La Araucana II - Alonso de Ercilla y Zúñiga - E-Book

La Araucana II E-Book

Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Beschreibung

La experiencia americana de Alonso de Ercilla le inspiró su poema épico La Araucana, escrito en octavas reales y dividido en tres partes (1569, 1578 y 1589). La Araucana es uno de los libros que se salvan en el capítulo VI del Quijote. El primer texto poético europeo en el que América es un tema literario. Ercilla relata las cruentas luchas sostenidas en Chile entre araucanos y españoles, y describe el lugar y las costumbres de los indígenas. La narración impresiona por la precisa descripción de paisajes y batallas, y los certeros retratos de los jefes araucanos. Se intercalan digresiones, según un procedimiento habitual en la lírica culta. Se incluyen relatos de las batallas de Lepanto y San Quintín. Se describen ciudades famosas, la leyenda de Dido o una justificación política de las pretensiones de Felipe II a la corona portuguesa. Aunque Ercilla afirma ser testigo de las escenas que cuenta. El relato histórico muestra a menudo la influencia de las lecturas épicas del autor, con formación literaria. La obra tiene varios protagonistas, Lautaro y Caupolicán entre los indígenas araucanos. Mientras que son Pedro de Valdivia, García Hurtado de Mendoza, Pedro de Villagra o el propio Ercilla los personajes del lado español. Sin embargo, se da más relieve individual y heroico a los primeros, y se destacan sus virtudes por encima de sus adversarios. La obra fue escrita en tres entregas que se publicaron con diez años de diferencia cada una. Linkgua Ediciones ofrece al lector un volumen por cada una de la entregas. La segunda parte o entrega se inicia en 1543 y finaliza en 1557 y cubre la toma de Tucapel, hasta la muerte Lautaro, el líder mapuche que luchaba bajo las ordenes de Caupolicán. 

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Seitenzahl: 271

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Alonso de Ercilla y Zúñiga

La Araucana

Parte II

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: La Araucana.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica: 978-84-9816-727-6.

ISBN ebook: 978-84-9897-077-7.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

El texto 7

Segunda parte 9

Al lector 11

Canto XVI 13

Canto XVII 33

Canto XVIII 49

Canto XIX 67

Canto XX 81

Canto XXI 109

Canto XXII 123

Canto XXIII 137

Canto XXIV 159

Canto XXV 195

Canto XXVI 215

Canto XXVII 229

Canto XXVIII 245

Canto XXIX 263

Libros a la carta 277

Brevísima presentación

La vida

Alonso de Ercilla y Zúñiga (Madrid, 1533-1594). España.

Hijo de una familia noble, acompañó como paje al príncipe Felipe en sus viajes a Inglaterra y Flandes. En 1554 se fue a América, donde participó en la conquista de Chile. De regreso a España (1563) entró de nuevo al servicio del rey y desempeñó diversas misiones diplomáticas. Perteneció a la Orden de Santiago (1571) y fue uno de los hombres más ricos de su tiempo.

El texto

La experiencia americana de Ercilla le inspiró su poema épico La Araucana, escrito en octavas reales y dividido en tres partes (1569, 1578 y 1589). Este es uno de los libros salvados en el capítulo VI del Quijote y el primer texto poético europeo en el que América es un tema literario. Ercilla relata las cruentas luchas sostenidas en Chile entre araucanos y españoles, y describe el lugar y las costumbres de los indígenas.

La narración impresiona por la precisa descripción de paisajes y batallas, y los certeros retratos de los jefes araucanos. Se intercalan digresiones, según un procedimiento habitual en la lírica culta: relato de las batallas de Lepanto y San Quintín, descripción de ciudades famosas, la leyenda de Dido o una justificación política de las pretensiones de Felipe II a la corona portuguesa. Aunque Ercilla afirma ser testigo de las escenas que cuenta, el relato histórico muestra con frecuencia la influencia de las lecturas épicas del autor, con formación literaria.

La obra tiene varios protagonistas, Lautaro y Caupolicán entre los indígenas araucanos, y Pedro de Valdivia, García Hurtado de Mendoza, Pedro de Villagra o el propio Ercilla por el lado español.

Sin embargo, se da más relieve individual y heroico a los primeros, y se destacan sus virtudes por encima de sus adversarios.

Segunda parte

Al lector

Por haber prometido de proseguir esta historia, no con poca dificultad y pesadumbre la he continuado; y aunque esta Segunda Parte de LA ARAUCANA no muestre el trabajo que me cuesta, todavía quien la leyere podrá considerar el que se habrá pasado en escribir dos libros de materia tan áspera y de poca variedad, pues desde el principio hasta el fin no contiene sino una mesma cosa, y haber de caminar siempre por el rigor de una verdad y camino tan desierto y estéril, paréceme que no habrá gusto que no se canse de seguirme. Así temeroso desto, quisiera mil veces mezclar algunas cosas diferentes; pero acordé de no mudar estilo, porque lo que digo se me tomase en descuento de las faltas que el libro lleva, autorizándole con escribir en él el alto principio que el Rey nuestro señor dio a sus obras con el asalto y entrada de Sanquintín, por habernos dado otro aquel mismo día los araucanos en el fuerte de la Concepción. Asimismo trato el rompimiento de la batalla naval que el señor don Juan de Austria venció en Lepanto. Y no es poco atrevimiento querer poner dos cosas tan grandes en lugar tan humilde; pero todo lo merecen los araucanos, pues ha más de treinta años que sustentan su opinión, sin jamás habérseles caído las armas de las manos, no defendiendo grandes ciudades y riquezas, pues de su voluntad ellos mismo han abrasado las casas y haciendas que tenían, por no dejar qué gozar al enemigo; mas solo defienden unos terrones secos (aunque muchas veces humedecidos con nuestra sangre) y campos incultos y pedregosos. Y siempre permaneciendo en su firme propósito y entereza, dan materia larga a los escritores. Yo dejo mucho y aun lo más principal por escribir, para el que quisiere tomar trabajo de hacerlo, que el mío le doy por bien empleado, si se recibe con la voluntad que a todos le ofrezco.

Canto XVI

En este canto se acaba la tormenta. Contiénese la entrada de los españoles en el Puerto de la Concepción e isla de Talcaguano; el consejo general que los indios en el valle de Ongolmo tuvieron; la diferencia que entre Peteguelén y Tucapel hubo. Asimismo el acuerdo que sobre ella se tomó

Salga mi trabajada voz y rompa

el són confuso y mísero lamento

con eficacia y fuerza que interrompa

el celeste y terrestre movimiento.

La fama con sonora y clara trompa,

dando más furia a mi cansado aliento

derrame en todo el orbe de la tierra

las armas, el furor y nueva guerra.

Dadme, ¡oh sacro Señor!, favor, que creo

que es lo que más aquí puede ayudarme,

pues en tan grande peligro ya no veo

sino vuestra fortuna en que salvarme.

Mirad dónde me ha puesto el buen deseo,

favoreced mi voz con escucharme,

que luego el bravo mar, viéndoos atento,

aplacará su furia y movimiento.

Y a vuestra nave el rostro revolviendo,

la socorred en este grande aprieto,

que, si decirse es lícito, yo entiendo

que a vuestra voluntad todo es sujeto;

aunque el soberbio mar, contraveniendo

de los hados el áspero decreto,

arrancando las peñas de su suelo

mezcle sus altas olas con el cielo.

Espero que la rota nave mía

ha de arribar al puerto deseado,

a pesar de los hados y porfía

del contrapuesto mar y viento airado

que procuran así impedir la vía,

y diferir el término llegado

en que la antigua causa tan reñida

por vuestra parte había de ser vencida.

Los cuatro poderosos elementos

contra la flaca nave conjurados,

traspasando sus términos y asientos,

iban del todo ya desordenados:

indómitos, airados y violentos,

removidos, revueltos y mezclados

en su antigua discordia y fuerza entera,

como en el caos y confusión primera.

Pues de tantos contrarios combatida,

la quebrantada nave forcejando,

iba casi de un lado sumergida,

las poderosas olas contrastando;

mas ya al furioso viento y mar rendida,

sin poder resistir, se va acercando

a los yertos peñascos levantados

de las violentas olas azotados.

Con la congoja del morir presente,

las voces y las lástimas crecían,

que llevadas del céfiro inclemente

lejos las rocas cóncavas herían:

pilotos, marineros y la gente,

como locos, sin orden discurrían.

Unos dicen: «¡alarga!» y otros: «¡iza!»,

quién por ir a la escota va a la triza.

El uno con el otro se atraviesa

y así turbado del temor se impide;

quién a públicas voces se confiesa

y a Dios perdón de sus errores pide;

quién hace voto espreso, quién promesa;

quién de la ausente madre se despide,

haciendo el gran temor siempre mayores

los lamentos, plegarias y clamores.

Por otra parte el cielo riguroso

del todo parecía venir al suelo,

y el levantado mar tempestuoso

con soberbia hinchazón subir al ciclo.

¿Qué es esto, Eterno Padre Poderoso?

¿Tanto importa anegar un navichuelo

quel mar, el viento y cielo de tal modo

pongan su fuerza estrema y poder todo?

No la barca de Amiclas asaltada

fue del viento y del mar con tal porfía,

que aunque de leños frágiles armada

el peso y ser del mundo sostenía.

Ni la nave de Ulises, ni la armada

que de Troya escapó el último día

vieron con tal furor el viento airado,

ni el removido mar tan levantado.

La confianza y ánimo más fuerte

al temor se entregaban importuno,

que la espantosa imagen de la muerte

se le imprimió en el rostro a cada uno;

del todo ya rendidos a su suerte,

sin esperanza de remedio alguno,

el gobierno dejaban a los hados

corriendo acá y allá desatinados,

cuando un golpe de mar incontrastable,

bramando, en un turbión de viento envuelto,

rompió de la gran mura un grueso cable,

cubriendo el galeón ya todo vuelto.

Pero aquí sucedió un caso notable

y fue que el puño del trinquete suelto

trabó del gran vaivén a la pasada

el un diente de la áncora amarrada,

y cual si fuera estaca mal asida,

la arranca de su asiento y la arrebata

y acá y allá del viento sacudida

todo lo abate, rompe y desbarata.

Mas Dios, que de los suyos no se olvida,

(aunque a las veces su favor dilata)

hizo que en el bauprés dichosamente

el áncora aferrase el corvo diente.

La vela se fijó y en el momento

gobernó el galeón rumbo derecho,

y a despecho del mar y recio viento,

botando a orza el timón, salió al levecho.

Fue tanto nuestro súbito contento,

que el temeroso inadvertido pecho

pudo sufrir difícilmente a un punto

el estremo de pena y gozo junto.

Luego, pues, que la súbita alegría

lanzó fuera al temor desconfiado,

y a su lugar volvió la sangre fría

que había los miembros ya desamparado,

la esforzada y contrita compañía,

el rostro al cielo en lágrimas bañado,

con oración devota y sacrificio

dio las gracias a Dios del beneficio.

Mas el hinchado mar embravecido

y el indómito viento rebramando,

al bajel acometen con ruido,

en vano, aunque se esfuerzan, porfiando

que, la fortuna de Felipe, asido

a jorro, ya le lleva remolcando

sobre las altas olas espumosas,

aun de anegar los cielos deseosas.

En esto, la cerrada niebla escura

por el furioso viento derramada,

descubrimos al este la Herradura,

y al sur la isla de Talca levantada.

Reconocida ya nuestra ventura

y la araucana tierra deseada,

viendo el morro de Penco descubierto,

arribamos a popa sobre el puerto;

el cual está amparado de una isleta

que resiste al furor del norte airado,

y los continuos golpes de mareta

que le baten furiosas de aquel lado.

La corva y larga punta una caleta

hace y seno tranquilo y sosegado,

do las cansadas naves, como digo,

hallan seguro albergue y dulce abrigo.

La nave sin gobierno destrozada,

surgió al alto reparo de una sierra

en gruesa amarra y áncora afirmada

que con tenace diente aferró tierra.

Apenas la alta vela fue amainada

cuando el alegre estruendo de la guerra

nos estendió, tocando en los oídos,

los ánimos y niervos encogidos.

La isleta es habitada de una gente

esforzada, robusta y belicosa,

la cual, viendo una nave solamente

venida allí por suerte venturosa,

gritando «¡guerra!, ¡guerra!», alegremente

toma las fieras armas y furiosa,

con gran rebato y priesa repentina

corre en tropel confuso a la marina.

En la falda de un áspero recuesto

en formado escuadrón se representa,

y nosotros, con ánimo dispuesto

a cualquiera peligro y grande afrenta,

arremetimos a las armas presto,

que el trabajo pasado y la tormenta

nos hizo a todos estimar en nada

cualquier otro peligro y gran jornada.

Con recobrado aliento y nuevo brío

corrimos al batel, de la manera

que si lejos de tierra en un bajío

encallada la nave ya estuviera;

y por los anchos lados el navío

sus dos grandes bateles echó fuera,

en los cuales saltamos tanta gente

cuanta pudo caber estrechamente.

No es poético adorno fabuloso

mas cierta historia y verdadero cuento,

ora fuese algún caso prodigioso

o estraño agüero y triste anunciamiento,

ora violencia de astro riguroso,

ora inusado y rapto movimiento,

ora el andar el mundo, y es más cierto,

fuera de todo término y concierto;

que el viento ya calmaba, y en poniendo

el pie los españoles en el suelo,

cayó un rayo de súbito, volviendo

en viva llama aquel ñubloso velo;

y en forma de lagarto discurriendo,

se vio hender una cometa el cielo;

el mar bramó, y la tierra resentida

del gran peso gimió como oprimida.

Cortó súbito allí un temor helado

la fuerza a los turbados naturales,

por siniestro pronóstico tomado

de su ruina y venideros males,

viendo aquel movimiento desusado

y los prodigios tristes y señales

que su destrozo y pérdida anunciaban

y a perpetua opresión amenazaban.

Desto medrosos, aguardar no osaron,

que, soltando las armas ya rendidas,

del cerrado escuadrón se derramaron,

procurando salvar las tristes vidas;

el patrio nido al fin desampararon

y con mujeres, hijos y comidas,

por secretos caminos y senderos

se escaparon en balsas y maderos.

Luego los nuestros, sin parar corriendo,

las casas yermas, chozas y moradas

iban en todas partes descubriendo,

las rústicas viandas levantadas,

y con gran diligencia preveniendo

los caminos, las sendas y paradas,

por cavernas y espesos matorrales

buscaban los ausentes naturales,

donde en breve sazón fueron hallados

algunos pobres indios escondidos,

otros en pueblezuelos salteados,

que aun no estaban del miedo apercebidos.

Mas con buen tratamiento asegurados,

dándoles jotas, llautos y vestidos

y palabras de amor, los aquietaban

y a sus casas de paz los enviaban:

dándoles a entender que nuestro intento

y causa principal de la jornada

era la religión y salvamento

de la rebelde gente bautizada

que en desprecio del Santo Sacramento,

la recebida ley y fe jurada

habían pérfidamente quebrantado

y las armas ilícitas tomado;

pero que si quisiesen convertirse

a la cristiana ley que antes tenían,

y a la fe quebrantada reducirse

que al grande Carlos Quinto dado habían,

en todas las más cosas convertirse

a su provecho y cómodo podrían,

haciéndoles con prendas firme y cierto

cualquier partido lícito y concierto.

Luego los instrumentos convenientes

al uso militar y a la vivienda

sacamos en las partes competentes,

que no hay quien nos lo impida ni defienda;

donde todos a un tiempo diligentes,

cuál arma, pabellón, cuál toldo o tienda,

quién fuego enciende y en el casco usado

tuesta el húmido trigo mareado.

La negra noche horrenda y espantosa,

cubriendo tierra y mar, cayó del cielo,

dejando antes de tiempo presurosa

envuelto el mundo en tenebroso velo;

no quedo pabellón, tienda ni cosa

que el viento allí no la abatiese al suelo,

pareciendo con nuevo movimiento

desencasar la isleta de su asiento,

hasta que el tardo y deseado día

las nubes desterró y dejó sereno

el cielo, revistiendo de alegría

el aire escuro y húmido terreno;

luego la trabajada compañía,

conociendo el instable tiempo bueno,

procura reparar con diligencia

del riguroso invierno la violencia.

Unos presto destechan los pajizos

albergues de los indios ausentados;

otros con tablas, ramas y carrizos

al nuevo alojamiento van cargados,

y sobre troncos de árboles rollizos

en las hondas arenas afirmados,

gran número de ranchos levantamos

y en breve espacio un pueblo fabricamos.

Del modo que se veen los pajarillos

de la necesidad misma instruidos,

por trechos y apartados rinconcillos

tejer y fabricar los pobre nidos,

que de pajas, de plumas y ramillos

van y vienen, los picos impedidos,

así en el yermo y descubierto asiento

fabrica cada cual su alojamiento.

Ya que todos, Señor, nos alojamos

en el húmido sitio pantanoso

y con industria y arte reparamos

la furia del invierno riguroso,

las necesarias armas aprestamos,

soltando con estrépito espantoso

la gruesa y reforzada artillería

que en torno tierra y mar temblar hacía.

En las remotas bárbaras naciones

el grande estruendo y novedad sintieron:

pacos, vicuñas, tigres y leones

acá y allá medrosos discurrieron;

los delfines, nereidas y tritones

en sus hondas cavernas se escondieron,

deteniendo confusos sus corrientes

los presurosos ríos y las fuentes.

Sintióse en el Estado la estampida

y algunos tan atónitos quedaron,

que la dura cerviz, nunca oprimida,

sobre los yertos pechos inclinaron.

Así avisados ya de la venida,

los instrumentos bélicos tocaron,

descogiendo por todas las riberas

sus lucidos pendones y banderas.

En el valle de Ongolmo congregados

los deciséis caciques araucanos

y algunos capitanes señalados

de los interesados comarcanos,

todos en general deliberados

de venir con nosotros a las manos;

sobre el lugar, el tiempo y aparejo

entraron los caciques en consejo.

Rengo también con ellos, que admitido

fue al consejo de guerra por valiente,

que, si ya os acordáis, quedó aturdido

en Mataquito entre la muerta gente;

pero volvió después en su sentido,

y al cabo se escapó dichosamente

que, aunque falto de sangre, tuvo fuerte

contra la furia de la airada muerte.

Caupolicán, en medio dellos puesto,

a todos con los ojos rodeando,

que con silencio y ánimo dispuesto

estaban sus razones aguardando,

con sesgo pecho y con sereno gesto,

la voz en tono grave levantando,

rompió el mudo silencio y echó fuera

el intento y furor desta manera:

«Esforzados varones, ya es venido

(según vemos las muestras y señales),

aquel felice tiempo prometido

en que habemos de hacernos inmortales;

que la fortuna próspera ha traído

de las últimas partes orientales

tantas gentes en una compañía

para que las venzáis en solo un día;

y a costa y precio de su sangre y vidas

del todo eternicéis vuestras espadas,

y nuestras viejas leyes oprimidas

sean en su libre fuerza restauradas;

que por remotos reinos estendidas

han de ser inviolables y sagradas,

viviendo en igualdad debajo dellas

cuantos viven debajo las estrellas.

Y pues que con tan loco pensamiento

estas gentes se os han desvergonzado

y en vuestra tierra y defendido asiento

las banderas tendidas han entrado,

es bien que el insolente atrevimiento

quede con nuevo ejemplo castigado

antes que, dando cuerda a su esperanza,

les dé fuerza y consejo la tardanza.

Así, en resolución me determino

(si, señores, también os pareciere)

que demos con asalto repentino

sobre ellos lo mejor que ser pudiere.

Y nadie piense que hay otro camino

sino el que con su fuerza y brazo abriere,

que las rabiosas armas en las manos

los han de dar por justos o tiranos».

A la plática fin con esto puso

y el buen Peteguelén, viejo severo,

por más antiguo su razón propuso

como soldado y sabio consejero,

diciendo: «¡Oh capitanes!, no rehuso

de derramar mi sangre yo el primero,

que aunque por mi vejez parezca helada,

en el pecho me hierve alborotada;

pero sola una cosa me detiene

haciéndome dudar el rompimiento,

y es la cierta noticia que se tiene

que es mucha gente y mucho el regimiento;

así que claro vemos que conviene

gran resistencia a grande movimiento;

que siempre de estimar poco las cosas

suceden las dolencias peligrosas.

Que pues el sitio y puesto que han tomado

es por natura fuerte y recogido

del mar y altos peñascos rodeado,

por todas partes libre y defendido,

será de más provecho y acertado

que a su plática y trato deis oído,

y que no se les niegue y contradiga

pues que solo el oír a nadie obliga.

Que no podrá dañar y en el comedio

podréis apercebir y juntar gente,

y en secreto aprestar para el remedio

todo lo necesario y conveniente;

en las cosas difíciles dar medio,

proveer a cualquiera inconveniente,

atajar y romper los pasos llanos

y al cabo remitirnos a las manos...»

No pudo decir más; que ardiendo en ira

el bravo Tucapel con voz furiosa

diciendo le atajó: «Quien tanto mira

jamás emprenderá jornada honrosa

y si todo el Estado se retira

por parecerle que ésta es peligrosa,

yo solo tomaré sin compañía

las armas, causa y cargo a cuenta mía.

¿Por ventura tenéis desconfianza

de vuestras propias fuerzas tan probadas,

pues en cuanto arrojar pueden la lanza

y rodear los brazos las espadas,

dais causa que se note en vos mudanza

y que vuestras vitorias mancilladas

queden con bajo y mísero partido

y nuestro honor y crédito ofendido?

Pues entended que mientras yo tuviere

fuerza en el brazo y voz en el senado,

diga Peteguelén lo que quisiere,

que esto ha de ser por armas sentenciado.

Y quien otro camino pretendiere

primero le abrirá por mi costado,

que esta ferrada maza y no oraciones

les ha de dar las causas y razones.

Si los que así os preciáis de bien hablados

el ánimo os bastare y el denuedo

de combatir sobre esto en campo armados,

os probaré más claro lo que puedo;

mas queréisos mostrar tan concertados

que llamando prudencia a lo que es miedo,

por no poner en riesgo vuestra vida

a todo con parlar daréis salida».

Peteguelén responde: «Pues no halla

nunca en ti la razón acogimiento,

yo solo, viejo, quiero la batalla

y castigar tu loco atrevimiento:

de piel curtida armados o de malla,

con lanza, espada o maza a tu contento,

para mostrar que en justas ocasiones

tengo más largas manos que razones».

¡Quién pudiera pintar el rostro esquivo

que Tucapel mostraba contra el cielo!

Lanzando por los ojos fuego vivo,

no se dignando de mirar al suelo

dijo: «Al fin pensamiento tan altivo

ya es digno del furor de Tucapelo;

mas por mi honor y por tu edad querría

que metieses contigo compañía».

El viejo respondió: «Jamás de ajenas

fuerzas en ningún tiempo me he ayudado,

ni de sangre aún están vacías mis venas,

ni siento el brazo así debilitado

que no te piense dar las manos llenas».

Mas Rengo su sobrino, levantado,

se atravesó diciendo: «El desafío

aceto yo, si quieres, por mi tío».

«Quiérolo, pido y soy dello contento

-gritaba Tucapel-, y a diez contigo».

Mas saltando Orompello de su asiento,

dijo: «Tú lo has de haber, Rengo, comigo».

-«También emendaré tu atrevimiento,»

responde el fiero Rengo, «y más te digo,

que en poco tu amenaza y campo estimo

después que haya acabado el de tu primo».

Tucapelo le dijo: «Castigarte

pienso de tal manera yo primero,

que le cabrá a Orompello poca parte,

que, a bien librar, serás mi prisionero.

¡Afuera!, ¡afuera!, ¡sús!, haceos aparte,

que dilatar el término no quiero

pues armas, tiempo y voluntad tenemos,

sino que luego aquí lo averigüemos».

Rengo y Peteguelén le respondieran

a un tiempo con las armas y razones,

si en medio a la sazón no se pusieran

muchos caciques nobles y varones,

pidiendo que suspendan y difieran

aquellas amenazas y quistiones,

hasta que la fortuna declarada

diese próspero fin a la jornada.

Caupolicán estaba ya impaciente

de ver que Tucapelo cada día,

en guerra, en paz, con término insolente,

sin causa ni atención los revolvía;

mas hubo de llevarlo blandamente,

que el tiempo y la sazón lo requería,

y así con gravedad y manso ruego

la furia mitigó y apagó el fuego

quedando entre ellos puesto y acetado

que luego que la guerra concluyesen,

el viejo y Tucapel en estacado

francos de solo a solo combatiesen.

Después, que Tucapel y Rengo armado

ansimismo su causa difiniesen.

El rumor aplacado, Colocolo

les comenzó a decir, hablando solo:

«Generosos caciques, si licencia

tenemos de decir lo que alcanzamos

los que por largos años y esperiencia

los futuros sucesos rastreamos,

vemos que nuestras fuerzas y potencia

en solo destruirnos las gastamos

y el tirano cuchillo apoderado

sobre nuestras gargantas levantado.

Y lo que da señal clara que sea

cierta vuestra caída y mi recelo,

es que ya la fortuna titubea

y comienza a turbarse nuestro cielo.

Cuando un gran edificio se ladea

no está muy lejos de venir al suelo;

la máquina que en falso asiento estriba

su misma pesadumbre la derriba.

Así que ya, si mi opinión no yerra,

según el proceder y los indicios,

temo, y con gran razón, de ver por tierra

nuestros mal cimentados edificios

y convertido el uso de la guerra

en serviles y bajos ejercicios,

quebrantándose, al fin, vuestra protervia

fundada en una vana y gran soberbia.

Muerto a Lautaro vemos, y perdidas

con gran deshonra nuestras tres banderas,

rotas nuestras escuadras y tendidas

al viento y Sol por pasto de las fieras;

las fuerzas y opiniones divididas,

lleno el campo de gentes estranjeras,

y las furiosas armas alteradas

contra sus mismos pechos declaradas.

Mirad que así, por ciega inadvertencia

la patria muere y libertad perece,

pues con sus mismas armas y potencia

al derecho enemigo favorece;

incurable y mortal es la dolencia

cuando a la medicina no obedece,

y bestial la pasión y detestable

que no sufre el consejo saludable.

¿Por qué con tanta saña procuramos

ir nuestra sangre y fuerzas apocando,

y, envueltos en civiles armas, damos

fuerza y derecho al enemigo bando?

¿Por qué con tal furor despedazamos

esta unión invencible, condenando

nuestra causa aprobada y armas justas,

justificando en todo las injustas?

¿Qué rabia o qué rencor desatinado

habéis contra vosotros concebido,

que así queréis que el araucano Estado

venga a ser por sus manos destruido,

y en su virtud y fuerzas ahogado,

quede con nombre infame sometido

a las estrañas leyes y gobierno,

y en dura servidumbre y yugo eterno?

Volved sobre vosotros, que sin tiento

corréis a toda priesa a despeñaros;

refrenad esa furia y movimiento,

que es la que puede en esto más dañaros.

¿Sufrís al enemigo en vuestro asiento,

que quiere como a brutos conquistaros,

y no podéis sufrir aquí impacientes

los consejos y avisos convenientes?

Que es, cierto, falta de ánimo, y bastante

indicio de flaqueza disfrazada,

teniendo al enemigo tan delante

revolver contra sí la propia espada,

por no esperar con ánimo constante

los duros golpes de fortuna airada,

a los cuales resiste el pecho fuerte

que no quiere acabarlo con la muerte.

Pero pues tanto esfuerzo en vos se encierra

que a veces, por ser tanto, lo condeno,

y de vuestras hazañas, no esta tierra

mas todo el universo anda ya lleno,

cese, cese el furor y civil guerra

y por el bien común tened por bueno

no romper la hermandad con torpes modos

pues que miembros de un cuerpo somos todos.

Si a la cansada edad y largos días

algún respeto y crédito se debe,

mirad a estas antiguas canas mías

y al bien público y celo que me mueve,

para que difiráis vuestras porfías

por alguna sazón y tiempo breve,

hasta que el español furor decline,

y la causa común se determine.

Y, pues, de vuestra discreción espero

que os pondrá en el camino que conviene,

traer otras razones más no quiero

pues con vos la razón tal fuerza tiene.

Dejadas pues aparte, lo primero

que venir a las manos nos detiene

y pone freno y límite al deseo

es el poco aparejo que aquí veo.

Que por todas las partes nos divide

este brazo de mar que veis en medio

y nuestra pretensión y paso impide,

sin tener de pasaje algún remedio;

y pues el enemigo se comide

a tratar de concierto y nuevo medio,

aunque nunca pensemos acetarlos,

no nos podrá dañar el escucharlos.

Pues por este camino tomaremos

lengua de su intención y fundamento

que, cuando no sea lícita, podremos

venir de todo en todo a rompimiento;

también en este término haremos

de armas y munición preparamento,

que éstas serán al fin las que de hecho

habrán de declarar este derecho.

Mas conviene advertir, claros varones,

para llevar las cosas bien guiadas,

que nuestras exteriores intenciones

vayan siempre a la paz enderezadas;

mostrándonos de flacos corazones,

las fuerzas y esperanzas quebrantadas,

y la tierra de minas de oro rica,

cebo goloso en que esta gente pica.

Quizá por este término sacalla

podremos del isleño sitio fuerte,

y con fingida paz aseguralla

trayéndola por mañas a la muerte;

y sin rumor ni muestra de batalla

abramos la carrera de tal suerte

que venga a tierra firme, confiada

en el seguro paso y franca entrada».

A su habla dio fin el sabio anciano

y hubo allí pareceres diferentes,

diciendo que el peligro era liviano

para tanto temor e inconvenientes;

pero Purén, Lincoya y Talcaguano,

Lemolemo, Elicura, más prudentes,

al parecer del viejo se arrimaron

y así a los más los menos se allanaron,

despachando de allí con diligencia

al joven Millalauco generoso,

hombre de gran lenguaje y esperiencia

cauto, sagaz, solícito y mañoso,

que con fingida muestra y aparencia

de algún partido honesto y medio honroso

nuestro intento y disignios penetrase

y el sitio, gente y número notase.

El cual, por los caciques instruido

(según el tiempo) en lo que más convino,

en una larga góndola metido,

sin más se detener tomó el camino;

y de los prestos remos impelido,

en breve a nuestro alojamiento vino,

adonde sin estorbo, libremente,

saltó luego seguro con su gente.

Al puerto habían también con fresco viento

tres naves de las nuestras arribado

llenas de armas, de gente y bastimento,

con que fue nuestro campo reforzado.

Era tanto el rumor y movimiento

del bélico aparato, que admirado

el cauteloso Millalauco estuvo

y así confuso un rato se detuvo.

Mas sin darlo a entender, disimulando,

por medio del bullicio atravesaba;

los judiciosos ojos rodeando,

las armas, gente y ánimos notaba

y el negocio entre sí considerando,

el deseado fin dificultaba,

viendo cubierto el mar, llena la tierra

de gente armada y máquinas de guerra.

Llegado al pabellón de don García,

hallándome con otros yo presente,

con una moderada cortesía

nos saludó a su modo, alegremente

levantando la voz... Pero la mía,

que fatigada de cantar se siente,

no puede ya llevar un tono tanto

y así es fuerza dar fin en este canto.

Canto XVII

Hace Millalauco su embajada. Salen los españoles de la isla, levantando un fuerte en el cerro de Penco. Vienen los araucanos a darles el asalto. Cuéntase lo que en aquel mismo tiempo pasaba sobre la plaza fuerte de Sanquintín

Nunca negarse deben los oídos

a enemigos ni amigos sospechosos,

que tanto os dejan más apercebidos

cuanto vos los tenéis por cautelosos.

Escuchados, serán más entendidos,

ora sean verdaderos o engañosos;

que siempre por señales y razones

se suelen descubrir las intenciones.

Cuando piensan que más os desatinan

con su máscara falsa y trato estraño,

os despiertan, avisan, encaminan

y encubriendo, descubren el engaño;

veis el blanco y el fin a donde atinan,

el pro y el contra, el interés y el daño;

no hay plática tan doble y cautelosa

que della no se infiera alguna cosa.

Y no hay pecho tan lleno de artificio

que no se le penetre algún conceto,

que las lenguas al fin hacen su oficio

y más si el que oye sabe ser discreto.

Nunca el hablar dejó de dar indicio

ni el callar descubrió jamás secreto:

no hay cosa más difícil, bien mirado,

que conocer un necio si es callado.

Y es importante punto y necesario

tener el capitán conocimiento

del arte y condición del adversario,

de la intención, disignio y fundamento:

si es cuerdo y reportado o temerario,

de pesado o ligero movimiento,

remiso o diligente, incauto o astuto,

vario, indeterminable o resoluto.

Así vemos que el bárbaro Senado

por saber la intención del enemigo

al cauto Millalauco había enviado

debajo de figura y voz de amigo,

que con semblante y ánimo doblado,

mostrándose cortés, como atrás digo,

el rostro a todas partes revolviendo,

alzó recio la voz, así diciendo:

«Dichoso capitán y compañía,

a quien por bien de paz soy enviado

del araucano Estado y señoría,

con voz y autoridad del gran Senado.

No penséis que el temor y cobardía

jamás nos haya a término llegado

de usar, necesitados de remedio,

de algún partido infame y torpe medio;

pues notorio os será lo que se estiende

el nombre grande y crédito araucano,

que los estraños términos defiende

y asegura debajo de su mano,

y también de vosotros ya se entiende

que, movidos de celo y fin cristiano,

con gran moderación y diciplina

venís a derramar vuestra dotrina.

Siendo, pues, esto así, como la muestra

que habéis dado hasta aquí lo verifica,

y la buena opinión y fama vuestra

con claras y altas voces lo publica,

yo os vengo a segurar de parte nuestra,

y así a todos por mí se os certifica

que la ofrecida paz tan deseada

será por los caciques acetada.

Que el ínclito Senado, habiendo oído

de vuestra parte algunas relaciones

con sabio acuerdo y parecer, movido

por legítimas causas y razones,

quiere acetar la paz, quiere partido

de lícitas y honestas condiciones,

para que no padezca tanta gente

del pueblo simple y género inocente.

Que si la fe inviolable y juramento

de vuestra parte con amor pedido

y el gracioso y seguro acogimiento

de nuestra voluntad libre ofrecido

pueden dar en las cosas firme asiento

con honra igual y lícito partido

sin que los nuestros súbditos y estados

vengan por tiempo a ser menoscabados,

a Carlos sin defensa y resistencia