permítame decir, mi querido doctor, que esta objeción es más formal que sustancial. Es cierto que tales composiciones superficiales no correspondían al severo genio de nuestro amigo Mr. Oldbuck. Sin embargo, Horace Walpole40 escribió un cuento de duendes que puso el corazón en un puño a más de uno, y George Ellis41 pudo transferir toda la lúdica fascinación de su sentido del humor, tan delicioso por ser común a todos, en su Compendio de antiguas novelas en verso. Así pues, aunque tenga ocasión de lamentar mi presente audacia, tengo al menos los más respetables precedentes a mi favor.
El severo anticuario podrá todavía pensar que con esta mezcla de ficción y realidad estoy contaminando la Historia con invenciones modernas e imprimiendo en las nuevas generaciones ideas falsas sobre la edad que describo. No puedo sino en cierto sentido admitir la fuerza de este razonamiento, que, sin embargo, espero poder superar con las siguientes consideraciones.
Es verdad que ni puedo ni pretendo una observación profunda, ni siquiera en el apartado de la indumentaria externa, y mucho menos en puntos más importantes, como el lenguaje y las costumbres. Pero el mismo motivo que me impide escribir los diálogos en anglosajón o franconormando y que me prohíbe ofrecerle al público este ensayo impreso con los tipos de Caxton o Wynken de Worde42, impide asimismo mi intento de circunscribirme a los límites del período en el que se basa la historia. Para suscitar cualquier tipo de interés, es necesario que el tema asumido sea traducido, tal como es, a las costumbres como al lenguaje de la época en que vivimos. Ninguna fascinación ha recaído de forma tan generalizada sobre la literatura oriental como la que se produjo con la primera traducción de Las mil y una noches de Mr. Galland43, en los cuales, conservando, por una parte, el esplendor de la indumentaria oriental y, por otra, la ferocidad de la ficción del Oriente, se mezclaron ambas con tanta sencillez en el sentimiento y en la expresión, que los convirtió en interesantes e inteligibles acortando las narraciones largas, abreviando reflexiones monótonas y rechazando las innumerables repeticiones del original árabe. Estos cuentos, por lo tanto, aunque no menos orientales que en su concepción, eran mucho más adecuados para el mercado europeo y obtuvieron un favor sin rival por parte del público, que ciertamente no habrían adquirido si el estilo y las costumbres no llegan a estar algo más cercanos a los sentimientos y hábitos del lector occidental.
Para ser justos, por lo tanto, con las multitudes que, espero, devorarán este libro con avidez, he explicado nuestras costumbres ancestrales en lenguaje moderno y he detallado tanto los caracteres y sentimientos de mis personajes que el lector actual no se encontrará, ojalá, muy impedido por la horrible parquedad de la auténtica antigüedad. En esto, defiendo, con todos mis respetos, que no he sobrepasado las licencias justas del autor de una ficción. El difunto e ingenioso Mr. Strutt, en su novela Queen-Hoo Hall, actuó con otros principios y, distinguiendo entre lo que era antiguo y moderno, olvidó, según me parece a mí, ese extenso terreno neutral constituido por la gran proporción de costumbres y sentimientos que nos son comunes a nosotros y a nuestros antepasados, y que nos han llegado de ellos hasta nosotros, o que, creados desde los principios de nuestra naturaleza, han debido existir igualmente en ambas sociedades. De esta forma, un hombre de talento y de erudición en temas de la antigüedad limitó la popularidad de su obra al excluir de ella todo lo que no fuera suficientemente anticuado como para ser olvidado y considerado ininteligible.
La licencia que yo quisiera justificar aquí es tan necesaria para la ejecución de mi plan, que le suplico paciencia mientras clarifico mi argumentación algo más.
Aquel que por primera vez lee a Chaucer44, o a otro poeta antiguo, se sorprende tanto de la fonética antigua, las consonantes múltiples y el aspecto anticuado del lenguaje, que demasiado pronto estará dispuesto a olvidar el libro por desesperación, al encontrarlo demasiado incrustado en el orín de la antigüedad como para poder juzgar sus méritos o poder disfrutar de sus bellezas. Pero si algún inteligente y experto amigo le señala que las dificultades que le anonadan son más apariencia que realidad, si, por la lectura en voz alta o por la reducción de las palabras a la ortografía moderna convence a su prosélito de que solo una décima parte más o menos de las palabras empleadas están de hecho anticuadas, el lego será fácilmente persuadido a aproximarse a «la fuente del inglés más puro», con la certeza de que un poco de paciencia le capacitará para disfrutar tanto del humor como del «pathos» con el que el viejo Geoffrey deleitó a la época de Cressy y de Poictiers.
Continuaré con esto un poco más. Si nuestro neófito, fuerte en su nuevo amor por la antigüedad, desea imitar aquello que aprendió a admirar, debe reconocerse que actuaría muy imprudentemente si tuviera que extraer del glosario las palabras antiguas que contiene y utilizara solo aquellas frases y vocablos conservados en los tiempos modernos. Este fue el error del desafortunado Chatterton45. Para darle a su lenguaje una apariencia de antigüedad rechazó toda palabra que fuera moderna y produjo un dialecto enteramente distinto de cualquiera que hubiera sido hablado en Gran Bretaña. Aquel que quiera imitar el lenguaje antiguo con éxito debe atender más a su carácter gramatical, sus giros de expresión y a la forma en la que se combina, que el trabajo de recopilar palabras extraordinarias y antiguas que, como anteriormente he declarado, no se aproximan en los autores antiguos al número de palabras todavía en uso, aunque quizá algo alteradas en el sentido y en la ortografía, en una proporción de uno a diez.
Lo que he aplicado al lenguaje es aún más justificadamente aplicable a los sentimientos y a las costumbres. Las pasiones, cuyas fuentes pueden tener todas las variedades que se quieran, son generalmente las mismas en todos los rangos y condiciones, en todos los países y épocas, y se sigue en buena lógica que las opiniones, hábitos de pensamiento y acciones, aunque influidos por una situación social concreta, deben todavía, en conjunto, mantener una gran similitud los unos con los otros. Nuestros antepasados no eran más diferentes de nosotros que los judíos de los cristianos; tenían «ojos, manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos y pasiones; comían los mismos alimentos, se herían con las mismas armas, estaban sujetos a las mismas enfermedades y sentían el frío y el calor en los mismos inviernos y veranos»46 que nosotros. La tendencia, por lo tanto, de sus afectos y sentimientos debió de estar en la misma proporción que en nosotros.
De ello resulta, por lo tanto, que aquellos que el autor tiene que utilizar en una novela o composición ficticia, tal y como la que yo me he atrevido a realizar, tanto en el lenguaje como en las costumbres, son tan válidos para el tiempo presente como para aquel en el que he vertido su ficción. La libertad de elección que esto le permite es de esta forma mucho mayor y la dificultad de su labor mucho más importante de lo que al principio se pudiera suponer. Para tomar un ejemplo de un arte hermano, se debe acudir a los detalles de la antigüedad, a todas las elevaciones rocosas o al precipitado descender de una catarata para presentar los rasgos peculiares del escenario que se ha elegido. El color general también puede ser copiado de la Naturaleza: el cielo debe estar nublado o claro según el clima, y los tonos deben ser aquellos que prevalecen en el paisaje natural. Hasta tal punto el pintor está atado a las leyes del arte para crear una imitación precisa de los rasgos de la Naturaleza; pero no se requiere que descienda a la copia de sus más nimios detalles o que represente con absoluta exactitud todas las hierbas, flores y árboles con los que un lugar está adornado. Esos, junto con los más minuciosos puntos de luz y sombra, son atributos adecuados para un paisaje general, natural a cada situación y sujeto a la disposición del artista tal y como su gusto o placer le dicten.
Es cierto que esta licencia está limitada en ambos casos por legítimas ataduras. El pintor no debe introducir ornamento alguno inconsistente con el clima o el país de su paisaje, no debe plantar cipreses en Inch-Merrin, o abetos escoceses entre las ruinas de Persépolis; y el autor se encuentra bajo la misma restricción. Por muy lejos que se aventure en una descripción más detallada de pasiones y sentimientos que ya no se hallan en las antiguas composiciones que imita, no debe introducir nada inconsistente con las costumbres de la época, sus caballeros, escuderos, mozos de cuadra y yeomen47van a estar mejor pintados que los duros y secos trazos de un antiguo manuscrito ilustrado, pero el carácter y el vestuario de la época debe permanecer intacto, deben ser los mismos personajes pintados por una mano más hábil, o para hablar con mayor modestia, ejecutados en una época en la que los principios del arte son mejor comprendidos. Su lenguaje no debe ser exclusivamente antiguo o ininteligible, pero no debe admitir, si es posible, palabra o giro fraseológico que traicione un origen directamente moderno. Una cosa es hacer uso del lenguaje y los sentimientos que nos son comunes a nosotros y a nuestros antepasados, y otra es revestirlos con los sentimientos y dialectos válidos tan solo para sus descendientes.
Esto, mi querido amigo, fue lo que encontré más difícil en mi tarea y, para hablar con franqueza, no esperaba satisfacer su juicio más imparcial y su más amplio conocimiento de estas materias, ya que apenas fui capaz de complacerme a mí mismo.
Soy consciente de que me serán encontradas más faltas en la descripción de las costumbres y del vestuario por aquellos que estén dispuestos a examinar exhaustivamente mi relato, con referencia a los hábitos del período exacto en el que mis actores florecen; puede ser que haya introducido poco que pueda considerarse moderno, pero, por otra parte, es muy probable que haya confundido las costumbres de dos o tres siglos e introducido, durante el reinado de Ricardo I, circunstancias más tardías que las de aquella época. Es mi consuelo que errores de este tipo se les escaparán a la mayoría de los lectores y que podré compartir el poco merecido aplauso de aquellos arquitectos que en el gótico moderno no dudan en introducir, sin regla ni método, ornamentos propios de diferentes estilos y de diferentes períodos del arte. Aquellos cuyas extensas investigaciones les hayan dado los medios para juzgar mis deslices con mayor severidad, probablemente serán indulgentes en la misma proporción en que conocen la dificultad de mi labor. Mi honesto y desaliñado amigo Ingulphus me ha proporcionado más de una pista valiosa, pero la luz arrojada por el monje de Croydon y Geoffrey de Vinsauf48 se ensombrece por la acumulación de material poco interesante e ilegible, por lo que hui, para mi alivio, a las deliciosas páginas del elegante Froissart49, aunque floreciera en un período más moderno que el de mi historia. Si, por lo tanto, mi querido amigo, tiene usted la suficiente generosidad como para perdonar mi presuntuoso intento de colocar sobre mi frente una corona de juglar, en parte confeccionada con las perlas de la más pura antigüedad y, en parte por las piedras de Bristol y por bisutería, a las que me atreví a imitar, estoy convencido de que su opinión sobre la dificultad del trabajo le reconciliará con la forma imperfecta en que se ha ejecutado.
Sobre mis fuentes poco tengo que decir: pueden ser encontradas fundamentalmente en el mismo manuscrito anglonormando que sir Arthur Wardour conserva con muchísimo celo en el tercer cajón de su armario de roble, sin dejar que casi nadie lo toque, sin ser él mismo quien lea una sola sílaba de su contenido. Yo jamás hubiera conseguido su consentimiento en mi visita a Escocia para leer en aquellas preciosas páginas durante horas, si no llego a prometerle que lo diseñaría con algún tipo de impresión enfática como El Manuscrito Wardour50, concediéndole así la relevancia de la caligrafía del manuscrito Bannatyne, el de Auchinleck51 y cualquier otro monumento de la paciencia de un amanuense del gótico. Le he enviado, para su consideración privada, una lista de los contenidos de esta curiosa pieza, que quizá adjunte, con su aprobación, al tercer volumen de mi relato, en caso de que el demonio del editor continuara interesado en copiar la versión completa de mi narración.
Adieu52, mi querido amigo; ya he dicho lo suficiente para explicar, si no justificar, el intento que he realizado y que, a pesar de sus dudas y de mi propia incapacidad, todavía estoy deseoso de ver que no fue en vano.
Espero que ya se haya recobrado de su acceso primaveral de gota y me sentiría dichoso si su ilustrado médico le hubiera aconsejado un viaje por estas tierras. Varias curiosidades se han excavado cerca de las murallas y también en la antigua estación de Habitancum. Hablando de esto último, supongo que ya conocerá usted las noticias: un mohíno y torpe patán ha destruido la antigua estatua, o mejor, el bajorrelieve, popularmente llamado Robin de Redesdale. Parece ser que la fama de Robin atrae, con el ascenso de las temperaturas, más visitantes de los que conviene en un páramo en el que cada acre apenas vale un chelín. Reverendo, como usted mismo se denomina, sea vengativo por una vez y rece conmigo para que el patrón sea visitado por el mal de la piedra, como si tuviera todos los fragmentos del pobre Robin en esa región de las vísceras en donde se asienta la enfermedad. No cuente esto en Gath, para que los escoceses se regocijen de que por fin han encontrado un ejemplo paralelo entre sus vecinos de aquel bárbaro hecho de la demolición del Horno de Arturo. Pero las lamentaciones no tienen fin cuando tratamos de tales temas. Mis más respetuosos saludos a Miss Dryasdust. Me atreví a ajustar sus anteojos a la medida de su presupuesto durante mi último viaje a Londres y espero que los haya recibido sanos y salvos y los encuentre satisfactorios. Envío esto por un correo que desconoce la naturaleza del mismo, así que probablemente tardará más tiempo del previsto53. Las últimas noticias que tuve de Edimburgo son que el caballero responsable de la Secretaría de la Sociedad de Antigüedades es el mejor redactor amateur54 de inventarios de ese reino y que se espera mucho de su experiencia y entusiasmo en descubrir aquellos especímenes de antigüedades nacionales que se desmoronan con el lento paso del tiempo o que son arrinconados por el gusto moderno con el mismo instrumento destructor que utilizara John Knox en la Reforma55. Una vez más adieu; vale tandem, non immemor mei56. Créame, mi reverendo y muy querido sir.
Su más fiel y humilde servidor,
Laurence TEMPLETON
TOPPINGWOLD, junto a Egremont,
Cumberland, nov. 17, 1817.
23 Siglas de Fellow of the Antiquarian Society, es decir, «Miembro de la Sociedad de Anticuarios».
24 «Sea dado al más digno». (En latín en el original).
25 James MacPherson (1736-1796). Escritor escocés que se hizo célebre por su recopilación de los Poemas de Ossián, que pretendía haber traducido en prosa de la antigua lengua gaélica.
26 Debe referirse a Ana Estuardo (1665-1714), reina de Gran Bretaña e Irlanda, hija de Jacobo II (1633-1701) y Ana Hyde. En cuanto al «período de la Revolución», debe tratarse de la Revolución Gloriosa que tuvo lugar en 1688 y que terminó con el reinado de Jacobo II tras el desembarco de Guillermo, futuro Guillermo III de Inglaterra y esposo de María, hermana de Ana Estuardo.
27 El kendal verdeera una tela basta de color verde que llevaban los campesinos.
28 Se trata de Roy MacGregor (1671-1734), célebre bandido escocés que solía firmar como «Rob Roy» por el color rojo de su pelo (Red Rob, es decir «Rob el Rojo»). Basándose en él, Walter Scott escribió Rob Roy (1818), una de sus «Novelas de Waverley», en la que presenta un esmerado cuadro de la sociedad inglesa del siglo XVIII.
29 Caledonia es el nombre antiguo de las tierras de Escocia.
30 Se refiere a Naamán (2 Reyes5, 12).
31 Lucano (39-65). Poeta latino de origen hispano. Era sobrino de Séneca y escribió, entre otras, Descendimiento de Orfeo a los Infiernos y Farsalia o Guerra Civil, en la que narra la guerra entre César y Pompeyo. La bruja a la que se refiere es Ericto, mujer de Tesalia a la que consultó Pompeyo en su guerra contra César (Farsalia).
32 «Ella, buscando las entrañas frías en la muerte, encuentra las fibras de rígido pulmón incorrupto y sin herida y busca los poderes del discurso en el cadáver». (En latín en el original). Esta cita pertenece a Lucano (Farsalia 6, 629).
33 El valle de Josafat es el del Cedrón, entre Jerusalén y el Monte de los Olivos. Uno de los textos de la Biblia sitúa en este valle el Juicio Universal.
34 Las Highlands («Tierras Altas») es el territorio escocés del norte, cuya capital es la ciudad de Inverness.
35Manor es la tierra que en Inglaterra estaba bajo el sistema feudal y que en una parte era utilizada por el señor del feudo y en otra estaba bajo arriendo para campesinos y granjeros que pagaban una renta en especies y en trabajo.
36 «Vida privada». (En francés en el original).
37 Se trata de Robert Henry (1718-1790), autor de una historia de Inglaterra.
38 Joseph Strutt (1749-1802). Artista, grabador, anticuario y escritor de las costumbres inglesas. Entre otras obras, escribió Queen-Hoo Hall (mencionada más adelante), que quedó incompleta. Walter Scott la terminó y parece ser que le influyó a la hora de escribir las «Novelas de Waverley».
39 Sharon Turner(1768-1847). Escribió la Historia de Inglaterra desde el período temprano de la conquista normanda (1799-1805), que constituye la primera fuente de los hechos narrados en Ivanhoe.
40 Horace Walpole (1717-1797), conde de Oxford. Escritor británico. Se refiere a su novela El castillo de Otranto (1764), obra de misterio y terror por la que se le considera uno de los iniciadores de la «novela negra».
41 George Ellis (1753-1815). Editor y escritor. Era miembro de la Royal Society y de la Society of Antiquaries y, además, amigo personal de Walter Scott. Escribió el Compendio de antiguas novelas de caballería en verso entre 1805 y 1811.
42 William Caxton(1422-1491). Impresor inglés. Fue el que imprimió el primer libro en Inglaterra. En su imprenta trabajaba Wynken de Worde, quien heredó el negocio y fue el primero en utilizar en Inglaterra el tipo itálico (1524).
43 Se refiere a Antoine Galland (1646-1715), orientalista francés que tradujo parcialmente Las mil y una noches entre 1704 y 1717.
44 Geoffrey Chaucer (1340-1400). Poeta inglés autor de los Cuentos de Canterbury, relatos en verso que siguen la inspiración del Decamerón de Boccaccio. Su fecha de composición oscila entre 1386 y 1400.
45 Thomas Chatterton (1752-1770). Poeta británico que imitó en su obra las lecturas medievales. Al ver rechazados sus poemas, se suicidó.
46 La cita es de la escena 1.ª del acto III de El mercader de Venecia, de WilIiam Shakespeare. El diálogo, que vuelve a aparecer al principio del capítulo V, corresponde a Shylock, el rico judío protagonista de la obra.
47Yeoman o su plural yeomen tiene varios significados. Uno de ellos es el que denomina al dueño de unas tierras que trabaja y cuyo rango es inferior al de franklin; también se refiere al asistente u oficial en la corte del rey o en la casa de algún noble que realiza tareas domésticas y cuyo rango está entre el de un paje y un escudero. Por último, significa «soldado». Hemos mantenido el término inglés ya que ilustra mejor el estamento social que representa en la primera definición, como es el caso de este personaje. Cuando la palabra equivale a «soldado», lo hemos traducido como tal.
48 Geoffrey de Vinsauf fue un retórico medieval de finales del siglo XII y comienzos del XIII. En cuanto a Ingulphus de Croyland, y no «Croydon»,se le supuso durante cierto tiempo autor de Historia de Croyland, basada en una crónica del siglo XIV.
49 Froissart (c. 1337-1400). Fue un cronista francés que escribió las Crónicas que narraban los acontecimientos ocurridos en Europa entre 1325 y 1400. Solo se preocupó de relatar la aventura, pasando por alto los hechos históricos objetivos y no deteniéndose ante errores cronológicos, de topografía y de toponimia.
50 Sir Arthur Wardour es un personaje de El Anticuario, de Walter Scott, y nuestro autor nos hace creer que es él quien posee El Manuscrito Wardour, invención que es probable que sea una estratagema literaria con la que dotar de mayor verosimilitud y autoridad a la novela.
51 El manuscrito Bannatyne fue compilado por George Bannatyne (1545-1608). Es una colección de los poemas de la literatura escocesa de los siglos XV y XVI. El de Auchinleck es un manuscrito iluminado del siglo XIV. Su primer propietario fue Alexander Boswell, lord Auchinleck, que lo donó en 1744 a la que sería la Biblioteca Nacional de Escocia.
52 «Adiós». (En francés en el original).
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