Jesús en los infiernos - Andreu Martín - E-Book

Jesús en los infiernos E-Book

Andreu Martín

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  • Herausgeber: SAGA Egmont
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Delincuencia, drogadicción, asesinos y ladrones es lo que espera a nuestro protagonista, Jesús, en su periplo por la Barcelona más oscura en un intento por encontrar a Pedro, su cuñado, el único capaz de explicarle por qué su esposa ha sido asesinada. Un viaje pesadillesco al corazón del crimen de la mano de uno de sus mayores exponentes literarios: Andreu Martín.-

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Seitenzahl: 396

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Andreu Martín

Jesús en los infiernos

 

Saga

Jesús en los infiernos

 

Copyright © 1990, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962024

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Este libro está dedicado, con toda mi gratitud, a Pere Corts, que me ayudó a recordar días de mi infancia pasados en el campo, y a todos aquellos que, de una manera u otra, han servido de Virgilios en nuestro Infierno más inmediato: Oriol Nel-lo, Joaquín Roglán, Luis Martínez, Pere Novella, Jaume Roca.

CAPÍTULO I

PEDRO SEBASTIÁN — 1

 

... de un tiempo a esta parte, cuando te encuentras un bolígrafo en la mano y un papel a tu alcance, dibujas espirales.

Emprendes una curva amplia y generosa, dentro de la cual penetra la línea, cerrándose en sí misma y enroscándose una vez y otra y otra, hasta llegar al centro donde queda atrapado el punto insignificante y definitivo, ahogado en su trampa claustrofóbica. O bien, nace la espiral en ese punto medio que, girando como una peonza, crece, se expande y crea a su alrededor el torbellino delirante que termina por apabullarlo.

Es la representación del fin de tu vida.

Una larga, interminable y satisfactoria cagada. Una cagada de esas que te dejan el cuerpo descansado. Ahora puedes contemplar tus propios excrementos con ternura de creador genial, y ya no queda más que tirar de la cadena. La espiral infinita y abismal es el remolino del agua del váter, que se lo lleva todo a las cloacas. Se lo lleva todo, se te lleva incluso a ti mismo, que te encuentras girando de forma enloquecida, arrastrado a la caída inevitable.

Sin embargo, no puedes caer, porque estás sentado en el suelo. Tienes la espalda apoyada en las piernas de una mujer medio desnuda, y estás sentado en el suelo, y nadie puede caer más abajo del suelo. ¿O quizás sí? Bueno, el caso es que, aunque te estés muy quieto, sientes el escalofrío de la caída agarrado a tu pescuezo. Un vértigo de sudor frío que te congela la médula de los huesos.

Claro que no es la primera vez que te ocurre, claro que no, no es nada nuevo. A eso se le llama ir completamente ciego. Ciego, mudo, sordo, paralizado en un rincón de una habitación demasiado pequeña, demasiado llena de humo. El papel de las paredes es un campo de color azul eléctrico, donde bailotean pajaritas blancas y grises. La atmósfera es irrespirable, resultado del vaho que exhalan las personas que te rodean, mezcla de sudor y eructos de exceso alcohólico. Frente a ti, se retuerce y ríe la Bugui porque Mundo le hace cosquillas. Como sigan así, acabará tirándosela ahí mismo. De forma que la mujer medio desnuda en la que te estás apoyando debe de ser Doris. El Rollo os mira boquiabierto, con la lengua fuera, como un chucho estúpido. Las risas de la Bugui te ciñen la cabeza, te paralizan el cuerpo, los pensamientos y los sentimientos.

Te has convertido en árbol. Un ser vivo que no puede moverse ni expresar nada de lo que siente. Un tronco de apariencia impasible que, no obstante, sangra cuando lo hieren.

Este es el infierno reservado a los suicidas y los derrochadores (¿derrochador?, la virgen, más de cinco millones de pelas gastados en quince días, ¡si eso no es ser derrochador! ¿Y para qué sirve el dinero, si no para gastarlo?). Lo dice La Divina Comedia. Fuimos hombres y somos plantas, «Uomini fummo e or siam fatti sterpi». Te has convertido en árbol. No puedes moverte, aunque tienes conciencia de vida. Te ahogas. Te ahoga tu propio cuerpo inamovible. Te desazona la asfixiante necesidad de moverte. Y haces el supremo esfuerzo («¿pero qué te pasa?», dice alguien cerca de ti, tal vez Doris) y descubres que la parálisis absoluta, la caída estrepitosa y el movimiento mesurado se combinan perfectamente en tu intención. El árbol se mueve, para gran sorpresa de todos.

—¿Dónde vas?

—¿Pero qué haces?

—Jodó, cómo va este hoy.

—Cuidao, hombre, que te caes...

—¡Cuidado!

Te ríes, porque es una caída bien tonta. Pones la mano por delante para ahorrarte el morrón, pero no sirve de nada, porque el suelo, o la pared, o el mueble, siempre se encuentran más allá de donde calculas, y eso hace prácticamente imposible avanzar en línea recta y en posición vertical.

Te abres paso por un bosque denso y salvaje, sin caminos ni señales indicadoras, y comprendes por qué alguien dijo que la ciudad era una jungla de asfalto. ¿De asfalto? De gente. Esta habitación está llena de gente, la gente son los árboles, los zarzales que se enganchan a tu ropa, las raíces donde tropiezan tus pies. Las ramas no son ramas, son otros brazos que te agarran para que no te caigas.

—¿Dónde vas, ahora? ¿Dónde quieres ir? —Te hablan como si fueras un viejo pelmazo que no sabe estarse quieto.

Eres incapaz de moverte (a pesar de que te estás moviendo, misterios de la naturaleza). Te gustaría ser incapaz de moverte. Solo te ves con ánimo de permanecer quieto en un rincón, como un vegetal, esperando que te riegue algún alma caritativa. Un trago de vodka, un chute de jaco, una esnifadita de coca. Una meada de perro. Te han transformado en árbol y debes quedarte muy quieto, y más vale que nadie te toque, que no te rompan ninguna rama antes de que llegue la poda. Eso es lo que te gustaría. Pero no puede ser.

No puedes hacer nada más que avanzar hacia el teléfono, porque se te acaba de ocurrir algo y tienes que hacerlo antes de que se te olvide. Las tres cacatúas, las brujas transformadas en pajarracos de mal agüero, graznan a tu paso, a tu espalda («¿pero dónde vas, qué quieres hacer ahora?», repiten), se ríen, se ríen de ti intercambiando miradas sarcásticas, «mira qué hace, míralo, mira qué hace», gritos, graznidos, carcajadas que parecen gimoteos. Carcajadas que parecen ladridos de perras negras que te persiguen para devorarte.

Pero el miedo solo está en tus ojos y en algún rincón de tu cerebro. Cualquiera que te viera diría que te lo estás pasando divinamente. Semblante angelical, párpados pesados de soñador, baba en la barbilla, «a ver con qué nos sale, ahora, el Checo, que este es capaz de vomitarme encima, como el otro día», avanzas hacia el teléfono lejano porque te has acordado de tu cuñado. «Cagondié, si no le he dicho nada.» Te ha asaltado la necesidad de darle la noticia, tienes que decírselo ahora mismo. Y riendo llegas hasta la mesita, flotando sobre el remolino, entre la mierda y el agua que todo lo limpia. Y alguien te pregunta: «¿pero qué estás haciendo?», qué panda de hijoputas.

—Tengo que telefonear.

—¿A estas horas?

—¿A quién?

—A mi cuñado.

—¿Y no puedes esperar a mañana?

—No.

—Tu cuñado se va a cagar en la madre que te parió.

«Mañana podría ser demasiado tarde. Mañana podría estar muerto.»

Descuelgas el auricular y haces el esfuerzo de rememorar el número. El prefijo de Lleida arrastra el recuerdo. Eres (eras) un buen contable. Tienes (tenías) buena cabeza para los números.

Aguardas, enturbiado por el alcohol, apabullado por la coca, deprimido por los recuerdos de una vida que ya no existe, que ha desaparecido por la alcantarilla sin dejar tras de sí ni siquiera un rastro maloliente.

—¡Jesús! —gritas—. ¡Eh, que soy tu cuñado Pedro!

—¿Pedro? —exclama Doris, muy sorprendida.

* * *

De pronto, un chillido en la noche. Que no es un chillido de persona, que es el teléfono, pero en este pueblo donde nunca pasa nada el teléfono de las cuatro de la madrugada resulta tan escandaloso como un chillido de mujer apuñalada.

—Cooollons —rezonga Jesús, ronco.

—Jesús —dice Gracieta, preocupada por el qué dirán los vecinos del otro lado de la calle, del otro extremo del pueblo—. ¿Quién será? Baja a ver quién es, Jesús. —El nombre de su marido suena como una interjección.

¿Y por qué no baja ella, si tantas ganas tiene de saber quién llama? Respuesta: porque esto es una emergencia y las emergencias deben resolverlas los hombres. La madre que los parió a todos, quiere decir el brusco tirón con que Jesús se saca de encima la sábana. Hace mucho frío. Jesús se pone el jersey de lana sobre el pijama y sale del dormitorio, descalzo, procurando que no se desvanezca del todo el sueño que le domina. Si se desvela, ya no podrá pegar ojo el resto de la nohe. El teléfono sigue chillando, y acabará por despertar a los críos, pero Jesús no tiene ninguna intención de correr. Nunca ha perdido el culo por nadie, ni siquiera cuando hacía la mili, y no permitirá ahora que lo manipule una máquina ruidosa e impertinente.

Tiene que meterse en esa especie de cabina pública que construyeron en un rincón del comedor. El suyo es el único teléfono de Senillás, un servicio público que convoca constantemente a uno u otro vecino. Se anuncian desde abajo, desde la era, «què es pot pujar?», con el sonsonete y el acento característicos de la comarca. «¿Qué se puede subir?», «puja, puja», «¿qué podría telefonear?». Se vieron obligados a instalar un contador para cobrar las conferencias. Incluso ha habido sinvergüenzas que se han atrevido a escribir números en la pared. Solo falta que escriban porquerías, o que dibujen pollas y coños peludos. La madre que los parió. ¿Quién será a estas horas? Jesús se aclara la garganta como avergonzado de que le sorprendan durmiendo a las cuatro de la madrugada.

—¡Quién es! —exclama.

—¡Jesús! —replica una voz de hombre muy feliz. Un hombre que ríe, que se ahoga de exceso de carcajadas, borracho como una cuba—: ¡Eh, que soy tu cuñado Pedro!

—¿Pedro? —se sorprende una cercana voz de mujer.

¿Pedro?

Sí, el marido de Carmen se llama Pedro. Y la voz resulta conocida.

—Ah, Pedro... —¿Qué le vas a decir? ¿Y qué significan las risotadas que se oyen, tanta jarana?—. ¿Dónde estás?

—¿Dónde voy a estar? En Barcelona.

—¿Y qué pasa?

—Que he pensado que tenía que llamarte, que se me olvidó cuando tocaba y he pensado que igual te gustaría saberlo...

Gracieta ha bajado, envuelta en el albornoz, y le mira con espanto. Jesús trata de expresar por gestos «no sé qué quiere, ahora, este, no sé qué pasa, a ver qué dice, está borracho».

—¿Qué coño te pasa, Pedro? ¿Qué quieres decirme?

—Que el mes pasado se murió tu hermana, la Carmen. Sí, como lo oyes, tuvo un ataque y palmó.

* * *

Risas, y alguien que dice «¡Será burro!», carcajadas groseras, y tintineo de vasos, y música de fondo.

Y la seguridad de que es cierto lo que le acaban de decir. Carmen ha muerto. Un presentimiento, un «ay» que llega de muy adentro.

—¿Qué pasa, Jesús? —dice Gracieta, con un susurro cargado de angustia, susurro que no es grito para no despertar a los niños.

Cómo explicar lo que pasa cuando lo que pasa es tan absurdo y cuando la indignación le arruga el corazón y la mala leche pide una blasfemia para calmarse.

—¿Qué dices? —tartamudea, dirigiéndose al aparato, atenazado por unas estúpidas ganas de llorar—. ¿Qué dices? —levanta la voz.

—¿Qué pasa? —insiste Gracieta.

Al otro extremo del hilo, en Barcelona, han colgado.

Resulta muy difícil hacerle entender a Gracieta que deberá esperar un rato para saber lo que ocurre. Es muy difícil hacerle creer que no pasa nada.

—¿Pero quién era?

—Nada, un gamberro.

Regresan arriba, a la habitación. Ángel, el pequeño, llama a su madre y dice que tiene sed. Gracieta baja otra vez y le sube un vaso de agua. Vuelve al lado de Jesús, intimidada por su gesto tenebroso, que permanece despierto y alerta cuando apagan la luz.

Resulta muy difícil explicarle a Gracieta, unas horas después, cuando ha salido el sol, que Carmen está muerta, que está convencido de ello.

—Pero no digas tonterías, hombre, Jesús, qué cosas tienes, qué cosas dices.

Resulta muy difícil transmitirle el convencimiento de que Pedro ha matado a Carmen y que, después, ha sentido la necesidad de vanagloriarse llamándolo. «Que he pensado que tenía que llamarte, que se me olvidó cuando tocaba y he pensado que igual te gustaría saberlo, que el mes pasado se murió tu hermana. Sí, como lo oyes, tuvo un ataque y palmó», y las carcajadas, y la juerga, y la exclamación «¡Será burro!» para acabar de redondear la perversión de la llamada. Qué difícil es.

—Pero no puede ser, hombre, Jesús, qué cosas se te ocurren, ¿cómo quieres que Pedro haya hecho daño a tu hermana, hombre, tanto como la quiere, si son un matrimonio tan bien avenido...

—¡Pues se la ha cargado, es un hijoputa que se la ha cargado!

—¿Pero qué dices, hombre, Jesús? ¿Qué te pasa? Si el Pedro es muy amigo tuyo. Si es un pedazo de pan...

—¿Pues por qué ha llamado? ¿Por qué me ha dicho eso?

—No sería él.

—¡Sí que era él!

—... Una broma...

—¡No era una broma! ¡Era el hijoputa de Pedro y Carmen está muerta!

A las seis y media de la mañana no puede esperar más y llama al número de su hermana, marcando antes el prefijo 93 de Barcelona.

—Pero, hombre, que no son horas, que los vas a despertar... —dice Gracieta.

—Ya es hora de levantarse —rezonga él.

—Pero, hombre, Jesús, que hoy es domingo...

—No contestan.

—Habrán ido a pasar el fin de semana al apartamento de Canet.

Se despiertan los chicos y hay que dejar las tribulaciones para más tarde. La peripecia de vestirlos, y peinarlos, y prepararles el desayuno. Están muy excitados porque hoy es domingo y sube el capellán de Sant Martí con su mobilette desvencijada y tendrán ocasión de ayudar en misa, que siempre les hace ilusión. También es posible que se les haya contagiado el contenido malestar de los padres y por eso estén deseando salir de casa.

Suena la campana de la torre románica de la iglesia, y los chicos salen corriendo, vestidos de domingo, por el callejón en dirección a la plaza de la Iglesia. Harán de monaguillos y después tal vez enganchen una ristra de latas de conserva a la moto del capellán, y no volverán a casa hasta mediodía, sucios, despeinados y felices.

Jesús mira por la ventana a Gracieta que, en la era, da de comer a los conejos.

Vuelve a llamar a casa de su hermana. No responde nadie. Recurre al Servicio de Información Telefónica de Barcelona, 9303.

—¿Está segura de que el número está bien, señorita, que no lo han cambiado ni está estropeado?

—Seguro. ¿No se lo estoy diciendo?

Gracieta da de comer a las gallinas. Va de un lado a otro de la era echando puñados de grano y diciendo «titas, titas». Jesús remolonea a su alrededor, huraño, con las manos en los bolsillos.

—¿No decías que hoy querías podar los olivos? —le sugiere Gracieta, para intentar distraerlo un poco. Y, un poco más tarde, fastidiada al fin—: Si estás tan nervioso y tan seguro, ¿por qué no llamas a los civiles?

—Collons, a los civiles, joder. ¿Y qué quieres que les digamos a los civiles? ¿Que nos han avisado de que mi hermana está muerta? ¿Y qué quieres que hagan ellos?

—Como dices que estás tan convencido de que Pedro la ha matado —no puede evitar el retintín.

Jesús vuelve a casa, al piso de arriba, y se frota las manos y mira al teléfono con ganas de que suene otra vez. Si volviera a llamar Pedro... Si pudiera telefonear a algún vecino de Carmen... Se le hace insoportable la idea de que Carmen haya muerto. Y el hijoputa de Pedro se lo dice riendo, borracho perdido, en plan de guasa. Risas de mujeres, tintineo de vasos. «Que el mes pasado se murió tu hermana...», ¿pero cuándo del mes pasado? ¿A finales de mes, hace seis o siete días? ¿A primeros de mes? ¿Es posible que haga treinta días que Carmen está muerta y él, Jesús, no lo haya sabido, no lo haya presentido en la piel?

¿A quién puede telefonear para comprobarlo?

A nadie.

Tendría que ir él a Barcelona, si quiere aclarar las cosas.

Qué tontería. Seguro que todo es una broma. Aquel no era Pedro. Pedro quería mucho a Carmen (¿la quería? ¿Quiere eso decir que ya no la quiere?). Pedro nunca habría cometido una burrada como aquella.

¿No?

Jesús está irritado todo el día. Abronca a los chicos porque llegan tarde a comer, deja la sopa porque no le gusta, deja la carne porque está demasiado hecha.

En la televisión, dicen que disminuye la delincuencia en el país. El pasado mes de febrero solo se produjeron ocho mil ciento setenta y siete atracos. Solo fueron robados diez mil seiscientos veinticinco vehículos. Solo murieron cincuenta y seis personas por sobredosis de drogas. La Fiscalía de Barcelona asegura que, el año pasado, los homicidios y las violaciones aumentaron en un 30 por ciento, mientras que el Gobierno Civil de Barcelona defiende que, en la misma época, los homicidios disminuyeron en un 36 por ciento y las violaciones, en un 7 por ciento. Las imágenes que ilustran el reportaje muestran calles de la Barcelona preolímpica vigiladas por parejas de policía urbana o coches de la policía nacional. Dos agentes piden la documentación a un hombre de aspecto marroquí. La cámara sorprende a dos negros que miran de reojo al espectador.

Jesús se levanta repentinamente de la mesa y sube al dormitorio para hacer la siesta y pensar en Carmen.

—No le des más vueltas, Jesús. Estarán en el apartamento de Canet. Llegarán esta misma noche. Mañana podrás hablar con Carmen.

—Déjame en paz, ¿quieres?

Esa misma noche nadie responde en casa de Carmen. Jesús no puede dormir. Piensa.

* * *

El lunes, temprano, Jesús telefonea al piso de su hermana antes de ir a podar los olivos. Nadie contesta. Ahora sí que no hay duda. Hoy es lunes, hoy tendrían que estar en casa, hoy no hay excusa para que no respondan.

Los chicos, preparados para ir a la escuela, le observan desde la oscuridad de un rincón, evidenciando un miedo que a Jesús le resulta desconcertante.

Cuando vuelve a casa, este mediodía, llama otra vez y tampoco le responden, y cuelga el auricular con tanta fuerza que casi lo arranca de la pared. Pega un puntapié a una silla, que sale dando tumbos, y de buena gana le soltaría un tortazo a Gracieta, asustada y estúpida, y le vienen ganas de narcotizarse con coñac. No come, y se niega a comunicarse en este momento en que la ausencia de los críos les permitiría un poco de intimidad. Muy al contrario, huye, sube a fingir una siesta imposible. Y, cuando su mujer está a punto de subir a ofrecerle compañía, a preguntarle qué le ocurre, él ya baja otra vez, precipitadamente, impulsado por una nueva idea.

—Espera —dice, agarrando a Gracieta del brazo—. Ven.

La arrastra hasta la cabina telefónica del comedor. Marca un número. Cuando alguien contesta, habla en castellano exagerando, con acento pueblerino, su humildad de campesino ignorante.

—¿Señorita? Quiero hablar con algún vecino de la calle Consejo de Ciento, número sesenta y cuatro. —Le preguntan con qué vecino—. Con cualquiera. Mire: es que mi hermana vive allí, en esta dirección, ¿sabe? —Le preguntan cómo se llama su hermana. Él se impacienta, no le gusta que le interrumpan—. No, tanto le hace el nombre de mi hermana. Yo la estoy llamando y ella no contesta, de manera que querría hablar con... —Le interrumpen otra vez. No le pueden proporcionar un número si él no les dice antes el nombre del abonado—. Pero es que no sé cómo se llaman los vecinos de la escalera de mi hermana...

Entonces, la telefonista lo lamenta mucho y corta la comunicación.

—¡La mare que la va parir!

Con dedos febriles, Jesús vuelve a marcar cifras en el aparato. Gracieta se asusta ante tanta furia.

—¿Pero qué haces, Jesús?

—¡Chsssst! —la hace callar. Alguien ha respondido al otro lado del hilo. Vuelve a exagerar su acento de payés analfabeto—. ¿Qué me puede dar el número de teléfono de los señores García, de Barcelona? —Gracieta teme que se esté volviendo loco. La telefonista, sin duda, le contesta como si estuviera loco—. Son mis suegros. —Habla como lo haría su abuela, que jamás habló por teléfono—. Acabamos de tener un niño, ¿sabe?, y se lo quiero decir. —La telefonista le está preguntando a Jesús si sabe dónde viven, estos García—. ¿Que dónde viven? En Barcelona viven, ¿dónde quiere que vivan? —«Pero en qué lugar de Barcelona —le pregunta la telefonista cargada de paciencia—. Barcelona es muy grande, ¿sabe usted?, y hay muchísimos Garcías en Barcelona, prácticamente hay un García por edificio.» (Precisamente con eso cuenta Jesús)—. Ah, ¿que dónde de Barcelona? Ah, sí. Espérese un momento. — Deja transcurrir unos segundos, finge que lo piensa o lo consulta. Mira a Gracieta y le susurra—: Si no funciona con los García, después lo intentarás tú con los Pérez, o con los Fernández. Tiene que haber alguno en la escalera de Carmen —y al aparato—: Consejo de Ciento, número sesenta y cuatro.

—No hay ninguna familia García en esa dirección —comunica la telefonista, al cabo de una pausa—. Lo siento mucho.

—¿Ni de segundo apellido tampoco? —se desespera Jesús.

—Lo siento —repite la funcionaria. Y cuelga.

—La puta que l’ha parit!

Ahora le toca intentarlo a Gracieta, que solo accede para no contrariar a su marido. Nunca lo había visto en un estado parecido. Pide el número telefónico de unos imaginarios señores Pérez, que supuestamente viven en el número sesenta y cuatro de la calle Consejo de Ciento. Debe de haber miles de Pérez en Barcelona. Hay muchas posibilidades de que una familia Pérez sea vecina de Carmen, pero no hay suerte.

—No vive ninguna familia Pérez en esa dirección.

—Ah, bueno, perdone —dice Gracieta.

—¡Pero insiste! —grita Jesús—. ¡Insiste, collons, insiste!

—Jesús...

—¡Jesús, qué! ¡Jesús, qué! —estalla él, frenético—. ¡Jesús, qué! ¡¿Pero es que no te das cuenta de lo que pasa?! ¡Me han dicho que Carmeta está muerta!

—¿Pero quién te lo ha dicho? —se exclama ella, suplicándole un poco de sensatez—. ¿Quién te lo ha dicho, Jesús?

—¡El hijoputa de Pedro, me lo ha dicho!

—¡No podía ser Pedro...!

La interrumpe con un gesto violento de la mano, amago de tortazo, y con una ojeada encendida de lágrimas y sangre.

Y se acabó lo que se daba. Regresa a las escaleras, las sube ruidosamente y no se detiene en el primer piso, donde están los dormitorios. Sigue hasta la buhardilla.

Allí le tranquilizan los testimonios del pasado formando un conjunto caótico. Envueltos en una tenue neblina de polvo en suspensión, le aguardan el viejo arado que se rompió al desbocarse las mulas, una semana antes de que le entregaran el primer tractor; y las albardas, las árganas y los cuévanos donde antes transportaban el estiércol a lomos de burro; y, brillante aún, la cama de latón donde murió padre, que en gloria esté. La ropa de padre está hecha rebujos en un baúl, junto con la de los chicos cuando eran más pequeños. Y allí se ve la cuna. Y un espantapájaros, que se desmontó cuando quisieron plantarlo en el huerto. Y unas jaulas de gallinas, que subió con la intención de repararlas en cuanto tuviera tiempo. Y unas maletas de cartón, deformadas y rotas. Y una mesa grande, que ya dormía allí en la niñez de Jesús. Encima de ella, hay un montón de cajas de cartón y de madera, repletas de documentos, fotos, cartas, papelorios.

Junto a la mesa, hay una silla desvencijada donde Jesús se sienta con mucho cuidado.

Revuelve cajas, fotos y papeles incluso antes de saber qué está buscando, y hasta que no lo encuentra no sabe lo que era. Se ensucia las manos de polvo, dedicando vista y tacto al registro y el resto de su atención a recuerdos y sentimientos que lo tranquilizan.

* * *

Hace dos años, en el mes de enero, Jesús y Gracieta hicieron un viaje a Canet de Mar para conocer el apartamento de Pedro y Carmen. Muy poco después, por Semana Santa, recibieron un paquete con juguetes para los niños, como regalo de Domingo de Ramos. «Para que lo colguéis de la palma, de parte de vuestros padrinos.» (En realidad, Carmen y Pedro solo eran padrinos de uno de los chavales, el mayor, pero habían asumido el padrinazgo de los dos para que el otro no tuviera celos. Los niños querían mucho a tío Pedro y tía Carmen. Sobre todo, a tío Pedro.) El regalo consistía en dos coches de plástico y dos cajas de lápices de colores. Con ello, los chicos se inventaron un juego que podría titularse «el accidente que incendia el bosque». Los coches sufrían un accidente y, después de numerosas vueltas de campana, iban a estrellarse contra un bosque surrealista hecho de lápices de colores plantados en un rincón de la era. Tanto los coches como los lápices ardían de la forma más realista posible y a punto estuvieron de prender en las cercanas jaulas de los conejos.

Para enviar aquellos regalos, tan efímeros, Carmen los había empaquetado en una caja de cartón de la empresa donde trabaja Pedro. No resulta difícil encontrar esa caja. Dentro de ella, junto con otros pocos lápices de colores que Gracieta, enfurecida, rescató del pavoroso incendio, Jesús localiza un sobre abultado y pesado, sujeto por dos gomas elásticas. El matasellos lleva fecha del mes de marzo de hace dos años. «Sr. Jesús Alguer. Senillás. Sant Martí de Congost. Lleida.»

Jesús desprende las gomas elásticas y libera la carta, seis fotos en papel kodak y una postal. Lee la carta por encima, saltándose párrafos: «Queridos padre, suegro, hermano, cuñado, cuñada, sobrinos y ahijados (fijaos cuántas cosas sois, y eso que solo sois cinco): Nos gustó mucho que por fin vinierais... Nos lo pasamos muy bien, y esperamos que vosotros también os divirtierais... El año que viene, tenéis que traeros a padre, para que se bañe en el mar, que dicen que es muy sano. Pero, para eso, tenéis que pasar de todo y venir en verano... Besos y abrazos para todos de parte de vuestros hija, yerno, hermana, cuñado, cuñada, tíos y padrinos (fijaos cuántas cosas somos nosotros, y eso que solo somos dos), Pedro y Carmen».

La postal representa unos edificios nuevos y blancos con el mar al fondo. Un círculo hecho con bolígrafo rodea el ático propiedad de Pedro y Carmen. Al dorso, Gracieta había escrito: «Querido padre: La casa de Carmen es la que marcamos. Hace bueno, con sol, aunque con un poco demasiado viento, y de noche refresca. El año que viene, tiene Vd. que venir, para ver todo esto, que le gustará mucho». Firmaban «Gracieta y Jesús». Y, a continuación: «Carmen y Pedro».

—No iré —decía el viejo, observando la postal con detenimiento teñido de nostalgia.

—¡Pues claro que sí! ¿Por qué dice eso?

—Porque sí.

—¿No le gustaría ver el mar?

—Es que no llegaré a tiempo.

—¡Va, va! ¡Qué tonterías dice!

Padre murió un año después del famoso viaje a Canet, a principios de la primavera, cuando del frío más absoluto pasaron por sorpresa a los calores más asfixiantes. El siete de abril, padre, el viejo de Can Tomás, volvió del huerto empapado en sudor, colorado como un tomate, con una respiración agitada que ya no le abandonó. Había estado demasiadas horas cavando al sol. La respiración se convirtió en estertor. Decía que no le dolía nada, pero en su interior quedó enquistado todo el calor absorbido a lo largo del día, una especie de incandescencia invisible que lo fue consumiendo sin remisión. Llevaba demasiada ropa encima: la camiseta de felpa, la camisa, dos jerséis de lana. No tuvieron tiempo de saber qué le había sucedido. No duró ni doce horas. Moría a las cuatro de la madrugada. Y el médico de Sant Martí que subió a certificar su defunción, cuando hubo de explicarles lo que había sucedido, solo dijo:

—Era muy mayor.

* * *

Carmen, resplandeciente, mirando de reojo al objetivo mientras depositaba un beso en la mejilla de Jesús. Sentados en el restaurante de Canet donde se habían regalado con una paella afrodisíaca. Aún pueden verse la taza de café y la copa de coñac sobre el mantel manchado, en la parte inferior de la foto. Y el purito entre los dedos de Jesús, un Rössli que le había regalado Pedro. La hermana que abraza a Jesús y le da un beso, y él que sonríe embobado, como si le estuviera morreando la mismísima Marilyn.

—¿Pero quién te crees que es? ¡Si solo es tu hermana, gilipollas! —Jesús recupera la indignación que de momento había dejado a un lado—. Mírala, tan satisfecha porque se salió con la suya, consolando al pobre hermanito que cargó con el muerto.

Coloca la foto detrás de las otras.

En la siguiente, se encuentran en el mismo restaurante Pedro, Jesús, Gracieta y los dos chicos, que tanto se habían divertido aquellos días. Jesús y Pedro son dos amigos de toda la vida, que ríen con bocas enormes y ojos diminutos y brindan con coñac, exaltados por una borrachera que después, en el apartamento, los amodorraría ante el televisor. Gracieta es un alma en pena de mirada mortecina, una pava de cuerpo presente, extraña a todo aquello, como imagen recortada de otra foto y pegada en esta de cualquier manera. Jesusín (que entonces contaba nueve años) alarga la mano hacia un vaso de cocacola con el cual, seguramente, quería unirse al brindis de su padre y del admirado tío Pedro. Angelote (ocho años) mira a la cámara boquiabierto, con esa expresión de alelado que un día han de sacarle aunque sea a bofetadas. Angelote contempla fascinado a su tía Carmen, que les hacía la foto, tía Carmen que ha olvidado sus orígenes y se ha vuelto dinámica mujer urbana, empleada en una casa de compraventa de coches de importación, que hasta dicen que gana más dinero que su marido, que sabe conducir y que está familiarizada con cosas tan complicadas como el objetivo y el diafragma de una cámara Asahi Pentax. Gracieta no sabe, ni sabrá nunca, hacer fotos con una cámara como aquella. Nunca usará ropa florida y extremada como la que vestía Carmen, ni se atreverá a un peinado como aquel, no podrá lucir jamás un anillo como el que llevaba Carmen en su mano de uñas pintadas de rojo.

Jesús pasa la foto del brindis y se encuentra con aquella donde Pedro juega con los dos chicos. El hijoputa de Pedro. Míralo. Y cuidado que lo quieren los chavales. Del bolsillo izquierdo de la camisa descolorida y remendada, Jesús extrae el paquete de Ducados. Se lleva un cigarrillo a los labios y lo enciende con una cerilla al tiempo que toma conciencia de sus dedos callosos e insensibles.

El hijoputa de Pedro. Tenía diecinueve años el verano que llegó a Senillás para pasar las vacaciones con la gente de Can Ressó. Los de Can Ressó habían nacido en el pueblo pero, un buen día, confiaron sus tierras a los todopoderosos de Can Tomás y emigraron a Barcelona. Por lo visto, habían hecho fortuna y todos los veranos regresaban al pueblo en su coche nuevo, sus camisas blancas, sus joyas carísimas y sus puros exquisitos. Eran generosos con la gente del pueblo como los señores feudales debían serlo con sus súbditos piojosos. Y un día se presentaron con un amigo del colegio de su hijo. Un chaval de cara redonda que se llamaba Pedro.

Pedro se fijó en Carmen cuando ella solo tenía catorce años y se lanzó como un torpedo a conquistarla. Se encontraba en la fuente siempre que ella bajaba con los cántaros (en aquella época en el pueblo aún no tenían agua corriente), merodeaba en torno a la era de Can Tomás, terminó por acompañarla a pastorear las vacas.

Al verano siguientes la invitó a todas las fiestas mayores de los pueblos de las cercanías. Jesús los escoltaba, arisco, intuyendo el peligro, tragándose el miedo. «Ahora, este tío se liará con Carmen, se casarán, se la llevará a Barcelona y yo tendré que encargarme de las tierras.» En casa, ante sus padres y Carmen, Jesús se burlaba de Pedro, le atribuía actitudes melindrosas que imitaba con pantomima excesiva, lo tildaba de engreído y sabelotodo.

—Es de esa clase de gente que da mucha más importancia a lo que dice que a lo que oye.

—Pues tú bien que le vas detrás —le cortó un día Carmen.

Y tuvo que callar, porque era verdad. A fuerza de seguirlos a todas partes, Jesús había terminado por intimar con Pedro, incluso había llegado a admirarlo. Y, al tercer año, cuando llegó el momento de la mano por encima de los hombros, y de arrimarse en el baile, caritas juntas durante los lentos y finalmente el beso en la boca, Jesús fue incapaz de impedir el progreso de la historia de amor. Pasó de carabina a compañero imprescindible, espectador impotente que, ante la catástrofe, hace de tripas corazón y disimula su angustia.

Pedro se casó con Carmen cinco años después de conocerse, en el 71. Jesús fue padrino de bodas, Pedro se llevó a Carmen a Barcelona, y Jesús tuvo que permanecer en el pueblo, rigiendo las tierras de Can Tomás. Años después, Pedro y Carmen fueron padrinos de sus hijos y aquí no ha pasado nada.

La foto siguiente, donde solo se ve a sus dos hijos, no le despierta ningún interés. La mira por encima, sin verla, pensando que Carmen se pinta las uñas de rojo, y usa anillo con brillante, mientras que él tiene las manos duras como las pezuñas de un burro, destrozadas por siglos de azadón, y hacha, y arado.

Y se encuentra con Carmen en bikini, desvergonzada y sonriente, sentada en la arena, los cabellos rubios (teñidos) alborotados por el viento, invitando a los demás a desnudarse y tumbarse a su lado.

—Venid, sentaos. Hoy el mar está muy picado, porque hace mucho viento, pero normalmente el Mediterráneo está plano y tranquilo como una balsa de aceite. Sentaos. Aquí se está resguardado y se puede tomar el sol.

—No hace falta que nos expliques cómo es el Mediterráneo, ¿eh, nena? Que ya lo conocemos.

—¿Ah, sí?

—¿No hicimos el viaje de bodas a Mallorca e Ibiza y Formentera?

—Ah, es verdad. Pues no habéis viajado ni nada.

Aún estaba guapa, con el bikini, mostrando sin manías su cuerpo sólido, modelado a fuerza de subir y bajar cerros detrás del ganado, y regando, y trillando con las mulas en la era, o aventando el trigo con aquella vieja máquina que levantaba tantísima polvareda. Tenía (tiene) tres años menos que él, así que ahora debe de estar por los treinta y siete. Gracieta tiene treinta y dos y jamás se atrevería a ponerse un bikini. Gracieta jamás se atrevería a bañarse en el mar, ni conduciría un coche, no hablaría nunca (ni se movería, ni viviría) con la desenvoltura de Carmen.

—¿Pero de qué te quejas? —le dice Carmen—. ¿De qué te quejas, si vivís mejor que queréis? Tenéis la casa llena de electrodomésticos, lavadora, mini-pimer, qué sé yo, tractor, toda clase de máquinas para el campo...

—Sí, pero tú no volverías a vivir a Senillás aunque tuvieras que fregar pisos para quedarte en Barcelona.

—Ah, eso también es verdad.

Se ríe Carmen, en la sexta foto, del brazo de su hermano, mostrando sin ambages la satisfacción de haber llegado donde está. Y Gracieta, a su lado, mira en otra dirección como si no los conociera de nada.

Se hace atrás Jesús, con un suspiro de no puedo más, y descubre entonces lo que buscaba. En la caja de cartón donde Carmen empaquetó los regalos de los chicos, figura el nombre de la empresa donde trabaja Pedro. Y la dirección, incluso el número de teléfono. «Cartonajes Reñé. Pasaje Domingo, 15. Teléfono.» Jesús toma uno de los lápices de colores salvados del incendio y copia nombre, dirección y número en el reverso de una de las fotos. Allí habrá de encontrar a Pedro o, como mínimo, a alguien que pueda darle alguna noticia de él. Allí sabrán si la mujer de Pedro ha muerto o no.

Se guarda fotos, postal, sobre y carta, apaga el cigarrillo cuidadosamente con la punta del zapato, y sale de la buhardilla. Baja al piso donde Gracieta suspira y los niños, que acaban de llegar del colegio, arman un alboroto de mil demonios. La casa, oscura, ofrece un aspecto de pobreza y abandono. La pintura de las paredes está descrostada; el suelo es de cemento, plagado de desniveles; la única decoración consiste en un calendario, anuncio de una fábrica de piensos compuestos; la escopeta de caza, colgada de un clavo junto al zurrón; el cristo y la sarta de colmillos de cerdo que protegían a padre del dolor de muelas, y los dibujos enmarcados que los chicos hicieron en el colegio el Día de la Madre. Los cántaros están en su estante porque todavía los utilizan, porque aún defienden la teoría de que el agua de la fuente es mucho mejor que la del grifo, y si ahora se pueden considerar objetos decorativos es porque ya se han convertido en antigüedades, como se ha convertido en antigüedad toda la casa, aquella vida de esclavos paleolíticos que esperan milagros del cielo, aquella Gracieta que se viste y se mueve y habla como su madre, como su abuela, como su bisabuela, negando obstinadamente la realidad que les ofrece la tele cada día.

—¿Qué quieres para cenar?

—Me da igual.

Jesús pasea por la casa sin ocultar su desprecio por todo lo que le rodea.

—Mañana por la mañana, me voy a Barcelona.

Tiene que ir a Barcelona. Para saber cómo sucedió, para ver la tumba de Carmen y ponerle unas flores y unos rezos. Y para pedirle explicaciones a su cuñado por su comportamiento indecente, y partirle la cara, si es preciso.

Gracieta no hace ningún comentario.

* * *

—¿Por qué no venís este verano a Canet, unos días? ¡Tenemos un apartamento precioso, un ático! ¡Veréis lo bien que nos lo pasamos!

—¿Pero tú qué crees que es la vida de campo? ¿Es que ya no te acuerdas?

—Pues claro que me acuerdo. Pero por una semana no pasa nada. Cerráis la barraca, pasáis de todo y os venís de vacaciones, que no habéis hecho nunca.

—¿Pero qué quieres decir con eso de que cerramos la barraca? ¿No sabes que en verano es cuando más trabajo hay?

—¿Qué trabajo tenéis? Si cada vez estáis más mecanizados. Que si el tractor, la recolectora, la abonadora, el subsolador, la empaquetadora, la ordeñadora...

—Pero en el pueblo no hay nadie más que tenga máquinas. Y tengo que alquilarlas, no puedo decir a los otros que se jodan mientras yo me voy de vacaciones...

—¿Y tienes que conducir tú las máquinas, precisamente tú?

—¿Y quién, si no? No hay mano de obra en el campo. Apenas encuentras gente que quiera trabajar su propia tierra, con que menos encontrarás tractoristas a sueldo. ¡La gente del campo se va a la ciudad, por si no lo sabías!

—Pues ahora dicen que no. Dicen que se ha puesto de moda volver al campo.

—¡De moda, de moda, se ha puesto de moda! Ahora resultará que estoy de moda yo también, y que está de moda ordeñar vacas y trajinar estiércol...

—¡Pues aunque no te lo creas! ¿Sabes qué pienso, Jesús? ¡Que te quejas de vicio, que no sabes lo que tienes! ¡Y te atormentas a propósito porque te gusta hacerte la víctima y te niegas a ver las ventajas de vivir como vives!

Fueron a Canet de Mar en invierno, que es cuando la tierra da un poco de respiro. Conocieron una playa solitaria de fines de enero, bajo un sol condescendiente que te quemaba cuando te encontrabas al socaire. Se descalzaron para pisar una arena helada que enviaba escalofríos espalda arriba, y jugaron a huir de las salpicaduras de unas olas alborotadas que les perseguían sin moverse de sitio. Las gaviotas chillaban y bailaban dejándose llevar por el capricho del viento.

El apartamento era soleado y nuevo. Cerca de la entrada, había una escalera de caracol que entusiasmaba a los críos y que ascendía a una amplia terraza desde donde se dominaba el pueblo y la línea infinita del horizonte del mar. Los muebles y la decoración eran estrambóticos, modernos y coloridos, como en los anuncios y las películas de la tele. Y Pedro y Carmen bebían whisky, y vino de marca, y se hacían fotos con una Asahi Pentax.

Jesús y Gracieta preparan el viaje y la maleta en silencio y de mal humor. Pasa una noche desasosegada durante la cual Gracieta no se atreve a decir nada y Jesús sigue alimentando su mala sangre.

Y es que Carmen solo tenía treinta y siete años, coño, que no hay derecho a que una persona se muera a los treinta y siete años.

—Ese soplapollas no te conviene —le había dicho Jesús a Carmen más de una vez, refiriéndose a Pedro.

—Qué sabrás tú —replicaba Carmen—. Es muy bueno, y muy trabajador, y muy cariñoso.

Y ahora ella está muerta y él baila sobre su tumba.

CAPÍTULO II

La despedida ha sido corta y enfurruñada. Gracieta insistía en que se pusiera el traje azul, la corbata, los zapatos de vestir. Jesús se ha impacientado ante semejante ordinariez.

—¿Pero qué te crees? ¿Que voy a una boda? ¿Que voy a ver al alcalde?

Se ha puesto una de las camisas que compró en Barcelona aconsejado por Carmen, y la cazadora de piel, y unos pantalones de pana con visibles rodilleras, pero da igual, no importa, que Gracieta diga lo que quiera.

—Bueno, pues yo te pongo el traje en la maleta, por si acaso. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—No lo sé.

—Es para saber cuántos calzoncillos y cuántos calcetines y cuántas camisetas te pongo. —Jesús no dice nada—. Te pondré cuatro mudas. ¿Va bien?

—Claro que sí, claro que va bien, pon lo que quieras.

Los chicos asistían atónitos a los preparativos.

—¿Dónde vas, papá?

—¿A Barcelona?

—¿Vas a ver a los padrinos?

—Sí.

—¿Podemos ir contigo?

—No.

Los chicos no han insistido. Son muy revoltosos, pero tienen un sentido especial para entender cuándo no está el horno para bollos. Normalmente, padre es más amigo que los amigos y más maestro que los maestros pero, cuando se enfurece, da más miedo que los monstruos de las pesadillas.

—Ya que pasarás por Sant Martí, puedes dejar a los chicos en el colegio, ¿no? —ha dicho madre, que no parece percatarse del peligro que corren—. Así se ahorrarán de ir a pie hasta la carretera.

Padre, taciturno, ha accedido a llevarlos y los chicos, aduladores y diplomáticos, lo han celebrado como si viajar en coche a Sant Martí fuera la mayor de sus ilusiones.

—¡Sí, sí! ¡Biiéeeen!

Jesús ha depositado un beso en la mejilla de Gracieta.

—Volveré tan pronto como pueda —ha dicho, con resabio de mentira.

—Telefonéame.

—Sí.

Ha tenido que ir andando hasta la plaza del Puente, donde tiene la furgoneta metida en un corralón. Las calles de Senillás son demasiado angostas y pedregosas para conducir el vehículo hasta la puerta de casa. Son calles de aspecto medieval, encajonadas entre sinuosos muros de rocas desiguales. Hay bostas de vaca en mitad del paso, aquí y allí olivas negras de cabra, y en las esquinas crecen ortigas e higueras bordes. A la puerta de madera del corralón le falta una bisagra, Jesús tiene que espantar a una gallina que cacarea encaramada al techo de la furgoneta. Todo presenta una apariencia ruinosa. Para Jesús, la plaza, las casas, el pueblo entero no es más que un montón de escombros.

El corazón le late en la garganta cuando emprende la carretera sin asfaltar que pone a prueba los amortiguadores. El sudor le cosquillea la palma de la mano. Es una urgencia de ida sin vuelta.

Los chicos intuyen que están viviendo un instante trascendental y no saben qué decir. Callan y buscan algún tema de conversación inofensivo y esperanzador a la vez. Ponen tanta energía en el empeño que sus pensamientos casi hacen vibrar los cristales de la furgoneta.

—¿Qué nos traerás de Barcelona, papá? —pregunta finalmente Angelote, el pequeño.

—No lo sé —dice Jesús después de unos instantes. No había pensado traerles nada.

Cualquiera diría que Jesusín le ha leído el pensamiento.

—¿Pero nos traerás algo?

«No.»

—Sí. Algo, sí. —A Jesús se le ocurre, en una fantasía delirante, que no regresará nunca a Senillás.

Sale a la carretera comarcal y conduce hacia Sant Martí del Congost y esa sensación crece en él, no como una ocurrencia desagradable, más bien al contrario: poco a poco, Jesús se va sintiendo protagonista de una deliciosa fuga, de una liberación. Se va a Barcelona. Ni más ni menos que a Barcelona. Y, al pasar por Sant Martí, deja a los chicos delante de la escuela.

—Adiós, papá.

—Adiós, papá.

—Adiós.

Besitos. Bajan Jesulín y Angelote de la furgoneta, cargados con sus mochilas y los desayunos envueltos en papel de aluminio. Se desentienden de su padre, corren y desaparecen confundiéndose entre sus compañeros. Como si no hubieran existido nunca. Jesús pone primera y continúa su viaje. Segunda, tercera, cuarta. Ya lejos de su entorno, en la intimidad de la huida, se pregunta si volverá alguna vez a Senillás, si volverá a ver a Gracieta y a los chicos. Claro que sí. ¿Por qué no tendría que volver a verlos? ¿Qué podría retenerlo en Barcelona definitivamente?

Sonríe Jesús.

¿Qué podría retenerlo en Barcelona definitivamente? ¿A qué podría dedicarse, si decidiera quedarse a vivir en Barcelona?

Sonríe Jesús mientras deja atrás paisajes escabrosos, lagos donde se reflejan los bosques, ríos alborotados, oscuros desfiladeros, montañas, prados, campos, tractores, ganado, estiércol, camino de la civilización.

* * *

Cuando tenía once años, regresó del colegio de las monjas de Sant Martí, trayendo en una libreta las primeras calificaciones serias de su vida. Siete sobresalientes y un notable. Junto a las palabras «Conducta» y «Aplicación», sor Elena había escrito «Magnífica». Todo él era una sonrisa de orgullo cuando mostró a padre la libreta.

Pero a padre no le hizo ninguna gracia. Su vista pasó de las notas al hijo ufano como si no comprendiera el significado de aquello. La sonrisa maravillada del niño se fue fundiendo, descubriendo debajo una expresión de alarma y desconsuelo. Padre solo le devolvió las calificaciones y dijo «Muy bien». Nada más.

Al día siguiente, el viejo de Can Tomás fue a visitar a las monjas. Les notificó que su hijo seguiría estudiando, porque parecía que le gustaba y tenía cabeza para las letras, pero con una condición: sus éxitos de estudiante no debían constar en ninguna parte. El nombre de Jesús Alguer no debía ser escrito en ninguna lista oficial, ni en libretas de calificaciones, ni en diplomas, ni en documentos de ninguna clase. A nadie le importaban los conocimientos que su hijo pudiera tener. Para todos los efectos, Jesús fue condenado a ser un analfabeto.

De esta forma entendía padre que protegía sus posesiones. De esta forma cerraba el paso de Jesús hacia la gran ciudad, punto de fuga de todos los jóvenes del pueblo.