Kafaraka.Un viaje de 150 años por 3 continentes - Jose Cheein - E-Book

Kafaraka.Un viaje de 150 años por 3 continentes E-Book

Jose Cheein

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Beschreibung

Cuando en el último instante de mi vida, al que esté a mi lado tomándome la mano, yo le pregunte: ¿Eso es todo? Me gustaría que me respondiera: “tranquilo, no fue tan mal después de todo...¡valió la pena!”

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Índice

 

1 – Días distintos

2 - Eran otros tiempos

3 – En la nave espacial

4 - Qué hermosa eres Roma

5 - El mar

6 - El primer día de escuela

7 – Aprendiendo

8 - Luna de miel

9 - Luna de miel italiana

10 - Solo se trata de vivir o sobrevivir

11 - Campeones del mundo

12 - Pescador de hombres

13 - Adiós Italia

14 – Y la vida continúa… también sin nosotros

15 - Un grupo de amigos

16 – El trabajo es salud

17 - Aldo

18 - Egoísta… por supuesto, ¿porqué no ?

19 - El Pollo y El Sindaco

20 – Democracia, esa desconocida

21 - Pierdomenico

22 - The End… first time

23 - Romagnolos al trabajo

24 - La Candelaria

25 - Una guerra útil

26 – Entrenando al heredero

27 – De clandestino a manager

28 - The end… second time

29 - Kafaraka

30 - Mi papá no hablaba mucho

KAFARAKA

Un viaje de 150 años por 3 continentes

Título | Kafaraka.Un viaje de 150 años por 3 continentes

Autor | Jose Cheein

ISBN | 979-12-20308-32-8

© 2020 – Todos los derechos reservados al Autor

Este libro fue publicado directamente por el Autor a través de la plataforma de selfpublishing Youcanprint y el Autor posee todos los derechos del mismo de manera exclusiva. Queda prohibida la reproducción de este libro sin el previo consentimiento del Autor.

Youcanprint

Via Marco Biagi 6 - 73100 Lecce

www.youcanprint.it

[email protected]

Nacieron acompañadas por una canción.

Con vos, Sofía, cantaba Heidi, pero reemplazaba el nombre con “cucciolina” y con vos, Sara, cantaba Bella ciao como a una auténtica partigiana.

Reflejan sin querer sus caracteres y también su modo de ser.

Una que vive con el alma en las montañas pero con los pies bien plantados sobre la tierra.

La otra que quiere hacer una revolución todos los días.

Estas páginas son dedicadas a ustedes, Sofía “cucciolina” Cheein y Sara “partigiana” Cheein.

Traducción : Carola Serrano

Gráfica : Sara Cheein

1 – Días distintos

“De 0 a 5 años aprendes, y luego solo repites”: este refrán argentino encierra una gran verdad que se refiere a todas aquellas costumbres, a veces cotidianas y automáticas, que realizamos inconscientemente. Una de las cosas que me enseñó mi padre, y llevo como bagaje de costumbres infantiles y que todavía hoy repito, es el rito de la primera cosa que hay que hacer a la mañana: agarrar el diario que el canillita dejaba en el jardín y leer las noticias del día, diría del día anterior. Hoy no le damos importancia, pero ese simple acto cotidiano quería decir estar informados con 24 horas de atraso sobre las noticias del mundo. Me había enseñado también a no comenzar a leer desde la última página, la del deporte, sino desde la primera hoja a donde están las noticias de política nacional. En la siguiente estaban las noticias nacionales, en la página 5 las noticias del exterior, y luego las editoriales, las noticias de crónica nacional y local, los avisos fúnebres, los clasificados y al final el deporte.

Mi padre leía mucho, libros de todo tipo, revistas cuando las encontraba, y sin dudas el diario. Algunas veces un lujo que se regalaba era hacer llegar desde la capital de la provincia, Santiago del Estero, un diario de Buenos Aires como La Nación o el Clarín, o si no de otras provincias como La voz del interior de Córdoba, cuidad a donde él había estudiado, o La Gaceta de Tucumán, una ciudad importante a 200 km de nuestra ciudad.

Cuando yo nací no había ni siquiera televisión, que en nuestro pueblo llegó alrededor del 1968. No estuvimos entre los primeros a tenerla. Iba a la casa de un amigo a ver los dibujitos animados que empezaban a las 6 de la tarde. La transmisión era desde las 18 hs hasta las 00 hs, a las 20 hs estaba el noticiero y a las 22 hs había una película y luego se terminaba todo.

Los dibujitos animados que me gustaba eran Tom y Jerry, Porky el chanchito, y de los argentinos Hijitus y Anteojitos, y series yankies como Los tres chiflados, que tenía como personajes a Joe, Larry y Curtis.

Pasa a menudo, que los niños peleen, y esa vez la venganza de mi amigo fue terrible. No podía ir más a su casa a ver la televisión. Pero sucede que de grandes enojos o desilusiones, uno siempre saca lo mejor de sí. Lo mejor después es relativo depende de cada punto de vista.

Mi padre tenía el consultorio en casa, al lado de la entrada principal en un lugar destinado para eso, en la famosa casa de mi infancia, al frente de la plaza Mitre y de frente a Dios, o mejor dicho de la iglesia de la Virgen del Rosario. Trabajaba todo el día, desde la mañana hasta la noche. En Fernández, se duerme religiosamente la siesta.

Esa tarde que mi amigo me echó de su casa sin dejarme ver los dibujitos animados, me fui a visitar a mi tío Nallip. Él tenía la ferretería más grande de Fernández. Aunque decirle “ferretería” no le hace justicia, porque les puedo asegurar que vendía, menos alimentos y ropa, de todo. Materiales de construcción de todo tipo, todo lo necesario para la casa, y esto incluía también los electrodomésticos de esa época.

Llegué tranquilo y le dije: “Tío, mi papá dice que Usted le lleve una televisión y le instale”. Porque no era solo comprar la tele, sino tambien había que instalar la antena para recibir la señal.

Mi tío sospechó de la situación, y si bien era consciente que un niño de 5 años no tenía autorización para hacer una compra tan importante en esa época, consintió a mi pedido. Sus empleados, Donato Luna y Marito, se pusieron de inmediato a la acción.

Mi padre me contó, muchos años más tarde, que le había parecido escuchar algunos ruidos en el techo mientras atendía en su consultorio pero que no podía ir a ver: tenía siempre el consultorio lleno de gente, sus consultas duraban por lo menos una hora por paciente. Era médico, psicólogo o simplemente la gente iba para recibir un consejo, en especial sobre el futuro de los hijos, las escuelas a donde mandarlos o cosas por el estilo. Cuando al final terminó de atender el consultorio me encontró sentadito en el piso, mientras comía un pedazo de sandía (son muy ricas en Fernández) y miraba los “tres chiflados” riéndome a carcajadas. “Hola Papi” le dije, “El tío nos puso la televisión y se ve muy bien”. Conociendo a mi padre, por sus adentros se reía, y creo que por la satisfacción de tener un hijo tan emprendedor. No sé que le habría contado a mi mamá, la ahorradora de la familia, para que no me retara. Retar es un eufemismo: por mucho pero mucho menos volaban las ojotas, trapos mojados y otros métodos educativos muy eficaces. De alguna manera mi padre habría pagado esa óptima inversión.

Como les decía el diario había sido por mucho tiempo el único modo para estar informado durante mi infancia, pero quedó como costumbre, respetando el viejo dicho según el cuál “de 0 a 5 aprendes, y luego solo repites”.

En 1985, tenía 22 años y todavía leía el diario cada mañana que Dios nos enviaba a la tierra. No vivía más en Fernández, nos habíamos mudado a Santiago del Estero muchos años antes, puesto que mi mamá había proyectado que nosotros teníamos que terminar la secundaria en la capital de la provincia. Digamos una elección estratégica, considerando los estudios universitarios que no eran opcionales en la dotación familiar.

Un día de mayo de ese mismo año, leyendo el diario de mi ciudad, El Liberal, entre todas la páginas, entre todos los artículos, en el medio de miles de anuncios de todo tipo, leí uno muy pequeño: “El Ministerio de Relaciones Exteriores de Italia, llama a convocatoria para asignar 25 becas de estudio para jefes de departamento y encargados de manutención de máquinas para trabajar la madera. Firmado Cónsul Italiano en Santiago del Estero”.

Eso era todo, dos líneas en un pequeño diario de provincia.

Aquellas líneas me impactaron, pero no tanto como para reaccionar de inmediato o tomar una decisión sobre el tema. Comenzaban a surgir pensamientos tales como “ya veo, no es para mí”, “Quien sabe para quienes será realmente”, “No estoy a la altura de una cosa así”, “Por ahora estoy muy ocupado”, “Mi familia me necesita” (mi padre mientras tanto se había enfermado). No era el monento.

Pero hice algo fuera de lo común: recorté el anuncio y lo puse en un cajón de mi escritorio. Era raro pero ese anuncio parecía estar escrito para mí.

Desde hace dos años dirigía la maderera de la empresa familiar; por motivos para mi inexplicables en ese entonces, me encontré a los veinte años trabajando en la empresa de construcciones “Cheein Hermanos”, en donde mi padre era socio minoritario.

Me acuerdo cuando mis primos me presentaron a los más de cientos de obreros y empleados: “Desde hoy José será el jefe, que tengan un buen día”. Nada más. Sin experiencia de gestión de personal, ni de madera, ni de máquinas para trabajarla, ni de logística industrial, me puse a trabajar con mucha dedicación para dar lo mejor de mí.

El recorte del diario hablaba de “máquinas para trabajar la madera”, mucha coincidencia, no pude ser indiferente. Ese pedacito de papel quedó ahí por algunas semanas, y casi me olvidé. La vida siguía con su rutina, trabajaba por la mañana y tarde, y a la noche iba a la universidad. Estar muy ocupado no me permitía analizar lo que estaba haciendo. Pasa a menudo, que la rutina mata al pensamiento estratégico.

Un día, como pasaba muy seguido en ese período, discutí con uno de mis primos que manejaba la empresa. En esos dos años había aprendido muchas cosas, y podía disentir sobre algunos temas de la gestión de la empresa. Tenía 22 años, y él 42. Mi padre, el menor de los hermanos, se había casado casi a los 50 años y por lo tanto era normal que tuviera primos más grandes que yo.

En los momentos de choques dialécticos, amarguras, desilusiones, heridas narcisistas, autoestima humillada, me detengo. La rutina no tiene más importancia, me paro. En ese momento, tal vez por deseos de revancha, me acordé de ese pedacito de papel. Lo tomé en mis manos, vi la firma y busqué la dirección del vicecónsul italiano en Santiago del Estero, acordé una cita y fui.

El señor Demarco me dijo: “Mire, yo no sé nada, tengo este formulario para completar, pero hay que presentarlo en la embajada en Buenos Aires, buena suerte, aunque…” y se paró, sin decir nada más, levantando la mirada al cielo y abriendo los brazos. ¿Qué quería decir? Hoy lo sé, pero en ese momento no lo había entendido.

Llené el formulario, que al final era solo un curriculum vitae organizado, y preparé mi viaje para Buenos Aires. En esos tiempos para viajar a la capital se necesitaba una cierta organización. El avión era para los extra ricos, los demás teníamos que hacer casi 20 horas de colectivo para recorrer los 1300 km que separan a Santiago del Estero de Buenos Aires.

“Dios está en todas partes, pero atiende solo en Buenos Aires” como dicimos los argentinos de las provincias. Tenía 22 años, y no tenía miedo de hacer un viaje así. Además, desde que fui a hablar con el vicecónsul, tenía que terminar el trámite que había empezado.

Me organicé para llegar a Buenos Aires a la mañana temprano, así poder ir a la embajada y volver ese mismo día por la noche: dos noches en colectivo entre ida y vuelta, para no gastar plata en un hotel.

En esos años, durante el viaje, el colectivo tenía varias paradas, en las cuales uno podía ir al baño y comer algo. Hoy, el mismo viaje demora 12 horas, no tiene paradas, incluye cena y desayuno, dos baños incluidos, televisión, azafata, asientos camas; son colectivos de dos pisos, enormes y muy cómodos. En el 1985 todo eso era ciencia ficción, y si me lo hubieran contado como es ahora, no les habría creído. Ademas hoy habríamos hecho todo por mail o con una app en alguna página de internet. Era un mundo muy diferente.

Después de este viaje tan desafiante, llegué a la embajada italiana. Extrañamente no era en el consulado, a donde generalmente se tramita todo tipo de documentación, había que hablar con el responsable cultural de la Embajada Italiana. La embajada se encuentra en un edificio antiguo en una de las mejores zonas de Buenos Aires. Parecía un cuento fantástico, pero yo no le daba tanta importancia. Tenía que entregar el formulario y volver a casa.

Llegó la hora de la cita y el responsable cultural, un señor con barba que parecía haber salido del libro Corazón de De Amicis, me recibió la documentación, me miró, sonrió, levantó los brazos como lo había hecho el vice cónsul, y me dijo: “Yo en su lugar no me hubiera hecho semejante viaje inútilmente”

¿Perdón, Cómo? Le pregunté.

“Nosotros estamos obligados a publicar estas convocatorias, pero ya sabemos quienes participarán al curso. Son los hijos de embajadores extranjeros en Italia, parientes de cónsules, o recomendados que mandan las empresas extranjeras que gastan millones de dólares en esas máquinas. Ud no tiene ninguna de esas características, no tiene ninguna posibilidad, lo lamento mucho”

Me quedé petrificado, o tal vez helado.

Con mucho pragmatismo le respondí: “Me hice este largo viaje, Ud. recíbame el formulario, si quiere cuando me vaya lo puede tirar a la basura sin que yo lo vea”. Asentí, nos saludamos y me fui.

Saliendo me puse a admirar con calma la majestuosidad de la embajada, realmente un edificio bello e imponente. Pensé que había sido un lindo sueño, que había visto un hermoso lugar, que por lo menos la charla había sido agradable, que tenía que volver a mi casa y seguir con mi vida, que de todos modos no era tan mala, al contrario me gustaba lo que estaba haciendo, aunque con muchos obstáculos.

Todo esto fue hacia fines de junio del 1985.

Conté todo lo que pasó a mi familia, no me acuerdo lo que me dijeron, y todo terminó ahí. Pero había algo raro a mi alrededor, sentía algo diferente, una sensación nueva, una magia particular. De eso sí me acuerdo, estaba como en una nube. Tal vez la nube que me llevó ese recorte, y al final me había sugerido que existían otros caminos y que el mundo no teminaba en esa pequeña ciudad del norte argentino.

Comenzaba el frío en mi ciudad. Dura solo un par de meses, desde la mitad de junio hasta la mitad de agosto. Seguía trabajando en la maderera en el complejo industrial La Candelaria (llevaba el nombre de mi abuela paterna), a donde aprendí a trabajar con mi tío Juan, mi mentor en el trabajo.

A los 14 años ya había hecho una pasantía en La Candelaria, con mi tío Juan. Mi madre tenía el temor que yo creciera en el bienestar sin darle importancia al trabajo. Un sabio concepto, pero era muy exagerada al respecto. Me pasé trabajando todo el verano con mi tío Juan. Me buscaba a las 6 de la mañana con su ayudante personal, el señor Battaglia, ya el nombre era todo un programa. Por dos meses me hizo contar pernos y tornillos que estaban dentro de cajas industriales. Tenía que hacer el inventario. Después de una semana me dí cuenta que era un trabajo inútil. La cuenta daba siempre 500, muy previsible considerando que llegaban de la fábrica.

Me atreví a hablar con mi tío, y le dije: “Tío Juan, es obvio que, llegando de la industria, la cuenta de pernos y tornillos será siempre 500. No tiene sentido”.

Él riendo, me dió una palmadita amorosa en la espalda y me respondió: “Josecito, aquí se hace como yo digo. Hoy tal vez no entiendes el valor de lo que estas haciendo, pero un día lo entenderás”.

Lamentablemente ya no puedo decírselo, pero se lo escribo: “Tío Juan, tenías razón, ahora lo entiendo y te agradezco”

Cuando volví a trabajar en La Candelaria, ya a los veinte años, me seguía siempre el mismo tío Juan, que sobre todo al principio me ayudó mucho. Siempre estuve contento de trabajar con él. Ha sido como mi segundo padre.

Para comunicarnos en la empresa, nosotros pseudo dirigentes usábamos radios portátiles. Mis primos eran radio aficionados y habían construido este sistema de intercomunicación por radio muy eficaz.

Un día a principios de septiembre (me acuerdo hasta donde estaba, Avenida Roca, estaba buscando estacionamiento cerca de una de las sedes de la empresa) desde la central de la radio me dijeron : “Josecito, tu mamá te llama por teléfono, te la paso por radio”. Mi mamá muy excitada me dijo estas palabras: “José, ha llamado la embajada, tienes que estar en Italia en octubre “

No lo podía creer. Me quedé en silencio por un largo momento, saludé a mi mamá y me puse a pensar sin entender bien todavía lo que estaba sucediendo.

Solo después habría descubierto el origen de ese milagro. En Italia comprobé que el responsable cultural de la embajada tenía razón: eran 25 lugares, con 24 recomendados y yo. Eran todos hijos de embajadores, cónsules, ministros de otros países y compradores de máquinas para madera. Solo yo no entraba en esas categorias. Él tenía razón, pero algo no salió como él pensaba.

¿Por qué estaba yo allí? ¿Por qué me habían elegido a mí y no a un recomendado?

Solo al final del curso, y cuando había ya una cierta confianza con el director de la escuela, hoy mi gran amigo Aldo, le pregunté del por qué.

“¿Aldo, cómo has hecho para elegirme en lugar de un recomendado?”

Me respondió: “No José, los recomendados eran 24, no tomaste el lugar de ningun recomendado”

Insistí: “De acuerdo, ¿y por qué me has elegido a mí, entre todos los postulantes?”

Él sonriendo y gesticulando como ya me acostumbré a ver en los italianos, me dijo: “José, eran 20 mil formularios, según vos, ¿yo me ponía a leer todos esos curriculum, llenos de medias verdades?”

Le dije: “Ni siquiera yo lo habría hecho, pero me sigo preguntando ¿por qué me has elegido?”

Entonces Aldo sonriendo, me respondió: “Eras el último de la lista”.

2 - Eran otros tiempos

Había una propaganda de la cerveza más famosa de la Argentina, la Quilmes, que decía “Eran otros tiempos”. Contaba sobre hechos sucedidos en los años '80, en especial sobre el fútbol argentino, dado que estaba pensada para uno de los mundiales.

“Eran otros tiempos, era otra la historia, no había medallas, sólo hambre de gloria, solo se jugaba por la camiseta, como en el potrero taquito y gambeta. Y vino una copa llegó la primera, con el matador (Kempes) envuelto en bandera, la gente alentaba en cada partido, hubo un papelito por cada latido. Después vino el Diego (¿tengo que decir algo más?) y tocamos el cielo nos trajo la copa cumpliendo su sueño (hay una entrevista de cuando era niño que lo declara) y en cada garganta gritó cada esquina, es un sentimiento: vamos Argentina.

Tanta gloria tanto fútbol desplegado por el mundo y en cada gol, la pasión y la emoción, sigamos gritando, sigamos creyendo, es nuestra bandera la que defendemos, mostrémosle al mundo que juntos podemos.”

Somos distintos nosotros los argentinos, vivimos un partido de fútbol como si fuera una guerra, pero también hemos tomado a una guerra como si fuera un partido de fútbol. En los años '80 sucedieron muchas cosas en la Argentina y a mí también. Fueron años difíciles pero también de mucha esperanza.

En 1983 había terminado la dictadura, iniciada en 1976, con la elección como presidente de Raúl Alfonsín. En 1983 tenía veinte años y no había vivido nunca en democracia. Estaba muy emocionado aquel 30 de octubre, cuando fuimos a votar por un presidente democrático. Mientra cursaba la Universidad Nacional de Santiago del Estero, tuve la oportunidad de estrecharle la mano al futuro presidente, en un encuentro con los estudiantes. Había mucho compromiso y participación, eran realmente otros tiempos.

En el 1982 la guerra de Malvinas nos marcó profundamente. Fue un golpe directo al corazón. Recuerdo que el 2 de abril, el día que fuimos a recuperar las islas, había una fiesta por las calles, la gente estaba contenta: finalmente habíamos hecho algo para estar orgullosos. Pero toda guerra que se respete comienza con alegría y termina en tragedia.

Yo también tenía que haber ido a la guerra pero un número, el 037, me había evitado ese trauma y tal vez la muerte. Por supuesto que estaba el servicio militar obligatorio, que comenzaba a los 18 años cumplidos, y fue la clase del '63, los soldados rasos a los que mandaron a la guerra, no podían enviar a los militares de rango, obviamente. Dado que no había demasiado dinero para el servicio militar de todos los jóvenes, se procedía por sorteo. Todos los argentinos tenemos un número de documento de identidad fijo para toda la vida. Se unía así en un sorteo público los últimos 3 números del documento de identidad con un número de 0 a 999. El sorteo era transmitido por televisión para evitar trampas, que igual había. Si tu número se combinaba con un número entre 0 y 200, no debías cumplir el servicio militar, si era con un número entre 200 y 600 entrabas en el ejército, entre 600 y 800 en aeronáutica y si te tocaba un número mayor de 800 hacías dos años de marina militar.

Todos los años ese sorteo era más esperado que el Gordo de Navidad, la lotería de fin de año. Tuve la suerte que a mi número 805, mis últimos tres números de mi documento, le correspondía el número 037. Y ese número me salvó la vida, o al menos me ahorró un trauma que llevó a muchos chicos al suicidio.

La guerra del 1982 involucró a todo el país, hasta de manera práctica. Todos estaban felices de colaborar. Lamentablemente fue una gran desilusión, no solo por el resultado sino tambien por la manera engañosa con la que el gobierno usó este asunto para mantenerse en el poder. El fin de la guerra significó el fin del gobierno militar y nuevas elecciones. Desde el 1983 Argentina no vivió nunca más una dictadura.

Los discursos de Alfonsín estaban llenos de entusiasmo, carismáticos, con palabras de un gran estadista. Muchos de sus esloganes no se realizaron todavía, lamentablemente. Decía que con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa, se tiene justicia, salud y se crece como personas. Tenía razón pero la realidad es muy distinta. Otros esloganes si se hicieron realidad, como aquellos que decían que jamás iba a haber otra dictadura, que la casa esta en orden y que podemos festejar.

Al final de sus discursos electorales repetía el preámbulo de la Constitución Argentina que prometía bienestar, libertad y justicia no sólo para los argentinos sino también para todos aquellos hombres de buena voluntad que desearan vivir en suelo argentino. Visionario y actual, dada la tendencia a construir muros y cerrar puertos.

En el 1985, año en el que “gané” la beca de estudio para Italia, me encontraba trabajando en La Candelaria, después de haber trabajado 4 años en el banco luego de terminar la escuela secundaria. Estudiaba ingeniería y estaba entendiendo que quería decir vivir en Democracia.

Tal vez me cueste explicar porque aquella beca de estudio era tan importante. En la situación en la que uno vivía en Argentina, era la única manera de conocer Europa. En esos momentos para mí era como ir a la Luna o Marte. Si tenías un trabajo normal, necesitabas tres años de trabajo, sin gastar en nada, para poder comprarte un boleto de avión. A eso le tenías que agregar los gastos de comida, estadía y transporte. Un privilegio solo para ricos, que sí había en Argentina. No conocía a nadie que hubiera estado en Europa o en los Estados Unidos. Era una beca para un viaje a otro planeta.

Después de la llamada de mi mamá que me decía esas simples palabras, “en octubre tienes que estar en Italia”, me activé de inmediato en los preparativos. Era necesario ir al consulado para la visa, pero había un detalle, no tenía el pasaporte. A través de conocidos tuve el pasaporte en tiempos récord, el consulado me dió la visa y la dirección a donde me tenía que presentar en Roma.

Después del sorteo del servicio militar, había ganado también esta lotería.

Nada mal los años '80.

Todo fue muy rápido. Intenté entender que es lo que tenía que hacer una vez que hubiera llegado a Roma, pero no había internet, no conocía a nadie que haya ido alguna vez allá. Mi padre, que había estudiado italiano en la escuela secundaria, sólo me dijo: “Buongiorno es buendía, buonasera es buenas tardes y cuando te vas a dormir tienes que decir buonanotte.”

Preparados, listos. Se parte.

Mi madre, más práctica, contrató a la mujer de mi primo Julio que era de origen italiana para que me enseñara italiano, entonces tomé algunas clases particulares. La verdad es que no aprendí mucho, y llegué a Roma solo con el español madrelengua.

Hasta ese momento solo había hecho un solo viaje en avión desde Santiago del Estero a Buenos Aires, no tenía ninguna experiencia en vuelos internacionales. Ir al aeropuerto internacional de Ezeiza a principios de los '80 quería decir dos cosas: o eras perseguido por la dictadura y alguien te había pagado un viaje de salvación, o estabas yendo a Cabo Cañaveral por vacaciones como un viaje a Marte y tenías un montón de plata. En el bien o en el mal, ninguna de las dos hipótesis se adecuaban a mí.

Mi pobre padre, en su intento de ayudarme con su experiencia, me prestó dos valijas que usó en sus viajes a Córdoba, en donde se recibió de médico. Ninguno sabía que en economy se podía llevar una sola valija y con un peso máximo de 20 kg. Yo llegué a Ezeiza con dos valijas, muy pesadas incluso vacías, en cuero y madera, como en la época de las diligencias en el Lejano Oeste. En el check-in me explicaron lo obvio y me miraron como si fuera un extraterrestre. Me aconsejaron que llenara una sola valija con pocas cosas indispensables.

Dio mío, tenía solo 100 dólares en el bolsillo y encima pocas prendas . ¿Pero si no arriesgas a 22 años cuándo lo haces? En realidad no era arriesgar, era solo seguir un trayecto que había comenzado con un anuncio en un diario local y que alguien lo dirigía directamente a la meta. Yo no hacía nada, seguía los eventos.

Económicamente era un mal período, como a menudo sucede en Argentina, y también lo era para mi familia. Los militares nos habían dejado de rodillas. Mi padre tenía la jubilicación de diputado, que le sacaron porque era considerada un “privilegio” por los militares. La democracia había vuelto, pero ordenar todas las injusticias llevaría tiempo. Entonces estaba por hacer un “viaje a Marte” con solo 100 dólares. Prácticamente era mi último sueldo.

Durante un breve periodo entre la comunicación por parte de la embajada y mi partida, tuve algunas dudas acerca de si viajar, pocas pero muy intensas. Continuaba a trabajar en la maderera, y el jefe de la fábrica me preguntó de cómo estaba tan callado. Le dije que tenía dudas sobre si viajar era la mejor elección considerando que en realidad no estaba tan mal: ¿por qué arriesgar todo por un viaje? Esta persona, buen técnico pero de humildes orígenes, me contó un pequeño cuento:

“José, las oportunidades que la vida te presenta son como una vieja señora que se te acerca. La ves llegar, está cubierta de cabellos, te pasa por al lado, puedes decidir si agarrarla o no. Pero atento, de atrás es pelada, una vez que pasa no la agarras más” Esa conversación de diez minutos con una persona de la que no me esperaba un consejo, me hizo entender que era necesario probar.

Era un momento iluminado, todo parecía tener un sentido, una explicación, todo parecía escrito en algún lado, un copión escondido que salió a la luz en el momento justo. Todo muy extraño, todo muy lineal, una serie de eventos desconectados en el tiempo y ese hecho unía todos los puntitos poniendo la trama en evidencia.

A veces el presente no logro entenderlo y me pregunto: “¿Solo esto? ¿Termina así?” Es necesario ser lúcido para entender que el presente no tiene sentido sin un pasado y sin una visión prospectiva de futuro. Por el momento estoy recuperando el pasado que está lleno de sorpresas. Tal vez descubir todo el pasado será la premisa para tener una visón más clara del futuro.

Hoy está nublado y poco claro, pero en aquella primavera argentina del 1985, todo marchaba bien, a gran velocidad hacia un destino evidente. No había manera de oponerse a este tren que iba a toda velocidad, rápido, decidido y tirado por fuerzas potentes. La vida siempre gana. La vida es potente e imparable. La vida decide siempre lo mejor, aunque cuando pensamos que somos desafortunados ante cualquier evento incomprensible en ese momento. La vida tiene sus lógicas.

No se trata de méritos y deméritos, no es cuestión de ser santos o diablos, no es ni siquiera discriminador ser inteligentes o estúpidos. No es tener suerte o mala suerte. La casualidad no existe, existen las elecciones. La vida te hace preguntas, depende de como respondes a esas preguntas, a esas encrucijadas que cada tanto se presentan. La vida interpreta las respuestas y te direcciona. La vida no se equivoca nunca.

Como decía mi jefe de la maderera, atención, la vieja peluda atrás es pelada. Es necesario agarrarla interpretando bien lo que la vida te propone. Si ganas la lotería y no retiras el premio, lamentándote que tal vez no era lo que querías, la vida se cobra todo con intereses. Seguir las ondas como un surfista, perseguir las elecciones de la vida que corren naturales, no desperdiciar las oportunidades que se te presentan, dar siempre una chance al destino, tendrían que ser las actitudes justas para navegar en el mar de la vida, que a veces está en tempestad, a veces es pacífico pero como decía no se equivoca nunca.

Una vez hecho el check-in y despachada mi única valija casi vacía, estaba listo para la partida con el cohete que me llevaba hacia Marte.

Ezeiza era Cabo Cañaveral

El cohete era Alitalia

Yo me sentía Neil Armstrong.

La vida no se equivaca nunca...esperemos, pensé.

3 – En la nave espacial

Anteojito era un niño de casi 8 años, usaba anteojos (y por eso le decían así), muy tranquilo y muy inteligente, que vivía con su tío Antifaz. Era primo de Hijitus y amigo de Calculín. El eslogan era “Intrigulis-Chingulis uh uh uh”, que repetía cuando encontraba la solución a algún problema. Hijitus usaba un sombrero con forma de hongo y su casa era un caño; era pobre, pero su sombrero tenía poderes mágicos de superhéroe. Calculín era un niño muy pero muy inteligente y estudioso, un genio precoz y hacía cálculos a gran velocidad. Su cabeza tenía forma de libro abierto, anteojos gruesos y guardapolvo blanco de alumno argentino. Pichichus era el perro fiel de Hijitus. La Bruja Cachavacha era una bruja malvada en la ciudad de Trulalá, y era feroz enemiga de Hijitus.

Hijitus tenía como amigos a Oaky y a Larguirucho. Para él era muy importante la amistad, la justicia y la solidaridad. Su sombrero mágico los transformaba en Super Hijitus, con las palabras mágicas: “Sombrero, sombrerito, conviérteme en super Hijitus”, se volvía indestructible y podía volar. Enfrentaba a los malos, como al profesor Neurus.

Oaky, amigo de Hijitus, era el hijo del hombre más rico y potente de la ciudad de Trulalá, su nombre era Gold Silver. Oaky todavía usaba pañal pero tenía dos pistolas. Su lema era “Tiro, lío y cosha golda”. Era un niño mal educado y caprichoso, y por este motivo a veces se aliaba con los malos. Pero en el fondo Oaky tenía un buen corazón y muy valiente para su edad.

Larguirucho forma parte de la pandilla de Hijitus, pero también participaba en la banda del malvado profesor Neurus, aparentemente sin tener plena conciencia de la maldad de sus actos. Era un buen amigo con buenos sentimientos, pero poco inteligente para distinguir el bien del mal. Su frase favorita cuando lo llaman es “Blá má fuete, que no te ecucho” en un español casi incompleto, que sería “hablá más fuerte, que no te escucho”. Adopta a un niño huérfano, muy problemático y mal educado de nombre Raimundo.

El profesor Neurus era el malo de la ciudad. Era un científico loco, cuyo objetivo era tomar el poder en Trulalá. Contaba para ello con sus invenciones y una pandilla integrada por Pucho, que tenía siempre un cigarrillo en la boca, y Serrucho, que no hablaba y hacía ruido de serrucho, frotando sus manos en sus grandes dientes. Considera a los demás poco inteligentes y repite siempre: “Cállete, retonto”. Memorable su forma de repartir el botín: “Una para ti, dos para mí, otro para ti, diez para mí, otro más para ti, todooo para mí”.

Toda mi infancia la pasé entre estos personajes creados por García Ferré. El título de esta historia era “Las aventuras de Hijitus”, creo que ha sido el mejor éxito en la historia de los dibujitos animados de Argentina. En estas historias estaban todos los ingredientes de la imaginación infantil y más.

Otras historias que me marcaron de niño fueron las expediciones Apolo, en particular Apolo 11, con Neil Amstrong que fue el primer hombre en pisar la Luna en 1969. “That’s one small step for a man, one giant leap for mankind”(“un pequeño paso para el hombre, un inmenso paso para la humanidad”). Me fascinaba sobre todo la historia de como un hombre “normal” llamado Neil, con el estudio y el sacrificio, se transformó en héroe de la humanidad. Todos los sueños son posibles, no había límites para la fantasía.

Tal vez Hijitus y Neil Amstrong, y la historia de emigración de mi abuelo Julio, me hicieron soñar con la posibilidad de hacer algo extraordinario, espectacular, fuera de lo normal, de lo común y corriente, de lo considerado por todos como “lo justo” para tener una vida tranquila. En esta línea de pensamientos creo que se injerta la respuesta de la lectura de un simple recorte de diario.

“Hacer algo extraordinario”

“Hacer algo de lo cual estar orgullosos”

“Hacer algo por lo cual ser admirado”

¿Un pensamiento infantil? Sí, obvio. ¿Narcisista? Así dicen.

Pero seguro es una fuerza propulsora increíble

En mi imaginario infantil, me encontraba con 22 años dentro de la nave espacial “Alitalia”, listo para la partida desde Ezeiza-Cabo Cañaveral. Tan simple, tan loco, tan extraordinario.

Muchas veces esta actitud infantil se volvió una trampa, no es muy sabio quedarse con imaginaciones infantiles, pero para mí por mucho tiempo fue así, por muchos muchos años.

En octubre de 1985 estaba en el ápice del idealismo. A diferencia de Hijitus no tenía el sombrero mágico, y a diferencia de Amstrong no había recibido ningún entrenamiento de astronauta ni tampoco de simple pasajero de avión intercontinental. No existía internet, la televisión internacional la veían sólo pocos elegidos, no sabíamos casi nada de lo que pasaba fuera de Argentina. Para la juventud argentina era un sueño, realmente un sueño imposible, conocer Europa y EEUU. Un privilegio para pocos, un sueño para todos. En esos tiempos los que iban al exterior eran casi todos porteños de Buenos Aires, arrogantes como pocos en el mundo, tanto es así que gracias a ellos teníamos (y seguimos teniendo) mala fama en América Latina. Entonces en la nave espacial había italianos y porteños. Gracias a Dios, al lado mío iba un señor de Biella; lo descubrí tarde casi llegando a destino.

El viaje era muy largo, hacía escala en Río de Janeiro en donde había que bajar y esperar casi dos horas, después a Milàn Malpensa, y solo luego, después de 20 horas de viaje, se llegaba a Roma.

Había muchas novedades para ver. Hoy veo a los chicos viajar y para ellos todo es natural. Yo tuve que apretar todos los botones para entender para que servían. No había televisores individuales como hoy en día. Pasaban las películas en una pantalla común del avión, con los distintos idiomas en los canales que podías elegir desde tu asiento. Había música con distintos canales de audio y nada más como entretenimiento. Las butacas eran pequeñas, pero en ese momento no pensábamos en eso.

Yo tenía una sola preocupación: ¿qué hago cuando llego a Roma? No me esperaba nadie, no tenía ninguna información, ni como hacer para llegar al centro, ni como encontrar un lugar para dormir; además al día siguiente, tenía que ir a una dirección, sin saber exactamente que iba a pasar.

Además no tenía dinero, aunque eso lo iba a descubrir más adelante. Sabía que tenía poco, pero no me imaginaba que era tan poco.

En la escala de Río, fui al baño y di un paseo por el duty free. Era todo novedoso para mí, no me imaginaba ni siquiera que podría existir algo semejante. Tenía la tarjeta amarilla de pasajero “in transito” y apenas había entendido cuál era el ”gate” (la puerta) a donde tenía que ir. Descubrí que había monitores para controlar esta información. Banal, seguro, pero no lo sabía. De vuelta en el avión, nos sirvieron la cena; comí con gusto pero decidí guardar galletitas y bizcochitos, sin un motivo en particular.

A las películas las miré sin atención, no me gustaban. Dormí poco y en la mitad del vuelo, habré despertado alguna sospecha en mi silencioso compañero de Biella. Tal vez se notaba mucho mi nerviosismo y ansiedad. Sobre todo, porque no me había levantado de mi asiento ni siquiera para ir al baño. El miedo era evidente.

El señor empezó a hablarme en un castellano perfecto. Me dijo que era un empresario textil de seda y que iba a menudo a Buenos Aires por negocios. Me preguntó que iba a hacer en Italia, y le expliqué que tenía una beca por estudio. Me dijo que Roma era muy bella, que sin dudas me iba a gustar. No me atreví a decirle que mi preocupación era de un nivel mas básico. ¡Tenía que sobrevivir a un alunizaje!

Todavía puedo sentir ese miedo a lo desconocido que me acompañó las veinte horas del viaje. Esa conversación me había tranquilizado un poco, hasta había pensado “tal vez cuando lleguemos puedo preguntarle a él como hacer”. Pero el destino se emperraba: el señor de Biella obviamente (lo iba a descubrir estudiando geografía italiana) se bajó en Milán Malpensa, destruyendo mi único plan de salvación.

Entre Malpensa y Roma, me sentí muy solo.

Y pensaba… pensaba… pensaba… ¿pero qué carajo pensaba?

Y encima, si hubiera sabido que 100 dólares era realmente muy poco dinero para la Italia del 1985, me hubiera asustado aún más. El cambio, en ese entonces, para 100 dólares eran 170.000 liras italianas. Un sueldo promedio era 1.200.000 liras, o sea imagínense lo poco que era. Teníamos sueldos muy bajos en Argentina en esos años.

Finalmente el avión aterrizó en Roma. ¿Y ahora qué hago? Sin dudas seguir la manada, me dije.

No fue un alunizaje en el silencio total, al contrario, había un lío infernal en el aeropuerto de Fuimicino. Tal vez siempre era así, para mí era un infierno.

Una vez que bajé, el avión me pareció enorme, realmente grande con esos lindos colores verde, rojo y blanco pintados por todos lados. A bordo había escuchado una canción que me llamó mucho la atención, aunque no entendía todas las frases y todo el significado. Luego descubrí que se trataba de la canción L’italiano de Toto Cutugno. Grabé en mi mente esa canción con el avión y me pareció algo muy lindo.

Al pie del avión en la pista, nos esperaba un colectivo muy grande para llevarnos al hall del aeropuerto. ¡Era todo nuevo y bello! No se imaginan el brillo y la imagen de bienestar que tenía Italia en los años ’80. Claro que no venía del paraíso, tal vez mi comparación no era muy objetiva, y esto solo aumentaba mi admiración y asombro.

Los argentinos tenemos un gran defecto. Pensamos que somos el centro del mundo, que somos el pueblo elegido por Dios, y pensamos que todo el mundo esta viendo lo que hacemos para seguirnos. ¿Qué puedo decir? Somos así, crecimos así. Somos los mejores. Una vez que llegué a Roma, inmediatamente pensé que no era un razonamiento apropiado ni equilibrado, y con el tiempo aprendí que nadie nos tenía en cuenta, excepto que por el fútbol.

Llegamos al gran hall del aeropuerto, la gente comenzó a caminar y yo por detrás de ellos. Después de unos minutos nos encontramos con el control de pasaportes. Obvio, me dije a mi mismo. Me esperaba una cola larga, algunos de mis referencias de la “manada”, en cambio, hicieron otra cola y se iban rápido. Eran ciudadanos italianos, en la cola preferencial.

Me encontré junto a algunos argentinos arrogantes de Buenos Aires, que pensaban saberlo todo, pero intuí que sabían menos que yo. Llegué al control de pasaportes, controlaron que tenía una visa por estudio, y todo salió bien y sin problemas.

“¿Y ahora?”

Todos seguían el cartel “ritiro bagagli” (retiro de equipajes), no era muy difícil saber de que se trataba. Llegamos a la cinta, me puse a esperar la valija de mi padre, pesada aunque estaba vacía. Después decidí tomar un taxi. Una decisión muy equivocada, no sabía que existía un colectivo que te llevaba a la estación de Termini, no lo sabía, y no tenía manera de saberlo.

Antes de buscar el taxi, cambié el único billete que tenía, esos benditos 100 dólares. Me dieron 170.000 liras, en billetes que no conocía, los acomodé en orden. No entendía el valor del dinero. Muy rápido lo iba a entender.

Tomé el taxi y el chófer me preguntó dónde quería ir. Para no decir “no sé”, le dije: “a la estación de trenes”. “Andiamo a Termini”(“vamos a la Estación de tren Termini”) me dijo el chófer. “¿Termini? Ok, vamos”. En ese momento tomé una sabia decisión: disfrutar el viaje.

De ese viaje recuerdo que el chófer manejaba de manera imprudente, y durante el trayecto llegué a ver el Coliseo, el taxi pasó por delante.

Era el domingo 13 de octubre de 1985, el viaje no duró muchísimo. Había salido el 12 de octubre, el día del descubrimiento de América. Coincidencia total. Para mí ni siquiera Neil Amstrong llegando a la luna estaba tan emocionado como yo en ese momento. Era un sueño, realmente un sueño. Crecíamos estudiando por años a los romanos, los griegos, y toda la cultura europea en la escuela, y el Coliseo estaba ahí, del otro lado de la calle, afuera de la ventanilla. Por un segundo me olvidé de mis miedos, estaba solo “el imponente Coliseo” frente a mí.

El éxtasis fue intenso, pero duro poco. Después de unos minutos llegamos a la estación Termini y tuve mi bautismo de fuego italiano. Pedí la cuenta y el taxista me dijo “150.000 liras”. Miré mis billetes, los miré y pensé: me quedaran solo 20.000 liras. En el acto actué con instinto de supervivencia y le dije: “yo puedo darle 50.000 liras”. El taxista comenzó a hablar en italiano y yo no entendía. Le acerqué el billete rojo, uno de los tres que tenía además del azul de 20.000. Él seguía renegando y escuché la palabra “polizia” y yo le dije “ok, ok policía”. En ese momento el taxista se puso blanco, agarró el billete y me dejó en la vereda de la estación con mi valija y un montón de gente gritando a mi alrededor.

Me había salvado, todavía tenía 120.000 liras, pero empezaba a entender que mi situación económica no era una de las mejores ni tranquilizadora. Tenía absolutamente que llegar al día siguiente a la dirección que tenía en el bolsillo. Tenía algunas direcciones que pensaba que me podían ser útiles, el de la embajada y el consulado argentino, Caritas y otras direcciones de emergencia.

Del otro lado de la calle estaba un chico que gritaba “alberghi, alberghi” (“hoteles, hoteles”) y detrás de él había una decena de personas. Me acerqué, entendí que era un ofrecedor de hoteles y le dije: “albergo”. Me respondió “quanto?” (como en castellano), sin saber leer ni escribir (literalmente) le respondí con el parámetro que recién había usado, “50.000 liras”, mostrándole el billete. “perfetto, andiamo” (“perfecto, vamos” ) me dijo. De acuerdo pero ¿qué quería decir? ¿Qué tipo de habitación, tiene baño privado, el desayuno está incluido? Todas preguntas que no lograba hacer pero ya éramos una manada que seguía al muchacho. Nadie hablaba castellano, y luego me dí cuenta que era el único blanco (o casi, yo no soy tan color leche). ¿No será que nos llevan a algún mal lugar y nos matan a todos? Pero después reflexionando mejor pensé: parecemos demasiado desgraciados, ¿de qué les serviría matarnos si ni siquiera pueden robarnos?

Después de caminar un buen rato, llegamos a una plaza con una fuente, Piazza de la Reppubblica, y al final a la via Nazionale , a donde estaba el hotel, en el segundo piso del edificio. Uno a la vez tomamos el ascensor y llegamos a la recepción, si así se la puede llamar. El muchacho, que trabajaba por porcentaje en el hotel, nos ayudó con el check-in. El chico le dijo al joven del chek-in “50.000” y reconocí mi “reserva”. Me preguntó: “¿habitación individual?”. Yo respondí: “sí”, pero luego descubrí que el baño era compartido, pero la habitación tenía un lavatorio.

Entré en la habitación y lo primero que quería hacer era darme una ducha. Me habían dado, como en el regimiento, toallas y jabón. Organicé un poco mi ropa y me dirigí al baño. Estaba libre por suerte, pero alguien ya había usado la ducha. No estaba limpio, no estaba acostumbrado, pero me dije “adelante”. Que bueno tomarse una ducha después de un viaje tan largo, difícil emotivamente y jugado en defensa para sobrevivir.

Después de una larga ducha volví a la habitación y me senté en la cama. Soy afortunado, pensé, estoy bajo techo, al seguro, me dí una ducha, y tenía todavía 70.000 liras en el bolsillo. Pensé que tenía que cenar, pero no podía gastar el último billete rojo. Y me acordé de la provisión de galletas y bizcochitos de Alitalia, y armé mi banquete para esa noche. Galletas y agua de la canilla para la cena, pero estaba feliz y sin miedo, por lo menos por esa noche ningún temor. A la mañana siguiente habría pensado en cómo llegar a esa bendita dirección. Por ese día ya había tenido demasiadas preocupaciones.

 

4 - Qué hermosa eres Roma

 

 

 

 

 

“Na carrozzella va co du stranieri / un robivecchi te chiede un po’ de stracci / li passeracci so’ usignoli / io ce so’ nato Roma / io t’ho scoperta stamattina” (Antonello Venditti)

“Un carruaje va con dos extranjeros / uno en harapos te pide unos trapos / los gorriones son ruiseñores / yo que nací en Roma / yo te descubrí esta mañana”

No podían explicar mejor mis sensaciones de aquella mañana del 14 de octubre, abriendo las ventanas de la habitación: el aire era tibio, en la calle Nazionale pasaban un montón de autos, colectivos, muchos extranjeros, había pajaritos que cantaban en ese clima extraño, y así yo te descubrí, Roma, en mi primera mañana en la ciudad eterna. ¡Hermosa y mágica!

Esa noche dormí como un tronco. La adrenalina había subido a las estrellas y después había bajado de golpe, dándome una sensación de cansancio extremo, y el sueño me hizo recuperar las energías.

Había sobrevivido al aterrizaje sobre la Luna, como Neil Armstrong en 1969. Por milagro todavía estaba ahí. Por milagro tenía también el desayuno incluido en el precio. Un desayuno normal pero para alguien que tenía pocas liras para gastar, era un verdadero banquete. Otra vez estaba preocupado, pero ya no tenía hambre.

Después del desayuno fui a la recepción para pedir información pero no fueron muy simpáticos ni disponibles, me dijeron solo que al mediodía tenía que dejar la habitación. Pienso en mi padres: no sabían nada de mí, si había llegado o cómo estaba. No había celulares, no había correo electrónico, no había whatsapp y sobre todo, aún sabiendo como hacer, no tenía dinero para gastar en ese momento. Cada centavo estaba destinado para encontrar un lugar para la segunda noche.

Salí a la calle pensando cómo podía hacer. Calle Nazionale era un vaivén de gente, me llamaba la atención los autos todos nuevos o la mayoría, los colectivos bellos, era una Italia en salud y bienestar evidente. No conociendo nada, volví sobre las primeras calles que hice la noche anterior hacia la estación Termini.

En la esquina de la plaza Repubblica había un kiosco. Compro un mapa y pido información, pensé. Como decía un querido amigo contador, “hasta los perritos para mover la cola piden una caricia en la cabeza”.

Cada vez que vuelvo a Roma paso por ese kiosco. Y me emociono todas las veces. Tal vez porque me han tratado bien, tal vez porque me dieron información valiosa, tal vez porque representa el símbolo de todos mis miedos que de alguna manera comenzaban a desaparecer.

El vendedor, después de venderme el mapa, agarró el papel donde estaba escrita la dirección y me dió dos boletos para el subte y dos boletos para el colectivo. En total gasté 10.000 liras. Estaba acostumbrado a tratar con turistas y se mostró muy comprensivo y disponible para explicarme todo. Tenía un aire amigable, casi paternal. Mi madre hubiera dicho que estaba guiado por el Espíritu Santo y que esa ayuda era divina. Cualquier cosa que hubiera sido, ese vendedor fue fundamental para que pueda encontrar esa dirección, que era la única información que tenía, la única.

Llegar al lugar no fue tan simple, había que tomar el subte hasta

Ottaviano y de ahí tomar el colectivo número 32 que llegaba al Ministerio de las Relaciones Exteriores. Tenía que ir a la oficina Cooperación para el Desarrollo. Pero el viaje ha sido menos complicado de lo que pensaba. Pues había unas señalizaciones que me ayudaban. Con el tiempo aprendí que la parada de Ottaviano era la misma para ir al Vaticano. En mi vida hice como diez veces ese trayecto.

Una vez que bajé en Ottaviano, encontré una señora muy amable que me indicó la parada del colectivo 32 con destino a la Farnesina. Todo iba de maravillas. En el colectivo traté de estar atento a donde tenía que bajar, el vendedor me había escrito el “número de parada” en donde tenía que bajar. En Argentina no hay estas cosas, que me ayudaron bastante en el viaje hacia esa dirección que era mi salvación.

No me acuerdo el número de la parada, pero recuerdo que me costó encontrar esa oficina. El Ministerio de las Relaciones Exteriores era y sigue siendo un inmenso edificio, lleno de oficinas pero también con sedes separadas. La Cooperación para el Desarrollo no se encontraba en el edificio central sino en una pequeña oficina cercana a ese lugar. No ha sido fácil pero finalmente llegué.

Cuando entré en la oficina, una señora amablemente me dijo que esperara, que ahí también había otro muchacho, que iba a hacer el curso y que nos explicaría a los dos juntos lo que teníamos que hacer. Que alivio: ahora tenía un compañero de desventuras, no estaba más solo. Después descubrí con el tiempo que el más aliviado de esa situación había sido él, Mohamed, que venía del Cairo de Egipto. Me pareció familiar- tal vez la sangre libanés lo notaba- pero al mismo tiempo lo veía raro y muy tímido.

Eran más o menos las 10, lo recuerdo bien porque me acordaba de lo que me dijeron en el hotel: a las 12 tenía que entregar la habitación, si no pagaba otra noche. Otras 50.000 liras... no me lo podía permitir.

Los números son importantes, los números te dan orden, los números son útiles en lo inmediato, como en las visiones los sueños son buenos, pero los números te tienen anclado en la tierra. Mis números me decían que tenía que llegar a esa dirección, no quedarme en Roma e ir a donde me esperaba un curso, por lo menos tenía comida y estadía, todo lo demás podía esperar.

Esa cálida mañana, casi calurosa del 14 de octubre del 1985 me jugaba la supervivencia por los siguientes 8 meses en un país lejos de casa, donde no conocía a nadie, no conocía el idioma, las costumbres, no sabía como eran las personas ni lo que me esperaba. Esa mañana necesitaba aclaraciones: hace dos días que vivía en el miedo de lo desconocido, en el miedo de no lograrlo.

La oficina donde esperaba se llamaba Cooperación para el Desarrollo, buen nombre para una misión nada fácil (hoy lo podríamos llamar “ayudémosles en su casa”), no sé si aún existe y sobre todo si hay fondos para ayudar realmente al desarrollo de otros países. Una de las ventajas de haber vuelto hace poco a la democracia era que Argentina estaba considerada “un país en vías de desarrollo” y no “un país bajo la dictadura” y había como una especie de competición para ayudarnos a recuperarnos económicamente después de recuperar la democracia. Italia era uno de estos países disponibles para ayudar a Argentina.

Después de media hora la señora nos llamó, dijo en italiano que nos explicaría el asunto de la beca de estudio y todo lo que teníamos que hacer para llegar a destino. Como yo hablaba en español y Mohamed en árabe, nos preguntó si preferíamos la explicación en italiano o inglés. Yo estaba por pedirla en italiano, pero Mohamed se adelantó diciendo muy convencido, con una mirada tranquilizadora: “English, English”. En ese momento pensé que si hablaba en un inglés fluido capaz era mejor que él entendiera bien. Había hecho traducción técnica inglés- español durante mis estudios de ingeniería, que todavía no los había terminado, pero no estaba en grado de entender un discurso en inglés. De igual manera presté mucha atención a la explicación, pero lamentablemente no entendí mucho. Cuando terminó de explicar nos dió dos hojas escritas en italiano. Salimos de la oficina saludando y agradeciendo a la señora, yo estaba tranquilo porque ahora sabíamos bien que hacer. Menos mal que Mohamed hablaba inglés.

Ehh....tranquilo... tranquilo para nada.

Cuando salimos, no sé como, pero me dí cuenta que Mohamed no hablaba ni una palabra en inglés y no había entendido nada de nada.

Intentó explicarme que en la inscripción a la beca había escrito “fluido inglés” y no podía ahora decir que no sabía. Había preferido no entender nada, que arriesgar a que le anularan la beca, algo muy improbable.

Mannaggia li mortacci tua, (maldita sea), le hubiera dicho a Mohamed si los dos hablaramos italiano; pero el único modo para comunicarnos era el inglés, pésimo el de él, pobre el mío.

Calma y sangre fría, me dije, de todas maneras estabamos en una mejor situación respecto de ayer. Agarré las dos hojas: uno decía BNL, después descubrí que era el Banco Nacional del Trabajo, con un mapa para llegar a la ventanilla del banco en la Farnesina; escrito a mano “150.000 liras”. Bien, dije, a simple vista nos dan 150.000 liras, que eran oxígeno para mis finanzas.

En la segunda hoja estaba escrito una dirección de un cierto hotel 3B, en Viserbella de Rímini. ¿Viserbella? ¿Rímini? ¿A dónde nos mandan? No importa: cobremos el dinero, volvamos al hotel, agarremos nuestro equipaje y vayamos a la estación de tren Termini para tomar el tren hacia Viserbella de Rímini.

Le pregunté a Mohamed donde se encontraba su hotel, por suerte era en la calle Nazionale cerca del mío, lo habrá llevado el mismo muchacho, pensé.

“OK, dale Mohamed, vamos. Primero el banco, después el hotel y se parte”

Lo que no había entendido, porque no estaba escrito, era que teníamos que pasar por otra oficina para retirar los boletos del tren que ya estaban listos. Así que gastamos dinero por un boleto que teníamos gratis. Viendo el todo y con el diario del lunes, puedo decir “nada mal”.

Siempre tenía en mente el horario límite de las 12 del hotel. Después del banco todo salió sin problemas, estaba todo listo y nos estaban esperando. Muy buena organización, pensé, eso no sucede ni en sueños en Argentina. Hablé demasiado rápido y sin conocer la realidad, pero esto es otra historia.