Jimena no deshoja margaritas - Olga Salar - E-Book

Jimena no deshoja margaritas E-Book

Olga Salar

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Beschreibung

A VECES EL AMOR VERDADERO APARECE A SEGUNDA VISTA La música es lo más importante en la vida de Jimena: su trabajo, su manera de expresarse, su pasión… De hecho, su chelo es el mejor amante que ha tenido: fiel, comprensivo y siempre dispuesto a satisfacerla. Así que, ¿para qué necesita un hombre por muy atractivo que sea? Jimena no está dispuesta a soportar que nadie le diga qué debe hacer, ni cómo vestirse, que piense que su lengua es un arma de destrucción masiva o que se queje de lo horrorosas que son sus pecas… Y eso es justo lo que pasa cada vez que tiene la mala suerte de coincidir con Lucas. Pero cuando se ven forzados a compartir una casa antigua en un pueblo en medio de ninguna parte, las chispas empiezan a saltar… sin que ninguno de los dos pueda evitarlo.

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Créditos

Título original: Jimena no deshoja margaritas

© 2014 Olga Salar

Cubierta:

Fotomontaje y diseño: Eva Olaya

Fotografias cubierta © Shutterstock

1ª edición: enero 2014

2ª edición: febrero 2014

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2014: Ediciones Versátil S.L.

Av. Josep Tarradellas, 38

08029 Barcelona

www.ed-versatil.com

ISBN epub: 978-84-16580-05-7

IBIC: FRD

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

Con todo mi amor para Aitana,

ojalá que cuando crezca sea tan valiente

y decidida como Jimena.

«Jimena no deshoja las margaritas por miedo a que le digan que sí…»

Rosa de lima (2000). Joaquín Sabina.

Capítulo 1

Jimena se quedó parada frente a la puerta de la cocina. No había planeado en ningún momento espiar a Rubén y a su amigo; había escuchado su nombre y como acto reflejo se detuvo en la entrada para atender lo que decían:

—No puedo creer que Lorena y tú hayáis organizado esto sin dobles intenciones. —Se burló Lucas.

—Es una cena de inauguración del piso, esa es la única intención. —Rubén remarcó deliberadamente la última palabra—. Por fin dejamos la casa de alquiler y ahora somos los dueños de nuestro hogar.

—Eso díselo al banco. Seguro que está de acuerdo con tu apreciación. —Se rio, intentando provocarle para que confesara lo que había sospechado desde el principio.

—Tú siempre estropeando los buenos momentos. Deja de ver problemas donde no los hay, es una simple cena de celebración. —Volvió a remarcar Rubén.

—Ya, por eso solo hay dos invitados a tu cena, y casualmente son un chico y una chica.

—Acabas de regresar de Ginebra, también queríamos celebrarlo. Eres demasiado retorcido, Lucas, y crees que los demás somos igual que tú ­—censuró tendiéndole una bandeja con unas tazas coloridas para el café.

Lucas se echó a reír con ganas, apoyándose en la encimera.

—No cuela, numeritos. —Le avisó usando su antiguo apodo. Un sobrenombre que se había ganado en el instituto gracias a su habilidad con las matemáticas. Y con el que años después había sido rebautizado por sus alumnos del instituto en el que impartía dicha asignatura.

—Vale, ¿y qué hay de malo si Lorena ha preparado una cena con la intención de que nuestros amigos se conozcan? A lo mejor tenía la esperanza de que os gustarais, y sinceramente, no veo el problema.

—¡Lo sabía!, sabía que era una trampa.

—No es una trampa, es un empujoncito en la dirección correcta y, si se lo cuentas a mi novia, te mato. —Amenazó sosteniendo la bandeja con las cuatro tazas.

—Llámalo como quieras. Lo que me sorprende es que Lorena esperase que me gustara su amiga. Esa chica es todo lo opuesto a lo que me atrae de una mujer. —Cogió la bandeja con intención de llevarla hasta la mesa y dar por terminada la conversación. Sin embargo, Rubén no la soltó, interesado en recibir algunas explicaciones, la sujetó de forma posesiva.

—¿Por qué dices eso?

—¿No es evidente? —preguntó encogiéndose de hombros.

—Pues no —contestó con expresión de desconcierto.

—Es, cómo decirlo amablemente… ¿poco agraciada?

—A mí no me lo parece. —Le contradijo su amigo, aferrando con fuerza la bandeja—. De hecho yo la calificaría como atractiva.

—Entonces tendrás que revisar tus dioptrías, numeritos.

—Mis dioptrías están más que graduadas —dijo recolocándose las gafas de pasta sobre el puente de la nariz—, seguramente el problema es tuyo.

—En absoluto. Reconozco que tiene un buen cuerpo, demasiado flaco, pero interesante. El problema es que tiene más pecas en la cara de las que soy capaz de contar. El color de sus ojos es bonito, pero son demasiado grandes para su rostro, igual que sus labios. Y su pelo… ninguna mujer debería llevarlo tan desaliñado, es casi un sacrilegio. Esa chica es todo más de lo mismo, bonito color, mal conjunto.

—Pues sí que le has dado un buen repaso para no gustarte nada. —Le atacó Rubén, molesto por la mordacidad de Lucas. Normalmente no era tan superficial; aunque las mujeres con las que salía siempre eran guapísimas, parecían sacadas de un catálogo de alta costura.

—Ya sabes, deformación profesional, todas las fachadas me interesan a primera vista, otra cosa es que sigan haciéndolo a la segunda… Pero es que el colofón final son sus zapatillas de deporte.

—No seas elitista. ¿Qué tienen de malo unas zapatillas? Cualquiera diría que tú no tienes unas.

—No hay nada de malo en ellas si las llevas para salir a correr —espetó a la defensiva.

Él no era elitista, simplemente le atraían las mujeres femeninas que cuidaban su aspecto. Algo que no hacía la amiga de Lorena, que además de con zapatillas, había asistido a la cena con vaqueros de pata de elefante, por clasificarlos de algún modo, y una camiseta descolorida con el tablero del parchís estampado en la pechera. Era simple buen gusto.

Jimena estaba tan concentrada en la conversación masculina que se sobresaltó cuando notó una mano que oprimía, con afectuosa presión, su hombro.

Se giró perdida en sus pensamientos, para toparse con la mirada preocupada de su mejor amiga. Lorena siempre se había comportado con ella como si necesitara de su constante protección, algo impensable para alguien que conociera a Jimena.

Desde luego será una madre controladora, se dijo esta con cálida ironía.

Más por tranquilizarla que porque realmente le hubiera dado importancia a lo que había escuchado, se encogió de hombros y entró en la cocina con paso firme, cortando de golpe la conversación:

—Pues es una suerte no gustarte, así me ahorras tener que mandarte a la mierda —explicó sin perder la sonrisa fría que se había instalado en su rostro mientras escuchaba.

Ni Rubén ni Lorena, que la había seguido al interior de la cocina, se atrevieron a abrir la boca. Sorprendentemente fue el propio Lucas el que habló con la misma calma que su interlocutora.

—No sabía que la acumulación de pecas imprimiera tanto carácter —respondió resaltando el que consideraba el mayor de sus defectos.

—¡Oh no!, te equivocas. Según tengo entendido son las narices aguileñas las que lo aportan, aunque tú no tienes mucho aspecto de tenerlo.

—Parece que te ha dolido bastante mi rechazo, sobre todo teniendo en cuenta que no estás interesada.

—¡Seguro que sí, guaperas!

Y dicho esto, se dio la vuelta muy digna, y abandonó la habitación haciendo rechinar sus zapatillas de deporte, no sin antes escuchar a Lucas decir en voz alta:

—Lo siento, chicos, pero la única cualidad que le encuentro es que huele muy bien. Muy, muy bien.

Jimena se mordió la lengua para no contestarle y se encaminó al salón a la espera de que llevaran el café.

***

Jimena se había encerrado en la habitación insonorizada con la sana intención de dormir.

Patricia y ella la habían hecho insonorizar para sus ensayos con el violín y el chelo, respectivamente, pero en ocasiones como esa, Jimena se planteaba la posibilidad de trasladar el dormitorio de su amiga hasta allí. Patricia era demasiado… ¿expresiva?, ¿ruidosa? Cuando quedaba con sus ligues, y Jimena tenía que abandonar el calor de su cama si pretendía dormir algo durante la noche.

La malo era que dormir sobre la alfombra equivalía a dormir en el suelo. Ni era lo bastante gruesa como para aislarla del frío ni lo suficientemente cómoda. Iba a tener que transportar hasta allí uno de los sofás del salón para ocasiones como aquella, que por desgracia, eran bastante habituales en su vida.

Con un suspiro resignado, se levantó y abrió el estuche rosa chicle de su chelo, la única nota discordante que se permitía en su vida. Lo sacó con mimo, casi con reverencia, y asió con la mano derecha el arco. Lo colocó entre sus piernas, ladeó la cabeza y comenzó a tocar el Concierto para Violochelo y Orquesta N.º 1 en Do mayor de Haydn, la pieza que había escogido para la prueba. Cinco minutos después y sin haber terminado el primer movimiento, apartó el arco de las cuerdas y maldijo en voz alta. Primero Patricia la sacaba de la cama, y ahora, el estúpido amigo de Rubén le arrebataba el placer de la desconexión musical que siempre había sido su refugio.

Enfadada, se levantó de la silla para guardar su instrumento en su lugar con sumo cuidado.

Una vez que el preciado chelo estuvo a salvo, decidió desquitar su malhumor con la almohada, que todavía estaba sobre la alfombra, en el lugar en el que había intentado dormir. Le lanzó la primera patada, pero no consiguió liberar toda la tensión que la embargaba y le impedía dormir, así que resolvió seguir probando con más golpes:

—Tú. —Nueva patada que acompañó con un pensamiento sobre lo bien que golpeaba la almohada, fruto de su interés por el fútbol.

—¡Estúpido! —Otra más fuerte, tenía que apuntar mejor, se dijo, sobre todo si quería que pasara por encima del atril de las partituras.

—¡Guaperas! —Chilló riendo.

—¿Crees de verdad que me importa tu opinión? —Patada que hizo volar la almohada a la otra punta de la habitación. ¡Ahora sí que había marcado gol!

—¡Pues no! —se respondió en voz alta.

Fue entonces cuando se dio cuenta que había ido levantando la voz gradualmente. Ya puestos, un grito más no suponía ninguna diferencia, la habitación estaba insonorizada:

—No me importa, ni me importará nunca lo que pienses de mí.

Sonrió satisfecha de sí misma y regresó a la alfombra que seguía siendo tan incómoda como al principio, aunque ahora parecia que un poco menos.

Jimena se tumbó con su brazo bajo la cabeza, ya había tenido suficiente almohada por una noche. De hecho lo mejor sería que al día siguiente se hiciera con una nueva. No era plan de tener que dormir con el enemigo.

Capítulo 2

Jimena se recolocó la bufanda del Valencia CF que llevaba al cuello y tiró de Patricia para que se pusiera en la cola de acceso al estadio; estaba impaciente por ver cómo el balón corría por el césped. Sin embargo, su amiga parecía más interesada en los hombres de todas las edades, que hacían cola a su alrededor, que en la perspectiva de una victoria frente a un rival fuerte y bien posicionado en la tabla clasificatoria.

Se lamentó por no haber invitado a Rubén, que era quien la acompañaba cada semana a ver los partidos de su equipo.

En esta ocasión se había decantado por Patricia, no por las súplicas lastimeras con las que la había perseguido durante varios días, sino por la oferta irrefutable que le había hecho al comprobar que con dar pena no iba a lograr nada. Por esa razón la violinista había terminado por ofrecerle lo que Jimena tanto anhelaba: paz en su propia casa.

A partir de ese momento iba a poder descansar durante un mes completo por el módico precio de llevarla a ver a CR7 con el pase de socio que usaba cada semana.

Su amiga había prometido trasladar uno de los sofás del salón a la sala de música para realizar allí, en la habitación insonorizada, sus ruidosas actividades nocturnas. Pasado el mes estipulado tendrían que deshacerse del sofá, pero esa era otra historia sobre la que pensaría más adelante.

—¿Cómo vamos a colarnos en los vestuarios? —preguntó Patricia, muy seria.

—No vamos a colarnos en ningún sitio, vamos a sentarnos con tranquilidad a ver el partido.

—Pero yo quiero ver a Cristiano. —Se quejó haciendo un mohín.

—Y lo verás. En el terreno de juego. —Zanjó Jimena.

Haciendo oídos sordos a sus quejas fue escalando gradas hasta llegar a sus localidades habituales. Los demás aficionados fueron llegando, y Jimena se entretuvo viendo el calentamiento del equipo local al tiempo que Patricia se quejaba de lo lejos que estaban del campo y lo mucho que tardaba CR7 en aparecer.

Sintió la vibración del móvil en el bolsillo del abrigo, y se sintió culpable cuando vio que era Rubén quien llamaba, el amigo al que había dejado tirado por dormir ocho horas al día.

—Mira diez filas más abajo —le dijo en cuanto se llevó el teléfono a la oreja, como si pudiera verla.

—¿Por qué?, ¿para qué?, ¿qué pasa?

—¡Hazlo! Y no preguntes tanto.

Se levantó con curiosidad y dirigió la vista hacia el lugar indicado por su amigo, topándose con dos ojos azules que la miraron de arriba abajo con abierta censura. A su lado Rubén agitaba los brazos para saludarla sin ninguna muestra de resentimiento en su gesto.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con el móvil pegado a su oreja.

—Lucas ha conseguido entradas. Se las ha regalado uno de los jugadores al que acaba de hacerle los planos para su casa.

—¿En serio?, ¿qué jugador? —preguntó con curiosidad.

—No sé. ¿Es importante?

—Mucho —declaró con seriedad. Necesitaba saber a cuál de los jugadores debía incluir en su lista negra. Rezó para que no fuera Jonas, el máximo goleador del equipo.

—Vale, espera y le pregunto. —Pidió, y se puso a hablar con Lucas que estaba a su lado.

Jimena podía escuchar toda la conversación desde el otro lado del teléfono.

—¿Para quién eran los planos que me has contado antes?

La voz del arquitecto sonó suspicaz.

—¿Por qué quieres saberlo ahora, antes no me has preguntado?

—Jimena quiere saberlo. —Confesó Rubén con toda inocencia—. Es muy curiosa.

—Pues dile que no es de su incumbencia —respondió Lucas, categórico.

Jimena apretó los puños con fuerza imaginando que era el pescuezo de ese arrogante lo que oprimía.

—Jimena, no sé quién es el jugador, pero seguro que es del equipo visitante, ningún jugador del Valencia le pediría que le hiciese los planos a un hincha del Madrid. —Bromeó con mala uva, molesto por la respuesta de Lucas.

—Lucas es del Real Madrid. —Repitió más para sí misma que para su interlocutor—. Entonces no me extraña que nos repelamos mutuamente.

—Sí. Desde pequeño.

—Perfecto. Ahora sí que es perfecto —declaró con ironía.

—No seas borde que tu padre es del Barça.

—Mi padre no es precisamente un buen ejemplo, y lo sabes.

—Eres única. ¿Te veo al salir?, ¿en el descanso? ¡Amunt València!

—Si vienes solo…

—Eres imposible. —Se quejó Rubén con una sonrisa en la voz que hubiera notado aunque no hubiese estado mirándolo mientras hablaban.

—Creía que habías dicho que era única. —Lloriqueó burlona.

—Eso también. —Concedió Rubén, resignado.

—Nos vemos. —Cortó la comunicación.

Jimena echó una nueva mirada despectiva a Lucas, con la intención de dejarle claro que ella pensaba lo mismo de él, y se giró para volver a su asiento, encontrándose con Patricia que la había seguido, curiosa por saber a quién había matado con la mirada.

—¿Quién es el que está con Rubén? Está buenísimo.

—Olvídalo, Patri.

—Imposible. Míralo bien. —Insistió, asombrada por no haberlo visto antes.

—He dicho que no. ¿De acuerdo?

Patricia abrió los ojos sorprendida por la vehemencia de la petición.

—Ah, ya comprendo. Perdona, Jimena, no sabía que lo querías para ti —comentó con total naturalidad. Había demasiados peces en el mar como para molestarse por que uno se le escapara.

—No me interesa, no se trata de eso.

—Ya, seguro. —Y añadió tras darle un último repaso a Lucas—, así vestida nunca lo conseguirás.

Ya puestos ni desnuda, se dijo Jimena.

—Ya te he dicho que no me interesa —respondió más por librarse de sus pensamientos que por intentar convencer a Patricia.

—Claro, y como no te interesa casi me comes cuando he preguntado por él —comentó caminando hacia su asiento.

—Eso ha sido porque me asquea la idea de tener que compartir el baño con él cuando le eches de tu cama a la mañana siguiente.

Patricia la miró incrédula, pero tuvo el buen tacto de no contradecirla.

La conciencia de Jimena no fue tan discreta: ¡mentirosa! Le gritó a pleno pulmón.

En el descanso el Valencia perdía dos a cero, Patricia se dedicaba a coquetear con el chico sentado a su lado y encima iba a tener que soportar la presencia de Lucas que llegaba acompañado de Rubén que había subido a saludarla. ¿Por qué narices no se había quedado en su asiento?

—¿Cómo lo ves, Jimena?, ¿remontaremos? —preguntó su amigo dándole dos besos.

—Eso dependerá de lo vendido que esté el árbitro —respondió con mordacidad.

No miró a Lucas, pero este no tardó en hacerles saber que su pulla había dado en el blanco.

—¿Por qué será que todos los perdedores le echan la culpa a los árbitros? —dijo con estudiada indiferencia.

Jimena iba a replicar, cuando Rubén, conocedor del carácter de la chelista, intervino para quitarle importancia a ambos comentarios.

—Será mejor que no digas nada más, Lucas. Estás rodeado de valencianistas.

—Gracias por el apunte, amigo. No recordaba lo groseros que pueden llegar a ser algunos de ellos.

Rubén miró a Jimena a la espera de su respuesta. No obstante, ella solo sonrió. ¡Qué te lo has creído! Si te contesto me doy por aludida y yo puedo ser muchas cosas, pero ¿grosera? Jajajajaja.

Su amigo le guiñó un ojo, agradecido por su silencio. No tenía ninguna gana de presenciar como sus colegas se despellejaban vivos, con ver la acción en el terreno de juego ya tenía más que suficiente.

Como era de esperar, la conversación decayó casi al instante, ya que ni Jimena ni Lucas estaban por la labor de charlar; Patricia seguía pendiente de su nuevo amigo y Rubén no era buen monologuista.

Los dos hombres se marcharon cuando los jugadores volvieron a saltar al terreno de juego.

—Este de aquí al lado me ha dicho que puede colarme en el túnel de vestuarios —explicó acercándose al oído de Jimena.

—Ese de ahí al lado donde quiere colarse es en tus bragas.

Patricia le lanzó una mirada apreciativa al tipo antes de replicarle a su amiga.

—A lo mejor otro día me hubiera tentado la oferta, pero hoy no. Mis bragas están reservadas para otra persona.

—Seguro que sí, Patri.

—¡Qué envidiosa eres! En cuanto me vea caerá rendido, como todos los demás —respondió con la misma sonrisa coqueta que reservaba para sus conquistas.

Patricia era una chica atractiva de largo cabello dorado, unos tonos más oscuro que el de Jimena, voluptuoso cuerpo y rasgados ojos color miel. No obstante, esa noche sus flechas apuntaban demasiado alto.

—¿Envidiosa? Antes muerta que acostarme con alguien del Real Madrid.

—Ya entiendo. Esa es la razón por la que Lucas te cae mal, ¿no? Porque es del Real Madrid y no puedes acostarte con él. No, espera. No era por eso. Te cae mal porque está buenísimo o era por…

—¿Ya has terminado? Quiero ver el partido. —Zanjó con mala cara—. Yo no vengo a ver a guaperas forrados, vengo a ver a mi equipo.

—¿Dónde te has dejado tu sentido del humor? —preguntó sorprendida por su reacción a la broma—. Porque que yo sepa en tu equipo también hay guaperas forrados.

—Con seguridad en el mismo lugar en el que tú te dejaste la modestia.

—Comprendido. No más guaperas, forrados o no.

—Mira qué bien, al menos allí no te dejaste la suspicacia —comentó sin apartar la vista del terreno de juego.

Capítulo 3

Lorena intentaba contener la risa y mostrarse seria, pero le estaba costando horrores. Lo que pretendía era censurar la actitud de su amiga ante Lucas, no alentarla para que siguiera siendo grosera e impertinente con él, de manera que aguantó el tipo y se mantuvo inflexible.

Tras mostrarse abiertamente hostil en la cena en la que se conocieron, y taciturna en el partido de fútbol en el que coincidieron, se habían vuelto a encontrar en una librería y, en ese momento, no habían saltado chispas, como en las ocasiones anteriores, sino que en los escasos en cinco minutos en los que habían estado juntos, habían estallado más fuegos artificiales que durante toda la semana de Fallas en Valencia.

—No me puedo creer que le dieras un diccionario y le aconsejaras que aprendiera a usarlo. —La reprendió Lorena.

—No le di un diccionario cualquiera, le di la edición de bolsillo del Diccionario de la Real Academia. —Y añadió—: En realidad fui excesivamente amable, no entiende el significado de la palabra «perdedor», yo solo pretendía culturizarlo. No veo el problema, de hecho, como digo, fue todo un detalle por mi parte. —Se defendió.

Lorena le puso mala cara, a lo que Jimena le respondió con una mirada inocente.

—No eres capaz de reconocer la amabilidad cuando la tienes delante.

—A otro perro con ese hueso. Lo que hiciste estuvo muy mal, Jimena. No me vengas ahora con excusas de buena voluntad. —Y añadió con una sonrisa divertida—: Aunque reconozco que me hubiera gustado verlo.

—Y que él me diera el libro Cómo hacer amigos y mantenerlos, ¿te parece mejor? —preguntó indignada por su rapapolvo anterior.

—Tampoco. Pero ¿a quién quieres engañar? Te conozco, Jimena. Desde que tenías cuatro años y llevabas babero en la escuela.

—¡Qué poca fe tienes en mí!

—No dramatices. Y dime la verdad. ¿Empezaste tú?

Jimena se retorció en la silla, Lorena la había calado. Eso era lo malo de conocer tan a fondo a una persona, que no había manera de ocultarle nada.

—Puede ser…

—Comprendo que estés dolida por sus palabras sobre ti, pero…

—No estoy dolida Es más simple: no me cae bien —dijo zanjando el tema—, además te he invitado a tomar café para algo más importante que hablar del presuntuoso ese. Voy a presentarme a la audición para primera chelista del Palau.

—¿Y qué pasa con Viena?

Jimena cerró los ojos con fuerza antes de responder. Viena era su sueño desde niña. Se había imaginado cientos de veces tocando La Marcha Radetzky en el concierto de año nuevo de la filarmónica. No obstante, tras mucho meditarlo había decidido que lo más inteligente era aprovechar las oportunidades que le quedaban más cerca.

—No lo descarto, pero de momento queda aparcado. —Confesó con cierta melancolía en la voz—. Para llegar a Viena debería pasar tres años haciendo méritos y por ahora no dispongo de la paciencia requerida.

—Si es eso lo que quieres…

—Ahora mismo, lo es.

—Entonces, cuenta conmigo. Estoy segura de que lo vas a conseguir. —La animó—. No hay ninguna chelista tan buena como tú.

—Lo más complicado será preparar la prueba y elegir la pieza que voy a defender. Tarea en extremo difícil cuando se tiene una compañera de piso sexualmente hiperactiva —dijo colocando los dedos a los lados de su cabeza como si pusiera comillas a sus palabras.

—¡Qué sutil has sido! —Se burló Lorena.

—De acuerdo, cuando se tiene una compañera ninfómana.

Las dos comenzaron a reír con fuerza, atrayendo las miradas de censura de los demás parroquianos de la librería en la que se encontraban porque habían asistido a la presentación de una novela que, a juzgar por la cubierta, estaba casi segura de que era romántica.

¡Amor!, pensó Jimena, qué utopía más bonita.

—Creo que en eso puedo ayudarte —explicó Lorena, sacándola de sus pensamientos—. Vete a casa de la familia en Alcolea. Es un pueblo pequeño de Guadalajara, allí nadie te molestará, el único sonido que escucharás será el de tu chelo.

—Eso estaría genial. Necesito tranquilidad, y no tengo que dar clases en La cajita de música hasta después de Reyes. ¡Qué ganas tengo de ver a mis nenes!

—Haces un trabajo estupendo con ellos. —La alabó su amiga—. Seguro que de allí sale el próximo Jimi Hendrix.

Jimena rio, complacida por la idea de que alguno de sus niños se convirtiera en el mejor guitarrista de la historia.

Desde hacía un año trabajaba con niños de tres y cuatro años en la Cajita de música, un proyecto organizado por la Lira Saguntina, la banda musical de la ciudad vecina a la capital del Turia, y que pretendía acercar la música a los más pequeños, enseñándoles los sonidos de los diferentes instrumentos y permitiéndoles jugar con ellos para que los sintieran como algo cercano.

El presidente de la sociedad, íntimo amigo de su padre, le había ofrecido el puesto, y Jimena lo había aceptado sin pensar, atraída por la idea de enseñar y por la inyección extra de capital.

—Me lo paso de maravilla con ellos. Son como esponjas, todo lo aprenden y son tan agradecidos. —Su sonrisa delataba el cariño que profesaba a los niños.

—Sí, tus nenes son muy listos.

—Sí que lo son. Y dime, ¿cuándo puedo irme? Necesito comenzar a ensayar de inmediato —comentó, consciente de que se le echaba el tiempo encima ya que había decidido optar al puesto en el último momento—. Bertram me va a exigir más que a nadie.

—Por mí cuando quieras. Lo malo es que pasarás la Nochevieja sola, y ya sabes lo que dicen: con quien terminas el año pasas el resto del siguiente. —Bromeó Lorena, sacándose el refrán de la manga—. Aunque quién sabe, igual el hombre de tu vida es un hombre de pueblo que cría cabras.

—¡Muy graciosa! pero recuerda que no hay mejor compañía para mí que yo misma, así que eso no es un problema, la pena será tuya que no me tendrás cerca.

—Eso es verdad. No pienso discutírtelo. —Aceptó su amiga al tiempo que se apartaba un mechón castaño de su flequillo Cleopatra de los ojos.

—¿Crees que tu madre me perdonará si este año no ceno con vosotros? —preguntó con cierto temor de la respuesta.

—Mi madre te perdonaría cualquier cosa, ya sabes que te quiere como a una hija, el que no sé si será capaz de perdonarte es mi hermano. Contigo fuera de juego mi madre volcará todo su afán casamentero en él.

—Cualquiera diría que a Javi le hace falta ayuda para encontrar novia. —Se quejó Jimena.

—¿Novias? Parece mentira que no lo sepas, mi madre piensa a lo grande, ¡matrimonio!

Ambas rieron como locas por la ocurrencia.

Una hora después mientras regresaba a casa andando por las calles adornadas con motivos navideños, recordó las palabras de Lorena: Con quien terminas el año pasas el resto del siguiente. Decidida a darle veracidad al dicho, por si las moscas, planeó la próxima Nochevieja. Esta estaba descartada porque se le había echado encima y no tenía ninguna posibilidad de celebrarla como correspondía a un día tan señalado, pero la próxima se iría a la Puerta del Sol, que siempre estaba hasta la bandera de gente divirtiéndose, y seguro que no volvía a estar sola en mucho tiempo.

¡No lo hagas!, se dijo mentalmente, no obstante, Jimena estaba tan acostumbrada a llevar la contraria por sistema que se desobedeció a sí misma.

Sus dedos asieron el teléfono mientras maldecía en silencio su poco sentido común.

Buscó en la agenda el número de su padre y apretó el icono de marcar, un segundo después escuchó el familiar sonido del tono de llamada: un pitido, dos, tres, cuatro… Saltó el buzón de voz.

Volvió a repetir la operación con el mismo resultado, aunque esta vez dejó un mensaje.

—Papá, necesito que hablemos. Es importante. Llámame. Por cierto, Feliz Navidad.

Había decidido contarle a su padre que había tomado la decisión de presentarse a la prueba para primera chelista del Palau de la Música, a pesar de adivinar cuál iba a ser su reacción a la noticia; o tal vez por eso mismo, por conseguir algún tipo de contacto con su progenitor aunque no fuera el que cualquier hija solía recibir.

Tres horas después, su mensaje seguía sin respuesta y su llamada no fue devuelta. Mejor así, se dijo, aunque las muescas de sus decepciones se clavaran con fuerza en su aguerrido corazón.

Capítulo 4

28 de diciembre 2012., Día de los Santos Inocentes.

La canción de Coldplay que sonaba en el reproductor del coche era, de algún modo, la más apropiada para el paisaje nevado que Jimena estaba contemplando en ese instante.

This could be paradiseParadise, paradiseCould be paradise, oh*

«Paraíso» era una palabra bastante acertada para lo que advertía. La nieve se veía blanca y esponjosa a través de los cristales del vehículo en el que seguía sentada. A pesar de haber llegado a su destino, permanecía al volante rememorando las decisiones que había tomado en la última semana.

Después de haberse resistido durante meses, al final había aceptado presentarse a las pruebas para primera chelista en la orquesta del Palau, de la que formaba parte. Tras muchas charlas disuasorias, se había dejado convencer por su compañera de piso, Patricia, para que lo hiciera. Si bien Jimena reconocía que la idea le había surgido a ella misma en algún momento, también era cierto que la había descartado en cada una de esas ocasiones, sabiendo que si participaba en la selección y lograba el puesto, se conformaría con eso y no seguiría luchando por aspirar a su sueño de tocar en la Filarmónica de Viena, una ilusión que la había acompañado desde que siendo una niña comprendió que su vida estaba ligada a la música.

Resultaba imposible no interesarse por ella teniendo un padre clarinetista y un abuelo oboísta. Aunque al principio la música fue para ella un intento de llegar a su progenitor, creía que su interés compartido conseguiría lo que no había hecho la sangre. Se equivocó, sin embargo, encontró su profesión y un modo de vivir su propia vida.

Consciente de que ya había hecho su elección y ahora tenía que defenderla y lucharla, se puso en movimiento. Había aprendido desde niña que era necesario mucho esfuerzo y tenacidad para cumplir los sueños, al menos los relativos a la música.

Decidida a ello, salió del coche y se quedó parada observando la casa rural en la que iba a despedir el año, sola con su amante más fiel, su querido chelo.

Amante, pensó, ¿qué es eso? Ya ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que tuve uno de esos seres míticos en mi vida.

Dando carpetazo al pensamiento centró su atención en la casa que era exactamente como Lorena le había explicado: una vivienda rústica de dos plantas en un pueblo nevado de Guadalajara que apenas consistía en un par de calles, una plaza central con una fuente y la carretera que llevaba de nuevo al estrés y el ruido de la gran ciudad que acababa de abandonar.

Sin ninguna duda el lugar era perfecto para estar sola y ensayar para la gran prueba que iba a decidir su camino.

Abrió la puerta de atrás del coche y sacó con mucho cuidado el enorme chelo, lo más importante de su equipaje, que ocupaba los asientos traseros.

Suspiró resignada, la idea de pasar el año nuevo alejada de sus amigos no le atraía lo más mínimo, no obstante, si quería conseguir el puesto de primera chelista en la orquesta, no tenía más remedio que quedarse allí y practicar hasta que su ejecución fuera perfecta. Ni siquiera abrió el maletero, como no podía cargar con todo y abrir la puerta a la vez, se encaminó hasta la casa, con la idea de volver a recoger lo que le quedaba, la comida que había comprado de camino, y la maleta con la ropa de nieve que agradecía haber llevado.

No se paró a ponerse el abrigo, la casa estaba a solo cuatro pasos y además, para hacerlo, tendría que dejar en el suelo su instrumento, algo que no estaba dispuesta a hacer.

Sin soltar el chelo en ningún momento, sacó las llaves del bolsillo del pantalón y abrió la puerta, sorprendiéndose al descubrir que la llave no estaba echada. Imaginó que Lorena habría enviado a alguien para que adecentara la vivienda, por lo que cerró sin volver a pensar en ello. No obstante, una vez dentro, descubrió que adecentar no era la palabra adecuada, ni de lejos. El suelo brillaba y todavía olía a fregasuelos, además no había ni una mota de polvo en los muebles del recibidor; sin duda, quién hubiera ido a limpiar se había ganado el sueldo hasta el último céntimo.

Dispuesta a inspeccionarlo todo antes de vaciar el maletero, descargó su valiosa posesión sobre una de las sillas del recibidor y se adentró en la casa que sería su hogar durante los próximos días. Sintió el cambio de temperatura en cuanto cerró la puerta tras de sí, el calor relajó la tensión de sus músculos doloridos por el frío y la conducción, no obstante, seguía expectante.

El pasillo era largo y espacioso, desembocaba, por el lado derecho, en la cocina con una pequeña habitación anexa que hacía de despensa y, por el lado izquierdo, un arco custodiaba la entrada al salón en el que ardían varios leños en la chimenea.

Jimena se quedó parada en el umbral sin llegar a traspasarlo. El corazón comenzó a latir desbocado, su estómago se contrajo… Nunca había sido una mujer miedosa, pero era evidente que había alguien viviendo allí: la limpieza, el fuego encendido…

Se recriminó no haberse dado cuenta cuando descubrió que no estaba echada la llave. La idea de compartir hogar con unos okupas pulcros en extremo casi la hizo sonreír a pesar de la tensión que la embargaba.

Tras el instante de duda, recordó que la casa de Alcolea era el lugar de veraneo de la familia de Lorena, allí iban todos sus primos desde siempre, seguramente se trataría de alguno de ellos, que había decidido pasar la Nochevieja en la vieja residencia familiar. Cruzó los dedos para que el primo en cuestión fuera Néstor, el pariente preferido de Lorena y también el suyo. Y lo era no por ser el primo más guapo de la extensa familia de su amiga sino por méritos propios.

En su adolescencia incluso se había permitido fantasear con la idea de ser su novia. El recuerdo se esfumó con brusquedad cuando escuchó pasos en el corredor tras ella y se topó de frente con la persona a la que menos ganas tenía de ver en el mundo.

Los dos se quedaron parados mirándose con fijeza. La sorpresa se leía idéntica en ambos rostros, hasta que Lucas cambió su expresión de asombro a una de profundo desdén.

—¿Es esto una inocentada? Porque si es así me la habéis gastado buena —dijo Lucas con ganas de provocarla.

—Si ese fuera el caso, la víctima sería yo, no tú. ¿Qué haces aquí? —preguntó sin alterarse, lo que conseguía que su interlocutor se pusiera más nervioso.

—Perdona, pero la pregunta correcta es: ¿qué haces tú aquí? —Puntualizó con la misma indiferencia que mostraba Jimena—. Desde que te conozco no he dejado de encontrarme contigo en todas partes, cualquiera diría que estás siguiéndome.

—¡Qué más quisieras!

—No lo niegues, es demasiado sospechosa tanta coincidencia. —La pinchó; en ningún momento había creído que ella fuera a seguirle, pero verla alterarse le divertía más de lo que aceptaría nunca.

—He venido a preparar una prueba. Y por si tienes alguna duda te informo de que me quedo aquí hasta el día tres de enero.

—Estás de broma, ¿verdad? No pienso vivir contigo. Me niego a hacerlo. —La fachada de indiferencia cayó para regocijo de Jimena que estaba disfrutando del momento de triunfo.

—Entonces, ¿te vas? Pues buen viaje y cuidado con la carretera, está todo nevado, vas a necesitar cadenas. No tardes mucho en recoger o se te va echar encima la noche y es peligroso conducir por estas carreteras sin luz.

Y dicho eso se dio la vuelta y se dirigió hacia las escaleras que conducían a los dormitorios con la intención de elegir el suyo. Lucas tardó varios segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo la siguió con el ceño fruncido.

—No necesito guía turístico. —Le espetó, arisca.

—Perfecto, porque no pienso enseñarte nada. Solo me aseguro de que vas a quedarte con el dormitorio más alejado del mío.

—¿Ves? En eso estamos totalmente de acuerdo. Ya verás como al final nos hacemos colegas y todo. Por cierto, ¿qué hace un tipo como tú que no está preparando una Nochevieja de alcohol y sexo desenfrenado?

—Si buscas molestarme te advierto que por ahí vas mal. En realidad me gusta el alcohol y el sexo desenfrenado.

—Sí, eso me había imaginado.

—En cuanto a tu pregunta, estoy aquí para terminar un proyecto arquitectónico en el que necesito poner los cinco sentidos. Voy a presentarme al concurso público para diseñar el nuevo museo de artes de la ciudad, y ya sabes, el alcohol y el sexo desenfrenado desconcentran bastante. ¡Espera! —dijo parándose de golpe en medio de las escaleras que estaban subiendo—, olvidé que de eso tú no sabes nada.

Y dicho esto siguió su camino con una sonrisa victoriosa en los labios; había ganado la primera batalla, aunque distaba mucho de ganar la guerra.

Abrió los ojos, cansada de fingir que iba a volver a dormirse. El despertador digital que había colocado en la mesilla anunciaba que eran las seis y media de la mañana. Suspiró resignada a no poder dormir más y recordó el día anterior; para su desgracia, el actual se preveía muy similar o incluso peor.

Tras el amable recibimiento del que sin remedio iba a convertirse en la persona con la que despediría el año, se había quedado sola. Lucas desapareció en cuanto le dejó claro las pocas, o más bien nulas, ganas que tenía de tenerla cerca, por lo que Jimena había dedicado sus energías a subir el equipaje hasta la primera planta en la que estaban los dormitorios.

Las dos horas siguientes las había pasado encerrada en la habitación del fondo del pasillo, la más alejada de la de Lucas, deshaciendo la maleta y maquinando sobre cómo conseguir sobrevivir a la semana que le esperaba.

La idea de pasar la Nochevieja sola le había parecido deprimente, pero pasarla con Lucas era cuanto menos surrealista. Desde que se conocieron, gracias a la encerrona de sus amigos, su animadversión había sido inmediata y recíproca.

El arquitecto era el típico guapo que sabía que lo era, su cabello negro despeinado y sus profundos ojos azules causaban estragos entre las féminas; que tuviera la nariz ligeramente aguileña, lejos de afearle, le confería personalidad a su rostro. Por otro lado estaba la opinión que él tenía de ella y que había compartido con tan poco tacto. Con ello se había ganado su rechazo de por vida.

De hecho, se sentía tan ajena a sus encantos, reflexionó Jimena tumbada en la cama, que cuando bajó a la cocina para prepararse su cena, ni siquiera se fijó en lo ajustados que le quedaban los vaqueros, ni en cómo se le marcaban los músculos del brazo cuando levantó la sartén mientras le daba la vuelta a la tortilla. No, no se fijó en ello, el único motivo por el que sabía que tenía un cuerpo fibrado y trabajado era porque la cocina era diminuta y había chocado con él varias veces cuando preparaba su comida. De hecho tras el primer choque, Lucas se había quedado paralizado un momento, con la mirada fija en ella. Durante un instante pensó que estaba enfadado, pero un segundo después desapareció la expresión y Jimena no supo qué era lo que en realidad había pasado por su cabeza.

Tras diez minutos de infructuosos intentos por compartir la cocina, y tres choques más, Lucas tapó su cena a medio hacer con un plato y se marchó anunciándole que volvería cuando ella hubiera terminado de hacer la suya.

¡Se ha rendido! Pensó con orgullo.

Jimena medio sonrió al recordar su victoria, una victoria con sabor agridulce. Se había ido, cierto, pero la razón por la que lo había hecho no era precisamente para tirar cohetes. Dispuesta a animarse del mejor modo que sabía, se levantó de un salto y sin siquiera vestirse o pensar en la hora que era, se abalanzó sobre su adorado chelo.

La música le despertó poco a poco, primero se coló en su sueño, mientras desnudaba despacio y con suaves caricias a Anabel, que le sonreía pícara y tentadora tumbada de lado como las majas de Goya, dejándose hacer. Entonces se volvió melancólica y estridente, hasta el punto de que lo único que conseguía escuchar eran notas que se llevaban lejos las palabras de su apasionada compañera…

El sueño se fundió a negro, llevándose el calor del cuerpo de Anabel, y Lucas se incorporó en la cama de golpe. Se pasó las manos por las sienes, todavía adormilado, pero consciente de que algo había perturbado su merecido descanso.

A medida que sus sentidos se iban desembotando de la ensoñación, volvió a escuchar la música que ya no provenía de su sueño, sino del dormitorio de Jimena.

Dos segundos después del reconocimiento se levantó de un salto y, sin ponerse siquiera unas zapatillas, corrió por el pasillo dispuesto a explicarle a su impuesta compañera las normas básicas de educación y urbanidad.

¿Qué le pasaba a esa mujer que era tan molesta, grosera, impertinente e inoportuna?

Jimena estaba concentrada en su música, absorta en cada nota. La tensión anterior había desaparecido al ritmo que marcaba su chelo, hasta que una voz atronadora interrumpió su tan anhelada paz.

—¿Se puede saber qué haces?

Antes de dar una respuesta que era evidente, se tomó su tiempo para deleitarse en la visión del cuerpo musculado que tenía delante, Lucas llevaba unos pantalones de pijama oscuros, pero el torso lo llevaba al descubierto. Bueno, es atractivo y tiene buen cuerpo —se dijo—, pero sigue siendo un imbécil. No compensa.

—Estaba ensayando la pieza para la prueba.

—¿Y no puedes hacerlo a horas más decentes? —preguntó a punto de perder la poca paciencia que le quedaba.

—¡Qué sabrás tú de decencia! —Le espetó demasiado rápido, sin pensar en su posible réplica.

—Nada, pero estaba seguro de que lo tú sabrías todo al respecto.

—¿Me estás llamando mojigata?

—No, eso lo has dicho tú. Te has descubierto tú solita. —Y tras el breve intercambio en el que las dobles intenciones dejaron marcas en las paredes, se dio la vuelta y la dejó temblando de ira.

Definitivamente no compensaba.

* Este podría ser el paraíso // paraíso, paraíso // Podría ser el paraíso, oh.

Capítulo 5

Salió a la calle arrebujada en su plumífero, con el gorro y los guantes, y aun así, sentía el frío en sus mejillas.

La nieve hacía que sus pies no consiguieran entrar en calor ni con los dos pares de calcetines gruesos que se había puesto en un arranque de sentido común tan propio de ella. De por sí era una mujer friolera y estaban a dos grados bajo cero, lo que tampoco ayudaba mucho a su causa de sentirse cómoda en aquel pueblecito blanco.

A pesar de su entereza para casi todo, la sorpresa de encontrarse con Lucas en la casa la había descolocado totalmente. No es que el chico le gustara un poco, ni siquiera se trataba de que estuviera resentida con él por no considerarla ni atractiva ni interesante, nada de eso. Lo que le sucedía con Lucas era mucho más visceral y recíproco. Los dos se habían repelido de forma instintiva desde la primera vez que se vieron, si bien no de la misma manera, ya que ella nunca le habría catalogado como poco atractivo, aunque sí que le había parecido un hombre arrogante y engreído cuya máxima seguramente fuera regodearse en su propio hedonismo.

Jimena se paró de sopetón y dio una fuerte patada en el suelo, ¡maldita sea! Al final iba a ser cierto que le importaba que él no la considerara ni remotamente interesante. Intentando calmar su malhumor, respiró hondo, y movió los dedos de su mano izquierda como si estuviera acariciando las cuerdas de su chelo.

La derecha la mantuvo pegada a su cuerpo, usar un arco imaginario en plena calle podía ocasionarle algún que otro problema, algo que había descubierto en varias ocasiones en las que no se había podido controlar a tiempo y había atraído la atención de los viandantes.

Cuando la música imaginaria consiguió su efecto, calmar su mal genio, decidió que debía mostrarse magnánima y reconocer que quizás, y solo quizás, le había prejuzgado sin molestarse siquiera en darle una oportunidad para conocerle. Por otro lado, esa misma mañana tampoco había sido respetuosa con su descanso y ya que estaba siendo sincera tenía que admitir que además de porque necesitaba tocar para relajarse, el motivo que realmente la impulsó a hacerlo a esas horas de la madrugada no había sido otro más que molestarle.

Dispuesta a demostrar que él también se había equivocado con ella, se encaminó hacia la calle principal, a la caza y captura de una panadería en la que conseguir bollos y comprar de ese modo su perdón o al menos algo de paz doméstica, porque eso sí, si esperaba de ella una disculpa, es que era más estúpido de lo que parecía.

Algunas mujeres del pueblo paseaban por allí con falda y, ¡sin medias! Con el frío que hacía, ¡si hasta el agua de la fuente estaba congelada!

Las señoras la saludaron con sonrisas sinceras y le explicaron, cuando ella preguntó, dónde podía encontrar la panadería del pueblo y el único bar de la localidad, dato por el que de momento no estaba interesada, aunque no descartaba que en algún instante le interesara viviendo con quien vivía.

De hecho las amables señoras le contaron entre susurros conspiradores que el dueño era el alcalde y que a pesar de ello servía bebidas ilegales en su bar. Tras semejante explicación no pedida, Jimena tomó nota mental de visitar más adelante el mentado bar, y se dirigió hacía la dirección en la que le indicaron que estaba la panadería.

El local era bastante grande, pero lo más importante era lo calentito que se estaba allí dentro, y el olorcillo que desprendían el pan y las pastas que despertaban el hambre voraz de Jimena.

La dependienta, una mujer de unos cuarenta años, la miró de arriba abajo, con descaro sí, pero con simpatía. Sin intención de ofender, sino con la sana curiosidad humana.

—Así que tú eres la novia del morenito estiloso.

—¿Perdón?

—Hija, yo te perdono lo que sea —comentó la mujer, riendo.

—Es que no he comprendido lo que quería decir.

—Para empezar, háblame de tú. Soy Eugenia —le dijo tendiéndole la mano a través del mostrador—. Encantada.

—Jimena.

—A ver Jimena, voy a ponerte al día —explicó poniendo su mano derecha en la cadera y gesticulando con la izquierda—. La Pepa vio a tu novio entrando en casa de los Monzó y en seguida alertó a todas las que estaban aquí en ese momento. Yo no lo he visto, a tu novio, quiero decir, pero la Pepa tiene buen gusto. A ti ni te pregunto si tiene razón. —Y volvió a reír—. ¿Cuánto tiempo vais a quedaros por aquí?

Eugenia era bajita con el cabello teñido de rojo e iba exageradamente maquillada. Se la veía delgada bajo el delantal blanco. Su actitud abierta y risueña era sin duda la de una persona que sabía cómo atender al público.