Jugar con el corazón. Tomo I - Antonio Altadill - E-Book

Jugar con el corazón. Tomo I E-Book

Antonio Altadill

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Beschreibung

Con una prosa tan hipnótica como contundente, Antonio Altadill nos presenta en Jugar con el Corazón la historia de Valentina y Santiago, una pareja de enamorados cuyo compromiso se ve imposibilitado por la falta de fortuna del novio. La fuerza del destino tendrá que jugar sus cartas si el amor ha de triunfar una vez más... Una novela de honda sensibilidad capaz de emocionar hasta los corazones más duros.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Antonio Altadill

Jugar con el corazón. Tomo I

REGALO NUEVE MAGNÍFICOS CROMOS Y DOCE PRECIOSAS LÁMINAS DEBIDAS AL LÁPIZ DE EUSEBIO PLANAS.

Saga

Jugar con el corazón. Tomo I

 

Copyright © 1885, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726686227

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LIBRO PRIMERO.

El Rey de la Creacion.

CAPÍTULO PRIMERO.

Valentina

La naturaleza duerme callada el sueño de una serena noche de estío. Las brisas reposan entre blancas gasas suspendidas en el espacio bajo el manto azul del cielo.

Quietas están las ramas de los árboles, quietas las flores, quieta la superficie del mar.

La luna baña con su luz la tierra, y refleja plácidamente en el cristal del anchuroso lago.

A no larga distancia de los muros de Santander hay una hermosa quinta que tiene prados y florestas y arroyos cristalinos y frescas enramadas: vecino el mar; por lindes la playa y la falda del pintoresco monte.

En medio de los jardines se levanta un palacio gótico que ostenta en la fachada un blason coronado por una diadema ducal.

Los rayos de la luna se quiebran en los pardos labrados muros del palacio y penetran por un balcon entreabierto en una rica y suntuosa estancia.

Esmaltan el artesonado techo preciosos y vivos colores: grandes espejos, ricas colgaduras, el marfil y el nácar, la seda y el oro, mármoles y porcelanas, estátuas y relieves y pinturas, cuanto produce de más rico la naturaleza combinada con el arte adorna la mansion espléndida que parece que haya fabricado para morada propia la Fortuna.

Bajo un pabellón de encajes de Inglaterra que vela un lecho imperial de ébano con incrustaciones de nácar y oro, sobre colchones de plumon mullido y entre los pliegues de blanquísima batista, duerme una mujer.

Sus cabellos tienen el negro brillante y azulado de la pluma del cuervo, su cútis la blancura de la azucena; Rubens y Ticiano copiaran sus desnudos brazos, la morbidez del hinchado descubierto seno; la preciosa cabeza, caida en admirable escorzo fuera de la almohada, desafiara al pincel más hábil y seguro.

De su boca entreabierta salen suspiros que roban al pasar el color de rosa de los lábios; el movimiento de las pupilas que se nota por encima de los cerrados párpados, dice que el espíritu vela, tal vez herido por las imágenes del sueño.

La juventud, la riqueza y la hermosura parece que se han unido para formar la dicha de aquella mujer.

En torno de ella brillan cuantos primores pueden halagar la ilusion y el gusto.

¡Y sus lábios suspiran, y su seno se levanta cual si fuera el corazon estrecha cárcel á su inmensa pena; y á sus párpados asoma una lágrima, y sus miembros se estremecen adormidos revelando el sufrir de aquel cuerpo tan espléndidamente bello, que parece formado solo para los halagos y placeres de la posicion y la opulencia!

Isabel es el nombre de la dama, que lleva en la sociedad el título de duquesa viuda de Rio-frio, al que acompañan cuantiosos bienes y los más altos honores.

A veintiseis años, la edad verdadera de los placeres, la edad de la hermosura en que la naturaleza derrama todos sus tesoros sobre la mujer bella; libre y rica y elevada al nivel de las más altas, sobre todas enaltecida por la general admiracion á su belleza, ¿qué venenoso filtro ha penetrado derramando la gota del dolor, en el pecho que miran los ojos como nido de amores á donde sólo suben los alados génios mensajeros de paz y de ventura?

La noche declina, mas no amengua el afan del espíritu acongojado.

¿Qué puede traer la luz de un nuevo dia al corazon envuelto siempre entre las sombras de negra noche?

La línea azul del límpido horizonte se va tiñendo de naranja y oro; brilla hácia Oriente con vivísimo fulgor la estrella de la mañana; las auras matutinas se levantan de las rizadas ondas y bajan juguetonas del monte moviendo las flores como si quisieran despertarlas del sueño; la golondrina se desprende del nido y revolotea por la márgen del arroyo; el ruiseñor despide el armonioso trino precursor del dia; la aurora despliega sobre el puro azul su manto de escarlata; álzase majestuoso el sol del seno de las aguas; sus vivos rayos penetran rápidamente hasta el lecho de Isabel y se derraman sobre su cuerpo cual si el rey de la naturaleza quisiera gozarse en su obra más bella y más perfecta.

Isabel abrió los ojos y saltó del lecho, como si en él estuviera la causa que afligia el alma; se puso negligentemente una bata de batista y se dirigió al balcon.

La naturaleza toda respiraba gozo y movimiento y vida bajo una atmósfera pura y abrillantada; los colores tenian un tono vivo y animado; las plantas y las flores enviaban al sol el incienso de su adoracion en nubes invisibles de preciosos aromas; las aves unian sus cantos al himno general de la tierra al nuevo dia.

¡Contraste raro el de Isabel en presencia del alborozado cuadro!

Sus grandes ojos negros giran lentamente en torno sin reflejar un rayo de la alegría que la rodea; sombras del corazón suben á la frente triste, y la cabeza se inclina apoyándose en la palma de la mano cual si no pudiera con la grave pesadumbre del abrumado pensamiento.

A su frente destácase á la luz del sol, en medio de la verdura, una casa blanca, de arquitectura esbelta y ligera que forma contraste con la soberbia y grave del palacio de Rio-frio.

Rodea la casa un jardín esmeradamente cuidado; una cascada natural cae sobre una alfombra de esmeralda; blancas palomas posadas sobre la carcomida roca reciben su menuda lluvia y sacuden luego las alas formando en torno como una nube de polvo de brillantes.

De la casa sale una doncella.

Esbelta es su figura como el tallo del lirio; frescos y rojos los lábios como la flor del granado; sus ojos tienen el limpio azul del despejado cielo; sus cabellos el brillo y el color del oro; lleva en el semblante la alegría de la mañana, y en la serenainmaculada frente la pura fé del corazón sencillo.

Las brisas juegan con los rizos de su blonda cabellera; las flores, movidas por el aura, parece que se inclinan á su paso como rindiendo tributo á su belleza.

La doncella dirigió la vista á una loma vecina.

En pié sobre la enhiesta cumbre, dibujábase en el diáfano azul del horizonte la figura de un mancebo airoso y gallardo como la palmera, rico de juventud, rico de vida como el renuevo del roble vigoroso. Los alientos del noble corazón entero rebosan en su mirar franco y seguro; el sol que nace refleja sobre su hermosa cabeza, y sus rayos parece que toman luz de su limpia y despejada frente.

Brilla en torno suyo la naturaleza en todo su esplendor, con la impotente majestad de su poder: allá los altos montes, barrera formidable al paso recto del hombre sobre la tierra; del otro lado el inmenso mar que limita las zonas de su vida; encima el cielo donde se forma la nube que envia el huracan y lanza el rayo, donde resplandece el sol que da la luz y la vida.

El mancebo pasea en derredor la vista, y en sus labios se dibuja una sonrisa de orgullo soberano, como desdeñosa á las maravillas que mira. Alza los ojos al sol y le contempla de hito en hito sin confundirse.

En el círculo, tan limitado, de su frente, abarca el universo mundo y tiene la luz que le ha descubierto sus secretos y le ha dado el conocimiento de sus leyes.

Sabe que el sol no cruza el hemisferio, sino que está fijo y que es la tierra la que en torno suyo gira; ha taladrado los montes formidables y cruza libre y en toda direccion el suelo; en el vapor ha encontrado alas para volar rápido como el viento; ha fabricado magníficos palacios flotantes sobre el mar, que mueve segun su deseo y que á voluntad le llevan del uno al otro lado del Océano; la mecánica vence y burla la fuerza del viento; la brújula le señala rectos y seguros senderos; la electricidad le está sometida como humilde sierva, y el rayo obedece á la punta imantada respetando la nave, y la indómita chispa sirve de veloz correo para comunicarle instantáneamente con los habitantes del punto opuesto de la tierra.

 

El silbido de la locomotora hiere sus oidos; en el horizonte del mar se pinta la columna de humo de una nave que rápida cruza las aguas; sobre la ciudad ve levantarse el globo. . . Otra vez sonrien los lábios del mancebo!

Talento elevado, á la altura de los conocimientos de la moderna ciencia, siente el orgullo de sí mismo, la soberanía del ser dueño del mundo, rey de la Creación.

¿Qué habrá que pueda domar su espíritu gigante al que no paran las maravillas de la naturaleza, ni bastan todavía las alcanzadas conquistas del humano progreso?

De pronto la vista se dirige á un solo objeto; su atencion se fija en un punto, el más insignificante del grandioso cuadro: la pequeña casa blanca que se ve á sus pies en medio del valle.

La faz soberbia toma de improviso una expresion suave; la mirada altiva pierde su vigor y retrata una imágen dulce; late enternecido el corazon valeroso, y la planta poco antes firmemente asentada en la elevada altura, resbala dulcemente por entre flores hasta el humilde prado.

El semblante de la doncella brilla con viva alegría; el mancebo se acerca, coge su mano pequeña y delicada. . .

Suena á un tiempo una doble exclamación, vibrante, de dulcísima armonía, que recogen amorosamente las auras y repite el eco sonoro:

— ¡Valentina!

— ¡Santiago!

El sér soberano sobre todos los seres de la tierra, el que abarca el universo mundo en el estrecho círculo de su frente, el que ha sometido á su dominio las fuerzas todas de la naturaleza, el rey de la Creación, dobla la cerviz altiva y se inclina á besar la mano de la débil criatura que guarda la casa blanca del valle!

— ¿Me esperabas? pregunto lleno de gozo Santiago.

— Oh! sí!

— ¿Sabias que llegaba hoy?

— Te aguardaba todos los dias.

— ¡Cuántos entonces no salió frustrada tu esperanza!. . .

— Pero hoy se realiza, y la ansiedad pasada redobla ahora la alegría.

— Ya nada volverá á turbarla.

Valentina bajó los ojos con tristeza.

— ¡Suspiras!. . .

— Mi padre. . .

— ¡Qué! ¿Me negará tu mano?. . .

— No ha de concederla á quien no tenga fortuna igual á la suya…

Santiago sonrió.

— ¡La fortuna! ¿Consiste por ventura en un puñado de oro? ¿Nada valen para tu padre largos años pasados en el estudio, un exámen sobresaliente en la capital de España, un título honroso como el más alto, el conocimiento de los secretos todos de la naturaleza que abre á mi paso anchos senderos infinitos de prosperidad y gloria?

Valentina volvió á suspirar.

— ¿Ha manifestado concretamente su resolución tu padre?

— Sí, respondió con pesar la doncella.

Santiago quedó reflexionando profundamente.

Dos palomas volaron entonces de la cascada y se posaron cerca de ellos acariciándose con amorosa ternura.

El mancebo exclamó:

— Esas aves no han menester fortuna para decirse sus ternezas y unirse en el lazo de su amor!. . .

El sér privilegiado de la naturaleza envidió entonces la condición de los humildes séres que le ofrecian el bello espectáculo de su felicidad sencilla!

Pero muy pronto el corazon altivo se rebeló á la comparacion de la apenada mente, y levantando la soberbia cabeza y volviendo los ojos á Valentina, profirió:

— ¿Me amas mucho?

— Con todo mi corazon! respondió la doncella, asomando á sus ojos purísimos el alma cándida y enamorada, como un ángel que apareciera en el limpio y claro azul del cielo.

— Entonces, si me amas, aleja la tristeza, y sonríate la esperanza de la dicha cumplida de tu amor! ¿Qué obstáculo podrá oponerse á ella? Si la encierra el escondido diamante que los siglos han formado dentro de las entrañas de la tierra, yo puedo penetrar hasta ellas para encontrarlo, y asimismo hasta el profundo del mar si la guarda la perla oculta en su hondo seno!

Las palabras del mancebo rebosaban el entusiasmo del valeroso corazon amante, y la doncella sonreia á la luz de su mirada.

El aura, jugando con su rubia, suelta cabellera, acercó un rizo á los labios de Santiago que imprimió en él un beso ardiente exclamando:

— ¡Corto precio pone tu padre á tu belleza!

Valentina comprendió todo el alcance de esta exclamacion y volvió á sonreir amorosamente á Santiago.

Isabel contemplaba desde el balcon de su palacio la gentil pareja; leia en su semblante sus amores; las brisas la llevaban sus palabras.

La duquesa suspiró, y cubrio un velo los ojos cual si formara delante de ellos una nube el vapor de las ocultas lágrimas del alma.

Jóvenes, hermosos y enamorados, vírgen el corazon como la naturaleza que en torno suyo parecia cantar sus amores, léjos de las vanidades y falsas glorias del mundo que emponzoñan y enturbian las puras aguas del sentimiento, ¿qué ventura mayor que la de aquellos dos corazones fundidos en uno al calor de su propio amoroso anhelo?

¿Qué podía turbar su alegría ni empañar los horizontes de su porvenir dichoso?

La frente de la hermosa dama se inclinó de nuevo como la azucena encerrada en un invernáculo, mientras Valentina movía alegre la gentil cabeza como la rosa del jardin acariciada por el céfiro de la mañana.

Sonó en el espacio el estampido de un cañonazo que se repitió veinte veces.

Santiago volvió la vista al mar.

— ¡Es la fragata Victoria que llega á nuestro puerto con sus héroes del Callao! profirió.

La plaza contestó al saludo del buque con otros veintiun disparos, y seguidamente se echaron al vuelo todas las campanas.

Isabel se sobresaltó.

Aquellos ecos de gloria resonaron profundamente en su corazon abatido.

— ¡Yo haré mi esclava á la fortuna! exclamó Santiago. ¡Adios, Valentina! Un puñado de oro miserablé no ha de ser barrera en mi camino que me impida llegar hasta tí para hacerte mi esposa.

Besó la mano á la doncella y partió rápidamente á la ciudad.

Isabel se retiró del balcon.

Al propio tiempo entraba una doncella con precipitacion en la estancia diciendo:

— ¿Oye V. E., señorita?

La duquesa la dió una órden con voz temblorosa.

La doncella salió á obedecerla dirigiéndose rápidamente á la poblacion.

Una hora despues volvia de su comision la mensajera, palpitando en sus lábios un nombre que, al herir los oidos de Isabel, hirió como de muerte el corazon sobresaltado, dejándola sin sentido.

CAPITULO II.

Una corona de laurel.

La ciudad de Santander viste vestido de fiesta.

En los edificios públicos como en las casas particulares ondean banderas y gallardetes con los colores nacionales; damascos y otras vistosas telas decoran los balcones; arcos de follaje y guirnaldas de flores adornan las calles.

En todas partes movimiento y júbilo, brindis y músicas.

Pero la animacion sube de punto hácia la parte nueva de la ciudad.

Llena el magnífico muelle numeroso y alegre gentío.

La bahía ofrece un aspecto bellísimo.

Los buques están todos empavesados, sin distincion de naciones.

Los españoles rebosan la alegría del propio triunfo, y los extranjeros rinden justo tributo de honor y gloria al pabellon de España, que otra vez se ha colocado en la más alta cúspide del templo de la fama.

En medio del puerto se halla la nave vencedora, sin más atavíos que el gallardete en el palo mayor, y en el de mesana la bandera agujereada, que tremoló en el espantoso fragor del combate más grande que registran los anales marítimos del mundo.

Multitud de lanchas tambien vistosamente adornadas parten de los embarcaderos cruzando rápidas á todo remo la bahía y dirigiéndose á bordo de la Vitoria.

Entre ellas se distingue una pintada de blanco, tripulada por seis marineros. A popa, sobre nn paño de damasco, va sentada una respetable dama, y á su lado un apuesto mancebo.

Doce caballos de vapor á toda máquina darian á la barquilla menos empuje que sus doce remos, que parecen movidos por una sola mano segun se sumergen y salen á compás del agua sin levantar una gota, semejando alas qne se pliegan y se extienden á sus costados tomando la fuerza del viento. Así anda la rápida navecilla volando como el pájaro sobre la superficie del mar.

En vano los diez y seis remeros de la capitanía del puerto tratan de pasar delante á la barquilla blanca, y aun de sostenerse en su misma línea.

Los seis marineros son hijos del país, de la misma Santander, llevan á la madre uno de los jefes del buque, uno de los héroes que más se distinguieron en la cruenta batalla, y centuplican sus bríos el amor propio y el orgullo de la tierra.

Sobre el alcázar de popa se ve un jóven oficial con Ias insignias de capitan de fragata. Es de marcial apostura y rostro atezado, al que dan ruda energía las espesas patillas negras y el color moreno de la piel tostada por el sol de los trópicos y azotada por los vientos de la tempestad.

Sus ojos, de mirar franco y resuelto, se extienden hácia la poblacion y, pasando por encima de sus muros, caen melancólicamente á la otra parte sobre un pintoresco valle, como la cansada golondrina que vuelve del otro lado del mar al nido de sus amores.

Sus lábios se agitan un punto como si palpitara en ellos un nombre que no osaran pronunciar, y lleva la mano al lado del corazon.

Si desabrochara el pecho, notárase en él la ancha cicatriz de una herida profunda.

La produjo una astilla del buque al saltar con los cascos de las granadas enemigas.

Pero aquel dolor ya pasó, y el rudo golpe no ha dejado en el pecho más que la honra de la herida y la cicatriz gloriosa.

No obstante, la mano que no acudió entonces á contener la sangre, se pone ahora sobre la cicatriz y la oprime. . .

Ah! es que debajo está el corazon, tambien herido, tambien brotando sangre que no restañarán acaso ni la ciencia, ni la naturaleza, ni el tiempo!

Las pupilas se contraen recogiendo la mirada que luego recorre las lanchas, y se fija en la barquilla blanca que marcha delante de todas hácia el formidable buque.

El oficial deja el alcázar y corre al portalon.

Apenas llega la lancha al costado de la fragata, baja el hijo la escalera, arrójase la madre á su cuello, el marino la levanta en sus robustos brazos, y su boca se imprime en su frente venerable, y se humedecen de lágrimas los ojos que vieron serenos y sin pestañear el horror del combate sangriento, y se apaga la voz que tan entera sonó en medio de su fragor espantoso, y un suspiro sale de los labios que no arrojaron un ay al sentir como desgarraba las carnes el hierro enemigo.

Seguidamente el marino abrió los brazos al jóven que acompañaba á su madre exclamando:

— ¡Santiago!

— ¡Alfonso!

Este era el nombre del bravo marino, hijo segundo del marqués de Murguía, una de las más respetables y estimadas familias de Santander.

Pero los sentimientos de familia y de amistad hubieron de abreviar forzosamente sus expansiones para hacer plaza á la gratitud de la patria á sus heróicos hijos: las autoridades, comisiones de distintos cuerpos de la provincia, y personas cuya posicion envolvia á la vez el deber y el derecho de ser de los primeros en ocasion tan señalada, invadieron el buque, y la marquesa de Murguía tuvo que ceder de las exigencias de su amor de madre ante elevadas consideraciones del momento, desprendiéndose de los brazos de su hijo para dejar al héroe en los de la patria gozosa y agradecida.

Sonó el pito del comandante del buque y seguidamente la voz de ¡marinería á las vergas! al tiempo que el estampido del cañon anunciaba la llegada á bordo de la autoridad superior de Marina.

Madre é hijo se abrazaron despidiéndose para volver á verse muy pronto.

La marquesa dejó la fragata acompañada de Santiago.

En medio de su alegría se notaba en su semblante una sombra de tristeza.

Este efecto mismo se observaba en Murguía, y el rostro de la madre lo reflejaba como espejo fiel de los sentimientos de su hijo.

Despues de recibir las felicitaciones á bordo, los jefes y oficiales de la Vitoria hicieron su entrada triunfal en la ciudad, en lujosas carretelas abiertas, acompañados del alcalde y de los concejales, recorriendo las principales calles hasta la casa del Ayuntamiento, en medio de las aclamaciones y los vivas del pueblo y de una lluvia de flores y coronas de los balcones donde se agitaban pañuelos ménos blancos y finos que las manos delicadas de cien y cien mujeres españolas, cuyo corazon de fuego ha sido en todo tiempo fuente de entusiasmo pátrio, como su pecho templo al valor y á las glorias de España.

En una de las calles por donde debia pasar la comitiva, se veia un edificio de remota construccion, cuyos balcones y ventanas colgados de antiguos tapices ostentaban alternativamente el blason de Riofrio y del baron de Castroverde.

Era la casa solariega de este último, padre de Isabel, ya difunto.

En el balcon principal se hallaba Isabel, sola, teniendo á su espalda á su doncella.

Llevaba vestido de seda negro sin más adorno que una cruz de brillantes al cuello, pendiente de una estrecha cinta de la bandera española.

Las demás señoras lucian tambien los vivos colores nacionales.

La duquesa tenia el semblante profundamente alterado por una emocion del espíritu que la voluntad se esforzaba en reprimir y que se manifestaba por una extremada palidez de su rostro.

La gente del pueblo que pasaba por la calle quedaba al verla parada ante su hermosura soberana, y de las ventanas y balcones vecinos salian frecuentemente frases de admiracion á su belleza.

Y la dama permanecia indiferente á todas esas muestras que tanto halagan la vanidad de la mujer, nunca insensible á las alabanzas á su hermosura.

Al entrar en la calle el coche en que iba Murguía, éste dirigió la mirada á la casa del baron de Castroverde, y su fisonomía se alteró al estremecimiento del corazon sorprendido.

La dama sintió como si faltara el terreno bajo sus piés y tuvo que apoyarse en la balaustrada.

Una especie de sombra se interpuso á sus ojos, y momentáneamente desapareció todo á su vista.

Pero muy pronto sus párpados se agitaron cual si quisieran despejar de sombras las pupilas, que nuevamente fijó en el carruaje de Murguía.

Cuando llegó debajo del balcon, Isabel sacó fuera su mano de alabastro y dejó caer dentro del coche una preciosa corona de laurel entrelazada de pensamientos.

Murguía se apresuró á cogerla; su mano la levantó temblorosa hasta la altura del rostro para acercarla á los lábios; pero contúvose de pronto, y la expresiva muestra del sentimiento arrebatado, se convirtió en un saludo friamente ceremonioso á la dama.

El carruaje pasó, y quedó Isabel en el balcon sin darse ya cuenta del resto de la comitiva.

La imaginacion habia seguido al carruaje de Murguía, y velaban los ojos sombras del corazon que subian á la inquieta mente.

Isabel dejó su casa de la ciudad y volvió á su morada del campo.

__________

CAPITULO III.

Canto de la gloria.

El bullicio del dia y de la primera mitad de la noche se ha suspendido para dar lugar al reposo del cuerpo y del espíritu.

Las calles han quedado desiertas.

Las luces se van estinguiendo en el exterior de todos los edificios. En el interior reinan la oscuridad y la calma.

De vez en cuando interrumpen, no obstante, en una calle, el general silencio, notas aisladas que parece como que espontáneamente se escapan de un sonoro instrumento, que luego se buscan y se juntan formando armonías breves que de repente se quiebran, volviendo á separarse y á unirse de nuevo cual si obedecieran á la inspiracion rara de un genio loco.

La extraña música sale de una habitacion a oscuras en la cual se halla un hombre sentado al piano.

Sus manos son las que arrancan del instrumento las notas y trozos de armonía incoherente cuyo sonido se pierde en el espacio, pero cuyo valor y relacion musicales, quedan fijos en la imaginacion que una y otra vez los produce, ya con fiel exactitud, ya rectificándolos, ya en armónico grupo, ya separadamente.

La brillante luz de la luna rasga las gasas que privan sus rayos y la habitacion se ilumina con claridad intensa.

La fisonomía del músico no se inmuta por este incidente. ¡Sus ojos, claros y hermosos, no saben lo que es la hermosura de la claridad!

Nació á la luz sin ella, y noche eterna vela sus pupilas.

Pero arde en el corazon una llama á cuyo brillo percibe el alma los tonos y los colores de las más bellas imágenes, brilla dentro de la mente una estrella de luz propia que difunde en torno sus fulgores iluminando á los ojos del alma formas de belleza con las galas más ricas de la imaginacion y los más sublimes encantos del sentimiento.

Lorenzo se llamaba el ciego.

La naturaleza parecia como si hubiese querido subsanar su falta al arrojarle al mundo sin rasgar antes el velo de sus ojos, concediéndole la doble vista de un corazon exquisitamente sensible á todo lo bello y para el que no existian las deformidades de la naturaleza ó de la sociedad ni las miserias de la vida.

Con los ojos del alma veia todo linaje de belleza; á los ojos del rostro permanecia velado todo género de fealdad.

Así, era Lorenzo un hombre con el corazon de un niño.

De hermosas facciones inclusos los ojos, jóven de veinte años, de buena figura, con una cabeza artística que llevaba el sello de la inspiracion, bien educado y rico, si tuviera el don de la vista. . . Pero dejemos aventuradas suposiciones que sabe Dios cuán léjos irian de lo probable, y quedándonos en el terreno de la realidad, digamos que Lorenzo era feliz con esas condiciones de su naturaleza y de su existencia, que no habia sentido una sola de las espinas que esconde la sociedad entre sus flores y que respiraba en cambio los puros aromas del mundo que él imaginaba y en que creia vivir: el de la lealtad y el honor del hombre iguales á las virtudes y á la fé de la mujer.

Así la música era para él más bien que un consuelo á una desgracia que no conocia, un goce, un deleite, sobre todo cuando seguia con ella los nobles vuelos de su mente de poeta ó expresaba los sentimientos de su pecho generoso.

Poseido del más levantado de todos, del amor á la patria, le encontramos ahora, exaltada la imaginacion en presencia del recibimiento de la ciudad á los héroes del Pacífico, y procurando dar forma por medio de la música á lo que siente el corazon entusiasmado.

Las notas, al principio aisladas, incoherentes, van agrupándose formando conceptos armónicos, claros, que se relacionan y lógicamente se completan, hasta que al fin brota del piano, como raudal no interrumpido de rica fuente, un himno inspirado, franco y espontáneo como la expansion de la victoria, valiente, grandioso como el combate, sublime como sus héroes. La música reproduce la naval batalla con horrísona fidelidad, las notas son lenguas que hablan con la voz del valor, del honor, del orgullo y de la brillante historia de España, asimismo con la voz del bronce duro y del ronco mar espantado, hasta que todas juntas forman el canto del glorioso triunfo.

Y la fisonomía del ciego se estremece como las banderas de los buques combatientes, y sus ojos se mueven con la rapidez de sus dedos, y salen de sus apagadas pupilas encendidas chispas de mágica luz, y su frente palpita y brilla rodeada de una aureola luminosa. . . la luz y la aureola de la inspiracion del artista y del poeta!

Las sublimes notas, que agitaran las fibras del pecho más indiferente, van rectas á herir el corazon de un hombre que á tales horas vela tambien en una casa cercana.

Es la del marqués de Murguía.

El heróico marino de la Vitoria se halla en una habitacion, solo, como fatigado de las ovaciones del dia, sentado con indolente abandono junto á una mesa sobre la cual tiene una corona de laurel entrelazado de pensamientos.

Es la que dejó caer del balcon á su coche la duquesa de Rio-frio.

Los ojos de Murguía miran tristemente aquel emblema de su gloria, y sus lábios exclaman:

— Sus blancas manos la han tejido!. . . Cuando cogieron el laurel para mi frente, ya no asian el puñal contra mi pecho!. . . Mas ¡ah! que las hojas del laurel no refrescan mis sienes, y el frio acero traspasó mi corazon!

Y el semblante de aquel hombre jóven, de varonil belleza, noble por la cuna y más noble por la gloria de sus hechos, agasajado y enaltecido por todo un pueblo, honrado con tal muestra de distincion por una dama de altísimo rango y de hermosura soberana, se cubre de pesar y desfallece como si le abrumara un grande infortunio.

— Ha colocado aquí, prosiguió, varios pensamientos!. . . ¡Así fueron los suyos varios!

Y el de Murguía, excitado al contemplar los que Isabel habia puesto en la corona, voló á dias que pasaron, suspirando á su memoria, y se adelantó luego al porvenir en alas de una esperanza risueña. . . Pero de repente levantóse en el pecho una sombra que subiendo á envolver las bellas imágenes de la mente, le hizo prorumpir en esta palabra, repetida con toda la amargura del alma desesperada:

—¡Imposible! ¡imposible!. . .

La frente cayó abatida sobre el pecho.

Entonces fué cuando llegaron á él las enérgicas y valientes notas del himno del ciego, despertando el recuerdo dormido de su gloria, y levantando su espíritu como lo exaltó la voz de España ante los muros del Callao.

Murguía comprendió todos los conceptos de la sublime música, vió pasar ante sus ojos una á una sus imágenes, y conociéndolas y sonriéndolas, exclamó:

—¡Bendiga Dios al inspirado artista!

Acaso las ondulaciones del manso viento llevaron en el silencio de la noche esos ecos hasta el lecho de Isabel, quizá la sorprendieron asomada á la gótica ventana de su palacio, como á la del viejo castillo la antigua dama castellana, con los ojos al mar contemplando la rojiza luz del buque y oyendo la voz de los centinelas de cubierta, en tanto que el pensamiento recorria tambien dias que pasaron, suspirando á su memoria, y se adelantaba á un porvenir risueño, mientras el sentimiento del alma ponia en los labios esta frase, que hacia repetir la necesidad de la esperanza:

— ¡Tal vez. . . tal vez!. . .

__________

CAPITULO IV.

Fè y desengaño.

La primera persona que entró en la habitacion de Murguía á la mañana siguiente fué Santiago.

Uníales una amistad heredada de familia que comenzó á solidarse en ellos siendo Santiago un niño, y ya adolescente Murguía. Las madres se querian como hermanas, y la diferencia de algunos años en la edad de los hijos la borró pronto la precocidad admirable del talento de Santiago.

Este habia quedado huérfano: la marquesa le queria como una madre, y el mancebo la amaba y la respetaba cual si fuera la suya propia.

No se habian visto los jóvenes de mucho tiempo, desde antes de emprender Murguía su larga navegacion al Pacífico donde habia de compartir con sus compañeros las glorias de la Armada española, y aun distinguirse entre los más valerosos.

— Vengo temprano, llegó diciendo Santiago, para tener el placer de abrazarte á solas. No se puede ser amigo de los héroes sin renunciar á las intimidades de la amistad; pero la mia no se resigna á esta condicion.

Murguía sonrió bondadosamente.

— ¿Estarás satisfecho? A tu edad, con el grado que alcanzas, la nobleza de tu sangre realzada por tu gloria. . . oh! debe de ser este un placer grande. . .

— Hablemos de tí. . . profirió Murguía.

— Te haces el modesto conmigo!

— No, por Dios; pero la gloria de las armas tiene una émula en la gloria de las ciencias, y no he de permitir que ensalces méritos mios á que me obligaba un deber de honor patrio, sin que por mi parte eleve los tuyos tal vez más espontáneos. . .

— Oh! no compares. . .

— Sé que dejaste un nombre en Madrid. . .

— Dentro de las cuatro paredes del tribunal de exámen, profirió Santiago como burlándose soberbiamente de sí mismo. Tú has tenido por teatro de tu gloria el ancho mar; por marco al cuadro de tus proezas, el horizonte; por espectadores, todas las naciones del mundo.

— De cuya memoria borraria en breve el tiempo la impresion y el cuadro si no lo iluminara á las generaciones venideras la luz que difunden los hombres como tú desde las estrechas paredes de una cátedra ó de un gabinete de estudio. Santiago, no tienes tú en verdad porque envidiar mi gloria, añadió con sencillo y benévolo acento Murguía. Pero veo que sientes afan por ella.

— Sí, lo confieso.

— Es deseo noble y legítimo.

— En mí es hoy algo más. . . es necesidad de mi mente, de mi corazon, profirió Santiago.

— Ninguno mejor puede llegar á satisfacerla.

— Así lo espero, dijo arrogantemente Santiago, porque asi lo necesito.

El lenguaje sobradamente acentuado del mancebo, hubo de llamar la atencion á Murguía que profirió:

— Te veo muy decidido y sobre todo muy seguro. . .

— Lo comprenderás fácilmente: amo!

— ¡Amas! exclamó el marino mudando la voz y la fisonomía.

—¡Te extraña! preguntó Santiago sorprendido por el efecto de su declaracion.

— No… no me extraña. . .

— Entonces. . .

— Y. . . ¿amas mucho?

— Como nadie amó.

En los lábios del marino se deslizó una ligera y tristísima sonrisa.

— ¿Es bella?

— Como una imágen.

— ¡Peor para tí! se dijo interiormente Murguía.

— Se llama Valentina: de la familia de Santillana.

— Don Juan. . .

— Es su padre.

— Tiene fama de retenido. . .

— Sí. Considera que en la fortuna está la felicidad, y no dará la mano de Valentina á quien no la iguale en riqueza.

— ¿Es mucha la suya?

— No he tratado de averiguarlo. Me prendó la belleza de la hija, y no pensé en más que en lograr su correspondencia. La tengo, y no ha de importarme gran cosa la posicion material del padre. Yo sé que debo adquirirla propia para darla á la mujer que tenga mi amor y mi nombre. Ahí tienes porque siento el afan de gloria y de fortuna que la acompañe.

— Tu aspiracion es noble.

— Y á realizarla me lanzo desde hoy. Si España no me ofrece los medios rápidos que necesito, América me brinda con ancho campo ilimitado á mi actividad y á mi anhelo.

Murguía escuchaba á Santiago contemplándole como el que reserva su opinion, sin participar de su entusiasmo, ni aun dar muestra de asentir á su esperanza.

— Yo pediré la mano de Valentina, prosiguió con exaltacion Santiago, y si su padre me la niega por el dia de hoy, si me impone la condicion de la fortuna, yo sabré buscarla donde se halle; ni han de espantarme la distancia ni la dificultad del camino: partiré, sabré recorrerlo y encontrarla; y cuando vuelva con ella. . .

— Hallarás que has perdido lo que dejaste!. . . interrumpió con fatídico acento Murguía.

Santiago palideció.

— Que la ausencia, prosiguió el marino, es lago de aguas muertas y apestadas que no traspasa la mujer sin respirar sus miasmas venenosos, y á cuya opuesta orilla arriban muy pocas guardando pura la fé prometida, mientras que el mayor número la pierden al entrar en él, dejándola que se hunda y se ahogue en su fondo cenagoso!

— Valentina no pertenece á ese número, profirió con arrogancia Santiago.

— ¿Has dicho que es bella?

— Como un ángel.

— La belleza y la constancia son mortales enemigos que raras veces viven sin lucha en una mujer.

— Valentina me ama.

— No lo dudo.

— Sabrá ser fiel á mi amor.

— Eso lo crees tú, lo cree tal vez ella. . .

— Entonces. . .

— Entonces, cuanto más profunda sea tu fé, más honda será la herida al arrancar el desengaño la planta con las fibras del corazon.

— Pero ¿conoces tú á Valentina?

— No.

— ¿Sabes de ella. . .

— Solo lo que tú me dices.

— ¿Cómo vaticinas de esa suerte?

— Porque así lo siento.

— Triste de mí que como tú lo sintiera!

— Mayor será el dolor cuando ménos se sospecha el desengaño.

— Te has vuelto quimérico.

— No. . .

— Pesimista. . .

— Eso, tal vez.

— Entonces no comprendo cómo en la mente que todo lo ve negro, ha podido brotar un rayo de esa luz que llaman de la gloria, ni cómo anida el valor del héroe en el pecho vacío de amor y de fé.

— ¿Sabes tú lo que es el valor? profirió Murguía friamente; pues no es otra cosa que el desprecio de la vida. A eso se tributan la gloria y los laureles y ovaciones como las que yo aquí recibo, y que hieren mis oidos y mis ojos sin penetrar hasta la mente para levantar en ella una imágen halagüeña ni ménos descender al corazon para alimentar en él un dulce sentimiento!. . .

— ¡Me hielas! y. . . no te creo!

Murguía sonrió.

— Porque no es posible que te arrojaras á arrostrar la muerte por el solo desprecio á la vida, cuando iban contigo la bandera y el honor de la patria; ni quiero ni puedo creer que si el golpe que te hirió hubiera sido de muerte, dejaras de exhalar con tu último aliento un suspiro que cuando ménos lo hubiesen arrancado al corazon el amor y el recuerdo de tu madre!

— No hablamos ahora del sentimiento de la honra de la patria ni de ese otro amor, rectificó Murguía, amor único verdadero que halla el hombre en el mundo!

Murguía acentuó de tal modo estas frases, que les dió el valor de la más terminante y amarga condenacion de todo otro amor que no fuera el verdadero de madre.

No necesitaba Santiago del talento de que estaba dotado para comprender á su amigo y decirle:

— Veo que has sentido otro amor distinto.

Murguía respondió con un movimiento afirmativo de cabeza.

— No comprendido tal vez. . . observó Santiago.

— Eso, no. . .

— Acaso burlado. . .

— Eso, quizá. . . profirió el marino.

— Así, ya no me extraña tu pesimismo por más que yo no pueda convenir… Santiago no concluyó la frase interrumpido por la presencia de otras personas.

La poblacion se hallaba otra vez en movimiento, y la amistad hubo de hacer plaza, como antes habia manifestado el jóven, á las manifestaciones de gratitud de la patria.

__________

CAPITULO V.

Una serenata en el mar.

Figuraba entre los festejos una serenata en el mar.

Los buques surtos en la bahía estaban todos iluminados.

En medio de las tinieblas de una noche tranquila, ofrecian un efecto mágico, fantástico, cien y cien faroles de colores que seguian los palos y las cuerdas dibujando las arboladuras en el oscuro fondo del cielo.

Esparcidas por toda la bahía, y en gran número rodeando la Vitoria, se hallaban cuantas lanchas habia en el puerto, muchas de ellas con varios faroles, llenas todas de gente como la cubierta de las naves mayores.

Hácia la proa de la fragata, fuera del círculo que formaban las barquillas y alejada á distancia, veíase una luz pálida que apenas reflejaba sobre la quieta superficie de las aguas.

Ninguno reparaba en aquella luz ni ménos en el pequeño esquife que la sostenia y que difícilmente se distinguiera á no ser con el auxilio de buenos anteojos marítimos de noche.

Pero á favor de este instumento se observara que la pequeña nave que parecia de léjos la pobre barquilla de un pescador que cala ó recoge sus redes, era un bote recien pintado, airoso y ligero, que se mecia blandamente en las apacibles ondas, á cuyo bordo iban un marinero y una mujer, una dama sentada á la popa sobre un paño primorosamente labrado y envuelta en un rico casimir oscuro.

El escaso fulgor de las estrellas y la luz velada del farol colocado á la proa, permitian ver bajo el ala de un sombrero de castor negro, un rostro pálido y fino, unos ojos preciosos, de mirada lánguida, una fisonomía distinguida, á la cual la melancolía del espíritu daba el último encanto de la belleza.

La dama era la duquesa de Rio-frio.

En dos grandes lanchones, á doce brazas á estribor de la fragata, hallábanse los músicos, los cuales despues de varias barcarolas y otras piezas tan bien ejecutadas como lisonjeramente acogidas, rompieron el himno compuesto exprofeso por Lorenzo.

Murguía que lo habia oido entusiasmado apenas brotó entero de la inspirada mente de su autor, lo oia ahora como si por vez primera hirieran sus notas las fibras de su corazon, pero con fuerza mayor, con mucho más vivo y hondo efecto que entonces.

Era que aquella música necesitaba además de los instrumentos que la reproducian; oirse en medio del elemento que la habia inspirado, sobre el mar, vibrando las notas entre las libres ondulaciones de la brisa, bajo la techumbre de los cielos, desde una nave y contemplando la que inspiró el grandioso canto, con sus bocas de bronce, la bandera que valiente tremoló á su estampido, y en la cubierta las figuras de sus héroes que supieron mantenerla enhiesta en formidable y desigual pelea, coronándola luego con nuevos laureles que fueron asombro de pueblos señores de los mares.

Una salva general de frenéticos aplausos, dos veces repetida, fué el digno premio que inmediatamente recogió el inspirado autor del himno.

Dos oficiales de la Vitoria en comision de sus gefes y compañeros, pasaron á la lancha donde se hallaba Lorenzo á darle las gracias y á invitarle á ir á bordo.

El ciego, conmovido, ébrio de placer, brillando los ojos, si no con la luz, con las lágrimas del gozo del alma por el triunfo alcanzado, fué conducido á bordo de la fragata donde Murguía, conmovido tambien, le felicitó de nuevo en nombre de todos sus compañeros de las jornadas del Pacífico, concluyendo con estas palabras:

— Su alma de V. noble y española estaba sin duda allí con nosotros cuando con tan sorprendente exactitud ha reproducido su génio el combate. Yo oí cuando V., quizá por vez primera, lanzó completa al aire su composicion, y conociendo en ella los motivos que la han inspirado, bendije al autor como le bendigo ahora, no por la honra inmerecida que á mí me hace, sino por la que sabe dar á la patria.

El ciego respondió semi-balbuciente de emocion:

— Yo he procurado traducir el sentimiento general de la patria hácia sus héroes, y especialmente el de esta ciudad hácia el hijo que tiene entre ellos. En Santander, bien puede afirmarse, no habrá un corazon que no lata conmovido al nombre de Alfonso Murguía.

Este último concepto hizo al marino un efecto profundo y tan raro, que no le permitió decir una palabra más.

Abrazó al ciego y fué á asomarse, para ocultar su sensacion, á la baranda del buque.

Al tiempo mismo se deslizaba por el propio costado, ligero como un pez, el bote de Isabel.

La dama alzó la vista á la fragata: su mirada se encontró con la de Murguía. A los ojos de ambos brilló entonces una chispa, rápida, súbita, breve como una exhalacion eléctrica, que les dejó deslumbrados por espacio de dos segundos.

Despues de este tiempo, ya el bote habia pasado.

Isabel llegó al embarcadero, subió al coche que la esperaba y se dirigió á su morada.

Murguía quedaba todavía asomado á la mura del buque, siguiendo con los ojos de la encantada imaginacion la fantástica sombra que acababa de cruzar á su vista.

En tanto á los oidos del ciego sonó una voz que le dijo:

— Aunque el voto mio sea entre todos el más humilde, yo tambien quiero felicitar á V. y le felicito de todo corazon.

La voz era de mujer.

Los ojos del ciego se volvieron rápidamente hácia ella; las fibras de su cuerpo se estremecieron; penetró en el pecho como un soplo de nueva vida impregnado de aromas desconocidos, y en el alma como un eco de armonías celestiales, derramando en ella un placer dulcísimo y asimismo nunca sentido.

— Con ser tan humilde, no diera yo ese voto por todas las glorias de la tierra! respondió el ciego, hablando su corazon antes que se diera cuenta de las palabras la cabeza.

Su oido siguió atento, pero ya la voz no volvió á sonar.

Al cabo de un rato el ciego preguntó á su criado, más bien su amigo, que siempre le acompañaba:

— ¿Quién fué que me dijo estas palabras?

El ciego las repitió fielmente.

— No recuerdo. . .

— Sí. . . ha sido ahora. . . La voz era de mujer.

— Son tantas las que se acercaron y te han hablado. . .

El ciego hizo un gesto do disgusto que contrastó con la benevolencia suma con que dijo estas frases:

— ¡Qué poco fijas la atencion, Tomás!. . .

Segun este nos ha indicado, eran en no escaso número las mujeres que se hallaban á la sazon sobre cubierta de la Vitoria.

En efecto. La proverbial galantería de la marina española, tuvo ocasion de mostrarse una vez más esa noche invitando á subir á bordo de la fragata á varias familias que se habian acercado con las lanchas á oir la serenata, además de otras que anticipadamente lo habian sido.

No era posible, pues, que terminara la velada marítima, sin que la oficialidad del buque obsequiara con un bufet no ménos exquisito por ser improvisado, á las señoras y á los caballeros y sin que la música del buque amcnizara el acto con algunas piezas que pronto se convirtieron en valses y polkas, tomando la reunion, como cosa no preparada, el carácter de una tertulia de confianza.

Con esta ocasion no faltó quien pensara en añadir el canto á la amenidad de la velada.

No habian de negarse las bellas á una peticion que era más bien otra muestra de galantería que la exigencia de un sacrificio.

Despues de algunas canciones españolas, una jóven de voz de ruiseñor, lanzó al aire una barcarola, que desde las primeras notas suspendió las conversaciones todas, logrando general y profunda atencion.

— ¡Preciosa niña! dijo Murguía á Santiago, que estaba á su lado.

— Esa es, pues, Valentina, profirió con orgullo el mancebo.

Murguía le miró, mientras Santiago le decia:

— ¿Comprendes ahora mi afan?. . .

El marino hizo un pausado movimiento afirmativo de cabeza, diciendo al propio tiempo:

— Sí, lo comprendo!. . .

— ¿Es bella?

— ¡Mucho!

— ¡Me ama con vida y alma!. . .

— Lo creo.

— ¿Y crees que pueda olvidar. . .

— Olvidar. . . es muy difícil. . .

— ¡Es imposible! repuso Santiago.

En los lábios de Murguía palpitó una frase que no dejó salir la reflexion recogiéndola súbitamente.

En el instante mismo el ciego preguntaba:

—¿Quién canta?

— Valentina Santillana, le contestaron.

Acababa de reconocer la voz que al hablarla momentos antes habia hecho vibrar tan dulcemente las fibras de su pecho.

La fisonomía de Lorenzo volvió á transformarse al oir de nuevo la voz de Valentina, á cuyo timbre sonoro y dulce unia el doble encanto esta vez de la inteligencia y del sentimiento del arte.

El ciego se hizo guiar á donde estaba la jóven, y la dijo:

— Vengo, señorita, no á pagar una deuda de cortesía, sino á dar á V. mis pobres plácemes con toda la espontaneidad de mi alma.

Valentina respondió á la felicitacion del ciego con una simple frase que dijo medio distraida, abrumada y turbada por un sin número de felicitaciones que á la par se la dirigieron.

Lorenzo comprendió que su voz apenas habia sido cscuchada en medio de tantas que á un tiempo sonaban lisonjeras en los oidos de Valentina, y volviéndose con reprimido pesar al que le acompañaba, le dijo:

— Vamos, Tomás.

—¿A casa ya?

— Sí, á casa.

El ciego se despidió de los jefes del buque y abandonó la fragata.

Mientras cruzaba las plácidas aguas volvia atrás el rostro como si doliera al corazon dejar el buque donde quedaba todavía Valentina, y en tanto que la mente se gozaba en la contemplacion de una imágen de belleza, extasiábase el corazon cantando bajo la barcarola que ella habia cantado.

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CAPITULO VI.

Espinas entre laureles.

Tiene la gloria dulcísimos encantos especiales cuya sublimidad solo es dado gozar y percibir al corazon enamorado.

Las ovaciones de todo un pueblo, las coronas ofrecidas por príncipes y reyes á la heroicidad y al génio, si conturban más la cabeza, hablan ménos al corazon que la palabra dulce de la mujer amada, al ofrecer el reposo de su seno al héroe rendido de la fatiga del combate, ó al artista y al poeta abrumados con el peso de su propio triunfo.

¡Ingrato y duro lecho el lecho de laureles cuando en él respira el corazon solo, sin otro corazon que á su lado y á compás palpite respondiendo á sus latidos; cuando en la frente sudorosa no se siente el dulce contacto de una mano delicada que aparta las sombras importunas de la pasada lucha y deja solo que bata sobre ella sus alas y la refresque el ángel de la Victoria!

¡Triste noche la del marino, triste tambien la del pobre ciego!

Lorenzo no podia dormir sobre sus laureles.

Sentia que mortificaban su cuerpo y su espíritu raras y ocultas espinas que mantenian en vela cruel el pensamiento, sin que bastáran á adormecerle los ecos de su reciente triunfo que lisonjeramente sonaban aun en sus oidos.

Era que entre esos ecos percibia la célica voz de Valentina, era que entre las plácidas imágenes que blandamente se mecian entre las ondas de la mente, levantábase la imágen de la doncella radiante de juventud y de hermosura, tierna y sensible y enamorada, pero pasando rápida sin detenerse como una estrella desprendida; como la blanca nube que cruza la esfera empujada por el viento en la callada noche, fugaz como la estela que deja el rápido buque en la líquida superficie iluminada por la luna, como una sombra, en fin, que se alza y se desvanece en la imaginacion en medio del sueño.

Lorenzo no habia podido ver á Valentina. Sus ojos velados no conocian los delicados perfiles que formaban su fisonomía, expresion acabada de la belleza de la línea, ni los encantos con que la realzaba su espíritu asomado siempre á sus ojos y á su boca.

Mas, ¿qué importaba eso para comprenderla, para sentirla con todos los atractivos de su hermosura?

Tampoco habia visto ni aun oido el combate de la marina española bajo los muros del Callao, y no obstante, en su corazon y en su mente se dejaron sentir el estruendo y las voces de la batalla, el horroroso cuadro se pintó en su imaginacion fielmente, con toda su grandiosidad, y así brotó del conjunto de su música, valiente horrísono, grande como el hecho mismo y flotando sobre él el espíritu sublime que animaba á sus héroes.

Así sentía y así veia el ciego á Valentina con los ojos de su exquisito sentimiento, habiendo bastado al oido escuchar su canto y su palabra y al corazon respirar el aire impregnado del aroma de sus lábios.

Si fuera posible que Lorenzo trocára el canto por el pincel, Valentina saldria retratada sobre el lienzo con la verdad artística con que surgiria sin duda de sus inspiradas notas.

Más en vano queria la mente retener la encantada imágen, y en vano queria gozarse en su contemplacion: un recuerdo importuno se interponia cubriéndola como negra nube á los ojos del alma, el recuerdo de la indiferencia de Valentina cuando el ciego llegó á ella á felicitarla; y entonces la ilusion dulcísima se trocaba en triste desencanto, y la plácida sonrisa de los lábios huia impelida por los suspiros amargos del pecho, en pos de la imágen adorada que se alejaba hasta desaparecer de los horizontes del pensamiento.

Situacion distinta la de Santiago.

No era dado todavía á este dormirse sobre laureles como los conquistados por el ciego y Alfonso de Murguía; pero sentíase cuando ménos igual en fuerza de talento al primero, con poderoso aliento como el segundo para valerosas empresas, y con la ventaja sobre ambos de ver delante de sí como brillante y seguro norte el amor de Valentina.

Nuevo incentivo á su llama era en esa noche el triunfo de la doncella, sobre todas las que cantaron en el buque.

Las muestras entusiastas de aprobacion y los plácemes llenaron de orgullo á Santiago, llevando su pasion á los últimos límites del encanto y del deseo.

No pudo ya reprimir el jóven por más tiempo el de presentarse en solicitud de la mano de su amada.

Debia de pensar y pensó en lo que esta le habia revelado acerca de las miras del padre; pero contrarestaron sus temores sobre este punto, la seguridad en la prometida fé de la hija, y la conciencia del propio valer que sabria arrumbar todo género de obstáculos.

Con aquel ánimo y esta conviccion llegó el mancebo á la presencia del padre.

Era éste un hombre cuyo corazon nos revela desde luego lo que hemos oido de boca de Valentina.

Don Juan Santillana juzgaba que no cabia el bienestar en la vida sin medios positivos de fortuna suficicntes á satisfacer holgadamente las necesidades.

No por esto prescindia de la honra ni mucho ménos: hubiera negado la mano de su hija á un príncipe si viera en él la nobleza del carácter más baja que la de su título, y la concediera al hombre de más humilde clase, viéndole estimable y digno; pero siempre con la invariable condicion de fortuna segura y bastante á las exigencias de la vida.

Hallábase paseando en el jardín de su casa cuando se presentó á él Santiago.

Don Juan que ya le conocia, le recibió con grande afabilidad felicitándole por haber obtenido despues de brillantes exámenes, el título de ingeniero.

Vió en esto el mancebo un buen augurio, que acabó de alentarle, y profirió:

— Los que nacimos pobres estamos obligados á suplir con nuestro ahinco y nuestro ingenio la falta del favor de la suerte.

— ¿Qué entiendes tú por favor de la suerte? preguntó D Juan. No está averiguado todavía si consiste en nacer pobre ó rico. Á veces la fortuna del nacimiento trae una tal cadena de desgracias que no concluye sino con la muerte más infeliz.

—No lo negaré.

—El favor de la suerte, al venir al mundo, lo lleva el hombre aquí. . . y aquí, repuso D. Juan señalando la cabeza y luego el corazon.

El semblante de Santiago se iluminó con la luz del amor propio satisfecho y de la esperanza de su amor.

No se avenian por cierto estas frases del padre con lo que la hija le habia revelado.

El engaño no pesaba en verdad al mancebo, que se apresuró á decir:

— La opinion de V. me llena de gozo porque reconoce el único título con que puedo yo acompañar la pretension que traigo cerca de V. Yo no tengo bienes de fortuna que deba á la que gozaron mis padres, pero tengo el conocimiento de los caminos por donde se la encuentra, y me sobran alientos para lanzarme en pos de ella hasta lograrla. Por grande que esta sea un dia, mi amor y mi deseo me impelen á ponerla á los piés de una doncella digna y honrada: es Valentina, y vengo á solicitar respetuosamente á su padre el honor y el bien de la mano de la hija.

— Honrado eres y bien nacido, Santiago, respondió D. Juan; cuando llegues al logro de tus aspiraciones de posicion, ven á mí, y si mi hija consiente, no ha de negarte su padre la solicitud de su mano.

Santiago palideció.

Al cabo de un momento dijo:

— Valentina es la luz de mi inteligencia, el sentimiento que da impulso á mi corazon; con ella, no habrá obstáculo que yo no venza. . .

Don Juan comprendió toda la significación de estas frases y replicó:

— Si la amas, sabrás vencerlos sin ella, y por ella.

Era ya excusada toda otra réplica.

Santiago no insistió.

El pensamiento del padre era claro y su resolucion firme. Se revelaban una y otra en sus palabras explícitas y concretas, en su tono reposado y seguro.

Valentina habia predicho bien el resultado de la peticion.

Santiago permaneció un instante mudo el labio y los ojos bajos.

Luego alzó la frente y profirió:

—Voy á buscar la posicion positiva que V. exige: entretanto ¿puedo llevar conmigo la promesa de V. como principal fundamento de mi esperanza?

Con el aplomo con que antes habia hablado respondió el padre:

—Los sentimientos, Santiago, pueden variar y suelen variar con el tiempo, y las circunstancias. . .

— No el de mi amor á Valentina, replicó vivamente el mancebo.

— Sois jóvenes ambos. . . Yo no puedo fiar mi palabra á las mudanzas de la juventud y del tiempo.

Esta última respuesta hirió á Santiago en lo que tenia de más sensible: su amor propio y su orgullo.

Irguió sin insolencia, pero con altivez la cabeza y concluyó:

— Al lado de mi amor se levanta en esta ocasion el sentimiento de mi dignidad: tengo la conciencia de ellos y sabré cumplir con lo que de mí exigen ambos.

Santiago saludó al padre de su amada y abandonó el jardin.

Valentina habia estado contemplando á distancia la entrevista.

Si no pudo oir las palabras las habia leido sin duda en el semblante de su padre y mucho mejor aun en la expresiva fisonomía de Santiago.

Cuando vió que este se marchaba, adelantóse la doncella saliéndole al paso.

Encontráronse ambos y por breves instantes se detuvieron.

Los ojos hablaron antes que los lábios.

— Ni la promesa de la esperanza!. . . profirió Santiago.

— Llevas en cambio toda la mia; mi fé invariable te la asegura! dijo con firmeza Valentina.

Santiago cogió y besó amorosamente su mano y se alejó.

— Gloria, fortuna. . . yo sabré traeros á mí! se decia mientras la doncella le acompañaba con amantes ojos enviándole un suspiro de amor y de ternura.

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CAPITULO VII.

Pequeñez y grandeza, todo en una pieza.