Jane Goodall - Varios - E-Book

Jane Goodall E-Book

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Beschreibung

Jane Goodall confió en la intuición, en la paciencia y en todo lo aprendido de sus observaciones de campo para tambalear los cimientos de la ciencia. "Ahora tendremos que redefinir lo que es una herramienta, lo que es el hombre o aceptar que los chimpancés son humanos", afirmó su mentor Louis Leakey. Gracias a sus descubrimientos, las personas nos vimos ante un espejo nuevo. Tras sesenta años estudiando a los primates, Goodall descubrió que su don era la palabra y que podía utilizarla en convencernos de la necesidad de luchar por los ecosistemas del planeta. Desde que dejó África, viaja 300 días al año para difundir mensajes de amor a la naturaleza Pionera en el estudio de los chimpancés

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Seitenzahl: 210

Veröffentlichungsjahr: 2019

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JANE GOODALL

Una revolucionaria en la investigación del mundo animal

Virginia Mendoza

© del texto: Virginia Mendoza, 2019.

© de las fotografías: Age Fotostock: 110, 121, 145; Alamy/Cordon Press: 67b, 91; Album: 67a; Cortesía familia Jane Goodall: 99b; Getty Images: 44, 76, 99a, 131, 150, 169, 177, 183; The Jane Goodall Institute: 12, 21ai, 21b, 33, 61, 107a, 107b, 137, 161; Wikimedia Commons/Fred J. Arting: 21ad.

Diseño cubierta: Elsa Suárez Girard.

Diseño interior: Tactilestudio.

© RBA Coleccionables, S.A.U., 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2019.

REF.: ODBO605

ISBN: 9788491874904

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

Prólogo1 Un regalo para toda la vida2 Cumplir un sueño3 Aprender nuevos idiomas4 Los golpes del destino5 Al rescate del corazónCronología

PRÓLOGO

Hay una anécdota sobre Jane Goodall que ilustra a la perfección su conexión con los animales. Durante una de las muchas cenas a las que acude anualmente para recaudar fondos para sus proyectos, Jane vio a un perro sentado al fondo de la sala y pensó que le encantaría que el animal se acercara a ella para poder saludarlo. Mientras charlaba animadamente sobre los chimpancés, sus emociones y la necesidad de protegerlos, Jane miraba de vez en cuando al animal hasta que, al poco, este caminó hacia ella y se sentó a su lado a escucharla. Cuando Jane acabó de hablar, el perro volvió al fondo de la sala.

Esta escena es solo un ejemplo de la inagotable empatía de Jane con los animales, un rasgo de su carácter que le ha permitido relacionarse durante décadas con chimpancés salvajes para observarlos, estudiarlos y narrarnos sus experiencias. Gracias a ella y a su capacidad para convertir sus apariciones públicas en momentos especiales, casi mágicos, somos conscientes de todo lo que nos une con los primates, uno de nuestros parientes más cercanos en la escala evolutiva.

Esta empatía es completamente innata en Jane. Ya de pequeña, en el jardín de la casa de su abuela, Jane jugaba a observar la naturaleza y los animales. Con sumo cuidado y curiosidad, anotaba y dibujaba todo lo que veía. A menudo, se subía a las copas de los árboles para leer. Entre ramas y hojas devoraba novelas de Tarzán, y así empezó a forjarse un sueño: vivir en África rodeada de animales salvajes. Un sueño que ella acostumbraba a verbalizar y del que los adultos solían burlarse. Todos menos uno, su madre, Vanne, la mujer que siempre la apoyó en todo.

Es imposible entender la figura de Jane Goodall sin ella. Vanne, que había abandonado su trabajo de secretaria y su sueño de ser novelista para cuidar de sus dos hijas, fue durante toda su vida el pilar y el referente de Jane. Ella la acompañó en su primera expedición en Gombe para observar chimpancés y en muchas de las que siguieron. Ella se hizo cargo de Grub, el hijo de Jane, cuando este fue a estudiar a Inglaterra. Ella cuidaba de la casa familiar en Bournemouth, uno de los lugares favoritos de Jane en la Tierra. Ella era la amiga y la confidente, la persona que observaba sin juzgar, quien educó a sus hijas para ser buenas personas sin autoritarismos ni imposiciones. Quien le dijo a Jane «Hazlo» cuando la vida le brindó la oportunidad de viajar a África.

En ese momento, Jane había renunciado por completo a sus sueños y había empezado a asumir que trabajaría toda su vida como secretaria en Londres. Con veinte años, estaba convencida de que todo acababa allí, de que la vida era eso. Pero el destino le dio una oportunidad y Jane se aferró a ella. Una amiga de la infancia la invitó a su finca en Kenia y, una vez pisó África, Jane supo que aquel era su hogar, que quería pasar allí el resto de su vida.

Sin embargo, Jane no se habría convertido en la científica que es de no ser por otra figura imprescindible: Louis Leakey. Este antropólogo, paleontólogo y arqueólogo afincado en Kenia es crucial en la vida de Jane. Fue él quien creyó que aquella joven inglesa de aspecto frágil pero determinación de hierro podía vivir en una tienda en mitad de la selva, en Gombe, Tanzania, y observar chimpancés. Cuando Jane lo conoció, Leakey estaba intentando demostrar el origen africano de la raza humana, una idea aceptada en la actualidad, en parte gracias a sus investigaciones, pero absolutamente revolucionaria en la década de 1960. Sin embargo, Leakey era un hombre inquieto y siempre dispuesto a emprender nuevos proyectos, y el estudio de los primates era uno de ellos. Jane Goodall fue una de las tres mujeres a las que Leakey mentorizó y que prácticamente inauguraron los estudios modernos de primatología. Se conocen como «los ángeles de Leakey» y cada una de ellas se dedicó a una especie distinta: Goodall a los chimpancés, Dian Fossey a los gorilas y Biruté Galdikas a los orangutanes. Conocer a Leakey cambió la vida de Jane, la convirtió en investigadora y le permitió doctorarse en Cambridge. Sin su mentor, ella jamás habría podido acceder a los círculos académicos ni obtener el merecido reconocimiento por su increíble trabajo. Gracias a esto, Jane se convirtió en profesora de la Universidad de Stanford y logró crear un centro de investigación permanente y formación de etólogos en su campamento de Gombe.

Jane Goodall desprende una infinita serenidad. Su rostro es conocido por todos y su melena rubia recogida en una coleta baja se ha convertido casi en un icono pop. Pero lo que más impacta de ella es su mirada, una mirada tranquila y cargada de sabiduría, forjada por horas de silencio y soledad en mitad de la selva, encaramada a un árbol o escondida entre la maleza, con solo un lápiz y una libreta donde anotar sus observaciones. Jane nos descubrió así que los chimpancés no son vegetarianos, sino que comen carne, y que tienen la capacidad de fabricar y utilizar herramientas, algo que hasta entonces se consideraba un rasgo exclusivamente humano. Los descubrimientos de Jane obligaron a la comunidad científica a replantearse la definición misma de lo que era la especie humana y cambiaron para siempre la forma de estudiar y observar a los animales salvajes.

No le resultó fácil. La academia, siempre reacia a los cambios, se resistió a recibir lecciones de una jovencita sin estudios previos, que había accedido al doctorado por recomendación e insistencia de Leakey y que empleaba unos métodos poco ortodoxos. Jane, por su parte, que tenía la costumbre de poner nombres a los animales que observaba y sostenía que cada uno de ellos tenía unas características y un carácter distinto, defendió siempre sus ideas y su forma de trabajar. Y acabó ganando la partida.

En África, Jane conoció a todos los amores de su vida. Por un lado, su trabajo, pero también a sus dos maridos. El primero fue un fotógrafo de animales salvajes llamado Hugo van Lawick, que documentó sus primeros años de estudio en Gombe y con el que tuvo a su único hijo, Hugo, a quien todos conocen como Grub. El segundo fue Derek Bryceson, responsable de parques naturales del Gobierno de Tanzania, con quien Jane vivió una apasionada historia de amor y que, por desgracia, murió de manera prematura a causa de un cáncer.

La muerte de Derek en 1980 marcó un cambio en la vida de Jane, un antes y un después claro. Si hasta entonces había sido una científica y profesora universitaria, a partir de ese momento Jane abrió los ojos al mundo, descubrió las condiciones de vida de los chimpancés fuera de Gombe y decidió emprender una cruzada para defender a los animales salvajes y sus hábitats.

Desde entonces, Jane dedica trescientos días al año a viajar por todo el mundo dando conferencias y explicando las consecuencias de la deforestación, la investigación con animales o la intervención humana en los entornos naturales. Su imagen se ha convertido en sinónimo de la lucha ecologista y su voz es respetada tanto por la comunidad científica como por los círculos políticos.

A sus ochenta y cinco años, Jane sigue fiel a su lucha y a la promesa que se hizo a sí misma hace casi treinta años: dedicar todas sus fuerzas a la defensa de los animales salvajes y sus hábitats. Un mensaje que, en tiempos de cambio climático y gobiernos sin conciencia ecológica, es más vigente que nunca.

1UN REGALO PARA TODA LA VIDA

¿Qué pasó con mi sueño de ir a África? ¿Lo había olvidado? Para nada. Siempre estuve esperando mi golpe de suerte.

JANE GOODALL

Valerie Jane Morris-Goodall nació el 3 de abril de 1934 en Londres, Inglaterra, en el seno de una familia de clase media. A medida que Jane creció, heredó la resistencia de su padre, así como las dotes sociales y literarias de su madre. En la imagen anterior, la joven Jane al inicio de la década de 1940.

Trabajar de camarera no era lo que Jane había soñado para sí misma, pero no le importaba. Tenía un objetivo y necesitaba dinero para alcanzarlo. Cada mañana se despertaba antes del alba y recorría la escasa distancia que separaba su casa del hotel The Hawthorns, en la localidad costera de Bournemouth, Inglaterra. Ese breve paseo era su momento favorito del día. Era el verano de 1956 y el tiempo estaba siendo bueno. La ciudad costera rebosaba de turistas, pero a aquella hora del día el precioso muelle y la playa bañada por las aguas del Atlántico estaban aún vacíos.

The Hawthorns era un hotel coqueto, de ciento cincuenta habitaciones. Jane comenzaba su jornada sirviendo los desayunos a los huéspedes y no se marchaba hasta la noche, después de haber recogido las mesas de la cena. Al principio, su jefe, un hombre menudo de bigote canoso, había desconfiado de su aspecto frágil. Jane era una chica delgada, pálida y con un bonito pelo rubio que le daba un aspecto etéreo. «Por lo menos servirá de adorno», había pensado el hombre subestimando sus capacidades. Pero al cabo de poco tiempo, Jane se había convertido en una experta camarera. Entraba y salía de la cocina como un torbellino y era capaz de cargar sobre su brazo hasta trece platos sin perder el equilibrio ni la sonrisa. El trabajo era extenuante y solo tenía un día libre cada dos semanas. Sin embargo, los clientes dejaban buenas propinas y, junto con el sueldo, estaba consiguiendo ahorrar una buena suma.

Cada centavo que conseguía juntar iba destinado a una única cosa: comprarse un pasaje para Kenia. Tal era el propósito de Jane. Conocer África. Un día de otoño, cuando la ciudad se había vaciado ya de veraneantes, Jane reunió en su cuarto a su madre, su abuela y sus dos tías, las cuatro mujeres con las que convivía en una hermosa casa de ladrillo rojo conocida en Bournemouth como The Birches. Para otorgarle algo de suspense al momento, la joven corrió las cortinas de las ventanas y con un gesto teatral levantó la alfombra para descubrir el escondite donde guardaba el dinero.

—Creo que hay suficiente —dijo—, pero no me animo a contarlo sola.

Las mujeres, emocionadas, la alentaron a hacerlo de inmediato. Allí había un montón de billetes cuidadosamente atados. Por fuerza tenía que haber reunido suficiente. Con un ligero temblor de dedos, la joven comenzó a contar el dinero. Al terminar, sacudió la cabeza con un gesto de incredulidad y volvió a empezar. No se había equivocado. Eran doscientas cuarenta libras, la cantidad exacta que costaba un billete de barco a Kenia. Lo había conseguido. Su madre, su abuela y sus tías corrieron a abrazarla. Jane, aún sin poder creerlo, solo atinaba a murmurar: «Me voy a África, voy a ir a África, por fin».

En 1956, África era considerado un destino extraño para que una mujer blanca y europea decidiera visitarlo sola. Kenia aún era colonia británica, pero ya había empezado la rebelión de Mau Mau, formada en gran parte por miembros de la etnia kikuyu, que aceleró el proceso de independencia del país. Los rebeldes, etiquetados de esta forma por la Administración británica, pedían algo tan razonable y tan justo como que los wazungu (palabra suajili que significa «hombres blancos») se marcharan a sus casas y les permitieran recuperar las tierras de cultivo que les habían confiscado, condenándolos a la más absoluta miseria. Pero por aquel entonces poco sabía Jane de todas estas cuestiones. Ella soñaba con un África espléndida, habitada por tribus exóticas y animales salvajes viviendo en armonía, exuberante y bella, plagada de aventuras: el África de Tarzán, el héroe de las novelas de Edgar Rice Burroughs que de pequeña le habían robado el corazón. Tardaría un poco en descubrir que la verdad del continente africano distaba mucho del mito colonialista creado por el escritor americano.

Jane Goodall, nacida el 3 de abril de 1934 en Londres, era hija de Margaret Myfanwe Joseph y Mortimer Herbert Morris-Goodall, una escritora frustrada y un ingeniero telefónico apasionado de los coches de carreras. Margaret, a la que los suyos llamaban Vanne, y Mortimer no eran lo que se dice un matrimonio feliz. La llegada de Jane al mundo había generado una verdadera crisis entre ellos: Vanne estaba dispuesta a dejar a un lado sus prioridades para criar a su hija, pero no así Mortimer. Quizá una pareja mejor avenida, y también menos convencional, habría tratado que ninguno de los dos miembros tuviera que renunciar a nada. Pero en la década de 1930, las mujeres eran aún las que llevaban la carga del hogar, las que sacrificaban sus sueños en pos de la familia. Los hombres, por su parte, se encargaban de proveer. Tal era el pacto social. Mortimer, sin embargo, ni tan siquiera estaba dispuesto a cumplir su parte de ese contrato tan desigual: lo agobiaba la paternidad y no estaba interesado en convertirse en el sostén económico de nadie. Amaba la velocidad, la aventura, la belleza de los coches de carreras. Por la mañana, se iba temprano al trabajo, siempre refunfuñando, y no regresaba hasta que el bebé dormía. Los pocos ratos que pasaba con su hija se quejaba de que no podía hacer nada interesante con un ser tan pequeño. Se aburría.

Cuando Jane estaba por cumplir un año, quizá movido por el remordimiento, decidió comprarle un regalo. Fue hasta Hamleys, la mítica juguetería de Regent Street, y buscó entre las estanterías. ¿Qué podía gustarle a una niña tan pequeña? Estaba completamente perdido. Si por lo menos fuera un varón, no lo dudaría: un tren de juguete. Llegó a la sección de peluches y allí, en uno de los expositores principales, encontró un montón de chimpancés bastante feos, pero lo suficientemente blanditos como para que la niña pudiera dormirse abrazada a uno de ellos. Mortimer quizá no lo sabía, pero esos chimpancés de peluche eran una réplica de Jubilee, la primera chimpancé nacida en el zoo de Londres, apenas un mes antes, y cuyo nombre hacía honor al vigésimo quinto aniversario de la coronación del rey Jorge V.

Jane recibió el regalo con entusiasmo. A Vanne, en cambio, le pareció espantoso y así se lo hizo saber a su marido. ¿Qué pensaba mientras le compraba a su hija aquella monstruosidad? Mortimer se encogió de hombros. Qué más daba. Lo cierto es que no le importaba lo más mínimo. Sin saberlo, le había dado a Jane no solo el mejor regalo de su vida, sino un objeto que sería decisivo en su futura vocación.

Ese mismo año, hacia finales de 1935, la familia dejó Londres para instalarse en Weybridge, una localidad a orillas del Támesis, muy cercana a Londres y a Brooklands, que era lo único que le importaba a Mortimer. Brooklands era el primer autódromo construido específicamente para carreras de motor en la historia del deporte y funcionaba desde 1908, año de su inauguración. En este predio se disputaba el Gran Premio de Gran Bretaña, la carrera de automovilismo más importante del país, y Mortimer soñaba con participar como corredor. La nueva casa era bastante ruinosa, pero contaba con un amplio jardín donde Jane experimentó por primera vez la conexión con la naturaleza. Sus padres le permitieron tener también sus primeras mascotas: la tortuga Johnny Walker, que tenía el caparazón pintado de rojo para no perderla, y también Peggy, un perro nervioso que mordía a las visitas.

Tres años después de instalarse allí, el 3 de abril de 1938, Vanne volvió a dar a luz. La llegada de Judith Daphne, a quien todos llamarían Judy, el día del cuarto cumpleaños de Jane, despertó sus celos más viscerales. Jane no soportó la idea de no ser más el centro de la atención de su madre y de Nanny, su querida niñera. Como sucede con algunos niños que se ven desplazados por sus hermanos menores, se volvió más introspectiva. Pasaba largos ratos sola, en compañía de Dimmy, su amigo imaginario, con el que tenía largas e intrincadas conversaciones.

Por su parte, Mortimer recibió a Judy con la misma falta de entusiasmo con la que había recibido a Jane. Otro bebé en la casa, menuda diversión. A aquellas alturas ya había abandonado con descaro todo esfuerzo por mantener decentemente a su familia. Ya no trabajaba. Ahora se dedicaba con ahínco y egoísmo a ser piloto de carreras. No le iba mal. Con el tiempo, llegó a tener cierta fama, aunque no la suficiente como para pagar las cuentas. En 1939, cuando Jane tenía cinco años, tomó una decisión: las mejores carreras de coches sucedían en el continente, y hacia allí tenía que dirigirse él.

La familia se trasladó entonces a Francia, a la población de Charmes, en la región de Lorena, justo por las mismas fechas en las que Inglaterra y Francia firmaban un tratado según el cual se comprometían a garantizar la independencia polaca contra el avance nazi. Eran tiempos revueltos para Europa, pero Mortimer parecía vivir ajeno a la realidad. Hitler llevaba cinco años en el poder, desde que en 1934 fue nombrado Führer mediante un referéndum nacional, y desde entonces las demandas territoriales de Alemania hacia sus países vecinos eran cada vez más agresivas. Se acercaba el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

A finales de verano, mientras Mortimer estaba de viaje en Italia, Vanne recibió una llamada. Al otro lado de la línea estaba Michael Spens, el prometido de una hermana de Mortimer. El padre de Michael trabajaba como diplomático en la India y había oído unos rumores que a Vanne y a su marido, ajenos a todo y viviendo en un país cuyo idioma no dominaban, les habían pasado totalmente desapercibidos. Hitler estaba a punto de invadir Polonia y aquel, sin lugar a duda, sería el pistoletazo que daría comienzo a una contienda de consecuencias imprevisibles. Tenían que abandonar Francia, les rogó.

Jane pasó parte de su infancia en la casa familiar The Birches. De aquellos años, recordaba con cariño a Jubilee, el chimpancé de peluche que su padre le regaló por su primer cumpleaños (arriba a la izquierda) y los ratos que pasaba leyendo las historias de Tarzán, el héroe que le robó el corazón (arriba a la derecha). Abajo, Jane con su familia: su padre, Mortimer, su madre, Vanne, y su hermana menor, Judy.

Vanne no lo dudó ni un segundo. Aquella misma noche, mandó a Jane y a Judy de vuelta a Inglaterra con Nanny, a casa de su abuela materna, y ella se quedó a esperar a Mortimer. Unos días después, se reunió con su marido y los dos cruzaron el canal de la Mancha en un barco atestado de gente que, como ellos, trataba a la desesperada de ponerse a salvo de aquella amenaza que comenzaba a cobrar la forma de una auténtica pesadilla.

El 1 de septiembre de 1939, el ejército Alemán invadió Polonia. La ofensiva de Hitler fue claramente bélica, pero parte del pueblo alemán le otorgó también un carácter simbólico, pues tras el final de la Primera Guerra Mundial y después del tratado de Versalles, Alemania se había visto obligada a renunciar a cualquier tipo de pretensión sobre los territorios polacos. No fueron pocos los que legitimaron aquella invasión aduciendo que era un acto de justicia o la restitución de un territorio que les había sido injustamente arrebatado.

Dos días después, la mañana del 3 de septiembre de 1939, los Goodall se reunieron en torno a la radio para oír el discurso de Neville Chamberlain, primer ministro del Reino Unido. El país entero estaba en vilo. Todo el mundo sabía que el siguiente paso lógico era que Inglaterra y Francia, aliados de Polonia, le declararan la guerra a Alemania. Sentados en el salón, Vanne y Mortimer escucharon a Chamberlain pronunciar funestas palabras:

—Esta mañana, el embajador británico en Berlín le ha entregado al Gobierno alemán una nota final manifestando que, a menos que para las once horas recibamos respuesta diciéndonos que están preparando el inmediato retiro de sus tropas de Polonia, existirá el estado de guerra entre nosotros. Debo decirles ahora que tal compromiso no ha sido recibido y en consecuencia este país está en guerra con Alemania.

Vanne ahogó un sollozo y se cubrió la cara con las manos. Luego, incapaz de escuchar nada más, se levantó para apagar la radio. Fue entonces cuando miró alrededor: ¿dónde estaba Jane?

La pequeña estaba viviendo una gran aventura en el gallinero. Llevaba días dándole vueltas a una pregunta: ¿cómo llegan los huevos al mundo? Tenía que descubrirlo. Así que mientras los adultos estaban entretenidos con la radio, había aprovechado para escabullirse sin ser vista. Cuando regresó a casa, ya cerca del mediodía, encontró a todo el mundo revolucionado. Su madre tenía el teléfono pegado a la oreja y estaba gritándole a alguien, al parecer un policía. Al verla, colgó apresuradamente y la estrechó entre sus brazos. La pequeña estaba cubierta de polvo, suciedad y plumas anaranjadas. Vanne tenía sus propias reglas acerca de la crianza de los hijos, alejada de cualquier convencionalismo. Así, del mismo modo que había dado libertad absoluta a sus hijas para que exploraran la naturaleza a su antojo, también les permitía explicarse como personas adultas. Tomando aire, preguntó con toda la tranquilidad de la que era capaz:

—¿Dónde has estado, Jane?

—Con una gallina —respondió Jane.

—¡Pero si has faltado durante casi cinco horas! ¿Qué has hecho tanto tiempo con una gallina?

—Bueno, es que... yo quería saber cómo ponen huevos las gallinas —empezó a explicarse Jane—, así que he ido al gallinero. Pero al verme, todas las gallinas han armado un gran alboroto... Así que me he escondido y he esperado a que se calmaran y una de ellas pusiera un huevo.

A continuación, Jane se lanzó a una apasionada explicación acerca de cómo estas aves ponían los huevos. Vanne la miraba ensimismada, con una mezcla de orgullo y asombro, y casi logró olvidarse de lo que acababa de escuchar en la radio aquella misma mañana. El relato de su pequeña era verdaderamente fascinante. Ojalá que el mundo pudiera centrar su atención en cosas como aquella, en vez de en la guerra. Pero esto era mucho pedir. Poco después, Mortimer fue llamado a filas y en 1940, meses después de iniciada la guerra, fue enviado a Francia.

Vanne tuvo entonces que tomar una decisión. No tenía un centavo, por lo que no podía seguir pagando el alquiler de la casa. La guerra traería también una subida de los precios de todos los productos básicos, así como un desabastecimiento general. La única opción viable era volver a la casa de su madre y prescindir de Nanny, la niñera que la había ayudado a cuidar a sus dos hijas. Jane se despidió de la mujer con el corazón encogido. Aquello —pensó con dramatismo infantil— era el final de su vida. Lo peor que le había pasado nunca. Jamás olvidaría a su Nanny ni nadie podría sustituirla.

La madre y las hermanas de Vanne vivían en The Birches, una casa victoriana ubicada en el número 10 de Durley Chine Road de Bournemouth. The Birches, que era propiedad de Elizabeth Hornby Legarde, la abuela de Jane, era enorme y preciosa, pero, sobre todo, tenía un gran valor sentimental para toda la familia. Elizabeth, a la que llamaban Danny, la había comprado después de enviudar y se había instalado allí con sus dos hijas solteras, Olly y Audrey, quienes no habían tenido mucha suerte con los hombres.

Cuando Vanne llegó a su antiguo hogar, en la primavera de 1940, sintió que nada malo podía ocurrirle. The Birches era un matriarcado, donde el tiempo fluía aparte de los sucesos del mundo. Entre esas paredes soportó las ausencias de Mortimer, tanto las forzosas por causa de la guerra como las que obedecían a sus caprichos. En su primer permiso, por ejemplo, en lugar de regresar al Reino Unido, donde su esposa y Jane lo esperaban en el puerto, decidió ir al circuito de Le Mans para participar en una carrera. Olly y Audrey se encargaron de consolar a su hermana. Ellas tenían una larga experiencia en hombres irresponsables que jamás cumplían con su deber ni estaban donde se suponía que debían estar. Jane también sufría. Tenía seis años y una mayor conciencia de todo cuanto sucedía, por lo que enseguida se percató de que algo andaba mal. En su diario, a menudo acababa las entradas con la frase: «y papá no ha venido».