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Una deliciosa comedia de corte costumbrista del afamado escritor Antonio Altadill, en la que nos encontramos enredos amorosos, secretos de familia y tejemanejes casamenteros, contados con un tono desenfadado y jocoso en un retrato de la sociedad de su época. Conoceremos la historia de don Juan, un hombre de negocios de edad avanzada, y sus desventuras e innumerables intentos por casar bien a su hija Elvira, una chica aniñada y caprichosa a la que sin embargo don Juan adora.
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Seitenzahl: 392
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Antonio Altadill
Saga
La conciencia
Copyright © 1865, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726686203
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Con el título que yo he dado á mi novela tiene Alejandro Dumas un drama, que por cierto, y sea esto dicho de paso, no es la mejor de sus producciones.
Quien conozca la Conciencia del ilustre autor de Catalina Howard y lea mi modesto libro, comprenderá al momento que el parecido de ambas obras no está mas que en el título.
Distinta es en ellas la tendencia, distinto el asunto, distinta la manera de ver y sentir de los autores.
No significa esto que yo desdeñe escribir sobre un pensamiento ajeno, y ménos tratándose de autor tan ilustre. Creo, al contrario de lo que piensa acerca de esto mi amigo Enrique Escrich, que hay mas dificultad en escribir sobre un pensamiento y un asunto ajenos, ya formulados en una obra de distinto género, que en hacer un trabajo original; y cuando se trata, no de condensar sino de desleir el asunto y el pensamiento de otro, como sucede cuando se hace una novela de una comedia, la dificultad sube de punto y el autor lucha con obstáculos grandísimos que se ven ménos en su obra cuanto mas ha tenido que trabajar para vencerlos.
Yo de mí sé decir, que las dos únicas veces que he hecho novela del asunto de comedias ajenas he sentido á tal punto la dificultad de ese trabajo y tales esfuerzos me ha costado, sobre todo cuando escribí el Tanto por ciento, que juré no volver á comprometer mis fuerzas con tan pesada carga ni mi débil pluma en tan fuerte empeño.
No sé como perderá mas la literatura, si escribiendo yo mis pensamientos ó trabajando, sobre los buenos de otros autores: no me detengo á averiguarlo y opto desde luego por lo primero, ya que el público parece apreciarlo mas y á mí ha de costarme ménos.
A. Altadill.
_____________
AMOR DE PADRE.
La escena representa un aposento amueblado con gran lujo y gusto exquisito.
Es una sala de confianza perteneciente á la casa -palacio de un opulento banquero de Madrid.
Comunican á la sala dos puertas vidrieras.
Conduce la una á un departamento elegante adornado ricamente y con estudiada delicadeza.
Todo es en él esbelto y ligero; la sillería como los adornos de las paredes; las pinturas del techo que representan ninfas y cupidos jugueteando en el aire y escondiéndose entre nubes de rosa y nácar; los caprichosos canastillos de flores naturales que desde los ángulos esparcen su delicado aroma en toda la estancia; las columnitas de alabastro y oro que forman la entrada á una alcoba en cuyo centro pende un pabellon de precioso encaje, cubriendo un lecho blanco como el ampo de la nieve, templo sagrado de la inocencia, próximo quizás á convertirse en dulce nido del amor; todo, en una palabra, el conjunto y los detalles, tiene el carácter mismo: rico sin ser fastuoso, delicado sin ser sencillo.
Es la habitacion de una jóven, cándida como la flor de la azucena; de cabellos rubios como los rayos del sol de la mañana; de ojos azules y mas puros que el mismo cielo, de cintura flexible como el tallo del lirio; de sonrisa de ángel y de corazon tan puro como sus ojos y tan angelical como su sonrisa.
Se llama Elvira y tiene diez y seis años.
Las habitaciones á que la otra puerta conduce, tienen carácter totalmente distinto.
No son mas ricas, pero el fausto es mayor: el buen gusto queda vencido á cada paso por el deseo del lujo; y al entrar en ellas, la vista menos perspicaz y observadora nota desde luego que su dueño ha de encontrarse bien en medio de los objetos de valor de que suele rodearse cierta especie de riqueza sin mas fin que el de verse constantemente representada en ellos.
Ocupa esta parte de la casa, el padre de Elvira.
Conozcámosle.
Sale de su habitacion y va á sentarse junto á la chimenea del primer aposento que hemos mencionado.
Visto por fuera, es de figura agradable; tiene cincuenta y cinco años, y en su rostro de muy regulares facciones, lleno y de buen color, apenas si mirándole con mucha atencion se distingue una arruga: su frente es espaciosa, serena la mirada, sus labios sonrien con frecuencia, sus movimientos son desembarazados, su palabra, pocas veces precipitada, tiene un carácter de natural franqueza y todo su esterior, en fin, revela al hombre que goza de la plena paz del espíritu y de la perfecta salud del cuerpo.
Con las personas que le son superiores en posicion es modesto aunque no humilde; con sus iguales, lo que se llama un hombre corriente; con sus inferiores, benévolo siempre y con frecuencia expansivo.
Este es D. Juan de Salazar para todos los que le conocen superficialmente, y en este número se encuentran todas ó casi todas las personas que forman sus infinitas relaciones.
Pocos, muy pocos han penetrado en su interior al través de un exterior que satisface á primera vista y no deja nunca de ser agradable.
Nosotros hemos de ver en él algo mas.
Le contemplamos bien de cuerpo y de alma, es decir le vemos feliz.
Este es en realidad su estado normal.
Veamos el motivo de fenómeno tan raro aun en las personas que de mayores medios gozan, y mas motivo tienen de ser felices en este valle de lágrimas en donde cuando no las derraman los ojos las vierte lacerado el corazon.
El motivo es muy sencillo.
Don Juan es un hombre que vive para sí.
Nada de cuanto atañe á los demás le interesa á él.
Ni se alboroza ante una alegría ni se entristece ante una desgracia ajena.
No conoce absolutamente lo que se llama amar al prójimo.
Tampoco tiene odio á clase ni á persona alguna.
Tiene para sí un concepto particular del mundo y de lo que es la vida.
Cree que debe aprovechar todo lo que le sea agradable y prescindir de lo que pueda serle molesto.
El hombre, segun su opinion, no hace en el mundo nada mas que vivir, bien ó mal, es decir sufriendo ó gozando, segun las circunstancias que le rodean.
Debe evitar pasarlo mal y procurar estar lo mejor posible.
No tiene otro objeto.
Viene al mundo sin antecedentes y muere sin dejar consecuencias que á él pueden importarle.
En este concepto el hombre que se preocupa de algo que no sea en provecho propio, es un necio ó un mentecato.
Todas las palabras que representan sentimientos del corazon, son para él música pura que su memoria ha aprendido de oirla y talarean tambien sus labios cuando le toca tomar parte en el coro general.
No promueve jamás ningun pensamiento generoso y caritativo, pero no desdeña tomar parte en él cuando se le busca con este objeto.
Lo que le cuesta, paga bien, no la satisfaccion que reporta por la buena obra, que esto le es indiferente, sino el provecho que en otro sentido le redunda de la buena opinion de los demás.
Se rie de los honores y los desprecia interiormente; pero los desea porque son un medio de ganar consideracion y contribuir al bienestar.
En sus negocios es el mismo hombre.
Los calcula con calma, los hace sin precipitacion, siempre con prudencia, y si alguna vez le sale uno desgraciado, la pérdida no le inquieta y encuentra fácil consuelo en la ganancia de la generalidad de sus operaciones.
En este terreno carece completamente de toda idea digna.
Pero la forma suave de sus tratos y la manera hábil y al parecer sencilla de llevarlos á cabo, oculta la malignidad del fondo, y pasa por un comerciante leal y de buenas intenciones quien es un usurero sin alma y sin corazon.
La exactitud con que cumple sus obligaciones y compromisos le dan la fama de honrado y la consideracion que en el comercio goza siempre el hombre cuya palabra tiene garantía segura en sus capitales.
Tal es don Juan en su manera de pensar y de sentir.
Expresion del mas refinado egoismo, porque es el egoismo frio de la cabeza que no ha de luchar nunca con las pasiones del corazon, vive como hemos dicho, bien hallado con su suerte, satisfecho y contento de su fortuna; y, descansando en la seguridad que tiene de no perderla, goza de todos los bienes materiales que le ofrece, sin una idea que le turbe el sueño, sin un deseo que le mortifique y sin ilusiones ni duelos del corazon que no conoce mas duelos ni mas ilusiones que los que se refieren al bienestar del cuerpo.
Mirado por este prisma, seria don Juan peor que una fiera, si por una ley de la naturaleza que hasta la fiera comprende, no tuviera su corazon en un sentimiento, único y solo, pero sentimiento al fin y grande y extremado.
Este sentimiento es el amor de padre.
D. Juan adora en su hija.
Como no ama ni puede amar á nadie mas, Elvira ha atraido todo el amor de que puede ser capaz el corazon de un padre.
Como es este el solo afecto que abriga su pecho, tiene en sí toda la fuerza no debilitada por otros afectos, como la flor que nace sola y recibe todo el jugo de la planta que la sostiene.
Acababa de salir don Juan de su aposento, cuando salió Elvira del suyo.
Al verla los ojos de su padre brillaron de satisfaccion, su fisonomía se dilató y extendió los brazos para recibirla.
Elvira se arrojó en ellos con infantil alegría y presentó su hermosa y cándida frente en la cual imprimieron un beso de amor sublime los labios de aquel hombre que para nada ni para nadie del mundo tenian la mas leve expresion de ternura.
—¿Como estás, papá?
—Bien: ¿y tú, hija mia?
—¿Yo? muy descontenta contigo.
—¡Conmigo!
—Sí; y si no tengo motivo...
—¡Tú! explícate.
—¿Como no veniste anoche á despedirte antes de recogerte?
—¿Qué no fuí?
—No.
—Pues yo digo que sí.
Elvira miró á su padre con aire de incredulidad.
—Sino que tú dormias profundamente y no me sentiste, cuando yo te besé.
—¡Ah!
—Era muy tarde, porque estuve algo ocupado; pero fuí. ¿Te parece si podria yo conciliar el sueño sin darte antes un beso; si mis ojos podrian cerrarse tranquilos antes de ver ese rostro de ángel que es mi sola alegría? ¡Y tú has pensado que he podido una sola noche olvidarme de tí!.. ¡Ingrata!
Don Juan pronunció estas palabras con tal sentimiento, con un tono de tan tierna reconvencion, que Elvira tendiendo sus delicados brazos al cuello de su padre y besándole en la mejilla, profirió arrepentida:
—Perdóname, papá mio: ya veo que he sido injusta. ¿Pero por que no me despertabas?
—No lo quise. Me contenté, y fué mi delicia mayor, con mirarle dormida y verte tan hermosa como un ángel del cielo.
—Pues si lo hubieras hecho, me hubieras ahorrado el disgusto del despertar de hoy, y el sentimiento luego de haberme quejado sin razon.
—Vamos, ya te perdono por esta vez. Pero dime.
—¿Qué?
—Anoche observé una cosa que ya empieza á no estar bien en una niña como tú.
Elvira indicó con la vista que no comprendia lo que su padre queria decir.
—Ví que la señora muñeca dormia á tu lado.
—Es verdad.
—Y eso ya no es propio de tu edad, Elvira.
—¿Porqué? Es tan hermosa y tan grande, que no hay otra en todo Madrid.
—Ni la habia mejor en Paris cuando yo te la traje.
—Ya tú ves si he de tenerla cariño.
—Pero, hija mia, es necesario que tus afectos sean mas serios en adelante.
—Bueno.
—Tienes diez y seis años.
—Ya no juego con ella delante de nadie.
—Eso no basta, y sobre todo, piensa, Elvira, que tu estado de hoy va á sufrir un cambio muy pronto.
—Bien, entonces la dejaré; es decir no la dejaré, sino que la tendré guardada y la veré por esto todos los dias.
Don Juan se sonrió benévolamente y respondió con un beso á esta inocencia de Elvira.
—¿Sabes, le dijo luego, que tengo que darte una noticia?
—¿Buena?
—Tú dirás.
—Venga.
Don Juan sacó un pliego del bolsillo.
Era un despacho telegráfico.
—Toma y lee.
Elvira leyó:
« El dia veinte y cinco estarémos en esa.
« Cárlos saluda á su prometida.
Anselmo Santiago . »
—¿Qué me dices á esto?
—Que me alegro. El veinte y cinco es.....
—Pasado mañana. ¿Y estás tú contenta?
—¿Porqué no? respondió Elvira cándidamente.
—¿Esperas ese dia con gusto?
—Sí, dijo Elvira en el mismo tono.
—¿Es decir que amas á Cárlos?
—Ya lo creo que le amo, afirmó la niña con la misma hermosa candidez.
—Lo merece en verdad. Es un buen muchacho; no es feo.
—Dí que es guapo.
—Con efecto, mujer, profirió el padre sonriendo y encantado de la inocencia de su hija; es guapo.
—Mas que ningun otro de los que se ven en Madrid.
—A lo ménos no es un elegante frívolo y ridículo. Te quiere mucho.
—Eso sí se que es verdad: me quiere tanto, y me lo dice de una manera... Cuando se despidió el mes pasado, me dijo, recuerdo todas sus palabras: me marcho, Elvira, porque así lo reclaman los asuntos de mi casa; pero mi ausencia será temporal, y solo consiento en ella porque me anima la dulce esperanza de volver á verte pronto y no separarme de tí jamás: sin eso, Elvira querida, por todos los motivos del mundo no dejaria yo tu lado, ni podria resignarme un solo dia á vivir sin la hermosa luz de tus ojos, la dulce sonrisa de tus labios, y sin oir la dulcísima voz de tu amor, de tu amor de ángel. Esto me dijo, y cuando hablaba se le saltaban las lágrimas de los ojos.
—Y tú que le dijiste?
—Yo... nada...
—¿Nada?
—Queria decirle mucho, pero no supe decirle nada, ni hacer otra cosa que llorar con él.
A este recuerdo tiernísimo los ojos de Elvira se humedecieron.
Su padre acariciándola con aquella ternura tanto mas expresiva en cuanto solo en semejantes ocasiones y para su hija exclusivamente podia manifestarse, la consoló diciendo:
—Vamos, no llores, tontuela; al contrario has de estar alegre, porque vas á volverle á ver muy pronto y para no separarte ya de él jamás.
Don Juan pasó su pañuelo por los ojos de su hija y dándole cariñosamente con la mano en la mejilla, le dijo:
—Ea, ahora á disponer lo que falta arreglar para recibirles: es necesario que tú des tambien tus órdenes y que empieces á estar en lo que hacen los criados. Vas á ser una señora, con toda la autoridad de una ama de casa, y es preciso que te acostumbres.
—Ya lo he hecho estos dias.
—¿Lo has hecho?
—Sí; ayer entré en el gabinete que ha de ocupar Cárlos y mandé quitar aquellos muebles y á Tomás que pusiera otros.
—¡Hola!... No sabia...
—Fué anoche despues de comer. Tú estabas ya fuera; por esto no pude decírtelo.
—Pero lo mandaste.
—Sí.
—Está bien, dijo el padre sonriendo. Pero ¿qué tenian los muebles?
—Que son viejos.
—¡Si no tienen dos meses.!
—No importa, no son tan bonitos como los mios.
—Es verdad, pero son decentes, hija.
—A mí no me gustan.
—Sea como tú quieras. No se quejará Carlitos de falta de interés, ni de que no mires por él.
Y entonces asaltó á Don Juan una idea que no habia soñado jamás.
Sospechó que el amor de su marido podia arrebatarle el suyo en el corazon de su hija.
¡Qué efecto tan doloroso le hizo esta sospecha!
Su frente se nubló y en sus ojos apareció la sombra de una tristeza profunda.
Tan visible fué esto, que Elvira lo notó, y dijo:
—¿Qué tienes, papá?
—Nada, hija.
—¿He hecho mal en eso?
—No, hija de mi alma. Eres aquí la dueña absoluta de todo y cuanto hagas y dispongas tú me gusta y lo quiero yo.
—Entonces ¿porqué te has puesto así?...
—Dime, Elvira: ¿me quieres mucho?
—¡Si te quiero! Mas que á mi vida.
—¿Me querrás siempre del mismo modo?
—Siempre y del mismo modo: ¿cómo es posible que no te quiera siempre así?
—¿Nadie me arrebatará tu amor, Elvira?
—¿Quién, papá mio? exclamó Elvira abrazando á su padre: ¿á quién he de querer yo en el mundo como quiero á mi padre?
Don Juan besó dos veces á su hija.
—¿Porqué me dices eso, papá?
—Nada, hija mia; ha sido una pregunta que se me ha ocurrido hacerte, ganas no mas de oir lo que me decias y deseo de que me respondieras así.
—Pues ya lo sabes; ya sabes que te quiero, y te quiero mas que á todo el mundo y te querré siempre así, porque tú eres mi papá y yo no debo querer á nadie mas ni tanto como á tí, profirió Elvira.
—Sí, hija mia, sí; porque nadie en el mundo tampoco podria quererte ni te querrá jamás como yo te quiero: nadie ¿oyes, Elvira? nadie.
Y aquí el nombre de Cárlos asomó á los labios de D. Juan, pero se contuvo.
Elvira era tan inocente y tan cándida, que ni por asomo pensó ella en la sospecha que habia motivado las palabras de su padre.
Este comprendió que no tenia razon de abrigarla, y que entonces mas que nunca debia ocultar semejante idea al candor y á la inocencia de su hija.
LOS HUÉSPEDES.
Llegó el dia veinte y cinco.
Desde las primeras horas de la mañana reinaba desusado movimiento en la casa de don Juan.
Todos los criados se agitaban por todos lados.
Dando unos la última mano á los aposentos destinados á los huéspedes que se esperaban, y ocupados otros en cumplir las últimas órdenes de su amo acerca de otras particularidades referentes al asunto del dia.
Don Juan que era naturalmente amigo de las manifestaciones exteriores de su opulencia, lo era mas en esta ocasion que excitaba esta cualidad de su carácter interesando al propio tiempo el único sentimiento de su corazon.
Andaba constantemente de un lado á otro de la casa, dirigiéndolo todo y comunicando á sus criados el interés de que él estaba animado.
Elvira, como niña amante y apasionada, sentia toda la impresion del grande acontecimiento que esperaba, y desde muy temprano estaba ocupada con sus doncellas en su tocador y en ponerse el traje con que habia de presentarse á su prometido.
La alegría rebosaba en su semblante y en su corazon no cabia el gozo, que se manifestaba en todos sus movimientos y en las palabras que dirigia á sus doncellas con quienes, si estaba siempre benévola, porque era buena y generosa, estaba aquel dia mas amable que nunca, porque su espíritu tenia necesidad de hacer partícipes á los que la rodeaban de su propia alegría.
A las nueve llegaba el tren.
Media hora antes salió Don Juan con su carruaje para la estacion.
D. Anselmo Santiago y su hijo Cárlos, eran los dueños de una respetabilísima casa de Cádiz, sumamente acreditada en el comercio de Europa y América, y conocida por la razon social de Anselmo Santiago é Hijo, armadores de Cádiz.
Era Don Anselmo el tipo del hombre honrado y virtuoso.
Heredó de sus padres gran parte de la fortuna que poseia y habia él aumentado considerablemente á costa de su celo y su trabajo, sin que en ninguno de sus negocios hubiera puesto jamás ningun medio que reprobase la honradez mas ex quisita y no estuviera conforme con su conciencia en extremo escrupulosa.
El exterior de su persona correspondia perfectamente al fondo de su carácter.
No tenia á primera vista el atractivo y el don de gentes que poseia don Juan; pero al poco tiempo de tratarle, cualquiera se persuadia de su noble franqueza, de su finura natural y no estudiada, que estaba mas en la idea que en la forma que revestia, de su integridad y de la bondad misma de su carácter, fama que acompañaba á su nombre á todas partes y la pregonaban cuantos hablaban del rico naviero de Cádiz.
Era D. Anselmo, en una palabra, un hombre nacidocon el siglo, con todas las condiciones de formalidad y de carácter que resaltaban en aquellos hombres que hoy llamamos antiguos, y al propio tiempo con un corazon animado por el espíritu de progreso y el noble aliento que caracteriza la época moderna.
Cárlos era hijo digno de tal padre.
Las mismas cualidades constituian en el fondo la base de su carácter.
Habia una diferencia solamente entre ambos; pero diferencia no esencial sino accidental mas bien.
Consistia en la edad por un lado que permitia mas expansivas manifestaciones á los sentimientos del jóven, y por otra en la mayor instruccion que este habia recibido gozando de medios que no tuvieron los padres de D. Anselmo en su juventud.
Cárlos habia recorrido todas las capitales de Europa, visitado las principales ciudades de segundo órden, y conocia las Américas sobre todo la del Norte.
Tenia de las ciencias exactas físicas y naturales nociones generales, que si no eran suficientes á hacerle conocer bien ninguno de sus ramos, le bastaban para entender algo de todos, para facilitarle el estudio de lo que en un momento dado pudiera convenirle, y de grande ayuda en el sinnúmero de cuestiones con que tropieza el hombre de posicion en el vasto campo de la sociedad y entre las diversas personas con quien se roza.
Poseia bien el francés, el inglés y el italiano, entendia y se daba á entender medianamente en aleman y era un jóven de provecho en el cálculo mercantil.
Con estas condiciones, la hermosa edad de veinte y tres años, una figura arrogante y naturalmente simpática, que hacian mas agradable sus finas y desembarazadas maneras, y el baño de mundo que habia adquirido viajando y tratando con personas de varios paises y de todas clases, era Cárlos un jóven verdaderamente distinguido, cuyas prendas hacia resaltar mas todavia la bien sentada reputacion de su nombre y de su casa.
Tal era el digno prometido esposo de la bella y cándida Elvira.
Hacia años que los padres estaban en contínuas y grandes relaciones comerciales.
Cultivadas estas por mucho tiempo y aumentándose cada dia los motivos de mútua consideracion y aprecio en el terreno de los negocios, no tardó en establecerse entre ambos una simpatía particular que adquirió el carácter de amistad, antes de conocerse personalmente, y esta amistad se estrechó del todo el primer dia que se vieron, haciéndose íntima muy pronto.
Don Juan era rico como sabemos y tenia una hija, su única heredera, hermosa y de diez y seis años.
Don Anselmo tenia tambien una gran fortuna y un solo hijo de veinte y tres.
¿Tardarian mucho los padres en hablar de los hijos?
A la idea de la felicidad de estos se unió otra que no falta nunca y suele ser el motivo principal y á veces el único de semejantes alianzas entre personas de una clase y de tan parecidas condiciones: la idea de la grande importancia de las dos casas unidas.
El enlace se pactó, pues, entre los padres antes de conocerse ni aun sospecharse los hijos.
Apesar de esto, que suele ser con frecuencia orígen de disgustos y males sin cuento, porque raras veces el corazon de los jóvenes responde á las ideas de conveniencia de los viejos, Elvira y Cárlos simpatizaron el primer momento de verse y esta simpatía no tardó en convertirse en amor espontáneo y profundo.
Verdad es que no se necesitaba grande esfuerzo para inclinar á un jóven que no fuese ciego ó tonto hácia una belleza como la de Elvira, ni era difícil conseguir que una niña, vírgen de toda pasion y en la edad en que el corazon de la mujer se abre á los primeros impulsos del sentimiento como el tierno capullo á los primeros rayos del sol de la mañana, oyera complacida las palabras de un jóven de las prendas de Cárlos y experimentase por él un afecto que de antemano veia ella sancionado por los elojios y las atenciones de su padre al gallardo mancebo.
Los viajeros llegaron.
Don Juan les abrió los brazos y sucesivamente le estrecharon con efusion Don Anselmo y su hijo.
Inmediatamente subieron al coche y los criados de Don Juan se encargaron de los equipajes de los forasteros.
Elvira aguardaba el momento de la llegada con infantil impaciencia.
Tenia para ello tanta importancia por la novedad, como por el sentimiento del amor que profesaba á Cárlos.
Esperaba el instante de oir el carruaje en el patio para salir corriendo á la escalera.
Pero así que el ruido de las ruedas del coche, resonando en las baldosas, le indicó que habian llegado, no solo no salió sino que maquinalmente volvió á meterse en su habitacion ocom si tratara de huir y esconderse á las miradas de los recien llegados.
Así que bajaron del coche, Cárlos abrazó con una mirada todas las ventanas y balcones que daban al patio, y miró la puerta de la escalera por donde bajaban los criados que en la casa habian quedado.
Pero ni en uno ni en otro lado vió á Elvira.
—¿Y la señorita? preguntó su padre al primer criado que se le acercó.
—Arriba está.
—Anda pues, y dile que estamos aquí.
Elvira que se habia ido acercando hasta llegar al recibidor oyó las palabras que dijo su padre en voz alta y salió á la escalera.
Cárlos fué el primero en divisarla.
¡Qué hermosa la vió!
Su rostro cubierto por un tinte de rubor y animado por la impresion de un momento que no por ser esperado fué ménos grande para ella, tenia entonces toda la expresion sublime que puede ofrecer la belleza de una mujer en la edad del amor y de la inocencia.
Don Anselmo y su hijo se adelantaron á subir la escalera.
Aquel abrazó á la que habia de ser su hija, y Cárlos estrechó la mano de su prometida, cuyo temblor indicó al feliz amante toda la fortuna que alcanzaba en el pensamiento y en el corazon de su amada.
Despues de las preguntas y respuestas de costumbre en estos casos, Don Juan y su hija acompañaron á sus huéspedes á las habitaciones que les estaban destinadas y les dejaron instalados en ellas.
Despues de pasada una hora mandaron avisarles para el almuerzo.
Don Anselmo y su hijo salieron á la sala, donde les esperaban don Juan y Elvira.
Cárlos dió el brazo á su amada y se dirigieron al comedor.
Sus padres les siguieron contemplando con inefable alogría aquella feliz pareja que era su esperanza y en cuya felicidad estaba todo su anhelo.
—¿Qué le parece á V.? dijo Don Juan en voz baja al padre de Cárlos, señalando á los chicos.
—Me parece que no harán mala pareja.
—Ya lo creo.
—Y Elvirita está muy crecida.
—No será mala moza, dijo el padre satisfecho: á bien que Cárlos es un arrogante chico.
—¡Y como han congeniado!
—Mucho.
—Cárlos la quiere con locura.
—No le quiere ella ménos.
—Es un ángel.
—Eso sí: si viera V. el otro dia como me hablaba de él. Casi me dió celos á mí.
—Quiera Dios hacerles felices.
—Lo serán. ¿Qué les falta para serlo?
—Nada en verdad.
Mientras los padres se decian estas cosas y otras parecidas, Cárlosno perdia el tiempo.
—¿Has pensado mucho en mí, Elvira?
—Siempre.
—¿Me has amado mucho?
—Mas cada dia. ¿Y tú?
—Ni un instante te has separado de mi pensamiento que no ha cesado de representarse esta hora feliz. Jamás volveremos á separarnos, Elvira.
En la fisonomía de la niña se dibujó una sombra de tristeza.
Cárlos lo notó y le dijo.
—¿Qué tienes?
—Nada.
Y Elvira sonriendo á su amante y mirándole alegre con aquellos sus hermosos ojos de cielo, desvaneció la lijera sospecha que habia cruzado por la mente de Cárlos.
_____________
EL REGALO DE BODA.
Sentaronse á la mesa, ocupando Cárlos, como era natural, el lado de Elvira.
La conversacion giró al principio sobre asuntos de poco interés hasta que vino á parar al punto de verdadera importancia para todos.
—¿Y á tí te gusta mas Cádiz ó Madrid? preguntó D. Anselmo á Elvira.
En el rostro de la niña apareció otra vez la sombra de tristeza que antes habia notado Cárlos.
Su amante lo observó tambien entonces como lo habia notado antes.
D. Anselmo lo notó asimismo.
Elvira contestó:
—He estado tan poco tiempo en Cádiz que no sé si me gustaria mas que Madrid.
—¿Pero no estrañarás la ausencia de la corte, le preguntó D. Anselmo, acostumbrada á esta grandeza que no se encuentra en una capital de provincia?
—No por cierto: eso es lo que ménos puede importarme.
Y al pronunciar estas palabras Elvira dirigió á su padre una mirada llena de sentimiento.
Don Anselmo y su hijo leyeron al través de aquella mirada en el tiernísimo corazon de Elvira y se explicaron la causa del efecto que poco antes habian en ella notado.
—¿Es decir que te vendrás contenta con nosotros?
Elvira perman eció un instante en silencio.
Su cabeza no sabia que responder.
Su padre sufria atrozmente porque veia lo que pasaba en el interior de su hija, y en su pensamiento hacia cargos á D. Anselmo por la indiscrecion y poca oportunidad de sus preguntas.
—¿Qué me respondes? insistió el padre de Cárlos.
La contestacion de Elvira fueron dos gruesas lágrimas que rodaron por sus mejillas.
—¡Elvira! exclamó Cárlos.
—¡Hija mia! profirió su padre levantándose.
Elvira se arrojó llorando en los brazos de D. Juan.
Don Anselmo se apresuró á oponer el remedio al trastorno que habia provocado, diciendo:
—Vamos, yo tengo la culpa de todo eso; pero fué por hacer mas grande la sorpresa de la noticia que tenia que darte, Elvira. Tú sientes como buena hija que ama con todo su corazon á un padre que la adora á ella con toda el alma, separarte de su lado para seguir á tu marido; pues bien, Elvira, no tendrás necesidad de dejar al uno por el otro porque sabe que nuestra casa en adelante no estará en Cádiz sino en Madrid.
—¡Ah! exclamó Elvira.
Don Juan miró á Don Anselmo con sorpresa.
—Sí señor, dijo entonces Cárlos: vamos á establecernos en Madrid porque deseando yo que Elvira no echase nada de ménos en su nuevo estado de todo aquello á que está acostumbrada, le propuse á mi padre el cambio de nuestro domicilio, á lo que accedió no tanto por mí, cuanto porque adora en Elvira á la hija de su corazon.
Elvira pasando repentinamente del estado de una tristeza profunda al de la mas grande alegría volvió á Don Anselmo sus hermosos ojos iluminados por el gozo que inundaba su alma y exclamó:
—Ah, gracias, gracias.
—Sí, hija mia, la felicidad tuya me importa tanto como la de mi propio hijo, y mi corazon que parte hoy su afecto entre vosotros dos ha querido darte este placer, evitándote asi mismo la pena de verte un solo dia triste ni echando de ménos los objetos que te han rodeado toda tu vida.
Este incidente no sirvió mas que para aumentar la satisfaccion de todos en aquel dia feliz.
Concluido el almuerzo pasaron al salon de té.
Don Anselmo se separó por unos momentos de la familia y llamó á dos criados y entró á su habitacion.
Luego volvió á su lado y les invitó á pasar á su aposento.
Sobre dos mesas y colocados encima del sofá y de las sillas, se hallaban expuestos los regalos de boda que Cárlos habia traido para su prometida.
El tiempo que Don Anselmo se habia separado, lo empleó en sacarlos de los cofres y disponerlos de manera que presentaran todo el efecto de su verdadera riqueza á los ojos de Elvira.
En esta operacion, que á nadie absolutamente habria encomendado, gozó Don Anselmo lo que no es decible.
Al ver el rico presente Elvira experimentó la sensacion de alegría que era natural en ella.
Su padre sintió tambien una satisfaccion inmensa.
Cárlos gozaba con el gozo de su amada.
Pero el placer junto de todos estaba en Don Anselmo que lo habia preparado, que esperaba el efecto y en cuyo corazon convergia la alegría de todos los demás.
—A ver qué te parece el presente que te ha traido Cárlos, dijo á Elvira indicándole que se acercara á las mesas.
A los ojos de la niña se ofrecieron entonces magníficas telas producto de las mas adelantadas industrias del mundo, objetos de lujo para todos usos y sobre todo un riquísimo aderezo de limpios brillantes hecho expresamente por el joyero de mas fama de Paris.
Elvira recorria asombrada la variada coleccion, comprometido á cada paso su gusto que en cada objeto se detenia con igual complacencia, encontrándolos todos mejores, y manifestando su satisfaccion en estas frases que pronunciaba alternativamente:
—¡Es magnífico! ¡qué precioso! ¡elegante! ¡qué rico!
—Pero si esto no se concluye nunca, dijo don Juan manifestando su admiracion y su alegría: es regalo digno de una princesa.
—Que no vale lo que ella merece, profirió don Anselmo.
Elvira correspondió á esta frase con una sonrisa llena de cariño hácia el padre de Cárlos y bajando los ojos con modestia.
Don Juan se acercó á su hija y le dijo:
—¿Estás contenta?
—¿Cómo no, papá?
—Cárlos se ha portado contigo.
—Hago lo que debo, papá, y la mitad no mas de lo que mi cariño hubiera deseado hacer.
Y Cárlos diciendo esto cogió la blanca mano de Elvira acercándola á sus labios con amor y respeto á la vez.
Examinados todos los objetos, se fueron llevando á las habitaciones que ocupaba Elvira.
La inocente niña gozó aquí completamente del segundo período de su alegría.
Sola y á sus anchas contemplaba y volvia á examinar con ménos aturdimiento y mas gozo todo lo que constituia el suntuoso regalo, y su corazon de mujer experimentó entero el doble gozo de la vanidad satisfecha y del amor lisonjeado con muestras tan espléndidas y delicadas.
Los criados que ayudaron á don Anselmo participaron enseguida á sus compañeros la nueva del presente magnífico que se hacia á la señorita, y Elvira, cuando lo tuvo en su cuarto, no tardó en recibir una especie de diputacion que fué á suplicarle de parte de toda la servidumbre que la permitiera entrar á ver su regalo de boda.
Elvira accedió á la peticion que se ajustaba mucho á su carácter, siempre benévolo y sencillo, y á su deseo de aquel momento.
Su habitacion fué pues invadida por todos los de la casa empezando por el mayordomo, dependientes de escritorio, doncellas, y concluyendo por el último criado.
Don Juan tenia un gran dia; un dia de verdadera felicidad.
Poco acostumbrado á las sensaciones del corazon que por nada se interesaba, y ménos aun á los tiernos goces del alma, indiferente siempre á cuanto alegra ó entristece á los demás, sentia doblemente la satisfaccion de aquel dia y era el placer de su espíritu tanto mas grande en cuanto era mas nuevo y ménos sentido.
Otra causa además venia á completar la alegria del padre de Elvira.
Esperaba en breve el nombramiento de senador del reino y la gran cruz de Cárlos III.
Para lo primero tenia títulos suficientes en su inmensa fortuna.
Sus rentas le acreditaban como uno de los mas caracterizados representantes del elemento, capital y propiedad, y con arreglo á la ley y conforme á la índole y organizacion de nuestra sociedad, tenia derecho á ser contado en el número de los que formando una de las bases principales en que esta sociedad descansa, son y han de ser naturalmente los que entran á hacer las leyes por que ha de regirse.
La gran cruz de Cárlos III no la tenia ménos ganada.
Habian contribuido mas de una vez sus intereses á dar impulso á las grandes obras públicas que representan el progreso material del pais, y este, es decir el pais, no habia de ser tan mezquino y tan ingrato que considerase á don Juan suficientemente pagado con las pingües ganancias que habian reportado sus capitales empleados en este terreno.
Una y otra distincion hubieran sido poco ménos que indiferentes á don Juan, que si no las habria rechazado nunca, tampoco le hubieran engreido jamás, aceptándolas solo como un elemento mas para sus negocios y un medio de aumentar el bienestar material de la agradable vida que llevaba.
Pero en esta ocasion sentia Don Juan algo mas que esto.
Su vanidad se levantaba en su corazon por primera vez en su vida para lisonjearse con títulos que le elevaban sobre la esfera de la generalidad, y se sentia orgulloso con el brillo que adquiria su nombre.
Este sentimiento que tan contrario parece á su carácter era sin embargo natural en él por la causa que reconocia.
Don Juan no sentia esto por sí, lo sentia por su hija.
El anhelo de esos títulos, el placer de la esperanza de obtenerlos no estaban en su ambicion propia; estaban en su acendrado amor á Elvira.
Don Juan queria, deseaba en aquella ocasion cuanto pudiera aumentar su consideracion y su prestigio para que el brillo de la persona del padre reflejara en la persona de la hija.
Por esta razon aguardaba con impaciente anhelo las distinciones que se le habian ofrecido, y pensaba retardar el dia de la boda de Elvira para poder en aquel solemne acto presentarla como la hija, no de un hombre rico simplemente, sino de un personaje elevado.
Esta impaciencia pues, era la única ligerisima nube del cielo de su felicidad en aquel dia, y aun esta pequeña causa de malestar estaba suficientemente compensada con la seguridad que tenia de que la senaduría y la gran cruz eran cosa resuelta que habia de decretarse de un momento á otro.
Don Juan gozaba por entonces él solo de esta felicidad.
A nadie ni á su hija habia dicho las noticias particulares que por el propio ministro de Estado que era su amigo, tenia de todo esto.
Queria que la noticia fuese acompañada del nombramiento y de esta suerte seria completo el efecto, mayor la sorpresa en los demás y mas grande su propia satisfaccion y alegría.
En aquellos momentos su cabeza no estaba para nada de cuanto constituia sus ocupaciones ordinarias.
Dominada por un sentimiento del corazon, obedecia á sus impulsos, y cuando no estaba hablando con su hija ó con los huéspedes que tenia en casa, del asunto que era todo su pensamiento aquellos dias, preferia estar solo haciendo mil proyectos lisonjeros, á ocuparse de otros negocios que turbaran sus hermosas ilusiones.
Entraba al despacho las horas absolutamente precisas, se enteraba rápidamente de lo que ocurria de nuevo, daba las disposiciones necesarias y volvia á entregarse á las ideas del porvenir y de la felicidad de su hija.
Tal era el estado de ánimo de Don Juan de Salazar durante los primeros dias que precedieron á la boda de Elvira.
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DOS SORPRESAS CONTRARIAS.
Elvira y su padre estaban en dulce y confiada plática sentados junto á la chimenea dos dias despues de la llegada de Cárlos y de Don Anselmo á Madrid.
Carlos llegó á interrumpirles.
Venia de fuera de casa, y llevaba en la mano un album para retratos.
—Toma, dijo presentándoselo á Elvira.
—¿Qué es esto?
—¿No decias ayer que tenias una porcion de tarjetas sueltas y necesitabas album para ponerlas?
—Ah, gracias, dijo Elvira sonriéndose con alegría ¡Es precioso! voy á ponerlas enseguida.
Y levantándose con infantil alegría corrió á su habitacion y sacó algunos retratos que Cárlos le ayudó á colocar en el album.
En la primera hoja iba á poner Elvira el de su amante.
Cárlos le observó:
—Ese sitio no me corresponde á mí.
—Pues...
—Aquí debe ponerse el retrato de papá.
—Del tuyo si acaso, dijo Elvira, porque lo que es el mio será tarde cuando se digne dármelo.
Don Juan contestó sonriendo:
—No he tenido un rato todavía para eso, pero yo te lo prometo.
—Si... ¿cuando?
—Dentro de pocos dias.
—Eso no es decir ni prometer nada.
—Pero, muchacha.....
—Si no fijas el dia, no te creo y no lo espero.
—Te ofrezco que será muy pronto, dijo don Juan.
—Pero una cosa tan sencilla, ¿no es terquedad el no querer decir será mañana ó pasado ó el otro? aunque sea dentro de quince dias, de un mes, fija el plazo, que asi á lo ménos tendré derecho de reconvenirte por la falta de exactitud en tu palabra.
Ya se guardaria Don Juan de fijar el dia.
¿Qué mas hubiera querido él?
Hasta para hacerse un simple retrato de tarjeta tenia él formado su proyecto particular conforme al pensamiento general que á la sazon le ocupaba.
Queria para decirlo de una vez, que su retrato ostentara la banda de Cárlos III.
Y sin poder decir él tal dia saldrá el decreto ¿cómo habia de prometer tal dia iré á retratarme?
En aquel momento un criado de la casa pidió permiso desde la puerta para entrar.
Llevaba en la mano un pequeño azafate de plata con una carta.
El criado dijo al presentarlo á su amo.
—Un portero del ministerio acaba de traer este billete.
El corazon de don Juan dió un fuerte latido, su cuerpo se estremeció y su mano llegó convulsa á tomar la carta.
Este efecto repentino y visible no pasó desapercibido á Cárlos ni á Elvira.
Don Juan rompió el carpete y se puso á leer con grande avidéz.
Sus ojos devoraban los renglones.
El ministro le hablaba de un asunto particular, y le decia solamente respecto á lo que á él tanto le interesaba:
« En el despacho de mañana con S. M. se firmará el decreto de la gran cruz; el otro, estendido como V. sabe en la Presidencia del Consejo, no tardará en ser rubricado por la Real mano, aunque no puedo decir á V. que dia.»
Mientras leia esto, los ojos de don Juan brillaban como iluminados por una luz fosforica; su respiracion estaba contenida y sus facciones se contraian y se dilataban rápidamente.
Cárlos que contemplaba este efecto hubiera deseado conocer la causa, aunque como era natural se guardaba de hacer la menor pregunta.
A Elvira le pasaba lo mismo.
Cuando hubo llegado á la última palabra del importantísimo párrafo, don Juan respiró con satisfaccion, su fisonomía perdió aquella expresion nerviosa, adquiriendo su habitual aspecto, y contestó á las últimas palabras de su hija con voz reposada y de visible satisfaccion.
—Te prometo mi retrato para pasado mañana.
Elvira exclamó entonces:
—En fin, gracias á Dios.
Y despues de pronunciar estas palabras, soltó una tan ligera como inocente y espontánea carcajada.
—¿Qué es eso? preguntó don Juan.
—¿De que te ries? añadió Cárlos.
—De nada, dijo Elvira sin poder contener la risa que no cesaba de retozar en sus labios.
—No, eso no es verdad, dijo don Juan.
—Papá…..
—Tú te ries de algo.
—No, dijo Elvira empeñándose en vano en contener la risa.
—Vamos, dilo.
—Si es una tontería.
—No importa, dilo.
—Es que se me ha ocurrido.... una necedad.
—Pero ¿acabarás? dijo Cárlos.
Elvira que no sabia mentir y que no veia tampoco el sentido que acaso para su padre podian tener sus palabras, dijo con la mayor sencillez:
—¿No es del ministerio ese billete?
—Sí.
—Pues no parece sino que has necesitado permiso del ministro para retratarte.
A otra persona que á don Juan seguramente le hubieran hecho malísimo efecto estas frases que envolvian un epígrama tan fino como punzante, aunque no estuviera en la mente de quien las habia pronunciado.
Pero don Juan no tenia blanco para tan finos dardos, y léjos de sentirse herido se sintió satisfecho y se rió de la ocurrencia de su hija.
Conocemos demasiado el anhelo que don Juan tenia por ver realizadas las promesas del ministro para detenernos á pintar su satisfaccion por la noticia que acababa de recibir.
Fué su alegria inmensa, tanto que en la imposibilidad de gozar de ella delante de testigos á quienes por entonces no queria darles cuenta, se disponia á dejar á Cárlos y á Elvira con el solo objeto de entregarse solo al dulce placer de esperanza tan bella y tan próxima á realizarse.
Pero le detuvo en aquel sitio otra persona que se presentó con otro pliego.
Era un dependiente del escritorio.
El pliego era un despacho telegráfico.
Don Juan lo abrió.
El dependiente aguardaba en pié la órden que acaso en virtud del parte tuviera su principal que comunicarle.
La lectura del parte hizo en don Juan tal efecto de sorpresa y de terror á la vez, que nos fuera imposible describirlo exsactamente.
Conocemos su alegría de hace pocos momentos; pues bien, consideremos que esa alegría huye rápidamente del corazon por el sentimiento que le es mas contrario, y supongamos este sentimiento en su último grado y tendremos una idea aproximada de lo que experimentó don Juan en aquel entonces.
Suspendióse de pronto su aliento, su pupila se contrajo con un movimiento rápido como si una chispa de fuego hubiera herido sus ojos, su frente se nubló, temblaron sus manos y echó la cabeza atrás como si del pliego que acababa de abrir hubiera salido una bocanada de humo pestilente.
Pero todo esto fué tan rápido, efecto tan de momento, que si en aquel instante preciso no hubieran estado mirándole Elvira y Carlos, medio segundo despues no hubieran visto ya en el rostro de don Juan mas que la expresion tranquila de la serena calma que le era habitual.
Efectivamente, despues de enterado del despacho que abrazó de la primera ojeada, don Juan recobró toda la serenidad y hasta se dibujó en sus labios una lijera sonrisa de desden como si él mismo se burlara de la sensacion violenta que acababa de experimentar.
¿Pero qué contenia aquel despacho para producir semejante extraño efecto en un hombre cuyo corazon parecia carecer de fibras sensibles segun lo manifestaba su impasibilidad constante que nada hasta entonces habia logrado alterar?
Aquel hombre en cuyo pecho no vemos otro sentimiento que el amor á su hija; aquel carácter incapaz de interesarse por nada ni por nadie ¿qué podia haber visto en el misterioso despacho que á tal punto habia trastornado su ánimo?