Juicios sumarios - Rosario Castellanos - E-Book

Juicios sumarios E-Book

Rosario Castellanos

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Rosario Castellanos logró el ideal del crítico: no dejarse llevar por simpatías o por antipatías, no involucrar su pensamiento político con el del autor del libro comentado, leer sin prejuicios, entrar a cada libro con una inocencia absoluta, dispuesta a dejarse deslumbrar, creyendo siempre en el autor. Con estas premisas, Rosario Castellanos lleva a cabo, en este segundo volumen de "Juicios sumarios", una revisión de la literatura europea contemporánea, deteniéndose en dos figuras paradigmáticas: Simone de Beauvoir y Virginia Woolf. De la primera, analiza particularmente sus memorias ("Memorias de una joven formal" y "La plenitud de la vida") para mostrar la lucidez con que Beauvoir desenmascara los mitos de la condición femenina y apunta las implicaciones de una vida plena. Y de Virginia Woolf, analiza "Un cuarto propio" y "Tres guineas" para descubrir la sutileza y decisión de sus argumentos en favor de la independencia de la mujer y, como resultado, de la construcción de un mundo más habitable. El volumen también incluye otros escritos sobre temas como la antinovela francesa, la poesía y la crítica

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Fotografía: Ricardo Salazar.

Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, Israel, 1974), novelista, poeta, ensayista y diplomática, ejerció el magisterio en la UNAM y en las universidades de Wisconsin y de Bloomington, así como en la Hebrea de Jerusalén. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializadas en México y en el extranjero. Recibió los premios Chiapas, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Trouyet. De su autoría, el FCE ha publicado también en versión electrónica Juicios sumarios II,El mar y sus pescaditos y Tablero de damas, entre otros.

LETRAS MEXICANAS

Juicios sumariosENSAYOS SOBRE LITERATURAII

ROSARIO CASTELLANOS

Juicios sumarios

ENSAYOS SOBRE LITERATURA II

Primera edición, Editorial de la Universidad Veracruzana, 1966 Segunda edición (en dos tomos), FCE/CREA, 1984 Primera edición electrónica, 2017

D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5475-5 (ePub, obra completa)ISBN 978-607-16-5477-9 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

JUICIOS SUMARIOSENSAYOS SOBRE LITERATURAII

Sobre literatura francesa

Las amistades peligrosas

Simone de Beauvoir o la lucidez

Autobiografía

La palabra

Las desgracias de Margarita

Sartre

Simone de Beauvoir o la plenitud

Las fuerza de las cosas

El amor en Simone de Beauvoir

Moderato Cantabile

Los antinovelistas franceses

Sobre literatura alemana

La Alemania de Heine

Gothold Lessing

La novela póstuma de Brecht

Thomas Mann y las figuras paradigmáticas

Musil y el amor como vía de acceso a la autenticidad

Sobre literatura inglesa

Virginia Woolf o la literatura como ejercicio de la libertad

Asesinato en la catedral

De la poesía y la crítica según T. S. Eliot

Cefalú

Sobre literatura japonesa

Kappa y Los engranajes, una literatura de la derrota

Sobre literatura

El fin de la inocencia

El escritor y su público

El literato, ente biológico

Problemas de la novela

Sobre la libertad de expresión (A propósito de Los hijos de Sánchez)

ENSAYOS AUTOBIOGRÁFICOS

Una tentativa de autocrítica

Escrituras tempranas

Traduciendo a claudel

Si “poesía no es eres tú”, entonces ¿qué?

La angustia de elegir

Los narradores ante el público

JUICIOS SUMARIOS

ENSAYOS SOBRE LITERATURAI

Sobre literatura francesa

 

 

“LAS AMISTADES PELIGROSAS”*

ENTRE los historiadores del pensamiento filosófico hay quienes lo conciben como una oscilación continua entre dos polos: el objetivo y el subjetivo. Las épocas se distinguen y se caracterizan por su actitud. Unas veces es de asombro ante el universo, de inquisición acerca de las leyes que rigen las apariciones y las relaciones de los fenómenos, de búsqueda de la Causa única que explique y englobe dentro de sí a todas las causas particulares. Otras veces la actitud es de recogimiento hacia la interioridad. El hombre se descubre y queda perplejo ante el panorama vasto y variado que le ofrecen sus propios problemas epistemológicos, éticos y psicológicos.

Este movimiento pendular permite a los historiadores establecer semejanzas entre épocas muy distantes y condiciones culturales muy diferentes. Así es como el alemán Wilhelm Windelband halla “todos los rasgos de la sofística griega en la filosofía de la Ilustración que se desenvuelve aproximadamente en el siglo XVIII”.

Este llamado Siglo de las Luces es el del entusiasmo por la razón, el del apogeo de la idea de libertad, el de la exaltación del individualismo. Tal espíritu se inicia en Inglaterra con las doctrinas empíricas de Locke, Berkeley y llega a su culminación con Hume. De allí pasa al continente europeo, y en Francia, al entrar en contacto con algunos aspectos de la tradición cartesiana (especialmente los que se refieren a las teorías físicas y a la concepción de los animales como máquinas), se convierte en un materialismo del que son los principales exponentes Condillac y La Mettrie.

En Alemania la Ilustración se apoya en la filosofía de Leibniz (reducida a sistema y a manual por Christian Wolff) y se desenvuelve hasta el criticismo de Kant, donde encuentra perspectivas más amplias y nuevas soluciones a los problemas fundamentales.

La Ilustración, al igual que la sofística —sigue diciendo Windelband—, representa

el mismo retorno al sujeto, el mismo apartamiento lleno de tedio de las sutilezas metafísicas, la misma preferencia por una consideración empírico-genética de la vida anímica del hombre, el mismo afán de investigar la posibilidad y los límites del conocimiento científico y la misma pasión por la disputa en torno de los problemas de la organización social. En fin, no menos característico es para ambos periodos la penetración de la filosofía en los amplios círculos de la cultura general y el cruce del movimiento científico con el literario.

Examinemos esta última aseveración, que es la que más directamente nos atañe. Según don Agustín Millares Carlo, en su Historia universal de la literatura, las tendencias de la novela dieciochesca son muy disímiles. Se cultivan con igual fervor y con parejo éxito los géneros más variados. El de aventuras, por ejemplo, cuya máxima expresión es ese relato de Daniel de Foe que lleva el nombre de su protagonista: Robinson Crusoe. Representa al hombre, al individuo aislado, enfrentándose a la hostilidad de la naturaleza, sin más recurso que la razón que le permite penetrar sus secretos y dominarla; sin más armas que su capacidad de crear instrumentos que habrán de satisfacer sus necesidades y suplir sus carencias.

En el género satírico tenemos los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, alegoría de la que se concluye un relativismo sin paliativos, y el Cándido de Voltaire, en el que se ridiculiza el optimismo tan en boga en aquellos tiempos.

En las novelas psicológicas (los modelos del género lo constituyen entonces la Historia de Manon Lescaut y el Caballero des Grieux, escrita por el abate Prevost y Las cuitas del joven Werther de Goethe) se describen con minuciosidad, exactitud y verismo los más ligeros matices y los movimientos más fugaces de los estados de ánimo.

Los sentimientos, considerados como una de las partes esenciales del hombre, se reconocen como lícitos y se enaltecen con el afán de lograr la plenitud, en su lucha contra los prejuicios y las instituciones sociales que tienden a disminuirlos, a subordinarlos a otro tipo de intereses, a hacerles perder su autenticidad. En este terreno son varios los títulos y autores que gozaron de fama e influencia. Citaremos únicamente a los que guardan alguna relación con la novela que estamos prologando: Clarissa Harlowe, cuyas aventuras y desventuras son redactadas en forma epistolar por el inglés Samuel Richardson, Juan Jacobo Rousseau, que convierte a su personaje, Julia, en una Nueva Heloísa, y Bernardino de Saint Pierre, que sitúa en un ambiente exótico el idilio de Pablo y Virginia.

De la novela didáctica el cultivador más distinguido es Goethe, en sus libros Las afinidades electivas y Los años de aprendizaje deWilhelm Meister. Al cultivar este género declara su convicción, muy de la época, de que el hombre es un producto del medio y que su naturaleza es susceptible de ser corregida y mejorada, hasta alcanzar el grado de excelencia propio únicamente de lo humano, gracias a la educación que le inculca principios morales, que le revela conocimientos y que le proporciona la noción de lo que es la felicidad y de los medios idóneos para lograrla.

Pero Millares Carlo, que no desdeña citar un género de tan escaso relieve como el de las novelas misteriosas o terroríficas de Walpole y Ana Radcliffe, pasa por alto —como para no contaminarse— la abundante bibliografía de obras que se denominan galantes, a falta de un término mejor. Destacan entre la turbamulta de esos autores los nombres del marqués de Sade y la novela única de Choderlos de Laclos: Las amistades peligrosas. Aquí la luz de la razón ilumina hasta los más tenebrosos abismos del instinto e intenta reducir a su imperio a lo que por antonomasia se consideraba irreductible a él: las pasiones.

Leopoldo Rodríguez Alcalde, en su Hora actual de la novela en el mundo, confiesa que jamás ha sentido tan cerca el soplo del mal como con la lectura del libro de Laclos; que nunca ha asistido a un análisis más concienzudo y penetrante de la perfidia ni ningún trágico héroe de Dostoievski o de Mauriac iguala a los personajes de Las amistades peligrosas. A este nivel tiene que corresponder, de manera forzosa, un estilo tan sobrio, tan claro, tan despojado de superfluidad que uno de los comentadores más enterados de la obra de Laclos, Jean Mistler, no resiste la tentación de calificarlo como “notación algebraica”.

¿Frialdad? No, distancia. Esa distancia que, según Simone Weil, es el alma de lo bello. A pesar de que cada uno de los protagonistas de Las amistades peligrosas habla siempre de sí mismo en primera persona, el autor no se convierte jamás ni en su cómplice, ni en su testigo de cargo o descargo, ni en su juez. Es un observador, en el mismo sentido en que lo es el sabio cuando se inclina ante una probeta para seguir el comportamiento de elementos químicos diversos y hasta contrarios que, al mezclarse, producen una reacción cuya fuerza puede llegar hasta la catástrofe.

La comparación entre Laclos y el sabio, y sus personajes y los elementos químicos no es caprichosa. Por algo se ha sostenido que Las amistades peligrosas es a la literatura del siglo XVIII lo que “el hombre máquina” de La Mettrie es a la psicología mecanicista de la época.

Pero es tiempo ya de referirnos más particularmente a Laclos. Su nombre completo fue Pedro Ambrosio Francisco Choderlos. Nació en Amiens, de una familia bien establecida, en 1741 y se dedicó a la profesión de las armas. Sirvió primero al rey, quien le encargó importantes fortificaciones. Luego a los revolucionarios, entre los que fue uno de los principales agentes de la facción de Orleans. Y por último al Imperio napoleónico, que lo había comisionado en Tarento, Italia, lugar de su muerte en 1803.

Como se ve, Laclos no era un hombre de convicciones políticas muy firmes, sino un militar de carrera. No obstante supo, desde temprano, “alternar la pluma con la espada”. Publicó versos insignificantes en El Almanaque de las Musas. Compuso el libreto de una ópera cómica fracasada. Redactó memorias castrenses sin interés. Nada anunciaba su talento literario y, sin embargo, durante una licencia concedida por sus superiores en la primavera de 1782, da a la imprenta en París su obra maestra: la novela que lo rescata para siempre de la mediocridad y del anonimato: Las amistades peligrosas.

Su éxito fue tan fulminante que pronto se convirtió en escándalo. La sociedad de entonces que, como dice Mistler, no reconocía más ley que la voluptuosidad, se horrorizaba al ver desencarada su moral, esa moral que habría de desembocar, con Bentham, en la aritmética de los placeres.

Todo este revuelo contribuyó naturalmente a que las ediciones se multiplicasen y se difundiesen hasta que, en los tiempos de la restauración, fueron prohibidas. La disposición no únicamente fue tardía sino también inútil. Las amistades peligrosas continuó siendo leída, admirada hasta la forma más vil del homenaje, que es la imitación.

Muchos autores de valía consagraron su pluma al comentario de Laclos. Desde madame de Staël hasta Malraux, pasando en el siglo XIX por Stendhal, Nerval, Baudelaire, los hermanos Goncourt y Taine, y en el siglo XX por Giraudoux, Lacretelle y Maurois.

¿En qué reside el mérito, el encanto, la perdurabilidad de Las amistades peligrosas? Desde luego no ha de ser en su filiación con Clarissa Harlowe, con la cual se emparenta por el desarrollo en forma de cartas y por el destino de los seductores, Lovelace y Valmonte, muertos a manos de un amante despechado y vengativo. Clarissa Harlowe, el antecedente, el modelo, ha sido casi olvidado, en tanto que Las amistades peligrosas continúa en plena y total vigencia.

Se aducirá la capacidad de condensación del autor. En apenas cuatro meses se plantean, se desenvuelven, se cumplen y alcanzan hasta sus últimas consecuencias una serie contrapuntística de anécdotas y de intrigas. Se aplaudirá la sobriedad del estilo; la asepsia, más que la limpieza, para manejar un tema de por sí escabroso. Pero esto no es más que una serie de consecuencias de una primera premisa: la concepción estricta, coherente del mundo y de la fatalidad “seca y neta” que pesa sobre los seres que lo habitan.

Cuando el autor pone a prueba su capacidad creadora logra que sus ideas abstractas encarnen en personajes vivos, en situaciones cargadas de emoción, violencia y dramatismo, en desenlaces inflexibles. De la galería de figuras, trazadas con firmeza y rasgos esenciales, sobresalen dos, ambas mujeres, aunque su antagonismo no pueda ser más extremo: la marquesa de Marteuil, cínica, y la presidenta de Tourvel, devota.

No, no temamos que Laclos nos endilgue con una aburrida disertación sobre el mito del “eterno femenino” manifestado en sus polos opuestos. Al contrario. Nos pondrá en contacto íntimo con dos seres muy concretos, muy bien colocados en su lugar y en su hora, fieles a las tendencias de su naturaleza propia (racional una, otra emotiva), que harán corresponder a ella sus actos y que desembocarán en ese fin intransferible que les han preparado su conducta y sus decisiones. Hasta el azar tiene aquí cara de destino.

Laclos describe, con la impasibilidad de un dios, los sucesos que acontecen a sus creaturas. No muestra simpatía ni condenación por ninguna, se rehúsa a calificarlas. Aunque en el prefacio haga una reverencia a sus posibles censores, declarando que pretende rendir con su novela “un servicio a las costumbres, descubriendo los medios que emplean aquellos que las tienen malas para corromper a los que las tienen buenas”.

¿Cuáles eran esas costumbres? Simone de Beauvoir va a decírnoslo, en lo que se refiere a las mujeres. Es un texto breve que hemos entresacado de su ensayo sobre El segundo sexo.

En el siglo XVIII la libertad y la independencia de la mujer se acrecientan. Las costumbres permanecen, en principio, severas: las jóvenes no reciben más que una educación sumaria. Se les casa o se les envía a un convento, sin consultarlas. La burguesía, clase en ascenso, cuya existencia se consolida, impone a la esposa una moral rígida. Pero en revancha, la descomposición de la nobleza permite a las mujeres de mundo las mayores licencias y la alta burguesía misma está contaminada por esos ejemplos: ni el convento ni el hogar conyugal logran contener a las mujeres. Una vez más, para la mayoría de ellas, esta libertad sigue siendo negativa y abstracta; se limitan a buscar el placer.

Estas reflexiones parecen extraídas directamente de los fragmentos autobiográficos de la marquesa de Marteuil:

Aún no tenía quince años —dice— y ya poseía dotes a las cuales la mayor parte de nuestros políticos deben su reputación y por entonces todavía no tenía más que los primeros elementos de la ciencia que quería adquirir.

Comprenderéis que, como todas las jóvenes, trataba de adivinar el amor y los placeres... pero sólo tenía ideas vagas, que no podía concretar. La naturaleza misma, de la que seguramente después tuve que alabarme, no me mostraba todavía ningún indicio... Sólo desarrollaba mi inteligencia. No deseaba gozar; sólo quería saber el deseo, y de instruirme me sugería los medios para lograrlo.

A diferencia de las mujeres irreflexivas, la marquesa de Marteuil no confunde jamás la pronunciación de dos palabras tan semejantes como sensación y sentimiento. Aparte el deseo del amor y por un método frío y calculadamente experimental, va descubriendo las maneras de satisfacer sus voluptuosidades. Se somete al matrimonio para salvaguardar su fama y asegurar su posición ante el mundo; pero la suerte viene en su auxilio y queda en el estado perfecto: la viudez. Durante su luto se dedica a la lectura.

Estudié —añade— nuestras costumbres en las novelas, nuestras opiniones en los filósofos; inclusive averigüé qué es lo que exigían de nosotras los moralistas más severos, y de este modo me aseguré de lo que podía hacer, de lo que se debía pensar y de lo que era preciso parecer. Una vez informada sobre estas tres cuestiones sólo la última presentaba algunas dificultades en su ejecución.

Armada así se lanza al seno de la sociedad y se las ingenia siempre para mostrarse irreprochable, para aparentar ser inaccesible. Se cree nacida para vengar a su sexo y dominar al contrario. Sin embargo es un seductor (que, como todos, persigue a las mujeres, las cambia, las abandona, en un intento fallido de afirmar su virilidad, de constituirse, de ser) el que la vence, y en su propio terreno: el de la intriga.

En cambio la presidenta de Tourvel bien podría representar a la esposa burguesa a la que se impone una moral rígida. La acata no sólo exteriormente sino desde el fondo de su intimidad y de allí nace el poderoso conflicto de su corazón cristiano entre el deber y el amor. El contacto brusco con el mal, su caída repentina, le produce remordimientos que, como en tantas almas sensibles, terminan transformándose en enfermedades físicas y aun en la muerte.

¿Y Cecilia Volange no es una de esas jóvenes de “educación sumaria”, de cuyo destino disponen los mayores sin su consentimiento? Pero los prejuicios de su clase y los intereses de su familia la rozan únicamente de un modo epidérmico. A la primera ocasión cede a una sensualidad ingenua, espontánea, de pequeño animal.

Hay otras figuras secundarias: la madre de Cecilia, incomprensiva, torpe, doliente; el caballero Dancenny, enamorado y tímido; la anciana madame de Rosemonde, cuya edad y cuya virtud no la hacen intolerante para las penas amorosas.

Pero dejemos que el interés del lector, siempre creciente, vaya descubriendo la trama de la novela, tan simple y, a la vez, tan prodigiosamente compleja. Y vayamos, por fin, a lo que más nos interesa destacar de ella: su actualidad.

Recientemente se filmó en Francia Las amistades peligrosas. Esto dio origen a una polémica nacional cuyo resultado fue que las autoridades prohibiesen la exhibición de la película en el extranjero. ¿Por qué? Porque continúa privando el criterio superficial de que Las amistades peligrosas no tiene más intención ni más alcance que los meramente pornográficos.

Creemos haber expuesto ya suficientemente que el significado de la obra de Laclos es mucho más profundo y verdadero. Para las generaciones de escritores contemporáneos —tan subyugados por los estratos más bajos de la inconsciencia, por los extravíos del instinto, por los balbuceos casi dementes del estilo, por las más abyectas formas de la vida— Laclos debe ser una lección útil y valedera. Aunque desechemos, por caduco, el esqueleto de su concepción mecanicista del mundo y de la conducta de los hombres, queda en pie, intacto, su inmarcesible ejemplo de rigor, de lucidez y de objetividad.

 

 

SIMONE DE BEAUVOIR O LA LUCIDEZ

LA LUCIDEZ, aparentemente, es una cualidad (¿o una desgracia?) que se acuerda a las mujeres con suma parsimonia y escasísima frecuencia. Para no negarles toda posibilidad de conocimiento se les concede, en cambio, el relámpago fugaz de las intuiciones que alumbra un fenómeno (desligado en forma total de los demás, sin relaciones de causa y efecto, único y, por tanto, falso) sin que se requiera ninguna disciplina previa, ningún interés racionalmente orientado, ningún esfuerzo de la inteligencia ni de la atención, ninguna constancia de la voluntad.

La mayoría de las mujeres aceptan de buena gana, y hasta con gratitud, este don y se aplican a emplearlo en los terrenos que les parecen más propicios: la mística, la poesía. Ambas actividades satisfacen, además (¡y con qué amplitud!) su narcisismo peculiar: ser la elegida de un dios, infalible en sus juicios, escrutador de las más recónditas virtudes, discernidor de premios a los méritos. O reflejar, en cada página, en cada renglón, una imagen encantadora en que la belleza del cuerpo se complementa con atributos más altos y variados del espíritu: el ingenio, siempre oportuno, la libertad de las decisiones, la audacia de los actos (que no se reivindican más que para este caso excepcional), el triunfo rutilante o el noble fracaso, que es el sello que llevan en la frente las criaturas superiores.

En los libros manufacturados por mujeres encontramos, con una fatigosa insistencia, un pequeño sistema planetario cuyo centro lo constituye la autora y a cuyo alrededor giran obedientes satélites entonando coros de alabanza: hombres enamorados hasta la muerte o hasta el matrimonio; rivales tan presuntuosas como inofensivas; villanos ineficaces. En sus movimientos no hay autonomía. Están allí para representar, de modo tangible, los delirios del subconsciente de la autora, que se desnuda sin ningún pudor y, lo que es más grave aún, sin ninguna advertencia.

Hay otro tipo de mujeres (ya no tan común y corriente) que reflexiona sobre los atributos que le reconoce la tradición y sobre el papel que le designa y el puesto que le señala en el mundo de la ciencia y de las artes. Para conformarse con su condición tales mujeres recurren a la palabra destino: biológico, social, histórico. Las glándulas femeninas limitan su actividad cerebral y volitiva para conservar intactas sus aptitudes maternales y eróticas; la organización de la sociedad la coloca en un plano en el que la instrucción queda fuera de su alcance. O no cuenta con los medios económicos indispensables o no existen los establecimientos adecuados o no recibe el visto bueno de quienes la rodean. La historia, con sus siglos, sanciona estas costumbres que algunas sufragistas ridículas y mal vestidas han intentado liquidar. La consigna primera es entonces: tratar de no parecerse a ellas. No rebelarse, con demasiada indiscreción, ante los prejuicios; por el contrario, defenderlos hasta el masoquismo; exaltar las características que son el núcleo de la femineidad; atravesar las horcas caudinas que imponen los convencionalismos y después de haber deformado así todo impulso espontáneo, de haber borrado hasta el más mínimo rasgo de originalidad, de haberse revestido totalmente de hipocresía, emprender alguna carrera, seguir cualquier vocación, sin cesar de pedir disculpas por ello.

Para ahorrar vergüenza a la especie humana, existe aún otro género de mujeres: las fuertes, las obstinadas, las que desconfían de lo que se les predica, las que se sacuden el yugo que las embrutece, las libres. A este género, con dos actitudes radicalmente distintas, pero igualmente fecundas, pertenecen dos Simones: Weil y De Beauvoir. Ambas francesas, ambas contemporáneas.

Sobre la primera, muerta ya, no puede aún hacerse un balance definitivo, porque sus manuscritos siguen apareciendo en los sitios más insólitos y tratando los temas más disímiles. Todavía no termina de completarse esa figura suya, tan patética, tan atormentada y, sin embargo, tan serena para mirar de frente a la verdad, tan pura como para poder “contemplar la mancha”, tan íntegra que no se permitió jamás hacer una afirmación que no estuviese dispuesta a transformar en acto; tan humilde, en su tenacidad para aprender, tan solitaria y, sin embargo, tan solidaria con los débiles, con los perseguidos, con los desterrados. Tan heroica que, una vez aceptada una convicción, fue capaz de sostenerla más allá del sacrificio, del dolor y de la muerte.

En muchos aspectos Simone Weil es un personaje medieval. En cambio Simone de Beauvoir representa la época moderna, con todas sus contradicciones y dudas, con su tránsito de una ideología de clase a otra que abarque a la humanidad entera; con su racionalismo de tan buena ley que no castra ninguno de los ímpetus vitales ni coloca en un sitio abstracto (el cielo, el futuro) la posibilidad de ser feliz, de realizar plenamente todas nuestras facultades. Donde el análisis es un instrumento eficaz para hacer que se desvanezcan los fantasmas, que se derrumben las ilusiones y que hagan su aparición y se manifiesten los objetos en su realidad concreta y en su situación verdadera.

AUTOBIOGRAFÍA

Simone de Beauvoir, después de haber publicado un conjunto de obras singularmente interesantes que van desde el ensayo hasta el reportaje, pasando por el teatro y la novela, acaba de terminar el primer tomo de su autobiografía que aparece bajo el título de Memoires d’une jeune fille rangée y que se ha traducido (con poco acierto, según nuestro entender) como Memorias de una joven formal. Nos atreveríamos a proponer algo, que si bien tampoco es una traducción literal, por lo menos da una idea más apropiada de lo que la autora quiso decir: Memorias de una muchacha decente, en el sentido que entre nosotros guarda esta última palabra de pertenecer a cierto rango social y económico y de profesar un tipo de pensamiento más bien conservador y observar una forma de conducta más bien estricta y apegada a las más rígidas normas.

Aquí, como en todos los libros de Simone de Beauvoir, el estilo es moroso, no porque busque el preciosismo ni se extasíe en sus hallazgos, sino porque va descubriendo, poco a poco, los aspectos más escondidos de las cosas, los procesos más sutiles de una conciencia primero infantil y después adolescente, con una furiosa y empecinada ansia de madurez.

Su dedicación a la vida intelectual no se interpreta por Simone de Beauvoir ni como un misterio insondable, ni como un signo de predestinación, que resultaría incompatible con las tesis existencialistas, sino como el resultado de una elección libre, hasta donde la libertad puede ejercerse dentro de un marco de circunstancias particulares. Coherente con las teorías que sostiene en El segundo sexo, Simone de Beauvoir escoge un proyecto de vida “en situación”. Y esta situación se la da una familia de la alta burguesía francesa que, en el caso del padre, aún aspira —justificándose en la “de” del apellido— a ascender hasta los círculos de la aristocracia. Para que se le abran las puertas de los salones más herméticos no cuenta más que con su simpatía personal, sus dotes histriónicas, su educación refinada, su trato superficial con la cultura. No basta. Es necesario el dinero.

En estas familias no es inusitado que los hombres sean placenteramente descreídos y las mujeres implacablemente piadosas.

Papá no iba a misa —nos cuenta Simone—; sonreía cuando tía Margarita comentaba los milagros de Lourdes... Este escepticismo no me alcanzaba, puesto que yo me sentía investida por la presencia de Dios; sin embargo, mi padre no se equivocaba jamás. ¿Cómo explicarme que él permaneciera ciego ante la más evidente de las verdades? Sin embargo, puesto que mi madre —que era tan piadosa— parecía encontrarlo natural, yo aceptaba tranquilamente la actitud de papá. La consecuencia fue que yo me habituase a considerar que mi vida intelectual (encarnada en mi padre) y mi vida espiritual (dirigida por mi madre) eran dos dominios radicalmente heterogéneos, entre los cuales no podía producirse ninguna interferencia. La santidad pertenecía a otro orden que la inteligencia; y las cosas humanas (cultura, política, negocios, usos y costumbres) no remplazaban a la religión. Así relegué a Dios fuera del mundo, lo cual iba a influir profundamente en el curso de mi evolución.

En mi caso... el individualismo de papá y su ética profana contrastaban con la severa moral tradicionalista que me enseñaba mi madre. Este desequilibrio, que me llevaba a la reflexión, explica en gran parte que yo me haya convertido en una intelectual.

¿Y por qué no en una santa? No era cuestión de temperamento ni, como afirman los religiosos, de gracia divina, sino de elección. Simone estaba siempre en disponibilidad para el cumplimiento de los deberes impuestos por la Iglesia católica; practicaba con celo (en el que se advertía fácilmente una buena dosis de vanidad, de orgullo, de anhelo de batir récords) las virtudes cotidianas y aspiraba a las extraordinarias; asistía con regularidad a las ceremonias del culto. Y, por si no fuera suficiente, en su ser se posaba la mirada de Dios, de su propia conducta dependía el orden del universo y de la más mínima de sus acciones el rumbo que tomarían los acontecimientos. Era responsable de todo y de todos. Procuraba instruirse, experimentaba (ante la contemplación de la naturaleza, sobre todo) transportes que no vacilaba en calificar de místicos, aunque personas más avisadas supieran que no eran más que arranques metafísicos. Con su director espiritual hablaba de delicados problemas de conciencia hasta que un día, brutalmente, éste redujo los asuntos a su verdadera dimensión. Bajo el aspecto de niña intachable, Simone era violenta, ambiciosa, desobediente, obstinada, soberbia. Fue demasiado. Primero con timidez, después con más desenvoltura, Simone empezó a cometer actos prohibidos: la lectura de libros para mayores, las conversaciones inconvenientes. El mundo no se tambaleó, la vida continuaba, imperturbable, en su mismo ritmo y dirección, y sobre el rostro de la pecadora no apareció ningún signo que la delatara. Era evidente que Dios no existía; aparte de hallarse totalmente desligado de sus criaturas, permitía las injusticias, no ponía coto al mal ni remediaba los dolores ni intervenía en los conflictos. En suma, no servía ni como testigo de la propia existencia, ni como escala para calcular el propio valor, ni como escudo contra la adversidad, ni como garantía de la inocencia, de la veracidad, de la nobleza de las intenciones frente a la ambigüedad de las apariencias. Y para colmo era una especie de premio de consolación para las mujeres, sumisas al decreto de inferioridad que habían dictado los hombres.

LA PALABRA

Para un espíritu menos orgulloso, menos racionalista y analítico que el de Simone de Beauvoir, la elección entre las dos alternativas (religión o ciencia) habría sido problemática. Aun en su caso no pudo cumplirse sino después de largas agonías, de crisis tormentosas, que acabaron por desembocar en un ateísmo radical.

Hela aquí, ya decidida a hacer una carrera. ¿Pero por qué literaria? Ella misma confiesa que “no se sentía dotada” y que su preocupación más auténtica había sido, desde siempre, el conocimiento, la investigación, el afán teórico. Muy pronto advirtió que entre la literatura y la verdad no existen más que relaciones inciertas, porque su instrumento —la palabra— es ambiguo, asume significados diferentes y aun contradictorios y, en todo caso, resulta insuficiente. Fue ésta su primera decepción y la narra así:

Puesto que yo fracasaba al querer pensar sin el auxilio del lenguaje, yo suponía que éste recubría exactamente la realidad; fui iniciada por los adultos, a quienes tomaba por los depositarios de lo absoluto: al designar una cosa ellos expresaban la sustancia, en el sentido en que se exprime el jugo de una fruta. Entre la palabra y su objeto yo no concebía, pues, ninguna distancia donde el error pudiera deslizarse; así se explica que yo me haya sometido al Verbo sin crítica ni examen, aun cuando las circunstancias mismas me invitaban a dudar.

Yo recuerdo, sin embargo, una palabra que no era portadora de mi convicción. En el campo, durante las vacaciones, me llevaban, a veces, a jugar a la casa de una pequeña prima lejana: vivía en una hermosa mansión, en medio de un gran parque, y yo me divertía mucho con ella. “Es una pobre idiota”, dijo una noche mi padre. Mucho mayor que yo, Cendri me parecía normal puesto que me era familiar. Yo no sé si me habían mostrado o descrito a los idiotas, pero yo les prestaba una sonrisa babeante, unos ojos vacíos. Cuando volví a ver a Cendri, busqué en vano encontrar esta imagen sobre la suya; es posible que en su interior, sin tener la apariencia, ella tuviera semejanza con los idiotas, pero me resistía a creerlo. Empujada por el deseo de tener el corazón claro y también por un confuso rencor hacia mi padre, que había insultado a mi compañera de juegos, interrogué a su abuela: “¿Es verdad que Cendri es idiota?”, le pregunté. “¡Claro que no!”, respondió ella con un aire ofendido. Ella conocía bien a su nieta. ¿Era posible que papá se hubiese equivocado? Yo quedé perpleja.

A pesar de este descubrimiento, Simone se afana por aprender a leer, pues la palabra escrita tiene un prestigio de infalibilidad al que muy pocos escapan. Admitió que las letras eran un signo que, lo mismo que el de los números, no tenía nada de arbitrario. Pero jamás pudo encontrar la relación necesaria entre los dibujos que cubrían un papel pautado y las teclas del piano. Por eso se negó a estudiar música.

Cuando pretendía imponérseme sujeciones injustificadas, yo me rebelaba; es más, yo rehusaba las verdades en las que no se reflejaba un absoluto. Yo no quería ceder más que a la necesidad; las decisiones humanas en las que se notaba, más o menos, el capricho, no pesaban demasiado como para forzar mi adhesión.

LAS DESGRACIAS DE MARGARITA

Una vez poseedora del instrumento del que iba a servirse (el lenguaje representado por el alfabeto), Simone de Beauvoir se lanza a leer con pasión. Lo que le permitía la decencia de su familia: L’étoile noeliste, revista a la que sus padres la abonaron por considerarla de un alto nivel moral. Los cuentos de madame de Segur, de Perrault, de Grimm. Novelas rosas en que el amor acaba por triunfar sobre todos los obstáculos y en que los buenos reciben su recompensa y los malos el castigo. Frente a estos modelos escribe su primera obra: Las desgracias de Margarita. Joven, heroica y huérfana alsaciana, se esfuerza por atravesar el Rin —seguida de una nidada de hermanos— para refugiarse en Francia. Un pequeño error hidrográfico (el río no atravesaba el territorio donde Simone había situado la acción) dejó el libro inconcluso.

Mientras tanto asiste a colegios particulares, pero no se contenta con aprender. El complemento forzoso es la transmisión de lo aprendido a otro. Utiliza para ello a su hermana menor, quien, desde la más temprana infancia, sustituyó a los juguetes y a las muñecas. Era un ser de carne y hueso, dotado también de inteligencia, de la facultad de hablar y con el que era posible comunicarse. ¿Cómo iba a preferir Simone, tan hambrienta de realidades, la sombra a la sustancia?

En su idioma original lee Mujercitas, de Luisa M. Alcott, y se maravilla de que la protagonista —Joe— sea mejor que las demás no por su docilidad a los mandatos de los mayores, ni por su modestia ni por su hermosura, sino por su inteligencia, su ansia de saber y el vigor de su pensamiento. Naturalmente su destino será excepcional: no se casará. Simone de Beauvoir se identifica con Joe y acepta, sin amargura, la perspectiva de la soltería: “Algo sucedería que iba a exaltarme más allá de la predilección; ignoraba bajo qué forma y por quién, pero yo sería reconocida”.

Este reconocimiento, que por fuerza tendría que ser admirativo, es la llave de su decisión para abrazar la carrera literaria. Porque no había nada comparable a la admiración que le inspiraban los escritores. Su padre los colocaba muy por encima de los sabios, de los eruditos, de los profesionales. Ella también estaba convencida de su supremacía. Sus libros interesaban a un enorme número de lectores; excitaban la imaginación, los sentimientos de todos; proporcionaban a su autor la gloria más universal y al mismo tiempo la más íntima. Y Simone de Beauvoir, que hasta entonces no había experimentado su sexo como un obstáculo ni lo había aceptado como un estigma de inferioridad, reflexiona que, en tanto que mujer, estas cimas le parecen más accesibles, y que las más célebres de sus hermanas habían brillado en la literatura.

Tampoco es menos importante su gusto por la comunicación, su temor a la noche, al silencio, al olvido y su deseo de rescatar para siempre, en el reino de la palabra escrita, sus descubrimientos, sus emociones, su mundo. Supo, al fin, que las novelas y los cuentos no son objetos extraños sino profundamente enraizados en la vida, a la que reflejan de una manera especial.

Sus cursos de bachillerato terminan con puntuación alta y diplomas de excelencia. Sus condiscípulas se dispersan, se preparan para ser irreprochables amas de casa y madres de familia. Simone, en cambio, ingresa en la universidad. Sus padres, cuya situación financiera empeoró sensiblemente con la guerra, desesperan de casarla por falta de dote y tienen que aceptar, no sin humillación, que se prepare para ganarse la vida.

En la Sorbona los horizontes son más amplios, las amistades más fructíferas. Elige la filosofía porque cree que la conducirá directamente a lo esencial y esto iba de acuerdo con su falta de gusto por los detalles y su sentido global de las cosas. Al torbellino de hechos y de leyes empíricas, esta disciplina donaba un orden, una razón, una necesidad. Junto a ella todas las demás (incluso la literatura) son como parientas pobres. No obsta lo anterior ni su incredulidad en materia religiosa para que se inscriba en un curso de letras con un profesor católico que había organizado entre sus alumnos un equipo que daría semanalmente lecciones a los obreros, porque a la lucha de clases —que ve acercarse cada vez con más pujanza— este hombre quiere oponer la cordialidad y el compañerismo.

Simone trabaja con entusiasmo en el equipo, aunque no deja de percatarse de que la cordialidad es imposible donde hay una desconfianza y un odio seculares, y que la camaradería no pasa de ser superficial.

El contacto con estos grupos, que en la familia de Simone se consideraron siempre como inexistentes o como enemigos, la convierte en sospechosa ante su padre. ¿No traicionará a su clase, del mismo modo que ha renegado de su femineidad? El padre carece de la perspicacia suficiente para notar que la amenaza que teme hace tiempo ya se ha cumplido. Su hija busca en los autores modernos (Cocteau, Montherlant, Valéry, Claudel, Malraux) la respuesta a sus inquietudes. Ellos le daban ejemplo de rebeldía contra las tradiciones caducas, los lugares comunes, la prudencia inoperante. Pero, en vez de intentar una reforma social, un cambio en la organización política que afectara a todos, se contentan con reclamar para sí el derecho a analizar sus estados de ánimo y a describirlos con palabras exactas. Su desapego se convertía fácilmente en esteticismo, en inmoralismo, a los que daban la categoría de sendas capaces de conducir hasta el Absoluto. Pero el Absoluto podía ser Dios, o el vicio, o un acto de heroísmo sobrehumano o un crimen gratuito.

En Simone de Beauvoir el Absoluto era entonces la felicidad, lo que implicaba el amor, la compañía, el servicio a los demás, la obra realizada. Para ayudarla a cumplir tan vasto proyecto no era suficiente un hombre como su primo Jacques, al que se liga sentimentalmente y que es inestable, frívolo, convenenciero. Sin embargo es el sueño, siempre lejano, siempre inalcanzable, de su primera juventud. No turba sus sentidos, llena las páginas de su diario, la hace apreciar la pintura contemporánea y frecuentar los cines de arte. En suma, le es moderadamente útil...

Pero sus ausencias le obligan a buscar otros contactos. Se liga con los intelectuales de izquierda, cuya terminología le resulta extraña y su ideología incoherente. Pero algo saca en limpio: su repugnancia, ya invencible, por la derecha; sus dudas sobre la validez del nacionalismo; su rechazo a la pena de muerte, su odio por todos los oscurantismos. Ella deseaba un mundo en que la razón rigiera las relaciones entre las personas.

Sin embargo, subordinaba todos estos asuntos “profanos” a la metafísica y a la moral. En su único encuentro con Simone Weil ambas expresan con nitidez sus convicciones inconciliables. Ésta declaró, tajantemente, que lo único que importaba era una revolución que diera de comer a todos los hombres. Aquélla repuso, con un tono no menos perentorio, que el problema era encontrar un sentido a la existencia. Simone Weil la miró atentamente clasificándola (pequeña burguesa, espiritualista), mientras añadía: “Se ve que nunca ha padecido usted hambre”.

Simone de Beauvoir era consciente de su condición y el tema de la novela que por entonces escribía trataba de un intento frustrado de liberación y de ruptura con estos modelos heredados de pensamiento y de conducta. En su vida cotidiana la liberación iba cumpliéndose lenta, pero seguramente: había obtenido su licenciatura en filosofía con un trabajo sobre Leibniz; empezaba a ganar algún dinero como maestra y logró que sus padres la autorizaran a vivir lejos de ellos, en un cuarto alquilado.

Tenía impaciencia por disfrutarlo todo, pero su timidez y sus tabúes, que en el fondo continuaban intactos, la mantenían al margen del placer, de la aventura, del desorden, aun de la conversación. Solamente el alcohol rompía por momentos sus ligaduras y entonces era capaz de hacer que aflorase a la superficie su espontaneidad y su simpatía.

Conoce lo que sus amigos llaman “la poesía de los bares” y frecuenta Montparnasse con una falsa desenvoltura. Pero teme el peligro y huye de él como una vestal.