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Desde hace décadas, el FMI forma parte de nuestra realidad. Aunque algunos puedan creer que esto ocurre en todos los países, o al menos en muchos, lo cierto es que solo sucede en uno: Argentina. Es una relación compleja, hecha de acuerdos y disputas, de desconfianza y malos entendidos. A menudo, de estar parados frente a un abismo. Este libro es una crónica íntima de esa relación en tiempos recientes. Alejandro Werner, uno de sus autores, fue jefe del Departamento del Hemisferio Occidental del FMI, y desde ese cargo negoció con los gobiernos de Cristina Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández. En estas páginas, junto a Martín Kanenguiser, narra esos momentos con información desconocida, con el nivel de detalle y el contexto exacto que solo puede aportar un protagonista. Qué posición tenía cada funcionario; cómo se gestó (y luego malogró) el último y temerario préstamo de cincuenta y siete mil millones de dólares; cuáles fueron las causas de esa debacle. Además, nos recuerda la experiencia del FMI con otros países de América Latina: con Cuba en los tiempos del Che Guevara y Fidel Castro; con la Venezuela de Chávez y Maduro, con la Nicaragua de Daniel Ortega. La Argentina en el Fondo se propone un doble desafío: derribar mitos y prejuicios criollos y revelar la trama que une, a veces de manera interminablemente dramática, a nuestro país con los organismos de crédito internacionales. Logra ambos.
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Seitenzahl: 384
Veröffentlichungsjahr: 2023
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ALEJANDRO WERNER Y MARTÍN KANENGUISER
LA ARGENTINA EN EL FONDO
La intimidad de la lucha con el FMI 2013-2023
Desde hace décadas, el FMI forma parte de nuestra realidad. Aunque algunos puedan creer que esto ocurre en todos los países, o al menos en muchos, lo cierto es que solo sucede en uno: Argentina. Es una relación compleja, hecha de acuerdos y disputas, de desconfianza y malos entendidos. A menudo, de estar parados frente a un abismo.
Este libro es una crónica íntima de esa relación en tiempos recientes. Alejandro Werner, uno de sus autores, fue jefe del Departamento del Hemisferio Occidental del FMI, y desde ese cargo negoció con los gobiernos de Cristina Kirchner, Mauricio Macri y Alberto Fernández. En estas páginas, junto a Martín Kanenguiser, narra esos momentos con información desconocida, con el nivel de detalle y el contexto exacto que solo puede aportar un protagonista. Qué posición tenía cada funcionario; cómo se gestó (y luego malogró) el último y temerario préstamo de cincuenta y siete mil millones de dólares; cuáles fueron las causas de esa debacle. Además, nos recuerda la experiencia del FMI con otros países de América Latina: con Cuba en los tiempos del Che Guevara y Fidel Castro; con la Venezuela de Chávez y Maduro, con la Nicaragua de Daniel Ortega.
La Argentina en el Fondo se propone un doble desafío: derribar mitos y prejuicios criollos y revelar la trama que une, a veces de manera interminablemente dramática, a nuestro país con los organismos de crédito internacionales. Logra ambos.
Kanenguiser, Martín
La Argentina en el Fondo / Alejandro Werner. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-628-732-6
1. Ensayo Político. 2. Análisis Político. 3. Análisis Económico. I. Título.
CDD 320.82
Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere
Primera edición: septiembre de 2023
Edición en formato digital: agosto de 2023
© Alejandro Werner y Martín Kanenguiser, 2023
© de la presente edición Edhasa, 2023
Avda. Córdoba 744, 2º piso C
C1054AAT Capital Federal
Tel. (11) 50 327 069
Argentina
E-mail: [email protected]
http://www.edhasa.com.ar
Carrer de la Diputació, 262, 2º 1ª, 08007, Barcelona
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ISBN 978-987-628-732-6
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Conversión a formato digital: Numerikes
El prólogo y el epílogo fueron escritos solo por Martín Kanenguiser. En el resto del libro, entre los capítulos 1 y 7, el uso de la primera persona corresponde a Alejandro Werner. Esta obra es el fruto de casi dos años de conversaciones virtuales e intercambio de ideas y escritos de ambos autores entre Washington y Buenos Aires.
Periodistas, economistas y analistas han escrito innumerables artículos y libros sobre el Fondo Monetario Internacional (FMI). Algunos más precisos, otros más cargados de fantasías o prejuicios ideológicos.
El libro que encaramos desde octubre de 2021 con Alejandro Werner, el funcionario del FMI nacido en la Argentina y criado en México que supervisó el acuerdo con el gobierno de Mauricio Macri en 2018, rompe con todos los enfoques previos. Cuenta cómo es el Fondo, por qué Cuba se fue en 1954 e inició un proceso de exploración para reingresar sesenta años después con sumo sigilo y cómo se preparó el Fondo para la reconstrucción de Venezuela después de los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Por supuesto, también por qué la Argentina es un “adicto” serial a los programas de apoyo financiero del FMI.
Werner es un buen economista y quiebra con bastantes estereotipos. Al igual que varios de sus colegas del FMI, está convencido del rol relevante del Estado en la economía y admite que algunas de las recetas que promovió el Fondo en las últimas décadas exageraron el rol del mercado y del sector privado, sin atender la importancia de las regulaciones. Por ejemplo, sostiene que la implementación del sistema privado de jubilaciones en América Latina debió regularse mejor y descree del esquema de los vouchers en la escuela pública como elementos necesarios para reformar los sistemas educativos de la región.
El economista considera que varios países latinoamericanos deben tener un nivel de gasto público más elevado y una política fiscal más contracíclica, pero entiende que para lograrlo la disciplina en las cuentas públicas es indispensable.
Estudió Economía en el Instituto Tecnológico Autónomo (ITAM) de México, que cuenta con una orientación liberal similar al CEMA en la Argentina, ya que su perfil académico lo diagramó un grupo de economistas que estudió en la Universidad de Chicago en los años 70 y 80, aunque luego se sumaron profesores de otras ideologías. Entre sus principales referentes en el MIT, donde realizó su doctorado, Werner escribió su tesis con Rudi Dornbusch y Stanley Fischer y fue asistente en la cátedra de Paul Krugman de comercio internacional.
Además, tiene una gran virtud: ambos lados de la “grieta” argentina lo observan con gran recelo: el macrismo porque cree que fue demasiado duro durante el programa firmado en 2018 al no permitir la intervención plena del Banco Central para frenar al dólar; y el peronismo-kirchnerismo por considerarlo “cómplice” de la presunta fuga de capitales y del diseño de un programa armado con fines políticos para mantener a Mauricio Macri en el poder.
Esta reacción de varios economistas y políticos locales encaja con un típico reflejo argentino: culpar al de afuera por los errores y horrores de la situación económica del país. Y, por supuesto, criticar siempre al gobierno previo como si cada cuatro años la Argentina naciera de nuevo y nada de lo ocurrido hasta entonces fuera responsabilidad de la dirigencia política.
Más allá de los eslóganes, existe una continuidad jurídica de los actos de un Estado. Así lo entendió desde Néstor Kirchner, cuando le pagó la deuda al FMI pese a que muchos dirigentes de la izquierda cuestionan la legitimidad de estos pasivos –con fantasiosas asociaciones que llegaban hasta la dictadura 76-83–, hasta la Cuba de Fidel Castro, que no repudió el endeudamiento de Fulgencio Batista con Washington.
El prejuicio parece ser la solución más sencilla para todos los problemas argentinos y el FMI encuadra a la perfección con el arquetipo del mal para los discursos de la política interna. Aunque el ciudadano de a pie no tiene por qué conocer su rol, la dirigencia sí tiene la obligación de saber qué es el Fondo, cómo funciona, qué ventajas y obligaciones genera la pertenencia a este organismo multilateral.
Por supuesto que hay muchos funcionarios tanto del Fondo como de otros organismos internacionales –y de países prestamistas, desde Estados Unidos a China– que responden a este estereotipo de personas frías que no toman en cuenta la situación socioeconómica de un país en crisis. Pero la responsabilidad primaria de acudir a un prestamista porque uno gasta mucho más de lo que tiene –sobre todo para gasto corriente y no de infraestructura– es del deudor, no del que aporta el crédito. El concepto de “corresponsabilidad” entre el deudor soberano y su prestamista, repetido una y otra vez por algunos dirigentes políticos locales, busca eludir la falta de conducta de un país que en 2023 combinó una tasa de pobreza superior al 40%, una de las inflaciones más altas del mundo y una profunda precarización de su mercado laboral.
¿Se ha equivocado el FMI respecto de la Argentina?: por supuesto, y más allá de lo tolerable. Repitió durante la mayor parte de su historia las mismas recetas sin tomar en cuenta el complejo contexto local, al prestarle demasiado al país cuando la convertibilidad ya se ahogaba en 2001 y dejarlo desamparado en 2002 cuando se había hundido en términos socioeconómicos.
Fue puntilloso con el gobierno de Macri y laxo con el de Alberto Fernández.
Si un paciente crónico recurre siempre al mismo médico y este no encuentra una solución, claramente el profesional tiene una gran cuota de responsabilidad en el fracaso del tratamiento. Pero el paciente también debe preguntarse por qué no puede dejar atrás sus adicciones.
El paso de Werner por el FMI fue de nueve años, suficientes como para conocer cada rincón de este ente de poder odiado por los argentinos, pero no tantos como para transformarse en una pieza de inventario de la burocracia internacional.
El testimonio que brinda en este libro es inobjetable por su sinceridad. No intenta defender al FMI ni atacar, sino informar y explicar sus razones: por qué América Latina es la región del mundo con más programas firmados con el Fondo en su historia; por qué ha habido tanta puja entre Europa y Estados Unidos en la conducción del organismo; y por qué, en definitiva, la historia del FMI merece ser contada desde adentro por un funcionario clave para la Argentina entre 2013 y 2021.
No se trata de un simple observador equidistante, ya que estuvo involucrado en la letra chica del acuerdo más polémico firmado por el FMI con un país en los últimos tiempos.
¿Fue el préstamo más grande del Fondo?, ¿se trató de una suma similar a la que el organismo le prestó al resto de los países en la pandemia?, ¿violó sus estatutos al aprobarlo en 2018?
Todas estas preguntas, que el kirchnerismo transformó en afirmaciones indiscutibles, encuentran su respuesta en estas páginas.
La riqueza del testimonio de Werner aumenta porque él negoció con los ministros y banqueros centrales argentinos entre 2018 y 2019; varios de ellos con antecedentes académicos y otros con importantes roles previos en el mercado de capitales, pero que en casi todos los casos exhibieron inexperiencia en la función pública en momentos críticos.
No se trató de una carencia exclusiva del gobierno de Cambiemos ni de la Argentina: el último ministro de Cristina Kirchner, Axel Kicillof, no tenía demasiada experiencia en la administración pública antes de asumir en 2013, ya que había dedicado buena parte de su vida a ser docente universitario y a la militancia estudiantil.
Martín Guzmán, el primer ministro de Economía de Alberto Fernández, no había tenido roce alguno con el diseño de las políticas públicas, con los mercados financieros, la política nacional e internacional ni otras responsabilidades importantes en el sector público o privado antes de hacerse cargo de la silla más caliente del Palacio de Hacienda. Su antecedente más destacado había sido como fellow en la Universidad de Columbia en Nueva York sobre modelos de reestructuración de la deuda, por lo que tampoco era uno de los académicos argentinos sobresalientes en el exterior. Sergio Massa, quien ocupó su cargo desde agosto de 2022 y en junio de 2023 fue nominado como candidato presidencial del oficialismo, es un hábil político y abogado con buenos vínculos con el mercado, pero sin background en la macroeconomía.
En Washington la directora gerente que negoció con el cuarto gobierno kirchnerista, Kristalina Georgieva, tampoco tenía antecedentes macroeconómicos ni de mercados, ya que nunca había sido ministra o banquera central antes de llegar a lo más alto del Fondo, sino una funcionaria de la elegante burocracia internacional, en la Unión Europea y el Banco Mundial.
La falta de preparación para cargos sensibles, en el sector público y privado, puede provocar consecuencias muy negativas. Si los escalones se suben de a dos o de a cuatro, hay más chances de caerse.
En cambio, antes de llegar a su cargo en el Fondo, Werner fue durante varios años el viceministro de Hacienda en México, el cargo más alto al que puede aspirar un economista que no nació en el país. Previamente, había sido director de Política Económica en el ministerio y director de estudios económicos en el Banco Central de México. En esa patria que lo acogió en el exilio tuvo que negociar con legisladores, con otros ministros del gabinete, con banqueros centrales, con representantes del sector privado y con funcionarios relevantes de otros gobiernos y de los organismos multilaterales de crédito, antes de convertirse en director de uno de los departamentos regionales del FMI. No hay demasiados funcionarios nacidos en Argentina que en estos últimos años hayan negociado con el FMI y que puedan acreditar pergaminos similares.
Hay preguntas básicas que Werner pudo responder: si el FMI es lo mismo que Wall Street, si a la Argentina le fue mejor con o sin el FMI, si los presidentes de Estados Unidos tienen tanto poder como para decidir la suerte de la deuda de un país, cómo ha sido la sinuosa relación con la dictadura venezolana y si el FMI pudo haber hecho un esfuerzo mayor para terminar antes con las distorsiones del Indec, entre otros ejes controvertidos.
Pero también relata sus encuentros, tensos y con sonrisas, con Axel Kicillof por los incumplimientos del país con la comunidad internacional; sus durísimas discusiones con la persona más confiable para Mauricio Macri en el terreno económico, Luis Caputo, y los reproches que enfrentó dentro del organismo por parte de “los halcones” en relación con la Argentina.
Su verdad es una sola versión de la historia. Y por eso la complementé con mi visión de esta línea de tiempo que comienza cuando la Argentina se sumó al FMI en 1956 y continúa en 2023 mientras el país se asoma, una vez más, al borde del precipicio. También, se brinda el contexto de la relación entre el FMI y otros países de América Latina, que alcanzaron una relación más madura.
Partimos de lugares diferentes para compartir la experiencia de crear este libro y por este motivo no siempre estuvimos de acuerdo. Escribo sobre el vínculo entre la Argentina y el FMI desde fines de los 90 cuando estaba en la agencia Télam, luego en el diario La Nación y en los últimos años en Infobae.
¿Qué me motivó a indagar sobre la tortuosa relación entre la Argentina y sus acreedores externos? Entre otras razones, la necesidad de explorar más allá de las frases hechas, de la postura de victimización a la que recurrieron sucesivos gobiernos y de las repetidas teorías conspirativas. Desde el siglo XIX resultó más sencillo culpar a la banca Barings o a un grupo de traders en Wall Street por las sucesivas crisis políticas y económicas que hacerse cargo del fracaso de las diversas propuestas económicas en los gobiernos militares y civiles.
En cambio, ningún gobierno se ha planteado con seriedad cómo lograr que el dinero que permanece debajo del “colchón” de los argentinos, una suma equivalente al 39% del PBI a fines de 2022, se transforme en un motor para el crecimiento formal de la economía. Cuando parte de ese ahorro privado vio la luz a través de blanqueos de capitales o de procesos transitorios de crecimiento, sucesivos gobiernos cambiaron las reglas del juego, a través de confiscaciones o subas de impuestos.
La respuesta más sencilla fue culpar a esos ahorristas por “fugar capitales” en vez de entender las razones de esta formación de activos externos.
En este largo período entrevisté a secretarios del Tesoro de Estados Unidos, directores y subdirectores gerentes del FMI y los más relevantes negociadores de la Argentina y Estados Unidos.
Cada vez que creía que ya había entendido la raíz de la pésima relación entre el FMI y la Argentina, un nuevo matiz me confundía y me obligaba a repensar, a buscar nuevas explicaciones.
Pero el diálogo con Werner fue un punto de quiebre. Ya no se trataba de inferir, leer entre líneas las conclusiones de una charla en off the record o de un reportaje, sino de establecer un diálogo, amable a veces, tenso en otros momentos, para determinar a través de un protagonista de este proceso qué responsabilidad le cabe al Fondo en la decadencia de la Argentina.
¿Es el FMI la misma institución omnipresente de los 80 o de los 90? ¿En qué cambió? ¿Cuál es el rol de la geopolítica en su sistema de decisiones y hasta dónde influyen los técnicos sobre los funcionarios políticos?
La función de un periodista, aunque muchos se hayan confundido en los últimos años, es formular preguntas y buscar respuestas incómodas, que no reafirmen lo que uno piensa sino que abra la puerta para nuevas conclusiones.
El aprendizaje que representó este proceso de entrevistas y escritura con Werner que comenzó hace dos años es suficientemente valioso como para que ustedes, los lectores, saquen sus propias conclusiones a partir de los datos, pero también desde los diálogos más íntimos que las autoridades argentinas mantuvieron con el Fondo en la última década.
En 2024 el FMI, cuyo nacimiento tuvo lugar en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, cumplirá 80 años de vida. Parece ser el momento adecuado para que, por primera vez, uno de sus cruciales actores revele sus secretos, defienda sus aciertos y critique sus errores. Yo, desde mi perspectiva, busqué aportar mis opiniones, complementar su visión con mi conocimiento sobre las decisiones adoptadas en la Argentina y, cuando correspondía, expresar mis discrepancias.
No ha sido sencillo escribir un libro “a cuatro manos” y a la distancia, pero, más allá de la “voz” que narra cada capítulo, logramos una buena combinación para transmitir los hechos explicados en todo el libro.
Los maestros del periodismo que me trajeron hasta aquí me enseñaron que siempre es mejor terminar una nota con más preguntas que respuestas. Espero que este libro aclare algunas de sus dudas y preconceptos, pero, sobre todo, que los lleve a pensar con más fundamentos la próxima vez que un político argentino aplauda o maldiga al FMI, nuestra fuente preferida de odio, amor y locura.
Martín Kanenguiser
Ernesto Che Guevara, el guerrillero que conserva la imagen más romántica entre los adeptos de la izquierda mundial, fue el representante de Cuba ante el Directorio del FMI, ya que el régimen de Fidel Castro integró este símbolo más nítido del capitalismo de posguerra durante más de cinco años desde que derrocó al dictador Fulgencio Batista. Este hecho poco conocido –y mucho menos resaltado por los partidos marxistas que subsisten– refleja la contradictoria y tormentosa relación entre el FMI y América Latina que se mantiene hasta la actualidad.
Guevara, médico de profesión, fue el presidente del Banco Central de Cuba desde el 26 de noviembre de 1959, casi un año después del inicio del gobierno de Castro, por orden del Consejo de Ministros del “Gobierno Revolucionario”. Pese a su desconocimiento sobre cuestiones económicas, Castro confiaba en él para implementar controles de capitales que impidieran el financiamiento de acciones denominadas “contrarrevolucionarias”. Su objetivo era vigilar la impresión de los billetes cubanos por parte de empresas extranjeras y, sobre todo, eliminar a la banca privada de la isla.
Durante los quince meses que ejerció como banquero central mantuvo un fluido contacto con el FMI y luego siguió en parte a cargo de la relación con el organismo internacional, como lo refleja su participación como ministro de Industria en la cumbre del Consejo Interamericano Económico Social (CIES) en el frío invierno de Punta del Este en 1961. Este encuentro fue parte de la iniciativa del presidente John Kennedy denominada “Alianza para el Progreso”, un plan de ayuda financiera destinado a toda la región para equilibrar la caída del precio de las materias primas y, de paso, compensar la latente amenaza soviética en la región.
Allí, delante del secretario del Tesoro de Estados Unidos, Douglas Dillon, Guevara afirmó, desafiante: “Tengo que decir que Cuba interpreta que esta es una conferencia política, que Cuba no admite que se separe la economía de la política y que entiende que marchan constantemente juntas. Por eso no puede haber técnicos que hablen de técnicas, cuando está por medio el destino de los pueblos”.
Los lazos entre Cuba y el FMI se cortaron dos años después de que el régimen de Castro fuera expulsado en enero de 1962 de la Organización de Estados Americanos (OEA), también en una conferencia en Punta del Este. Meses después, se produciría la famosa “crisis de los misiles” por el descubrimiento de la existencia de cohetes soviéticos en la isla, que estuvo cerca de provocar un enfrentamiento militar entre ambas potencias.
El 2 de abril de 1964 Cuba se retiró del Fondo y hasta la actualidad es el único país latinoamericano que no forma parte de este organismo. Sin embargo, durante los dieciocho años en los que permaneció en el FMI, tuvo un rol muy activo y, como explicó el historiador del Fondo, James M. Boughton, ayudó a otorgar más derechos a los países pequeños dentro del Directorio de la entidad; en 1954 fue el décimo país en aceptar todas las obligaciones del Fondo, al evitar el uso de controles en el comercio internacional, y dos años después el gobierno de Batista le pidió un crédito pequeño al FMI que devolvió al año siguiente. Pero en 1958, cerca de su crisis terminal, solicitó otro préstamo por el equivalente al 25% de su cuota, por USD 12,5 millones, que debía pagar en seis meses. El historiador precisó que después de que las fuerzas de Fidel Castro derrocaron al régimen de Batista en enero de 1959, el nuevo gobierno trató repetidamente de posponer el pago.
Pese a renunciar a su membresía, durante los siguientes cinco años el gobierno de Castro pagó el monto total adeudado, incluidos todos los cargos por intereses: Cuba nunca “repudió” la deuda con el Fondo, a diferencia del eslogan utilizado por los partidos de la izquierda latinoamericana.
Los otros tres países que dejaron de ser socios del FMI, Checoslovaquia en 1954, Polonia en 1956 e Indonesia en 1965, luego retornaron al organismo.
La historia de las décadas siguientes es bastante conocida, ya que Cuba, que creció a una tasa promedio anual del 4,5% de 1959 a 1989, pasó a ser en forma gradual un satélite económico de la Unión Soviética, debido al embargo comercial de Estados Unidos desde 1962.
Pero el colapso de ese gigante comunista a fines de la década del 80 llevó a Castro a repensar sus lazos con Washington, sobre todo bajo la política de “poder blando” que desarrolló la administración demócrata de Bill Clinton.
En 1993, Cuba invitó al director ejecutivo de Bélgica en el FMI, Jacques de Groote, a visitar La Habana para reunirse en secreto con Castro y otros altos funcionarios. De Groote, un ejecutivo belga que en 2013 fue condenado por corrupción, mantenía buenas relaciones con varios países comunistas y dialogó en La Habana sobre las condiciones –con exigencias y beneficios– del reingreso de Cuba al Fondo, pero Washington se opuso, una posición que se reforzó cuando el presidente Bill Clinton perdió la mayoría en el Congreso en 1994 y apoyó la ley Helms-Burton promovida por estos dos legisladores republicanos. La norma le impedía al Departamento del Tesoro, entre otras medidas, apoyar la admisión de Cuba en las instituciones financieras internacionales.
La llegada de Barack Obama al poder en 2009 permitió volver a pensar en esta posibilidad, ya que esa administración demócrata creía que, frente a la competencia de los capitales de algunos países europeos y Canadá ya radicados en Cuba, sería positivo reintegrar al país al sistema económico global. Además, el bloqueo a Cuba había dejado de ser un tema central de la política del estado de la Florida.
El primer contacto que, desde mi llegada, tuvimos con Cuba fue en 2013, cuando enviamos a La Habana a un funcionario experimentado para que participara en una conferencia organizada por la prestigiosa Brookings Institution y financiada por el gobierno noruego. Dadas las restricciones vigentes para volar en ese entonces desde Estados Unidos, el funcionario viajó vía Miami con una aerolínea chárter que, según comentó, “no existía” en los sistemas tradicionales de información del aeropuerto de Miami.
Al llegar a Cuba se hospedó en el Hotel Nacional –fundado en 1930 y considerado el más lujoso de la ciudad– para participar en este evento enfocado en la política monetaria y cambiaria de Cuba, donde debatió con algunos académicos, pero se sorprendió por la poca participación de economistas del gobierno cubano.
A finales de 2014 Estados Unidos inició un proceso de acercamiento a Cuba. La normalización de las relaciones diplomáticas se formalizó con la primera reunión bilateral en cinco décadas entre los jefes de Estado de los dos países.
Esta cumbre se llevó a cabo al margen de la Cumbre de las Américas en Panamá en abril de 2015, y en agosto de ese año se reabrieron al mismo tiempo las embajadas en Washington y en La Habana. Este proceso tuvo su máxima expresión en la visita histórica que realizó el presidente Obama a La Habana el 20 de marzo de 2016. En su libro Personas decentes, Leonardo Padura realizó una gran descripción novelada de las expectativas y escepticismo que, en forma simultánea, generaba esta visita de un presidente norteamericano en la sociedad cubana, que estaba mucho más entusiasmada por el concierto gratuito de los Rolling Stones.
Los pocos avances en el área económica fueron la aprobación de 110 vuelos comerciales diarios, la autorización a una línea de cruceros para realizar el trayecto entre Cuba y Estados Unidos y el permiso a tres hoteles norteamericanos para establecerse en la isla. Como parte de este proceso de apertura y al proyectar las diferentes etapas de la potencial transición económica, la asistencia técnica y el financiamiento externo, en febrero de 2016 la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, conoció a Rodrigo Malmierca, ministro de Comercio Exterior de Cuba, en una cena organizada en Washington por Carlos Gutiérrez, el exsecretario de Comercio del presidente George Bush.
En esa reunión surgió la idea de que el Fondo enviara una misión técnica a Cuba y en agosto el Banco Central del régimen castrista invitó formalmente al FMI. El proceso continuó con una reunión en Nueva York, en paralelo al foro de negocios Cuba-Estados Unidos, entre la vicepresidenta del Banco Central, Yamile Berra Cires, y funcionarios del departamento del Hemisferio Occidental para establecer el foco de la misión.
A partir de ese encuentro, consultamos de manera informal con los directores ejecutivos de Estados Unidos, Francia y Japón, y los tres coincidieron que era una buena idea enviar una misión. De este modo, el 16 de noviembre, Lagarde ordenó que se realizara el viaje, que no necesitaba de la autorización del Directorio. Así, el FMI sería la primera institución internacional en establecer el diálogo con las autoridades cubanas desde su salida en 1964.
Nuestra impresión era que, dado el perfil más bajo que suele tener el staff del FMI en comparación con el personal del BID y del Banco Mundial, el Tesoro de Estados Unidos liderado por Jack Lew, en coordinación con las autoridades cubanas, optó por nosotros, al considerar que podíamos ser discretos como para que ningún “halcón” demócrata o republicano se enterara.
Así, durante 2016 y, casi como en una película de espías, la comunicación con las autoridades cubanas se llevó a cabo a través de un integrante del staff que traía y llevaba cartas hasta la embajada cubana, que había reabierto en 2015, en 2630 16th Street NW en Columbia Heights. En algunas ocasiones un miembro del cuerpo diplomático castrista entregaba también misteriosas misivas en la recepción del FMI.
De esta forma en diciembre de 2016 el equipo conformado por un jefe de misión de nacionalidad india, un economista mexicano, uno colombiano y una portuguesa partió a la isla en un vuelo regular de American Airlines. El equipo se hospedó en el hotel boutique Saratoga –construido en 1880 para alojar almacenes y remodelado como hotel en 1933–, y trabajó dos días en las oficinas del Banco Central con el equipo de la vicepresidencia y representantes de varios ministerios.
La intención era explicarles el funcionamiento del FMI y el mecanismo de ayuda a los países que no son miembros. Además, les contaron cuánto demoraba el proceso para aceptar nuevos socios y realizaron presentaciones sobre las principales tendencias económicas en América Latina y el Caribe. Los funcionarios cubanos les explicaron los principales retos que enfrentaba el país, que presentaba un cuadro de virtual estancamiento, con algunos años recesivos, desde que Raúl Castro había reemplazado a Fidel en 2006. Esa economía depende mucho del comercio, el turismo y la deuda, que presenta crisis recurrentes, y el hermano de Fidel había intentado avanzar en una serie de reformas promercado, aunque con muchos obstáculos. A este cuadro interno se sumó la crisis económica venezolana, que redujo el flujo de capitales hacia la isla.
Al equipo del Fondo le quedó claro al finalizar el encuentro que las autoridades cubanas estaban interesadas en continuar estos intercambios, participar como observadores en las reuniones anuales y de primavera del organismo y explorar la posibilidad de acceder a nuestra asistencia técnica. Sin embargo, aún estaban lejos de plantearse la posibilidad de solicitar la membresía a las instituciones multilaterales de crédito. De algún modo dieron a entender, respecto de la posibilidad de regresar al FMI, que les preocupaban las obligaciones de transparencia e intercambio de información y que los análisis de la institución sobre la economía cubana estuvieran sesgados por consideraciones políticas. Además, afirmaban, no querían poner en riesgo los pilares del alicaído Estado social cubano.
Finalmente reconocieron que los siguientes pasos estarían sujetos al replanteo que hiciera la administración Trump respecto de la relación bilateral.
Con el triunfo del republicano en las elecciones de 2016, las chances de un reacercamiento volvieron a quedar sepultadas y la cuestión no volvió a debatirse con la llegada del demócrata Joe Biden a la Casa Blanca en 2021.
De los otros dos países que optaron, de una u otra manera, por el “socialismo latinoamericano”, Nicaragua y Venezuela, el primero nunca se planteó dejar el FMI y el segundo lo analizó pero no lo concretó. De todos modos, la relación fue compleja desde la revolución sandinista de 1979 en el primer caso y con el ascenso de Hugo Chávez al poder en el segundo, en 1999.
La rebelión que derrocó a Anastasio Somoza en Nicaragua en 1979 y gobernó hasta 1990 no quiso abandonar el Fondo, y cuando su polémico líder Daniel Ortega volvió al poder –a través de elecciones en 2007–, mantuvo buenas relaciones, al punto tal de que en octubre de ese año firmó un programa de cuatro años (llamado Extended Credit Facility) para recibir dinero del FMI. El organismo había concedido cuatro créditos al país desde 1979.
Ortega logró perpetuarse en el poder desde 2012 por un polémico fallo de la Corte Suprema de Justicia que declaró inaplicable el artículo de la Constitución nicaragüense que prohíbe la reelección continua. Pese a esta frágil situación institucional, la economía exhibió un crecimiento más robusto que otros países centroamericanos en las últimas décadas, hasta mediados de la segunda década del siglo XXI. Sin embargo, en los 80 y los 90 incrementó su deuda a niveles insostenibles, lo que llevó a que fuera elegida dentro del grupo de las naciones cuyos pasivos externos fueron reducidos en forma sustancial por la iniciativa del G7 para los Países Pobres Altamente Endeudados (HIPC, según su sigla en inglés). Esta deuda pasó de USD 1.562 millones en 1979 a USD 14.606 millones en 2021, cuando la relación deuda-PBI llegó al 56,9%, pese a la importante condonación de deudas bilaterales, regionales y multilaterales.
Durante los años que estuve en el FMI visité Managua varias veces. Durante estas visitas y la larga reunión que tuve con el presidente Ortega y su esposa me quedó muy claro que el planteamiento económico del régimen de Ortega no difería mucho del de otros gobiernos de Centroamérica. Bayardo Arce, su principal asesor económico, resumió esta transición ideológica del movimiento revolucionario en una reunión que mantuvimos en Managua en una sola frase: “En los 70’s yo estaba en la sierra con mi Kalashnikov enfrentando gringos y hoy estoy muy preocupado de cómo va a salir mañana el índice de producción manufacturera en Estados Unidos”.
Las dos cuestiones más relevantes respecto de este país durante mi periodo en el FMI fueron la falta de transparencia de los recursos recibidos de Venezuela y el otorgamiento de la ayuda durante la pandemia. En 2020, cuando estalló la pandemia del COVID, Nicaragua le pidió al FMI, como otros países pobres y emergentes, asistencia financiera para enfrentar la contracción económica del 2,5% del PBI, tras la recesión del 4% en 2019, aunque algunos expertos internacionales expresaron sus dudas sobre las estadísticas oficiales en los últimos años. El 20 de noviembre de ese año (unos días después de que Trump perdiera los comicios para un segundo mandato), el Directorio Ejecutivo del FMI aprobó USD 185,3 millones de la línea de apoyo de emergencia a Nicaragua por el COVID. El gran debate fue si el dinero debía ser entregado a un régimen autoritario y poco confiable para asegurar que llegara a la población. No se trataba de una discusión sencilla, porque, como en muchos otros casos, una u otra postura sentaría un precedente fuerte para otros países.
Varias naciones presionaron para que no se apoyara al gobierno de Managua por su perfil represivo, que llevó al encarcelamiento de numerosos dirigentes opositores y a una estricta censura a la prensa independiente, entre otras violaciones a los derechos humanos. Pero, a la vez, Nicaragua no dejaba de ser un país miembro del Fondo que cumplía con sus obligaciones y que, por lo tanto, tenía los mismos derechos que el resto. ¿Por qué entonces se lo castigaría más que a otros países gobernados por autócratas en el resto del mundo?
A priori, como solución salomónica, se decidió que los recursos serían menores que los enviados a otros países de la región. Más relevante aún, se le exigió al país que el 50% fuera en forma directa a las organizaciones Oficina de Servicios para Proyectos (UNOPS) y al World Food Program de Naciones Unidas para que estas distribuyeran los recursos entre la golpeada población nicaragüense. El otro 50% fue desembolsado al gobierno de Ortega.
El 11 de abril de 2002 sindicalistas y empresarios venezolanos apoyaron un golpe de Estado contra el presidente Chávez en un contexto de amplio descontento social y económico, para colocar como presidente al empresario Pedro Carmona.
Frente a este levantamiento, el FMI rompió su habitual prudencia diplomática para referirse a los cambios de gobierno o movimientos institucionales internos. Su vocero, Thomas Dawson, al día siguiente del golpe, afirmó que el organismo se encontraba “listo para asistir a la nueva administración [de Pedro Carmona] de cualquier manera que se encuentre conveniente”.
En febrero de ese año, el gobierno bolivariano había dejado flotar el dólar ante la falta de reservas y se había producido un salto de la divisa del 20%, mientras, según Chávez, entre 1999 y 2002 unos USD 25.000 millones se fugaron del sistema financiero por las medidas económicas. Cabe recordar que en 1992 este mandatario de origen militar había liderado un fallido golpe de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez.
Tres años antes, cuando Pérez intentaba dejar atrás la crisis del país y acordar el apoyo del FMI, el fuerte paquete de ajuste fiscal y cambiario que implementó provocó el llamado “Caracazo”, una protesta social que derivó en trescientas muertes en las calles de la capital del país. La inflación se mantuvo alta tras el pico del 84% de 1989; en 2012 llegó al 20% y en 2015 saltó al 180%; mientras tanto, la economía presentó un crecimiento “serrucho”, con años de recesión (2009-2010) y de rebote en torno del 4% (2011-2014), producto del repunte del precio del petróleo.
En abril de 2007, como parte de su sinuosa estrategia económica, Chávez anunció que su gobierno se retiraría del FMI y del Banco Mundial porque solo servían “a los intereses del Norte” y, al igual que Brasil y la Argentina, le pagó su deuda a estas instituciones, de USD 3.000 millones.
“Vamos a retirarnos. Quiero firmar la cuenta (de formalización de salida) esta noche y solicitar que nos devuelvan lo que nos corresponde”, dijo Chávez, durante un acto con motivo del Día del Trabajador. “No nos hace falta estar viajando a Washington, ni al Fondo Monetario ni al Banco Mundial ni nada […] yo quiero formalizar la salida de Venezuela del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de todo eso”, afirmó con su habitual tono teatral.
Sin embargo, meses después comenzaría a desandar su amenaza al afirmar que sus ministros “estaban estudiando” las consecuencias de dejar esas membresías. Nunca concretó esa ruptura al comprender que, si lo hacía, violaría los compromisos establecidos en los bonos de deuda internacional, lo que podría haber generado el pago acelerado de esos pasivos.
La Venezuela de los primeros años de Chávez, mientras su gobierno destrozaba todo el aparato productivo e institucional del país, se sentía fuerte por los altos precios del petróleo y hasta se daba el lujo de actuar de prestamista de última instancia de muchos países latinoamericanos, entre ellos la Argentina de los Kirchner, cuando este país se alejó del FMI y tenía cerrado el acceso al mercado de capitales voluntario. En este contexto, Caracas adquirió bonos argentinos con una tasa insólitamente alta, que llegó al 14% anual, mientras se desarrollaban negocios poco claros entre los dos países.
Todo terminó en una crisis cuando Venezuela liquidó en el mercado secundario los bonos destinados a la Argentina y pulverizó su valor.
A través de la empresa Petrocaribe, Venezuela vendía petróleo a precios subsidiados y, además, brindaba financiamiento a los países que lo solicitaban. De esta manera estrechó sus vínculos con varios gobiernos del Caribe y con Nicaragua, quienes se volvieron sus aliados en cuestiones regionales y multilaterales.
Sin embargo, por corrupción e ineficiencia, el chavismo perdió su principal activo: en 2002 el país producía unos 3,2 millones de barriles diarios, una oferta que se mantuvo en esos niveles durante casi diez años, pero la producción comenzó a desplomarse en 2015 y llegó en 2020 a su nivel más bajo en décadas, por debajo de los 400.000 barriles diarios, un retroceso al nivel de 1934. Este desastre productivo generó el peor derrumbe registrado por un país en la era moderna, ya que el PBI per cápita cayó más del 70% entre 2008 y 2020.
Chávez debilitó la estructura de la emblemática empresa Pdvsa al colocarla al servicio de la política y desplazar a su estructura técnica, lo que derivó en la salida de veinte mil empleados entre 2002 y 2003; como ocurrió con el Banco Central y otros organismos públicos, esta sangría se reflejó en una menor productividad y un rápido empobrecimiento del país. También provocó un empeoramiento de las estadísticas públicas, cuya difusión comenzó a perder regularidad y rigor.
Cuando Chávez fue reelecto para un cuarto mandato en 2012, el derrumbe se aceleró y a mediados de esa década ya se vivía una crisis humanitaria, con una masiva emigración que no se detuvo en los siguientes ocho años. Acnur (la agencia de la ONU para los refugiados), estimó que existen más de siete millones de venezolanos refugiados y emigrantes –la mayoría de los cuales vive en Estados Unidos y los países de América Latina y el Caribe–, hecho que la constituye en la segunda crisis más importante de desplazamiento externo global.
Mientras 4,3 millones de personas refugiadas y migrantes de Venezuela tienen dificultades para acceder a alimentación, vivienda y empleo formal, según Acnur dentro del país casi un 50% vive bajo la pobreza, aunque estudios privados elevan esta cifra al 94%, de los cuales el 76% es indigente, según la Universidad Católica Andrés Bello.
Tal como se mencionó, el país también presentaba retrasos importantes en la difusión de sus estadísticas y al FMI se le complicaba su seguimiento dado que, como la Argentina entre 2007 y 2015, Chávez y luego Maduro se negaron a cumplir con la obligación de los miembros del FMI de aceptar la revisión anual del Artículo IV. La decisión se basaba en razones similares a las de los Kirchner: querían evitar que una misión en Caracas pudiera brindarles su opinión sobre los agudos problemas que tenía la economía y, por el contrario, preferían brindar la imagen de que estaban lo más lejos posible del Fondo, aunque sin sacar del todo los pies del plato.
En 2019 se le planteó al staff del FMI otro desafío: dentro de un panorama de extrema fragmentación de la oposición venezolana, el parlamento eligió al diputado nacional Juan Guaidó Márquez, de 35 años, como presidente encargado del país, al no convalidar la validez de las elecciones de 2018. Este dirigente fue reconocido por el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, el Parlamento Europeo y varios gobiernos latinoamericanos, como la Argentina; otros optaron por una postura intermedia, mientras que China, Rusia, Irán, Nicaragua y Turquía no reconocieron esta autoproclamación. No resultaba fácil adoptar una posición tajante, ya que, aunque mostrara buenas intenciones, la oposición venezolana no tenía posibilidades reales de tomar el poder del país y los gobiernos no podían romper relaciones con Maduro sin considerar el efecto negativo que esta decisión podía tener sobre sus intereses en Caracas.
El FMI forma parte del sistema de Naciones Unidas y, por lo tanto, el proceso para reconocer a un gobierno no es nada sencillo. De hecho, requiere de la voluntad de más del 50% de los miembros del organismo, más allá del apresuramiento con el que en 2002 se felicitó al presidente que derrocó transitoriamente a Chávez.
En el caso de Guaidó, había una presión importante de la administración Trump y de otros grandes accionistas para que se repitiera ese gesto. El presidente del BID, Luis Alberto Moreno, rápido de reflejos y sin una oposición interna fuerte, dio ese paso y aceptó como gobernador de ese gobierno autoproclamado al economista de Harvard Ricardo Hausmann, exministro de Planificación del gobierno de Carlos Pérez y execonomista jefe del banco regional. Sin embargo, esta decisión generó consecuencias, ya que China, que oficiaría ese año como país anfitrión de la asamblea del BID en su carácter de país no prestatario, suspendió el encuentro por la aceptación de Hausmann.
En el FMI el dilema era todavía más complejo, porque varios países querían inclinarse por Guaidó –y por lo tanto reconocer a otro representante que no fuera el del régimen de Maduro–, pero en los hechos solo unos pocos lo hacían oficialmente.
La diferencia entre el Banco Mundial y el Fondo con el BID también radica en su membresía. Mientras que en el BID, Estados Unidos, el Grupo de Lima y otros aliados representaban una clara mayoría, en los organismos multilaterales el poder está más repartido.
Lagarde reconoció al final de la asamblea anual de octubre de 2019 que no se había avanzado en la decisión de reconocer o no a Guaidó como presidente en lugar de Nicolás Maduro. “A la hora de decidir cuál es la legítima autoridad en Venezuela, nuestros socios tienen que adoptar una decisión”, se excusó.
Mientras Trump intentó jugar a todo o nada en favor de este reconocimiento, la Unión Europea exhibía, como en muchas otras cuestiones, una postura ambigua. De hecho, durante esa misma asamblea del FMI de 2019, tras un encuentro sobre Venezuela convocado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, no se llegó a ningún acuerdo.
“No se ha planteado ninguna decisión específica sobre el reconocimiento de Guaidó”, dijo la ministra española de Economía, Nadia Calviño –quien también ejercía como Presidenta del CMFI– tras el encuentro. España era uno de los países atrapados por esta disyuntiva: si bien quería que Venezuela avanzara hacia su democratización, tenía suficientes inversiones e intereses comerciales en el país del norte sudamericano como para desconocer a Maduro y exponerse a represalias.
En este contexto, las discusiones en el Directorio del Fondo resultaban complejas, porque ningún país relevante estaba interesado en una votación que resultara demasiado pareja y dividiera a la institución; y, por este motivo, nunca se llegó a convocar a un sufragio formal.
Al poco tiempo de haber ingresado en el FMI, entendí que debíamos prepararnos mejor ante la eventualidad de tener que realizar un programa con el país para apoyar la transición política y la reconstrucción económica. Por este motivo, organicé un seminario sobre Venezuela al que se convocó al experto en macroeconomía del MIT Roberto Rigobón, a Hausmann y a otros economistas de esa nacionalidad para discutir el futuro del país y entender qué chances había de redactar e implementar un futuro plan de reconstrucción y estabilización.
Debido a las protestas de la delegación venezolana en el Fondo, tuvimos que realizar el encuentro fuera de nuestras oficinas y elegimos un discreto hotel en Washington D. C., el Melrose, que se encuentra a solo unas cuadras del edificio del Fondo.
Esas discusiones técnicas se mantuvieron con un perfil muy bajo y fueron útiles debido a la escasa información que teníamos del país; al menos nos permitía coordinar a un grupo que trabajaba en el tema y tener una visión más completa de la situación y una agenda de reformas. El diagnóstico de este debate se utilizaba como insumo para informar anualmente al Directorio.