Mujer que sabe latín... - Rosario Castellanos - E-Book

Mujer que sabe latín... E-Book

Rosario Castellanos

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Beschreibung

En Mujer que sabe latín... Rosario Castellanos hace una muy personal incursión en el debatido y siempre actual tema del feminismo. En este campo, Castellanos es una polemista que combate con las armas del ingenio y de la ironía a través de una prosa que resplandece de sentido.

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Acerca de la autora

Rosario Castellanos (México, D. F., 1925-Tel Aviv, Israel, 1974). Novelista, poeta, ensayista y diplomática. Ejerció el magisterio en la UNAM y en las universidades de Wisconsin y Bloomington, y en la Hebrea de Jerusalén. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializadas en México y en el extranjero. Recibió los premios Chiapas, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Trouyet. El FCE ha publicado también de su autoría Poesía no eres tú: obra poética 1948-1971 (1972), Balún-Canán (1957), El eterno femenino (1975), Bella dama sin piedad y otros poemas (1984), Obras I y II (1989 y 1998), Meditación en el umbral: antología poética (1985), y el CD En el filo del gozo (2000).

Mujer que sabe latín…

Rosario Castellanos

Primera edición (SepSetentas), 1973

Segunda edición (FCE, Lecturas Mexicanas), 1984

Tercera edición (Letras Mexicanas), 1995

Cuarta edición, 2003

Cuarta reimpresión, 2010

Primera edición electrónica, 2010

D. R. © 1984, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected]

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0491-0

Hecho en México - Made in Mexico

A Luis Villoro

La mujer y su imagen

A lo largo de la historia (la historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre, y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira) la mujer ha sido, más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito.

Simone de Beauvoir afirma que el mito implica siempre un sujeto que proyecta sus esperanzas y sus temores hacia el cielo de lo trascendente. En el caso que nos ocupa, el hombre convierte a lo femenino en un receptáculo de estados de ánimo contradictorios y lo coloca en un más allá en el que se nos muestra una figura, si bien variable en sus formas, monótona en su significado. Y el proceso mitificador, que es acumulativo, alcanza a cubrir sus invenciones de una densidad tan opaca, las aloja en niveles tan profundos de la conciencia y en estratos tan remotos del pasado, que impide la contemplación libre y directa del objeto, el conocimiento claro del ser al que ha sustituido y usurpado.

El creador y espectador del mito ya no ven en la mujer a alguien de carne y hueso, con ciertas características biológicas, fisiológicas y psicológicas; menos aún perciben en ella las cualidades de una persona que se les semeja en dignidad aunque se diferencia en conducta, sino que advierten sólo la encarnación de algún principio, generalmente maléfico, fundamentalmente antagónico.

Si nos remontamos a las teogonías primitivas que tratan de explicarse el surgimiento, la existencia y la estructura del universo, encontraremos dos fuerzas que, más que complementarse en una colaboración armoniosa, se oponen en una lucha en que la conciencia, la voluntad, el espíritu, lo masculino, en fin, subyugan a lo femenino, que es pasividad inmanente, que es inercia.

Sol que vivifica y mar que acoge su dádiva; viento que esparce la semilla y tierra que se abre para la germinación; mundo que impone el orden sobre el caos; forma que rescata de su inanidad a la materia, el conflicto se resuelve indefectiblemente con el triunfo del hombre.

Pero el triunfo, para ser absoluto, requeriría la abolición de su contrario. Como esa exigencia no ocurre, el vencedor —que posa su planta sobre la cerviz del enemigo derribado— siente, en cada latido, una amenaza; en cada gesto, una inminencia de fuga; en cada ademán, una tentativa de sublevación.

Y el miedo engendra nuevos delirios monstruosos. Sueños en que el mar devora al sol en la hora del crepúsculo; en que la tierra se nutre de desperdicios y de cadáveres; en que el caos se desencadena liberando un enorme impulso orgiástico que excita la licencia de los elementos, que desata los poderes de la aniquilación, que confiere el cetro de la plenitud a las tinieblas de la nada.

El temor engendra, a un tiempo, actos propiciatorios hacia lo que los suscita y violencia en su contra.

Así, la mujer, a lo largo de los siglos, ha sido elevada al altar de las deidades y ha aspirado el incienso de los devotos. Cuando no se la encierra en el gineceo, en el harén a compartir con sus semejantes el yugo de la esclavitud; cuando no se la confina en el patio de las impuras; cuando no se la marca con el sello de las prostitutas; cuando no se la doblega con el fardo de la servidumbre; cuando no se la expulsa de la congregación religiosa, del ágora política, del aula universitaria.

Esta ambivalencia de las actitudes masculinas no es más que superficial y aparente. Si la examinamos bien, hallaremos una indivisible y constante unidad de propósitos que se manifiesta enmascarada de tan múltiples maneras.

Supongamos, por ejemplo, que se exalta a la mujer por su belleza. No olvidemos, entonces, que la belleza es un ideal que compone y que impone el hombre y que, por extraña coincidencia, corresponde a una serie de requisitos que, al satisfacerse, convierten a la mujer que los encarna en una inválida, si es que no queremos exagerar declarando, de un modo mucho más aproximado a la verdad, que en una cosa.

Son feos, se declara, los pies grandes y vigorosos. Pero sirven para caminar, para mantenerse en posición erecta. En un hombre los pies grandes y vigorosos son más que admisibles: son obligatorios. Pero ¿en una mujer? Hasta nuestro más cursis trovadores locales se rinden ante “el pie chiquitito como un alfiletero”. Con ese pie (que para que no adquiriera su volumen normal se vendaba en la China de los mandarines y no se sometía a ningún tipo de ejercicio en el resto del mundo civilizado) no se va a ninguna parte. Que es de lo que se trataba, evidentemente.

La mujer bella se extiende en un sofá, exhibiendo uno de los atributos de su belleza, los pequeños pies, a la admiración masculina, exponiéndolos a su deseo. Están calzados por un zapato que algún fulminante dictador de la moda ha decretado como expresión de la elegancia y que posee todas las características con las que se define a un instrumento de tortura. En su parte más ancha aprieta hasta la estrangulación; en su extremo delantero termina en una punta inverosímil a la que los dedos tienen que someterse; el talón se prolonga merced a un agudo estilete que no proporciona la base de sustentación suficiente para el cuerpo, que hace precario el equilibrio, fácil la caída, imposible la caminata. ¿Pero quién, si no las sufragistas, se atreve a usar unos zapatos cómodos, que respeten las leyes de la anatomía? Por eso las sufragistas, en justo castigo, son unánimemente ridiculizadas.

Hay pueblos, como el árabe, como el holandés, como algunos latinoamericanos, que no conceden el título de hermosa sino a la obesa. El tipo de alimentación, el sedentarismo de las costumbres permiten merecer ese título. A costa, claro es, de la salud, de la facilidad para desplazarse y de la desenvoltura para moverse. Torpe, pronta a la fatiga, la mujer degenera de la molicie a la parálisis.

Pero hay otros métodos más sutiles e igualmente eficaces de reducirla a la ineptitud: los que quisieran transformar a la mujer en espíritu puro.

Mientras ese espíritu no hace compañía a los ángeles en el empíreo, está alojado, ay, en la cárcel del cuerpo. Mas para que la pesadumbre de ese estado transitorio no abata a su víctima hay que procurar que el cuerpo sea lo más frágil, lo más vulnerable, lo más inexistente posible.

No todas tienen la etérea condición que se les supone. Y entonces es preciso disimular la abundancia de carne con fajas asfixiantes; es preciso eliminarla con dietas extenuadoras. Sexo débil, por fin, la mujer es incapaz de recoger un pañuelo que se le cae, de reabrir un libro que se le cierra, de descorrer los visillos de la ventana a través de la cual contempla el mundo. Su energía se le agota en mostrarse a los ojos del varón que aplaude la cintura de avispa, las ojeras (que si no las proporciona el insomnio ni la enfermedad las provoca la aplicación de la belladona), la palidez que revela a un alma suspirante por el cielo, el desmayo de quien no soporta el contacto con los hechos brutales de lo cotidiano.

Las uñas largas impiden el uso de las manos en el trabajo. Las complicaciones del peinado y el maquillaje absorben una enorme cantidad de tiempo y, para esplender, exigen un ámbito adecuado. El que protege contra los caprichos de la intemperie: la lluvia, que deshace el contorno de las cejas, tan cuidadosamente delineado con un lápiz; que borra el color de las mejillas, tan laboriosa, tan artísticamente aplicado; que degrada los lunares, distribuidos según una calculada estrategia, en irrisorias manchas arbitrarias; que exhibe las imperfecciones de la piel. El viento, que desordena los rizos, que irrita los ojos, que arremolina la ropa.

El hábitat de la mujer bella no es el campo, no es el aire libre, no es la naturaleza. Es el salón, el templo donde recibe los homenajes de sus fieles con la impavidez de un ídolo. Una impavidez que no puede siquiera mostrar la fisura de una sonrisa de vanidad complacida porque el arreglo del rostro se quebraría en mil arrugas reveladoras de la declinación de un astro sujeto, a pesar de todo, a los rigores y avatares de la temporalidad.

Antítesis de Pigmalión, el hombre no aspira, al través de la belleza, a convertir una estatua en un ser vivo, sino un ser vivo en una estatua.

¿Para qué? Para adorarla, aunque sea durante un plazo breve, según se nos dice. Pero también, según no se nos dice, para inmovilizarla, para convertirle en irrealizable todo proyecto de acción, para evitar riesgos.

La mujer, en estado de naturaleza, no pierde sus nexos con las potencias oscuras, irreductibles a la razón, indomeñables por la técnica, que todavía andan sueltas en el orbe, perturbando la lógica de los acontecimientos, desorganizando lo construido, caricaturizando lo sublime.

La mujer no sólo mantiene sus nexos con esas potencias oscuras: es una potencia oscura. Nada la hará cambiar de signo. Pero sí puede reducírsela a la impotencia. Por lo pronto, y tal como lo hemos visto, en un plano estético. También, como veremos, en un plano ético.

Aparece y se maneja aquí el concepto de lo que Virginia Woolf llamaba “el hada del hogar”, dechado en el que toda criatura femenina debe aspirar a convertirse.

La misma escritora inglesa la define y la describe así:

es extremadamente comprensiva, tiene un encanto inmenso y carece del menor egoísmo. Descuella en las artes difíciles de la vida familiar. Se sacrifica cotidianamente. Si hay pollo para la comida, ella se sirve del muslo. Se instala en el sitio preciso donde atraviesa una corriente de aire. En una palabra, está constituida de tal manera que no tiene nunca un pensamiento o un deseo propio sino que prefiere ceder a los pensamientos y deseos de los demás. Y, sobre todo —¿es indispensable decirlo?—, el hada del hogar es pura. Su pureza es considerada como su más alto mérito, sus rubores como su mayor gracia.

¿Qué connotación tiene la pureza en este caso? Desde luego es sinónimo de ignorancia. Una ignorancia radical, absoluta de todo lo que sucede en el mundo, pero en particular de los asuntos que se relacionan con “los hechos de la vida” como tan eufemísticamente se alude a los procesos de acoplamiento, reproducción y perpetuación de las especies sexuadas, entre ellas la humana. Pero más que nada, ignorancia de lo que es la mujer misma.

Se elabora entonces una moral muy rigurosa y muy compleja para preservar a la ignorancia femenina de cualquier posible contaminación. Mujer es un término que adquiere un matiz de obscenidad y por eso deberíamos de cesar de utilizarlo. Tenemos a nuestro alcance muchos otros más decentes: dama, señora, señorita y, ¿por qué no?, “hada del hogar”.

Una dama no conoce su cuerpo ni por referencias, ni al través del tacto, ni siquiera de vista. Una señora cuando se baña (si es que se baña) lo mantiene cubierto con alguna pudorosa túnica que es obstáculo de la limpieza y también de la perniciosa y vana curiosidad.

Monstruo de su laberinto, la señorita se extravía en los meandros de una intimidad caprichosa e imprevisible, regida por unos principios que “el otro” conoce hasta el punto de localizar y denominar con exactitud cada sitio, cada recodo, y de predicar la utilidad, sentido y limitaciones de cada forma.

La señorita se desplaza a tientas en una anatomía de la que tiene nociones equívocas y desemboca con sorpresa, con terror, con escándalo, en pasadizos oscuros, en sótanos cuyo nombre es secreto de “el otro”, y no acierta, no debe acertar ni con la figura que la contiene ni con el funcionamiento de lo que le sirve de habitáculo ni con la salida al campo abierto, a la luz, a la libertad.

Esta situación de confinamiento, que se llama por lo común inocencia o virginidad, es susceptible de prolongarse durante largos años y a veces durante una vida entera.

La osadía de indagar sobre sí misma; la necesidad de hacerse consciente acerca del significado de la propia existencia corporal o la inaudita pretensión de conferirle un significado a la propia existencia espiritual es duramente reprimida y castigada por el aparato social. Éste ha dictaminado, de una vez y para siempre, que la única actitud lícita de la feminidad es la espera.

Por eso desde que nace una mujer, la educación trabaja sobre el material dado para adaptarlo a su destino y convertirlo en un ente moralmente aceptable, es decir, socialmente útil. Así se le despoja de la espontaneidad para actuar; se le prohíbe la iniciativa de decidir; se le enseña a obedecer los mandamientos de una ética que le es absolutamente ajena y que no tiene más justificación ni fundamentación que la de servir a los intereses, a los propósitos y a los fines de los demás.

Sacrificada como Ifigenia en los altares patriarcales, la mujer tampoco muere: aguarda. La expectativa es la del tránsito de la potencia al acto; de la transformación de la libélula en mariposa, acontecimientos que no van a producirse por efecto de la mera paciencia.

A semejanza del ascetismo para los santos, que no es sino un requisito previo que no compromete a la gracia divina a operar recompensando, la paciencia no obliga al azar que dispensa o niega al agente, al principio activo y catalizador de los procesos naturales: el hombre.

Pero no un hombre cualquiera sino el ungido por el sacramento del matrimonio, gracias al cual el ciclo de desarrollo sublima su origen profano y alcanza la validez necesaria. Así, la posibilidad de plenitud, pecaminosa en condiciones que no sean las prescritas, se cumple en una atmósfera que la vuelve admisible y deseable.

Al través del mediador masculino la mujer averigua acerca de su cuerpo y de sus funciones, de su persona y de sus obligaciones todo lo que le conviene y nada más. A veces menos. Depende de la generosidad o de la destreza o de los conocimientos de los que disponga quien la hace cumplir los ritos de iniciación.

Mas, de una manera tácita o expresa, se le ofrece así la oportunidad de traspasar sus límites en un fenómeno que si no borra, al menos atenúa los signos negativos con los que estaba marcada; que colma sus carencias; que la incorpora, con carta de ciudadanía en toda regla, a los núcleos humanos. Ese fenómeno es la maternidad.

Si la maternidad no fuera más que una eclosión física, como entre los animales, sería anatema. Pero no es ni una eclosión física porque eso implicaría una euforia sin atenuantes que está muy lejos del espíritu que la sociedad ha imbuido en la perpetuación de la vida.

En el claustro materno está sucediendo un hecho misterioso, una especie de milagro que, como todos los milagros, suscita estupefacción; es presenciado por los asistentes y vivido por la protagonista, “con temor y temblor”. Cuidado. Un movimiento brusco, una imprudencia, un antojo insatisfecho y el milagro no ocurrirá. Nueve interminables meses de reposo, de dependencia de los demás, de precauciones, de ritos, de tabúes. La preñez es una enfermedad cuyo desenlace es siempre catastrófico para quien la padece.

Parirás con dolor, sentencia la Biblia. Y si el dolor no surge espontáneamente, hay que forzarlo. Repitiendo las consejas tradicionales, rememorando ejemplos, preparando el ánimo para dar mayor cabida al sufrimiento, incitando al gemido, a la queja; alentándolos, solicitando su repetición paroxística hasta que interrumpe ese enorme grito que desgarra más los tímpanos de los vecinos de lo que el recién nacido desgarra las entrañas de la parturienta.

¿El precio está pagado? No por completo aún. Ahora el hijo va a ser el acreedor implacable. Su desamparo va a despertar la absoluta abnegación de la madre. Ella velará para que él duerma; se nutrirá para nutrir; se expondrá a la intemperie para abrigar.

Como por arte de magia, en la mujer se ha desarraigado el egoísmo que se suponía constitutivo de la especie humana. Con gozo inefable, se nos asegura, la madre se desvive por la prole. Ostenta las consecuentes deformaciones de su cuerpo con orgullo; se marchita sin melancolía; entrega lo que atesoraba sin pensar, oh no, ni por un momento, en la reciprocidad.

¡Loor a las cabecitas blancas! ¡Gloria eterna “a la que nos amó antes de conocernos”! Estatuas en las plazas, días consagrados a su celebración, etcétera, etcétera.

(A veces, como una mosca en la sopa, leemos en la página roja de un periódico que alguien —aquí un adecuado rasgarse de las vestiduras—, que un ser desnaturalizado ha cometido el crimen del filicidio. Pero es un caso teratológico que no pone en crisis ningún fundamento. Por el contrario, es la excepción que confirma la regla.)

Hemos mencionado la anulación de la mujer en el aspecto estético y en el ético. ¿Será necesario aludir al aspecto intelectual, tan obvio?

Si la ignorancia es una virtud, resultaría contradictorio que, por una parte, la sociedad la preconizara como obligatoria, y, por la otra, pusiera los medios para destruirla.

Lo fáctico se refuerza o se hace derivar de lo conceptual. El meollo de los argumentos es que las mujeres no reciben instrucción porque son incapaces de asimilarla.

Dejemos a un lado las diatribas, tan vulgarizadas, de Schopenhauer; los desahogos, tan esotéricos, de Weininger; la sospechosa ecuanimidad de Simmel, y citemos exclusivamente a Moebius, quien, con tenacidad germánica, organizó una impresionante suma de datos para probar científica, irrefutablemente, que la mujer es una “débil mental fisiológica”.

No es tarea fácil explicar, se lamenta, en qué consiste la deficiencia mental. Es algo que equidista entre la imbecilidad y el estado normal, aunque para designar este último no disponemos de vocabulario apropiado.

En la vida común se usan dos términos contrapuestos: inteligente y estúpido. Es inteligente el que discierne bien (¿en relación con qué? Pero es una descortesía interrumpir su discurso). Al estúpido, por el contrario, le falta la capacidad de la crítica. Desde el punto de vista científico, lo que suele llamarse estupidez puede ser considerado tanto una anomalía morbosa como una enorme reducción de la aptitud del discernimiento.

Ahora bien, esa aptitud está ligada con las características corpóreas. Un cráneo pequeño encierra, evidentemente, un cerebro pequeño. Y el cráneo de la mujer es minúsculo.

No sólo el peso y el volumen son menores si los comparamos con los del cerebro masculino, sino también el número de circunvoluciones. Siempre, como una fatalidad. A veces con exageración. Rudinger (¿quién será ese ilustre señor?) encontró en una mujer bávara un tipo de cerebro semejante en todo al de las bestias.

Así, pues, ¿para qué gastar la pólvora en infiernitos y querer inculcar, donde es imposible y superfluo, la cultura?

Pero salta a la palestra M. A. de Neuville, otro señor tan ilustre como Rudinger, para contradecirlo haciendo un catálogo de los inventos que nuestra civilización debe al talento femenino:

Mlle. Auerbach fabrica un peine que hace llegar directamente el líquido al cuero cabelludo simplificando el trabajo del peluquero y de la doncella y permitiendo a los elegantes proveerse de peines de diferentes esencias; Mlle. Koller, pensando en los fumadores y en las damas que los imitan, idea una nueva envoltura para cigarrillos preparada con hojas de rosa comprimidas; Mlle. Doré descubre un aparato escénico nuevo para la danza serpentina ejecutada por un animal: perro, mono, oso; Mlle. Aernount, compadecida de los infortunados ciclistas que atropellan liebres en las calles mal empedradas, planea un sistema de velódromo casero; Mlle. Gronwald discurre la posibilidad de un mondadientes aromático y antiséptico con capa superficial soluble; Mme. Hakin presenta una forma de atado para zuecos de caucho que evita la confusión y el descabalamiento de los pares; Mlle. Stroemer…

¡Basta! Coincidamos mejor con Luis Vives en que en la mujer nadie busca primores de ingenio, memoria o liberalidad. Porque si lo busca encuentra extravagancias como las que enumeramos antes o como las que están dispuestas, en cualquier momento, a llevar al cabo las feministas.

No vamos a dejarnos atrapar en la vieja trampa del intento de convertir, por un conjuro silogístico o mágico, al varón mutilado —que es la mujer según santo Tomás— en varón entero. Más bien vamos a insistir en otro problema. El de que, pese a todas las técnicas y tácticas y estrategias de domesticación usadas en todas las latitudes y en todas las épocas por todos los hombres, la mujer tiende siempre a ser mujer, a girar en su órbita propia, a regirse de acuerdo con un peculiar, intransferible, irrenunciable sistema de valores.

Con una fuerza a la que no doblega ninguna coerción; con una terquedad a la que no convence ningún alegato; con una persistencia que no disminuye ante ningún fracaso, la mujer rompe los modelos que la sociedad le propone y le impone para alcanzar su imagen auténtica y consumarse —y consumirse— en ella.

Para elegirse a sí misma y preferirse por encima de lo demás se necesita haber llegado, vital, emocional o reflexivamente a lo que Sartre llama una situación límite. Situación límite por su intensidad, su dramatismo, su desgarradora densidad metafísica.

Monjas que derriban las paredes de su celda como Sor Juana y la Portuguesa; doncellas que burlan a los guardianes de su castidad para asir el amor como Melibea; enamoradas que saben que la abyección es una máscara del verdadero poderío y que el dominio es un disfraz de la incurable debilidad como Dorotea y Amelia; casadas a las que el aburrimiento lleva a la locura como Ana de Ozores, o al suicidio como Ana Karenina, después de pasar, infructuosamente, por el adulterio; casadas que con fría deliberación destruyen lo que las rodea y se destruyen a sí mismas porque nada les está vedado puesto que nada importa, como Hedda Gabler, como la marquesa de Marteuil; prostitutas generosas como la Pintada; ancianas a quienes los años no han añadido hipocresía como Celestina; amantes cuyo ímpetu sobrepasa su objeto como… como todas. Cada una a su manera y en sus circunstancias niega lo convencional, hace estremecerse los cimientos de lo establecido, para de cabeza las jerarquías y logra la realización de lo auténtico.

La hazaña de convertirse en lo que se es (hazaña de privilegiados sea el que sea su sexo y sus condiciones) exige no únicamente el descubrimiento de los rasgos esenciales bajo el acicate de la pasión, de la insatisfacción o del hastío sino sobre todo el rechazo de esas falsas imágenes que los falsos espejos ofrecen a la mujer en las cerradas galerías donde su vida transcurre.

Hacer trizas esa fácil compostura de las facciones y de las acciones; arrojar la fama para que hocen los cerdos; afirmarse como instancia suprema por encima de la desgracia, del desprecio y aun de la muerte, tal es la trayectoria que va desde la soledad más estricta hasta el total aniquilamiento.

Pero hubo un instante, hubo una decisión, hubo un acto en que la mujer alcanzó a conciliar su conducta con sus apetencias más secretas, con sus estructuras más verdaderas, con su última sustancia. Y en esa conciliación su existencia se insertó en el punto que le corresponde en el universo, evidenciándose como necesaria y resplandeciendo de sentido, de expresividad y de hermosura.

La participación de la mujer mexicanaen la educación formal

Cronológicamente están distantes los tiempos en los que se discutía en los concilios teológicos si la mujer era una criatura dotada de alma o si debía colocársela en el nivel de los animales o de las plantas, de la pura materia, ansiosa de recibir la forma que sólo podía serle conferida al través del principio masculino.

La caridad cristiana hizo a la mujer la merced de concederle, al menos en teoría, una igualdad espiritual con el hombre y una susceptibilidad de salvación o de condenación a la vida eterna. Pero mientras durara la vida transitoria, en este valle de lágrimas, la mujer tendría que estar absolutamente sujeta (desde el punto de vista económico, intelectual y social) a quien fungía como cabeza de la familia, que no podía ser otro que el padre, el hermano, el esposo, el cuñado, el varón que por su edad, su saber y su gobierno poseyera la autoridad máxima dentro del núcleo familiar.

El ideal femenino de la cultura de Occidente (de la que —en gran parte— somos herederos) presenta una serie de constantes que se manifiestan a lo largo de los siglos y varían apenas con las latitudes que abarcan. La mujer fuerte, que aparece en las Sagradas Escrituras lo es por su pureza prenupcial, por su fidelidad al marido, por su devoción a los hijos, por su laboriosidad en la casa, por su cuidado y prudencia para administrar un patrimonio que ella no estaba capacitada para heredar y para poseer. Sus virtudes son la constancia, la lealtad, la paciencia, la castidad, la sumisión, la humildad, el recato, la abnegación, el espíritu de sacrificio, el regir todos sus actos por aquel precepto evangélico de que los últimos serán los primeros.

¿Qué diferencia hay entre esta mujer y la matrona romana? En ambas es también común el rechazo del lujo, de los entretenimientos y devaneos mundanos, las relaciones ni siquiera amistosas, mucho menos eróticas, con gente del sexo contrario, y aun la familiaridad con gente del mismo sexo, salvo cuando existe un lazo de parentesco.

Durante el Medievo y el Renacimiento se continuaron y se fortalecieron tales tradiciones. Cuando Juan Luis Vives redacta su Instrucción de la mujer cristiana o fray Luis de León escribe y describe su visión utópica de La perfecta casada no encontramos ninguna novedad sustancial. El ámbito en el que transcurre la existencia femenina es el de la moral. Este hecho es el resultado de que a las mujeres se les haya reconocido que poseían alma. Lo que nunca se les había negado es que poseyeran lo obvio: el cuerpo. Así que el otro ámbito de desarrollo de la vida de la mujer será el biológico.

Animal enfermo, diagnostica san Pablo. Varón mutilado, decreta santo Tomás. La mujer es concebida como un receptáculo de humores que la tornan impura durante fechas determinadas del mes, fechas en las cuales está prohibido tener acceso a ella porque contagia su impureza a lo que toca: alimentos, ropa, personas. Escenario en el que va a cumplirse un proceso fascinante y asqueroso: el del embarazo. Durante esa larga época la mujer está como poseída de espíritus malignos que enmohecen los metales, que malogran las cosechas, que hacen mal de ojo a las bestias de carga, que pudren las conservas, que manchan lo que contemplan. Es por eso, más que por temor a un aborto, por lo que hay que mantener resguardada a la mujer que está gestando un hijo. Y cuando sobrevenga el parto será como el rayo del castigo divino y se entablará una lucha entre el hijo y la madre en la que la sabiduría de la naturaleza dictará el desenlace.

Pero cuando el desenlace no se produce de manera oportuna y ortodoxa y están en juego las dos vidas, la ley manda salvar la vida del niño y sacrificar la otra.

Y ¿por qué había de darse preferencia a un simple vehículo para la perpetuación de la especie y no a lo que tiene más valor: una persona? Porque es esto, personalidad, lo que aún no ha alcanzado la mujer. Pasivamente acepta convertirse en musa para lo que es preciso permanecer a distancia y guardar silencio. Y ser bella. Esto es, sujetarse a todos los caprichos de la moda, que unas veces la quiere obesa hasta el punto de no acertar a moverse, y otras esbelta hasta el punto de no poder ejecutar el más mínimo movimiento sin sufrir un desmayo, producido por su plausible debilidad y por la asfixia que le produce el corsé que la ciñe con ballenas de acero. Y el pie oprimido por el calzado minúsculo, y la cabeza agobiada por el peso de la peluca que, en ocasiones, requiere un ayudante para ser sostenida. Parafraseando a Sor Juana, se podría decir que cabeza tan desnuda de noticias bien merecía estar tan cubierta de zarandajas.

¿Pero es que no hubo excepciones? Naturalmente que sí. Las indispensables para confirmar la regla. Y en el punto al que estamos refiriéndonos no se trataba de mujeres rebeldes sino de criaturas marginadas: las prostitutas que, si bien es cierto que no se encontraban bajo la potestad directa de ningún hombre, también es verdad que carecían de ningún amparo legal y que no disponían para defenderse más que de las armas que les proporcionara la seducción en la juventud y la astucia en la vejez. Armas que manejaban sin escrúpulos, a la desesperada, y con las que sólo lograron la victoria pírrica de sobrevivir en un ambiente que las rechazaba, las condenaba, las maldecía.

Y el otro extremo: las excepciones sublimes de las que estaban revestidas de majestad o que exhibían los estigmas de las santas. El halo de lo sobrenatural o el cetro del poder las colocaba más allá de las limitaciones de su sexo. ¡Pero fueron tan pocas que por ello resultan memorables!

Pero las otras, “la masa de perdición” que decía san Agustín, se conformaban con desempeñar, del modo más irreprochable posible, el papel que la sociedad les había asignado. Que era —además— el de las depositarias del honor masculino. La limpieza de un linaje dependía de la conducta de la esposa o de la hija, y ya no digamos la más insignificante veleidad sino la más leve sospecha de que el honor había sido mal guardado, ameritaba la punición de la muerte.

¿Qué ocurría con estas mujeres sometidas a exigencias tan altas y dueñas de los medios más precarios? Para preservar su virtud no se les enseñaba a discernir entre el bien y el mal, a reconocer el mal bajo las diferentes máscaras que adopta, ni se les instruía acerca de la mecánica de las pasiones para que adquirieran la posibilidad de manejarlas y dominarlas, sino que se las mantenía en la más absoluta ignorancia y sólo se les inculcaba la práctica de ciertas devociones religiosas, una práctica que no iba más allá de una mera repetición de frases desprovistas de significado y de gestos rituales y sin sentido. Ocurría que las mujeres, incapaces de comprender la razón de las exigencias que emanaban desde arriba ni de disponer de los medios para cumplirlas, tenían que simular continencia cuando lo que las devoraba era la lascivia; desasimiento cuando estaban desvanecidas por los embelecos del mundo; honestidad cuando lo único que maquinaban era burla y su piedad fingimiento y su obediencia cinismo.

Se ha acusado a las mujeres de hipócritas, y la acusación no es infundada. Pero la hipocresía es la respuesta que a sus opresores da el oprimido, que a los fuertes contestan los débiles, que los subordinados devuelven al amo. La hipocresía es la consecuencia de una situación, es un reflejo condicionado de defensa —como el cambio de color en el camaleón— cuando los peligros son muchos y las opciones son pocas.

Una situación. Hemos descrito a grandes rasgos la situación europea hasta los siglos XV y XVI. Traslademos ahora la acción al Nuevo Mundo, en el que se había desarrollado una serie de civilizaciones con sello severamente patriarcal y en el que la violencia del choque entre vencedores y vencidos llegó aun a presidir los ayuntamientos sexuales.

Recordemos que en la primera pareja de nuestros antecesores la Malinche fue entregada como esclava a Cortés y que él la usó según sus conveniencias y sus apetitos. Intérprete, madre de sus hijos, en los momentos turbulentos de la Conquista. Y después —para recompensar sus servicios y darle un rango dentro de la sociedad que estaba comenzando a integrarse— esposa de un soldado.

Porque Cortés tenía el ánimo generoso y quiso premiar de alguna manera a quien tan incondicionalmente se le había entregado y tan eficazmente lo había servido. Por desgracia, el ejemplo de Cortés no fue imitado con frecuencia. La concubina india fue tratada como un animal doméstico y, como él, desechada al llegar al punto de la inutilidad. En cuanto a los bastardos nacidos de ella, eran criados como siervos de la casa grande mientras la esposa, venida de más allá “de la mar salobre”, gozaba de los dudosos privilegios de la legitimidad y se iba aclimatando a estas tierras en donde el amo y señor era tan absoluto que llegaba a olvidar las fórmulas de cortesía y las precauciones de trato vigentes en la metrópoli y ella se veía obligada a descender del pedestal de dama (tan laboriosamente construido por las castellanas y los trovadores del siglo XIII) para convertirse en la fecunda paridora de quienes habrían de heredar las vastas encomiendas, los apellidos cada vez más largos, los títulos de nobleza, los proyectos que no alcanzaron a cumplirse en los términos de una generación, las ambiciones, los dominios, las riquezas, el poder.

Naturalmente que para cumplir con este cometido la mujer no necesita, como dijo el clásico, “elocuencia ni bien hablar, grandes primores de ingenio ni administración de ciudades, memoria o liberalidad”. Basta un buen funcionamiento de las hormonas, una resistencia física suficiente y una salud que sería otro de los dones para transmitir.