La casta Susana - Antonio Altadill - E-Book

La casta Susana E-Book

Antonio Altadill

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Beschreibung

Con su habitual estilo certero y su prosa elegante, Antonio Altadill nos presenta, bajo su habitual pseudónimo de Antonio de Padua, una recreación en forma de novela de la historia bíblica de la casta Susana, una mujer de Babilonia que aloja en su casa a varios hombres y a la que acusan de adulterio. Se celebrará un juicio en su contra donde se decidirá si debe morir apedreada.

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Seitenzahl: 525

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Antonio Altadill

La casta Susana

BIBLIOTEGA ILUSTRADA DE ESPASA HERMANOS, EDITORES. SECCION MORAL-RECREATIVA.

REVISADA POR EL DOCTOR D. RAMON BULDÉ

Saga

La casta Susana

 

Copyright © 1869, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726686210

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PARTE PRIMERA.

CAPÍTULO PRIMERO.

ELCIAS.

El Mesías anunciado por los Profetas, que vino á redimir al hombre de su primer pecado, no habia nacido aun de la purísima y humilde Virgen que el Padre escojió para que se encarnara en sus entrañas el Divino Verbo; el pueblo de Abraham, de Moisés y de Salomon no habia sido aun maldito por la negra ingratitud y el horrendo crímen que más tarde cometiera; su tierra, la escojida de Dios, era todavía la tierra prometida á los Patriarcas, surcada por arroyos de leche y miel, segun expresion de la Escritura para dar idea de su riqueza, y en la que no faltaba la lluvia del cielo en primavera y en otoño ó por la mañana y por la tarde, como dice la misma Escritura considerando el año como un dia de la vida del cual es tarde el otoño y mañana la primavera.

Y era la parte mas favorecida de esa tierra aquella que ocupaba la tribu de Judá de la cual habian dicho las profecías que naceria el Cristo.

¡Quién reconociera en el triste desierto que hoy ofrece la Palestina á los ojos del viajero, aquella tierra que ostentó un dia todos los dones de la naturaleza, que con mano pródiga derramaba sus mas esquisitos frutos en sus campos vestidos siempre del color de la esperanza!

Comprendido en el terrible anatema que pesa aun sobre los dispersos miembros de su pueblo, es hoy verdadera imágen de su ingratitud; y ni hay flores en los que fueron sus jardines, ni sonrisas en sus alboradas, ni armonía en el canto de sus aves, como no hay ilusiones bellas, ni dulces placeres, ni puras emociones en el corazon del ingrato.

Maltratada, desde el punto en que fué maldita de Dios, por los pueblos mismos que fueron sus émulos ó sus amigos, y azolada más tarde por contínuas guerras desde la época de las Cruzadas hasta que cayó en poder de los turcos, está casi deshabitada la region que tuvo millones de habitantes; miserables chozas y tristes ruinas han sustituido á sus grandes alquerías y opulentas ciudades; la áspera maleza ha reemplazado los viñedos de sus collados; los arroyos que fertilizaban sus llanos, discurrense lentos entre la inútil yerba que ocupa el lugar de la dorada espiga; las fieras recorren los lugares donde pastaban numerosos ganados; graznan las aves de rapiña en la enramada donde trinaba el ruiseñor; los laboriosos cultivadores de aquellos campos han desaparecido para no volver jamás á ellos, y en su lugar encuentran solo el viajero y el peregrino partidas de salteadores árabes ó beduinos entregados al robo y al pillage.

Apartemos la vista del doloroso cuadro que hoy presenta el suelo del pueblo deicida, y, remontándonos á tiempos anteriores á su delito, volvamos los ojos á contemplar la tierra privilegiada y escojida de Dios.

El sol camina lentamente á su ocaso.

La frondosa campiña de Jerusalen sonrie á las suaves auroras de la primavera que, asomando á la espalda del invierno que se alejó, va tapizando la llanura y vistiendo los árboles del hermoso verde-claro de la esmeralda.

El cielo está limpio y sereno; una brisa suave derrama en el espacio el aroma que roba de las flores y de las yerbas olorosas; los rayos de la luz vespertina reflejan como en multitud de limpios diamantes en las cristalinas gotas que reciente lluvia ha dejado en las hojas de los árboles, de las plantas y de las flores; la golondrina revolotea en la márgen del arroyo de donde saca el barro para fabricar su nido; el ruiseñor despide al astro-rey cantando melancólicamente en la arboleda sombría; los ancianos y los niños van acercándose al hogar en donde las madres y las esposas disponen la cena, esto es, la comida fuerte del dia, que á la puesta del sol debe estar preparada para sus padres, sus hijos y sus esposos.

A dos tiros de ballesta de la ciudad hay un hermoso huerto llamado el huerto de Elcias, cuyo esmerado cultivo indica la constante solicitud de su dueño por conservar y hacer producir aquella porcion de tierra que tocó á sus antepasados en el reparto de Josué y que ha ido pasando de generacion en generacion, sin salir nunca del dominio de la rama legítimamente posesora.

Notamos esta circunstancia porque no será indiferente para dar á conocer el carácter del primer personaje que asoma á la escena de nuestro drama.

Cuando el pueblo de Israel fué llevado por Moisés hasta la línea de la tierra de Canaan de la cual, muerto el gran legislador, toma posesion acaudillado por Josué, repartióse equitativamente la Tierra Prometida entre todas las tribus, distribuyéndose con igual equidad la parte que tocó á cada tribu entre las familias que la componian.

La Ley del Jubileo habia sabiamente prevenido la acumulacion de riqueza de territorio en una familia á costa de bienes de otra; no queria la ley que el reparto equitativo de las tierras fuera vano en el transcurso del tiempo quedando pobres unas y ricas otras las familias que habian hecho iguales su fortuna; y para evitar esto, mandaba revocar todas las enagenaciones cada cincuenta años, volviendo así las tierras enagenadas á poder de la familia primitivamente posesora de las mismas.

Diciendo esto la Ley, aunque no era delito que se castigara el comprar ó vender tierras, se miraba esta accion como indigna por ser contraria á la moral de la Ley.

En esta falta no cayó nunca ninguno de los antecesores de Elcias, y antes hubiera él muerto que ser el primero en incurrir en ella.

Pertenecia á la tribu de Judá.

Siguiendo el arado que arrastra una yunta de bien mantenidos bueyes y que dirige uno de sus siervos, se halla Elcias en su huerto contemplando como se abre en la tierra el surco que ha de recibir la próvida semilla, mientras otros de su servidumbre se ocupan en sembrar los trozos ya labrados, en aporcar los árboles, en podar las viñas, ó en apacentar los ganados en la cercana colina.

Elcias se para un momento, dirijo la vista al sol, extiende la mano delante de sus ojos poniendo los dedos entre el disco luminoso y la línea del horizonte para calcular por el espacio que le falta recorrer, el tiempo que tardará el sol en ocultarse, y dice á su siervo:

—Hoy es el último dia que empuñes tú mi arado, mañana volveré yo á cojerlo.

—Grande merced me has hecho entregándomelo á mí y no á otro durante estos siete dias, profirió el siervo.

—Cuando el sol se ponga, prosiguió el dueño, dejaréis el trabajo, recojeréis los aperos, llevaréis los animales de fatiga á sus pesebres y los ganados al redil, y acudiréis vosotros á casa donde yo os aguardaré para la cena.

—Así se hará como lo dispones, dijo el siervo.

Elcias se separó de él tomando el camino de la casa.

Su paso era grave, y la gravedad de su andar guardaba perfecta armonía con el tono de su palabra y la expresion de su rostro.

Era de elevada estatura, enjuto de carnes, de buenas facciones y de edad de sesenta años.

Su cabeza, empero, no ostentaba una cana ni la menor arruga surcaba su frente espaciosa y siempre serena.

Elcias no era, pues, viejo.

La verdadera edad no debe contarse por los años, sino más bien por el desgaste, digámoslo así, de la máquina del cuerpo.

Hombres hay en todos tiempos que son jóvenes á los sesenta años, y jóvenes que son viejos á los treinta.

De estos últimos presentaba pocos ejemplos el pueblo de Israel; en cambio los ofrecia abundantes de los primeros.

Consistia esto en sus costumbres.

Un pueblo exclusivamente agrícola, que vivia la vida del campo, de costumbres sencillas, y verdaderamente patriarcales, que no usaba alimento alguno mal sano, ni sufria privaciones, ni conocia enfermedades provenientes de la excesiva fatiga del cuerpo ni del malestar del espíritu, debia necesariamente gozar del beneficio de la longevidad, como resultado natural de la arreglada vida que tenia y del bienestar moral y material que disfrutaba.

Estas condiciones de vida que eran en general comunes á todos los israelitas, sobresalian más en Elcias que era modelo de sencillez, de templanza y de bondad.

Apesar de la tranquilidad hija de estas virtudes de su alma que mantenian siempre su rostro apacible y sereno como el cielo sin nubes, empañaba aquel dia el brillo de su mirada y oscurecía su frente la sombra de un pesar profundo del corazon.

Caminaba, como hemos dicho, con lento paso á su casa, llevando la cabeza baja y los ojos mirando al suelo.

Conocidas las costumbres de los judíos, una circunstancia que á primera vista se nota en su persona nos dará á conocer que género de sentimiento le aflige.

Lleva la cabeza descubierta y cortados el pelo y la barba.

Esta señal era de luto entre los judíos.

Además, hacia siete dias que no empuñaba el arado.

En los períodos de luto que en general duraban ese tiempo, los judíos no se ocupaban más que en su dolor, ni hacian otra cosa que llorar y lamentarse: luto que si era ligero por la duracion, no así por el sufrimiento y la pena á que se entregaban sin medida.

Elcias sufre, pues, por la pérdida de una persona allegada.

El vivo dolor que se pinta en su semblante indica la profunda herida de su corazon.

Sus ojos ya no brotan lágrimas; giran á veces en torno como buscando un objeto perdido, y en su mirada se refleja la tristeza de la soledad como pudiera sentirla el peregrino que de repente se hallare solo, perdido el compañero, en medio del desierto.

En verdad que á esta especie de dolor se parece el que sufre Elcias.

Hace siete dias que ha perdido la mitad de su alma al perder á la tierna amiga, á la dulce compañera de su vida.

La parte posterior de su casa tiene un jardin plantado de hermosas flores.

El agua limpia y cristalina de una cascada natural aumenta el dulce encanto de aquel sitio mezclando su murmullo con el trino del ruiseñor que gorgea en la vecina enramada.

A corta distancia de la cascada se observa en la roca viva y á la altura de una vara del suelo, una hendidura cuadrada que á primera vista indica haber sido hecha por la mano del hombre: la piedra que encierra el cuadrado es, además, distinta de la de la roca: es una losa que se ha puesto para cubrir un hueco abierto en la peña, y el hueco es un sepulcro.

Elcias entra en el jardin, se dirige al sepulcro, hinca una rodilla en tierra y murmura una oracion.

Luego se levanta y sus ojos se fijan en una preciosa flor que acaba de romper el capullo abriéndose en cinco hojas blancas y puras como la piel del armiño.

La flor es una azucena.

Elcias la contempla un momento; mientras mira la flor se desliza en sus labios una triste sonrisa; luego se separa de aquel sitio y va á ponerse como en acecho detrás de un alto y frondoso soral cercano.

Pocos momentos despues sale de la casa al jardin una mujer, mejor dicho, un ángel bajo la figura de una niña que no cuenta quince primaveras.

Viste por todo traje una túnica de lino blanco como el ampo de la nieve, aunque no tanto como sus desnudos brazos y su hermoso cuello en los cuales no brilla el menor adorno; su cuerpo es esbelto y flexible como el talle del lirio; sus ojos, de purísimo azul celeste, tienen la dulce melancolía del caer de una serena tarde de otoño; sus cabellos son finas hebras de oro que realzan la pureza de su frente nítida como la flor del jazmin; su ligera planta apenas toca el suelo y más bien que figura que camina parece la niña sombra vaporosa que lleva el soplo del aura por entre las flores del jardin.

Difícil sino imposible, seria representar la imágen de la inocencia mejor que se vé en la bella y cándida niña que sale de la casa, para ir á postrarse ante el sepulcro de la roca de la cascada.

Es hija única de Elcias y se llama Susana.

Su padre fija en ella su amorosa mirada, y sus ojos que ha secado el llanto copioso de un dolor acerbo del corazon vuelven á humedecerse con nuevo jugo que brota de la ternura del alma.

Postrada está la niña al pié de la losa; asoman á sus ojos dos gruesas lágrimas que como líquidas perlas se detienen en sus largos párpados, sus labios se entreabren como la purpurina flor del granado, y con acento tristemente dolorido profieren esta plegaria:

—«Levanta la cabeza, madre mia, del duro lecho en «que descansa, y vuelve á mí tu rostro para contemplar «mi dolor y mi amargura.

«Siete veces ha nacido el sol desde que se apagó la es«trella de tu vida, y ni una vez ha disipado las sombras «de la triste noche que envuelven mi corazon.

«Porque tú eras el sol de mi alegría, y sin la luz de tu «mirada es toda negra noche y triste soledad alrededor mio.

«Siete dias hace que te lloran tu esposo y tu hija y tus «parientes y siervos.

«Siete dias durará el luto de tu muerte; pero siete años «cubrirá mi pecho desolado.

«Porque en ese tiempo no se borrará tu recuerdo de mi «memoria, y el recuerdo de la memoria tendrá siempre tris«te y enlutado el corazon.

«Y á la manera que mi corazon estará triste se senti«rán débiles mis piés sobre la tierra que pisen.

«Porque mi cuerpo es débil planta que sustentaban dos «raices y de esas dos raices le queda solo una para soste«nerse.

«La otra le ha sido cortada, y la débil planta será «arrancada del suelo al menor soplo de viento.

«Tú eres, madre mia, la raiz que me falta.

«No puedo sostenerme en la tíerra; pero sostenme, te «ruego, desde el seno de Abraham.

«Yo repetiré dia y noche lo que tú me mandaste que «recordara siempre, y que no olvidara nunca.

«Yo amaré á mi padre, y respetaré, como tú á él, al «esposo que me diere.

«Y enseñaré á mis hijos lo que tú me enseñaste.

«Yo haré todo esto madre mia, acá en la tierra; alién«tame, te ruego, desde el Limbo, para que alcance á cum«plir aquí con tus preceptos, y tú puedas abrazarme como «me has prometido, cuando vaya á buscarte á la morada «en donde habita tu alma.»

Concluida la plegaria, Susana se levantó del suelo.

Tendió una mirada en derredor y sus ojos se fijaron en la preciosa flor que momentos antes habia contemplado su padre.

La niña llevó la mano á la hermosa azucena, la arrancó de su tallo, y seguidamente se acercó al sepulcro; quitó de la hendidura de la losa la flor ya mustia que habia puesto el dia anterior y la sustituyó con la que acababa de cojer.

Elcias volvió á sonreir como habia sonreido poco antes al contemplar la flor.

Ya sabia que su hija cojeria la más bella para ponerla en el sepulcro de su madre.

Elcias fué á ponerse al lado de su hija.

—Padre y señor, profirió Susana al verle, inclinando la cabeza con respeto.

Elcias la besó en la frente y tomándola de la mano volvió á arrodillarse con ella ante el sepulcro.

Elcias dijo fijando la vista en la losa:

—Hoy concluye el luto exterior que á tu memoria tributamos, fiel esposa mia y tierna y dulce madre de mi hija; pero no así concluye el dolor de tu muerte que no se quitará de nuestro corazon como no se borrará tu recuerdo de nuestra memoria. Descansa, alma pura, en el seno de nuestro padre Abraham, mientras nosotros quedamos orando y rogando al Señor Dios para que nos admita contigo y á su presencia el dia de nuestra redencion.

Despues de pronunciadas estas palabras, Elcias se levantó, volvió á besar á Susana en la frente y con tono ménos triste le dijo:

—Puedes volver á regar estas flores privadas estos dias de tu cuidado, y así que el sol se ponga irás á casa á ocupar el lugar de tu madre en la mesa y á mi lado.

Elcias abandonó el jardin donde quedó Susana recorriendo las flores como delicada mariposa.

El jardin estaba separado del huerto por un cerco bajo de matorrales que podia salvarse sin el menor esfuerzo.

A poco rato de quedar sola Susana, aparecieron dos hombres en opuestos lados del jardin.

Era el uno de arrogante figura, jóven de veinte y cinco años, de mirada viva y resuelta y de rostro hermoso.

Vestia una túnica de lana de color de púrpura adornada con aureas bordadas y sujeta á la cintura por un ceñidor morado en el que brillaba una hebilla de oro.

Cubria sus hombros un manto blanco tambien de lana con ribetes de color de la túnica, y su cabeza una especie de tiara como la que usaban los antiguos persas.

El otro era más jóven aun, pues solo contaba veinte años.

Su semblante respiraba bondad, modestia y sencillez suma.

Su vestido guardaba armonía con la expresion de su rostro.

Llevaba túnica blanca, con una franja de púrpura, sin capa en los hombros y cubria su cabeza tambien con una tiara pero menos rica y vistosa que la del primero.

Aquel se llamaba Ismael y era primo del rey de Jerusalen.

Este tenia por nombre Joaquin. Su familia no era régia pero si muy acomodada, porque mantenia en su tierra gran número de ganados en lo que consistia principalmente la desigualdad de fortunas entre los israelitas, los cuales como hemos visto la tenian muy equilibrada con respecto á los terrenos que poseian.

Ambos á la vez tendieron la vista al jardin buscando á Susana.

Ismael estuvo contemplándola un momento con ojos ávidos que respiraban el fuego de la pasion que encendia su pecho.

Joaquin la miraba encantado como se mira una hermosa flor á la tibia luz de los postreros rayos del sol.

Ismael no reparó en el hombre que se hallaba al otro lado del jardin.

En cambio Joaquin descubrió muy pronto al primo del rey.

Al verle, el semblante del modesto jóven perdió el color retratándose un súbito temor del alma.

Ismael salvó la cerca y se dirigió hácia Susana.

Un temblor general recorrió todo el cuerpo de Joaquin.

Ismael llegó á la hija de Elcias y le dijo:

—Bendito el Señor Dios que ha formado tan bella criatura, para que los ojos admiren, contemplándola, su poder y su grandeza.

Susana, al escuchar las lisonjeras frases del judío, bajó los ojos al suelo.

Una espesa nube cubrió en aquel momento la frente de Joaquin.

Ismael prosiguió:

—¿Qué haces aquí á esta hora?

—Riego estas flores que han estado abandonadas durante siete dias.

—Tú eres sin duda la mas bella entre todas, y en verdad te digo que no se hallaria otra que te igualara en hermosura.

Susana volvió á bajar los ojos al suelo sin responder á estas palabras de Ismael.

—Hace ya mucho tiempo, prosiguió este, que tu hermosura me cautiva, y hoy es el dia que á tí te lo digo para luego decirlo á tu padre, al que le pediré que me dé á su hija por mujer.

Un vivo color escarlata cubrió las mejillas de Susana.

Era la vez primera que oia semejantes palabras de boca de un hombre, y el rubor fué tan grande en ella que la privó hasta de la palabra para responder, cuando Ismael le dijo:

—¿Nada dices á mis expresiones?

Joaquin, entanto, inmóvil en su sitio como si tuviera clavados los piés en el suelo, tenia fijos los ojos en Ismael y en Susana, traduciendo por la actitud de ambos el objeto de su conversacion.

El rostro y el ademan del primo del rey revelaban bien claramente sus palabras; y aunque el semblante lleno de confuso rubor y el silencio de Susana denotaban el contrario efecto que hacian en ella las frases del enamorado judío, no por esto sufria menos el espíritu de Joaquin que contemplaba á su amada requerida de amores por otro hombre.

Porque Joaquin amaba á Susana.

Pero de su amor al amor que por ella sentia Ismael habia notable diferencia.

El sencillo y modesto jóven la amaba con un afecto tan inocente, tan cándido y tan puro, como era puro y cándido é inocente el objeto de su amor.

La amaba como aman las flores al sonreir de la serena mañana de primavera; como el sencillo pastor la encantada soledad del valle, como la sensible tórtola la rama del lloron sauce en donde exhala el arrullo amante ó quejumbroso que expresa la dicha de sus amores, ó el dolor de su viudez.

Joaquin, en una palabra, no amaba en Susana á la mujer hermosa; amaba en ella la imágen de la inocencia de que era perfecta representacion la hija de Elcias.

Por el sentimiento que experimentaba Joaquin hácia Susana, podríamos formar cabal concepto de las cualidades de su alma y de la índole de afectos que podian andar en su pecho.

Por vez primera en su vida sufria el sencillo jóven tan profundo tormento.

Su pobre corazon se ahogaba de pesar mirando el cuadro que tenia á la vista.

Esto no obstante, ni en sus ojos se notaba una chispa del fuego de la ira, ni cruzaba su sombría frente la menor ráfaga de cólera.

La ira y la cólera nacen de la pasion de los celos arrebatados, y no eran celos tampoco lo que Joaquin sentia.

Esta pasion de carácter vivo y ardiente no podia avenirse con su natural bondadoso y pacífico, ni por otra parte daba lugar á ello la actitud de Susana.

Harto comprendia Joaquin el objeto y las intenciones de Ismael; pero ni por esto le miraba airado, ni sentia por él la mas leve sombra de ódio.

Su presencia le mortificaba viéndole al lado de Susana y al comprender el objeto que se llevaba el primo del rey, su corazon se oprimió de temor y de profundo pesar, pero su pena no engendraba sentimiento alguno de malevolencia hácia el hombre que se la ocasionaba.

Ismael continuó diciendo á Susana:

—¿Porqué no me respondes? ¿Te enoja acaso el amor que por tí siento? Sabe, pues, que es tan grande que no basta á contenerlo la estrecha cárcel del pecho donde anida. Responde á mi amor Susana, y cuando tu padre me otorgue la merced de llevarte por mujer, verás lo que mi enamorado corazon te guarda. Yo tengo para tí una casa rodeada de floridos jardines y servida por cien esclavos que no tendrán otra señora que tú; los más primorosos bordados de oro adornarán tus vestidos; para cubrir tu cuerpo se hilará el suave lino como sútil cabello; de mis mejores carneros se sacará la lana para tejer tus mantos, y de las conchas más hermosas el dorado biso para la túnica. Adornarán tus brazos zarcillos de oro, y rodearán tu cuello sartas de brillantes perlas; descansará tu cuerpo sobre blandos cojines de plumon mullidos en ricas camas de marfil; embalsamarán tu estancia en el estío los aromas de tus jardines; la perfumarán en invierno las más delicadas esencias, y la calentarán braceros de luciente plata y vistosas alfombras de la industriosa Persia. Todo esto tendrás á mi lado y tal vez un dia adornará tu frente la corona de mi primo el rey que puede venir aun sobre mi cabeza.

Las palabras de Ismael fueron de todo punto vanas para la doncella.

Tales afectos de grandeza estaban demasiado en oposicion con la sencillez y la modestia en que habia sido educada Susana.

Ningun efecto, pues, le hicieron que pudiera favorecer los deseos del enamorado Ismael.

Este, viendo que no obtenia la menor respuesta y que Susana seguia resentida y con la vista al suelo, atribuyó su silencio á la sorpresa de verse pretendida por persona tan principal y ni por asomo tuvo la idea de que sus frases ó su persona pudiera no ser del agrado de Susana.

La manera de expresarse Ismael nos da bastante á conocer que la vanidad no era extraña á las condiciones de su carácter.

Apesar de que por la educacion que Susana habia recibido de sus padres podia conocer Ismael que, la doncella no osaria responder afirmativamente por si sola á sus deseos, se empeñó en obtener contestacion y volvió á insistir para que se la diese.

Susana, precisada á darla, le dijo al fin:

—A nada de cuanto hables puedo yo respoder.

—¿Quién entonces?

—Mi padre.

—Yo antes te he dicho que iria á solicitar su consentimiento á mis deseos, yo solo intento saber si los que yo siento son asi mismo los tuyos.

—Yo no tengo mas deseos que los de mi padre.

—Pero tu voluntad.....

—Es la suya.

—Y estando su deseo y su voluntad conforme con mi intento, en ese caso.....

—El esposo que mi padre me diere, ese tomaré yo como tomó mi madre el que le diera su padre.

—Entonces, dicha grande la mia porque no ha de rehusarme Elcias esta merced, profirió vanidosamente Ismael.

Susana no manifestó la menor alteracion en su rostro.

Nada sabia, nada sentia su inocente corazon fuera de la obligacion de la hija de tomar el esposo elegido por el padre, y como su pecho estuviese completamente libre de todo afecto hácia otro hombre, no sintió pena ni dolor ni tuvo á desgracia ni á fortuna la posible realizacion del propósito de Ismael.

—A verle voy pues ahora mismo, dijo este.

Y se dirijió á la casa.

Apesar de la completa indiferencia del alma cándida de Susana á lo que Ismael habia dicho, cuando este se alejó, sintió como si su corazon se aliviara de un grande peso y su pecho oprimido respiró con más libertad.

Sus ojos no la tuvieron tampoco hasta entónces para levantarse del suelo y mirar sin embarazo alrededor.

Al tender la mirada entorno, Susana reparó en Joaquin.

En el momento mismo entraba Ismael en la casa de Elcias.

Joaquin que estaba pálido como la muerte y le seguia con los ojos, recibiendo á cada paso que daba el primo del rey hácia la casa, un golpe tremendo en el corazon, exclamó al verle entrar:

—¡Ciertos eran mis temores! ¡El Señor Dios quiere apiadarse de mi dolor y consolar la desgracia mia!

Y despues de pronunciar estas palabras, dirijió una mirada tristísima á Susana, y con los ojos preñados de lágrimas y suspirando profunda y calorosamente se alejó del huerto de Elcias.

––––––––––

CAPÍTULO II.

DONDE SE VE QUE NO SIEMPRE SE PUEDE CONFIAR EN LA POSICION Ó EN LAS RIQUEZAS.

El hombre que salia de la casa de Elcias cuando entró Ismael era un viejo de sesenta años llamado Zoreb.

Su figura no tanto por su avanzada edad, que en aquellos tiempos no siempre suponia vejez en los hombres, cuanto por su escaso mérito, no predisponia á su favor á primera vista. Zoreb tenia un aspecto mas bien antipático que agradable; pero gozaba de otra consideracion entre los judíos por su mucho saber y sus grandes riquezas.

—He venido á tí, dijo al padre de Susana, para someter á tu consejo un proyecto que tengo.

Elcias respondió con aquella su modestia no afectada:

—Muy poco ó nada podrá servir el mio á quien tiene sobrado saber para ser consejero y juez en Jerusalen.

—En la materia de que voy á hablarte no puedo yo ni debo fiarme de mi juicio, sino que necesito el de otra persona madura y experimentada, y ninguno mejor que tú puede oirme, ni de nadie admitiria yo el parecer como de tí.

—Harto ensalzas mi humildad, Zoreb, olvidando la sabiduría de respetables ancianos de la ciudad que son tus amigos además.

Por esta última frase conoceremos que entre los dos viejos no mediaba íntima amistad, y sí solo la sencilla franqueza de la época entre gentes que se trataban superficialmente.

—En el asunto de que voy á hablarte, repito que ningun consejo puede ser para mí de tanto juicio como el tuyo.

El padre de Susana se encogió ligeramente de hombros como resignándose al elogio, y profirió:

—Tú me dirás en que puedo serte útil, y si tengo yo acierto como tu deseo de mi parecer.

—Sabes tú mi estado de viudez que conservo hace treinta años; pienso casarme y quiero saber tu opinion acerca de este pensamiento mio.

No esperaba ciertamente el padre de Susana que fuera este el asunto que traia Zoreb, y aunque no manifestó la menor extrañeza, porque era Elcias muy prudente, no pudo menos de sorprenderse.

—No juzgo por ahora que sea fuera de propósito tu pensamiento.

—Es decir que tú aplaudes... dijo Zoreb con un acento particular de secreta alegría.

El padre de Susana fijó su atencion en este efecto y profirió:

—No aplaudo todavía, ni desapruebo: yo juzgo en general que todos los hombres deben hacerlo, mientras no se opongan motivos que hagan dañoso lo que debe ser de provecho para el hombre, para la mujer y para la nacion, despues de serlo para Dios que así lo ha ordenado.

—Todas las circunstancias concurren al provecho, y ninguna al daño de mi idea, profirió Zoreb.

—En ese caso, mi consejo debe ser el de todo el que comprenda que una de las principales misiones del hombre sobre la tierra, es la de cumplir con este precepto del Señor relativo á la multiplicacion de la especie.

—Yo he buscado doncella honrada entre las mas virtuosas de Jerusalen. De buenos padres ha nacido, y buena es como lo fué su madre.

—¿Su madre ha muerto? preguntó Elcias empezando á sospechar en quien recaía la eleccion de Zoreb.

—Sí, mas vive su padre. La doncella es pura como la misma virtud, y bella como una rosa de Jericó.

Esta última frase la pronunció Zoreb con un entusiasmo demasiado vivo para que no llamara la atencion del observador Elcias.

Conoció que el deseo que movia al viejo, no estaba del todo en armonía con el sentimiento que debe servir de base al matrimonio, y bajando la cabeza se puso á reflexionar.

—¿Qué piensas? le preguntó Zoreb al cabo de algunos momentos.

—Tú me has pedido mi consejo y yo debo dártelo con lealtad. Es para mí un delito el disfrazar la opinion ó manifestarla en contra de lo que se siente, cuando uno es llamado á darla.

—Dame te ruego la tuya tal cual ella sea, profirió Zoreb, ya menos entusiasmado.

—Necesito saber mas, si la quieres completa: yo preguntaré cosa á que no te costará responder, y que yo necesito saber para formar el juicio que has venido á pedirme.

—Pregunta.

—¿Es jóven la doncella?

—Catorce años tiene.

Elcias torció ligeramente el gesto.

Zoreb demostró en la expresion del semblante el temor de obtener un consejo poco favorable á su deseo.

Elcias permaneció silencioso algunos segundos, y luego dijo:

—Mal se avienen otoño y primavera, y en verdad te digo, que no harian mejor maridage doncella que viene con la primavera, y hombre que se vá con el otoño de la vida.

Zoreb se afectó vivamente, aunque no replicó á estas palabras.

—¿Porqué eliges mujer tan jóven?

—Ya lo he dicho: su virtud.....

—Y su belleza, dijiste tambien, añadió Elcias. Dime te ruego: ¿has pensado tú ó sabes si el sentimiento de esa doncella va de acuerdo con el tuyo?

—Nada sé porque nada la he manifestado: á su padre lo diria... respondió Zoreb con cierto embarazo.

—¿Y si su padre consentia, tú te casarias con ella?

—Sí.

—Mal harias en verdad.

—¿Eso dices tú? Los hijos toman el esposo que su padre les ofrece.

—Y hace bien en esto la hija, que tal es su deber, y así cumple con el mandamiento del Señor de honrar á su padre; pero mal obra este por mi vida, sino consulta antes la voluntad de la hija: y el hombre que tome por esposa mujer que no obedece más que al deber, sin seguir el impulso de su amor, mala ventura gozará en su casa, sino prefiere los placeres groseros de los sentidos á los mas delicados del alma.

Zoreb mudó el color del rostro al oir la justa censura que hacia el digno padre de Susana, interpretando el género de sentimiento que impulsaba al viejo á unirse con una doncella de tan distante edad.

En aquella época en que la mujer no gozaba de los derechos que le dió más tarde el cristianismo elevándola de sierva á compañera del hombre, no solo no era comun, sino un rarísimo modo de sentir como el de Elcias.

La mujer aceptaba, jóven ó viejo, amándole ó dejando de amarle, el marido que le daban sus padres, y el hombre no tenia en cuenta consideraciones de órden mas elevado, á que despues han atendido todos los que comprendiendo la altura del sacramento del matrimonio, no quieren cometer el delito de hacerle servir como medio de lograr fines bastardos que no son los que Dios señala como digno fruto de la union del hombre y de la mujer.

En nuestros dias, la mujer no es en verdad la esclava del hombre, pero lleva la cadena de una servidumbre peor, que consiste en vivir esclava de sí misma ó de sus propias pasiones. No sabemos en verdad al considerar esto si está mas alta ó mas baja la mujer en estos ó en aquellos tiempos. Hoy la vemos muchas veces colocada solo al nivel del hombre mismo, tal es el tributo que éste privada y públicamente le rinde; pero en cambio la contemplamos tambien por debajo de sus primeros deberes como hija, como esposa y como madre de familia, y raras veces al nivel de las virtudes que adornaban en estos tres estados á las mujeres hebreas.

Los hombres han exajerado en este punto los derechos que dá nuestra religion á la mujer convirtiendo su libertad que debe gozar, en licencia; y esa licencia de las mujeres es la que principalmente relaja los lazos de la familia y convierte en anarquía el órden que debe reinar en el hogar doméstico, donde no es posible la paz ni el bienestar ni el cumplimiento de ninguna de las virtudes privadas, si la madre no imprime el sello de estas sus virtudes en la marcha y en los miembros de la familia.

¡Ah! formad á las hijas para que sean buenas madres y habreis quitado la mayor parte de los males que afligen á la sociedad y esta marchará segura por la senda del perfeccionamiento moral y material del individuo, sin lo cual es estéril para el bien todo otro medio de progreso.

Hoy la mujer no cuida más que del exterior de su persona y no se dirije para interesar al hombre sino á lo que este tiene de menos noble, que son los sentidos y la vanidad.

La mujer procura parecer bien, no moral sino materialmente, y el hombre vé más en ella lo que se relaciona con la grosera materia que con lo delicado del espíritu.

No justificamos al hombre: para nosotros es más culpable que la mujer porque está dotado de más fuerte razon y dispone de mayores medios para superar sus propias pasiones: y la verdad es que si la mujer procura parecer bella antes que buena, elegante antes que hacendosa, es porque el hombre se paga más de esto que son defectos, que de lo otro que son virtudes. Huyera el hombre de los vicios y buscara la virtud en la mujer y esta procuraria interesarle y atraerle con lo que debiera estimar, y no haria gala de lo que tiene que despreciar.

No creemos que ninguno que considere esto á la luz de la sana razon, nos niegue que la tenemos al hacer tales reflexiones.

Asunto es este que daria materia para llenar un extenso volúmen, mas otro es al presente nuestro propósito, y así despues de lo que ligeramente dejamos apuntado volvamos á tomar el hilo de nuestra narracion.

Zoreb no tenia la manera de sentir de Elcias.

La observacion que este le hizo no le sentó bien; pero se abstuvo de replicar.

Comprendió que si los hombres pasaban por la indignidad de tomar por esposa á doncella que solo el deber obligaba, sin inclinarla el sentimiento, no porque estuviera esto en las costumbres, dejaba de ser poco noble é impropio de un varon que se estimara así mismo.

Viendo Elcias el efecto de su consejo, dijo á Zoreb:

—Te mortifica mi opinion...

Zoreb observó:

—Si el padre de la doncella opina como tú, en vano la pediré por mujer.

Elcias que habia penetrado en el fondo del pensamiento de Zoreb, le dijo:

—En vano si yo fuera su padre me la pidieras por mujer, á menos que consultada su voluntad, ella correspondiera espontáneamente á tu deseo. Yo juzgo que el padre no debe violentar nunca la voluntad de la hija, obligándola á casarse con un hombre que no despierte siquiera su simpatía: no te enojes si yo hallo raro que esa simpatía se deje sentir en una doncella de catorce por un hombre de sesenta años. He aquí los motivos en que fundaria mi negativa.

Zoreb profirió al cabo de un rato:

—Vine á pedir tu consejo con ánimo de seguirlo, y pues veo que no se aviene á mi deseo, desisto de ellos.

—Piensa con mayor madurez y mas calma en lo que yo te he dicho, y sigue entonces el camino que juzgues mejor.

—Está pensado. Yo no puedo merecer el bien á que aspiré. La paz de Dios sea contigo, dijo Zoreb con vivo sentimiento saliendo de la estancia.

—El Señor te acompañe, profirió Elcias.

Zoreb encontró á Susana al salir.

La vista de la doncella le causó una sensacion tan profunda, un estremecimiento tan fuerte y general, que apesar de que ya el viejo se hallaba á distancia de Elcias, este le notó como si le viera á su lado.

—Cierta fué mi sospecha, profirió el padre de Susana: no ha pensado Zoreb cuerdamente; yo he creido hablar en razon: el Señor me perdone si contra la intencion mia, no obré conforme á su ley y al bien de mi hija.

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CAPÍTULO III.

UNA PROFECÍA DEL JÓVEN DANIEL.

Al descubrir á Joaquin, el rostro de Susana tomó una expresion totalmente distinta de la que tuvo cuando vió á Ismael.

En los ojos de la doncella brilló una ráfaga de alegría; y al ver que el jóven se alejaba experimentó una especie de secreto sentimiento.

Las familias de los dos jóvenes estaban íntimamente relacionadas hacia muchos años.

La más pura y franca amistad pasaba entre ambas de padres á hijos y Joaquin iba á la casa de Susana como si fuera un próximo allegado.

Ya hemos visto como él la amaba.

Ella le queria por bueno y por amigo como se quiere á un hermano del alma.

El cariño de Susana tenia además otro fundamento.

Elcias habia hablado siempre en elogio de las bellas prendas que adornaban al jóven; y aunque no tuviera otra razon, era seguro que Susana le estimara por la sola de estimarle su padre.

Pero aquel dia al verle inmediatamente despues de haberle hablado el primo del rey hizo á Susana un efecto extraño.

Se alegró más que otras veces y sintió un secreto pesar al ver que se alejaba.

La doncella quedó por algunos momentos con la cabeza inclinada y mirando al suelo.

Esta actitud no le permitió ver que se acercaba á ella un nuevo personaje.

Era otro jóven de veinte años y tipo totalmente distinto de los anteriores.

Su rostro era hermoso consideradas sus bellas facciones; pero su hermosura consistia más en la expresion que en las facciones mismas.

Animaba constantemente sus ojos la luz de una inteligencia clarísima que reflejaba en su limpia frente como la primera luz de la aurora en el diáfano azul del cielo.

Su figura era tan simpática que predisponia en su favor á primera vista.

Sus maneras francas aunque comedidas armonizaban con su palabra siempre sencilla y bondadosa al par que profunda, porque nunca expresaba una idea que no fuera noble y digna y levantada.

El pueblo todo le miraba con cariño y su clara inteligencia era estimada hasta de los ancianos en quienes residia el saber y toda autoridad entre los judíos.

Vestia el jóven túnica y manto blanco, sin ribete ni franja ninguna de otro color.

No obstante, de las puntas de su manto pendian dos gruesas borlas de color morado.

Esta era señal entre los israelitas de estar en constante comunicacion con Dios.

El jóven se llamaba Daniel, el mismo que fué más tarde uno de los grandes profetas de aquel pueblo y que ocupó uno de los primeros puestos entre las grandes figuras del Antiguo Testamento.

—Pensativa estás, Susana, dijo Daniel acercándose.

La doncella levantó la cabeza y profirió:

—No te habia visto.

—Mirabas al suelo y por esto no me viste.

La fina mirada de Daniel descubrió en el transparente rostro de Susana el ligero pesar de su corazon.

—¿Estás triste Susana? le preguntó.

La niña no pudo responderle afirmativa ni negativamente, porque ella misma no sabia si era tristeza el estado de su alma en aquellos momentos.

Daniel añadió:

—Sí, estás triste, pero tu tristeza es pasajera y pronto será reemplazada por dulce alegría.

La doncella le miró sin manifestarse impresionada por sus palabras.

Daniel continuó:

—Te llamas Susana, nombre que entre nosotros significa lirio ó flor hermosa y brillante. Este nombre te puso al nacer tu madre contemplando en sus brazos la bella flor que el cielo habia hecho brotar en el plácido verjel de sus castos amores. Flor hermosa te llamas, y en verdad te digo que serás combatida por recios vendavales; pero el viento de la borrasca no será bastante fuerte para agostar las frescas y nitidas hojas de la flor ni la piedra que arrastre hará mella en su tallo ni en su corola. Su brillantez y su hermosura son las de la virtud que encierra y de la inocencia que la escuda: guarda, Susana, la inocencia y la virtud, y la flor parecerá siempre hermosa y la mano pérfida que intente destruirla caerá cortada antes de llegar á ella. Flor hermosa te puso por nombre tu madre que está en el cielo; la flor quedó en la tierra; no olvides que arriba tiene su raiz; mira al cielo para sostenerte; quien al cielo mira seguro andará y no caerá en la tierra; quien mira solo á la tierra, ese tropezará y caerá en ella, y no se levantará ni en la tierra ni en el cielo.

Dicho esto Daniel salió del jardin.

Ismael llegaba á la presencia de Elcias.

Este al ver que entraba por la parte del verjel tuvo una sospecha.

Susana estaba allí y temió que Ismael la habia hablado.

Esta sospecha de su corazon sombreó el semblante de Elcias.

Ismael al presentarse á él descubrió algo de esta secreta prevencion en el rostro del padre de Susana.

Era este por su austeridad de costumbres uno de los hombres más respetados de la tribu.

Su persona infundia natural respeto á Ismael apesar de la diferencia de clase y del carácter poco sumiso del primo del rey.

Y este respeto subió de punto al notar la expresion del rostro de Elcias en el momento en que fué hablarle.

Ismael no tuvo ánimo bastante para ir directamente á su objeto, y dijo:

—Hacia algunos dias que deseaba verte para consultarte acerca de un asunto grave; pero respetando tu luto he aguardado hasta hoy.

—Poco á quien necesita consejo puede valer el mio, dijo modestamente Elcias.

—Todos aquí sabemos á donde alcanzan tu juicio y tu prudencia, y cuando yo acudo á tí harto sabré que pueden serme útil.

Elcias se encogió humildemente de hombros, y dijo:

—Es deber que obliga á todos el de dar lealmente la opinion cuando se nos viene á pedir; solo en este concepto te daré la mia.

—Interesa al pueblo todo lo que voy á manifestarte.

—Habla.

—¿Qué dirias tú, preguntó Ismael, si el rey te pidiera consejo para pactar con los amonitas, moabitas y los de Tiro y de Sidonia?

—¡Pactar con esos príncipes, el rey Sedecias! profirió Elcias admirado.

—Sí.

—Eso no puede concebirse.

—Suponte tú que así fuera.

—Esos reyes son enemigos del de Babilonia, observó Elcias.

—¿Quiéres significar con esto que la alianza del de Jerusalen con ellos, habria naturalmente de ser en contra del de Babilonia?

—Eso mismo, profirió Elcias; y por tal razon, ni por un momento podria suponerlo. El rey de Jerusalon se sienta en el trono por el favor y la ayuda del de Babilonia; es su aliado natural y su tributario, y el hacer alianza con los otros fuera una ingratitud y una traicion.

—¿Así lo juzgas tú?

—Tal lo creo y en tu presencia lo digo, siendo tú primo del rey, por que ni á tí ni á él mismo sabria ocultar la verdad de mi opinion, siendo para ello preguntado.

—Tú olvidas que la Judea es tributaria de Babilonia, porque fué subyugada por la fuerza, no por el derecho.

—Dios lo permitió así, profirió Elcias, para castigar al pueblo que fué inobediente á su ley; y hoy solo toca á los servidores de Dios reconocer su pecado, resignarse al castigo que han merecido, y someterse humildemente al Señor que sobre ellos ha puesto su voluntad omnipotente.

Ismael que oyó muy atento el razonamiento de Elcias, profirió:

—No piensa como tú el rey de Jerusalen.

—Entonces desgraciado de él y del pueblo que gobierna.

—Sabe, pues, que los embajadores están ya en camino. El rey ha tenido aviso prévio de que van á llegar.

—¡Los embajadores!

—Dentro de muy breve tiempo se presentarán al rey.

Elcias inclinó la frente y quedó abismado en profunda tristeza.

—Mi opinion es la tuya misma, profirió Ismael.

Elcias le miró fijamente.

Su mirada retrataba la extrañeza suya, no por las palabras, sino por la serenidad con que las proferia el primo del rey que siendo tal como manifestaba su opinion, debia más bien mostrarse triste que sereno.

—¿Y temes como yo los desastres que semejante suceso traerá al rey y á su pueblo? le preguntó Elcias.

—Para no temerlos, seria preciso que yo no presumiera como de antemano presumo, el enojo del rey de Babilonia.

—Y el poder y la fuerza con que cuenta para castigar á su traidor amigo, añadió Elcias.

—En efecto, toda la fuerza del rey de Judá unida á la de sus nuevos aliados, no será bastante á resistir los ejércitos de Nabucodonosor.

—Entónces si piensas de esa suerte, ¿cómo ocultas tu pesar por tan próximo y positivo daño? observó Elcias.

—Oye, dijo Ismael: el heredero de mi primo Sedecías, soy yo al presente.

—Tanta mayor razon para que temas un daño que tan directamente puede afligirte.

—Pero Sedecías puede tener hijos aun...

—No te entiendo.

—Y si hoy que no los tiene cae en desgracia del rey de Babilonia, este al quitarle el trono ha de buscar naturalmente á su mas próximo pariente para sentarle en él.

—Ahora te entiendo... profirió Elcias con apagado acento.

—Y el mas próximo pariente soy yo.

—Tú... sí... ya entiendo... repitió Elcias.

—Al destronar á Jeconías, antecesor de Sedecias, el misino Nabucodonosor puso á este en el trono, porque era tio de aquel y su mas próximo pariente: por la misma razon cuando destrone á Sedecías...

—Te eligirá rey á tí que eres su primo y su mas próximo pariente tambien... interrumpió Elcias concluyendo la idea del ambicioso Ismael.

—Esto mismo ha de suceder, dijo este con no disimulado gozo.

Elcias volvió á guardar silencio reflexionando acerca del pérfido carácter del primo del rey.

Ya ves cuán fácil y casi seguro es que el que hoy se encuentra en la grada mas próxima al trono, dé un paso más y se siente en él.

Elcias contestó á estas palabras con un movimiento de cabeza dolorosamente afirmativo.

Ismael creyó llegado ya el momento de hablar al padre de Susana de su pretension con ella.

A un príncipe de sangre real tan abocado á sentarse en el trono, ¿cómo era posible que le rechazara por yerno el padre de Susana?

Esto pensaba Ismael hinchado y aconsejado por su orgullo y vanidad.

—Ahora dijo á Elcias dejando á un lado esos asuntos, vamos á tratar de otros que particularmente nos interesa á ambos.

Elcias adivinó lo que iba á decirle.

—Hace tiempo, continuó el príncipe, que mi corazon ha perdido su libertad trocándola por las cadenas del amor. Mis ojos vieron á una mujer, á un ángel, imágen de bonbad y de belleza, y desde entónces siento el deseo de unirme á ella. Esa mujer, ese ángel, se llama Susana, tu hija. A tí te la pido por esposa.

Elcias no le respondió al pronto, dando lugar á que Ismael añadiera:

—Tu hija siendo mi esposa, puede llamarse mañana reina de Jerusalen.

—Lo cual seria demasiado para ella, observó Elcias.

—¡Demasiado!

—Así lo pienso.

—Tu familia es familia de sacerdotes, y cualquiera de sus individuos puede aspirar á la más alta de las dignidades.

—Pues mi hija no aspira á salirse de su esfera.

—Y tú...

—Por lo que te digo de su pensar puedes conocer el mio.

Ismael manifestaba en la expresion de su rostro la mas grande estrañeza.

—Segun eso, no admites mi demanda.

—No está en mis cálculos respecto al destino de mi hija, y no puedo admitirla.

A Ismael le costaba trabajo persuadirse de lo que oia.

Tan léjos de su pensamiento estaba la negativa de Elcias á formar la brillante alianza con que el príncipe le brindaba.

Este observó al cabo de un rato.

—Sospecho que tu negativa reconoce otra causa que la desigualdad de enlace.

Elcias guardó silencio.

—Dime, te ruego, que otro motivo tienes para negarte á mi demanda.

Elcias seguia callando.

Ismael insistia más y más.

Al fin dijo Elcias:

—Yo te diré la verdadera causa puesto que te empeñas en saberla; pero no olvides, te ruego, que me obligas con tus instancias á manifestarla.

—Habla.

—En verdad que no es la diferencia de clase lo que me priva de acceder á tu deseo. No corre sangre real por las venas de mi hija; pero la corona de la virtud y la inocencia que brilla en su frente, no cede en valor á la del rey más poderoso; no está, pues, en la calidad, sino en las cualidades del que la pretende por esposa, la causa porque su padre se niega á dársela.

—¡Qué profieres! exclamó indignado y lleno de asombro Ismael.

Elcias sin alterarse lo mas mínimo por el enojo que mostraba el príncipe, le advirtió:

—Recuerda, te ruego, que tú me excitaste á hablar, y que si te pesa de lo que digo, más justo fuera que antes te pesara de haberme provocado.

—Prosigue, dijo Ismael reprimiendo la cólera.

—¿Qué mas quieres?

—Quiero que me digas qué malas cualidades son las que ves en mí, para tenerlas por justa causa de tu negativa.

—Advierte que el escuchar de agena boca defectos propios, es cosa que en gran manera mortifica, y que solo puede aprovechar cuando se está en disposición de la enmienda.

—Habla.

—Sea, pues tú lo quieres. Yo no busco para mi hija riquezas ni dignidades, sino virtud y honradez.

—¿No tengo yo honra ni virtud?

—No puede tenerla quien desea la desgracia de su pariente para aumentar su fortuna.

Ante esta razon quedó Ismael confundido.

Nacia de sus propias palabras, y no cabia réplica sobre ella.

El padre de Susana continuó:

—Yo quiero para esposo de mi hija un hombre que ame á su pátria; y no la ama el que espera levantarse sobre su ruina: y el hombre que no ama á su pátria, no puede amar á su esposa; y el que no ame á su esposa, no amará tampoco á sus hijos; porque buen padre, no puede ser quien sea mal esposo, y mal esposo y mal padre será quien sea mal hijo para la madre pátria.

Si confundido quedó Ismael á la razón primera, más todavía le confundieron estas últimas que sin titubear profirió Elcias.

El primo del rey se mordia los labios de coraje, y en vano buscaba en su imaginacion un recurso para responder siquiera fuese por el momento, á tan graves y fundados cargos.

Puesto ya en el terreno de hablar toda la verdad que sentia, el padre de Susana añadió:

—Y Dios no puede estar en quien siendo mal hijo para la pátria, sea mal esposo y mal padre; y el espíritu del infierno dominaria en el hogar abandonado por el espíritu de Dios; y donde este espíritu de Dios no impera, no puede imperar alegría ni dicha alguna, sino mas bien tristeza y desasosiego: y yo que amo á mi hija y quiero para ella hombre virtuoso que la ame y sepa honrarla y honrar á los hijos que en mi hija tenga, no he de consentir en entregarla á quien tan lejano contemplo de darle estos bienes y tan próximamente á traerle aquellos males.

Elcias concluyó con esta reflexion:

—Y pues guisiste que te dijera la verdad de mi pensamiento, este es tal cual de mis labios le has oido. Si te ofende el haberle escuchado, mira te ruego, que tú la quisiste oir antes que yo la quisiera revelar.

Ismael dijo entonces:

—Me ofende en verdad lo que has dicho, y por Dios te juro que he de castigar tu atrevimiento,

—Injusticia y crueldad será en tí, si mañana puedes y lo haces.

—Yo podré y lo haré como te lo prometo y lo juro.

—El señor Dios ha visto mi proceder. El me amparará y juzgará del tuyo.

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CAPÍTULO IV.

LAMENTOS DE JEREMÍAS.

Sin añadir otra palabra á su amenaza, salió Ismael de la casa de Elcias.

Este quedó profundamente afectado.

El pesar de su alma se retrataba en las sombras de su abrumada frente, inclinada al suelo, y en la inmovilidad de sus ojos fijos tambien en tierra.

Y en verdad que no era el miedo á la amenaza de Ismael lo que á tal punto le afectaba.

Varon recto y justo en sus palabras y en sus obras, jamás se arrepentia el padre de Susana de lo que obraba, ni de lo que decia.

Inspirábase siempre para todo, en la rectitud de su conciencia, y en el mejor servicio de la ley de Dios, y nada de que pudiera arrepentirse turbaba su sueño por la noche, ni su apacible calma por el dia.

Si Dios permitiera que se realizasen los designios de Ismael, Elcias esperaria tranquilo la venganza del príncipe, y sufriria resignado su crueldad sin arrepentirse un momento de haberle provocado.

Su pensamiento, pues, no estaba en Ismael ni en el daño que de este podia temer.

Estaba en lo que el primo del rey le habia revelado acerca de su alianza con los otros reyes en contra del rey de Babilonia.

El padre de Susana preveia los grandes desastres que iba á traer sobre el reino de Judá, la perfidia de su monarca.

El sol acababa de ponerse, y la presencia de su hija sacó á Elcias de sus profundas y dolorosas meditaciones.

Conforme habia este ordenado, los siervos que trabajaban en el campo, iban acudiendo á la casa, donde estaba dispuesta la cena.

Elcias tuvo que hacer un grande esfuerzo para reprimirse, y no manifestar su dolor.

El luto habia concluido, y el mostrarse pesaroso hubiera sido imponerlo á los demás por más tiempo del señalado.

Por esta consideracion principalmente se esforzó Elcias en permanecer sereno durante la cena.

Antes de ponerse á la mesa, laváronse los piés dueños y siervos.

Luego Elcias puso solemnemente en presencia de todos, á Susana en el lugar que ocupaba su difunta madre, acto que la dió á conocer como dueña de la casa, revestida de toda facultad para disponer en ella, y ser obedecida y acatada por todos.

La cena empezó.

Elcias no era pobre y tenia regular número de siervos para cultivar su tierra y cuidar sus ganados.

Lo que el dueño comia, comia el siervo en aquella casa.

Se puso primeramente en la mesa una gran vasija de legumbres aderezadas con sal y aceite; luego una pierna de ternero y algunos cabritos asados, panes largos y pequeños y vino en cantidad bastante, y por último, grandes racimos de uvas, manzanas, higos y dátiles.

Conocidas las costumbres de los judíos, no parecerá demasiado opípara esta cena en un dia ordinario, por más que el dueño de la casa no fuera dispendioso ni sobradamente rico. Los judíos no hacían otra comida fuerte; y como eran hombres muy robustos y dados á la vida del campo, comian abundantemente; y si bien sus viandas eran sólidas y gordas, pues despreciaban los alimentos ligeros como el pescado, apenas usado entre los antiguos hebreos, no gustaban de salsas ni de saborcillos. Su modo de condimentar alteraba lo menos posible en los alimentos el carácter con que los ofrecia la naturaleza.

Elcias y Susana tomaban los primeros de las viandas, y seguidamente y á su presencia se repartian estas, fuera de la mesa á los siervos.

Concluida la cena, Elcias se levantó y con voz solemne pronunció estas palabras:

—Gracias sean dadas al Señor Dios que nos ha dado hoy el alimento necesario al cuerpo; así sea servido otorgarnos hoy y mañana el alimento necesario al alma. Loado sea el Señor.

Todos escucharon inclinada la frente y en religioso silencio la accion de gracias del jefe de la casa, y cuando este hubo concluido, repitieron á una voz:

—Loado sea el Señor.

Era costumbre acostarse luego de haber cenado.

Elcias acompañó á Susana hasta la puerta de su aposento, y allí la preguntó:

—¿Te habló Ismael en el jardin?

—Sí, contestó la doncella bajando los ojos y encendido otra vez el rostro de rubor.

—Olvida, pues, lo que te ha dicho; evita toda ocasion de que vuelva á hablarte; y si no puedes evitarla, no oigas lo que te diga. Esto quiero yo tu padre, y esto te ordeno.

—Así como el padre y señor lo ordena y lo quiere, lo hará la hija.

Elcias imprimió un beso en la cándida frente de Susana y despidiéndose le dijo:

—El Señor Dios quede contigo hija mia.

—El te acompañe, mi padre.

Susana entró en su aposento, y su padre se retiró á su dormitorio.

No acudia tampoco el sueño aquella noche á los cansados párpados de Elcias.

Siete llevaba ya de insomnio contemplando triste y dolorosamente

Que le faltaba la mitad del lecho

y le faltaba la mitad del alma,

como dice un inspirado poeta español del siglo xvii ; y no obstante de hallarse tan rendido y fatigado, sus ojos no podian cernirse, atormentado nuevamente su espíritu por la idea de lo que Ismael le habia revelado.

A la madrugada pudo conciliar ligeramente el sueño, que volvió á huir de él apenas los primeros rayos de la aurora penetraron por las celosías de su ventana.

Empezaba ya en la casa el ruido y el movimiento de los siervos que se disponian al trabajo, y Elcias saltó del lecho para disponer las labores de aquel dia.