La Biblia desenterrada - Israel Finkelstein - E-Book

La Biblia desenterrada E-Book

Israel Finkelstein

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Beschreibung

La estructura del libro, basada no en las fases arqueológicas sino en los grandes temas bíblicos, hace que su lectura sea atractiva para el no arqueólogo [...] una nueva óptica irresistiblemente iluminadora [...] una obra imprescindible y necesaria. Fernando Quesada, Revista de Libros. Da las claves para descubrir en la Biblia ni una verdad histórica literalista ni una mera ficción literaria [...] En este libro es tan importante el trabajo arqueológico como el conocimiento de las sociedades que dieron vida al texto bíblico. Joan Martínez Porcell, El Periódico de Catalunya.

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Siglo XXI / Historia antigua

Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman

La Biblia desenterrada

Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de sus textos sagrados

Prólogo: Gonzalo Puente Ojea

Diseño de cubierta

RAG

Revisión técnica: Gonzalo Puente Ojea

Traducción: José Luis Gil Aristu

La editorial agradece a don Fernando Bermejo Rubio, Profesor del Master de Historia de las Religiones , UAB, su correcciones a la primera edición

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Primera edición, 2003

Segunda edición corregida, 2005

Tercera edición, 2011

Título original

The Bible Unearthed. Archaeology’s New Vision of Ancient Israel and the Origin of its Sacred Texts

© Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman, 2001

© Free Press, miembro de Simon & Schuster, Inc., 2001

© de la traducción 2003, José Luis Gil Aristu

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 1997

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1690-6

Prólogo a la edición española

La Biblia como ideología religiosa nacionalista de un pueblo

Sobre el subsuelo animista forjado por la actividad perceptiva e introspectiva del hombre prehistórico, fue emergiendo una serie de fenómenos que irían configurando los ingredientes básicos de los sentimientos y creencias religiosas y su paulatina formalización en sistemas ideológicos de diversa complejidad. En estos sistemas se articuló un doble plano de enigmas: uno, referido a las inquietantes incógnitas de las fuerzas de la Naturaleza y, el otro, referido, de múltiples modos y metáforas, a los amenazantes arcanos de lo Sobrenatural, lo inaprehensible o evasivo, aquello que en su relación con nosotros nos sobrepasa, nos transciende. Esta dualización del mundo y del propio ser humano en sí mismo alcanzó pronto un nivel decisivo de inflexión intelectiva mediante la cual las fuerzas cósmicas se personalizan, y los humanos establecen con entes imaginarios sobrenaturales inventados por ellos relaciones ambivalentes, a veces de diálogo (propiciación) y otras veces de confrontación (exorcización), pero con frecuencia oscilantes y confusas. Estas sutiles relaciones constituyen el núcleo psicológico fundante de la religiosidad. En el curso de su lento pero continuo desarrollo fenomenológico, el trabajo mental de interpretación y reinterpretación, vinculado a la inherente necesidad de perfeccionar o enriquecer sus prácticas mágicas y cúlticas, va generando, siempre en un contexto familiar y tribal de carácter productivo y reproductivo —es decir, económico, social y cultural—, los sistemas politeístas como representación del universo, proceso que desembocará, en los albores de la historia, en la crea­ción de imponentes panteones expresivos de culturas dotadas de Weltanschauungen más o menos bien estructuradas. La génesis de esos panteones se sitúa cronológicamente, aunque dicho de modo laxo, en el tránsito de la prehistoria a la protohistoria, ya en el transcurso del Holoceno —concretamente en el periodo postglacial, desde los 8000 años a. de C.—, pero predominantemente en el paso de la última edad lítica a las subsiguientes edades del Bronce y del Hierro —digamos, para el Antiguo Oriente, desde los 3500 años a. de C.—, ya en tiempos en los que surge y se desarrolla la escritura y comienza lo que convencionalmente llamamos la historia.

El Antiguo Egipto y Sumeria —y seguida o simultáneamente aparecen también otras culturas históricas de la mayor importancia y significado— instauran extensas unidades territoriales organizadas, clasificadas con relativa arbitrariedad como ciudades-Estado, Estados o Imperios, en las cuales el factor religioso —a niveles locales o centrales— juega un papel sustancial, y a veces determinante, en el plano político y simbólico. Las respectivas creencias religiosas de las grandes unidades políticas territoriales suelen convivir, en diversos grados y en diferentes formas, con numerosas expresiones de religiosidad de pequeño radio de acción, que existen en el interior de dichas unidades a modo de manchas bastante difusas, o en sus contornos y de manera satelitaria. Algo de ambas situaciones les pudo ocurrir a las creencias religiosas de los hebreos en su edad temprana.

Las grandes ideologías religiosas —fueran afroasiáticas, asiáticas, europeas o precolombinas— gozaron de gran potencia creadora y, llegadas a un grado elevado de evolución, experimentaron profundas crisis de crecimiento, refinamiento y profundización, tanto en el orden emocional como en el intelectual y virtual. En un conocido libro, Karl Jaspers situó en lo que designó tiempo-eje, allá entre 800 y 200 años a. de C., de manera aproximada, ese fecundísimo tramo de la historia que vio la brillante eclosión de los primeros grandes sistemas de pensamiento filosófico-teológico, de los que luego nacerían cotas aún más altas de especulación intelectual. Esta eclosión estuvo estrechamente ligada a la emergencia, casi súbita, de los movimientos religiosos de salvación, en los cuales hombres fuertemente carismáticos anunciaban el inminente advenimiento de un divino redentor o liberador (Erlöser), que rompía los viejos y estáticos parámetros de la religiosidad tribal y cerrada para sustituirlos por otros abiertos y dinámicos que dibujaban una nueva escatología y soteriología, como genialmente analizó y conceptualizó Max Weber. Estos movimientos solían estar intensamente teñidos de profetismo y de una nueva ética. Los lectores del libro que estoy prologando percibirán inmediatamente que es precisamente en el curso del siglo viii, en sus años finales, y sobre todo en el siglo vii a. de C., y en torno a la figura cua­si-mesiánica del rey judío Josías, cuando se reconstruye radicalmente la nebulosa religión mosaica —adherida todavía férreamente a la mentalidad tribal— y se pone en marcha una honda revisión textual y teológica de la Biblia, acompañándola de una reconducción ideológica y una compleción de la técnicamente denominada «Historia Deuteronomista», encaminadas a la primera definición rigurosa del «monoteísmo» judío.

Antes de pasar adelante, conviene hacer algunas puntualizaciones. En los sistemas politeístas a los que me he referido como más o menos complejas epifanías de lo divino, se mezclan o se entrecruzan las teofanías propiamente dichas con las epopeyas de etnias o de pueblos, y, por consiguiente, los dioses y los héroes. Los primeros, como imaginarios seres sobrenaturales que transcienden eventualmente las regularidades y las expectativas del mundo cotidiano. Los segundos, como seres humanos heroicos (del griego he¯ro¯s, héroe) y exaltados a un plano sobrehumano o semidivino en virtud de la admiración o el temor —o ambos sentimientos— que infunden, o sea, a medio camino entre los dioses y los simples mortales. Esta idea de lo heroico, que surgió sin duda muy tempranamente en el ámbito de la religiosidad, sólo parece que cobró su teorización en la obra de Evémero, escritor griego del siglo iii a. de C., en su famosa Historia Sagrada, en la cual seracionalizaban las creencias en seres divinos en general. El mito (relato, narración, leyenda) es una noción laxa que desborda, en su extensión semántica, los espacios de lo sagrado y lo profano, pero que adquiere su principal significado en el proceso de fusión del pensamiento mágico-religioso con el fenómeno consciente o inconsciente de personalización, como almas, espíritus o númenes, de las fuerzas o los entes naturales que puso en marcha la escisión animista y su ulterior cristalización en la religión. Pues bien, las ideologías religiosas se expresaron en discursos o figuras míticos en los cuales irrumpían los dioses celestes o uránicos y telúricos o chtónicos, pero frecuentemente también los héroes. Por esta vía, lo divino y lo humano se insertan en la mediación dialéctica de contrarios procedentes, en rigor, de una matriz común: la mente, contemplada en su doble facultad, la perceptiva y la ideativa. Todo confluye en el proceso de la reflexión intelectual o don humano de pensarse a sí mismo en una sucesión de opuestos que se implican recíprocamente bajo la apariencia de la escisión, de lo binario, de lo complementario. Es la acción de la mente, ontológicamente unitaria, pero fenomenológicamente dual. Un universo único «pensado» como dos: cielos y tierra, lo sagrado y lo profano. En esta dialéctica de la reflexión de la mente humana, los dioses y los humanos eran, expresa o tácitamente, sujetos individuales o colectivos, singulares o múltiples pero aprehendidos en su unidad. Los dioses o los héroes eran entes únicos o entidades epónimas surgidas de la comunidad de un pueblo o de una etnia. Son ambivalentes, ambiguos y equivalentes.

La obra estelar de Henri Frankfort, Kingship and the Gods (1948), es un ejemplo histórico monumental de la dialéctica entre lo divino y lo humano en dos culturas concretas: Egipto y Sumeria. La afinidad y a la vez la contraposición en la unidad y la dualidad, en un movimiento circular, en principio, perpetuo: divinidad y realeza, e igualmente a la inversa. Esta consistente correlación político-religiosa de dioses y reyes —similar a la que existiría entre héroes y dioses, u hombres y héroes— es la misma que subyace en la relación de las teofanías con las epopeyas de los pueblos. «Las creaciones de la mente primitiva —escribe Frankfort— son elusivas. Sus conceptos parecen mal definidos o, más bien, desafían las limitaciones. Cada rela­ción produce un condominio de elementos esenciales. La parte comporta el todo, el nombre de la persona, la sombra y efigie original. Esta “participación mística” reduce el significado de las distinciones mientras incrementa el de cada semejanza. Ofende todos nuestros hábitos de pensar. En consecuencia, los instrumentos de nuestro pensamiento, nuestro lenguaje, si no se adecua bien a la descripción de las concepciones primitivas». Observación muy oportuna, siempre que no se haga una caricatura de la tosquedad intelectiva del hombre prehistórico, o de sociedades muy primitivas, hasta el punto de privarle de la capacidad de «personalizar» las fuerzas naturales (como lo hizo él erróneamente en su pequeño ensayo sobre la religión en el Antiguo Egipto). La sagaz intuición de Frankfort hay que despojarla de los fantasmas de Lévy-Bruhl para que conserve su operatividad para comprender el engarce de la ecuación divinidad-realeza a lo largo de la historia. Al comienzo, desvelándola para Egipto y Sumeria; y se dice que Abraham procedía de Ur, en los confines de esta última. Como mostró Frankfort, «si, entonces, nos proponemos estudiar la institución de la realeza, que forma el corazón mismo de las sociedades civilizadas más antiguas, tenemos que ser conscientes de la diferencia en mentalidad que acabamos justamente de indicar. Buscando las funciones económicas y políticas de la realeza en Oriente Próximo, encontramos factores irracionales que ejercen su influencia cada vez. Si, por otro lado, tomamos en cuenta las implicaciones religiosas de la realeza y seguimos la línea de razonamiento teológico, hallamos que éste sólo tendría que empezar por el relato de la creación para identificar ese Primer Día en cada amanecer con cada Nuevo Año, con el acceso de un rey, más aún, con su aparición misma sobre el trono o el campo de batalla»(p. ix, c.m.). Subyace aquí simbólicamente la afinidad profunda de las monarquías con las divinidades, y el carácter ideológico de las re­ligiones.

La extraordinaria obra de Israel Finkelstein y Neil Asher Silberman (en adelante F/S), The Bible Unearthed, publicada en el año 2001, reviste para mí un especial significado no solamente por las consecuencias epistemológicas, en el ámbito veritativo, de su contribución arqueológica e historiográfica a un tema capital, sino también por el fuerte énfasis que sus autores han puesto en los factores ideológicos para el estudio de la Biblia en cuanto serie de relatos que proyectaron los intereses de los protagonistas y de los redactores que orientaron tanto la acción colectiva del pueblo hebreo —al menos así identificado tradicionalmente— como la elaboración de un constructo intelectual que los impusieron. Este segundo aspecto radica, pues, en el marcado énfasis de F/S en las ideologías que generaron e inspiraron el itinerario y el destino del judaísmo en la Antigüedad. El concepto técnico marxiano de ideología —que es el verdaderamente pertinente y fértil para las ciencias humanas— se define, en términos muy generales, como la influencia principal de la lucha de clases y sus intereses sobre las formas y contenidos del pensamiento, en el contexto de unas relaciones de producción, con su cortejo de factores económicos, sociales, políticos, culturales y religiosos. Las ideologías dibujan el perfil y el sentido histórico y metahistórico de las superestructuras mentales e institucionales de una sociedad. La fecundidad heurística del método ideológico de análisis entiendo que quedó avalada, por lo que se refiere a la religión y a la filosofía, en mis estudios sobre el cristianismo y el estoicismo, respectivamente (cfr. Ideología e Historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico y El fenómeno estoico en la sociedad antigua, ambos publicados en 1974), y encuentra también en el libro de F/S una brillante corroboración. El trabajo que ofrecen representa una magistral articulación entre la perspectiva arqueológica y la perspectiva ideológica dirigida a la reconstrucción de la historia de Israel, exonerada de las supercherías legendarias que la habían hipotecado. No es sólo una nueva historia, pues es también una histo­ria contada de otra manera, hasta el punto de poder afirmar que este libro marcará un antes y un después en la historiografía bíblica.

En efecto, F/S se propusieron, a la vista de los hallazgos arqueológicos de las últimas décadas, proceder a una drástica reformulación de la ideología político-religiosa del antiguo Israel a partir de la identificación de lo que puede definirse como epopeya nacional del pueblo elegido por Yahvé. Para calibrar la importancia del giro interpretativo, y su aparato erudito, basta con examinar comparativamente la obra de F/S en relación con el valioso ensayo de síntesis de George W. Ramsey titulado The Quest for the Historical Israel. Reconstructing Israel’ Early History, publicado en 1982. En su Introducción, escribe Ramsey que «la mayor parte de cualquier curso sobre el Antiguo Testamento es el estudio de la historia de Israel. Completamente aparte de cualquiera que sea el interés que pudiese tener la historia de Israel en sí misma, el hecho de que constituye el contexto del cual emergieron las Escrituras del AT le da una especial significancia. Se ha puesto mucho énfasis, en los estudios modernos del AT […], sobre la importancia de la comprensión de los escritos del AT a la luz de los tiempos en los que se produjeron. Es ésta la mayor preocupación de lo que llamaremos el “estudio histórico-crítico” de la Biblia. ¿Cómo podemos realmente apreciar los mensajes de los autores del AT, a menos que estemos familiarizados con las situaciones que los produjeron y a las cuales estaban dirigidos?» (p. xii). En la contraportada del librito, el autor subrayaba sucintamente que «el periodo de la historia bíblica entre el tiempo de Abraham y el asentamiento de las tribus en Canaán es el más difícil de reconstruir de todos. Desde hace mucho tiempo está aceptado que la secuencia de sucesos descritos en el AT no puede aceptarse tal como se presenta, y que hay muchas contradicciones, inconsistencias y extrapolaciones de preocupaciones más tardías que han de ser detectadas y tomadas en consideración. Además, la evidencia arqueológica es difícil de interpretar. No existe ninguna inscripción que mencione la llegada de Abraham y Jacob a un cierto lugar, o de la huida de Egipto de esclavos hebreos, o del ataque de Josué a algunas ciudades de Canaán. Tal evidencia arqueológica de este temprano periodo es frecuentemente susceptible de varias interpretaciones diferentes y suscita en ocasiones tantos problemas como resuelve».

Estos prolegómenos de Ramsey de la crisis que ya se barruntaba se apoyaban en las mejores investigaciones y análisis no posteriores a 1982, también en el campo de la arqueología. En el párrafo final del capítulo 5 de su ensayo declaraba que «hay un cierto valor heurístico en comparar un relato bíblico con datos extra-bíblicos, en un esfuer­zo por alcanzar una interpretación coherente con los datos. Podría uno preguntarse taxativamente, ¿ayudan las referencias bíblicas a los “Amoritas” de Canaán, durante los tiempos de los patriarcas hebreos, a identificar a los portadores de la civilización de la Edad del Bronce I o II con los “Amoritas” conocidos de nosotros por las fuentes mesopotámicas del tercer milenio tardío o del segundo milenio temprano? O, ¿puede ayudarnos la historia bíblica de la conquista de Jericó a otorgar sentido a los restos de esa ciudad? O, ¿las actividades de los apiru atestiguadas en las cartas de Amarna coinciden en algún punto con el asentamiento de los Israelitas en Canaán? Un tal procedimiento puede abrir posiblemente las avenidas de la investigación que descubrirá más información que puede clarificar o los datos bíblicos o los extra-bíblicos, o ambos. Pero, siempre que se siga este procedimiento, el método debe reconocerse como potencialmente circular, e hipotéticos los resultados. Se necesita tener en la cabeza que la fiabilidad de los testigos bíblicos para el periodo previo a la monarquía es en sí misma una hipótesis que no ha sido probada. Además, como se observó antes, este procedimiento puede reclamar fuerza y relevancia sólo si un estudio del material literario bíblico ha indicado que hubo un intento en el escritor de preservar la información acerca de hechos reales» (p. 104). Este pasaje es solamente una muestra del rico comentario de Ramsey sobre cada una de las técnicas historiográficas y sus problemas en el dominio de la investigación de la historia bíblica, como propedéutica para el apasionante alega­to de F/S. Sin embargo, cabe consignar ahora un hecho significativo de la magnitud de lo que cabría calificar de giro copernicano que entraña la reconstrucción histórica propuesta por F/S. Mientras que en su bibliografía éstos mencionan o examinan unos setenta autores anteriores, por sus trabajos arqueológicos o históricos, al año 1982, veinte años después esa bibliografía incluye unos ciento cincuenta nuevos investigadores o estudiosos cuyas aportaciones son posteriores a 1982, es decir, apenas dos décadas más tarde (2001). Quiere decirse que la crisis que se preveía en la investigación de la Biblia en su historia aparece como perentoria y radical, y que la masa de nuevos datos arqueológicos, análisis literarios y revisiones historiográficas ha alcanzado cotas entonces aún insospechadas. Lo cual genera graves problemas de fe para los creyentes y aporías insolubles para las autoridades religiosas concernidas por las verdades de la doctrina. Mientras que Ramsey analizó a fondo, y diáfanamente, esta cuestión teológica ya anunciada, F/S apenas la rozan en su libro, aunque esté manifiesta permanentemente per absentiam. Se limitan a subrayar el valor sapiencial y moralizante (?) de unos escritos de cuya lectura se alimentó la conciencia de Occidente durante un par de milenios.

En 1991, en mi libro Fe cristiana, Iglesia, poder, escribí lo siguiente: «Las incoherencias e inconsecuencias de los mitos del Génesis son características de este género narrativo, donde una concepción cosmogónica o teológica se compone y escenifica con imágenes y figuras fabulosas que campan libremente sin preocuparse de las reglas de la lógica. La primera incoherencia se presenta en la cuestión relativa a la naturaleza del hombre y a su mortalidad. El escritor yahvista provee de una teología que suprime radicalmente las difundidas creencias cananeas —y de todo el arco sirio-fenicio— sobre una existencia post-mortem y los cultos mortuorios para asegurarla. Los testimonios literarios también están avalados por las investigaciones cronológicas comparativas. La revolucionaria teología yahvista se genera en el proceso de la formación ideológica de Israel como pueblo elegido, en el contexto de una religiosidad étnica y nacionalista en la que Yahvé emerge como Dios providencial que dirige el curso histórico de los pueblos bajo su égida crecientemente suprema y soberana. Los cultos tribales y los viejos ritos mortuorios propios y ajenos fueron considerados, en esta nueva perspectiva teológico-política, como una deslealtad a Yahvé, que el yahvismo descartaría mediante una escatología que enviaba las sombras residuales de los muertos al Sheol —un agujero subterrestre en que reina una siniestra oscuridad, “la tierra de la que no se retornaba”, de la escatología mesopotámica— y que desembocaría en la escatología del reino mesiánico» (p. 194). Como señala S. G. F. Brandon, «la lógica de tal escatología aconsejaba obviamente una concentración de la atención sobre la vida en este mundo presente, pues quedaba cortada toda esperanza en una suerte mejor en el siguiente». Se supuso que Yahvé «recompensa al piadoso con larga vida y buena fortuna, y castiga al impío con desastres y rápidamente los cercena» (Man and his destiny in the great religions, 1963. Vid. su sugestiva exposición en pp. 118-129).

Me satisfizo mucho comprobar, diez años después, que este escorzo escatológico de 1991 se corresponde con la línea en que se mueven F/S: la antropología judaíta interpretada como esencialmente unitaria —que excluye la dualidad del arriba y el abajo, como motor de la religiosidad, y el dualismo cuerpo-alma como soporte ontológico de esa dualidad—. En el Israel yahvista, en Judá, en contraposición al Israel septentrional devoto del Elohim de la fuente E del Génesis, latió siempre, aunque inicialmente sólo incoada en la idea de la alianza o pacto, la ideología nacional mesiánica como referente tácito o expreso que fue tomando cuerpo, como lo muestran brillantemente F/S, entre finales del siglo viii y el decurso del siglo vii a. de C., como anticipo frustrado del Reino de Dios centrado en Jerusalén. Las leyendas de la Edad de Oro protagonizadas por David y Salomón retroalimentaron un destino que fue real y genuino pero utópico, como todas las construcciones religiosas. En el periodo persa del post-exilio —siglos v y iv a. de C.—, el texto de la Biblia hebrea se revisa meticulosamente, se reajusta y se completa, por obra sobre todo del sacerdote Ezra, el «segundo Moisés» por su saber sacerdotal y el rigor de su ideología yahvista, además de su sensibilidad para las nuevas necesidades de la teocracia del Templo. Él y Nehemías continuaron el ideal de purificación espiritual y estricto monoteísmo que había impulsado el rey Josías antes del Exilio.

Aquí radica el eje de inflexión del modelo ideológico y cronológico que proponen F/S; pero este modelo afecta, en alguna medida, a todos los aspectos esenciales, y también a algunos rasgos menores, de la historia de Israel. En el ámbito de este objeto de estudio, me atrevo a decir que la obra de I. Finkelstein y N. A. Silberman no presenta menor relevancia crítica que la de S. G. F. Brandon, The Fall of Jerusalem and the Christian Church (1951) o la de R. Bultmann, Theologie des Neuen Testaments (1953), para sus temas de estudio en su día. Se trata de un libro perfectamente pensado y estructurado, escrito con gran amenidad, e impresionante por su erudición y su sagacidad en el manejo de las fuentes. José Luis Gil Aristu ha realizado una excelente traducción al castellano. Los autores comienzan narrando los avatares de una familia que, según va creciendo el relato, se transforma en la historia de una nación —más que un pueblo, porque esas enigmáticas tribus nómadas tuvieron en los recesos de su mente, desde los orígenes, la ambición de un gran destino por su magnitud política—. La tarea del historiador de los conocidos como hebreos consiste en formular una extensa lista de grandes interrogantes: ¿Dónde y cuándo aparecieron?, ¿existieron los Patriarcas?, ¿tuvo lugar el éxodo?, ¿hubo una conquista violenta de Canaán y cuándo?, ¿reinaron realmente David y Salomón sobre opulentos Estados?, ¿cuándo y quiénes redactaron la Biblia que conocemos hoy?, ¿cuándo y cómo se instaura el monoteísmo judío?… F/S van pacientemente devanando la heteróclita madeja del material acumulado y seguidamente, con asombroso discernimiento y poderoso rigor deductivo, van clasificando los hilos y tejiéndolos en el telar de su prodigioso talento de tejedores de la historia, que el lector va asimilando sin mayor esfuerzo, aunque con avidez y pasión. Nada está dicho definitivamente, y perduran tantas incógnitas como certezas, porque ésa es la grandeza y miseria del historiador. Pero el tesoro obtenido es ya gratificante e inmenso.

F/S nos entregan la clave de sus tesis en este texto: «Hacia el final del siglo vii a. de C., durante unas pocas décadas extraodinarias de ebullición espiritual y agitación política, un grupo inverosímil de funcionarios de la corte, escribas, sacerdotes, campesinos y profetas judaítas se unió para crear un movimiento nuevo cuyo núcleo fueron unos escritos sagrados dotados de un genio literario y espiritual sin parangón, un relato épico entretejido a partir de un conjunto asombrosamente rico de escritos históricos, memorias, leyendas, cuentos po­pulares, anécdotas, propaganda monárquica, profecía y poesía antigua. Aquella obra maestra de literatura —en parte, una composición original, y, en parte también, una adaptación de versiones y fuentes anteriores— sería objeto de un nuevo trabajo de edición y elaboración hasta convertirse en ancla espiritual no sólo de los descendientes del pueblo de Judá, sino también de comunidades extendidas por todo el mundo» (p. 1, c.m.). Así, «los dirigentes jerusalemitas del si­glo vii a. de C., encabezados por el rey Josías —descendiente del rey David en la decimosexta generación—, declararon anatema cualquier rastro de culto extranjero, considerándolo, de hecho, causa de las calamidades que afectaban a Judá por aquellas fechas, y emprendieron una vigorosa campaña de purificación religiosa en las zonas rurales, ordenando la destrucción de santuarios y declarándolos origen del mal. A partir de ese momento, el Templo de Jerusalén […] se­ría reconocido como el único lugar legítimo de culto para el pueblo de Israel. Con aquella innovación habría nacido el monoteísmo moderno» (p. 2, c.m.). El «monoteísmo» israelita es la adoración bíblicamente ordenada de un Dios en un lugar, el Templo, imbuido de una santidad especial, y fue formalizado así en tiempos de Josías como expresión de ideas deuteronómicas tardías. Esta revolución religiosa fue impulsada por ambiciones políticas judaítas a fin de «hacer del Templo y el palacio de Jerusalén el centro de un extenso reino panisraelita, plasmación del legendario Israel unificado de David y Salomón» (ibíd., c.m.).

Esta revolución indujo, a su vez, un giro radical en la correspondiente visión de la historia de Israel que nos ofrecen F/S, apoyada en sólidas bases literarias y arqueológicas, y una regla metodológica elemental pero muy olvidada: «intentar separar historia y leyenda» para averiguar «no sólo cuándo fue escrita la Biblia, sino también por qué se escribió y por qué sigue teniendo una fuerza tan grande en nuestros días» (pp. 3-4, c.m.). Responder a la primera pregunta exige delimitar y analizar el proceso dilatadísimo que corre aproximadamente durante seiscientos años — desde 1000 hasta 400 a. de C.—, y éste es el trabajo que F/S han realizado con maestría. Como es bien sabido, llamamos Biblia a una suma de escritos dispares y pertenecientes a géneros literarios diversos, en total formando treinta y nueve libros. Recordémoslos: la Tora o Pentateuco —los cinco libros falsamente atribuidos a Moisés y titulados Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio—; Profetas —compuesto por los profetas antiguos, Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes, los cuales cuentan la historia de los israelitas desde el paso del Jordán y la conquista de Canaán hasta su derrota y exilio a manos de asirios y babilonios, y los profetas recientes, que relatan oráculos, doctrinas sociales, acerbas condenas y expectativas mesiánicas, todo lo cual abarca unos trescientos años, desde mediados del siglo viii a. de C. hasta el final del siglo v a. de C.—. Finalmente, Escritos, que son colecciones de homilías, poemas, canciones, proverbios y salmos, muchos de ellos de difícil filiación personal o identificación fáctica. En su mayoría fue compuesta mucho más tarde, entre los siglos v y ii a. de C. —en los periodos persa y helenístico.

Lo que metafóricamente pudo llamarse asalto a la Biblia en su conjunto, y luego específicamente al Nuevo Testamento, se inició abiertamente en la segunda mitad del siglo xvii, para proseguir in crescendo en los siguientes. Una por una fueron desmontándose sus piezas y después destruyéndose «verdades» que se tomaban como indefectibles, definitivas, porque eran la palabra del Dios vivo. Pero no resistieron a la aplicación del método histórico-crítico, que culminó en la demolición definitiva de la pretensión judía y cristiana de que la Biblia contenía la revelación divina del origen y del sentido del universo. Los escombros de esta demolición todavía siguen venerándose por multitud de gentes como verdades absolutas para las que se erigieron templos, iglesias o sinagogas, se compusieron tratados, se definieron dogmas y se promulgaron códigos, todo ello bien sustentado en poderosas instancias económicas, sociales, políticas y culturales. ¿Por qué esta pervivencia?… En mis libros he procurado responder.

Por lo que concierne a la Biblia hebrea, la obra de F/S representa hoy por hoy la cima de la referida labor crítica independiente, pese a su condición de judíos, y constituye un golpe de consecuencias, en mi opinión, irreversibles para la fe religiosa de quienes aún siguen obnubilados por la tradición. Dos escuelas, una francesa y la otra anglosajona, defienden encarnizadamente esa tradición: la que se congrega en torno a la École Biblique de Jerusalén, y la que se reúne bajo la influencia de la American School of Oriental Research, también de Jerusalén. Por supuesto, no son ni los únicos centros ni los únicos investigadores del campo creyente, pero son muy representativos en el ámbito académico. F/S, aunque se mantienen distantes de la polémica religiosa, no pueden dejar de interrogarse por la cuestión de la fe en el contexto de sus tesis. Al plantear a fondo el discutido asunto relativo a la inexistencia real de los grandes patriarcas que presenta la Biblia, y yendo más allá de la evidencia científica, F/S escriben: «Sin embargo, había algo mucho más profundo, mucho más íntimamente ligado a la moderna creencia religiosa, que impulsaba a los estudiosos a buscar a los patriarcas “históricos”. Muchos de los primeros arqueólogos bíblicos habían recibido una formación clerical o teológica. Estaban convencidos por su fe de que la promesa de Dios a Abraham, Isaac y Jacob —la primogenitura del pueblo judío, transmitida a los cristianos, según explicaba el apóstol Pablo en su carta a los gálatas— era real. Y, si lo era, había sido hecha, probablemente, a unas personas reales y no a creaciones imaginarias de la pluma de algún antiguo escriba anónimo» (p. 38).

Efectivamente, son tan hondas las raíces de la fe adquirida en la edad infantil e ininterrumpidamente alimentada, cultivada y pseudo-racionalizada durante tantísimos años, que solamente un arduo proceso de dilucidación intelectual o especialísimas experiencias personales —siempre sujetas a hipotecas de los afectos y los temores—, que además encuentren una coyuntura en la que el sujeto alcance una disposición anímica resuelta, una decidida voluntad de decisión, que le permitan asumir un criterio propio, no mediatizado por factores ajenos, para zanjar del lado de la evidencia racional las dudas de fe, hacen posible el abandono de viejas creencias imposibles. F/S mencionan fugazmente dos casos eminentes de contumacia en las creencias. Roland de Vaux, director de la mencionada escuela francesa, escribía que «si la fe histórica de Israel no está fundada en la historia, será errónea, y, por tanto, también lo será nuestra fe». La deducción es impecable, pero su perseverancia en la fe queda incólume y exenta de duda, pero no por motivos científicos —él conocerá muchos motivos para dudar—, sino por un parti pris fideísta. William F. Albright, director de la antedicha escuela americana, insiste en que, «en conjunto, el cuadro pintado por el Génesis es histórico, y no hay razón para dudar de la exactitud general de los detalles biográficos» (p. 38). El texto citado de De Vaux es de 1978, el de Albright de 1961, pero ambos anticipan implícitamente un mentís a la obra de F/S. Estos últimos no mencionan este pasaje que transcribo de Albright, que dice que «en contraste con estos otros pueblos [cita prácticamente todos los pueblos de la Antigüedad desde Egipto a Roma], los israelitas preservaron un cuadro inusualmente claro de comienzos simples, de complejas migraciones y de vicisitudes extremas, que los arrojaron desde su favorable situación bajo José a la amarga opresión tras su muerte. Hasta recientemente, estuvo de moda entre los historiadores biblistas tratar las sagas patriarcales del Génesis como si fueran creaciones artificiales de tribus israelitas de la monarquía dividida o cuentos dichos por rapsodas imaginativos alrededor de fogatas de campamentos durante los siglos siguientes a su ocupación del territorio. Pueden mencionarse nombres eminentes entre los sabios (scholars) para mirar cada punto del Génesis 11-50 como reflejo de una invención tardía, o al menos como retroacción de condiciones y eventos bajo la monarquía en el remoto pasado, respecto de lo que nada se pensó haber sido realmente conocido a los escritores posteriores» (The Biblical Period from Abraham to Ezra: An Historical Survey, 1963 rev. ed., p. 1, c.m.). El libro de F/S explica con un convincente tren de argumentos cómo se efectuó esa retroacción o retroyección a que alude Albright como inverosímil. ¿Los De Vaux y los Albright digerirán estos resultados o simplemente replicarán con el arsenal de estereotipos bíblicos ya conocidos?…

El proyecto de la monarquía expansiva y teocrática de Josías y su círculo, en la que Jerusalén figuraba como centro político y religioso de Judá y aglutinador de todas las tierras de Israel, tuvo sus años contados. Asirios y babilonios destruyeron sin piedad por las armas y pusieron fin a los sueños de epopeya nacional del pueblo elegido y a la hegemonía intelectual del estricto monoteísmo yahvista. El desas­tre total sellado por la política exterminadora de Nabucodonosor no sólo era de orden material, sino que planteó al pueblo judío un gravísimo problema moral y de fe. Yahvé, cuando su reino estaba más cerca de cumplir más sincera y fielmente su parte de las promesas en la Alianza con su Dios, lo castigaba cruelmente dejando que un idolátrico imperio extranjero lo arrasara hasta los cimientos. ¿Era Yahvé un Dios débil, impotente, que ponía en juego la verdad de la teología? o ¿era Yahvé un Dios cruel, injusto, que ponía sobre la mesa la verdad de la teodicea?… Problema insoluble. El pueblo judío hubo de lanzarse a una paulatina reconversión mental y moral. F/S han tratado magistralmente la reconstitución de la fe judía durante y después de la cautividad babilónica, y el retorno intermitente y desigual del Judá exiliado. «Una de las principales funciones de la elite sa­cerdotal en la Jerusalén posterior al exilio —escriben— fue, ade­más de la realización de nuevos sacrificios y ritos de purificación, la producción continua de literatura y escritos para mantener unida la comunidad y determinar sus normas frente a los pueblos del entorno» (p. 340). Pero esta difícil y compleja tarea tenía ahora que llevarse a cabo sin una cobertura política monárquica. Israel había pasado a ser una comunidad sin soberanía; en términos políticos, como un pueblo pariah; y, por consiguiente, su plena reconstitución nacio­nal era harto problemática. No bastaba con restaurar el Templo, expresión material de la realeza de Yahvé, y para cuya construcción la ayuda de los persas fue conspicua. Era indispensable reordenar la institución sacerdotal y fortalecer la economía y la administración. En lo que se conoce en lenguaje religioso como periodo intertestamentario, ya en intensa helenización, la historia judía fue azarosa y caótica, sobre todo en los siglos ii y i a. de C. y i d. de C., que vieron la eclosión súbita de la idea ya antigua del mesianismo político-religioso en una versión más espiritualista y utópica del reino davídico, teñida ya de un predominante tinte escatológico. Los romanos consiguieron lo que desearon los alejandrinos; y una política de confusión inextricable y de desesperación condujo al golpe definitivo que infligió a Israel el poderío militar de Roma en el año 70 d. de C. La derrota del año 135 archivó el problema judío para el Imperio. Pero, revestido con la pompa de un sedicente Verus Israel, el cristianismo irrumpió como una fuerza que pudo haber sido la ejecutora de la venganza judía contra Roma, pero por algo que llamamos «azar», aunque no es más que nuestra «sorpresa», esa posible expectativa de venganza, vista ex post, generó, por un espectacular saltus del devenir histórico, una nueva religión cargada de helenismo y de semitismo, de paganismo y de judaísmo, que encontró en las grietas de un imperio en decadencia el hábitat propicio para un parasitismo transitorio y una hegemonía finalmente incontestada de la Iglesia católica.

Como he anticipado en páginas atrás, F/S no se pronuncian sobre si la Biblia es un verdadero mensaje de Dios. Su libro elude deliberadamente la cuestión. Pero sus enseñanzas, para cualquier lector perspicaz que se ciña al significado de las mismas, no puede caber duda de que encierran implicaciones de sentido negativo.

Gonzalo Puente Ojea

Nota del traductor: Los topónimos y los nombres propios de persona (incluidos los de divinidades y personajes míticos o legendarios) se han tomado de la traducción de la Biblia dirigida por Luis Alonso Schökel (Ediciones Mensajero), el Nuevo diccionario de la Biblia, de Geoffrey Wigoder (ed.) (Taller de Mario Muchnik) y el Diccionario histórico del antiguo Egipto, de César Vidal Manzanares (Alianza Editorial). Para la traducción de los textos bíblicos se reproduce ad litteram la versión de la Nueva Biblia Española.

Agradecimientos

La idea de este libro nació hace casi ocho años durante un apacible fin de semana con nuestras familias en la costa del Estado de Maine. El debate sobre la fiabilidad histórica de la Biblia comenzaba a ser objeto una vez más de una atención considerable fuera de los ámbitos académicos y caímos en la cuenta de la necesidad de un libro actualizado sobre este tema dirigido a todo tipo de lectores. En él expondríamos lo que considerábamos pruebas arqueológicas e históricas convincentes para entender de una nueva manera el origen del antiguo Israel y la aparición de sus textos históricos sagrados.

En los años transcurridos desde entonces, el conflicto arqueológico acerca de la Biblia se ha ido enconando más y más. En algunos momentos y lugares ha degenerado en ataques personales y acusaciones de motivaciones políticas ocultas. ¿Tuvo lugar el éxodo? ¿Hubo una conquista de Canaán? ¿Reinaron realmente David y Salomón sobre un extenso imperio? Preguntas como éstas han atraído la atención de periodistas y comentaristas del mundo entero. Y el debate público sobre cada una de ellas ha ido a menudo más allá de las fronteras de la arqueología académica y la crítica bíblica, y han entrado en los terrenos acaloradamente controvertidos de la teología y las creencias religiosas.

A pesar de las pasiones provocadas por este asunto, creemos que una nueva evaluación de los descubrimientos realizados en anteriores excavaciones y los continuos hallazgos obtenidos de yacimientos nuevos han evidenciado que los estudiosos deben abordar ahora los problemas de los orígenes bíblicos y de la antigua sociedad israelí desde una perspectiva totalmente nueva. En los capítulos siguientes presentaremos pruebas dirigidas a confirmar esta opinión y reconstruir una historia muy distinta del antiguo Israel.

Antes de empezar debemos hacer algunas observaciones sobre fuentes y transliteraciones. Todas las citas del texto bíblico que aparecen en la obra original, en inglés, están tomadas de la traducción de la Biblia hebrea conocida como Revised Standard Version (RSV). [Para la edición en castellano se ha recurrido a la traducción de la Biblia dirigida por Luis Alonso Schökel]. Aunque al referirnos a los nombres del Dios de Israel en las citas hemos seguido la RSV, en nuestro texto hemos utilizado el nombre de YHWH para designar el tetragrámaton, o nombre explícito de Dios, que en la RSV aparece representado por la palabra Lord («Señor»,), mientras que Elohim o Elohei se traduce por el término «Dios».

Respecto a la cronología bíblica, plagada de incertidumbres e inseguridades, hemos decidido que la mejor manera de hallar una correspondencia con la realidad arqueológica sacada a la luz consiste en una combinación de sistemas de datación: desde el comienzo de la monarquía israelita hasta los tiempos de Ajab seguimos las fechas establecidas en Gershon Galil, TheChronology of the Kings of Israel and Judah (Leiden, 1996). Para las fechas de los reinados siguientes de los reyes de Israel y Judá nos atenemos al artículo «Chronology», de Mordecai Cogan, del Anchor Bible Dictionary (Nueva York, 1992). Persisten, por supuesto, muchas de las incertidumbres (referentes a las fechas precisas de los primeros reyes, posteriores corregencias y contradicciones existentes en el material bíblico), pero, en general, consideramos ese esquema cronológico digno de crédito para los objetivos de esta obra de carácter general.

La reanudación de las excavaciones de Tel Megiddo, emprendida por la Universidad de Tel Aviv en colaboración con la del Estado de Pensilvania, nos ha brindado una oportunidad singular para pensar, reflexionar y discutir con nuestros colegas sobre el material contenido en el presente libro. Nos gustaría extender nuestro especial agradecimiento a los demás codirectores de la Expedición Megiddo, los profesores David Ussishkin y Baruch Halpern, y a los numerosos miembros de su equipo, tanto directivos como no directivos, que han desempeñado durante años una función tan importante en las excavaciones y en la labor académica más amplia de la arqueología bíblica.

La investigación y primera redacción del libro fueron realizadas por Israel Finkelstein durante un año sabático en París, y por Neil Asher Silberman en New Haven. El profesor Pierre de Miroschedji, compañero y amigo, contribuyó a que el tiempo pasado en París fuera productivo y grato. Durante la redacción del libro, la biblioteca del Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv, las del Institut Catholique, el Centre d’Archéologie Orientale de la Sorbona y la Section des Etudes Sémitiques del Collège de France de París, la Sterling Memorial Library y la biblioteca de la Yale Divinity School nos proporcionaron excelentes servicios para nuestra investigación.

Estamos profundamente agradecidos a Judith Dekel, del Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv, que preparó los mapas, diagramas y dibujos que aparecen en el libro.

Los profesores Baruch Halpern, Nadav Naaman, Jack Sasson y David Usshiskin se han mostrado generosos con sus consejos y su conocimiento. Nos han sido de gran provecho las preguntas planteadas (y respondidas) en muchas llamadas telefónicas a altas horas de la noche a Nadav Naaman y Baruch Halpern, que nos ayudaron a solventar los complejos problemas de las redacciones y la historia bíblicas. Baruch leyó y discutió con nosotros, además, los primeros borradores de muchos capítulos. Queremos dar las gracias a éstos y a todos los demás amigos y colegas a quienes hemos consultado, aunque reconocemos que la responsabilidad del resultado final es nuestra por entero.

En Nueva York, nuestra agente literaria, Carol Mann, guió con destreza el proyecto desde la idea inicial hasta su publicación. De las personas que trabajan en Free Press, queremos agradecer a Daniel Freedberg, ayudante de edición, su eficiencia y constante ayuda en cada una de las fases del trabajo. Bruce Nichols, editor en jefe, ha sido desde el primer momento un apoyo entusiasta e infatigable para este libro. Nuestro manuscrito mejoró enormemente durante su elaboración gracias a sus perspicaces ideas y a su habilidad editorial.

Finalmente, nuestras familias —Joëlle, Adar y Sarai Finkelstein, y Ellen y Maya Silberman— son merecedoras de una gran parte de los méritos por su amor, paciencia y buena disposición para renunciar a muchas salidas de fin de semana y fiestas familiares mientras el libro iba tomando forma. Sólo nos queda esperar que el resultado de nuestros esfuerzos justifique la confianza que pusieron en nosotros —y en nuestra idea de una obra sobre arqueología y Biblia, que comenzó a formarse en su presencia hace sólo unos pocos años.

I. F.

N. A. S.

Prólogo

En tiempos del rey Josías

El mundo donde se creó la Biblia no era un territorio mítico de grandes ciudades y héroes santos, sino un reino minúsculo y terrenal en el que la gente luchaba por su futuro enfrentándose al miedo, tan sumamente humano, a la guerra, la pobreza, la injusticia, la enfermedad, la hambruna y la sequía. La epopeya histórica contenida en la Biblia —desde el encuentro de Abraham con Dios y su marcha a Canaán hasta la liberación de la esclavitud de los hijos de Israel por Moisés y el auge y la caída de los reinos de Israel y Judá— no fue una revelación milagrosa, sino un magnífico producto de la imaginación humana. Según dan a entender los hallazgos arqueológicos, comenzó a concebirse hace unos veintiséis siglos, en un periodo de dos o tres generaciones. Su lugar de nacimiento fue el reino de Judá, una región de pastores y agricultores escasamente poblada y gobernada desde una remota ciudad real encaramada precariamente sobre un estrecho resalte entre empinados barrancos rocosos en el corazón de la serranía.

Hacia el final del siglo vii a. de C., durante unas pocas décadas extraordinarias de ebullición espiritual y agitación política, un grupo inverosímil de funcionarios de la corte, escribas, sacerdotes, campesinos y profetas judaítas se unió para crear un movimiento nuevo cuyo núcleo fueron unos escritos sagrados dotados de un genio literario y espiritual sin parangón, un relato épico entretejido a partir de un conjunto asombrosamente rico de escritos históricos, memorias, leyendas, cuentos populares, anécdotas, propaganda monárquica, profecía y poesía antigua. Aquella obra maestra de literatura —en parte, una composición original y, en parte también, una adaptación de versiones y fuentes anteriores— sería objeto de un nuevo trabajo de edición y elaboración hasta convertirse en ancla espiritual no sólo de los descendientes del pueblo de Judá, sino también de comunidades extendidas por todo el mundo.

El núcleo histórico de la Biblia nació en el bullicio de las atestadas calles de Jerusalén, en los patios del palacio real de la dinastía davídica y en el Templo del Dios de Israel. En fuerte contraste con los incontables santuarios de Oriente Próximo y su buena disposición ecuménica para mantener relaciones internacionales mediante la veneración de deidades y símbolos religiosos de sus aliados, el Templo de Jerusalén se mantuvo porfiadamente solo. Como reacción a la rapidez y amplitud de los cambios provocados en Judá desde fuera, los dirigentes jerusalemitas del siglo vii, encabezados por el rey Josías —descendiente del rey David en la decimosexta generación—, declararon anatema cualquier rastro de culto extranjero, por considerarlo, de hecho, causa de las calamidades que afectaban a Judá por aquellas fechas, y emprendieron una vigorosa campaña de purificación religiosa en las zonas rurales, ordenando la destrucción de santuarios y declarándolos origen del mal. A partir de ese momento, el Templo de Jerusalén, con su santuario interior —el sancta sanctorum—, el altar y los patios circundantes, situado en lo alto de la ciudad, sería reconocido como el único lugar legítimo de culto para el pueblo de Israel. Con aquella innovación había nacido el monoteísmo moderno1. Al mismo tiempo se dispararon las ambiciones políticas de los dirigentes de Judá. Su objetivo fue hacer del Templo y el palacio real de Jerusalén el centro de un extenso reino panisraelita, plasmación del legendario Israel unificado de David y Salomón.

¡Qué extraña resulta la idea de que Jerusalén no ocupó el centro de la conciencia israelita hasta fechas tardías —y de manera súbita—! La fuerza del relato de la propia Biblia es tan grande que ha convencido al mundo de que Jerusalén fue siempre esencial en la experiencia de todo Israel y de que los descendientes de David estuvieron bendecidos siempre con una especial santidad, en vez de ser simplemente otro clan aristocrático más que luchaba por mantenerse en el poder a pesar de las rivalidades intestinas y de unas amenazas externas desconocidas hasta entonces.

¡Qué minúscula le habría parecido su ciudad real a un observador moderno! La superficie edificada de Jerusalén en el siglo vii a. de C. cubría una zona que no superaba las sesenta hectáreas, la mitad, más o menos, del tamaño de la actual ciudad antigua. El aspecto que le conferiría su población, de unos quince mil habitantes, le haría parecer apenas algo más que una pequeña ciudad comercial de Oriente Próximo apiñada tras sus muros y sus puertas, con bazares y casas arracimadas al oeste y el sur de un modesto conjunto de edificios formados por el palacio real y el Templo. Y, sin embargo, Jerusalén no había alcanzado tales dimensiones hasta ese momento. Sus costuras estallaban en el siglo vii con una abultada población de funcionarios regios, sacerdotes, profetas, refugiados y campesinos desplazados. Pocas ciudades de cualquier época histórica se han sentido tan intensamente convencidas de su historia, identidad, destino y relación directa con Dios.

Estas nuevas ideas sobre la antigua Jerusalén y las circunstancias que dieron lugar al nacimiento de la Biblia se deben en gran parte a los recientes descubrimientos arqueológicos. Sus hallazgos han revolucionado el estudio del antiguo Israel y han arrojado serias dudas sobre el fundamento histórico de relatos bíblicos tan famosos como las andanzas de los patriarcas, el éxodo de Egipto y la conquista de Canaán y el glorioso imperio de David y Salomón.

Este libro se propone contar la historia del antiguo Israel2 y el nacimiento de sus sagradas escrituras desde una perspectiva arqueológica nueva. Nuestro objetivo será intentar separar historia y leyenda. Utilizando las pruebas de los recientes hallazgos construiremos una nueva historia del antiguo Israel en la que algunos de los sucesos y personajes más famosos mencionados en la Biblia representarán unos papeles inesperadamente diferentes. Sin embargo, en última instancia, nuestro propósito no es meramente deconstructivo, sino que pretende compartir los conocimientos arqueológicos más recientes —ignorados todavía en gran parte fuera de los círculos académicos— no sólo sobre cuándo fue escrita la Biblia, sino también sobre por qué se escribió y por qué sigue teniendo una fuerza tan grande en nuestros días.

1 Al hablar de «monoteísmo» israelita nos referimos al culto a un Dios en un único lugar dotado de una especial santidad —el Templo de Jerusalén—, según el mandato bíblico. La bibliografía académica moderna ha reconocido una amplia gama de modos de culto en los que la creencia en un solo dios es fundamental pero no exclusiva (lo que significa que aparece acompañado de deidades secundarias y diversos seres celestiales). Reconocemos que el culto al Dios de Israel durante el periodo final de la monarquía y mucho tiempo después iba unido por regla general a la veneración a un séquito divino, además de a otros seres del cielo. Pero, según nuestra propuesta, en tiempos de Josías, debido a las ideas deuteronomistas, se produjo un movimiento decisivo hacia el monoteísmo moderno.

2 A lo largo del presente libro utilizamos el nombre de «Israel» en dos sentidos diferentes y alternativos: como nombre del reino del norte y como denominación colectiva para la comunidad de todos los israelitas. En la mayoría de los casos, empleamos la expresión «reino de Israel» para referirnos al reino del norte, y la de «antiguo Israel» o «pueblo de Israel» para aludir a la comunidad en general.

Introducción

La arqueología y la Biblia

La descripción de cómo y por qué se escribió la Biblia —y de cómo encaja en la extraordinaria historia del pueblo de Israel— está estrechamente ligada a una fascinante crónica de descubrimientos realizados en la época actual. La búsqueda se ha centrado en un país minúsculo constreñido en dos de sus lados por el desierto, y en un tercero por el Mediterráneo, asolado durante milenios por sequías reiteradas y una actividad bélica casi continua. Sus ciudades y su población eran diminutas en comparación con las de los imperios vecinos de Egipto y Mesopotamia. Su cultura material fue igualmente pobre, comparada con el esplendor y la exuberancia de la de aquéllos. Y, sin embargo, fue la cuna de una obra maestra de la literatura que, como escritura e historia sagradas, ha ejercido sobre la civilización del mundo un influjo sin igual.

Más de doscientos años de minuciosos estudios del texto bíblico hebreo y una exploración cada vez más amplia emprendida en todos los países ubicados entre el Nilo, el Éufrates y el Tigris nos han permitido comenzar a entender cuándo, por qué y cómo comenzó a existir la Biblia. Un análisis detallado de su lengua y sus géneros literarios específicos ha llevado a los estudiosos a identificar las fuentes orales y escritas en que se basó su actual texto. Al mismo tiempo, la arqueología ha generado un conocimiento asombroso y casi enciclopédico de las condiciones materiales, lenguas, sociedades y procesos históricos de los siglos en que fueron cristalizando gradualmente las tradiciones del antiguo Israel a lo largo, aproximadamente, de seiscientos años —de alrededor de 1000 a 400 a. de C.—. Pero lo más importante de todo es que el conocimiento textual y las pruebas arqueológicas se han conjuntado para ayudarnos a distinguir entre la fuerza y la poesía del relato bíblico y los acontecimientos y procesos más prosaicos de la historia antigua de Oriente Próximo.

El mundo de la Biblia no ha sido tan accesible ni se ha explorado con tanta minuciosidad desde tiempos antiguos. En la actualidad, gracias a las excavaciones arqueológicas, sabemos qué plantas cultivaban los israelitas, qué comían, cómo construían sus ciudades y con quiénes comerciaban. Se han identificado y sacado a la luz docenas de ciudades y pueblos mencionados en la Biblia. Se han utilizado métodos modernos de excavación y un gran número de pruebas de laboratorio para fechar y analizar las civilizaciones de los antiguos israelitas y sus vecinos, filisteos, fenicios, arameos, amonitas, moabitas y edomitas. En algunos casos se han descubierto inscripciones y sellos que pueden vincularse directamente a individuos mencionados en el texto bíblico. Pero eso no significa que la arqueología haya demostrado la veracidad del relato de la Biblia en todos sus detalles. Ni mucho menos: ahora es evidente que muchos sucesos de la historia bíblica no ocurrieron ni en la época concreta mencionada ni de la manera en que se describen. Es evidente que algunos de los acontecimientos de la Biblia no sucedieron, sencillamente, nunca.

La arqueología nos ha ayudado a reconstruir la historia oculta tras la Biblia tanto en lo referente a los grandes reyes y reinos como a las formas de la vida cotidiana. Y, tal como explicaremos en los capítulos siguientes, hoy sabemos que los primeros libros bíblicos y sus famosos relatos de la historia primitiva de Israel fueron compilados (y compuestos, en algún sentido fundamental) en un lugar y un momento identificables: en Jerusalén, en el siglo vii a. de C.

¿Qué es la Biblia?

Veamos, en primer lugar, algunas definiciones básicas. Cuando hablamos de la Biblia nos referimos, ante todo, al conjunto de escritos antiguos conocidos desde hace mucho tiempo como Antiguo Testamento —a los que los estudiosos se refieren actualmente con la expresión de Biblia hebrea—. Se trata de una recopilación de textos legendarios, legales, poéticos, proféticos, filosóficos e históricos escrita casi por completo en hebreo (con algunos pasajes en una variedad dialectal semítica llamada arameo, que a partir de 600 a. de C. se convirtió en lengua franca de Oriente Próximo). Está compuesta por treinta y nueve libros divididos originalmente por temas o autores —o, en el caso de libros de mayor tamaño, como el 1 y el 2 de Samuel, el 1 y el 2 de los Reyes y el 1 y el 2 de las Crónicas, en función de la longitud normal de los rollos de pergamino o papiro—. La Biblia hebrea es la escritura fundamental del judaísmo, la primera parte del canon cristiano y una abundante fuente de alusiones y enseñanzas éticas del Islam trasmitidas a través del texto del Corán. Tradicionalmente, la Biblia hebrea se ha dividido en tres partes principales (Figura 1).

La Tora —conocida también como los Cinco Libros de Moisés, o Pentateuco (en griego, «cinco libros»)— incluye el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio. Cuenta la historia del pueblo de Israel desde la creación del mundo y la época del diluvio y los patriarcas hasta el éxodo de Egipto, la travesía del desierto y la entrega de la Ley en el Sinaí. La Tora concluye con el adiós de Moisés al pueblo de Israel.

La siguiente parte, los Profetas, está dividida en dos grupos principales de escritos. Los profetas anteriores —Josué, Jueces, Samuel 1 y 2 y Reyes 1 y 2— nos cuentan la historia del pueblo de Israel desde el paso del Jordán y la conquista de Canaán hasta su derrota y exilio a manos de los asirios y babilonios, pasando por el auge y la caída de los reinos israelitas. Los profetas posteriores contienen los oráculos, doctrinas sociales, condenas acerbas y expectativas mesiánicas de un variado grupo de individuos inspirados que abarcan un periodo de unos trescientos cincuenta años, desde mediados del siglo viii a. de C. hasta el final del siglo v a. de C.

Finalmente, los Escritos son una colección de homilías, poemas, oraciones, proverbios y salmos que representan las expresiones más memorables y poderosas de la devoción del israelita corriente en momentos de alegría, crisis, culto y reflexión personal. En la mayoría de los casos, resulta sumamente difícil vincularlos a algún suceso o autor concreto. Son producto de un proceso continuo de composición que se extiende a lo largo de cientos de años. Aunque el material más antiguo de esta colección (presente en los Salmos y las Lamentaciones) pudo haber sido recopilado en los últimos días de la monarquía o poco después de la destrucción de Jerusalén, en 586 a. de C., la mayoría de los Escritos fueron compuestos, al parecer, mucho más tarde, a partir del siglo v al ii a. de C. —en los periodos persa y helenístico.

Figura 1. Libros de la Biblia hebrea.

Nuestro libro examina las principales obras «históricas» de la Biblia, sobre todo la Tora y los Profetas antiguos, que narran la epopeya del pueblo de Israel desde sus comienzos hasta la destrucción del Templo de Jerusalén (586 a. de C.). En él comparamos ese relato con la abundancia de datos arqueológicos recogidos a lo largo de las últimas décadas. El resultado es el descubrimiento de una fascinante y compleja relación entre lo que realmente ocurrió en el país de la Biblia durante el periodo bíblico (con la máxima precisión posible) y los conocidísimos detalles del complejo relato histórico contenido en la Biblia hebrea.

Del Edén a Sión

El meollo de la Biblia hebrea está constituido por un relato épico que describe la aparición del pueblo de Israel y su continua relación con Dios. A diferencia de otras mitologías de Oriente Próximo, como las narraciones egipcias de Osiris, Isis y Horus o la epopeya mesopotámica de Gilgamesh, la Biblia está firmemente cimentada en una historia terrenal. Es un drama a lo divino representado ante los ojos de la humanidad. Asimismo, a diferencia de las historias y crónicas monárquicas de otras naciones antiguas de Oriente Próximo, no se limita a celebrar el poder de la tradición y las dinastías reinantes, sino que nos ofrece una visión compleja y, sin embargo, clara de cómo se ha desplegado la historia para el pueblo de Israel —y, en realidad, para el mundo entero— siguiendo unas pautas vinculadas directamente a las exigencias y promesas de Dios. El pueblo de Israel es un actor fundamental en esta obra dramática. Su comportamiento y adhesión a los mandamientos de Dios determinan la dirección en que correrá el flujo de la historia. Al pueblo de Israel —y por medio de él, a todos los lectores de la Biblia— le compete determinar el destino del mundo.