Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental - Hannah Arendt - E-Book

Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental E-Book

Hannah Arendt

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Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidentalfue escrito en un momento crucial de la biografía intelectual de Arendt, y en él se perfila por primera vez la tesis fundamental de la autora de que la obra de Marx suponía la conclusión y cierre de la tradición de filosofía cuyo origen se remontaba a la obra de Platón.Con este escrito, inédito hasta fechas muy recientes, se proponía completar su obra Los orígenes del totalitarismo examinando en profundidad el marxismo como el único elemento ideológico que, a su parecer, conectaba la terrible novedad totalitaria con el cauce de la tradición de pensamiento político de Occidente. Por ello, nuestra edición incluye asimismo Reflexiones sobre la revolución húngara, escrito en la misma época. Este estudio sobre los acontecimientos revolucionarios en Hungría en 1956 se convirtió en el capítulo decimocuarto y último de la segunda edición norteamericana de Los orígenes del totalitarismo, pero este capítulo nunca fue incluido en las traducciones españolas de la obra. La Arendt más libre y lúcida, más ecuánime y menos comprometida ideológicamente, se expresa con singular intensidad en estas páginas. Todo el que quiera comprender la evolución política del siglo XX y del presente no puede obviar la lectura de este libro.

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Ensayos 301

Filosofía Serie dirigida por

HANNAH ARENDT

Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental

seguido deReflexiones sobre la Revolución húngara

Presentación y edición de Agustín Serrano de Haro

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-753-7

Título originalKarl Marx and the Tradition of Western Political Thought and Reflections on the Hungarian Revolution

© 2007 Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Traducción de Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental: Marina López y Agustín Serrano de Haro Traducción de Reflexiones sobre la Revolución húngara: Agustín Serrano de Haro

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

KARL MARX Y LA TRADICIÓN DEL PENSAMIENTO POLÍTICO OCCIDENTAL

El hilo roto de la tradiciónEl desafío moderno a la tradición

REFLEXIONES SOBRE LA REVOLUCIÓN HÚNGARA

1. Rusia tras la muerte de Stalin2. La Revolución húngara3. El sistema de satélites

PRESENTACIÓN

Los dos escritos de Arendt que se han reunido en este volumen tienen un origen editorial tan dispar como el que separa una selección de textos inéditos no publicada hasta el año 2002, de un ensayo que en su momento formó parte de la segunda edición en lengua inglesa de Los orígenes del totalitarismo. La proximidad en las fechas de composición —apenas un lustro de diferencia en la década de los cincuenta—, ciertas conexiones muy significativas entre los asuntos analizados en cada uno de los textos y el notable interés que ambos escritos conservan —también el compuesto al calor de la revolución aplastada en Hungría—, nos han parecido, sin embargo, justificación suficiente para su maridaje en esta peculiar edición española. La disparidad editorial en origen no es, por lo demás, tan marcada como a primera vista ha de parecer y bajo ella se ocultan asimismo claras líneas de continuidad.

Pues «Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental» es el título que Arendt fue prefiriendo para el estudio en que ella se volcó inmediatamente a continuación de Los orígenes del totalitarismo y con la intención explícita de subsanar lo que entendía como «la laguna más seria» de la obra, a saber: la «falta de un análisis histórico y conceptual adecuado del trasfondo ideológico del bolchevismo»1; así se expresaba de hecho la pensadora en la petición formal de financiación de su estudio ante la Fundación Guggenheim. El proyecto inicial de Arendt era examinar en profundidad el marxismo como el único elemento ideológico que, a su parecer, conectaba la terrible novedad totalitaria con el cauce de la tradición de pensamiento político de Occidente. A lo largo del otoño de 1952, la Fundación neoyorquina contestó afirmativamente a la solicitud y aceptó becar la investigación sobre «Elementos totalitarios del marxismo» —tal era el título inicial—. Pero el enfoque de partida de la pensadora se vio pronto desbordado por la exigencia inevitable de aclarar el lugar preciso del pensamiento de Marx en el seno de esta tradición occidental y, con ello, por la necesidad también de aclarar qué principios teóricos y qué experiencias históricas habían articulado la «Gran tradición» y cómo y por qué ciertas experiencias nuevas habían puesto en crisis irreversible esos principios ya antes de la doble monstruosidad política del siglo XX. La enormidad de la tarea, que es patente con sólo enunciarla, hizo que la empresa no llegara a concluirse jamás, o mejor, que no llegara a sustanciarse en una obra, pues sí cabe afirmar con Elisabeth Young-Bruehl que los grandes libros de Arendt de finales de los 50 y principios de los 60: La condición humana, Entre pasado y futuro y Sobre la revolución, «salieron todos ellos de sus estudios para el proyectado y nunca escrito libro sobre el marxismo»2.

Los manuscritos de Arendt acerca de Marx y del marxismo que proceden de estos años de intenso trabajo y que custodia la Biblioteca del Congreso de Washington forman por sí solos un depósito específico de casi mil páginas de muy distinta condición. A modo de anticipo de la prevista publicación íntegra de estos materiales, Jerome Kohn dio a conocer en 2002 y en la revista Social Research una selección significativa de ellos, que es la que aquí se ha traducido al castellano3. Articulada en dos secciones: «El hilo roto de la tradición» y «El desafío moderno a la tradición», la vivísima sucesión de grandes asuntos da una idea cabal de las líneas maestras del pensamiento de Arendt in statu nascendi y en su poderoso entrecruzamiento. Se parte de la apariencia de que el marxismo como la ideología oficial de una superpotencia mundial habría situado a la filosofía, en la segunda posguerra del siglo XX, en una situación nunca antes conocida: Marx habría logrado «a título póstumo» hacer realidad «el sueño platónico» de someter la abrupta realidad política a dogmas estrictos del pensar filosófico. Claro que las rupturas de los movimientos políticos y sindicales decimonónicos respecto del pensamiento marxiano original, las de Lenin respecto de aquéllos, y finalmente las del estalinismo totalitario respecto del leninismo, imponen más bien la sorprendente conclusión de que «la línea que va de Aristóteles a Marx muestra a la vez menos rupturas y mucho menos decisivas que la línea que va de Marx a Stalin». De este modo, la cara del pensamiento marxista que mira hacia el totalitarismo soviético, aun siendo en sí misma relevante pues no existe ningún análogo de esta situación a propósito del totalitarismo nazi —tesis habitual de Arendt—, es menos significativa que la cara por la que el pensamiento marxista cierra el gran ciclo de la tradición de pensamiento político occidental, la tradición platónico-aristotélica y medieval-moderna.

Claro que, en realidad —habría que matizar de nuevo—, fue la Revolución industrial, y sólo en segundo lugar las Revoluciones políticas norteamericana y francesa, las que cambiaron de tal modo el paisaje de la coexistencia social y política en Occidente, que Marx emerge más bien como el gran pensador que toma nota de las mutaciones ocurridas y trata de hacerse cargo de su extraordinario alcance. La emancipación, ya en proceso, de la clase trabajadora en el seno de una sociedad igualitaria en la que todos los seres humanos son (sólo) laborantes-consumidores está a la base de la glorificación marxiana de la labor, y con ella a la base de la exaltación de la necesidad como fuente y motor de la libertad. Lo no planteable en el marco de la tradición, ya que en ella la labor física equivalía a la nuda compulsión, es decir a la forzosidad natural apolítica, es decir a la esclavitud, ha venido a ocurrir, y Marx se esfuerza en pensar esta novedad inaudita de la liberación de la labor —ya no el librarse de ella (en alguna medida) como precondición de la ciudadanía, sino, al contrario, el liberarla a ella como realización de la desnuda humanidad—. Pero Marx afronta el desafío a la tradición justamente con las categorías de la propia tradición, que, aun invertidas, reconvertidas o subvertidas, siguen siendo las mismas y provocan entonces esas formidables paradojas de que el fin anhelado de la Historia consista en acabar con la Historia, el de la violencia en instaurar la paz y el de la labor organizada en crear una sociedad de laborantes desocupados4.

Basta quizá este somero e imposible resumen para hacerse una idea introductoria del poderoso aliento y notable intensidad que desprenden estos esbozos. La «larga duración» histórica pasa aquí, a la vez, a través de ciertas encrucijadas cruciales y se nutre de acontecimientos singulares imprevisibles. Y así, la propia continuidad de la tradición no alcanza nunca una compacidad completa (al uso y abuso posmoderno), una solidez segura que permita subsumir en ella, sin resto, los hitos que la jalonan y las tensiones que la constituyen. Los esbozos pero de una gran pensadora rezuman justamente pensamiento.

«Reflexiones sobre la Revolución húngara» apareció, en cambio, en febrero de 1958 en el Journal of Politics (XX/1), poco más de un año después de los extraordinarios acontecimientos del otoño de 1956 en Hungría. El escrito analizaba la génesis, el desarrollo y el sentido de la efímera revolución, al propio tiempo que honraba con indisimulada y vibrante admiración a los protagonistas de aquellas jornadas: el pueblo húngaro. En su primera forma, el ensayo de Arendt llevaba más bien por título completo «Imperialismo totalitario: Reflexiones sobre la Revolución húngara», y en este mismo año de 1958 vio ya la luz una traducción alemana, utilizada para una emisión radiofónica en Baviera y que corregía y ampliaba la versión inglesa. Pero, andando el año, el escrito, de nuevo ampliado, repensado y reelaborado, se incorporó a la segunda edición norteamericana e inglesa de Los orígenes del totalitarismo como el capítulo decimocuarto que cerraba la obra. En la riquísima unidad del libro, este capítulo añadido adquiría además el valor de un epílogo5. Las posteriores ediciones de Los orígenes del totalitarismo, a partir ya de la tercera de 1966, no tardaron, sin embargo, en suprimir el capítulo-epílogo. En tal decisión debió de influir el criterio de Arendt de que la prolongación del examen del totalitarismo más allá de la muerte de Stalin afectaba a la unidad básica de análisis de la obra y planteaba problemas de comprensión más amplios y difíciles. Este capítulo singular, que entró tardíamente en la magna obra para pronto salir de ella, nunca tuvo sitio tampoco en la versión española de Los orígenes del totalitarismo. La traducción que aquí se ofrece a los lectores castellanoparlantes sí se basa en la que yo mismo firmé en la revista valenciana Debats 60 (1997) e introduce correcciones en ella.

La conveniencia de que el lector español disponga en integridad del análisis arendtiano del totalitarismo, al que pertenece el «vasto paisaje del totalitarismo de posguerra», no es el único motivo que ha aconsejado recuperar las «Reflexiones sobre la Revolución húngara». La singular lucidez de la autora acerca del sentido de la Rusia postestalinista se entrelaza en el ensayo con su clara valoración acerca de lo que estaba en juego en la confrontación mundial de bloques; para uno de los cuales ella sí se permitía hablar, sin miedo, sin retóricas, de «el mundo libre». Es también importante el que «las llamas de la Revolución húngara» lleven a Arendt a exponer con cierto detalle, por vez primera en su obra, la idea del sistema de consejos populares como ámbito señalado de acción política, como referente olvidado pero reiterativo de las pocas «revoluciones espontáneas» que en el mundo han sido, e incluso como la alternativa democrática «en las condiciones de la Modernidad» al desprestigiado sistema europeo-continental de partidos políticos. Y apenas hace falta añadir que los felices acontecimientos de 1989 en lo que torpemente llamábamos Europa del Este concedieron al estudio de Arendt una segunda y relevante actualidad. La rara precisión con que la conclusión de estas páginas anticipaba que el sistema soviético de satélites podía colapsar, antes que reformarse, diríase una irónica confirmación póstuma del desdén arendtiano por las filosofías de la Historia y por los politólogos más o menos profesionales, y un aval añadido a un pensamiento político que, afirmando desconocer el porvenir, veía bastante más que quienes abogaban por procesos graduales de normalización y de síntesis. Lo difícil y admirable es, en efecto, acertar a ver el presente.

Agustín Serrano de Haro (Instituto de Filosofía, CSIC)

NOTAS

1Apud la introducción del editor invitado, Jerome Kohn, a Social Research 69 (verano 2002), p. V.

2 Elisabeth Young-Bruehl, Hannah Arendt. Una biografía —trad. de Manuel Lloris—, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2006, p. 361.

3 La referencia completa es: Social Research, vol. 69 (2), verano 2002, p. 273379. El título al que Kohn recurre proviene de dos conferencias pronunciadas por Arendt en Princeton en 1953. En realidad, estos textos fueron primeramente conocidos en la traducción italiana de Simona Forti aparecida en Micromega 5 (1995), pp. 35-108.

4 Acerca de este dédalo de cuestiones y del vínculo entre marxismo y totalitarismo puede consultarse con mucho provecho: Simona Forti, Vida del espíritu y tiempo de la polis. Hannah Arendt entre filosofía y política. Valencia, Cátedra/Universitat de Valencia/Instituto de la Mujer, 2001, Segunda Parte.

5 El título sufría un nuevo cambio y quedaba ahora como «Epílogo: Reflexiones sobre la revolución húngara».

KARL MARX Y LA TRADICIÓN DEL PENSAMIENTO POLÍTICO OCCIDENTAL

El hilo roto de la tradición

Nunca ha sido fácil pensar y escribir acerca de Karl Marx. Su impacto sobre los partidos de trabajadores que ya existían, que acababan de obtener la plena igualdad legal y el derecho de sufragio en los Estados-nación, fue inmediato y de largo alcance. El desdén del mundo académico hacia él apenas perduró, por otra parte, más allá de dos décadas tras su muerte, y desde entonces su influencia ha crecido, extendiéndose desde el marxismo estricto, que ya por 1920 se había quedado algo anticuado, hasta el campo entero de las ciencias sociales e históricas. Más recientemente su influencia ha sido negada con frecuencia. Pero esto no se debe a que se haya abandonado el pensamiento de Marx y los métodos que él introdujo, sino más bien a que han llegado a ser tan axiomáticos que ya no se recuerda su origen. Las dificultades que anteriormente prevalecieron al tratar de Marx fueron, no obstante, de una naturaleza académica comparadas con las dificultades a que nos enfrentamos ahora. En cierto sentido fueron similares a las que surgieron en el tratamiento de Nietzsche y, en menor medida, de Kierkegaard: los combates a favor y en contra de cada uno de ellos fueron tan fieros, los malentendidos que se desarrollaron tan tremendos, que era difícil decir exactamente qué pensaba y de qué hablaba cada uno de los intervinientes y quién era el que lo pensaba y hablaba. En el caso de Marx, las dificultades fueron obviamente aun mayores porque afectaban a la política: desde el mismo comienzo las posiciones a favor y en contra de él cayeron bajo las líneas convencionales de la política de partidos, de manera que para sus partidarios cualquiera que hablara a favor de Marx era considerado «progresista» y cualquiera que hablara en contra de él «reaccionario».

Esta situación empeoró en el momento en que, con el ascenso al poder de un partido marxiano, el marxismo se convirtió (o pareció convertirse) en la ideología gobernante de un gran poder. Pareció ahora que la discusión acerca de Marx estaba relacionada no sólo con partidos políticos sino también con la política de poder, y no sólo con asuntos de política interior sino de política mundial. Y mientras la figura del propio Marx era arrastrada a la arena política, ahora incluso más que antes, su influencia sobre los intelectuales contemporáneos se elevó a nuevas alturas: el hecho principal era para ellos —y en esto no se equivocaban— que por vez primera un pensador, antes que un hombre de Estado o que un político de orientación práctica, inspiraba las políticas de una gran nación y hacía con ello sentir el peso del pensamiento sobre el ámbito entero de la actividad política. Desde que la idea de Marx del gobierno justo —esbozado primero como la dictadura del proletariado, a la que debía seguir una sociedad sin clases y sin Estados—, se convirtió en el objetivo oficial de un país y de unos movimientos políticos presentes en todo el mundo, desde entonces el sueño de Platón de someter la acción política a los rigurosos principios del pensamiento filosófico se había convertido, ciertamente, en una realidad. Marx logró, aunque a título póstumo, lo que Platón intentó en vano en la corte de Dionisio en Sicilia. El marxismo y su influencia en el mundo contemporáneo llegó a ser lo que hoy es merced a esta doble influencia y doble representación: primero, sobre los partidos políticos de las clases trabajadoras, y, segundo, en la admiración de los intelectuales no tanto hacia la Unión Soviética per se, sino hacia el hecho de que el bolchevismo es, o pretende ser, marxista.

A decir verdad, el marxismo en este sentido ha hecho tanto por ocultar y borrar las verdaderas enseñanzas de Marx como por propagarlas. Si queremos descubrir quién fue Marx, qué pensó y qué lugar ocupa en la tradición de pensamiento político, todo el marxismo aparece, con demasiada facilidad, básicamente como un fastidio —más que el hegelianismo o que cualquier otro «ismo» basado en los escritos de un único autor individual, aunque no de manera esencialmente diferente—. Por el marxismo, Marx mismo ha sido alabado o culpado de muchas cosas de las que era por completo inocente; por ejemplo, durante décadas fue tenido en alta estima, o fue objeto de hondo resentimiento, como «el inventor de la lucha de clases», de la cual no sólo no fue el «inventor» (los hechos no se inventan) sino ni siquiera el descubridor. Más recientemente, en el intento por poner distancias respecto del nombre de Marx (aunque apenas de su influencia), otros han estado ocupados probando cuántos elementos de su pensamiento los encontró él en sus admirados predecesores. Esta búsqueda de influencias (por ejemplo, en el caso de la lucha de clases) se vuelve hasta un poco cómica cuando se recuerda que no eran necesarios ni los economistas de los siglos diecinueve o dieciocho ni los filósofos políticos del diecisiete para descubrir algo que ya estaba presente en Aristóteles. Aristóteles definió la esencia del gobierno democrático como el gobierno de los pobres, y la de la oligarquía como el gobierno de los ricos, y acentuó esto al punto de descartar el contenido de esos otros términos ya tradicionales, a saber: el gobierno de muchos y el gobierno de pocos. Insistió en que un gobierno de los pobres fuera llamado una democracia, y un gobierno de los ricos una oligarquía, aun si los ricos superaran en número a los pobres1. La relevancia política de la lucha de clases apenas podía enfatizarse en mayor medida que basando en ella dos formas distintas de gobierno. Tampoco puede atribuirse a Marx el mérito de haber dado entrada a este hecho político y económico en el reino de la historia y haberlo realzado en él. Pues tal elevación había estado a la orden del día desde que Hegel se encontró con Napoleón Bonaparte, viendo en él «al espíritu del mundo montado a caballo».

Pero el desafío que Marx nos plantea hoy es mucho más serio que estas disputas académicas sobre influencias y prioridades. El hecho de que una forma de dominación totalitaria haga uso del marxismo, y en apariencia se haya desarrollado directamente a partir de él, es por supuesto el más formidable cargo que nunca se haya elevado contra Marx. Y este cargo no puede desecharse con tanta facilidad como otros cargos de naturaleza semejante —contra Nietzsche, Hegel, Lutero o Platón, todos los cuales, y muchos otros, han sido acusados en un momento u otro de ser los antecedentes del nazismo—. Aunque hoy sea pasado por alto muy a conveniencia, el hecho de que la versión nazi del totalitarismo pudiera desarrollarse según líneas similares a las del soviético, pese a hacer uso de una ideología completamente diferente, muestra al menos que la acusación de haber promovido los aspectos específicamente totalitarios de la dominación bolchevique no cuadra demasiado bien con Marx. Es también verdad que las interpretaciones a que sus doctrinas fueron sometidas, tanto a través del marxismo como a través del leninismo, y la decisiva transformación por Stalin tanto del marxismo como del leninismo en una ideología totalitaria, admiten fácil demostración. Con todo, sigue siendo un hecho el que existe una conexión más directa entre Marx y el bolchevismo, así como entre él y los movimientos totalitarios marxistas en países no totalitarios, que entre el nazismo y cualquiera de sus llamados predecesores.

En los últimos años se ha puesto de moda asumir una línea sin ruptura entre Marx, Lenin y Stalin, acusando así a Marx de ser el padre de la dominación totalitaria. Muy pocos de entre quienes se entregan a esta línea argumental parecen conscientes de que acusar a Marx de totalitarismo es tanto como acusar a la propia tradición occidental de acabar necesariamente en la monstruosidad de esta nueva forma de gobierno. Quienquiera que alude a Marx alude a la tradición de pensamiento occidental; así, el conservadurismo del que muchos de nuestros nuevos críticos de Marx se enorgullecen es por lo normal un malentendido tan grande como lo es el celo revolucionario del marxista ordinario. Los pocos críticos de Marx que son conscientes de las raíces del pensamiento de Marx han intentado por ello construir una tendencia especial en la tradición, una herejía occidental que actualmente recibe a veces el nombre de gnosticismo, en evocación de las más antiguas herejías del cristianismo católico. Con todo, este intento de limitar la destructividad del totalitarismo mediante la interpretación consecuente de que ha surgido directamente de tal tendencia en el seno de la tradición occidental está condenado al fracaso. El pensamiento de Marx no puede quedar limitado al «inmanentismo», como si todo pudiera arreglarse de nuevo con sólo dejar la utopía para el otro mundo y no asumir que todo lo terreno pueda medirse y juzgarse por patrones terrenales. Pues las raíces de Marx se hunden mucho más profundamente en la tradición de lo que incluso él mismo supo. Yo pienso que puede mostrarse cómo la línea que va de Aristóteles a Marx muestra a la vez menos rupturas y mucho menos decisivas que la línea que va de Marx a Stalin.

Lo grave de esta situación no radica, por tanto, en la facilidad con que puede calumniarse a Marx y con que sus enseñanzas, tanto como sus problemas, pueden tergiversarse. Esto ya es, por supuesto, bastante negativo; pues, como veremos, Marx fue el primero en discernir ciertos problemas que surgen de la Revolución industrial, la distorsión de los cuales significa al punto la pérdida de una importante fuente, y posiblemente de una importante ayuda, ante las encrucijadas reales a las que seguimos enfrentándonos, cada vez con una mayor urgencia. Pero más grave que todo ello es el hecho de que Marx, a diferencia de las verdaderas y no las imaginarias fuentes de la ideología nazi del racismo, sí pertenece claramente a la tradición del pensamiento político occidental. Como ideología, el marxismo es sin duda el único vínculo que liga la forma totalitaria de gobierno directamente a esa tradición; fuera de él, cualquier intento de deducir el totalitarismo de manera directa de un ramal del pensamiento occidental carecería incluso de toda apariencia de plausibilidad.