Jacques el Fatalista - Denis Diderot - E-Book

Jacques el Fatalista E-Book

Denis Diderot

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Beschreibung

La importancia del papel de Diderot dentro de la novelística del siglo XVIII lo sitúa, junto a Sterne y Jean-Paul, como uno de los grandes precursores y uno de los primeros autores en cuestionar las bases sobre las que se asienta este género, que, por aquel entonces, comenzaba a imponerse a todos los demás. Obras como "Tristram Shandy" y "Jacques el Fatalista" quiebran el esquema clásico que servía de base a la narrativa desde la época de Cervantes y suponen una ruptura considerable con respecto al rigor estructural con que habían sido construidas las novelas de sus antecesores.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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DENIS DIDEROT

Jacques el Fatalista

Edición de Juan Bravo Castillo

Traducción de Juan Bravo Castillo

Índice

INTRODUCCIÓN

Diderot y la puesta en cuestión de la novela

Tras las huellas de Richardson

Apuntes biográficos

El gran reto: la Enciclopedia

Diderot novelista

El sobrino de Rameau: la novela dialogada

Tras las huellas de Sterne: Jacques el Fatalista

Estructura de Jacques el Fatalista

El viaje de Jacques y de su amo

La vida y los amores de Jacques

Los relatos anexos

Las intervenciones de Diderot

Los personajes

El amo

Jacques

Las condiciones sociales: pintura y sátira

Una antinovela

Crítica del género novelesco

Una parodia de lo novelesco

Una nueva modalidad de novela

Alcance filosófico de la novela

Determinismo y fatalismo

El problema de la libertad

El escepticismo de Diderot

El problema de la moralidad

De la duda a la prueba

Alcance moral de la novela

Cuento filosófico o cuento moral

La dignidad del hombre

Una ética de la cordura

BIBLIOGRAFÍA

JACQUES EL FATALISTA

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

DIDEROT Y LA PUESTA EN CUESTIÓN DE LA NOVELA

LA importancia del papel de Diderot dentro de la novelística del siglo XVIII no hace más que incrementarse en la actualidad, hasta el punto de que son muchos los que ya le consideran —junto a Sterne y Jean-Paul— uno de los grandes precursores, uno de los primeros en cuestionar las bases sobre las que se asienta este género que por aquel entonces comenzaba a imponerse a todos los demás, uno de los iniciadores de lo que, dos siglos más tarde, bautizaría Nathalie Sarraute como la Ère du soupçon. Un papel comparable, en cierto modo, al que desempeñarían, en la primera mitad del siglo XX, Proust, Joyce o Musil, deconstruyendo la unidad novelesca y poniendo en tela de juicio la coherencia del relato mismo. Obras como Tristram Shandy y Jacques el Fatalista de Diderot quiebran el esquema clásico que servía de base a la narrativa desde la época de Cervantes y suponían una ruptura considerable con respecto al rigor estructural con que habían sido construidas las novelas de sus antecesores.

Tras las huellas de Richardson

Ahora bien, las novelas de Diderot, que tanta fascinación ejercen en la crítica contemporánea, aunque escritas en la misma época que La nueva Eloísa de Rousseau, ya sea porque fueron pergeñadas como un simple pasatiempo, ya sea porque el propio Diderot se diera perfecta cuenta de que resultaban demasiado audaces para su época, tan solo vieron la luz, en ediciones irrelevantes, en los últimos años de su vida y, definitivamente, en los primeros años del siglo XIX. De ahí que su influencia fuera nula en su siglo y solo empezaran a hacerse notar en la época de Balzac y Stendhal. Es evidente que la despreocupación con que fueron escritas El sobrino de Rameau y Jacques el Fatalista, sin tener en cuenta los hábitos de lectura de un público como el de la época de Diderot, condiciona decisivamente tales experimentos narrativos. Es difícil, en efecto, encontrar en la historia de la literatura semejante eclosión escritural: Diderot, que sintió como pocos la necesidad de revolucionar todas las artes, partiendo de las experiencias narrativas de Richardson y Sterne —y, por supuesto, Cervantes—, aborda la novela con espíritu abierto y mirada renovada, sobrepasando a todos sus antecesores, poniendo una y otra vez en cuestión la novelística tal y como ellos la entendían, parodiándola y explotando todas sus virtudes hasta acabar erigiéndose, como lo califica Javier del Prado1, en el auténtico alambique de la experimentación narrativa de su siglo.

Y es que, si grande es la deuda de Diderot con Sterne, justo es reconocer que el inicio de su reflexión teórica se sitúa a raíz del impacto que produce en él la lectura de Clarissa Harlowe de Richardson, admiración que se concreta en su Elogio de Richardson (Éloge de Richardson), ensayo de estética literaria que, en determinados momentos, adquiere el sesgo de un manifiesto. Partiendo del ejemplo de Richardson, Diderot condena rotundamente la novela heroica y frívola, y aconseja el rechazo de toda introspección psicológica, tan puramente francesa, en provecho de la captación dinámica de los caracteres por medio de la acción y el discurso. Denuncia Diderot, asimismo, la tentación del alejamiento gratuito en el tiempo y en el espacio, a la vez que sugiere que los personajes sean extraídos del común de la sociedad y no de entre los seres excepcionales. Y, pasando finalmente del plano del realismo al de la moral, exalta el ejemplo de la novelística inglesa de su siglo por el mérito de proponer una moral en acción que incite a la virtud y al ejemplo: «Gracias a Richardson —escribe— he amado más a mis semejantes, he amado más mis deberes».

Tales razonamientos pueden parecer un tanto banales si tenemos en cuenta que determinadas obras —cual es el caso de las novelas de Marivaux, La vida de Marianne (1731-1741) y El campesino advenedizo (1734-1735)— se situaban plenamente en esa línea. Sí se muestra Diderot más audaz cuando sugiere, sin extraer todas las consecuencias, que la atención prestada por el novelista a los pequeños detalles significativos y a los caracteres ordinarios acabará por expresar las manifestaciones excepcionales de la pasión o de la voluntad cuando, casualmente, estas se presenten; lo que equivalía a reclamar para el novelista la ambición de aprehender la vida en su totalidad: lo normal y lo excepcional imbricados.

Diderot, sin embargo, no sigue a Richardson al pie de la letra. Su labor novelística, tan personalísima, lleva el sello, como todo el resto de su obra —incluida su correspondencia—, de su excepcional personalidad. Gracias a su genio y a su increíble capacidad discursiva, Diderot ideará un modelo de novela dialogada, inspirada en la novela epistolar, aunque rebasándola. Diderot, jamás lo ocultó, admiraba la novela epistolar por su capacidad para generar un relato merced a la simple confrontación y entrecruzamiento de voces y de puntos de vista, sin precisar del concurso de un autor o de un narrador stricto sensu, que a menudo queda relegado al papel marginal de editor de la correspondencia. Semejante entrecruzamiento de voces y de puntos de vista —es decir, el dialogismo y la polifonía de la novela epistolar— será una constante de su obra a partir, sobre todo, de El sobrino de Rameau, pero —y eso es lo importante— sus novelas pondrán de manifiesto, primero, que no es imprescindible la ficción de un intercambio epistolar para que se dé la polifonía en una obra; y, segundo, que la diversidad de voces no conlleva necesariamente la supresión del autor. Diderot renueva y profundiza, pues, en el dialogismo sin someterse al mecanismo de la novela epistolar. Su gran aportación al universo narrativo es el diálogo como modo efectivo de representar la realidad múltiple y contradictoria a través de perspectivas diversas e incluso opuestas, y como modo, asimismo, de que unos caracteres puedan asumirse con un máximo de verosimilitud. El diálogo respondía, por lo demás, a una necesidad íntima de Diderot, a una tendencia profunda de su compleja naturaleza, de ahí que optara muy pronto por ese procedimiento narrativo, tan novedoso para su época. Ya veremos cómo casi todos sus textos se presentan articulados de ese modo, bien a uno, bien a varios niveles dialógicos. En Diderot, el Otro, tal y como apunta Lourdes Carriedo2, sea cual sea su identidad, estimula la imaginación, así como la necesidad de comunicación y expresividad del autor, que cobran cuerpo a través de la escritura, siempre dirigida a un auditor o a un lector, según se apunta al principio de Esto no es un cuento (Ceci n’est pas un conte): «Un cuento —escribe Diderot— se hace siempre para alguien que lo escucha; y por poco que este cuento dure, rara es la vez que el que lo cuenta no es interrumpido por su auditor». Polifónico y dialógico, pues, el relato novelesco de Diderot, como tendremos ocasión de ver, es una maraña de discursos y de interpretaciones que coexisten y discrepan entre sí, coexistencia que excluye que el texto pueda cerrarse en sí mismo, agotándose en una significación unívoca.

Apuntes biográficos

Antes, sin embargo, de iniciar nuestro recorrido diacrónico por su trayectoria novelística, conviene repasar brevemente los datos más significativos de la polifacética vida de Diderot para comprobar hasta qué punto sus ansias de innovación novelística no son sino una faceta más de su sed de renovación en todas las artes. Nacido en Langres, en 1713, en el seno de una familia numerosa perteneciente a la burguesía católica (su padre era un maestro cuchillero acomodado), Denis Diderot es destinado desde muy joven al estado eclesiástico con el fin de conservar para los suyos el beneficio de un tío canónigo y, a pesar de su resistencia, recibe la tonsura a los trece años. Estudia en el colegio de los jesuitas de su ciudad natal, posteriormente en París, en el colegio d’Harcourt, y más tarde en la Sorbona, donde realiza brillantes estudios de teología. Esta primera etapa de su vida resulta decisiva, ya que, aun perdiendo la fe, adquiere un enorme bagaje filosófico y una inquietud que jamás le abandonará.

Sumido definitivamente en la vorágine parisina, Diderot no tarda en emanciparse de la autoridad paterna, manifestando un frontal rechazo no solo a la carrera eclesiástica a la que primeramente le destinaban, sino también a la carrera jurídica que posteriormente pretendía su padre que siguiera enviándolo al bufete de un compatriota, establecido como procurador en París. Rotas sus relaciones con su progenitor, inicia una etapa de su vida que se prolongará a lo largo de diez años rebosantes de experiencia humana. Como su futuro héroe, el sobrino de Rameau, Diderot vivirá la bohemia parisina ejerciendo toda clase de oficios para lograr sobrevivir: clases particulares, traducciones, redacción de sermones, artículos periodísticos y otros trabajos de librería; aprendizaje particularmente duro de la independencia y de la vida, pero fundamental en su formación. Se le ve frecuentar los cafés literarios —el Procope, la Régence—, donde entra en contacto, a principios de 1740, con Grimm, D’Alembert y, sobre todo, Jean-Jacques Rousseau, que acaba de llegar a la capital y que, durante quince años, será su mejor amigo. En 1743, desafiando una vez más la autoridad paterna, Diderot se casa en secreto con una joven costurera, Anne-Toinette Champion, unión no demasiado afortunada y de cuyo fracaso se consolará con sucesivas amantes, en particular, con una aventurera llamada Mme. Puisieux. Por fortuna, de su matrimonio con Anne-Toinette le nacerá una hija, Angélique, en 1753, a la que permanecerá profundamente vinculado toda su vida.

Fundamental resultará para Diderot, en esta etapa de bohemia, su conocimiento del inglés, que le permitirá familiarizarse pronto con las grandes obras inglesas contemporáneas, tanto literarias como filosóficas. Sus contactos con los filósofos y escritores que frecuentan los cafés parisinos, unido a sus continuas lecturas, empiezan a orientar lo que será su vocación. En 1745, concretamente, el librero Le Breton le propone una traducción de la Cyclopaedia del inglés Chambers. El título francés de la obra será l’Encyclopédie. Ese mismo año, Diderot publica una traducción —aunque más vale llamarla adaptación— de una obra de Shaftesbury, el Ensayo sobre el mérito y la virtud (Essai sur le mérite et la vertu), acompañado de notas y reflexiones personales, en el que nuestro autor se afirma ya plenamente como filósofo. Desde sus inicios como traductor, Diderot hará gala de una concepción de la filosofía como discusión, como intercambio incesante de argumentos, ya sea con otros filósofos, ya sea consigo mismo, ya sea con el lector. En vez del consabido tratado, mostrará su preferencia por otros géneros menos estrictamente definidos, como las observaciones y refutaciones, el diálogo de ideas propiamente dicho, los pensamientos y los fragmentos, procedimientos ideales para llevar a cabo su proyecto, recién concebido, de dedicarse a la lucha filosófica, erigiéndose en modelo de filósofo comprometido. De ese modo, en 1746, publica sus Pensamientos filosóficos (Pensées philosophiques), obra un tanto audaz con la que inicia sus ataques contra el cristianismo, mostrándose partidario de la religión natural.

El gran reto: la «Enciclopedia»

Al año siguiente se produce un acontecimiento en la vida de Diderot que va a condicionar todo su devenir: en efecto, el librero Le Breton, convencido de que la Cyclopaedia de Chambers está, en parte, superada, concibe el magno proyecto de una obra nueva que, también bajo el título de Encyclopédie, abordaría los últimos avances en todos los saberes con fines educativos y divulgativos. Para dirigir tan vasta empresa, Le Breton piensa en Diderot y en D’Alembert, aunque solo el primero logrará culminarla tras veintiséis años de incesante actividad, desde 1751 a 1777 (D’Alembert diría adiós al proyecto en 1758, asustado por las terribles dificultades de toda índole que continuamente se vieron obligados a arrostrar los directores).

La tarea inmensa a la que se consagra desde 1746 no le impide proseguir una obra personal extremadamente variada. Así, en 1747 da a la luz El paseo del escéptico (La Promenade du Sceptique), y un año más tarde se aventura por primera vez en el ámbito de la novela, con un libro filosófico y libertino, Las joyas indiscretas (Les Bijoux indiscrets). El pensamiento de Diderot, a todo esto, no deja de radicalizarse, pasando de un vago deísmo a un escepticismo, para orientarse hacia un franco materialismo en su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven (Lettre sur les aveugles à l’usage de ceux qui voient, 1749). La edición de esta obra le supone unos cuantos meses de arresto en la prisión de Vicennes, arresto que hará de él un individuo más cauto, cualidad imprescindible para llevar a buen puerto su labor como director de la Enciclopedia. Y es que, nada más dar a la estampa, en 1751, el primer tomo de la misma, se iniciarán las hostilidades con una serie de duros ataques y alegatos de intelectuales reaccionarios, como el que lanza Palissot en su comedia titulada Los filósofos (Les Philosophes, 1760), ridiculizando cruelmente a los implicados en la Enciclopedia, ataques que no harán, a fin de cuentas, sino estimular el genio creador de Diderot, constantemente amenazado por su propio temor al fracaso.

Los veinte años que van de 1750 a 1770 serán extraordinariamente fecundos para nuestro autor, por más que, curado de su vanidad literaria y absorto en sus múltiples ocupaciones, deje muchos de sus libros inéditos. Su primera tentación en la década de los 50 es el teatro —género noble por excelencia aún—, que Diderot aspira a renovar totalmente ideando para ello un modelo de tragedia doméstica y burguesa, perfectamente explicitado en su teoría del drama burgués. A este fin compone dos piezas —El hijo natural (Le Fils naturel, 1757) y El padre de familia (Le Père de famille, 1761)—, acompañadas por sendos escritos teóricos —Conversaciones sobre el hijo natural (Entretiens sur le fils naturel, 1757) y Discurso sobre la poesía dramática (Discours sur la poésie dramatique, 1758).

Entusiasmado, asimismo, por las cuestiones de estética desde el momento en que redacta para la Enciclopedia el artículo «Beau», Diderot ahonda en ese novedoso ámbito que será la crítica de arte, encargándose de realizar puntualmente, de 1759 a 1781, las reseñas del Salón Bienal del Louvre, publicadas en la Correspondance Littéraire, revista dirigida por su amigo Grimm. El conjunto de tales ensayos aparecerían reunidos en un volumen tras su muerte bajo el título Salones. Diderot, por primera vez, trataba de establecer vínculos entre los artistas y los escritores, iniciando en los asuntos del arte a un vasto público, que prefería sus brillantes intuiciones a las relaciones áridas de los tratados artísticos.

Tampoco se olvida, a pesar de los duros avatares por los que pasa la Enciclopedia, de su vocación filosófica. Cuestiones como la naturaleza del hombre, su lugar en el mundo, solicitan constantemente su pensamiento. Uno tras otro, va dando a la estampa una serie de ensayos en los que ahonda en sus tesis: Conversación de D’Alembert con Diderot (Entretien de D’Alembert et Diderot, 1768), El sueño de D’Alembert (Le Rêve de D’Alembert, 1769), Suplemento al viaje de Bougainville (Supplément au voyage de Bougainville, 1772) y Refutación de Helvetius (Réfutation d’Helvetius, 1774).

Paralelamente a la práctica del género ensayístico —ya sea puramente filosófico o artístico—, Diderot aborda, a modo de solaz, la correspondencia y la ficción novelística. La parte más jugosa de su correspondencia —que sin duda constituye una de las cumbres de su obra— es la que, desde 1755 y hasta el momento de su muerte en 1784 —cinco meses antes que la del propio Diderot—, mantiene con Sophie Volland, burguesa cultivada que muy pronto se convierte en su amante y confidente. Pocos testimonios epistolares sobre la pasión amorosa más sinceros y entrañables que el que hallamos en las Cartas a Sophie Volland (Lettres à Sophie Volland). En cuanto al género novelístico, que es el que aquí realmente nos interesa, conviene advertir que Diderot lo practica en plena libertad y sin ningún tipo de complacencias, como veremos, de cara a un posible destinatario más o menos convencional. Tras su primera incursión en la narrativa pura con Las joyas indiscretas —novela publicada, como vimos, en 1748—, Diderot vuelve a este género, primero con La religiosa (La Religieuse) —escrita en 1760 y publicada en 1796—, a continuación con El sobrino de Rameau (Le Neveu de Rameau) —novela iniciada hacia 1762 y publicada en 1891— y, finalmente, con la que la posteridad consagraría como su obra maestra, Jacques el Fatalista (Jacques le Fataliste) —compuesta entre 1765 y 1773 y que ve la luz por primera vez en 1778. La actividad narrativa de Diderot se completa con una serie de breves relatos o diálogos de excepcional calidad: Los dos amigos de Bourbonne (Les Deux Amis de Bourbonne) y Conversación de un padre con sus hijos (Entretien d’un père avec ses enfants) —escritos en 1770—, Eso no es un cuento (Ceci n’est pas un conte, 1772)y Lamentos por mi vieja bata (Regrets sur ma vieille robe de chambre, 1772).

Hacia 1763, Diderot inicia una interesante relación epistolar con Catalina II de Rusia, a la que vende su biblioteca al objeto de dotar de ese modo a su hija, quedando como usufructario de ella hasta su muerte. Fascinado por la que él mismo calificará como la «Semiramis del Norte», en 1773, concluida ya la magna empresa de la Enciclopedia, Diderot acepta la invitación que aquella le hace y parte hacia San Petersburgo vía Holanda —donde se detiene varias semanas—. Vive como invitado de excepción de la zarina, que le colma de atenciones y para quien el francés elabora todo un programa liberal de reformas políticas, sociales y pedagógicas —su Plan de una Universidad para el gobierno de Rusia (Plan d’une Université) contiene todo un programa pedagógico desbordante de audaces sugerencias—. Al año siguiente regresa a Francia todavía deslumbrado por el encanto de la anfitriona, aunque un tanto decepcionado al comprobar las debilidades y miserias del «despotismo ilustrado».

Los últimos años de la vida de Diderot transcurren plácidamente merced a la prodigalidad de la zarina. Su salud empieza, sin embargo, a resentirse después de la actividad trepidante que ha llevado durante toda su vida, lo que no es óbice para que su inquietud se siga manifestando en muy diversos ámbitos, desde el álgebra a la mecánica. En 1777 y 1778 publica lo que serían sus dos últimas profesiones de fe filosóficas: Conversación de un filósofo con la mariscala de *** (Entretien d’un philosophe avec la maréchale de ***) y Ensayo sobre los reinos de Claudio y Nerón (Essai sur les règnes de Claude et de Néron). Su filosofía, con los años, pierde un tanto de acrimonia y amplía sus horizontes, poniendo cada vez más en duda los principios abstractos y concediendo un crédito cada vez mayor a la intuición del corazón y a la experiencia de la vida. Sigue frecuentando los salones y los cafés, pero su salud declina alarmantemente. En febrero de 1784 muere Sophie Volland, y tan solo cinco meses más tarde, el 30 de julio, fallece Diderot a consecuencia de un ataque de apoplejía, con lo que concluía una vida que el trabajo y la fidelidad a sí mismo, a sus ideas y a sus amigos habían tornado ejemplar; una vida que parecía haberse dado como único fin dar testimonio de lo mejor que hay en el hombre.

Diderot novelista

La primera incursión de Diderot en el terreno de la novela se producía, pues, como quedó dicho, en 1748, fecha en que publica Las joyas indiscretas, obra, según decíamos, libertina que refleja la sociedad licenciosa del momento a través de una acción erótica teñida de exotismo. Diderot retomaba en esta novela un argumento medieval, el de El caballero que hacía hablar a los idiotas (Le Chevalier qui faisait les cons parler), inspirándose, asimismo, en la moda oriental, muy en boga a partir de la traducción de Las mil y una noches o El sofá de Crébillon hijo. La anécdota del anillo que hace confesar a las mujeres sus deseos permite a nuestro autor mezclar el juego erótico con toda clase de reflexiones filosóficas, políticas y morales. Esta obra, calificada por el propio Diderot de «grande sottise», presentaba, empero, algunas de las constantes de lo que sería su narrativa posterior, concretamente el gusto por la ironía, la sátira y la búsqueda incesante de la verdad.

Su segunda novela, La religiosa, escrita en 1760 —aunque solo verá la luz treinta y seis años más tarde—, tiene como motivo de inspiración una curiosa mixtificación. En efecto, habiéndose empeñado el marqués de Croismare —hombre particularmente querido por el círculo de amigos que se reúne en el salón de Madame d’Epinay— en retirarse a sus posesiones de Normandía, en su deseo de atraerlo de nuevo a París, Diderot se acuerda de que el aristócrata se había interesado por una joven religiosa que solicitaba insistentemente la anulación de sus votos; sin pensárselo dos veces, Diderot, en connivencia con sus amigos, se hace pasar por esta, recabando su ayuda al marqués, que, a su vez, le responde sin sospechar lo más mínimo la patraña de que es objeto. La correspondencia se prolonga a lo largo de unos meses, pero, en vista de que la estratagema no acaba de dar resultado, ya que el marqués se obstina en permanecer en sus tierras de Normandía, al final, los embaucadores, para poner fin a su enredo, hacen caer enferma a la pobre monja y concluyen la farsa con la muerte de esta. Diderot, sin embargo, no daría por terminada la broma ahí, sino que, antes bien, cautivado por todo este asunto, entra a fondo en el tema y proyecta una larga carta en la que la protagonista femenina, una monja llamada Suzanne Simonin, pormenoriza al citado marqués de Croismare, su pretendido protector, los avatares de su vida forzosamente conventual, con objeto de granjearse su apoyo y compasión. La obra, a pesar de su envoltura epistolar, tenía todos los rasgos de una novela de memorias, semejante, en cierto modo, a La vida de Mariana de Marivaux, con la particularidad de que, en el caso de La religiosa, el estatus del destinatario difería considerablemente, puesto que aquí no se trataba de una simple amiga que insta a la protagonista a que le refiera su vida, sino de una presencia como la del marqués a quien Suzanne debe conmover.

Cabe, desde luego, preguntarse por qué Diderot sintió la pulsión de escribir tan polémica obra. La respuesta más lógica es porque tenía plena conciencia de que, como filósofo, se hallaba ante una cuestión particularmente grave: la naturaleza humana —según él— no estaba hecha para vivir aislada entre los muros de un claustro. Pero, además, había una serie de motivaciones personales: no solamente él había tenido que soportar verse internado por su padre en un convento de monjes cerca de Troyes cuando le confesó que pretendía casarse, sino que incluso sufrió la amarga experiencia de su hermana Angélica —el mismo nombre con que bautizaría a su hija—, siete años más joven que él, que profesó como monja, de pleno grado —e incluso contra la voluntad de sus padres—, en el convento de las ursulinas de Langres y que, sin que hasta ahora se haya podido averiguar nada sobre las causas, murió loca hacia 1748, con solo veintiocho años. Por lo que se refiere a la forma adoptada por la novela, es evidente que Diderot, entusiasmado en esa época por Richardson, imita el esquema de Pamela en su empeño de hacer una obra con visos de verdad, conmovedora y útil, para mostrar algo que a él le parecía fundamental, es decir, la moral en acción frente a ese tejido de acontecimientos quiméricos y frívolos que conformaban las novelas tradicionales. Es probable, incluso, como apunta Roland Desné3, que, al adoptar el esquema de Richardson —por lo que se refiere a los temas, las situaciones y la búsqueda del efecto patético—, Diderot tratara de comprobar hasta dónde era capaz de llegar el poder de la ilusión sobre el narratario intradiegético —es decir, el propio marqués— e incluso sobre sí mismo.

El tema de La religiosa, por lo demás, no era completamente nuevo, si tenemos en cuanta que ya Marivaux, entre otros, lo había abordado con el personaje de Tervire en La vida de Mariana. Lo novedoso en este caso es que, tal y como pone de relieve H. Coulet4, en tanto que para los demás novelistas este asunto constituía un motivo de conmiseración, de burla o de sátira, Diderot lo aborda desde la óptica de un estudio psicológico y sociológico, dando cuenta, por un lado, de las presiones familiares, sociales, sentimentales y físicas que hacen de Suzanne Simonin una religiosa contra su voluntad, y describiendo, por otro, con suma minucia, las diversas desviaciones de la sensibilidad generadas por el claustro: los éxtasis de Mme. de Moni, el sadismo de la madre Sainte-Christine y el lesbianismo de la abadesa d’Arpajon, superiora de Saint-Eutrope. Diderot con una capacidad de análisis digna de Marivaux, pormenoriza los efectos fisiológicos y morales que un régimen tan espartano como el del convento ejerce sobre la naturaleza ansiosa de vivir de Suzanne. Un estudio, pues, psicológico, un meticuloso análisis sociológico de una institución que, de ser un centro de oración y meditación, pasa a convertirse, como sigue apuntando Coulet5, en un instrumento de defensa social al servicio de los intereses familiares, y también en un lugar malsano, envuelto en una atmósfera de misticismo, de terror o de sensualidad enervantes, en el que Suzanne Simonin sufre una tortura comparable a la de Clarissa Harlowe de Richardson —ambas víctimas de sus respectivas familias—, por más que las sevicias que soporta aquí Suzanne por parte de una monjas perversas nos anuncien las que soportará Justina en la obra de Sade.

Una novela, pues, de tesis, con doble vertiente: la protesta airada contra las vocaciones forzadas y la denuncia del aislamiento monástico como contrario a la naturaleza y elemento deshumanizador. El testimonio de Suzanne Simonin, como nos recuerda Roland Desné6, pone en tela de juicio a una sociedad y una Iglesia concertadas para ahogar en un ser humano su natural anhelo de libertad. Las desviaciones y excesos a los que asistimos en los distintos conventos son, para Diderot, ilustraciones de un proceso variado de deshumanización que afecta necesariamente al individuo arrancado de su medio natural, el de su familia, sus amigos y sus conciudadanos. Y es que, más allá de la institución conventual, lo que denunciaba Diderot era toda una forma torcida de vivir la fe y de defenderla. La precisión casi clínica con que Diderot analizaba los traumas originados por la reclusión anunciaba, por lo demás, las ambiciones sociológicas que demostrará la literatura novelesca del siglo XIX y concretamente el realismo científico o naturalismo de Zola y los Goncourt.

No menos novedosa es la destrucción del efecto de realidad puesta en práctica por Diderot con ese prefacio-anexo final con el que nos da cumplida cuenta de cómo ha construido la ficción narrativa que habíamos leído como una historia real y verosímil. El prefacio-anexo y la correspondencia mantenida entre la pretendida monja y el marqués —incluida al final de la obra— dejaban plenamente al descubierto la enorme mixtificación, con el consiguiente riesgo, tanto mayor cuanto que, quien más, quien menos, en aquella época, procuraba reforzar los mecanismos tendentes a aportar verismo a la historia referida. Desde el momento de su publicación, fueron muchos los lectores que reprocharon a Diderot su mal gusto por sacar a la luz los sacrosantos secretos de la elaboración de la obra, incapaces de comprender que, a la larga, semejante intento de desmitificar la ilusión novelesca constituiría uno de los mayores encantos de esta novela, erigida en pionera de los futuros experimentos narrativos del siglo XX.

«El sobrino de Rameau»: la novela dialogada

Con El sobrino de Rameau, su tercera novela, Diderot alcanzaba la madurez incuestionable en el ámbito de la narrativa. Pocas historias más curiosas como la del manuscrito de esta «bomba lanzada justo en el centro de la literatura» —como la denominara Goethe—. Iniciada, como decíamos, hacia 1762 y retocada una y otra vez por Diderot a lo largo de veinte años como una especie de documento autobiográfico íntimo, El sobrino de Rameau permaneció inédita en vida del autor. Habría que esperar hasta 1805 para que viera la luz una adaptación alemana realizada nada menos que por Goethe, y sería bajo ese mismo texto, retraducido al francés, como se daría a conocer esta obra en Francia en 1821. Sucesivas ediciones, más o menos fiables, fueron apareciendo a lo largo del siglo, hasta que, en 1890, Georges Monval, bibliotecario de la Comédie Française, encontrara casualmente, en una librería de lance, una copia original de la novela de puño y letra del propio Diderot, en medio de una colección de tragedias, hallazgo que permitió fijar el texto definitivo de la novela.

La originalidad y complejidad de El sobrino de Rameau hacen de esta obra un libro difícilmente clasificable. Satírica, a la vez en el sentido habitual del término y en el sentido de «miscelánea» que entraña la etimología del término latino satura. Satírica, en tanto en cuanto pretendía ser una invectiva contra Fréron y Palissot por los feroces ataques que venían lanzando contra Diderot y su equipo de la Enciclopedia. Satura, por cuanto que ofrece un compendio, expuesto de una forma absolutamente novedosa y libre, de la mayoría de sus ideas morales y estéticas, desde la cuestión básica de fundamento de la moral y de la educación, hasta su afición por la música italiana, más apasionante y más natural, según él, que la música de Rameau.

La estructura de esta novela-conversación es extremadamente simple: se trata de un diálogo entre un «Yo» (Diderot) y un «Él» (el sobrino de Rameau) que tiene lugar en un enclave con referencia real (El Café de la Régence) y en un tiempo presente. Dentro del decurso de la prolongada conversación, se produce una alternancia entre los pasajes dialogados, que hacen progresar la acción, y los pasajes «narrados», que constituyen, en cierto modo, las bisagras y orientan la conversación hacia un tema diferente. Aunque también es posible detectar una serie de secuencias —situadas en los momentos en que el diálogo bascula—, intercaladas por Diderot para hacer posible que el «Yo» juzgue a su interlocutor, y que permiten al lector hacer sucesivos balances de la situación.

Pocas obras en la historia de la literatura producen una impresión tal de riqueza dialéctica. El diálogo parece estar sometido a los caprichos de la conversación y, sin embargo, el autor jamás pierde el hilo argumental sobre el que se articulan los diferentes temas abordados; ese hecho central sobre el que todo gravita es el cúmulo de circunstancias que han causado la desgracia del sobrino de Rameau en casa de su protector Bertin. La seducción que ejerce sobre Diderot este curioso personaje —«mezcla singular de altivez y de bajeza, de sentido común y de sinrazón»— se debe esencialmente a que es una prefiguración de lo que él mismo estuvo a punto de ser durante sus diez años de bohemia. El Sobrino pertenece a esa especie anarquista avant la lettre, parásito social, individuo marginado, pero casi siempre coherente con sus propias ideas, que en todo momento fascinó a Diderot. Individuo esencialmente frustrado y carente de respetabilidad social, el sobrino de Rameau se presenta ante nuestros ojos como otra imagen del hombre, un ser sometido a las más elementales necesidades biológicas, un ser camaleónico que vive en continua simbiosis con los diversos medios con los que se confunde, y cuyas concepciones morales, generalmente cínicas, varían según sus intereses y las necesidades del momento. La pintura que Diderot hace de él, como subraya Claude Rommeru7, tiene algo de zoológico y anuncia ya lo que será la visión balzaquiana. Lo esencial para él en todo momento es sobrevivir, aun cuando para ello haya que depender, en mayor o menor grado, de los demás.

A lo largo de la lucha dialéctica mantenida entre el «Yo» del fiósofo y el «Él» del Sobrino, cada uno de los interlocutores adquiere alternativamente preeminencia sobre el otro, lo que imprime al relato el sesgo de una curva en la que, por más que no haya vencedor ni vencido y cada cual acabe volviendo a sus ocupaciones habituales, sí puede detectarse, en determinados momentos, una ósmosis ideológica mutua, en la medida en que, como apunta Lourdes Carriedo8, el «Yo» pierde progresivamente su rigidez moral abstracta, al tiempo que el Sobrino antifilósofo llega a un momento en que incluso pronuncia frases enteras del propio Diderot, asumiendo así el pensamiento del autor y desapareciendo de ese modo la dualidad «Yo»-«Él», para pasar a configurar una entidad única desdoblada en la ficción: la del propio autor.

Con El sobrino de Rameau, Diderot daba, pues, rienda suelta a esa faceta de su personalidad reprimida y oculta tras su integración social y la asunción de su papel de filósofo comprometido, una faceta cercana al nihilismo, ese espacio íntimo en que las certezas vacilan y el vicio y la virtud tienden a confundirse. No es, pues, de extrañar que este texto de Diderot, tras permanecer inédito durante décadas, acabara fascinando, primero a Goethe —como quedó dicho—, y, más tarde, a personalidades tan significativas como Marx y Engels, siendo además objeto de brillantes análisis por parte de Hegel y de Michel Foucault, así como de numerosas reescrituras (Hoffmann, Balzac, Aragon, Thomas Bernhard, etc.) y adaptaciones teatrales.

Tras las huellas de Sterne: «Jacques el Fatalista»

Ahora bien, la gran aportación de Diderot a la novelística mundial vendría con su última novela, Jacques el Fatalista y su amo, calificada por Goethe de «enorme festín», auténtico experimento revolucionario en la línea de Sterne. Iniciada por Diderot en 1765, poco después de leer el tomo VIII de las obras de este último, donde figura Tristram Shandy, parece ser que trabajó en ella durante algo más de una década. Aparece, por primera vez, en la Correspondance littéraire de su amigo Grimm, donde apenas fue apreciada. Publicada, en parte, en alemán, por Schiller, vería finalmente la luz, junto con La religiosa, en 1796. El héroe de esta novela, Jacques, es un criado —como en Las bodas de Fígaro (Le Mariage de Figaro), de Beaumarchais—. Personaje fantasioso, cabalga, durante toda la obra, al lado de su amo y, para entretenerlo en su viaje, se compromete a contarle la historia de sus amoríos. Su relato, sin embargo, se ve continuamente interrumpido, ya sea porque las reflexiones de su amo conduzcan a ambos a otros temas de discusión, ya sea porque el propio Jacques intercale en su narración algún que otro episodio secundario, ya sea, en fin, porque, de repente, irrumpan otros personajes que, a su vez, refieren nuevas historias, algunas tan largas y apasionantes como la de marqués des Arcis y de Mme. de La Pommeraye (llevada, por cierto, al cine, por Robert Bresson, en Les Dames du bois de Boulogne).

No cabe duda de que Diderot inicia este libro plenamente consciente de actuar contra los gustos habituales de los lectores de su época y con la intención de llevar a cabo un puro divertimento. Su propósito inicial, inspirado, como decíamos, directamente en Sterne, pero siguiendo la línea narrativa de toda una tradición antinovelesca iniciada en Rabelais y pasando por Cervantes, es aprehender la realidad percibida en su totalidad, establecer una modalidad de realismo nuevo, no basado en la descripción física o psicológica, sino en el movimiento de un texto que pretende imitar la vida. Estructurado en principio —al igual que El sueño de D’Alembert y El sobrino de Rameau— como una larga conversación salpicada de continuas digresiones, de anécdotas, de metadiscursos de toda índole, aparentemente sin orden ni concierto, Jacques el Fatalista era, en realidad, un complejísimo edificio narrativo, de una novedad asombrosa, una especie de puzle hecho a base de diálogos engastados que presentaba una serie de innovaciones técnicas asombrosas y un experimento narrativo de excepcional importancia, ya no solo por lo que suponía de deconstrucción del esquema clásico del género novelesco, sino por cuanto conllevaba de reflexión sobre el propio proceso de escritura.

En efecto, acordándose de lo que ya hiciera con el prefacio-anexo de La religiosa, Diderot, en Jacques el Fatalista, intensificaba los procedimientos tendentes a la ruptura de la ilusión novelesca, y para ello no dudaba en burlarse amablemente del lector y de su proverbial curiosidad, sustrayendo una y otra vez el relato que este aguarda o interrumpiéndolo en el momento más crucial:

Como podéis apreciar, querido lector, voy por buen camino, y no dependería sino de mí haceros esperar uno, dos o tres años la narración de los amores de Jacques, separándolo de su amo y haciendo correr a cada uno de ellos las aventuras que a mí me pluguiera. ¿Qué me impediría casar al amo y hacerle cornudo? ¿O embarcar a Jacques rumbo a las islas? ¿Llevar allí a su amo y devolverlos a ambos a Francia en el mismo navío? ¡Qué fácil resulta escribir cuentos! (pág. 91).

Semejantes injerencias en el relato por parte del narrador, tan incomprensibles para el lector de la época, son, sin duda alguna, la mayor originalidad de este libro. Nunca hasta entonces —salvo en Tristram Shandy— una novela había ostentado una estructura tan sutil de diálogos engastados como la que vemos en Jacques el Fatalista. La obra, ideada, en principio, como una novela de viajes, presentaba, desde luego, una notable complejidad estructural. Por un lado, figuraba el plano de autor-narrador, y, por otro, el plano en que se movían los dos personajes centrales: Jacques y su amo. El plano de autor-narrador se desarrollaba a dos niveles: el nivel narrativo puro, en el que el autor refería, en tercera persona y adoptando un tono omnisciente, las aventuras de Jacques y de su amo; y el nivel personal, en el que el autor, haciendo abstracción de su función de narrador, se permitía todo tipo de intervenciones, manteniendo un diálogo intermitente con el lector, sembrando la ambigüedad y la duda, incurriendo en continuas digresiones e incluso refiriendo anécdotas secundarias, como la del poeta Pondichéry, la de Gousse o la de Desglands. Por lo que respecta al plano de Jacques y de su amo, un primer nivel lo ocupaba el incesante diálogo en torno a hechos vividos por los dos protagonistas a lo largo de su viaje, existiendo además un nivel narrativo secundario, producto del interés del amo por conocer la historia de los amoríos de Jacques, historia que se erige —como quedó dicho— en hilo central de la narración y que solo es referida de un modo fragmentario, viéndose constantemente interrumpida por una serie de acontecimientos anexos y de evocaciones particulares, fruto de la inagotable facundia y del flujo de las continuas peripecias en que se ven inmersos amo y criado a medida que se suceden las jornadas de viaje. Más que sus amoríos, lo que realmente nos narra Jacques es su propia autobiografía a retazos, lo cual le permite ir insertando historias de personajes relacionados con él, como su capitán, al que continuamente evoca como germen de toda su experiencia mundana, o la de su propio hermano. Algo parecido ocurrirá cuando le llegue el turno a su amo, aun cuando la historia de los amores de este sea referida de un modo más condensado y homogéneo que la del criado.

Pero existe, no obstante, otra serie de narraciones que dan al relato una mayor profundidad: se trata, en este caso, de las historias contadas por determinados personajes que los dos protagonistas encuentran en su viaje, particularmente durante su estancia en la posada del Grand Cerf, aprovechando un forzoso alto en el camino como consecuencia de la crecida del río: allí la posadera les narra con todo lujo de detalles la historia de Mme. de La Pommeraye y del marqués des Arcis, historia que la buena mujer conoce a través de su marido, a quien a su vez se la ha contado la sirvienta, que la supo a su vez de boca del criado del marqués; y, por si faltaba poco, el propio marqués des Arcis, que también está hospedado en la posada, les narra la apasionante historia de Richard y, sobre todo, la del padre Hudson. Tan vertiginoso desarrollo narrativo permite que tengamos, por un lado, las dos presencias constantes del autor y el lector al que de cuando en cuando aquel interpela —presencias que situaremos en un grado cero—; Jacques y su amo permanecerán en un grado 1; los personajes a los que aluden en sus historias y que no aparecen físicamente figurará en un grado 3. Por el contrario, los personajes que encuentran en su camino ocuparán un grado 2, en tanto que los personajes de los que estos hablan —aparezcan o no en el decurso del viaje— ocuparán un grado 4.

El resultado de tan curioso experimento era una soberbia polifonía narrativa, constituida por toda una coral de voces recitantes, y una gama inacabable de modalidades de discursos y de géneros novelescos —no olvidemos que Jacques el Fatalista, aunque, a primera vista, adoptaba la apariencia de una novela de viajes con sesgo picaresco (por más que Jacques tuviera bastante mayor espesor psicológico que cualquiera de los personajes de la tradición picaresca, y en ningún momento hallásemos en él la clara propensión de estos hacia el parasitismo), también presentaba bastantes rasgos, no solo de la tradicional novela de aventuras, sino incluso de la novela sentimental, basculando a veces hacia el erotismo y el relato subido de tono, y hasta de la novela de aprendizaje, claramente perceptibles en esa continua búsqueda, por parte de los personajes principales, de una cierta cordura y de una verdad que continuamente se sustrae—. Más allá, no obstante, de las vertiginosas peripecias del viaje, del continuo deambular de los dos viajeros, de las historias desiguales y disimétricas de sus amores, o de aquellas otras de los personajes adventicios con quienes se encuentran, Jacques el Fatalista entrañaba una profunda reflexión de carácter social, moral y filosófico o metafísico. Social, por cuanto que, al igual que en las citadas Bodas de Fígaro, se invierte la tradicional subordinación amo/criado. Jacques es el que verdaderamente dirige el juego, en tanto que su amo queda reducido a un papel un tanto secundario, contrastando la pasividad de este con la vivacidad y el temperamento de aquel. El amo, como indica Lourdes Carriedo9, personaje estático y «sin ideas en la cabeza», deviene entonces en interlocutor pasivo de Jacques, a través del cual Diderot introduce una feroz crítica de la nobleza parasitaria que tan solo «se deja vivir» y que se opone a ese criado avispado no solo en cuanto a su extracción social, sino también en cuanto a su filiación ideológica. Jacques, además, merced a su ingenio, y tras dejar relegado a su amo en el plano de la inteligencia, se convertía en la imagen especular del escritor, del intelectual, encargado de entretener a sus amos, sacándolos de la abulia en que estos vivían. Moral y filosófica, por cuanto que Diderot, en Jacques el Fatalista, prolonga su reflexión sobre el determinismo. Jacques es fatalista de la misma manera que Cándido de Voltaire comenzaba por ser optimista. Jacques profesa una filosofía aprendida de su capitán, que, a su vez, la toma de Spinoza, de la misma forma que el alumno del pseudofilósofo Panglos recitaba las ideas de Leibniz, reinterpretadas por Wolf. El determinismo es motivo de preocupación fundamental para Jacques, lo que le vale el sobrenombre de «fatalista», y una y otra vez le hace repetir que «todo está escrito allí arriba», leemos nada más arrancar la obra:

¿Cómo se conocieron?: Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¡Qué os importa! ¿De dónde venían? De un lugar muy cercano. ¿Adónde iban? ¿Acaso tenemos idea de adónde vamos? ¿Qué decían? El amo no decía nada, y Jacques decía que su capitán decía que todo cuanto nos acontece de bueno y de malo en este mundo está escrito en el cielo (pág. 89).

Las primeras líneas de Jacques el Fatalista establecen, pues, categóricamente que toda libertad es ilusoria, y que, en consecuencia, no se puede juzgar a los hombres más que por acciones de las que ellos no son responsables; nos dice el narrador a este respecto:

Jacques no sabía nada de vicios ni de virtudes y pretendía que la gente nace feliz o desdichada. Cada vez que oía hablar de recompensas y castigos, se encogía de hombros. A su entender, la recompensa es el estímulo de los buenos, y los castigos, el miedo de los malvados. «¿Qué otra cosa puede ser —decía—, si la libertad no existe y nuestro destino está escrito allí arriba?» (págs. 274-275).

Sin embargo, llegado el momento de la verdad, por muy convencido que parezca de ese fatalismo que sin cesar aflora en sus labios, su comportamiento revela las flaquezas de semejante filosofía, pues viene a ser, más o menos, el de todo el mundo. Declara más lejos el narrador:

Según este sistema, alguien podría llegar a creer que Jacques ni se alegraba ni se afligía por nada; lo cual, sin embargo, no era así: se comportaba poco más o menos como vos, lector, y como yo. Daba las gracias a su bienhechor para que le siguiera prodigando todavía más bienes. Se enfurecía contra el hombre injusto, y si alguien le objetaba que se parecía al perro que muerde la piedra que lo ha golpeado, respondía: «Nada de eso, la piedra mordida por el perro no se enmienda, mientras que al hombre injusto se le puede cambiar con una buena estaca». A menudo era inconsecuente como vos y como yo, y proclive a olvidar sus principios, excepto en algunas circunstancias en que su filosofía lo dominaba por completo. Era entonces cuando decía: «Esto tenía que suceder, ya que estaba escrito allí arriba» (págs. 275-276).

De hecho, el fatalismo de Jacques viene a ser, más que nada, una disposición afectiva, una especie de renuncia de la voluntad, un abandono a un desconocido destino. Al igual que Diderot, que rechazaba todo sistematismo, Jacques es una figura novelesca compleja, en modo alguno predeterminada, que encarna esa gran paradoja del ser humano que, a la vez que experimenta el sentimiento de la fatalidad, reivindica constantemente su libertad.

ESTRUCTURA DE «JACQUES EL FATALISTA»

Pese a la impresión deslavazada que produce su lectura, Jacques el Fatalista obedece a una composición rigurosa. Su estructura se basa en cuatro elementos fundamentales, fácilmente discernibles:

— el viaje de Jacques y de su amo;

— la historia de los amores de Jacques;

— los relatos anexos de los personajes secundarios;

— y las intervenciones personales de Diderot.

Ahora bien, en lugar de tratar tales elementos de una forma consecutiva (o paralelamente), Diderot se complace combinándolos entre ellos. Apenas iniciado el relato de sus dos personajes, lo interrumpe para dejar que Jacques cuente sus amoríos; a su vez, Jacques se ve interrumpido ora por un viajero, ora por un compañero de posada, ora por el propio Diderot. De ese perpetuo entrecruzamiento se deriva lo aparentemente deshilvanado de la novela. De ahí que, para mejor comprender la construcción de esta novela,se haga preciso analizar sus elementos por separado.

El viaje de Jacques y de su amo

El objetivo principal de la novela es referir el viaje de Jacques y de su amo. Dicha trama novelesca suscita en un principio cuatro preguntas: ¿Cuándo tiene lugar ese viaje? ¿Cuál es su destino geográfico? ¿Cuáles son sus principales episodios?, y, sobre todo, ¿cuáles son los motivos de dicho viaje?

Herido en la rodilla en la batalla de Fontenoy, que acaeció el 11 de mayo de 1745, Jacques reconoce llevar «veinte años» cojeando. De donde se deduce que el viaje tiene lugar hacia 1765.

Más difícil resulta precisar adónde se dirigen amo y criado, ya que Diderot se complace en desorientar a sus lectores, y, una y otra vez, rehúsa decirles adónde van sus personajes. El nombre de la ciudad de Conches permite, sin embargo, pensar que se trata de Conches-en-Ouche, en Normandía, región que Diderot conocía muy bien.

No cabe duda de que el viaje en cuestión tiene poco interés en sí. Durante los nueve días que dura, no se produce ningún acontecimiento notable. Los principales episodios son estos: el encuentro con un cirujano y la parada en la posada en la que se hospedan los bandidos (2.ª jornada); el paso de un convoy fúnebre y de una banda armada (4.ª jornada); la recuperación del reloj olvidado y de la bolsa perdida; las fantasías del caballo del verdugo (4.ª jornada); luego, de nuevo, otro alto en el camino, muy largo esta vez, en una posada (5.ª, 6.ª y 7.ª jornadas). No se trata en definitiva más que de lances sin gran importancia. Si bien es cierto que Jacques el Fatalista es una novela del camino, de viaje, en modo alguno podemos decir que estamos ante una novela de aventuras.

Para no perderse en los meandros de la misma, conviene tener en cuenta dos cosas: en primer lugar, lo que, en la mente del amo, justifica el viaje; y, en segundo lugar, la manera en que Diderot narrador presenta las razones del amo.

1. En la mente del amo, el viaje tiene una doble finalidad. El amo viaja, en principio, por asunto de negocios. Luego, y en vista de que el camino les lleva a la región donde viven los padres putativos del niño (hijo natural del caballero de Saint-Ouin), el amo aprovecha la ocasión para visitarlos: «No está lejos del lugar adonde nos dirigimos; y aprovecho esta circunstancia para pagar lo que le debo a esa gente, llevarme al niño y ponerlo a aprender un oficio». Los «negocios» constituyen, pues, el objetivo principal del viaje; el aprendizaje del bastardo sería, pues, un objetivo secundario y ocasional.

2. Ahora bien, en su forma de presentarlos, Diderot invierte dichas razones. En ningún momento deja claro que los «negocios» sean el objetivo principal de la novela. Esa obstinada e irónica negativa a indicar la naturaleza de esos «negocios», despoja al objetivo primero de la novela de toda consistencia y de todo interés para el lector. Su importancia se reduce tanto más cuanto que, cuando estos quedan zanjados, la novela no concluye. El hecho de que la obra prosiga todavía una docena de páginas más tiene como consecuencia que el objetivo secundario del viaje (el aprendizaje del bastardo) se convierta, para el lector, en el objetivo principal. Invierte así Diderot el orden de prioridades: lo que el amo considera esencial, se torna (para el lector) en lo menos importante. Esta inversión de las prioridades nos pone en guardia sobre el error de tomar dicho viaje como objetivo principal del libro.

La vida y los amores de Jacques

Sobre Jacques, su vida y sus amores, Diderot nos aporta, por el contrario, muchos más detalles. La dificultad estriba, una vez más, en la manera en que presenta los hechos. Por un lado, dilata el tiempo del relato: breves episodios de la vida de Jacques son referidos con todo lujo de detalles; en tanto que largos períodos quedan resumidos en unas cuantas líneas: los doce primeros años de la infancia de Jacques, por ejemplo, apenas ocupan dos páginas, en tanto que su iniciación sexual se dilata a lo largo de veintiuna.

Por lo demás, Diderot altera la cronología de los acontecimientos, de tal manera que, por ejemplo, el episodio de la herida en la rodilla aparece antes de la disputa con su padre, que fue precisamente el origen del alistamiento de Jacques en el ejército (y, por consiguiente, de su participación en la batalla de Fontenoy y de su herida). Es al propio lector, pues, a quien corresponde reconstruir la cronología.

Veamos cuál sería el orden cronológico de los acontecimientos:

a)La infancia de Jacques en casa de su abuelo Jason;

b)Su adolescencia en el pueblo;

c)Sus conocidos y sus compañeros: Justine, Bigre padre e hijo;

d)La pérdida de su virginidad con Suzanne y Marguerite;

e)La pelea con su padre;

f)El alistamiento en el ejército;

g)La admiración de Jacques por su capitán;

h)Su herida en la batalla de Fontenoy;

i)Las distintas fases de su curación;

j)El encuentro con Denise;

k)La promesa de boda;

l)Los sucesivos empleos de Jacques como criado hasta el momento de la acción del relato;

m)El encarcelamiento (tras la muerte de Saint-Ouin);

n)Los meses de bandolerismo con Mandrin y su banda;

o)El retorno definitivo al castillo de Desglands;

p)La boda de Jacques con Denise.

La historia de Jacques llega a su desenlace una vez concluida la historia del amo, y la novela acaba con ese desenlace. Todo ocurre, pues, como si la historia de Jacques constituyese la intriga principal de la obra. Sin embargo, las tres versiones que Diderot ofrece de dicho desenlace denotan que se trata de una ilusión: ni la intriga del amo ni la de Jacques representan la intriga principal.

Los relatos anexos

La mayor parte de los personajes secundarios se convierten en narradores en un momento u otro. En efecto, de modo parecido a Diderot, que refiere el viaje de Jacques y de su amo, cada uno de ellos cuenta a Jacques y a su amo la historia de uno de sus conocidos. De ahí la cantidad de relatos anexos que siembran el relato y que podemos reagrupar en tres grandes categorías.

1.ª.Los relatos puestos en labios de Jacques y que conciernen a personajes más o menos directamente vinculados a él, que ha conocido o de los que ha oído hablar. Se trata de: 1. La historia del capitán, traída a colación a raíz del encuentro con el convoy fúnebre; 2. La historia de Le Pelletier, injertada sobre la historia misma del capitán; 3. La historia del padre Ange, amigo del propio hermano de Jacques.

2.ª.Relatos referidos por personajes que Jacques y su amo se encuentran a lo largo del viaje. Tal es el caso de la historia del marqués des Arcis y de Madame de La Pommeraye, relatada por la mujer del posadero; y de la historia de Richard y del padre Hudson.

3.ª.En el curso de la conversación que mantiene con su lector, Diderot hace alusión asimismo a historias de las que ha sido testigo o que ha oído. Tal es el caso de la historia del poeta de Pondichéry, de la de Gousse y de la del intendente, amante de la pastelera.

Entre estas categorías de relatos existen, sin embargo, relaciones sutiles, más o menos directas. De ese modo, cuando la mujer del posadero cuenta la historia del marqués des Arcis, este no solo se encuentra personalmente en la posada, sino que incluso está durmiendo en la habitación contigua. Al día siguiente, cuando el marqués des Arcis refiera la historia de su criado Richard al amo de Jacques, Richard estará precisamente conversando con Jacques. Así, una serie de vínculos, al menos de entrada, unen a los distintos narradores. Cada uno, o casi, es alternativa o indistintamente objeto de una historia (se habla de él) y autor de una historia (habla de cualquier otro). En el mundo de Jacques el Fatalista, el estatus de autor y el del personaje se tornan imprecisos e inestables, pasando cada uno de uno a otro.

Las intervenciones de Diderot

En tanto que en las novelas tradicionales (como ocurre, por ejemplo, en las de Balzac, Flaubert o Zola), el autor tiene buen cuidado de disimularse detrás de sus personajes, Diderot, como hará Stendhal, multiplicará sus intervenciones en primera persona. Podemos dividir estas intervenciones en cuatro grandes categorías.

1.ª. Diderot interviene para dar crédito o no a tal o cual episodio del relato. Actúa así como garante de la exactitud de las palabras referidas: «Esa fue, punto por punto, la conversación que mantuvieron el cirujano y mis hospederos» (pág. 126). O cuando atestigua la autenticidad de la historia de Madame de La Pommeraye: «Lo sé de buena tinta», escribe (pág. 256). Pero, al contrario, Diderot rehúsa en determinadas ocasiones separar lo falso de lo verdadero cuando le dice, por ejemplo, a su lector: «Sed precavido si no queréis tomar en esta conversación de Jacques y su amo lo verdadero por falso y lo falso por verdadero. Avisado quedáis y yo ahora me lavo las manos» (pág. 154). Toda esta serie de intervenciones tiene, pues, como fin legitimar el relato, diferenciándolo de las aventuras imaginarias de que consta la novela.

2.ª. Diderot enuncia sus opiniones. Por ejemplo, cuando trata de justificar la conducta de Madame de La Pommeraye:

Os rebeláis contra ella, en vez de comprender que su resentimiento solo os indigna porque sois incapaces de sentirlo con tanta profundidad (...). ¿Os habéis parado un instante a pensar en los sacrificios que Mme. de La Pommeraye había hecho por el marqués? (pág. 256).

O bien, en otros casos, Diderot da su opinión sobre obras literarias de otros autores, sobre El médico a palos de Molière, sobre El huraño bienhechor de Goldoni, sobre una fábula de La Fontaine. Sus intervenciones, en este caso, tienen una función crítica.

3.ª. Diderot se dirige directamente a su lector. Unas veces lo agrede por su negativa a ofrecerle informaciones suplementarias: «¿Qué más os da?» (pág. 91); o un poco después: «Si no os complace lo que os digo, bien podéis agradecerme cuanto dejo de decir» (pág. 95). Diderot se complace en romper la ilusión novelesca:

Como podéis apreciar, querido lector, voy por buen camino, y no dependería sino de mí haceros esperar uno, dos o tres años la narración de los amores de Jacques (...). ¿Qué me impediría casar al amo y hacerle cornudo? ¿O embarcar a Jacques rumbo a las islas? (...) ¡Qué fácil resulta escribir cuentos! (pág. 91).

Otras veces, Diderot, al contrario, seduce a su lector con la promesa de una historia o de una revelación: «Lo que voy a deciros de Gousse, el hombre que solo tenía una camisa porque solo tenía un cuerpo, no es en modo alguno un cuento» (pág. 176). E incluso hay momentos en que Diderot entabla con su lector una conversación familiar, distendida: «La verdad, me diréis, es a menudo fría, vulgar e insípida (...). “De acuerdo”. Si hay que ser verídico, que sea como Molière (...)» (pág. 127). Y de ese modo Diderot sigue explicando lo que es la verdad en el arte.

4.ª. Diderot asume las funciones de narrador y de director de escena. Como narrador, cuenta el viaje de Jacques y su amo, la historia del poeta de Pondichéry; relata el apólogo de Esopo o la historia de Gousse, e imagina cómo habría modificado el desenlace de la ya citada obra de Goldoni, El huraño bienhechor.

Como director de escena, Diderot indica, de la misma forma que lo haría un dramaturgo, la actitud que adoptan sus personajes: «El amo, a la izquierda, con gorro de dormir (...). La posadera, al fondo, frente a la puerta, cerca de la mesa, con el vaso ante sí. Y Jacques, sin sombrero, a su derecha, con los codos apoyados en la mesa» (págs. 225-226).

LOS PERSONAJES

Desde la simple silueta hasta las figuras más finamente dibujadas de Madame de La Pommeraye o del padre Hudson, Jacques el Fatalista contiene una multitud de personajes. De esa multitud emergen los dos protagonistas de la novela: Jacques y su amo. Su estatus de personajes epónimos nos obliga a estudiarlos de forma prioritaria; los demás los incluiremos en el capítulo consagrado a las condiciones sociales.

El amo

Su identidad (nombre, apellido, edad) es una incógnita. Al contrario que numerosos novelistas (Balzac y Zola, por ejemplo), Diderot en ningún momento esboza el retrato de sus personajes; se limita a hacerlos hablar, actuar, evolucionar, y será el lector el encargado de deducir quiénes son. «Contadme los hechos, reproducidme fielmente las conversaciones, y no tardaré en saber con qué clase de persona tengo que habérmelas» (pág. 361), exclama Jacques. Tal es el método de Diderot, que se lo presta a su criado. El amo se define, pues, primeramente, por su posición social: es superior; es el que manda.

Todo hace pensar que estamos ante un noble. Como ellos, lleva espada, privilegio reservado en esa época a la aristocracia. Posee, según propia confesión, un «apellido» (en el sentido de un título de nobleza, como el de marqués o conde) un «estado civil» (es decir, una posición elevada en la sociedad) y «pretensiones» concretas (una gran ambición). Sus amigos y relaciones son, por lo general, caballeros, el «caballero» de Saint-Ouin; Desglands, «señor de Miremont», el «intendente» (el gobernador) de la provincia. Su negativa a malcasarse con la joven Agathe se explica por una concepción altiva del honor, que obliga a todo gentilhombre a mantener la reputación de su estirpe. Su vanidad estalla cuando ve, indignado, cómo Denise le antepone a Jacques: a sus ojos, su cualidad de noble habría debido facilitarle todos los éxitos.

Frente a Jacques, la actitud del amo está llena de contradicciones. Unas veces, haciendo uso de su autoridad, monta en cólera, le propina abundantes bastonazos, lo injuria, lo trata de bribón, y le hace duramente sentir que un criado es un subalterno, susceptible de ser despedido a cada momento. Un amo que raramente olvida que es el amo. Otras veces, al contrario, muestra una gran benevolencia hacia su criado. Lo consuela cuando este se ve afligido por la (supuesta) muerte de su capitán, o cuando Jacques resulta herido en la cabeza después de caerse del caballo. Llega un momento incluso en que le promete atender a sus necesidades cuando alcance la vejez. Un amo, pues, que sabe, en determinados momentos, mostrarse humano, cualidad que, como pone de relieve Jacques, no es demasiado frecuente en estos.

Con todo su estatus social, su buena educación y su capacidad de escuchar (virtud nada despreciable con un criado tan charlatán como Jacques), este hombre ve cómo su prestigio disminuye a medida que avanza la acción de la novela. Aguarda «temblando» que Jacques mantenga a raya a los bandidos de la posada y pone de manifiesto un miedo indigno de un noble. En el teatro de Molière, los amos siempre eran valientes y los criados invariablemente cobardes (véase, por ejemplo, el caso de Sganarelle en Don Juan). En Jacques el Fatalista todo ocurre como si amo y criado hubieran invertido sus cualidades tradicionales.