John Maynard Keynes - Roger E. Backhouse - E-Book

John Maynard Keynes E-Book

Roger E. Backhouse

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Beschreibung

En Capitalist Revolucionary se ofrece un acercamiento al pensamiento y la obra de John Maynard Keynes, prestigioso economista del siglo XX, que transformó la teoría y la praxis económica y lo sigue haciendo, pues sus ideas son pilar en la teoría económica contemporánea. En este análisis, se pone atención en tres vertientes que pueden identificar a Keynes: el creador de políticas económicas, el teórico de la economía, y el filósofo moral que criticó los aspectos más criticados de sistema económico capitalista. Complementando este estudio se incluye un ensayo bibliográfico en el cual se abordan los textos del autor y las interpretaciones que han surgido a partir de ellos.

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ROGER E. BACKHOUSE es doctor en economía por la Universidad de Birmingham, donde es profesor desde 1980. También imparte cursos de historia y filosofía económicas en la Erasmus University Rotterdam desde 2009, y ha sido profesor invitado de la Keele University y la University College de Londres.

BRADLEY W. BATEMAN es doctor en economía por la Universidad de Kentucky, actualmente es decano y vicepresidente ejecutivo de la Denison University en Ohio. Ha publicado artículos en revistas especializadas como History of Political Economy, Journal of Economic Perspectives y Journal of the History of Economic Thought. Con Backhouse editó The Cambridge Companion to Keynes.

BREVIARIOSdelFONDO DE CULTURA ECONÓMICA

585

Traducción GONZALO CELORIO MORAYTA

Roger E. Backhouse Bradley W. Bateman

John Maynard Keynes

UN CAPITALISTAREVOLUCIONARIO

Primera edición en inglés, 2011 Primera edición en español, 2014 Primera edición electrónica, 2014

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

Título original: Capitalist Revolutionary: John Maynard Keynes © 2011, The President and Fellows of Harvard College

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2421-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

A nuestras familias;pasadas, presentes y futuras

ÍNDICE GENERAL

I. Keynes regresa, pero ¿cuál Keynes?

El Keynes diseñador de políticas económicas

El Keynes teórico de la economía

El Keynes filósofo moral

El Keynes histórico

II. El ascenso y la caída de la economía keynesiana

El mito de la revolución keynesiana

La era de Keynes

El fin del keynesianismo

El redescubrimiento del Keynes oculto

III. El Keynes filósofo moral. Confrontar a los rivales del capitalismo

Capitalismo en duda

La vida de Keynes

¿Qué era el capitalismo?

La fragilidad del capitalismo

La moralidad del capitalismo

El cultivo de la vida imaginativa

IV. El médico Keynes. El desarrollo de una teoría económica capitalista

Fluctuaciones entre guerras

El estancamiento de la economía británica

La Gran Depresión

La Teoría general

La inflación en tiempos de guerra y la planificación para la paz

Acuerdos monetarios internacionales y Bretton Woods

Keynes en calidad de teórico de la economía

V. La ambigua revolución de Keynes

Keynes y su legado

La teoría que fomentó una revolución

La política revolucionaria de Keynes

El artista y su teoría

La revolución de Keynes

VI. Revolución perpetua

Después de la crisis

Los fundamentos morales del capitalismo

El papel del Estado

La relevancia de Keynes en la actualidad

Documentación de la revolución keynesiana.

Un ensayo bibliográfico

La bibliografía directa

Biografía

Economía

Filosofía e historia

Keynes después de la crisis

Bibliografía

Agradecimientos

Índice analítico

I. KEYNES REGRESA, PERO ¿CUÁL KEYNES?

EL ECONOMISTA británico John Maynard Keynes regresó al primer plano después de la crisis financiera de septiembre de 2008, cuando el colapso del banco de inversión estadunidense Lehman Brothers amenazó con sepultar el sistema bancario en su conjunto. Mientras gobiernos de todo el mundo urgentemente buscaban mecanismos para evitar el desmoronamiento económico, el nombre de Keynes aparecía de manera destacada, tanto en la prensa no especializada como en los escritos de un gran número de economistas. En los Estados Unidos, el New York Times incluyó artículos titulados “¿Qué habría hecho Keynes?” (28 de octubre de 2008), “El viejo economista, oportuno en medio del escombro” (18 de septiembre de 2009) y “Un viejo maestro nuevamente de moda” (1° de noviembre de 2009). De igual manera, en Gran Bretaña, el Financial Times publicó “El innegable giro hacia Keynes” (29 de diciembre de 2008) y “A fin de cuentas todos dependemos de Keynes” (2 de octubre de 2008). En Francia, Le Monde habló de “La venganza de Keynes” (2 de octubre de 2008). Las críticas a las ideas de Keynes tampoco se hicieron esperar, lo que sólo vino a demostrar que efectivamente estaba de regreso, ya que, pocos años atrás, la simple mención de su nombre en el debate público sobre la política económica hubiera sido impensable; se consideraba que sus ideas eran tan poco pertinentes que ni siquiera valía la pena citarlo en las discusiones sobre el desempeño de la economía.

La polémica en torno a Keynes fue creciendo conforme se desvanecía la amenaza de otra Gran Depresión y los rescates bancarios ocasionaban una oleada de endeudamiento gubernamental. La atención se centró en la deuda del sector público y, por lo tanto, en la relación entre China y los Estados Unidos, así como en los problemas de los países más débiles de la eurozona (Grecia, Portugal y España), donde la estabilidad económica se veía amenazada ante la posibilidad de que no fueran capaces de pagar sus deudas y de que las tasas de interés se dispararan fuera de control. Incluso en naciones en las que había poco riesgo de que el gobierno no honrara sus deudas, existía la percepción generalizada de que había que recortar gastos para reducir apresuradamente los déficits presupuestarios. Apenas un año y medio después de la crisis, muchos consideraban que Keynes era un lujo que países con altos déficits presupuestarios no se podían permitir.

Sin embargo, el Keynes que resucitó recientemente de manera tan repentina no es más que uno de los Keynes que han figurado en el debate público en los últimos cincuenta años. No es el mismo que adquirió fama a mediados del siglo XX, durante el periodo que se conoció ampliamente como “la era de Keynes”; tampoco es el Keynes que sufrió el rechazo contundente de economistas y políticos en la década de 1970. Keynes y el keynesianismo han sido interpretados y reinterpretados una y otra vez tanto por quienes buscan reivindicar su autoridad para avalar las posturas que han querido adoptar, como por quienes lo denuestan y lo utilizan como telón de fondo para hacer resaltar sus propias ideas. Esta repetida reinterpretación no debería resultar sorpresiva. Ahora vemos el mundo de manera distinta a como se veía en la década de 1940, inmediatamente después de la segunda Guerra Mundial; en la década de 1960, cuando Kennedy y Johnson intentaban manejar la economía; o incluso en la década de 1970, cuando por primera vez empezaron a surgir las corrientes actuales en contra del “gran gobierno” y el Estado benefactor.

Una de las razones para ver a Keynes de manera distinta es que el mundo se ha transformado. Las tendencias que acaban por amontonarse bajo la alfombra de la “globalización” han transformado la economía global de la misma manera que el fin de la Guerra Fría y del comunismo transformaron el ambiente político. El escepticismo actual en relación con la confianza que se puede tener en que los políticos y los empresarios hagan algo más que rellenar sus propios bolsillos es diametralmente opuesta a la confianza generalizada en el gobierno y la planeación que existió durante los treinta años posteriores a la segunda Guerra Mundial. Estos cambios han tenido un efecto profundo en el Keynes que la gente ha sido capaz de percibir.

Sin embargo, hay otro motivo para ver a Keynes de manera distinta. Como se podrá observar en los siguientes capítulos, las dimensiones de Keynes y el keynesianismo son muchas. De forma excepcional, Keynes se desempeñó en el mundo de la academia, el periodismo, el gobierno y la iniciativa privada y, por consiguiente, no se le puede (o no se le debe) encasillar únicamente como el diseñador de políticas económicas o como un importante teórico de la economía en busca de la definición de las leyes fundamentales que rigen la operación de las economías capitalistas. Fue ambas cosas, y dejar una de ellas fuera distorsiona la visión de conjunto que podríamos tener. Más aún, también fue un filósofo que puso sobre la mesa una crítica moral del capitalismo.

EL KEYNES DISEÑADOR DE POLÍTICAS ECONÓMICAS

Durante los treinta años posteriores a la segunda Guerra Mundial, el consenso generalizado fue que la prosperidad que caracterizó a las democracias industriales en el periodo de posguerra y que permitió un impresionante aumento de los estándares de vida de sus habitantes se debía a Keynes. La opinión generalizada sobre su trabajo —que muchos economistas promocionaban desde la academia— era que Keynes había diseñado un sistema de formulación de políticas económicas que permitía afinar la economía mediante ajustes cuidadosos a la política fiscal: si la amenaza era que la economía cayera en recesión, se aumentaba el gasto gubernamental o se reducían los impuestos apenas lo suficiente para no poner en riesgo el pleno empleo; por el contrario, si la amenaza era que la economía se recalentara, se adoptaban políticas inversas. Muchos argumentaron que la “nueva economía” —un término de uso frecuente para describir las nociones keynesianas en la década de 1940— ofrecía un juego de herramientas sencillo para conseguir un crecimiento económico estable. Con líderes adecuados, la economía podría ser “dirigida” a fin de obtener los resultados que se desearan: altos niveles de empleo y baja inflación.

Hoy en día la visión de la posguerra de un crecimiento económico sostenido gracias a ajustes finos a la política fiscal prácticamente ha quedado atrás. El extraordinario periodo de estabilidad de los años cercanos al cambio de milenio —con frecuencia llamado de “gran moderación”, según el término popularizado por el presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Ben Bernanke— suele atribuirse a políticas monetarias bien diseñadas y a que se haya abandonado la práctica de afinación fiscal. Las ambiciones de quienes buscaban en Kenyes la solución para la crisis de 2008 eran, por consiguiente, muy distintas. Recurrieron a él no como el arquitecto de un crecimiento económico estable sino como el economista que sabía cómo evitar que el colapso del sistema financiero orillara al mundo a otra Gran Depresión. En el otoño de 2008 no se buscaba un manubrio con el cual dirigir la economía en un camino fluido de pleno empleo; se buscaban herramientas que resultaran útiles en una situación de emergencia.

Aun cuando recientemente se ha cuestionado si el libre mercado es la panacea que se pensaba que era en las décadas de 1990 y 2000, pocos de quienes invocaron a Keynes después de la crisis financiera de 2008 soñaban con el regreso a un mundo idílico de crecimiento económico bien equilibrado, conducido por una política económica cuidadosamente diseñada. No se referían al mismo Keynes al que recurrieron los asesores del presidente John F. Kennedy cincuenta años atrás. Quienes lo citaban en la década de 1960 genuinamente creían en la gestión económica —una especie de ingeniería social— y creían en ella con un grado de confianza en sí mismos que es difícil imaginar en la actualidad; de la misma manera en que el sucesor de Kennedy, el presidente Lyndon Johnson, instituyó su Programa de Gran Sociedad y su Guerra contra la Pobreza, apelaban a las políticas keynesianas para alcanzar su propia visión de una economía estable y bien manejada que pudiera crecer sin tropiezos hacia el futuro. Se consideraba que el capitalismo estadunidense era exitoso porque la gestión científica había transformado su iniciativa privada; sin embargo, todavía existía el temor de que se estuviera perdiendo la carrera tecnológica contra la Unión Soviética. La planeación “científica” podía utilizarse para promover el crecimiento económico y, a su vez, los frutos de dicho crecimiento también podrían servir para garantizar que pobres y desempleados no se quedaran atrás. En cambio, quienes volvieron la mirada hacia Keynes en 2008 se enfrentaban a la posibilidad de que el sistema capitalista pudiera colapsarse y estaban ansiosos por encontrar una solución.

Desde luego que estas dos visiones distintas de Keynes no necesariamente se excluyen entre sí. Es posible construir una teoría de la economía que sirva tanto como guía para enderezarla cuando cae en crisis como de marco para manejarla bien en tiempos de mayor normalidad. Desde la segunda Guerra Mundial hasta la década de 1960, el keynesianismo descansó en una visión de planeación, diseñada por expertos y utilizando los métodos científicos más modernos. Nada más alejado del mundo actual, donde hay un escepticismo generalizado de que el gobierno pueda hacer algo de manera eficiente, donde los servicios gubernamentales son rutinariamente subcontratados a empresas privadas, donde las corporaciones —muchas de ellas trasnacionales— pueblan un mundo de capitalismo de casino en el que la especulación y la conducta irresponsable de inversionistas puede acabar con la economía. Por lo tanto, el Keynes al que se resucita hoy en día es distinto al Keynes que acaparaba la atención hace cincuenta años. Parecería que hay un Keynes para los buenos tiempos y otro para los malos. Incluso en el breve lapso posterior a la crisis de 2008 se han esperado cosas distintas de Keynes. En un inicio se buscaba principalmente evitar la catástrofe, pero, conforme se disipaba el humo, resultó más importante entender por qué el capitalismo financiero podía colapsarse inesperada y repentinamente. Tras treinta años de una ideología de libre mercado y de un aumento en los estándares de vida, era necesario averiguar por qué el sistema podría desembocar en una crisis de semejante magnitud. Responder esta pregunta requería un Keynes distinto.

El KEYNES TEÓRICO DE LA ECONOMÍA

El Keynes del imaginario general es el diseñador de políticas económicas, ya sean políticas para impedir la catástrofe o para afinar la economía. Sin embargo, más allá de ese Keynes, se encuentra el economista, mucho más presente para otros economistas, que concibió una forma innovadora de analizar las economías capitalistas. Su gran libro, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, publicado en 1936, bien pudo haber servido de inspiración para las políticas del mundo de la posguerra, sin embargo, paradójicamente para una obra que tanto atrajo el interés popular, no estaba dirigido al público en general ni a los diseñadores de políticas siquiera; fue escrito pensando en los colegas economistas del autor. Para Keynes, las políticas se habían descarrilado porque no habían sido construidas sobre bases sólidas, y su objetivo era ofrecer una nueva cimentación.

La teoría de Keynes se basó en lo que él mismo consideraba percepciones fundamentales sobre el mundo que, según sostenía, eran distintas a las que subyacen en los trabajos de sus contemporáneos y predecesores; economistas que, de manera un tanto injusta, decidió agrupar bajo la etiqueta de “economistas clásicos”. Su idea principal era que el nivel de actividad económica estaba determinado por lo que llamó “demanda efectiva” de bienes y servicios. Si la gente gastara más, habría mayor producción y, curiosamente, mayores ingresos. En consecuencia, los incrementos en el gasto gubernamental o los recortes fiscales (que aumentan el gasto privado) elevarían la producción y reducirían el desempleo, por lo menos en circunstancias similares a las de la Gran Depresión, periodo en el que no se hizo uso de la enorme capacidad industrial. Sin embargo, algo más se esconde debajo de esta noción y a eso se debe que el libre mercado, por sí mismo, pudiera no ser capaz de generar un pleno empleo.

Keynes sostenía que vivimos en un mundo incierto y, por lo tanto, tenemos que tomar decisiones sin saber cabalmente qué consecuencias tendrán nuestros actos. Lo anterior es particularmente cierto en el caso de inversiones de negocio —decidir comprar edificios, maquinaria y otros bienes de capital que aumentan la capacidad productiva de una nación— cuando las decisiones se toman sobre proyectos que pueden producir rendimientos a largo plazo. En este sentido, escribió:

El hecho más destacado es lo extremadamente precario de las bases de conocimiento en que han de basarse nuestros cálculos de los rendimientos probables. Nuestro conocimiento de los factores que regirán el rendimiento de una inversión en los años venideros próximos es frecuentemente muy ligero y a menudo desdeñable. Si hemos de hablar con franqueza, tenemos que admitir que las bases de nuestro conocimiento para calcular el rendimiento probable en los diez años próximos de un ferrocarril, una mina de cobre, una fábrica textil, la clientela de una medicina de patente, una línea trasatlántica de vapores o un edificio en la City de Londres son muy limitadas y a veces nulas; y aun lo es en los cinco años próximos.1

Más aún, esta incertidumbre implica que no se puede confiar en los mercados financieros para coordinar las decisiones de ahorro e inversión, pues la misma incertidumbre es aplicable a los rendimientos de activos financieros. Los rendimientos futuros de valores de inversión son tan desconocidos como los de los activos de capital que representan, lo que significa que los mercados tienen que recurrir a avalúos convencionales. Por lo tanto, los inversionistas “no se ocupan de lo que realmente significa un valor de inversión para el hombre que lo compra ‘para siempre’, sino de en cuánto lo estimará el mercado dentro de tres meses o un año, bajo la influencia de la psicología de masa”. Y añadió:

la finalidad social de la inversión realizada con conocimiento de causa debería ser el dominio de las fuerzas negativas del tiempo y la ignorancia que rodean nuestro futuro. El objeto real y particular de la mayor parte de las inversiones de los expertos, hoy en día, es “ganar la delantera” (to beat the gun), como dicen los estadunidenses; ser más listo que el vulgo, y encajar la moneda falsa o que se está despreciando a otra persona.2

Keynes concluye que “la experiencia no da pruebas claras de que una política de inversión ventajosa socialmente coincida con la más productiva”.3 La empresa, afirma, se convirtió en “una burbuja dentro de una vorágine de especulación”.4 Desde su punto de vista, el mercado se había vuelto demasiado líquido: resultaba excesivamente sencillo vender y comprar inversiones. La inversión requería, apuntó, un gravamen sustancial sobre cada venta de acciones para que la rápida rotación de propiedad fuera menos fructífera y se descartara una gran proporción de las transacciones de Wall Street. A su vez, esta acción restauraría el equilibro entre empresa y especulación. Sería un paso adelante para lograr que la compra de una inversión fuera “permanente e indisoluble, como el matrimonio”.5

En pasajes como éstos, Keynes delineó una perspectiva respecto a la forma en que operaban las economías capitalistas que, tras la reciente crisis financiera, adquirió un intuitivo y gran atractivo. Sin embargo, la teorización económica implica más que tener las intuiciones correctas sobre cómo funciona la economía. Este tipo de opiniones, independientemente de qué tan bien cimentadas estén en la observación de los mercados financieros, deben traducirse a un sistema que permita el análisis; de lo contrario, no sería posible averiguar si lo que creemos que es una comprensión profunda lo es en realidad, o si se trata de algo meramente incidental en torno a los problemas que efectivamente deben ser abordados. En resumen, este tipo de juicios debe transformarse en una teoría económica utilizable. Dada la complejidad de la economía, resulta indispensable abstraerse de muchos de los detalles que la sustentan en nuestras propias experiencias, y seleccionar las características del mundo que se consideren importantes. Es aquí donde la economía se vuelve difícil de entender para quienes son ajenos a la disciplina, pues la teoría económica explora la manera en que agentes abstractos interactúan en mercados idealizados. Para diseñar teorías sujetas a ser analizadas a través de argumentaciones lógicas o matemáticas que puedan examinarse contra una amplia gama de pruebas, los teóricos de la economía lidian con mundos que, inevitablemente, son simplificaciones del mundo que conocemos y que nos rodea.

En la Teoría general, Keynes cuestiona las abstracciones y simplificaciones que sus predecesores habían utilizado para tratar de explicar las complejidades del capitalismo del siglo XX. Eran, argumentó, como “geómetras euclidianos en un mundo no euclidiano”6 que intentan analizar un mundo incierto utilizando herramientas que sólo son apropiadas para un mundo en el que las personas tienen certeza sobre el futuro. Sin embargo, como la abstracción y la idealización son parte inevitable de cualquier teoría económica, no pudo prescindir totalmente de esta clase de métodos, y se vio obligado a defender abstracciones de otra naturaleza: un nuevo juego de herramientas conceptuales para analizar —o modelar— la economía. Gracias a estas nuevas herramientas, Keynes tuvo la libertad de describir la economía en forma innovadora; pudo desarrollar narrativas sobre el desempleo y el estancamiento imposibles con modelos anteriores. La subsecuente revolución keynesiana en la teoría económica cristalizó cuando los economistas empezaron a utilizar estos conceptos para crear nuevos modelos sobre el funcionamiento de la economía, lo que sucedió, incluso, entre economistas que se oponían a las políticas keynesianas, como Milton Friedman, decano del monetarismo y de la economía de libre mercado. A pesar de no ser keynesianos —en tanto que no aceptaban las recomendaciones en materia de políticas de Keynes— utilizaron muchas de las herramientas y conceptos que él había desarrollado.

Como la década inmediata posterior a la publicación de la Teoría general se caracterizó por la importancia que los economistas dieron al uso de las matemáticas, los modelos que conformaron la revolución keynesiana en la teoría económica eran matemáticos: sistemas de ecuaciones que describían economías abstractas y que podían utilizarse para mostrar cómo responderían esas economías cuando, por ejemplo, el gobierno aumentara su gasto en bienes y servicios o limitara la oferta monetaria. Si bien Keynes siempre buscó formas más eficaces para explicar los males económicos que lo rodeaban (aunque eso significara utilizar métodos menos rígidos y más abiertos), los economistas que siguieron a Keynes acabaron por interesarse más en la congruencia interna de sus modelos y, en consecuencia, crearon un estilo de teorización de la economía totalmente distinto.

Este nuevo tipo de teoría económica es otro de los motivos por los que Keynes ha sido percibido de manera distinta por diferentes generaciones de economistas. Independientemente de los cambios que condujeron a concepciones diversas sobre la política económica, los economistas desarrollaron nuevas formas de construir una teoría económica. No sólo aprendieron nuevas herramientas matemáticas, sino que también cambiaron su visión sobre la clase de abstracciones que es válido hacer. En las décadas de 1940 y 1950, los economistas eran receptivos a una amplia gama de ideas sobre la psicología humana; se trataba de una época en la cual lo que se había llamado “el factor humano” era considerado el centro subyacente de la mayoría de los problemas que ocupaban a las ciencias sociales. Sin embargo, en las dos décadas subsiguientes se prestó cada vez mayor atención a la teoría de la elección racional.

La teoría de la elección racional se basa en una idea muy simple sobre la motivación humana, la cual considera que las personas son agentes abstractos que siempre escogen la mejor de las opciones a su alcance. Según este punto de vista, el economista no tiene por qué cuestionar las preferencias sobre las que estas decisiones se sustentan, sino simplemente asumir que son consistentes. La teoría se aplica a todos por igual, trátese del gerente de una corporación, del trabajador individual o de un consumidor. La incorporación de la teoría de la elección racional en la economía hizo necesaria una nueva interpretación de la teoría económica de Keynes, quien había basado sus teorías en sus propias observaciones del comportamiento humano en la vida real, y no en el supuesto de que todas las decisiones eran racionales. El resultado fue que se considerara que, al no cimentarse en modelos de elección racional, sus teorías y las de los primeros keynesianos no ofrecían una explicación legítima del comportamiento de las personas. Para la década de 1970, las teorías que habían estado a la vanguardia treinta años antes eran calificadas como demasiado primitivas para ser tomadas en serio. Sin embargo, lo anterior significa que los economistas acabaron por ver la Teoría general a través del lente de la teoría de la elección racional: los argumentos que no se ajustaban a ese marco de referencia no fueron reconocidos como teoría económica legítima y, por consiguiente, los economistas que leyeron este libro de Keynes se toparon con una obra distinta a la que había sido leída —incluso por economistas— en la década de 1940.

El cambio de convenciones sobre qué constituye una teoría económica respetable sería suficiente para explicar por qué se ha vuelto difícil para los economistas contemporáneos ver a Keynes con los mismos ojos con los que era visto una generación atrás. El hecho de que Keynes no fuera un economista típicamente académico e inflexible, sino una persona con intereses múltiples que, para su obra, recurría a una gran variedad de fuentes que resultarían ajenas a la disciplina académica actual —significativamente más especializada—, sólo exacerba esta dificultad. El bagaje filosófico y moral detrás de su pensamiento (del que hablaremos más adelante) indica una comprensión del mundo que seguramente es única entre los economistas del siglo XX, y lo condujo a un entendimiento de la economía diametralmente opuesto al concepto de la disciplina como “ciencia de modelos” que prevaleció después de la segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, para conocer a Keynes como teórico de la economía, sin pensar siquiera en su papel como diseñador de políticas económicas, es necesario saber cómo era su percepción del mundo.

En cierta medida, lo que diferencia a Keynes de muchos de los economistas contemporáneos es su visión de la disciplina como herramienta para diagnosticar la economía. Keynes consideraba que estaba desempeñando un papel muy parecido al de un médico que examina a un paciente: para él, la teoría económica era una herramienta de diagnóstico que le ayudaría a explicar los males de la economía capitalista. Por lo tanto, era fundamental que resultara útil y funcional para examinar los problemas a los que se enfrentaba. No creía inquebrantablemente en la verdad eterna de sus teorías de la misma forma en que muchos economistas modernos están casados con los modelos basados en la elección racional. Cuando la enfermedad cambiaba, él estaba dispuesto a cambiar su teoría. Tampoco sostenía que hubiera una teoría que fuera válida para siempre. Por el contrario, pensaba que establecer una teoría así sería establecer una ortodoxia, algo a lo que, como podremos observar, se oponía fervientemente.

La economía keynesiana se ha asociado con la Gran Depresión y con el problema de un altísimo desempleo porque ése era el contexto en el que se escribió la Teoría general. Sin embargo, para entender la obra de Keynes, es importante tomar en cuenta que sus ideas cambiaron conforme los problemas que estaba analizando eran remplazados por otros distintos. Gran Bretaña sufrió un prolongado estancamiento económico entre la primera y la segunda Guerra Mundial. Incluso durante el auge de los Estados Unidos (“los felices veinte”), entre 1924 y 1939, el índice de desempleo en la Gran Bretaña, de donde era originario, alcanzó una cifra menor a 10% en una sola ocasión (en 1927), y era mucho más alto en el norte industrial, donde las industrias del carbón, el acero, la construcción naval y los textiles estaban en una situación desesperada. Realmente no fue sino hasta 1940, una vez que la Gran Bretaña hubo movilizado sus recursos para la guerra, que disminuyó el desempleo. Sus tres libros más conocidos sobre economía monetaria —Breve tratado sobre la reforma monetaria (1923), Tratado sobre el dinero (1930) y Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936)— pueden considerarse un esfuerzo constante por descubrir un mecanismo que permitiera explicar el pobre desempeño de la economía británica. La persistencia del desempleo durante un periodo tan prolongado también explica por qué Keynes no creía que el laissez-faire fuera la explicación adecuada de los males que plagaban la economía de su país. Algo no funcionaba, y quería encontrar la manera de identificar exactamente dónde estaba el problema.

El motivo principal por el que los economistas han cambiado sus teorías es su preocupación por ser “científicos”; a eso se debe que hayan buscado desarrollar teorías generales rigurosas. Para que sus modelos sean precisos, se han visto obligados a trabajar con mundos sumamente simples pues, de lo contrario, las matemáticas requeridas serían infinitamente complicadas. En la macroeconomía contemporánea, la simplicidad se alcanza gracias al recurso de “agente representativo”: los agentes no sólo son maximizadores racionales, sino que todos son exactamente iguales. Este concepto simplifica enormemente el diseño de modelos, pues asume que la economía en su conjunto se comporta exactamente igual que los individuos que la componen. La teoría macroeconómica, por lo tanto, se basa en cimientos microeconómicos rigurosos de alta matemática. Sin embargo, el precio de este enfoque es que, si todos los agentes son idénticos, no puede haber fracasos de coordinación, es decir, es imposible que el comportamiento de algunos individuos sea incompatible con el de otros. Por ejemplo, no permite que las empresas tomen decisiones de inversión incompatibles con las decisiones domésticas sobre en qué ahorrar, en tanto que estas decisiones están a cargo de individuos que no se diferencian entre sí.

Esta forma de ignorar las diferencias entre personas contrasta dramáticamente con el enfoque de Keynes, quien creía que el origen de muchos de los problemas de la sociedad era la inconsistencia entre las expectativas y las actividades de distintos grupos de personas. Empresarios, inversionistas, especuladores, consumidores y funcionarios gubernamentales presentan comportamientos distintos que, incluso si fueran racionales para la persona en cuestión, podrían tener consecuencias desastrosas a nivel social, si interactuaran entre sí de una manera determinada. En la Teoría general se expresa esta complejidad de distintas maneras. Las diferencias entre las expectativas de los inversionistas es lo que mueve los mercados financieros; de no ser así, no habría comercio especulativo. A fin de explicar estas expectativas, Keynes exploró la psicología social de la inversión. Las decisiones de cuánto ahorrar y cuánto invertir son el resultado de distintos tipos de razonamiento y, por consiguiente, nada indica que sean consistentes con el pleno empleo. Además, no se puede presumir que los empleados y sus empleadores tengan la misma visión del futuro. Esta manera de ver el mundo (en el que personas distintas desempeñan papeles diferentes y que subyace en prácticamente todo lo que escribió Keynes) habría resultado lógica para casi todos sus predecesores y contemporáneos —particularmente a Adam Smith— y fue parte integral de sus primeros escritos sobre los efectos de la primera Guerra Mundial. Sin embargo, se trata de una concepción que no ha sido considerada en algunos de los capítulos más prominentes de la macroeconomía moderna.

De cualquier forma, es imposible saber si la adhesión de los economistas a los modelos de elección racional y agente representativo (que desentonan con muchas de las ideas de Keynes sobre el mundo) se hayan asentado porque, especialmente en las últimas tres o cuatro décadas, hemos sido testigos de una inclinación a favor de las teorías en desarrollo que indican que los mercados pueden obtener mejores resultados que el gobierno. Los economistas han elaborado teorías que muestran cómo los agentes económicos racionales que operan en mercados libres se desempeñan mejor de lo que podrían hacerlo, si estuvieran sujetos a la intervención gubernamental y cómo esta última generalmente empeora la situación. Esta corriente de economistas considera el capitalismo como inherentemente estable, lo que contrasta radicalmente con la visión de Keynes, quien consideraba que era potencialmente inestable y requería de una administración cuidadosa. Además, estos nuevos economistas, en su afán por defender su postura en contra de las teorías y políticas que cuestionaban, atacaron los estereotipos de Keynes, quien acabó por personificar las versiones menos sutiles de la economía keynesiana, que tienen su origen en la década de 1960. Para algunos, Keynes fue el economista que socavó la idea de que el Estado debía equilibrar su presupuesto; para otros, el responsable de haber cimentado los modelos excesivamente elaborados de predicción con bases conceptuales viciadas.

EL KEYNES FILÓSOFO MORAL

Como si no bastara con todo lo anterior, hay un Keynes adicional que debemos tomar en consideración. En 1936, inducidas por la fama del autor y gracias al bajo precio de venta del libro, muchas personas sin formación en el campo de la economía leyeron la Teoría general. Para muchas de ellas, la teoría económica no era más que matemática abstrusa que las dejó perplejas. Lo que sí podían entender, aparte de que Keynes atacaba una ortodoxia llamada “economía clásica”, no eran sus recomendaciones sobre política fiscal, presentes en el texto, sino su capítulo concluyente sobre la filosofía social hacia la que sus ideas podrían conducir. Al plantear una visión sobre cómo debía organizarse la sociedad, Keynes se salía del campo de competencia del economista para incursionar en el ámbito del filósofo. Y no era la primera vez, pues uno de los temas recurrentes a lo largo de su obra (desde Las consecuencias económicas de la paz) había sido una crítica moral al capitalismo. Abordaba la economía con una perspectiva de filósofo moral.

Debido a que gran parte de la macroeconomía moderna rescata conceptos y teorías propuestas por Keynes —aunque combinados con supuestos y marcos de referencia teóricos distintos a los suyos—, resulta natural que los economistas contemporáneos lleguen a la conclusión de que, para crear modelos económicos, Keynes hacía lo mismo que hacen ellos. Para colmo, Keynes tenía una formación matemática, y con frecuencia utilizó el lenguaje de esta ciencia y los símbolos del formalismo matemático para expresarse, circunstancia que lo hace parecer y sonar igual que un economista moderno. Sin embargo, aunque Keynes sea el responsable de haber desarrollado y propagado algunos conceptos sobre los que se basa la economía contemporánea, pensaba que las teorías económicas serían utilizadas de maneras muy distintas a las formas en que los economistas han venido utilizando estos modelos a partir de entonces. Para comprender lo anterior, es necesario conocer sus vínculos con la filosofía.

Al principio de su carrera, Keynes participó activamente en el mundo de la filosofía de Cambridge; el mundo de G. E. Moore, Bertrand Russell y, después, Ludwig Wittgenstein y Frank Ramsey. La disertación que presentó en 1908 para obtener su titularidad como profesor en King’s College, Cambridge, abordaba la filosofía de la probabilidad y, más adelante, se transformó en una importante obra filosófica: A Treatise on Probability (1921). Gran parte de su trabajo se inspira en su participación como miembro de los Apóstoles, una sociedad secreta en Cambridge que se reunía los sábados por la noche durante el periodo de clases, a la que se incorporó Keynes cuando era estudiante universitario. Los filósofos más prominentes de Cambridge que pertenecían a la generación anterior a Keynes también eran miembros, y el más joven de ellos, G. E. Moore, era profesor de la Universidad cuando Keynes se incorporó al grupo. Moore asistía regularmente a las sesiones de los sábados en las que los estudiantes discutían sus respectivos ensayos, y su influencia marcó la vida de Keynes.

La obra filosófica de Keynes tiene un fuerte sustento en las preguntas que Moore planteaba en sus propios trabajos sobre cómo tomar decisiones éticas cuando uno no sabe a ciencia cierta cuáles serán los resultados de sus propias acciones. Por lo tanto, a Keynes le importaba tanto la ética como la naturaleza del conocimiento probable e incierto. Por un lado, esta tarea daba a Keynes una base profunda en el campo de la ética y, por el otro, lo obligaba a rechazar la filosofía utilitaria que subyace en gran parte de la economía contemporánea.

Se trata, pues, de otra fuente de confusión y malos entendidos respecto a la naturaleza del trabajo teórico de Keynes. Los elegantes modelos desarrollados por teóricos de la economía en la segunda mitad del siglo XX se basan en supuestos comunes sobre el comportamiento humano que excluyen el tipo de distinciones éticas fundamentales en la visión que el propio Keynes tenía sobre sí mismo. Si bien es cierto que los economistas de las últimas cinco décadas del siglo pasado tenían razón al considerar a Keynes un teórico de la economía, no podían reconocer fácilmente la flexibilidad con la que Keynes utilizaba esos modelos para fines de diagnóstico, ni el enfoque ético distinto que utilizaba para evaluar algunos problemas económicos, como la prolongada falta de empleo.

Otros “apóstoles” de la generación de Keynes compartieron los mismos valores e inquietudes que él. Para comprender mejor la manera en que el economista sopesaba, por ejemplo, los costos sociales y políticos del desempleo, se podría recurrir a la manera en que otros “apóstoles” de su generación trataron el tema. Podríamos analizar la novela de E. M. Forster, Howards End, para captar la degradación humana que, desde el punto de vista de Keynes, generaba la falta de empleo. Del mismo modo, podríamos ver la obra del filósofo político Leonard Woolf para entender el potencial de la inestabilidad política que, según Keynes, el desempleo podría ocasionar. Sin esta perspectiva más amplia sobre su obra, también nosotros podríamos perder fácilmente de vista qué era lo que él consideraba importante sobre sus diagnósticos del capitalismo y, por ende, fracasar en nuestro intento por entender cabalmente a la persona en su carácter de teórico de la economía.

EL KEYNES HISTÓRICO

Como sucede con cualquier figura histórica cuyas ideas tengan un valor político actual, el Keynes del imaginario general es, en gran medida, una caricatura. Lo mismo podría decirse sobre la concepción popular de sus ideas en materia de política económica; es decir, lo que, de manera desacertada, se ha llamado keynesianismo. Durante su vida, Keynes fue frecuentemente retratado por caricaturistas políticos a los que les encantaba capturar sus labios gruesos y ojos grandes. De manera similar, el trabajo de Keynes en los campos de la teoría y la política económicas es fácil objeto de caricaturización. Keynes tomó algunos de los dogmas más importantes de su generación y tuvo la audacia de presentar explicaciones teóricas del capitalismo de mercado que no pudieron demostrar que siempre y en toda ocasión este enfoque conllevaría el mejor resultado posible. Quienquiera que tenga ideas suficientemente grandes y atrevidas para cuestionar la economía de laissez-faire es víctima natural de la exageración y la caricatura.

Pero más allá de que sus audaces ideas se pueden exagerar sin dificultad, existen otros aspectos de la obra de Keynes que se prestan a una mala interpretación. Irónicamente, muchos de los elementos que permiten que su trabajo se pueda adaptar tanto a buenos como a malos tiempos son los mismos que dan pie a estos errores de interpretación. Uno de nuestros objetivos en este libro es demostrar por qué las ideas de Keynes son aplicables a tal variedad de circunstancias: mostrar por qué, por ejemplo, su obra más conocida, la Teoría general, ha resultado útil para personas que intentaban hacer todo tipo de recomendaciones distintas en materia de políticas con base en visiones diversas de la naturaleza fundamental de la economía capitalista.

Nuestra meta no es argumentar que un aspecto de Keynes debe ocupar un pedestal y otros se deben desacreditar. Por el contrario, queremos explicar por qué es legítimo considerar que Keynes sentó las bases para ver la economía desde distintas perspectivas. Intentaremos mostrar a qué se debe que algunos de los peores estereotipos no sean representaciones aceptables de su obra ni mecanismos adecuados para comprender el potencial de su trabajo. En el proceso revelaremos una mente sutil que rechazaba muchos aspectos del capitalismo y que, sin embargo, sentía que, a fin de cuentas, ése era el mejor sistema económico a nuestro alcance.