Jesús Reyes Heroles - Eugenia Meyer - E-Book

Jesús Reyes Heroles E-Book

Eugenia Meyer

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Beschreibung

Antología conmemorativa de las tres décadas del fallecimiento de Jesús Reyes Heroles, político y jurista mexicano, promotor de reformas que contribuyeron a incrementar la justicia social así como la libertad individual y la laicidad del Estado mexicano. La selección de textos de este volumen, que ilustra su razonamiento y acciones, abre con su primer artículo: "Humanismo y revolución", y remata con su último escrito: "Mirabeau o la política". También se reúnen las voces de Rodolfo Duarte, Prócoro Millán, Jorge Sayeg, Alejandro Sobarzo, Arturo Velázquez, Luis Villoro y Fernando Zertuche, quienes abordan desde distintos ángulos la labor de este pensador e ideólogo, político e historiador, autor entre otras muchas aportaciones de la Reforma Política de 1977 y de la Educativa en la década de 1980.

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VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO

JESÚS REYES HEROLES HOMBRE DE ACCIÓN, HOMBRE DE HISTORIA

Jesús Reyes Heroles

HOMBRE DE ACCIÓN, HOMBRE DE HISTORIA

Estudio introductorio y selección EUGENIA MEYER

Presentación EMILIO CHUAYFFET CHEMOR

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA

Primera edición, 2015 Primera edición electrónica, 2015

Edición de Patricia Bueno

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar Fotografía del archivo de la familia Reyes Heroles González Garza

D. R. © Secretaría de Educación Pública Argentina, 28, Col. Centro Histórico, 06020 México, D. F. Tel. (55) 3601-1000

D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2846-6 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

 

Presentación. Jesús Reyes Heroles: La obra y sus circunstancias, Emilio Chuayffet Chemor

Estudio introductorio. Jesús Reyes Heroles: libertad de pensamiento, libertad en los hechos, Eugenia Meyer

Criterios de selección

HUMANISMO Y REVOLUCIÓN

JESÚS REYES HEROLESY EL LIBERALISMO MEXICANO

El liberalismo mexicano, Jorge Sayeg Helú

Las libertades en el liberalismo mexicano

Guión para un estudio del liberalismo mexicano

JESÚS REYES HEROLESY EL ESTADO Y LA IGLESIA

Estar al tanto de la historia, Eugenia Meyer

La sociedad que forjó la Reforma

Con motivo de la visita de Juan Pablo II a nuestro país

JESÚS REYES HEROLES Y EL PETRÓLEO

Jesús Reyes Heroles y su paso por Petróleos Mexicanos, Alejandro Sobarzo Loaiza

Breve incursión en la industria petrolera

Compromiso de la ciencia ante la necesidad humana

La doctrina de la Revolución mexicana en relación con la industria petrolera

JESÚS REYES HEROLES Y LA SEGURIDAD SOCIAL

Jesús Reyes Heroles y la seguridad social, Fernando Zertuche Muñoz

Algunos aspectos económicos de la seguridad social

El Seguro Social en el campo

JESÚS REYES HEROLES Y LA REFORMA POLÍTICA

La Reforma Política, Rodolfo Duarte Rivas

Avanzamos en la democracia, perfeccionándola, o retrocedemos

La Reforma Política y su repercusión en los estados

En busca de la razón de Estado

JESÚS REYES HEROLES Y LA EDUCACIÓN

Educación e historia, Luis Villoro

Jesús Reyes Heroles: ideario educativo, Arturo Velázquez Jiménez y Prócoro Millán Benítez

En el Primer Encuentro Nacional de las Juventudes Revolucionarias por la Democratización de la Enseñanza

En la ceremonia del Día del Maestro

En el Cuarto Encuentro Hispano-Mexicano de Científicos Sociales

En la reunión de los gobernadores de los estados de la Federación

Comparecencia en la Cámara de Diputados

MIRABEAU O LA POLÍTICA

Cronología

PresentaciónJESÚS REYES HEROLES:LA OBRA Y SUS CIRCUNSTANCIAS

México fue el designio de la vida de Jesús Reyes Heroles, compromiso que se tradujo en su obra histórica y en su quehacer político, tareas que asoció estrechamente ya que para él, como gustaba repetir, hay que “conocer para actuar”.

Nacido en 1921, su vida transcurrió en un México que había emprendido un amplio y profundo proceso de cambio y transformación, proceso que suscitó, como todos, inconformidades y generó divisiones que se vieron acentuadas por la incidencia de los enfrentamientos que desgarraron a Europa y desembocaron en la segunda Guerra Mundial y, posteriormente, en la Guerra Fría que se extendió hasta finales de la década de 1980. Ninguno de los acontecimientos y conflictos que tuvieron lugar resultaron ajenos a las generaciones del periodo. Fueron tiempos difíciles en los que la pasión tendía a ofuscar la razón y el conflicto primaba sobre el acuerdo.

En 1939 hizo su primera incursión histórica y publicó un pequeño ensayo titulado “Humanismo y revolución”; también en ese año ingresó en el Partido de la Revolución Mexicana, y con ello trazó su destino de historiador y político. En 1944 presentó su tesis de licenciatura, titulada Tendencias actuales del Estado, tema candente que suscitaba disputas sin fin ya que involucraba, no sólo cuestiones teóricas, sino políticas e ideológicas, pero en la década de 1940 existían sobradas razones para abocarse al estudio del Estado mexicano. Unos consideraban que la Constitución de 1917 “se había teñido de rojo” y otros impugnaban a los gobiernos surgidos de la Revolución por considerar que la habían abandonado y traicionado.

En su tesis, don Jesús pasó revista a las diferentes formas del Estado, el democrático, el socialista y el fascista, con sus variantes, por lo que concluyó: “Pensamos que el Estado debe ser estudiado como una individualidad, localizándolo concretamente en sus manifestaciones reales”. Con ello puso coto a las extrapolaciones y reivindicó la singularidad de la Constitución de 1917 y, por ende, la del Estado mexicano. Décadas después, otros teóricos sostendrían la misma tesis.

No contento con esta revisión general, Reyes Heroles se propuso profundizar en el estudio de la génesis del Estado mexicano. Los tumultuosos acontecimientos del siglo XIX eran conocidos porque habían sido relatados en ocasiones por los propios protagonistas; pero menos exploradas eran las ideas y el pensamiento de liberales y conservadores, Mora y Alamán, Otero y Gutiérrez Estrada, entre otros, y como buen historiador don Jesús no podía dejar de lado a ningún pensador.

El estudio de las ideas no obedeció a simple curiosidad intelectual o a inclinación personal, sino a la naturaleza y exigencias del tema. Los constituyentes de las primeras décadas de la independencia enfrentaron la tarea de construir una Nación, en el sentido moderno del término, donde sólo había un territorio dividido administrativamente en reinos yuxtapuestos (después intendencias) celosos de sus prerrogativas particulares; un espacio territorial en el que cohabitaban, aunque no convivían, diversos grupos étnicos, comunidades indígenas con lenguas, usos y costumbres diferentes; haciendas y enclaves mineros; gremios y cofradías en los que el individuo no existía, únicamente los “actores colectivos” propios del Antiguo Régimen.

La clásica pregunta “¿Qué hacer?” se planteaba a los constituyentes de 1824 como un agudo dilema entre la continuidad del orden colonial con autoridades nativas y el cambio. Para este último no había en la época más precedentes que la Revolución francesa y la independencia de los Estados Unidos. La primera, surgida en el país europeo con la mayor organización de Antiguo Régimen, había atravesado ya, para 1821, la república, el imperio y la restauración monárquica, lo cual no servía para infundir confianza o seguridad. En cambio, la independencia de los Estados Unidos y la creación de una república federal se llevó a cabo sin mayores contratiempos o resistencias debido a la ausencia de civilizaciones indígenas o de gravosas instituciones eclesiásticas o políticas. Esta circunstancia invalidaba la simple imitación.

Por consiguiente, los constitucionalistas mexicanos de 1824 tenían que hurgar en las ideas liberales, en la teoría constitucional y en los textos de la Constitución de los Estados Unidos, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y en el antecedente más cercano, la Constitución de Cádiz. Si la opción era por el cambio había que referirse al pensamiento liberal. Si, por el contrario, la elección era por la continuidad, la tarea consistía en conjugar la paz y la estabilidad con una nueva forma de gobierno; el problema para los conservadores era que no había más alternativa institucional que la república, después del fracaso del imperio de Iturbide, que intentó un continuismo sin fallas.

Interesado, como estaba don Jesús, en la génesis del Estado mexicano, había que dedicarse al estudio del liberalismo, ya que, gracias al triunfo de la República sobre el Segundo Imperio, se consolidó la forma de gobierno republicana, federal y democrática. Por ello escribió: “El liberalismo no únicamente es un largo trecho de nuestra historia sino que constituye la base misma de nuestra actual estructura institucional y el antecedente que explica, en buena medida, el constitucionalismo social de 1917”. Éste, añadió, no fue producto de generación espontánea; por el contrario, tenía raíces muy hondas, que se remontaban desde los teólogos humanistas de los siglos XVI y XVII, como Vasco de Quiroga, hasta los ilustrados del XVIII, como Abad y Queipo. Todos ellos propusieron reiteradamente al rey de España medidas para distribuir la tierra, suprimir los tributos reales a indios y castas y liberar a éstas de las clasificaciones infamantes que les impedían el acceso a otras labores, todo ello con el fin de evitar “la oposición de intereses y de afectos que es regular entre los que nada tienen y los que todo lo poseen”.

Reyes Heroles percibió, antes que nadie, la conjunción del pensamiento social de la Nueva España y las ideas liberales aportadas por la Ilustración. De ahí que haya calificado al liberalismo mexicano como “liberalismo social”, lo cual muchos impugnaron por encontrar una contradicción en los términos, olvidando los puristas de la teoría que, fuera de los libros, el liberalismo sin adjetivos nunca existió, como tampoco la democracia o el Estado, temas que es necesario estudiar en su concreción histórica, como apuntó Reyes Heroles en su tesis y ampliaría en El liberalismo mexicano:

Existen muchos liberalismos que surgieron en relación con la libertad, la igualdad y la democracia: el primero, el liberalismo ilustrado, interesado en defender las libertades espirituales y políticas del hombre, pero medroso ante las tendencias igualitarias; otro fue el liberalismo igualitario, de esencia democrática que también postuló como valor fundamental las libertades espirituales y políticas del hombre y consideró que éstas se afirman en la medida en que se avanza en el camino a la democracia y a la igualdad; finalmente, el liberalismo económico al que sólo le interesa defender los principios del dejar hacer, dejar pasar, la libertad, el derecho irrestricto a la propiedad y que, en aras de este contenido económico, está dispuesto a sacrificar los valores éticos y políticos de la libertad y de la democracia.

Por ser el concepto de liberalismo social una original aportación de Reyes Heroles, cabe añadir que el desarrollo de México en el siglo XX demostró la eficacia del concepto para transitar pacíficamente hacia la modernidad política y económica sin los sobresaltos que caracterizaron a muchos otros países de la región en el pasado siglo. Más aún, en una u otra forma, la mayoría de los países han hecho suyo el liberalismo social, adaptado a sus particulares circunstancias: de un lado, la democracia representativa se ha consolidado como la forma más adecuada de gobierno; las libertades individuales se han extendido a nuevos ámbitos; la defensa de los derechos humanos es una constante, y la sociedad civil participa más decididamente en los asuntos públicos. Del otro, la política social cubre a mayores sectores de la población, de acuerdo con los recursos y las posibilidades de cada país, y la economía goza de suficientes espacios para su crecimiento sin que hayan desaparecido del todo las disposiciones y regulaciones, tanto de carácter internacional como local, que buscan aunar el bienestar colectivo con los requerimientos del desarrollo.

El liberalismo mexicano es una magna obra en la cual su autor recopiló y estudió exhaustivamente los textos de los pensadores mexicanos del siglo XIX, tanto en su dimensión política-jurídica como en la económica y social; algunos de ellos se incluyen en esta antología. El esfuerzo que implicó este trabajo, lejos de mermar el ánimo creador de Reyes Heroles, lo empujó a continuar leyendo, investigando y escribiendo. Hablan de ello sus trabajos sobre Mariano Otero y el no menos importante sobre Gutiérrez de Estrada, autor del proyecto monárquico de 1840, ambos escritos con la misma objetividad histórica. Igualmente lo hacen los textos de sus conferencias y discursos, que siempre se releen con provecho, pues están llenos de miga.

Don Jesús no fue únicamente el historiador del liberalismo o el teórico de la política que proporcionó una “idea-fuerza” (el liberalismo social), sino también un hombre de acción que participó activamente en la transformación de México, que transitó de una sociedad predominantemente rural a otra urbana e industrial que conoció un acelerado proceso de crecimiento de la población, lo cual planteó un sinnúmero de demandas al Estado, como educación, seguridad y servicios sociales. En esa época el Estado también tuvo que ocuparse de producir no pocos bienes y servicios ante la falta de capitales y empresarios que pudieran hacerse cargo de ellos.

Una de las facetas menos difundidas de su pensamiento y su obra es su actividad administrativa en las empresas e instituciones del sector público; así que fue un acierto de los compiladores de este libro haber incluido sendos apartados para dar a conocer su labor al frente de Pemex y en la seguridad social.

Reyes Heroles contaba con antecedentes para desempeñar los puestos de alta responsabilidad que ocupó. Por una parte, había sido profesor de economía de 1948 a 1952 en la Escuela Nacional de Comercio y Administración (hoy Facultad) de la UNAM y en la Escuela Superior de Comercio y Administración del IPN. Por otra, de 1953 a 1958 fue jefe de estudios económicos de Ferrocarriles Nacionales de México, y en 1958, subdirector técnico del Instituto Mexicano del Seguro Social.

Durante esos años publicó varios trabajos acerca de temas económicos, entre los que destaca La carta de La Habana (1948), referente a la reunión que terminó de elaborar el Acuerdo General de Aranceles Aduaneros y Comercio, mejor conocido por sus siglas en inglés, GATT. Dos años después apareció el trabajo “Acuerdo Arancelario General, actualidad y perspectiva”, y en 1952, “El papel del Estado en el desarrollo económico”. Un año antes la prestigiosa revista Problemas Agrícolas e Industriales de México le había publicado sus “Comentarios al estudio de Sanford Mosk, La Revolución industrial en México”, trabajo en el que denominó a los empresarios agrupados en la Canacintra “el nuevo grupo”, que creció al amparo del proteccionismo de la época y, en muchos casos, con el apoyo de las instituciones financieras del Estado. Eran los años en que la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y otros organismos internacionales preconizaban “el desarrollo desde adentro”, basado en la sustitución de importaciones, razón por la cual México no ingresó al GATT, como tampoco lo hicieron otros países latinoamericanos, con excepción de Brasil.

Cuando Reyes Heroles asumió la dirección general de Petróleos Mexicanos, ya se encontraba armado con “el conocer para actuar”. Una de sus primeras medidas fue la creación del Instituto Mexicano del Petróleo (1965), cuyos objetivos fueron la capacitación del personal y las tareas de investigación, desarrollo tecnológico, ingeniería y otros servicios técnicos; son tres los textos acerca de este tema incorporados a la presente edición. Posteriormente, de 1970 a 1972 ocupó la dirección del Combinado Industrial de Ciudad Sahagún, y de 1975 a 1976, la dirección general del IMSS.

La Reforma Política en México, contenida en el penúltimo apartado, fue una obra de lapidaria política que sólo un estudioso de los múltiples modos y métodos de representación y un profundo conocedor del sistema político mexicano pudo llevar a cabo. Reyes Heroles había publicado en 1946 un artículo sobre la nueva ley electoral que se promulgó ese año y que sustituyó las obsoletas disposiciones de la ley de 1917 que no fueron ajenas a los conflictos electorales de 1940. Además, en su desempeño como diputado federal (1961-1964) participó en la elaboración de la iniciativa de ley que introdujo la representación proporcional y creó la figura de “diputados de partido”. También le correspondió defender el dictamen ante el pleno, alocución que incluyó en su libro La historia y la acción bajo el título “Sobre la representación”.

Conviene recordar, para valorar la importancia de la reforma, las difíciles circunstancias en las que tuvo lugar: de un lado, persistían las secuelas de los acontecimientos de 1968, y del otro, en el campo opuesto, la agitación de algunos grupos que supusieron encontrarse frente a radicales políticas del gobierno y que desembocaron en enfrentamientos verbales, fugas de capital y contracción de la inversión. Estos conflictos incidieron en la vida de los partidos, y la oposición no registró candidato alguno a la presidencia de la República. El desafío para el Estado fue mayúsculo, ya que puso en entredicho la legitimidad del sistema político. Como es sabido, esta reforma fortaleció a todos los partidos y abrió las puertas a una mayor representación de las minorías, con lo cual se inició el camino hacia la alternancia política en municipios, congresos locales y finalmente en las gubernaturas estatales y la presidencia de la República.

En este apartado también se incluye “En busca de la razón de Estado”, discurso académico pronunciado en la Universidad de Alcalá de Henares al recibir el doctorado Honoris causa, texto que fue calificado, por uno de los conocedores de la obra de Reyes Heroles, de testamento intelectual y político. En este trabajo, más ensayo que discurso, se sostiene que en la época contemporánea la razón de Estado se ejerce en su autotransformación y en la de su entorno: “el Estado debe mejorarse para conservarse, sin generalizaciones y sin uniformar métodos y fines para todos los Estados, ya que el Estado constituye una individualidad”. Con esta afirmación retomó la idea básica de su tesis de licenciatura.

En ese trabajo Reyes Heroles también apunta hacia lo que llegaría una década más tarde: la disminución del papel central que había desempeñado el Estado en la teoría y en la práctica políticas:

la ciencia política o, con más modestia, la teoría política vive una crisis; en parte motivada por el abandono en que ha quedado el estudio del Estado y su concepción, lo que quizá demande, para superar la crisis, volver al Estado, a su gravitación en la teoría política, y qué mejor manera de ayudar a ello que estudiar algo a que, por una leyenda siniestra, se le tiene asco: la razón de Estado. De no resucitar al Estado en la teoría política predominará un pobre y deslavado neopositivismo, del cual ya tenemos evidentes ejemplos.

La vida y la obra de Reyes Heroles culminaron en la educación pública, como corresponde a un pedagogo nato que hizo de su existencia un magisterio continuo. Como escribió la filósofa española María Zambrano, en todo auténtico maestro hay una íntima vocación mediadora que se ejerce entre la naturaleza y la cultura, entre el saber y el no saber todavía. Ese maestro cabal que fue Reyes Heroles hizo de la mediación un arte, mediación entre el pasado y el presente, entre el gobierno y la oposición, buscando siempre el acuerdo en lo fundamental, como lo preconizó Mariano Otero.

Un maestro, como Reyes Heroles, también es guía que indica caminos viables para pisar terrenos firmes, que sabe de los callejones sin salida a los que conducen los radicalismos doctrinales como “las peligrosas acciones sin ideas, donde los libros están ausentes”.

El breve paso de Reyes Heroles por la SEP, poco más de dos años, fue de intensa actividad: la elevación a rango de licenciatura de la enseñanza normal, por lo cual se exigió el bachillerato para acceder a ella; la transformación de las delegaciones de la SEP en Unidades de Servicios a Desconcentrar; la creación del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) y el Programa Nacional de Bibliotecas, cuyo número pasó de alrededor de 300, al inicio del sexenio, a poco más de 2 500 al término de éste. Reyes Heroles pudo haber afirmado, con Gracián, que “nacemos para saber y sabernos, y los libros, con fidelidad, nos hacen personas”. Uno y otro cultivaron el aforismo.

Esta antología, preparada con gran profesionalismo por Eugenia Meyer, es también una invitación a las nuevas generaciones para que se acerquen a la obra de un singular autor que conjugó plenamente el saber y el actuar.

EMILIO CHUAYFFET CHEMORSecretario de Educación Pública

Estudio introductorioJESÚS REYES HEROLES: LIBERTAD DE PENSAMIENTO,LIBERTAD EN LOS HECHOS

EUGENIA MEYER

Cuando no hay libertad, la conciencia se disuelve, porque sin la libertad hasta el derecho a equivocarse se pierde y la supuesta infalibilidad se impone. Únicamente quien es libre puede equivocarse, pero únicamente quien es libre reconoce la equivocación y puede rectificar para seguir adelante. La vida misma es inconcebible sin la libertad, pues únicamente vive lo que es libre.

La libertad que defendiese a ultranza fue el motor que guió la vida y obra de Jesús Reyes Heroles, el hombre, el pensador, el intelectual, el político y el funcionario público. Todas estas facetas obligan a ir paso a paso, hilvanando la biografía de este mexicano singular, a fin de conjugar sus dos grandes dimensiones: la de ideólogo-político y la de intelectual-historiador. En ello no hay contradicción alguna, menos aún dicotomía, toda vez que ese actuar y ese pensar se complementan permanentemente.

En cada caso partía siempre del conocimiento y la agudeza para entender la historia de México y adentrarse en su complejidad; comprenderla, a fin de permitirle al estudioso transitar por los caminos y explicaciones del devenir contemporáneo. A diferencia de muchos otros pensadores coetáneos, fue un hombre profundamente comprometido con su tiempo y circunstancia, tal y como le inspiraron las lecturas de Ortega y Gasset, a quien intencionalmente definiera como el “viejo liberal”, y a quien cuestionara y rebatiera en más de una ocasión.1

De esta suerte, en forma gradual pero contundente, se significó como un protagonista de primera línea en la historia mexicana del siglo XX. Abrevó en los clásicos, propios y extraños; los estudió, interpeló y obtuvo de todos ellos lecciones fundamentales sobre el surgimiento de la nación y su desarrollo decimonónico. Fue así como pudo trazar una línea de continuidad en los procesos nacionales. Incluso, se podría decir que ese conocimiento inspiró su propia historia, su forma de actuar y de vivir.

Partía del principio de “la unicidad de la historia, de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante”, en un permanente remontarse o aventurarse. De allí que fijara su atención en la centuria decimonónica, y más concretamente en el pensamiento de los ideólogos del liberalismo mexicano, encontrando en el hacer y quehacer de Mariano Otero, un “liberal moderado”, puntos de referencia y emulación. Reyes Heroles se propuso quizá estar en la razón y entraña misma de la política nacional y dar cuenta de las causas y los motivos que influían sobre los acontecimientos de su época. Al igual que el jalisciense, destaca en él “la formación intelectual, adiestramiento político, contribución al cuadro jurídico institucional y acción ejecutoria y, coincidiendo con ellos, la elaboración de una concepción histórico-teórica y de un método para la investigación de la sociedad mexicana”.

El estudioso describe a Otero como

un hombre de ideas que actuó sobre una realidad que no escogió y dejándose influir por ella. Con seguridad decía, en muchas ocasiones tuvo que seguir un consejo que, pareciendo cínico, es realista; hay que aprender a salir limpio de los asuntos sucios si es preciso, a lavarse con agua sucia. [Y Reyes Heroles agrega:] Su labor intelectual no fue ni guarida ni compensación de impotencia creadora o consecuencia del objetivo desengaño de no hacer [...] Vivió en plena polémica, haciendo o tratando de hacer [...] no le interesa describir hechos, sino descubrir su explicación. Encuentra en la sociedad de la que tiene una visión global una serie de factores [...] trabados y en constante movimiento y mutación.

Jesús Reyes Heroles nació el 3 de abril de 1921 en Tuxpan, Veracruz, en pleno proceso de reconstrucción luego de la lucha armada. El origen español del padre, Jesús Reyes, así como la desahogada situación económica de la familia de su madre, Juana Heroles, marcaron el destino de este hombre que, en aras de la libertad que invariablemente pregonó, y consciente de una realidad que no era viable cambiar —ser hijo de padre extranjero lo limitaba a aspirar al cargo de presidente de la República—, bien podía permitirse todo tipo de acciones y desplantes —en ocasiones hasta quijotescos—, siempre con independencia y la certeza de una conciencia histórica que comprende desde las utopías imposibles hasta la falacia del hombre nuevo. Así, Reyes Heroles habría de incidir de manera absoluta en el destino de México a partir del medio siglo.

Perteneció a una generación signada por dos visiones contrastantes: una que buscaba recuperar la paz y rechazaba la violencia y el radicalismo, y otra integrada por los hombres nacidos al final de los años broncos, que en forma temeraria cuestionaban la primera gran revolución del siglo XX. No en balde, para él la Revolución mexicana marcará un hito en la vida nacional y, por lo mismo, insistirá en la necesidad de “rehacerla”, cuestionarla, confrontarla a fin de suprimir aspectos agotados para imprimirle una fuerza permanente, siempre a contrapelo de los “sepultureros” empeñados en referirse a ella como agua pasada. Estaba convencido de que una revolución “difícilmente va derecha; va en zigzag. En política la línea recta casi nunca es la más cercana entre dos puntos”. Por lo mismo, definía a los mexicanos que se lanzaron a la lucha en 1910 como un pueblo que, pese a la dispersión en que se encontraba, logró actuar conjuntamente, de manera sincronizada, pueblo que había hecho una revolución y persistía en seguir revolucionando. Entendía dicho movimiento como un largo y complejo combate en y por la historia de México, que logró finalmente la síntesis ideológica de la nación mexicana, un cuerpo de doctrina receptivo, susceptible de ampliarse y enriquecerse.

La primera infancia la pasaría en Tuxpan junto a sus padres y su hermano menor, Antonio. Luego empezaron los cambios de residencia familiar: Tampico, Ciudad Victoria y San Luis Potosí. Fue ahí donde cursó el bachillerato y encontró su vocación como estudioso y escritor. Muy joven aún, escribe el breve ensayo “Humanismo y revolución”,2 sobre el medievo occidental, con el que abrió una caja de Pandora, fascinado con el Renacimiento y lo “transitorio e íntimo del humanismo”. A partir de entonces incidiría en la historia, y su proclividad propiamente humanista lo llevaría a inclinarse por la carrera de leyes.

En el ocaso del gobierno cardenista arribó a la ciudad de México para inscribirse en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1944 obtuvo su título de abogado con la tesis Tendencias actuales del Estado, y muy pronto se integró al cuerpo docente de su propia facultad, impartiendo primero como adjunto y luego como titular el seminario de derecho del trabajo y el de teoría general del Estado, labor en la que continuó hasta 1983. Siempre se negó a que lo llamaran “maestro”, categoría que él insistía no tener.

El novel abogado optó en 1945 por continuar con su formación académica en universidades de Argentina, las de Buenos Aires y La Plata, y en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires. Al volver al país, tres años más tarde, en 1948, se desempeñó como profesor de economía en la Escuela Superior de Comercio y Administración del Instituto Politécnico Nacional. Casi de manera simultánea empezó a circular en el mundo de la política y los políticos, como ayudante del general Heriberto Jara, entonces presidente del Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Desde entonces optó por una vida partidaria que culmina cuando es designado presidente del Comité Ejecutivo del Partido Revolucionario Institucional (PRI), cargo que ocupó de 1972 a 1975, un trienio definitorio en la vida de dicha organización política, toda vez que fue él quien la dotó de ideología sólida, consistente y actualizada.

La suya fue una larga, fecunda y hasta atropellada carrera en la administración pública. Sin duda su temperamento y principios lo inclinaron, como crítico y contestatario, a renunciar a la comodidad y los privilegios que le brindaba el poder político para mantener la defensa de sus convicciones intelectuales y su incuestionable defensa de la libertad. No en balde insistió en que sin libertad “no hay verdaderos compromisos, ni auténticos acuerdos. Porque sin la libertad el trabajo, de medio de realización del hombre, se convierte en instrumento enajenante, y el hombre, de ser que piensa y actúa, pasa a ser entidad que obedece a guarismo inerte”.

Congruente con su forma de pensar fue la de actuar. La travesía política de Reyes Heroles corrió paralela a la del intelectual. Su trayectoria como servidor público, interrumpida de vez en vez, la hizo a la par de su permanente formación como estudioso de las humanidades. Lo apostaba todo para defender sus ideas, con la convicción de que los intereses y la razón de Estado estaban por encima de consideraciones subjetivas. A manera de obituario, Carlos Monsiváis señaló que Reyes Heroles tuvo un extraño destino, el de “un hombre profundamente inteligente, obsesionado con la importancia de las ideas en la vida de la República, que de hecho careció de interlocutores políticos y que fue muy oído y escasamente entendido, que fue muy admirado y apenas analizado”.3

Una larga relación de puestos públicos da cuenta de su quehacer como abogado y asesor económico en la Secretaría del Trabajo; luego presidente del Grupo Especial de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje. Asimismo, fue en representación de México a una serie de actos internacionales, entre ellos la Conferencia Latinoamericana de la Organización Internacional del Comercio y el Empleo, llevada a cabo en La Habana, Cuba, en 1947, donde contribuyó como coautor en la redacción de La carta de La Habana.

De 1949 a 1953 asumió la secretaría general del Instituto Mexicano del Libro, al tiempo que trabajaba en el Instituto de Estudios Políticos y Sociales del PRI, durante la campaña como candidato presidencial de su paisano Adolfo Ruiz Cortines, a quien siempre consideró un gran político y un notable presidente. Tras las elecciones asumió la jefatura de Estudios Económicos de Ferrocarriles Nacionales de México hasta el año de 1958, en que fue nombrado subdirector general técnico del Instituto Mexicano del Seguro Social, periodo durante el cual afinó en la práctica buena parte de su ideología social, que consolidó con los años, especialmente en el cortísimo tiempo en que ocupó la dirección del propio instituto (1975-1976).

Entre 1961 y l964 fue diputado federal en la XLV Legislatura, época en que también fungió como director general de Petróleos Mexicanos. Entonces se sentaron las bases para la transformación de la paraestatal y la redefinición de las relaciones entre los trabajadores y los administradores, en aras de alcanzar la honestidad, el orden, la disciplina y la eficiencia de Pemex. Sus metas fueron ambiciosas y, como él mismo advirtió alguna vez, estaba “inconforme de buena fe”. Es también relevante que durante dicho periodo se registró un significativo incremento en las reservas probadas, despuntó la industria petroquímica y se dio un lugar importante a la investigación, con la creación el Instituto Mexicano del Petróleo como organismo descentralizado con carácter preponderantemente técnico, educativo y cultural.

Corresponde igualmente a esta etapa la actuación tenaz y clara del abogado que gravitaba en Reyes Heroles, y el nacionalista a ultranza, para lograr —luego de una década de celebrar los llamados contratos-riesgo con empresas petroleras— la prescripción de concesiones o contratos en términos que contradecían la Ley Reglamentaria del Artículo 27 constitucional en el Ramo del Petróleo, que en 1958 había dictaminado el impedimento de conceder remuneración por servicios en forma de porcentajes en productos, así como la participación en los resultados de las explotaciones.

Sus conocimientos en el campo de la economía volvieron a ponerse al servicio de la nación, al ser nombrado director del Combinado Industrial de Ciudad Sahagún (Diesel Nacional, Siderúrgica Nacional y Constructora Nacional de Carros de Ferrocarril). Apenas dos años más tarde ocupó la dirigencia de su partido, donde aprovechó su larga experiencia política y su profundo conocimiento de la historia decimonónica de México para lograr que en el PRI se operara un verdadero cambio y le permitiera definirse como un partido político moderno. Ello daría razón y sentido a su vida partidista, en la tarea esencial por:

Desmantelar las fortalezas ideológicas de aquellos que se oponen al proceso revolucionario [...] ir, en síntesis, a una activa y constante lucha cultural, que supere las resistencias activas y pasivas [...] somos partidarios de reformas revolucionarias, no reformistas; reformas rápidas y profundas, pero armonizadas entre sí y con el todo social, de modo que su adopción no resulte contraproducente al objetivo de justicia social y libertad personal que perseguimos [...] Vamos a hacer política... Hagamos pues, política en todas partes [...] política en todas partes y a todas horas.4

Sabía que hacer política demandaba pasión, pero con mesura, sosiego interno, dominio de sí mismo y no de los otros. Hacer política era sinónimo de lograr el acuerdo fundamental, entendido como sustento del ejercicio democrático, y a escala nacional era el terreno que permitía la identificación de todos los mexicanos con las reglas y las normas que le daban coherencia a la nación entera. Por ello mismo luchaba por un partido incluyente, afirmando que éste no era una iglesia y menos una secta. Así, el hombre que preconizaba que forma es fondo, el que insistía en contar cabezas, no cortarlas, el que pugnaba por la disciplina interna, pudo definir y dotar de una ideología nueva al PRI.

No obstante, aceptaba que en política se presenta una estrecha relación entre lo que el ideal exige y la realidad permite. Y añadía: “Toda política que se precie de serlo demanda en quienes la practiquen, por lo menos, una concepción del hombre y la sociedad, del Estado y la historia; en suma, una concepción de la vida”.5 Estaba claro en el hecho de que los intelectuales desdeñaban la actividad política, y también que nadie era más cruel y destructivo con los hombres de letras que algunos colegas suyos al ejercer el poder, aunque en última instancia el poder sólo lo tiene el Estado mismo. En su doble identidad como intelectual y político reflexionó de manera permanente sobre sus compromisos. Para él, la política era el arte de combinar las demandas de la realidad con las exigencias de la teoría. Ciertamente su conocimiento de los fundamentos doctrinales del Estado, y su formación de jurista, lo obligaban a considerar todo acto político como una oportunidad para defender ideales y principios.

Reyes Heroles fue un gran provocador, tanto en lo político como en lo intelectual. Entendía la política como expresión de las inquietudes humanas porque, como actividad cultural, se extiende a todas las actividades del ser humano, y éstas se concentran en ella. A su parecer, todos los hombres son a la vez intelectuales y políticos, sólo que no todos desempeñan tales funciones en la sociedad.

Durante esta etapa partidista, que corresponde a la administración de Luis Echeverría, participó en la elaboración de la Ley Federal Electoral, la cual permitió la reestructuración de la legislación existente y propició la revisión del sistema electoral federal, que habría de convertirse en el antecedente inmediato de la Reforma Política de 1977, cuyo artífice sería precisamente el propio Jesús Reyes Heroles, en aquel momento ya en funciones como secretario de Gobernación.

Reconocía que hacer política era análogo al logro de acuerdos fundamentales, entendidos como sustento de la democracia. A escala nacional, como responsable de la política interna, tenía la oportunidad de identificarse con todos los mexicanos y definir las reglas y normas que daban coherencia a la nación entera. De ahí algunas premisas que rigieron su actuación, reconociendo que forma era fondo. Con este bagaje, entre 1972 y 1975 contribuyó a la elaboración del Plan Básico de Gobierno, que debía darse a conocer antes de la elección del nuevo candidato presidencial del PRI.

Sin embargo, las diferencias sustantivas con el entonces presidente Luis Echeverría lo llevarían a renunciar el 24 de septiembre de 1975 a esta etapa de su vida política. Asumió entonces, aunque brevemente, el cargo de director general del Instituto Mexicano del Seguro Social, desde donde pudo retomar algunas ideas de su paso por dicha institución como subdirector técnico durante el gobierno de Adolfo López Mateos. Ello se significó como un desafío más en su largo bregar como protagonista de la historia nacional, y acorde con su temperamento actuó de manera congruente con su forma de pensar.

En 1976, al cambio de gobierno, el presidente entrante José López Portillo lo nombró secretario de Gobernación. Un reto más en la vida del incansable teórico de la política, del funcionario público comprometido con la realidad nacional. De nuevo pudo combinar las demandas de la realidad nacional con la teoría, que se complementaban con su larga trayectoria como historiador del siglo XIX mexicano, la centuria de la conformación del Estado nacional.

Quizá en ese momento tuvo que defender, como nunca antes, la doctrina abrevada del liberalismo mexicano con respecto a las relaciones entre el Estado y la Iglesia. Etiquetado como jacobino a ultranza, insistió permanentemente en conservar la separación entre ambos poderes, reforzando con ello los principios que dieron forma a la Reforma en el siglo XIX. Definió con claridad su posición al respecto, preservando la supremacía del Estado de derecho y de la nación frente a los ancestrales privilegios y fueros concedidos de diversas formas durante la etapa colonial. Buscó en nuestro acervo intelectual explicaciones y decisiones para defender la secularización de la sociedad mexicana. Concibió como fundamental conservar y salvaguardar los principios del laicismo consignados en la Carta Magna, lo que repercutiría en la libertad de conciencia y enseñanza y en la nula interferencia del clero en el desarrollo político de la nación. Esta postura le generaría una serie de conflictos que, entre otras cosas, lo condujo a renunciar al puesto en mayo de 1979, apenas meses después de la visita a México del papa Juan Pablo II, ocurrida el 26 de diciembre de 1978. El liberal que habitaba en su conciencia lo llevó a insistir permanentemente en la necesidad de mantener la distancia entre el Estado y la Iglesia, de tal suerte que ambas fueran independientes y convivieran. La secularización de la sociedad era un imperativo, ya que:

El tener una sociedad laica, secular, con libertades civiles, políticas y espirituales, y el disponer de un Estado cuya supremacía no se discute son ventajas que afianzan el valor de nuestras instituciones y nos hacen defenderlas como si imperaran en la realidad en toda su plenitud. Nuestra tradición liberal, de un liberalismo social, nos puede permitir, asimismo, en el debate de nuestros días, resolver los urgentes problemas económicos y sociales, sin tener que sacrificar la libertad, es decir, conjugando libertad y justicia social.6

Al frente de la política interior se convirtió en el gran promotor de la Reforma Política que, como insistiera, no iba contra nadie ni nada, sino a favor de México. Reiteraba la necesidad de hacer más sólida y fecunda la estabilidad política, lo cual no significaba colocar a la sociedad “en descanso”, sino en movimiento, con ímpetu transformador. La suya era una permanente defensa de “soluciones políticas”, siempre y cuando éstas se ajustaran a derecho; de lo contrario, no serían políticas.

Al pronunciar el discurso conmemorativo en el aniversario de la promulgación de la Constitución de 1917, intentaba hacer comprender la necesidad de que:

[...] en un país de mayorías constantes las minorías tengan en la vida política el peso que como tales les corresponde [...] Si la democracia es el gobierno del pueblo por el pueblo, en nuestra práctica la democracia podía consistir en el gobierno de todo el pueblo exclusivamente por su mayoría. Teníamos que encontrar un sistema en que, sin caer en la democracia disolvente, las minorías, expresando sus puntos de vista, pudieran ser consideradas en su justa fuerza numérica.7

Quizá recordaba a uno de sus autores de cabecera, Maquiavelo, por aquello de que “las aspiraciones de los pueblos libres rara vez son nocivas a la libertad, toda vez que al conquistar la libertad un Estado, adquiere enemigos, y no amigos”.

Como historiador bueno e incisivo, consideraba que los procesos siempre están vinculados a la convicción de que todos los cambios son graduales. Por ello es que en todas las luchas hay cruces de caminos en que forzosamente convergen los contendientes políticos; se trata de las reglas básicas que permiten la convivencia, de aquello que hace posible discutir y disentir, luchar por los objetivos e ideales políticos, precisamente de manera civilizada. Abrevando en Mariano Otero, insiste en la búsqueda de acuerdos en lo fundamental, pues sobre esa base es posible realizar el ejercicio democrático que llevaría al país a los verdaderos cambios estructurales. Y por ello, en la misma alocución concluía:

Hacer de los muchos Méxicos uno solo unificado en un modesto denominador común no es tarea fácil. Hay que efectuar reformas revolucionarias, reformas que en su profundidad y extensión supongan cambios cualitativos y cuantitativos de la sociedad. Lo mucho puede dar lo poco bueno; lo poco bueno siempre da, a la postre, lo mucho.

Nuestra disyuntiva es clara: no podemos, lisa y llanamente, mantenernos en la democracia que tenemos; o avanzamos en ésta, perfeccionándola, o retrocedemos. Pensemos precavida o precautoriamente que el México bronco, violento, mal llamado bárbaro, no está en el sepulcro; únicamente duerme. No lo despertemos, unos creyendo que la insensatez es el camino; otros aferrados a rancias prácticas. No rehuyamos la responsabilidad quienes formamos parte del Ejecutivo Federal —exclusivamente por confianza del presidente, entiéndase—; nos toca demostrar con hechos que México seguirá progresando dentro de los cauces de una Revolución en evolución revolucionaria. Atengámonos a esta expectativa real y promisoria. Una pérdida no es una derrota; puede ser una victoria cuando ayuda globalmente a la evolución nacional. Todos seríamos derrotados si despertamos al México bronco.8

Su avidez de conocimiento lo convirtió en un lector infatigable, en un investigador permanentemente insatisfecho. Esto explica quizá que fuera precisamente él, como secretario de Gobernación, quien se diera a la tarea de organizar y reestructurar el Archivo General de la Nación, tan abandonado, tan marginado hasta entonces.

Su último cargo político y administrativo arranca en diciembre de 1982, con el inicio del gobierno de Miguel de la Madrid, quien lo designa secretario de Educación Pública. Allí permaneció hasta su muerte, el 19 de marzo de 1985, a los 63 años de edad.

Este eslabón final significó de hecho, quizá sin que él cobrara conciencia de ello, la síntesis de su conocimiento sobre la historia mexicana, que en su caso fue sin duda “maestra de la vida”, como lo planteara Cicerón, pues de las raíces y las razones del acontecer decimonónico tomó ideas para consolidar su pensamiento, en un esfuerzo por cambiar, transformar la educación, entendida ésta como prioritaria en el futuro de la nación.

En medio de una enorme crisis nacional se empeñó en fortalecer el sentido de la educación como motor del progreso hacia una sociedad racional moderna, un proceso de socialización sinónimo del desarrollo formativo que permitiría a los mexicanos asumir como propios los valores que la nación ha escogido para sí. Se trataba sin duda de volver a “nuestra sustancia”, a nuestros orígenes, para recuperar el proyecto de nación y con ello propiciar la transformación de la sociedad. Fue entonces que se abocó con el mismo ímpetu de lucha, con el mismo pensamiento democrático, a formular la Revolución Educativa, la cual reconocía la necesidad de cambios y aperturas en la Secretaría de Educación Pública. Pretendía elevar el nivel educativo básico, e impulsar la investigación científica, tecnológica y experimental, para crecer de acuerdo con los requerimientos del país.

Desafortunadamente para Reyes Heroles, los obstáculos que se presentarían desde el inicio de su gestión no le permitieron llegar a buen puerto. Quizá lo que más le pesaba era “atender la intendencia”, o sea las tediosas tareas administrativas y burocráticas que le quitaban tiempo y lo alejaban de sus verdaderos fines. Con todo, hay que reconocer que fue el artífice de la descentralización educativa a nivel estatal, las reformas a los programas de educación de los maestros y la Red Nacional de Bibliotecas, entre otros proyectos. Como siempre, buscó en el pensamiento liberal los cimientos para una sociedad moderna. Al igual que aquellos hombres que construyeron dicha ideología, encuentra en la educación el factor determinante para el cambio, la concepción adecuada que sustentará su propósito de “educar para transformar” y llevará al país hacia la libertad de conciencia, de expresión de pensamiento. Estaba convencido de que educar a las nuevas generaciones representaría un enorme costo; sin embargo, era mucho más oneroso no educarlas. Todo ello explica, tal vez, su empeño por alcanzar un alto grado de congruencia entre la preparación de los maestros de educación media y normal y las metas, contenidos y métodos.

En la visión del responsable del sector, el maestro tenía que ser portador del futuro para lograr que sus alumnos se convirtieran en protagonistas. Al mentor también le atañía mostrar una ética actuante para, junto al deber ser, postular la solidaridad social. Para Reyes Heroles el proceso educativo era de socialización. Pretendía lograr que ese cambio fuese dejando de lado intereses individuales y hasta mezquinos. En efecto, aseguraba: “La educación es el desarrollo formativo que nos permite asumir como propios los valores que la nación ha escogido para sí. La tarea de formar hombres, o mejor dicho, de contribuir a que éstos se formen a sí mismos, implica ofrecerles un camino en el que se convenzan de que vale la pena pagar el precio de la libertad y de la justicia.”9 Y concluía que la educación es el conducto para que el hombre se encuentre constantemente a sí mismo, en una búsqueda permanente que le permita redescubrirse, ensanchar su conciencia, a fin de mantener firmes los vínculos que lo unen con la sociedad y el valor de la libertad como sustento de la dignidad de la conciencia. Insistía en que la educación del hombre nunca termina, por lo que debe replantearse y revisarse permanentemente.

Sin duda su lucha estaba encaminada a preservar y defender el contenido de liberalismo en la educación laica, apartada de prejuicios y fanatismos, toda vez que con ello se defendía la libertad. Buscaba en la educación el equilibrio entre ciencia, técnica y cultura para lograr el desarrollo integral del individuo. En ese sentido, fue impulsor de formas de apoyo y estímulo para los investigadores, con la creación, por ejemplo, del Sistema Nacional de Investigadores, dependiente del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt).

Si hubiera alguna característica que sintetizara la vida de Jesús Reyes Heroles, sería el estudio y la reflexión ininterrumpidos. Lector de clásicos y teóricos como Maquiavelo, Locke, Hobbes, Montesquieu, Rousseau, Burke, Nietzsche, Croce, Gramsci y Ortega y Gasset, mantuvo igualmente un “diálogo” permanente con los intelectuales mexicanos decimonónicos, aquellos que forjaron nuestro liberalismo: Otero, Rejón, Mora, Ramos Arizpe, Gómez Farías, Prieto, Juárez, Arriaga, Zarco, Ramírez, Ocampo. Ello le permitió la singular posibilidad de mantenerse en comunicación con los “hombres que hacían la historia y la escribían”.

Ese ejercicio permanente fue sin duda enriquecedor, porque en la búsqueda de rastros logró integrar, con una enorme lucidez, un bagaje de las ideas que dieron forma y contenido al liberalismo mexicano, que como bien asegura el autor es propio, singular, diferente del francés, el inglés o el estadunidense, porque el nuestro es eminentemente social en el momento en que pretende delimitar los grandes abusos en el derecho a la propiedad en detrimento de los indígenas del país.

En su persistencia por desmenuzar y analizar el proceso del liberalismo mexicano, logra estructurar una obra clásica e indispensable para comprender nuestro pasado. Estimó importante entender sus orígenes, así como la integración de las ideas y su repercusión en lo que definió una “sociedad fluctuante”. Más aún, a él corresponde el mérito de haber advertido el vínculo y la continuidad entre el liberalismo social y la Revolución. No falto de razón, siempre insistía en que quien no conozca y comprenda el enorme proceso que vivió México en el siglo XIX, difícilmente podrá entender la Revolución. Cabe señalar que cada frase, cada discurso, cada página que publicó y nos legó fueron de su autoría; no tuvo asesores o escritores fantasma que interpretaran sus ideas.

Su fascinación por el acontecer nacional durante los años de la conformación del Estado nacional lo llevaron incluso a detenerse en el pensamiento y la acción de hombres tan diferentes a su propia forma de pensar, como José María Gutiérrez de Estrada, a quien dedicaría muchas horas de estudio para comprender y catalogar la actuación de quien vivió una “involución histórica”. Lamentablemente, el gran ensayo interpretativo sobre este personaje quedó inconcluso.

Reyes Heroles solía decir que había llegado a la historia por vocación o equivocación, buscando respuestas al mundo en que vivía y del que fue, indudablemente, protagonista singular. Concluía que “todos los caminos conducen a la historia y la historia está en las entrañas de todo conocer y hacer”. Junto con la acción, en la que se vio permanentemente involucrado, combinó ciencia y experiencia, teoría y praxis, saber y hacer.

El pensador, el historiador e intelectual entendía la política como forma de acción para llevar a la práctica el conocimiento adquirido y aprovechar las experiencias de otros para formular una serie de decisiones que tenían como premisa la búsqueda del cambio, de la igualdad a partir de la libertad. Mantuvo siempre un diálogo entre pasado y presente. Asimismo, en su quehacer como historiador intentó pasar inadvertido, tomando en cuenta el dicho de que “a un historiador se le ve mejor cuando no aparece”. En realidad, en su caso, tanto el hombre público como el historiador siempre estuvieron presentes en forma notable.

Al ingresar a la Academia de la Historia, en un discurso por demás singular, concluía que el hacer de la historia debía entenderse como la búsqueda del

sentido de los hechos, explicarlos hasta donde es posible y situarse en posición equidistante entre aquellos que todo lo ven como fruto de la necesidad y aquellos que todo lo atribuyen a la voluntad del hombre, admitiendo para éste que, de grado o por fuerza, está en aptitud de escoger en las máximas alternativas. Escribir historia impone formar parte del presente, tratando hechos que pertenecen al pasado, sabiendo que la historia es un “proceso continuo de interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado”, diálogo no entre individuos aislados de hoy y de ayer, sino entre la sociedad de hoy y la sociedad de ayer.10

Cuarenta y cinco años después de haberse iniciado en la reflexión sobre el humanismo y la idea de revolución, el 18 de marzo de 1985 concluye la vida creativa y retadora de Jesús Reyes Heroles, pensador político, intelectual y estudioso de la historia mexicana. Quizá, a la manera de Tácito, consideró siempre que las tempestades de la libertad eran preferibles a la tranquilidad sepulcral de la servidumbre. Ciertamente, servil nunca fue.

CRITERIOS DE SELECCIÓN

Esta antología reúne ensayos escritos por diversos autores sobre el quehacer de Jesús Reyes Heroles en las diferentes etapas de su desempeño público y su larga y fructífera trayectoria como analista del pasado y el presente mexicanos. Además, en cada caso se incluyeron textos del propio autor que ilustran su pensamiento y actuar.

Los escritos sobre el proceder del personaje que nos ocupa provienen de los Cuadernos editados por la Asociación de Estudios Históricos y Políticos Jesús Reyes Heroles, A. C., la cual se fundó en 1990 con el propósito de organizar el archivo personal del político e intelectual a fin de culminar el propósito último: la publicación de sus Obras completas.1

Para la realización de los Cuadernos se seleccionaron textos escritos por el autor en sus diferentes facetas —pensador político, historiador, funcionario público, ideólogo partidista y artífice tanto de la Reforma Política como de la Reforma Educativa—, los cuales ilustran, fortalecen y corroboran los ensayos que aquí se presentan.

Antecede a este compendio el que quizá sea el primer artículo publicado de Jesús Reyes Heroles del que se tiene noticia, “Humanismo y revolución”, y remata con el último escrito del autor: “Mirabeau o la política”.

HUMANISMO Y REVOLUCIÓN

 

 

Texto publicado en la revista mensual de cultura Labor, núm. 2, San Luis Potosí, octubre de 1939, pp. 19-23.

AL VERIFICARSE la invasión de los bárbaros, fue el sayal del monje el que amoroso se tendió protector de los elementos de cultura existentes y fueron los conventos sólidos refugios para esa cultura víctima del desbordamiento bárbaro. Siendo por esto, que en el posterior florecimiento medieval (para alguien Renacimiento cristiano) se observa una gran influencia del claustro, ya que la universidad, base de cultura en la Edad Media, fue heredera intelectual de esos templos y monasterios.

Por esto —su formación conventual— la cultura del medioevo llevó un sello decisivamente religioso, todo valor cultural de entonces se redujo a la recreación que la criatura pudiera gozar en la figura divina de Cristo, el logos no era libre, antes que nada y primero que todo estaba Dios. “Credo ut in telligam” [para conocer es preciso creer] había dicho Agustín, el ilustre obispo de Hipona. La suma de conocimientos se encerraba dentro de la teología y si algún otro obtenía distinción era subalternado a ella.

La principal característica del arte y la cultura medieval era el símbolo. Lo mismo esas pinturas deshumanizadas, ultraterrenas y etéreas, que aquellos cuadros proféticos y místicos diseñados por plumas cristianas y para los cuales Joaquín de Savonarola no resulta más que una hermosa realidad de profetismo, estaban revestidos de una gruesa capa de simbolismo y lo simbólico como manera, siempre es expresión de importancia. El arte y la cultura medieval eran la señal que el hombre hacía de su imposibilidad para alcanzar el perfeccionamiento en obras humanas.

El cielo anulaba a la tierra, los reflejos celestiales cegaron al hombre y le impidieron ver, distinguir lo terrestre. ¡Quién frente a las puertas del cielo no olvidaba e ignora el amor a la tierra! El afán por alcanzar el perfeccionamiento en obras artísticas y culturales no existía. ¿Para qué recordar, tomar y seguir por modelo los clásicos del esplendor grecolatino, si se sabe que la perfección sólo lo divino la posee?

Un versículo de Jeremías, “Desgraciado del hombre que pone su confianza en el hombre”, sintetiza la felicidad medieval, ese hombre había cerrado los ojos y veía por los de su Dios, fue agraciado pues toda su confianza la puso en el cielo.

En el siglo XV brotaba el Renacimiento. Aníbal Ponce con mucha propiedad captó el sentido del humanismo que en ese siglo aparece y muy gráficamente lo relacionó con un hecho histórico, al que aquí damos el aspecto de sonoridad familiar. Un italiano (Everso D’Anguillara) se entrega, cierto día armonioso de la bella Italia, a sus labores cotidianas, invadido todo él con lo siniestro de la ambición y poseído de la certeza que da la confianza en sí mismo, su mujer desde un rincón lo mira atentamente interrumpiéndolo para decirle:

—El domingo es el día del Señor.

El hombre prosigue en sus labores, y solo, con calma pero iracundo, voltea exclamando:

—¿Cuál señor? No hay más señor que yo.

Este gesto descubre, a mi modo de ver, lo transitorio e íntimo del humanismo. Una clase social que por causas económicas adquiere confianza en sí, desprecia por divinizante y miserable a la Edad Media y pareciendo decir no sin exceso de soberbia: ¿El cielo?... Para los ángeles.

Pero el humanismo tiene una esencia persistente y bien distinta de su aspecto transitorio, humanismo es algo fundamentalmente espiritual y su significado es amor a lo humano. Junto a lo que de egoísta y soberbio tiene el renacer del siglo XV, resalta lo virtuoso, que es su propia esencia. El Renacimiento entraña el recio sacudimiento que el hombre hace de una cultura celestial, es el claro y luminoso vislumbramiento de los valores humanos, es el hombre que se halla a sí mismo y proclama su propio valer.

Ésta es la trayectoria filosófica del humanismo, amor a lo humano, y por eso resulta tan expresivo aquel gran latino que en su lecho de agonía lloraba sobre un libro de Platón que la muerte le impedía traducir. Es del amor de donde parte el grito espiritual de fe, que encarnaron las grandes corrientes renacentistas.

El humanismo en su virtud de amor y libertad tiene características eternas. Si peca por su excesivo cuidado de la forma o si por algún sendero produjo un craso individualismo, poco importa, su misión es noble y aquilatada porque esencial tiene la afirmación del hombre, que hacen aquellas desbordantes corrientes humanas, que resucitando lo grecolatino, encuentran la finalidad del hombre en sí, forman una actitud unívoca de vivir, dando como herencia eso que asienta Ortega y Gasset debe ser: “loca fe en el futuro porque es humanismo, fe en el hombre, y el hombre es el anticipador de sí mismo”.

SIGLO XX

En nuestra época, el panorama se oscurece; hay tinieblas. Los escritores representativos de nuestra época (que no pueden, ni con mucho, ser los revolucionarios), atemorizados divisan crisis, decadencia, final de una civilización y al paso que unos se conforman con tener un honroso final, otros quieren hacer esperar a los años la postrer caída, y hay quien ya sin esperanzas, sólo alce los ojos suplicantes hacia el cielo en pos de la última salvación.

Tres representativos escogemos: Ortega y Gasset como el viejo liberal que ve al ego sumido en lo colectivo; Oswald Spengler, que en las tendencias totalitarias señala el vehículo indispensable para que el hombre tenga un muy noble final, y Nicolás Berdiaev, que resulta el menos oportunista, por labrar su pensamiento como un orfebre cristiano.

Hay un hombre masa, Ortega y Gasset lo nota y lo nombra como un “bárbaro emergiendo por escotillón”, un verdadero “invasor vertical”. Ese hombre masa produce un tipo unificado, y todas las esferas sociales se sienten afectadas por ese tipo que hace en su totalidad generalizadora perder la peculiaridad personal.

Es, para Ortega y Gasset, una crisis la que vivimos, pero no es la primera. Hay en la historia de la humanidad todo un esquema de crisis y “se comete un craso error presumiendo que es ahora cuando se ha inventado la socialización o colectivización del hombre. Eso se ha hecho siempre que la historia caía en crisis”. Ortega y Gasset es un viejo liberal, que no concibe la reducción del individuo aparte de la sociedad sin que pierda aquél su mayor tesoro, la personalidad. Colectivizar al hombre es enajenarlo, y eso es lo que se realiza en proceso fatal de alteración humana, la enajenación del hombre.

Spengler explica primero la conversión de la técnica en subyugadora del hombre. La técnica que ayuda al hombre a poner en tensión la naturaleza se convierte, por obra y gracia de su fuerza, en altar supremo de la humanidad, es “el victorioso despeñado, pisoteado a muerte bajo el galope de los caballos”. Spengler patenta la decadencia de Occidente, se ha cometido una traición imperdonable, la traición a la técnica, que consiste en no mantener el secreto “del saber técnico”, que ha sido divulgado “a los nombres de color; y aquí hallamos la clave de la decadencia de Occidente”. Y ante este hecho innegable, aquel soldado romano, “cuyo esqueleto fue encontrado delante de una puerta de Pompeya y que murió porque al estallar la erupción del Vesubio olvidáronse de licenciarlo”.

Berdiaev cree que la máquina hace al hombre cambiar su propia imagen. La técnica no debe ser más que un medio; no puede haber más que medios técnicos. “Los fines pertenecen a otros dominios, los del espíritu.” La mutación del medio en fin trae como consecuencia la creación del Homo faber, que tanto irrita a Berdiaev y que le obliga a decir: “El hombre es indiscutiblemente un ingeniero, pero ha creado su oficio en vista de fines que le trascienden”. Y Berdiaev parece terminar como eminentemente religioso, creyendo “que el camino de la liberación definitiva del hombre es la realización de su vocación en el camino que lleva al reino de Dios, que no sólo es reino de los cielos, sino también el de la Tierra y el Universo transfigurados”.

REVOLUCIÓN

Ante este panorama, ¿cuál debe ser la posición de un humanista? ¿Y cuál la de un revolucionario?

Humanismo, ya lo vimos, es fe en el hombre. Dudar de la tierra y temer al futuro es no ser humanista; su posición es, por encima de todo, hacer la afirmación del hombre, garantizar por la acción el porvenir del género humano, luchando con fervor bondadoso por la integridad del hombre.