Kit de emergencia emocional - Elena Casado - E-Book

Kit de emergencia emocional E-Book

Elena Casado

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Beschreibung

Una de las mejores terapias para sobrevivir al día a día es tomarte un café con amigas, arreglar el mundo juntas, compartir confidencias y sincerarte sobre aquello que te agobia. Esto es lo que sentirás cuando leas este libro, notarás que se alivia tu ansiedad y te darás cuenta de que no estás sola. Hay alguien al otro lado que te escucha, te entiende y empatiza con tu dolor y tus cicatrices. Abre las páginas de este botiquín antiinflamatorio emocional que la doctora Elena Casado, @medicilio, te receta para hacerte reír. Y si toca llorar, ponerte una tirita en el alma, para seguir caminando. «Hay días como este que el mundo se me cae encima. Que sé que me entendéis, porque por desgracia somos muchas, muchísimas, las que vivimos con esta losa en la espalda. Y la cargamos como si fuera un saco de plumas a costa de la costumbre. En fin, queridas. No lo olvidemos. Esto también pasará. Pronto llegará mañana y, con un poco de suerte, saldrá el sol, y no nos dolerá nada».

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Seitenzahl: 188

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o

transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización

de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

Kit de emergencia emocional. Todo lo que necesitas para sanar tus heridas, curar tus cicatrices y seguir adelante

© 2025, Elena Clara Casado Pineda

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

Diseño de cubierta: Rudy de la Fuente - Diseño Gráfico

Ilustración de cubierta: Naranjalidad

Maquetación: Safekat

Fotografía de solapa: Facilitada por la autora

ISBN: 978-84-1064-190-7

CRÉDITOS

DEDICATORIA

NOTA DE LA AUTORA

CAFÉ CON AMIGAS CONTRA EL DOLOR

1. LA VIDA A VECES TE SORPRENDE

2. AÑO NUEVO

3. MIS PRIMEROS BOMBONES

4. EL ESPÉCULO VIRGINAL

5. ¡SI TÚ YA NO ERES VIRGEN!

6. ME VOY A PERDER LA ÓPERA

7. NI UN SOLO ELECTRO

8. EL PODER DE UN ABRAZO

9. PULMONES CON CHAMPIÑONES

10. TRATA A LOS DEMÁS COMO TE GUSTARÍA QUE TE TRATARAN A TI

11. TU MADRE NO QUIERE

12. A MÍ QUE ME ATIENDA UN SEÑOR DOCTOR

13. MONSTRUO DE OJOS AZULES

14. VIVIR DE PRESTADO

15. COSTUMBRES CUESTIONABLES

16. SIETE CAPAS DE PIEL Y MÚSCULOS

17. SIN LATIDO

18. AL OTRO LADO

19. EL SÍNDROME DEL CORAZÓN ROTO

20. REHABILITACIÓN CARDÍACA

21. LAS ENFERMEDADES INVISIBLES

22. NO SOMOS ETERNOS

SIEMPRE ADELANTE

AGRADECIMIENTOS

A quienes lo perdieron todo el 29/10/2024 y aun así tuvieron que levantarse del barro.

A todas las personas que aprenden a querer sus cicatrices cada día.

Lo estáis haciendo genial.

Estoy orgullosa de vosotras.

NOTA DE LA AUTORA

Todas las historias que aparecen en el libro han sucedido y sus protagonistas existen. Pero, por supuesto, ninguno de los datos o nombres que podrían ayudaros a identificar quién sale en ellas son reales. Al final, tan importante es proteger la privacidad de esas personas como darnos cuenta de que podríamos haber sido cualquiera.

La finalidad del libro es dejar claro que no se trata de a quién le pasó qué, sino que podríamos ser nosotras, o conocer a alguien que ha pasado por ello. Aprender qué tenemos que meter en nuestro kit de emergencia para, cuando pasemos por estas situaciones, sobrevivirlas de una pieza.

CAFÉ CON AMIGAS CONTRA EL DOLOR

¡Hola! Sentaos. Os he dejado café en la mesa y he puesto un plato con queso, fruta y unas galletitas de jengibre caseras.

Aprovechad, si estuviéramos en quirófano, os tendría en ayunas. Pero nos conocemos fuera del hospital. Aunque mi intención va a ser la misma que si os tuviera en la mesa de operaciones: cuidaros.

Si hoy fuera vuestra médica, os diría algo como «hola, soy tu anestesista y voy a cuidar de ti». Y si nos viéramos en la consulta del dolor, diría algo similar a «buenos días, vamos a ver cómo podemos mejorar juntas tu calidad de vida». Aunque en esa situación probablemente sería la primera vez que nos encontraríamos, ya me sabría todos vuestros pormenores y antecedentes, tanto si hubierais venido por una urgencia a quirófano como si fuera una cirugía programada desde hacía meses. Y aunque lo más probable es que el anestesista que os hubiera tocado no fuera yo, ya me habría leído la avalancha de preguntas y pruebas que el compañero o la compañera que os revisó dejó cuidadosamente apuntadas para que yo pudiera verlas.

Pero no nos encontramos en quirófano ni en consulta, así que en este café que vamos a tomarnos deseo que seáis vosotras quienes conozcáis un poco más de mí a través de estas páginas. Y eso no quiere decir que no vaya a cuidaros exactamente igual. Espero que cada nuevo capítulo os ponga una tirita en algo que no sabíais que estaba roto. Que nos arreglemos juntas, un poquito, aunque sea, y aprendamos que no impor­ta cuántas cicatrices tengamos, nos podemos querer igual.

Y es que cuando una tiene una profesión vocacional, resulta difícil separar ciertas cosas de nuestra forma de ser. Y tengo bastante enredado en el cuerpo, al igual que en las páginas del libro, la necesidad de ayudar y de generar un cambio positivo en los demás. Me hace feliz. Y espero que podáis sentirlo. Espero también que podáis reír, y hasta llorar conmigo. Y que sobre todo cada nuevo episodio os dé información para meterla en vuestro botiquín emocional para cuando os haga falta. Para cuando haya que llamar al 112 de las amigas. Esos días que necesitamos un abrazo, o quemarlo todo. Porque a veces el mundo se pone cuesta arriba y solo queremos gritar que estamos hasta el coño.

Quiero que estas páginas se conviertan en vuestro código secreto. Que acabéis regalándoselo a esa amiga que os contó que le pasó algo como lo que cuento en una de las historias. Que al final tengamos todas ese idioma privado que compartimos las que hemos pasado por algunas situaciones. Y que cuando parezca que se va a hundir el barco, os venga a la cabeza el momento en el que leísteis un párrafo y os disteis cuenta de que somos muchas las que nos hemos sentido igual.

Que compartimos lugares comunes.

Que estamos hartas de vivir ciertos apocalipsis internos.

Y que esto también pasará.

O haremos que pase.

Por nuestros ovarios.

Quiero que leyendo el libro os sintáis tan acompañadas como cuando os sostengo la mano antes de dormiros en una cirugía. Acompañaros como desde ese momento en que entráis en las salas verdes del palacio de los quirófanos hasta que os volvéis a vuestra habitación con los que os quieren.

En esos momentos, los que trabajamos para que estéis seguras, somos vuestra familia. Durante el tiempo que estáis en ese país estéril sois lo que más nos preocupa. Y también me gustaría que al pasar las hojas del libro os quedara claro que si alguna vez os veis en esas situaciones que narro, no tengáis miedo. Y eso que sé que estaréis asustadas, tanto si es la primera vez que os operáis de algo como si ya es la sexta vez que venís por nuestra casa. Pensad que he estado en los dos lados, el de la médica y el de la paciente.

También entiendo que pone los pelos de punta ver a tanta gente, gente que no conocéis de nada, toda de verde, con pijamas enormes y esos gorros tan raros, gente que deja de ser persona y se pone esa mascarilla de alienígena o de malo de película.

No importa que tengáis cuatro añitos u ochenta. Da miedo entrar a un quirófano. Da miedo pensar en todo lo que podría pasar. ¿Y si sangro demasiado? ¿Y si no puedo respirar bien? ¿Y si no se me duermen las piernas y siento dolor en la operación? ¿Y si me despierto?

Esos miedos, temores nocturnos, de película de terror, son normales, son totalmente comprensibles. Pero tenéis que confiar en que me he dedicado a prever todas esas posibilidades para que podáis olvidaros de ellas. Mi trabajo sois vosotras.

Es lo que me gusta de la anestesia. No me dedico a vuestra enfermedad. Ni es la pierna rota. O el corazón enfermo. No es el apéndice. O vuestras cataratas. No me preocupa solo que os dejéis de operar. Me preocupa que estéis bien. Quiero que sepáis que voy a estar con vosotras. Desde que entréis por la puerta hasta que volváis a salir. Igual que vamos a estar juntas desde la primera hasta la última línea de este viaje.

Hay algo que intento en el hospital y en consulta, y es que os sintáis en un espacio seguro. Seguramente os voy a preguntar cómo os llaman en casa, y os voy a llamar igual, porque no sois un número, sois mi persona favorita en ese momento, y quiero que os sintáis bien.

Tenéis que saber que no solo voy a anestesiaros, igual que ahora no solo voy a contaros historias.

Este es vuestro momento zen. Y este libro es un camino, una cura y un arma. Podéis usarlo para tirárselo a la cabeza a aquellos que os han obligado a coseros el corazón hecho pedazos. Podéis llorar, enfadaros y reír conmigo. Estamos juntas, todas, en esto. Si queréis que os dé la mano, recordad que estoy aquí, justo al otro lado de esta mesa imaginaria que nos hemos montado, igual que no me voy a apartar de la cabecera de la mesa durante toda vuestra operación.

Si quiero algo, es preocuparme de que no os duelan las cosas. Ni la horrible, horrible, horrible —larga e incómoda— postura de esas mesas de quirófano. Ni todos esos golpes que os han ido torciendo un poquito, obligándoos a ser fuertes. Cuando lo único que queríais era ser felices.

Espero que cuando lleguéis a la última letra de nuestro café con amigas, tengáis las mejillas con ríos de alegría y de pena, de rabia y de alivio. Que os quede claro que no estáis en un lugar extraño rodeadas de desconocidos. Estáis en vuestra casa, y aunque no nos hayamos visto antes, podéis apostar que no voy a olvidarme de vosotras en una temporada.

Porque lo más importante para mí, lo que me hace feliz, es cuando salís de una operación o volvéis a la consulta y me decís: «¡Estoy fenomenal! ¡No me he enterado de nada!» o «¡Ya no me duele! ¡He podido retomar mi vida!». Porque, aunque mi trabajo es ser invisible, en este libro he venido a desnudarme para que veáis que yo también estoy un poco rota como vosotras. He venido a largarme con el sufrimiento, a entretenerlo y despistarlo para que os deje en paz mientras yo esté presente.

Soy la paladina que va a proteger la puerta de vuestro armario para que no salgan monstruos.

Hola, me llamo Elena, voy a estar contigo un buen rato, porque quiero cuidar de ti.

Vamos a ponernos una tirita juntas y a arreglar el mundo juntas. Esperad, que voy poniendo en el fuego más café.

1

LA VIDA A VECES TE SORPRENDE

Yo iba para actriz.

No, a ver, no me miréis así. Yo siempre he tenido los pies en el suelo. No aspiraba ni quería ser una actriz de cine que llega de rebote a la fama porque la ven en una cafetería y la fichan para un casting. Quería ser actriz de teatro y hacer el conservatorio de arte dramático. Igual os coge por sorpresa, pero desde niña me ha gustado ese mundo. Con once años gané un premio de guion para Disney y estuve involucrada en el rodaje del cortometraje que se proyectó en cines. No era raro que me gustase todo lo relacionado con crear y representar mis propios universos. Llevo escribiendo desde que tengo edad de sostener un lápiz, mi primer certamen literario lo gané con seis añitos.

Mis padres no se tomaron mal eso de hacer arte dramático. De hecho, en primero de la ESO me trajeron a casa todos los folletos necesarios de los conservatorios. Buscaron las pruebas de acceso, las materias que iba a tener. Mis padres son maestros. Literalmente he tenido Excel con mis notas y proyección de mi currículum académico desde que tengo memoria. Llegaba a casa y no me tenían que decir qué tareas de clase hacer o cómo, yo ya tenía el hábito aprendido de cuna. Así soy todavía hoy: puedo llegar al borde del colapso, pero las cosas se dejan solucionadas y las responsabilidades hechas. Spoiler, amigas. No es sano para nuestra salud mental tampoco.

Pero me estoy desviando. Esto va a pasar mucho, tened paciencia conmigo. Todo cobra siempre sentido. El único sitio donde soy metódica es en el quirófano. Esto duerme, esto mata, esto cura. Todo bien ordenado en mi mesa y en el carro de anestesia. Mi padre me dice que ya podría ser un poquito igual en el resto de las cosas, pero nada, queridas, una es un caos.

Volvamos a la decisión de estudiar arte dramático. Mis padres me habían sugerido que me apuntase a clases de entrenamiento personal y baile. El resto de cosas relacionadas con las clases de arte dramático las llevaba bastante bien de serie, pero soy un pato mareado si me pones a bailar y tengo la fuerza física de un gatito bebé —y el mismo genio, si somos sinceras—.

Y entonces murió mi abuelo. Tenía setenta y cuatro años. Yo, trece. De esto hablaremos en otro momento, pero este fue un punto de inflexión muy potente en mi vida.

MI ABUELO SE NOS FUE

De pronto. Y hoy por hoy mi sensación es que no se hizo lo suficiente. Que no se luchó lo suficiente. Que los médicos no le dieron la oportunidad que mere­cía. Y en mi mente empezó a cuajarse la idea de que no quería que nadie tuviera que perder a su abuelo de esa forma. Que quería tener las armas para sentarme en el tablero de ajedrez y darle una batalla justa a la parca. Hacerle frente de manera digna. Aunque perdiera. Porque al final, siempre perdemos contra la muerte. Lo único que hacemos en medicina es ganarle tiempo.

Pero en mi frente se tatuó esa idea: no quiero que nadie sienta que no se ha hecho todo lo posible, y más por su abuelo, si tiene que perderlo.

Y yo siempre he querido hacer algo útil con mi vida. He sentido que tenía que cambiar las cosas a mejor. Traer al mundo un poco de luz para los días grises. Creo que todos tenemos la capacidad de ayudar, de trabajar, para que la vida tenga un poco menos de sombras y sea más fácil. Pero con la muerte de mi abuelo el peso del tiempo me cayó encima como una losa. La inevitabilidad de ciertas cosas y la necesidad de ayudar evolucionó un paso más. No solo necesitaba poder hacer algo útil con mi vida, necesitaba ayudar a los demás. Hay muchas formas y profesiones que nos permiten hacer eso. Desde profesores, cocineros, limpiadores y agricultores hasta el resto de profesiones y trabajos. Todos somos necesarios y ayudamos a construir el presente en una visión amplia. Sin embargo, necesitaba algo que me permitiera ver mi efecto directo en la vida de la gente.

Acción reacción.

Inmediatez.

No sabía exactamente cómo iba a hacerlo entonces. Pero ese era el impulso que sentía.

Ver que lo que hago mejora de manera drástica la vida de alguien me hace inmensamente feliz.

Pero volvamos a la historia.

Mis padres me compraban los libros de texto a principio del verano cuando nos daban la lista de materiales para el curso posterior. Aparte de los deberes de verano, iba preparándome los cursos siguientes. Mirando los libros y leyendo los temas. Soy una persona curiosa —y ansiosa— por naturaleza.

Así que el verano entre primero y segundo de la ESO mis padres me llevaron como todos los años a una distribuidora de libros en la pista de Silla, a la entrada de Valencia. Me encantaba ir. Una nave gigante llena de tesoros y la búsqueda de mi botín. Y obviamente comprar cuadernos de colores, bolígrafos, estuches. Me maravillaba salir de allí con todas las cosas nuevas de papelería.

Os va a sonar rarísimo, pero cuando abrí el libro de Biología de segundo de la ESO, que era el más grueso con diferencia de todos los que habíamos comprado, y empecé a pasar las páginas con olor a libro nuevo, pensé: «Eh, esto es IMPORTANTE», mientras recorría con el dedo los dibujos del sistema circulatorio, del corazón, de las conexiones neuronales. Algo hizo clic en mi cabeza. Todos los años jugando a curar peluches, el microscopio que me regaló mi padrino y tío abuelo Alejandro, que también es médico, con el que investigaba muestras, el juego de ciencias de aquellas Navidades, el olor a antiséptico intoxicante de la habitación de hospital de mi abuelo... ¿Y si puedo curar a la gente?

Tras algunos meses de curso, estudiando con la mejor profesora de Biología que podríais tener —que, de hecho, definió igualmente la vocación de mi tía Ana, la hermana de mi madre, que la tuvo de profesora como yo y que también es médica—, en segundo de la ESO me planté delante de mis padres en la cocina:

—Papá, mamá, creo que quiero ser médica.

Su respuesta en aquel momento me dejó patidifusa:

—Cariño, ¿tú estás segura de eso? ¿Lo tienes claro?

En mi cabeza, el anuncio sonaba espectacular: pasar de Arte Dramático a Medicina. Sobre el papel, yo pensaba que a mis padres les iba a dar una alegría. Más que nada porque cuando les había dicho que quería estudiar Arte Dramático su respuesta fue:

—Bueno, tendremos que mantenerte toda la vida, pero puedes hacer lo que te haga feliz.

Así que esperaba una ovación de alegría porque iba a tener un trabajo de servicios básicos con una nómina a final de mes. Pero la cara de mis padres fue un cuadro.

Para que entendáis aquel «cariño, ¿lo tienes claro?», debéis saber que tanto mi tía Ana como mi tío Eleuterio, el hermano de mi padre, son médicos. Mis padres habían visto en casa la ansiedad, el esfuerzo y el de­sequilibrio mental que la carrera de Medicina provoca. No, no estoy exagerando. Y posteriormente habían visto la apisonadora del MIR, las guardias de veinticuatro horas, el destructor peso de perder pacientes y de tener que tomar decisiones que pueden salvar o no la vida de otras personas. Mis padres me miraron y tuvieron tras sus iris recuerdos de guerra con sus hermanos.

Pero sí, por suerte —o por desgracia— para mí, lo tenía claro. Desde ese momento solo quise ser médica. Era mi llamada vocacional. No me veía —y hoy no me veo— trabajando de otra cosa. No sabría qué ser si no fuera médica.

Desde entonces todo fue enfocado a la excelencia académica. Muy bien, cariño, quieres ser médica, pues para entrar en la carrera necesitas la nota máxima. No es que antes no aspirase a ello, pero ahora no era algo voluntario: era algo necesario. El bachiller tenía que ser impoluto. La selectividad, perfecta.

Matrícula de honor.

Premio extraordinario de bachillerato de la Comunitat Valenciana.

Hubo un momento en el que casi me bajo del barco y no me meto a Medicina.

Cuando te enseñan las universidades, al grupo de alumnos que fuimos a Medicina, el estudiante encargado de mostrarnos la facultad tuvo la brillante idea de llevarnos a la morgue y enseñarnos los cadáveres.

Me quedé petrificada.

Pensaréis que fue por el olor a formol que se te mete en el cerebro y te perfora los ojos. O por la visión de la muerte sobre las mesas de la morgue. Pero fue una náusea existencial. Ver aquel cuerpo inanimado, anónimo, sin vida, tendido con cortes pulcros de disección anatómica me gritó al oído: «Esto es todo».

Salí de allí para vomitar. La losa del paso del tiempo y la muerte me volvió a golpear la espalda. Llegué a casa diciendo que no iba a hacer Medicina porque no podía soportar los cadáveres. Fueron muchas las llamadas telefónicas de mi tía y mi padrino para convencerme de que las personas que tenían esa primera reacción ante los cadáveres éramos las que más humanidad poseíamos. Porque teníamos una empatía demasiado grande y por eso nos afectaba pensar que ya no estaban allí. Que eso era un buen síntoma. Quería decir que iba a ser una médica cercana y humana. Que hacían falta médicos que vieran personas y no enfermedades. Que vieran la historia detrás del número de historia. Y que te acostumbrabas a los cadáveres.

Llegó el día de elegir carrera. Aquel año teníamos que ir al instituto y rellenar tres opciones en el ordenador. Me acompañó mi madre. Obviamente mi primera opción era Medicina en Valencia.

—¿Y si no entro?

—Pon entonces otras opciones que te gusten.

—Es que no quiero estudiar nada más.

—Bueno, en otras universidades.

—Es que no quiero otras universidades. Me gusta la Facultad de Medicina de la Universidad de Valencia. Es mágica, parece Hogwarts. Y está en el ranking entre las mejores no solo de España.

—Pues no pongas nada más. Y si no entras, repites selectividad.

Y eso hice.

Medicina en la Universidad de Valencia. Y dos espacios en blanco.

Alea iacta est.

Y entré.

Entré. Mira, abuelo, voy a ser médica. Voy a ayudar a la gente. Voy a salvar a los abuelos de otras chicas. Espero que estés orgulloso.

Lo que nadie te cuenta es que la carrera de Medicina es devastadora.

Son seis años durante los que te exigen ser la mejor entre los mejores. Los profesores esperan la perfección. Saben lo que cuesta entrar en la universidad, el esfuerzo académico que ha habido previamente y no van a tolerar menos. Tenéis que entender el perfil de estudiante que llega a la carrera de Medicina. Son años de pulirte, de exigirte no bajar la guardia. Lo llevaremos mejor o peor, pero la carga en la salud mental de los estudiantes de esta carrera está demostrada. El 27 % de los alumnos sufren depresión y hasta un 11 % han llegado a tener pensamientos suicidas. Y estamos hablando de un trabajo publicado en el Journal of the AmericanMedical Association en 2016, que realizaba un metaanálisis de unos doscientos estudios de ciento veintinueve mil estudiantes en cuarenta y siete países. Y las cosas solo han ido a peor. No es una coincidencia. No es algo que mejore durante la residencia. Y no es algo que desaparezca durante los años de vida profesional, en los que la responsabilidad y la carga emocional del trabajo, unido al burnout, genera una mella constante y persistente en la salud de los médicos.

Una vez en la carrera, tardé meses en dejar de vomitar cada vez que teníamos prácticas de anatomía. Pero tenían razón, en algún momento consigues controlarlo, apartar el pensamiento de quién fue esa persona que ahora estaba cediendo su cuerpo para que en un futuro otras pudieran ser salvadas.

Si sois estudiantes de Ciencias de la Salud y trabajáis con cadáveres, recordad que un día fueron personas. Que fueron hijos, hijas, hermanos, hermanas, y quizá padres o madres. Que tuvieron una vida como vosotras y como yo. Que merecen que honréis el hecho de que sus cuerpos ahora os permitan formaros para ayudar a los demás en un futuro.

No son muñecos. No lo olvidéis. Tratad esos cuerpos con el respeto que merecen.

Al llegar a sexto de Medicina, en mi año, que todavía era licenciatura, elegías las asignaturas que te generaban curiosidad de cara a la elección de especialidad.

Por mi aversión a los cadáveres, los primeros años me inclinaba más por una especialidad médica y no quirúrgica. Pensaba que no podría soportar ver abrir cuerpos humanos.

Pero me equivocaba.