La Biblia Latinoamérica - Marcelo Eduardo Lavayen Juan - E-Book

La Biblia Latinoamérica E-Book

Marcelo Eduardo Lavayen Juan

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Ya han transcurrido más de 50 años desde que viera la luz la primera edición de La Biblia Latinoamérica, una versión del texto sagrado escrito en el español de América para la gente humilde y sencilla. Merece la pena echar la vista atrás y conocer los inicios, la evolución el éxito de este proyecto, que ha superado los 90 millones de ejemplares distribuidos en el mundo, ha cambiado las vidas de muchas personas y ha abierto el camino a otras ediciones pastorales en muchos otros lugares del mundo. En un estilo ágil y dinámico, y después de una ardua labor de documentación y de entrevistas con algunas personas que fueron protagonistas y testigos del proceso de creación de esta Biblia, el autor relata las vicisitudes que tuvieron que pasar Ramón Ricciardi y Bernardo Hurault, dos curas franceses, en el sur empobrecido de Chile, para hacer realidad su proyecto, y repasa la historia de esta Biblia Latinoamérica.

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Marcelo E. Lavayen Juan

La Biblia

Latinoamérica

La Palabra en manos de los humildes

© SAN PABLO 2023 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Marcelo Eduardo Lavayen Juan, 2023

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-285-6912-5

Depósito legal: M. 17.539-2023

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.conlicencia.com).

Presentación

En estas páginas se relata la aventura del proyecto inicial, los primeros intentos y, finalmente, la consistente realización de la traducción de una Biblia, denominada Biblia Latinoamericana1, por obra de un sacerdote diocesano, el padre Bernardo Hurault, y con la colaboración del padre Ramón Ricciardi, hecha con claros criterios de practicidad inmediata, es decir, teniendo muy en cuenta a unos lectores muy concretos con sus características posibilidades de captar y asumir el contenido del libro sagrado. Destinatarios de esta empresa fueron, de hecho, en principio, los creyentes chilenos entre los que se desenvolvía su ministerio pastoral y, en más amplio radio, todos los del área latinoamericana; luego se amplió el panorama a otros países y culturas de Asia y África, sin dejar tampoco de mirar a Europa y a Norteamérica. A primera vista, el plan podría parecer muy sencillo –aunque laborioso– dentro de una supuesta normalidad, pero los avatares de la realización añaden matices muy particulares, dando vivacidad a la empresa.

Entre esas notas vivenciales, cabe destacar, ante todo y en primer lugar, que se trataba de manejar un contenido hondamente delicado por su sublimidad: la Palabra de Dios; después, hemos de tener en cuenta las circunstancias en que brota, germina y da su fruto ubérrimo todo el trabajo emprendido al efecto, sorteando dificultades de toda especie: por la pobreza inicial del protagonista y su pequeño círculo de colaboradores, que no estaban, ni mucho menos, suficientemente preparados: de hecho –como confiesan paladinamente ellos mismos– tendrán que ir progresando y hasta corrigiendo el diseño inicial, aprendiendo del propio quehacer; luego, por los cooperadores elegidos entre la gente sencilla, diríamos «del montón», que confían en el trabajo quizás demasiado ingenuo de unos «chiquillos», que colaboraban en la parroquia, y de un grupito que ayudó en la traducción, llamado de los «abstemios» –y esta calificación contiene ya una nota digamos «discordante»–; más tarde, por la oposición llegada de diversas angulaciones, políticas y también de algunos sectores eclesiales; en fin, por la escasez de medios materiales para realizar el ambicioso y costoso proyecto. Con todo, el plan, que inicialmente parecía una ensoñación, salió a flote, desbordando todas las previsiones y abriéndose aún hoy a panoramas cada vez más amplios.

Protagonista de este sueño realizado fue un sacerdote francés, el padre Bernardo Hurault, con la estimulante colaboración de otro sacerdote connacional suyo, el padre Ramón Ricciardi, misioneros ambos en una zona difícil de Chile, y el fuerte apoyo espiritual –no solo, sino también efectivo y hasta cierto punto profesional– de una religiosa carmelita, la hermana Paulina. De este trío de fuerzas complementarias, subrayando más en concreto el dúo Bernardo-Paulina, se nos da un fino y bien ponderado perfil. Después, obviamente, entrarán otras energías de tipo organizativo y técnico que permitirán dar consistencia a todo el proyecto, destacando el ingente aporte en estrecha sinergia con Ediciones Paulinas (hoy Editorial San Pablo). Es de destacar el gran trabajo llevado a cabo por el padre Francisco Anta en la publicación de las primeras ediciones.

El autor ha recopilado –principalmente sobre el padre Bernardo– datos, matices y aspectos más íntimos acerca de su personalidad y su genio –entendido en las contrastantes acepciones de capacidad creativa pero también de impulsividad y hasta de enojo– que le empujaron a desarrollar el programa inicial, superando incluso ciertas vetas apocalípticas al ver la carrera desenfrenada de la humanidad hacia el desastre, que estaba avanzando con ritmo acelerado hacia las grandes crisis de la tierra. La situación intolerable de la mayoría de los pueblos, debido a un sistema que nadie quiere o puede o sabe cómo reemplazar, grita al cielo... Algunos de estos enfoques se presentan en estas páginas «novelados», en diálogos percibidos como entre bambalinas o apartes teatrales, basados bien en documentación escrita, prevalentemente epistolar, o bien recibidos en confidencias directas, pero siempre imaginándolos con discreta verosimilitud. A esos destellos novelados se añaden amplios testimonios fehacientes de quienes vivieron los momentos iniciales de la iniciativa compartiendo entusiasmos, trabajo y dificultades.

Teniendo que desenvolverse en un ambiente casi desértico para su acción misionera, el protagonista, el padre Bernardo, con sus más estrechos colaboradores, apostó decididamente por hacer llegar la Palabra de Dios a las manos, a los ojos –no solo a los oídos– del pueblo llano, poniéndola todo lo posible a la altura de su capacidad de comprensión. Y ahí saltó la chispa de preparar una adecuada traducción de la Biblia. La empresa empezó a crecer y pronto se presentaron confines casi ilimitados. Los obstáculos con los que la amplitud de la obra chocó fueron como un poderoso resorte o revulsivo para el protagonista, cuya personalidad combativa y carismática quedó retratada en el tenaz y continuo seguimiento de la tarea emprendida, y ya nunca abandonada, cuidando con esmero cada una de las ediciones de LaBiblia Latino-américa, actualizando siempre –aunque fuera a menudo en minuciosos detalles– la traducción y los comentarios.

El padre Bernardo, reconociéndose de carácter duro, exigente, de ser casi por principio «anticlerical» y poco papista, deseaba una profunda reforma en la Iglesia para superar el retraso acumulado durante demasiados siglos, debido en gran parte a la parálisis producida por la obediencia inerte y la abstención frente a toda reflexión crítica. Sobre estas lacras de la Iglesia exhibe una robusta vena crítica, quizás acerada, aunque realista –coincidiendo en algunos trazos con la orientación dada hoy por el papa Francisco–, dejándose llevar por un inalcanzable ideal, a la vez que reconociendo sus propios límites, y poniendo todas sus energías para mejorar la situación, haciendo que la Palabra siga avanzando y sea glorificada (cf 2Tes 1,3). En efecto, con la nueva y continuamente renovada traducción de la Biblia –«popular y entretejida de comentarios pastorales»–, miraba a que el laicado saliera de su condición infantiloide y de estar siempre sometido a la exposición del mensaje por parte de curas y/o monjas, quizás no suficientemente interesados en la tarea. Es la suya una posición paradójica –podría calificarse de profética, a contracorriente e incómoda–, pues él se siente plenamente sacerdote y como tal actúa –si bien alguna vez casi le pesa serlo, por las consecuencias burocráticas que ello implica–, pero tratando siempre de superar el rol tradicional y de abrir nuevos recorridos: no quiere que el sacerdote haga simplemente la lectura de la Biblia ante la asamblea de fieles, sino que la Palabra de Dios esté en las manos, en la casa y en el corazón de todos los creyentes, pues de otra manera no les llegará más que con cuentagotas. La respuesta concreta a esta ambición está en los abundantes sesenta millones de ejemplares difundidos en el arco de tres decenios: desde 1971, fecha de la 1ª edición, semiprovisional, hasta 2005, cuando aparece la 113ª, última revisada y actualizada de su propio puño, poco antes de morir.

Desde la cumbre de estas cifras, que cabría incrementar si consideramos otras publicaciones en cierto modo «laterales» pero no menos incisivas, es el momento de preguntarse de dónde le venía la fuerza para este trabajo titánico, que conllevó un sinnúmero de viajes agotadores, contactos a veces enojosos, atención continua a las situaciones cambiantes, etc. La respuesta –tocando así, aunque sea solo de puntillas, los rasgos más personales, íntimos, del protagonista– radica en su intensa vida de fe, como aparece en su correspondencia con la hermana Paulina y también con otro colaborador, algo más a distancia, pero muy influyente: el padre Thomas Kraft. El padre Bernardo consideraba toda su actividad «obra de Dios», que va combinando los eventos, casi siempre a través de vericuetos, para abrir caminos a la evangelización y la realización del Reino. A la oración asidua confiaba todos sus pasos, reconociendo a la vez sus propios límites: «Es una lástima llevar trabajos tan de Dios y serlo uno tan poco, tan esclavo de los nervios y de la actividad... Fácilmente uno considera de Dios lo que es suyo propio... Solamente sé que el Señor lleva un poco las cosas y espero que hará algo a tiempo para que yo no sea manco al desembocar en la eternidad». Frisamos así en cierta dimensión mística, que se trasluce en su conducta de sujeto polifacético, disponible, comedido, asceta, incansable trabajador, con un cuerpo enjuto, sometido a frecuentes «goteras» pero de espíritu totalmente entregado a la misión que se le había confiado. La llevó fielmente hasta el final.

P. Teófilo Pérez, ssp

1 Nos estamos refiriendo a La Biblia Latinoamérica, usaremos una forma u otra para aludir a la misma obra.

Introducción

En octubre de 2021 recibí una llamada telefónica de un paulino argentino, el padre Rubén Darío Bergliafa. Nos conocimos personalmente en el año 2018, pero lo que nos unía procedía de varios años antes. Es increíble cómo se pueden ir encontrando los «hilos» que unen a dos personas. El punto de unión fue el Seminario menor Nuestra Señora del Rosario del Milagro-Jesús María, en la provincia de Córdoba (Argentina), donde cursé mis tres primeros años del ciclo secundario (los estudios que van de los 13 a los 18 años). Estuve allí en el período de 1976-1978. No compartimos estudios, pues yo me retiré al terminar el tercer año y él se sumó al curso en cuarto.

El encuentro en el que nos conocimos años después fue una celebración con excompañeros. Ese día él ofició la misa para el grupo. Luego tuvimos el tradicional asado argentino, durante el cual conversamos largamente, y regresamos después a Córdoba en el mismo coche. Así las cosas, «pegamos onda», es decir, trabamos amistad inmediatamente en ese encuentro. Él sabía que yo había escrito un par de libros, y como se dedicaba al mundo editorial en la Sociedad San Pablo (SSP), me los pidió.

Así que en octubre de 2021 me llamó para decirme que le trasladaban de Buenos Aires e iba a estar unos meses en la casa paulina de Córdoba capital, donde yo residía entonces. Quería reunirse conmigo lo antes posible. Concretamos una cita y una semana después fui al hermoso predio que posee la SSP en la calle Padre Alberione, en el noroeste de la ciudad.

Después de una buena charla, me comentó que tenía un proyecto por realizar basado en una promesa hecha algunos años atrás, y me invitaba a participar en mi calidad de incipiente escritor. Yo le dije que andaba ocupado con varios temas entre manos, con poco tiempo, pero le agradecía que me tuviera en cuenta y, ya que estábamos juntos, me comentara de qué se trataba.

Y comenzó a contarme: «Por el año 1972, la Editorial San Pablo (entonces Ediciones Paulinas) había publicado una traducción de la Biblia para Latinoamérica. De esa Biblia, casi 50 años después se llevaban difundidos más de 60 millones de ejemplares. Fue traducida a más de diez idiomas, entre ellos el chino. Allá por el año 1976, parte de la Iglesia argentina y la dictadura militar, que gobernaba el país después del golpe de Estado, habían querido prohibirla, acusándola públicamente, en casi todos los medios argentinos, de marxista, comunista y diabólica».

Había captado mi atención.

«Lo más curioso –continuó contándome– es que quienes llevaron adelante la traducción fueron dos curas franceses, ayudados por varias comunidades de gente trabajadora en el sur de Chile. También fue muy importante, en los primeros tiempos de esas traducciones, la colaboración de una monja de clausura, que trabó amistad con uno de los sacerdotes, el padre Bernardo Hurault, hasta la muerte de este, casi 40 años después. Quiero que alguien cuente esa historia y he pensado en ti».

El asunto presentaba muchos argumentos para ser una historia interesante: persecución política y religiosa, amistad, entre un sacerdote y una monja de clausura, éxito editorial... Pero también requeriría un trabajo muy intenso, totalmente ad honorem, es decir, sin gratificación crematística; y dada mi situación en ese momento, yo lo veía absolutamente imposible. Así se lo manifesté, y me respondió: «Te lo piensas, y después hablamos. Mientras, te paso un libro que se hizo en base a las cartas intercambiadas entre la hermana Paulina y el padre Bernardo».

Me fui sin preguntarle qué tipo de promesa había hecho él respecto a este tema.

De camino a casa, me asaltaron algunas preguntas: ¿Qué hacían aquellos curas franceses en Chile? ¿Por qué se habían metido en ese trabajo tan arduo? ¿Cualquiera puede hacer la traducción de una Biblia? ¿Hay más de una versión? Si todas dicen lo mismo, ¿por qué esta concretamente fue tan atacada? ¡Sesenta millones de ejemplares! Pocos libros en el mundo habrán llegado a semejante cantidad.

«La curiosidad mató al gato», suele decirse. Ese fin de semana comencé a leer por «encima», un poco acá y un poco allá, el libro que me dio el padre Rubén Darío. Me pareció interesante, pero lo dejé estar.

Al cabo de unas pocas semanas, surgió algo con lo que yo no contaba cuando nos reunimos: tenía que viajar por cuestiones de trabajo a España, durante unos tres meses (de diciembre a marzo, en invierno). Me daría tiempo a investigar un poco sobre el tema. Se lo comenté y nos volvimos a reunir.

—¡Excelente! Ahora sí –rompió a hablar el P. Rubén Darío.

—Solo puedo comprometerme a leer un poco más, a informarme, todavía no a escribir –le contesté.

—Confío en que no puedas dejarlo. En Madrid podrás reunirte con el titular de Sobicain (Sociedad Bíblica Católica Internacional), que es la encargada de editar y distribuir la Biblia. Tal vez él también se interese en el tema y pueda ayudarte en tu investigación. Por lo pronto te voy a dar más material que yo tengo, aunque no todo aquí en Córdoba.

Y me facilitó más información.

Puedo decir que desde un primer momento vi la mano de Dios en todo el camino. Cualquier puerta que golpeaba se abría de par en par, y donde iba a buscar tímidamente algo de información, la recibía multiplicada por cien y además con acompañamiento, como podrá verse más adelante.

El siguiente en sumarse al proyecto fue el padre Abramo Parmeggiani, brasileño de origen, que está a cargo de la SOBICAIN en Madrid. Con él me reuní varias veces durante mi estancia en la ciudad. Inmediatamente me regaló una Biblia actualizada y se puso a mi disposición para ayudar en lo que pudiera.

A medida que me introducía en la lectura de la información recibida, me intrigaba más el tema, me interesaba más. El ataque que La Biblia Latinoamericana había sufrido en Argentina, reflejado a través de la prensa y de investigaciones ordenadas desde la por entonces recién llegada y muy poderosa Junta Militar, era impresionante –lo verás, lector, en el primer capítulo–.

La relación entre la hermana Paulina y el padre Bernardo es muy interesante. ¿Habrá sido solo intelectual? ¿Intelectual y espiritual? ¿Fueron solo amigos? ¡Cuántas novelas, cuentos e historias, verdaderos o no, se tejieron a lo largo de la historia sobre semejantes relaciones!

—Tendrás que viajar a Chile para reunirte con la hermana Paulina y hablar con algunas personas, como el padre Lucho Muñoz, a quien informaré para ver qué tiene que decir sobre el tema –me sugirió el padre Abramo.

—Sí, creo que sería muy oportuno. A mi regreso a Argentina, programaré un viaje y si el padre Lucho puede acompañarme, mejor –le contesté.

En marzo de 2022 volví a Argentina, ya con los primeros bosquejos muy preliminares de cómo desarrollaría la historia. Me reuní inmediatamente con el padre Lucho Muñoz en Buenos Aires. Él, chileno, había tenido una relación muy cercana los últimos años con el padre Bernardo Hurault, y conocía bien a algunas de las personas con las que había trabajado, junto con el padre Ramón Ricciardi, en los primeros años de la traducción. Me brindó información, me «pintó» al padre Bernardo de arriba abajo y me dio el nombre de algunas personas importantes que me convendría ver en Chile. Si podía me acompañaría.

Seguí investigando, leyendo, preguntando, escribiendo... y los primeros días de julio de 2022 viajé a Concepción, Chile, con dos objetivos principalmente: reunirme con la hermana Paulina de Jesús en su convento y conocer a algunas de las personas con las que el padre Bernardo había trabajado durante 12 años en la parroquia de Villa Mora, en Coronel, provincia de Concepción.

Conseguí hablar telefónicamente con el convento de las Carmelitas y me dijeron que la hermana Paulina estaba bien de salud y que podía visitarla. También logré tener la dirección de la parroquia de Villa Mora, aunque no con quién hablar. «Dios dirá», pensé.

Fui al convento, situado a la vera del río Biobío en Concepción. Al llegar vi una puerta abierta por la que entré a un pequeño patio y desde allí a un pasillo: no había nadie; llamé, pero nadie salió. De todos modos, entré sigilosamente como si estuviera incumpliendo alguna norma. Había varias puertas: en una decía «Comedor» y tenía un timbre; más allá, otra con la indicación «Baño», y después, a mano izquierda otra señalada como «Sacristía». Observé en la pared un par de textos que me impresionaron y los fotografié, ya con más confianza.

Del otro lado, un timbre... ¿Será este? Toqué..., esperé un par de minutos..., percibí una voz que se dirigía a mí, aparentemente, ya que no había nadie más. Me acerqué, a la derecha había un pequeño cuarto y vi un torno de madera, como esos que sirven para pasar platos. De ahí provenía la voz.

—¡Hola! –dije–, soy Marcelo; hablé con la hermana Alejandra para visitar a...

—Sí, soy yo, la hermana Alejandra. Buenos días, ¡alabado sea el Santísimo!

—Buenos días, hermana. ¡Alabado sea! –contesté respetuosamente.

—Le voy a pasar por el torno una llave; verá más adelante una puerta que dice «Locutorio 2», entre allí.

—Gracias.

Era la primera vez que yo entraba en un convento de Carmelitas descalzas, un lugar de clausura.

Abrí la puerta y entré. Lo primero que me impactó fueron unas rejas, como las que se usan en las ventanas de las casas para que no entren los ladrones. Dividían en dos mitades la pequeña sala donde me encontraba. De este lado, unas sillas y dos mesitas. Del otro lado, otras sillas, un banco de madera, una pequeña estufa (era pleno invierno y hacía frío), y luego otra puerta, por la que entró una monja.

—¡Hola!, soy la hermana Alejandra –dijo sonriendo con los ojos, ya que ambos teníamos puesta la mascarilla por la pandemia del Covid.

—Mucho gusto, hermana. Gracias por su recibimiento.

Comenzó una charla que duró unos 5 o 10 minutos, diciéndome que la hermana Paulina estaba terminando de preparar un material para mostrármelo y que ya, solo desde la noche anterior, «para que no se pusiera ansiosa», estaba avisada de mi visita y del motivo de esta.

—De hecho, prácticamente no durmió nada anoche, buscando y preparando la información que quiere mostrarle.

«Dios seguía bendiciendo el proyecto en el que yo estaba comprometido», pensé casi instintivamente.

La hermana Alejandra franqueó la misma puerta por la que había entrado y fue a buscar a la hermana Paulina.

Desconocía yo, hasta ese momento, cómo estaría exactamente esa hermana. Sabía que era una mujer mayor (después ella misma me dijo que tenía 90 años). También desconocía su actual estado de salud, dada la edad y habiendo oído que era una mujer algo débil físicamente. Asimismo, me habían dicho que pudiera no estar muy bien de memoria... o tener algún otro problema. Por eso me entusiasmó el ánimo con el que la hermana Alejandra me atendió, y que no me pusiera en aviso de ninguna situación de enfermedad, manifestándome además que la hermana Paulina había estado preparándose.

A los pocos minutos, por el mismo lado que había entrado y salido la hermana Alejandra, se presentó en la sala una mujer: era ella, la hermana Paulina. La reconocí por fotos que había visto. Venía, claro, en atuendo de monja, con su hábito negro y una mascarilla blanca, que le duró poco porque no la quería tener puesta. Traía dos carpetas anilladas con una discreta cantidad de hojas, que dejó en el banco de madera antes de acercarse a la reja y saludarme.

—Buenos días, hermana Paulina, es un placer conocerla al fin.

También había vuelto la hermana Alejandra, que me preguntó si me quedaría a comer. Le dije que tenía todo el día disponible para la hermana Paulina, y que, si ella lo veía bien, no tenía inconveniente en retomar nuestra charla después de su almuerzo y su descanso. En eso quedamos.

—Buenos días. ¡Bienvenido! ¿En qué puedo ayudarle? –dijo abordando rápidamente el tema, una vez que la otra hermana se había retirado.

Le comenté el proyecto en el que estaba trabajando, siendo lo más exhaustivo pero breve a la vez, ya que esperaba poder desarrollar el asunto más profundamente a medida que evolucionara la charla. Si bien llevaba conmigo una lista de argumentos y preguntas, imaginé, como después pasó, que a medida que conversáramos irían surgiendo algunos más.

A ella se la veía muy bien, estaba perfectamente y, aun diciéndome que muchas cosas quizá no las recordaría, se entregó totalmente a la charla, entendiendo que mi proyecto tenía mucho que ver con su gran amigo de toda la vida: el padre Bernardo.

Hablamos de su juventud, de cuándo descubrió su vocación, de su infancia, de las primeras idas a misa a escondidas de sus padres, de sus estudios, de su vida en Concepción, etc. Esas dos horas de la mañana fueron muy intensas. Ella me fue mostrando y entregando una carpeta tras otra: «Las preparé para usted», me dijo.

Al entregarme la primera se quedó pegada a la reja y, a medida que yo iba pasando las hojas, me decía: «Esta fue la última carta que le escribió a su hermano Louis; la hallamos en su computadora la mañana que le encontramos muerto».

El padre Bernardo solía ocupar habitualmente una habitación de huéspedes que había por entonces en el convento. Esa parte de la casa fue después reformada, quedando unos seis cuartos para ser utilizados ahora por los visitantes o las personas que van a hacer retiros espirituales. En uno de ellos pude pasar unas horas de reposo hasta volver a reunirme con la hermana por la tarde.

—¿Lee francés? –me preguntó, ya que la carta estaba escrita en ese idioma.

—No mucho, pero puedo traducirla valiéndome de algún programa en el ordenador –contesté, y acto seguido intenté entender las primeras líneas; pero ella me interrumpió:

—No hace falta que lo haga ahora, esa carpeta es para usted.

—Ah, bueno, gracias –dije entre agradecido y sorprendido.

En cada hoja había o bien cosas escritas o fotos, algunas de ella cuando era joven.

—Una hermosa mujer –atiné a decir, y ella sonrió.

En un momento de la charla, le pregunté por la experiencia mística que había vivido, y que yo había leído, cuando empezó a darse cuenta de su vocación religiosa.

—Ah, ¿sabe de eso? –me dijo, como si fuera algo que no recordaba haber contado para que otros escribieran sobre ello.

—Sí, y tengo entendido que no fue la única experiencia de ese tipo.

Automáticamente se acercó al banco de madera donde había dejado la otra carpeta y me la acercó.

—Sobre ese tema aquí hay material que puede interesarle, también se lo traje para dárselo.

—Muchas gracias, lo leeré detenidamente.

Esa mañana, entre otras cosas, hablamos algo de las muchas cartas que se escribieron ella y el padre Bernardo a lo largo de sus vidas. A un cierto punto, la hermana miró para el banco y luego, a través de la reja, para la mesa donde yo había puesto las carpetas.

—¿No le traje una carpeta con alguna de esas cartas? –me dijo algo contrariada.

—Creo que no –yo no sabía exactamente qué había en las carpetas.

Le mostré ambas, ella las revisó y me dijo:

—Seguramente me la habré dejado en mi celda. A la tarde se la entrego.

Las habitaciones personales de las monjas de clausura son las celdas; no tuve ocasión de ver ninguna de ellas. Además, la hermana después me explicó que, a pesar de no estar enferma, vivía en la enfermería con otras dos hermanas mayores, que sí estaban enfermas e impedidas para moverse por sí mismas.

Nuestra mañana se había terminado. Oí el toque de una campana, y luego llamaron a la puerta: era la hermana Alejandra que venía a buscar a la hermana Paulina. Me dijo que volviera al torno y que me daría las llaves de la habitación de huéspedes, donde había una persona de servicio que me indicaría la habitación y luego me llamaría para el almuerzo.

Así fue. Comí solo en un cuarto/refectorio pequeño. Me recosté un rato, muy abrigado con algunas frazadas (mantas) ya que la habitación era un heladero, llevaba tiempo cerrada y estábamos en el crudo invierno del sur de Chile. Me puse a leer la mayor cantidad posible del material que me había dado la hermana Paulina, para aprovechar al máximo esa tarde.

—¿Qué es el amor? –le pregunté por la tarde, casi a quemarropa.

—El amor humano nunca lo sentí –me respondió.

Seguidamente hablamos de la amistad como amor. Me contó algunas experiencias de hombres que quisieron casarse con ella, y del amor de Dios, su peripecia mística señalada ahora por el anillo en su mano.

Fue una tarde muy bien aprovechada. Cuando le dije que al día siguiente iba a ir a Villa Mora, me habló de los «chiquillos»:

—El padre Bernardo hablaba siempre de ellos, los ponía siempre en alto, los quería mucho.

Me dio el material que me había prometido. Así que ya tenía yo mucho para leer y procesar.

Volví al hotel, con la idea de irme al día siguiente a Villa Mora... ¿Qué tendría previsto Dios para esa jornada?

Pasó algo «curioso» en el trayecto. La noche anterior había buscado la forma de ir en autobús, para tener una experiencia más directa de la zona. Di con el número del autobús y dónde tomarlo. A la mañana siguiente salí del hotel y me dirigí a la correspondiente parada. Pero, extrañamente, por primera vez el Google maps no me funcionaba, y tras caminar unas 10 o 12 calles, no encontraba la parada del bus. Me decidí a preguntar, y resultó que yo había ido justo en dirección contraria. Como el tiempo se me iba agotando, llamé un Uber (taxi). Para eso sí funcionaban los datos del teléfono. Me recogió a los pocos minutos, le dije adónde quería ir, y partimos. Era un viaje de una media hora. Después de cinco minutos de silencio, el taxista me preguntó por qué iba a una parroquia. Y le comenté brevemente el trabajo que tenía entre manos.

«—Voy a decirle que yo no era católico y hace poco más de un año me pasó algo que cambió mi vida –empezó a contarme–. Estoy casado y tenemos un hijo. Yo estaba andando por un camino muy oscuro, mi mujer se enteró y me puso un ultimátum; pero yo no quería perderla. Y bien, un día paso caminando, con mi hijo de la mano, frente a una iglesia y me da por entrar. Me atiende una persona muy amable y le pregunto por las primeras comuniones. Ella, mirando a mi hijo, me explica que en esa época no se hacían, pues requerían un tiempo de preparación. Yo le dije: “No es para mi hijo, es para mí”. Inmediatamente me pidió esperar un poco, y fue a llamar al sacerdote, que casualmente estaba ese día en la parroquia».

Y continuó, ante mi sorpresa de que se abriera a contarme todo aquello a mí, un perfecto desconocido:

«—El sacerdote me hizo pasar a su oficina, pidió a mi hijo que se quedara con la secretaria y tuvimos una larga charla, durante la cual lloré amargamente. Fue un gran alivio para mi corazón. A los pocos días me bauticé e hice mi primera comunión. Desde ese día no falto a la misa cada domingo».

Quedé conmovido. No faltaba mucho para llegar y le recomendé que buscara la parábola del hijo pródigo en Lucas 15. Se la describí brevemente. Cuando me dejó en la parroquia me dijo: «No se olvide de hablar de mí en el libro que está preparando». Aquí estás.

Llegué a la parroquia de Villa Mora, una parroquia sin «iglesia», o sea, sin templo. Luego me enteré de que lo hubo, pero se quedó muy deteriorado por el terremoto de 2010 y tuvieron que derruirlo. Toqué el timbre en la secretaría parroquial, me atendió Johana, la secretaria. Le comenté a qué iba:

«—¡Ah, el padre Bernardo! Sí, sí, pase por favor... Yo era muy pequeña entonces, pero puedo ponerle en contacto con algunas de las personas que estuvieron con él».

Enseguida me dijo que era sumamente importante hablar con María Machuca, que fue parte del grupo de «chiquillos» reunidos alrededor del padre durante todos los años que él estuvo allí. Y luego, inmediatamente, comenzó a llamar a gente. Su disposición fue plena. Dios me seguía acompañando. Le indiqué mi premura, solo tenía disponible ese día.

A los pocos minutos llegó Antonio Gallardo, otro de los «chiquillos», con quien mantuve una charla intensa de unos 30 minutos, que yo grabé. Luego llegó Jorge Galdames, esposo de María Machuca, que casualmente