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Una emocionante y sentida aproximación a la leyenda bíblica de Judith, una viuda hebrea que, ante el asedio del ejército asirio a su ciudad natal de Betulia, se presenta ante el general enemigo para seducirlo. Una vez dormido el general, Judith hará lo necesario para proteger a su pueblo, con la ayuda y la fortaleza que Dios ha puesto de su lado.
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Seitenzahl: 272
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Antonio Altadill
OBRA ILUSTBADA CON PROFUSION DK MAGNÍFICAS LÁMINAS DEL. RENOMBRADO ARTISTA D. EUSEBIO PLANAS. SEGUNDA EDICION.
Saga
Judith
Copyright © 1880, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686234
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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El amor perdido.
Denso manto de negras tinieblas envuelve el delicioso valle en donde se asienta la ciudad de Bethulia.
Negra, tristísima es la noche; completo el silencio en la ciudad y en el valle.
El rayo de la luna no refleja en el limpio cristal del lago, ni el viento balancea la frondosa copa de la gentil palmera, ni mueve el céfiro las hojas de las flores.
Desiertas están las calles; cerradas las puertas de las casas; ni un rayo de luz sale de las celosías de las ventanas.
No duermen, sin embargo, sus moradores.
Hondo afan agita su pecho y aleja de sus párpados el sueño.
El espíritu vela, y el cuerpo se revuelve en el lecho atormentado por las espinas del pensamiento, esperando con medroso afan la luz del nuevo dia.
En una de las calles principales se levanta una casa de rica apariencia, rodeada de hermosos jardines.
Numerosos siervos y criados yacen sobre bien acondicionadas camas en el piso bajo.
El principal está desierto.
Solo y abandonado se ve el lecho de marfil, velado por un rico pabellon de vistosa tela de Persia; sin calor sus blandos colchones de plumon de cisne, que fueron dulce nido de puros y castos amores; sin luz la lámpara de bronce colocada sobre el alto candelero que se levanta en medio de la estancia, á cuyo reflejo brillaba la pulimentada madera de cedro que cubre el techo y las paredes; sin perfumes los labrados pebeteros de incienso y mirra, sin flores los vasos de alabastro, sin esencias ni ungüentos y frio y seco el ántes tibio y aromado baño.
¿Adónde son idos los felices moradores de aquella mansion?
Tálamo nupcial fue un dia el rico lecho.
¿Por qué huyó el hombre feliz que en él reposaba?
¿Qué fue de la mujer amada que en él dormia regalado sueño?
. . . . . . . . . . . . . . . . . .
Sobre el terrado de ladrillo que cubre la casa se ha construido un pequeño aposento que contiene una tarima, un taburete y un candelero, puesto en el suelo, en el que brilla con pálida luz una lámpara de metal.
Sobre la tarima yace una mujer.
Es jóven de veinte años; su rostro de prodigiosa belleza; blanca es su frente y descolorida como la flor de la azucena; negro el cabello y brillante como la pluma del cuervo; negros los largos párpados que caen cerrados sobre su pálida mejilla.
Las huellas de un tormento físico y constante contraen su fisonomía.
Cubre su delicado cuerpo un cilicio, esto es, una vestidura interior hecha de pieles de cabras de Cilicia cuyo pelo áspero y punzante la mortifica sin cesar.
Hondos suspiros que á intervalos levantan su seno, y salen, abrasando el labio, de su hermosa y entreabierta boca, descubren el vivo dolor de un alma cruelmente destrozada.
Duerme el agitado sueño de su tormento y sombrea su hermoso semblante la nube de sus pesares.
Mas poco á poco los tirantes músculos del rostro van perdiendo la rigidez; tíñese de rosa la nieve de las mejillas; deja de suspirar el corazon doliente; deslízase en los labios dulcísima sonrisa, y baña su semblante una luz suave como el albor de una serena mañana de primavera.
Es que su alma sueña, y refleja su rostro hermosas imágenes que se mecen dulcemente entre las ondas de la encantada imaginacion.
El sueño trae á sus oidos una voz amante, apasionada, de timbre sonoro, que hace vibrar las más delicadas cuerdas del corazon; y ella escucha dormida aquel acento dulcísimo y querido que ya no puede oir despierta.
Se halla, en el sueño, transportada á Jerusalen, á la casa de su padre cuando vivia doncella al lado de su madre; la noche ha cerrado ya; ella aguarda anhelante detrás de la celosía, y oye que dice la voz:
«Abre, hermosa mia, amada mia, que tengo los piés heridos de los brezos del camino, y la garganta seca de fatiga. Oscura es la noche; desierto está el cielo de estrellas: sin luz las calles de la ciudad. Abre la ventana, mi dulcísima, y alumbren las estrellas de tus ojos y den resplandor á tu calle y luz á mi corazon.
«¿Duermes, amada mia? Angeles protectores de la inocencia, velad el sueño de mi amada. Sus ojos son estrellas de los cielos, de cisne es su garganta, sus labios son rojos como las flores del granado, sus mejillas como las rosas de Jericó. Como el lirio entre violetas, así sobresale mi amada entre las hermosas de Jerusalen.
«Doscientas doncellas tiene la reina, dos mil siervos tiene el rey.
«La vieran la reina y las doncellas y envidiaran su belleza; la viera el rey y quedara su esclavo.
«Abre, hermosa mia, amada mia, que tengo los piés heridos de los brezos del camino y la garganta seca de fatiga.»
De esta suerte soñó la mujer que la voz hablaba.
Sus labios se movieron entónces trémulos de amoroso afan, y respondió:
—¡Ah! esta es la voz de mi amado. Vedle como viene á mi ventana saltando por riscos y collados, ligero como el cabrito. Ven, amado mio, corro á abrir la celosía. Tienes los piés heridos por los brezos del camino y la garganta seca de fatiga. Ven, mi amado, yo ungiré tus piés con bálsamo de Jericó y te daré para refrescar tu garganta vino mezclado con jugo de granada. Abierta está mi ventana. ¡Ah! ¿dónde estás, mi amado, que te busco y no te encuentro? A tu voz he saltado del lecho como la golondrina salta del nido al primer albor de la mañana. Ya apunta la aurora. Ya pasa por mi ventana volando y piando la golondrina... ¡Detente, ligera avecilla, y oye mis quejas y mira mis lágrimas y vuela otra vez en busca de mi amado! Mi amado, si no le conoces, es rubio como el oro, sus ojos son brillantes estrellas, su talle esbelto como la palma. ¡Vuela, golondrina, y dile que desfallezco de amor!
Y en tanto que sus labios pronunciaban estas frases con el tiernísimo sentimiento de su alma enamorada, llenábanse sus ojos de gruesas lágrimas que como brillantes perlas se detenian en sus párpados.
Al cabo de un rato la mujer volvió á hablar y dijo:
— ¡Ay! la noche avanza... la luna y las estrellas se alejan trasponiendo el monte, como se alejó mi amado... viene la luz de la aurora, y no viene el que me ama!
En aquel instante el fúlgido rayo del sol naciente hirió el rostro de la mujer.
Disipóse la vaporosa nube de su sueño; abrió los ojos despavorida, y girando luego en torno una mirada desolada y de profundísimo dolor, exclamó repitiendo las últimas palabras del sueño:
— ¡Vino la luz de la aurora y no vino mi amado, ni vendrá á consolar el llanto mio!...
Y al pronunciar estas palabras, volvió á posesionarse de su fisonomía la imágen tristísima de su dolor, del eterno desencanto de un alma que habia muerto para toda dicha y que yacia enterrada, digámoslo así, en el sepulcro del cuerpo.
Pasados algunos momentos de profundo abatimiento, levantóse trabajosamente de la tarima, cogió el manto, cubrió con él la cabeza y el rostro, y bajó la escalera silenciosa y muda como una sombra.
Las gentes se agitaban en la calle con inusitado afan.
La impaciencia más viva se pintaba en todos los semblantes.
De boca de los que iban y venian y se paraban formando corrillos salian las mismas preguntas:
—¿Han venido noticias de Jerusalen?
—¿Podemos esperar auxilio?
— ¿Avanzan los sitiadores?
Las dos primeras preguntas eran contestadas con el mayor desaliento en sentido negativo; la tercera, con dolor profundo y afirmativamente.
En los corrillos se oian, ademas, reflexiones como estas:
—¿Cómo es posible que resistamos á un ejército de doscientos mil hombres?
—¿Qué somos nosotros que no tenemos armas ni conocimientos en el arte de la guerra, para unas legiones que han vencido y humillado á los pueblos más fuertes del mundo?
— ¿Pero cómo el enemigo tarda tanto en dar el asalto?
—Porque quiere que sucumbamos al hambre y á la sed.
—Presto verá realizado su designio: porque ¿cuántos dias más podrá sostenerse Bethulia?
—La escasez de alimento aflige ya á muchas familiasel agua va faltando á todas: ¿cómo es posible que sea fuerte el espíritu cuando el cuerpo no puede sostenerse?
—¿Por qué el pontífice de Jerusalen pasó por estas tierras y vino á visitarnos y nos excitó á que fortificáramos la ciudad y los collados que la defienden, si todo este plan de resistencia habia de ser inútil? Nosotros hemos cumplido con Jerusalen; pero ¿cumple Jerusalen con Bethulia? De la ciudad debieron venir auxilios, y estos no han venido.
—¿Quién sabe si salieron y los ha cogido el enemigo?
—Pero ¿qué intenta el consejo de los ancianos? ¿qué piensa el príncipe Ozías?
—Por ahora obedecen lo que ha dispuesto Jerusalen.
—¿Y Bethulia sucumbirá al hambre y á la sed, con sus viejos y sus jóvenes y sus mujeres y sus niños?
—¿No seria mejor morir á filo de espada?
—Clamaremos á Ozías y al consejo.
— ¡Sí, sí, clamemos para que nos libren de tan horrorosa muerte!
En este instante apareció entre las gentes la triste mujer que hemos visto bajar del humilde aposento de aquella casa.
La mujer atravesó las calles sin mirar, mejor dicho, sin ver á nadie ni atender á nada de cuanto se decia.
Ensimismada en su propio pensamiento, caminaba guiada y absorbida completamente por él.
A su presencia el pueblo le abria paso con marcado respeto, y la seguia con miradas de compasion.
Salió de la ciudad y se dirigió á un huerto situado á dos tiros de ballesta de las murallas.
El huerto se hallaba en una hondonada que formaban dos montecillos plantados de olivos, lentiscos y palmeras.
En el fondo habia una gran peña y en la peña un sepulcro abierto á pico.
La mujer llegó al sepulcro, besó la losa, prosternóse en tierra y oró.
Mezclábanse en su oracion lágrimas amargas que vertian sin cesar los ojos y dolorosos suspiros arrancados del fondo del alma.
Su dolorido acento se dirigia al Omnipotente y hablaba tambien al sér querido cuyos restos encerraba la fria sepultura.
—Como tórtola que llora al tierno y perdido compañero en la solitaria rama del sauce de su nido, así te llora mi corazon, amado esposo mio. Ningun consuelo alivia la pena de la triste avecilla que muere al fin del dolor de su viudez; ni hay bálsamo que cierre la herida de mi alma que ha muerto para toda alegria. Irá mi alma en alas del amor que en ella vive, á buscar á tu alma al seno de Abraham nuestro padre; mas no así irán mis huesos á unirse con tus huesos. Gente extranjera que como nube de langosta asola los campos por donde pasa, innumerable manada de tigres carniceros que todo lo devora, invade nuestra tierra; y no escaparán á sus garras ni los jóvenes ni los ancianos, ni las mujeres ni los niños del pueblo de Israel! ¿A quién pediré yo que lleve mi cuerpo adonde está tu cuerpo? Ruega, esposo mio, al Señor Dios que abra el camino á mi alma para que pueda unirse á la tuya, como se lo pide mi corazon que quisiera morir para verte!
La mujer, al pronunciar esta última frase, elevó una mirada fervorosa al cielo.
Al levantar los ojos vió en la cumbre del montecillo vecino un grupo de hombres á cuya presencia suspendió la oracion y hasta el aliento.
Vestian el traje de los guerreros asirios y conducian á otro, guerrero tambien, con el vestido y las insignias de jefe de los amonitas.
En el mismo instante apareció en el otro monte del lado opuesto una partida de honderos hebreos, los cuales, al ver á los asirios, y que eran en menor número, empezaron á gritar disparando con sus hondas gruesas piedras contra ellos y acometiéndoles denodadamente.
Los asirios sacaron unas cuerdas, ataron precipitadamente al jefe amonita al tronco de un árbol y se dieron á la fuga.
La mujer presenciaba el extraño suceso sin poder explicarlo.
Tampoco lo comprendian los honderos hebreos.
Llegaron al que quedó atado, y, preguntándole, este les dijo:
—Mi nombre es Achior, príncipe de los amonitas, á quien llevó Holofernes para aumentar sus huestes y venir con mayores fuerzas á hacerse dueño de Palestina. El caso en que me miro es por haberle aconsejado que no haga armas contra el pueblo de Israel, al que protege Dios, y es por lo mismo invencible. Su soberbia se ha irritado, y en castigo me ha hecho conducir aquí, para que sea yo con vosotros alanceado por sus tropas cuando se arrojen á exterminaros.
— ¡Mentira dicen tus labios! replicaron los hebreos: tú eres un espía que te finges arrojado por el enojo de Holofernes, cuando vienes en verdad enviado por él para espiar nuestro ánimo y nuestras fuerzas.
Y esto diciendo, desatáronle del árbol y empujándole bruscamente y llenándole de dicterios, le hicieron descender del collado para llevarle á la ciudad.
Al atravesar el huerto en donde estaba todavía la mujer, esta, viendo los malos tratos de que era objeto el prisionero, se dirigió á los hebreos diciendo:
—¿Qué haceis con ese hombre solo, vosotros que le llevais y sois ciento?
Los hebreos se detuvieron, y cesando de maltratar al prisionero, inclinaron la cabeza con respeto á la voz de la mujer.
Achior volvió la mirada hácia ella, y al ver su incomparable hermosura, quedó tan asombrado que tardó un buen espacio de tiempo en poder decirle:
—El Señor tu Dios te pague la merced que me haces, noble y hermosa hija de Israel.
—Llevadle á la ciudad, añadió la mujer hablando á los hebreos, mas no le insulteis ni le maltrateis, ni hagais con él cosa indigna de vuestro valor.
El guerrero, que era valiente y de esforzado y noble corazon, pagó con una mirada llena de admiracion y profunda gratitud estas palabras de la mujer.
Esta siguió á los honderos á la ciudad.
Cuando llegaron se hallaba el pueblo gritando amotinado en una gran plaza.
En una de las casas, la principal, habia en el terrado un hombre en actitud de hablar á la muchedumbre.
Vestia túnica de lana blanca, con manto de la misma tela y color ribeteado de púrpura y con gruesas borlas moradas en los extremos.
Estas borlas en el manto significaban entre los israelitas estar en constante comunicacion con Dios.
Poblaba su venerable rostro una barba larga y blanca como el manto, cubria su cabeza una mitra como la que usaban los antiguos persas.
Se hallaba en el terrado porque era costumbre hablar desde allí al pueblo, ademas de servir el terrado para otros usos particulares. Por esto le tenian todas las casas de los hebreos.
El hombre era el príncipe Ozías en quien residia la autoridad superior espiritual y temporal de la ciudad.
El pueblo gritaba:
—Abre las puertas de la ciudad, Ozías, y envia embajadores á Holofernes que le digan que Bethulia se humilla á su poder. El hambre nos acosa. Los caminos y veredas están tomados por el enemigo, y no puede entrar en la ciudad ni un saco de harina. Antes de morir extenuados de hambre, ó alanceados por los asirios, sometámonos á ellos. ¡El Señor Dios nos abandona! ¡Entrega la ciudad, Ozías, y sálvanos!
El venerable anciano, llena de turbacion la mente, sudoroso de angustia el rostro y embargada la palabra por el dolor, no acertaba á responder al pueblo.
En este momento llegaba á la plaza la mujer del huerto.
Oir la demanda del pueblo y transformarse su espíritu y su cuerpo fue obra de un instante.
Su rostro ántes tan abatido, tomó una expresion enérgica y varonil, sus tristes y apagados ojos brillaron con vivísima luz.
Era que el corazon de la mujer amante, muerto por el dolor de su amor perdido, renacia inflamado por el fuego del amor á la patria amenazada; era que el espíritu de la débil hija de Israel, se levantaba abrasado en el amor de su Dios contra el extranjero enemigo de su religion.
Con voz fuerte y sonora que llenó los ámbitos de la plaza, gritó la mujer:
—¡Calla, pueblo de Israel! A Dios ofendes desconfiando de su proteccion; á Dios insultas humillando la cerviz ante el soberbio que como Dios quiere ser en la tierra adorado!
El pueblo volvió la cabeza, y viendo á la mujer de quien la voz salia, profirió á un tiempo con acento de respeto:
— ¡Judith!
__________
La viuda de Manasés.
Judith que viendo la apurada situacion del pueblo comprendia los terribles efectos del hambre y de la sed, la horrible idea del saqueo de la ciudad, la esclavitud y el martirio de mujeres y niños y ancianos, no podia convenir, sin embargo, en la humillante sumision del pueblo de Israel al idólatra soberano de Babilonia.
Su voz fue oida y escuchada, y el pueblo cesó en sus clamores.
Entónces reparó en el jefe amonita que traian los honderos hebreos.
Achior se hallaba detrás de la hermosa viuda con los hombres que le habian preso.
Por el traje llamó en seguida la atencion del pueblo que se agrupó en torno gritando:
— ¡Un prisionero!
Pero otras voces salieron de la multitud, clamando unas:
— ¡No haya piedad para él!
Y otras:
— ¡Matadle!
Judith intervino tambien en aquel momento, diciendo:
— ¡Pueblo! autoridad superior á la tuya tiene la ciudad en el consejo de sus ancianos, y al consejo y no á tí corresponde juzgar al prisionero.
Achior volvió á mirar con profunda gratitud á su noble intercesora.
El pueblo se contuvo al oir estas palabras, y Achior quedó en breve libre de sus manos, por cuanto el príncipe Ozías reclamó inmediatamente al prisionero.
Judith, al verle libre del furor popular, abandonóla plaza, abriéndole paso la multitud con marcadas muestras de respeto.
Achior quedó mirándola, sin poder apartar los ojos de ella hasta que desapareció de su vista.
La intercesion de la noble viuda en favor suyo inflamó de purísima gratitud el corazon del guerrero amonita; el tono elevado de las palabras de la hermosa hebrea, su majestuoso continente y la visible consideracion con que la miraba todo el pueblo, produjeron en él una admiracion tan grande como su gratitud hácia aquella mujer dotada de tan superiores cualidades.
Achior fué llevado ante el consejo.
El pueblo se hallaba agolpado á las puertas.
En aquellos instantes penetró en la ciudad por la parte opuesta á la que miraba al campamento enemigo, un judío que llamó la atencion de cuantos le vieron, porque conocieron que era forastero y que venia de Jerusalen.
El hombre llegaba lleno de polvo, sudoroso el rostro y llevando impresas en la fisonomía las señales de la precipitacion con que habia hecho el camino.
Multitud de preguntas le dirigieron las gentes de la calle, á quienes el judío se limitó á responder:
—No vengo enviado á vosotros, y nada tengo que deciros.
—Pero tú llegas de Jerusalen, insistian los de Bethulia, con la viva ansiedad que les dominaba.
—De la ciudad vengo.
—Dinos entónces si llegarán auxilios.
—Nada sé de eso y nada puedo responderos, decia el hombre atravesando las calles y sin pararse un punto en su rápida marcha.
El judío llegó á la casa de Judith y se metió en el portal.
Los que le seguian quedaron agrupados en la calle mirando á la puerta y á las ventanas.
El judío preguntó por la hermosa viuda, y llevado á su presencia se postró á sus piés inclinando la frente hasta el suelo, y dijo:
—Vengo de Jerusalen enviado del rey mi señor á entregarte este pergamino.
El judío sacó uno enrollado y sellado, y lo presentó á Judith.
Esta lo extendió con rapidez, y leyó:
«El Señor Dios permita que estas letras lleguen á tí sin «tropiezo, mi muy amada hermana y noble viuda de Ma«nasés mi primo.
«Y quiera asimismo el Señor que te hallen en tu propia «casa, sin que la hayan hollado los piés del enemigo que «la amenaza.
«Sin fuerzas que enviarte para que te defiendan, te es«cribo, el ánimo contristado y lleno el corazon de dolor.
«De Ozías he recibido aviso del peligro en que está Be«thulia; y aunque quiere la voluntad, faltan los medios de «auxiliaros.
«Avísale tú de esta triste respuesta mia que doy, lleno «el pecho de angustia, á sus letras.
«Informado estoy del numeroso ejército que os tiene si«tiados, y bien veo que es inútil la defensa.
«Bethulia sucumbirá, y el asirio vendrá á Jerusalen, y «todos pereceremos.
«Bien se ve que con nosotros está el Señor Dios ofendi«do; cuando apénas volvemos á estar en nuestra tierra, «somos otra vez invadidos y amenazados de perpetuo ex«terminio.
«No sé cuál sea la nueva maldad de este pueblo delante «del Señor.
«Su casa es nuevamente reverenciada; su solo nombre «se alaba en las sinagogas, y no hay ídolo ni otro Dios «que se adore, fuera de su Dios, por el pueblo de Israel.
«Conturba mi cabeza la confusion, como traspasa mi «ánima el dolor.
«En medio de esta pena que siento por todo, mi pensa«miento te mira á tí.
«Bethulia sucumbirá y tambien sus moradores, y su«cumbirá luego Jerusalen y tambien sus moradores.
«Pero Bethulia sucumbirá ántes que Jerusalen, porque «es la primera amenazada, y ya miran á sus casas y al «pecho de sus habitantes las puntas de las lanzas de los «asirios.
«Que salgas, te ruego, de la ciudad y vengas adonde yo «estoy.
«El hombre que te envio te servirá de guia y de cus«todia.
«Por caminos no transitados ni conocidos del enemigo «te conducirá á Jerusalen.
«Que te pongas en salvo te ruego.
«El peligro en que está tu ánima cesará por este tiempo.
«Miéntras no llega, puede tener remedio el daño que se «teme; no cuando ya es llegado.
«Abandona, te ruego, la ciudad, y ven adonde te espero, «yo que soy tu hermano que te ama.»
Este era el escrito del rey de Jerusalen.
Cuando el mensajero vió que Judith habia concluido dijo:
—Distante media milla he dejado en el bosque un camello bien aparejado para que te lleve á tí, y provisto de lo necesario para el camino. Así me ha ordenado el rey que te lo dijera.
Judith llamó á uno de sus siervos y le mandó:
—Prepara en seguida algo para que coma y aliente sus fuerzas este hombre de Jerusalen.
Y despues de dar la órden, Judith se fué á otra habítacion.
La llegada de un hombre de la capital corrió con la rapidez del relámpago por todos los ámbitos de la ciudad.
El suceso no podia tener importancia mayor en aquellas circunstancias.
Ozías al saberlo salió precipitadamente de su casa pasando á la de Judith.
Introducido á su presencia dijo el sacerdote:
—Sé que ha venido á tí un hombre de Jerusalen.
—Enviado del rey.
—Si su comision es para tí sola...
—Es para tí tambien.
Judith estaba escribiendo en una hoja de pergamino.
—Entónces que me digas, te ruego, las nuevas que el rey envia, profirió Ozías con viva ansiedad.
Judith alargó la mano al escrito del rey que estaba sobre la mesa, y entregándolo á Ozías dijo:
—Lee tú mismo.
Miéntras Ozías leia, Judith continuaba escribiendo.
En la fisonomía del venerable anciano se pintaba la dolorosa sensacion que en él hacia el escrito del monarca.
Concluida la lectura dejó caer los brazos con mortal abatimiento, y elevando los tristes ojos al cielo profirió:
— ¡El Señor Dios tenga piedad de nosotros!
Judith seguia escribiendo sin interrumpirse.
Ni una vez levantó los ojos del pergamino que tenia delante para ver el efecto que hacia al sacerdote el escrito del rey.
Cuando al concluir su lectura hizo Ozías la dolorosa exclamacion, Judith tampoco levantó la vista para mirarle, y prosiguió escribiendo como si se hallase sola en el aposento.
Ozías permaneció en pié, inmóvil y mudo como una estatua y con la cabeza inclinada sobre el pecho, todo el tiempo que tardó la viuda de Manasés en concluir su escritura.
Cuando hubo terminado dijo al sacerdote:
— Ya has visto lo que escribe el rey.
— ¡Estamos perdidos!
Judith echó á Ozías una mirada que tenia todo el carácter de una reconvencion.
—Yo esperaba algun auxilio de la capital, profirió el sacerdote con el acento del que quiere disculpar una palabra de que se arrepiente.
—Por lo que tú ya sabes de las fuerzas con que cuenta hoy Jerusalen y por lo que dice el rey, puedes considerar cuán débil fuera el auxilio que enviasen á Bethulia; de nada nos serviria; y porque nos falta un socorro tan débil que de nada nos aprovecha, ¿hemos de vernos perdidos y desconfiar de aquello en que ayer confiamos? ¿Qué vale el rey de Jerusalen y toda su ciudad, y aun cien reyes y cien ciudades, para la ayuda del Señor si es servido de darla á su pueblo?
—No quise ofender al Señor.
—Así, pues, se le ofende, poniendo en tan débiles apoyos la esperanza que sólo en su fuerte mano debemos tener. Si Dios auxilia á su pueblo, inútil es toda otra ayuda que nos venga; si el Señor retira la suya, inútil fuera tambien toda fuerza para sostener lo que está dejado de la mano de Dios. A tierra vendrá, y nada bastará levantarlo.
El rostro de Judith tenia en aquellos momentos la varonil expresion del fuerte espíritu que animaba su pecho, y á su influencia cobró nuevo vigor el abatido corazon del anciano sacerdote.
Ozías no se atrevió á preguntarle á Judith acerca de si pensaba ó no poner su persona en salvo, aceptando ó desoyendo la invitacion del rey.
La valerosa viuda le dió el pergamino que acababa de escribir para que lo leyera.
El pergamino decia:
«Llega tu escrito, señor y rey mio, á manos de tu «sierva, hallándome en esta misma casa en que vivo y ha«bité con tu noble primo mi amado esposo que mora con «Abraham nuestro padre. La mano del Señor Dios mantie«ne aun al bárbaro enemigo á distancia de la ciudad, y aun«que las puntas de sus lanzas miran al pecho de sus mora«dores, ningun pecho de Bethulia ha sido herido por ellas.
«Si llegarán al fin á nosotros y traspasarán nuestros cos«tados y será vertida nuestra sangre, eso no puedo saberlo «yo, ni puedes tú saberlo, y sólo el Señor sabe cómo lo «tiene dispuesto.
«Ignoras tú si hay maldad del pueblo de Israel delante «de su Dios, y la buscas y no la encuentras.
«Piensa, te ruego, en lo que á mí me dices, y encontra«rás esa maldad delante del Señor en la desconfianza que «muestras de su bondad para con su pueblo.
«Bethulia está cercada.
«No entra un carnero por sus puertas, ni un saco de «trigo, ni el grande acueducto ni las fuentes dan agua á «sus habitantes.
«Del pan y del agua nos ha privado el enemigo que no «se atreve á atacarnos, y guarda que sucumbamos á la sed «y al hambre.
«Pero Bethulia no sucumbe, sufre el hambre y la sed y «ora al Señor.
«Lo que hacen todos sus habitantes, haria, si viviera «Manasés mi esposo.
«¿Puede su viuda, en cuyo corazon él vive, hacer cosa «diferente?
«No venga mala tentacion á inspirarme para que aban«done la ciudad.
«Por huir del peligro lo haria, y yo huiria, y el peli«gro me seguiria adonde fuere.
«Porque si Bethulia y sus moradores han de padecer, pa«decerán por la voluntad de Dios que así lo habrá dispuesto.
«Y alcanzando la voluntad del Señor á todas partes, á «todas partes me alcanzaria el castigo.
«Huir de él seria lo mismo que querer librarse de la luz «del sol cuando alumbra la tierra.
«Y aun el sol no penetra en las entrañas de la tierra.
«Mas hasta allí llegan la mirada y la mano del Señor.
«Orando y rogando aquí á su misericordia, por todos los «hijos de Bethulia, donde está el sepulcro de mi amado es«poso, y por todos los hijos de Israel, quedo yo, tu sierva, «en esta casa que es tuya.
«Con esta mi respuesta vuelve á tí el enviado que de tu «órden acaba de llegar.
«Ozías sabe lo que ordenaste que le dijera, y aquí queda «tambien orando al Señor, y esperando que se cumpla su «voluntad.
«Que estas letras de tu sierva te encuentren á tí, mi «Señor y rey, en la gracia de Dios.»
Mayor muestra no cabia de la fortaleza nacida de la fe, que la respuesta de Judith al rey.
Ozías á quien ya no debia sorprender, la leyó, sin embargo, asombrado de ver el valor en tan alto grado en un débil corazon de mujer.
—Bendita del Señor diez veces, exclamó Ozías, y bendita de este pueblo que con razon te mira como espejo de todas las virtudes.
Judith llamó al enviado del rey, y entregándole la respuesta le dijo:
—Vuelve adonde está tu camello, y parte á Jerusalen á dar este mi escrito al rey, en respuesta del que ha sido servido de dirigirme á mí su sierva.
—¿Tú quedas en Bethulia? preguntó el enviado.
—Ya no fuera mi escrito á Jerusalen si fuera allá mi ánima.
El enviado se postró en tierra inclinando reverentemente el rostro á los piés de la parienta del rey, y luego partió.
Ozías iba ya á abandonar la casa de Judith; pero le detuvo allí otra especie de motin del pueblo.
La gente agrupada delante de la puerta de la viuda de Manasés iba creciendo en número por instantes, y asimismo crecia su impaciencia por saber las noticias que habian venido de Jerusalen.
Al ver salir al enviado de quien no pudieron recibir la menor explicacion, aumentó más y más el afan del pueblo.
Sabian que Ozías estaba en la casa, y dando grandes gritos le llamaron para que se presentara, y dijera al pueblo lo que contestaba Jerusalen á la peticion de socorro de Bethulia.
Nuevamente se consternó el viejo sacerdote.
—¿Qué hacer ahora? profirió trémulo de angustia y conturbado. ¿Qué se dice al pueblo?
—La verdad.
— ¡La verdad!
—¿Quieres mentirle?
—La respuesta de Jerusalen abatirá su ánimo.
—Antes abatió el tuyo, y se ha levantado.
—¿Qué animo por abatido que estuviese no levantaria tu voz? ¿A qué corazon no infundiria el valor que alienta el tuyo? Yo sé lo que han hecho en mí tus palabras, y te ruego que, ya que estás en tu casa y á tu puerta grita el pueblo, salgas conmigo al terrado y conmigo le hables desde allí.
Accedió Judith, y ambos se presentaron al pueblo.
Ozías le habló con inseguro acento, diciéndole la verdad.
De la multitud se levantó un grito de furor contra Jerusalen.
—¡Esto mismo temia yo! profirió temblando Ozías.
Entónces tomó la palabra Judith.
Repitió lo que ya Ozías habia dicho, y en seguida condenó la indignacion que manifestaba el pueblo contra la capital.
—¿Por qué insultas á Jerusalen? Sólo porque no tiene para darte lo que tú pides. Si Jerusalen estuviera en tu caso y te pidiera á tí socorro, ¿acudirias á ella? No, porque no podrias dárselo. ¿Qué diria entónces Bethulia si Jerusalen la insultara, convirtiendo en delito su debilidad y su pobreza?
Estas razones fueron suficientes á esclarecer la ofuscada razon del pueblo, que segunda vez inclinó la frente á la inspirada palabra de Judith.
Esta le exhortó de nuevo á la oracion y á la confianza en Dios, y la muchedumbre se retiró silenciosamente de la calle.
Ozías salió ya de la casa.
Judith se metió en la habitacion que habia hecho construir en el terrado, y que ella ocupaba desde la muerte de su marido, entregada á la oracion y al sufrimiento, y apartada en aquel solitario recinto de toda la magnificencia que tenia en su casa en vida de su marido, cuya fortuna era grande y cuya clase pertenecia á la de príncipes coronados.
Cuando Judith quedó sola, se postró junto á la tarima que le servia de lecho y allí oró nuevamente al Señor.
Su oracion se dirigia ya en favor del pueblo amenazado, pidiendo fortaleza para que soportara las grandes privaciones en que el sitio le tenia, y valor para poder resistir el ataque del enemigo si este se dirigia resueltamente contra la ciudad.
En el momento de concluir Judith la plegaria, oyó el son de una trompeta que llamaba al pueblo á la sinagoga.