La bondad - Drusila Torres Zúñiga - E-Book

La bondad E-Book

Drusila Torres Zúñiga

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Beschreibung

La casa familiar está por arder. Muchos años antes, Carmelina se tuvo que ocultar para dar a luz. No se imaginaba hasta qué punto las vidas de sus hijos estarían marcadas por la violencia y el crimen. Sus nietos corren el riesgo de repetir la historia, mientras que la idea de encontrar un camino diferente parece una tentación lejana. Esta novela se aleja de cualquier tono melodramático para explorar algunos de los rincones más oscuros de la sociedad y de la experiencia humana, con una mirada envolvente que combina la crudeza y la ternura.

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ÍNDICE

PRIMERA PARTE

Kenia

Carmelina

Los hermanos Zurita

Alejandra

El pecado de Oyuki

Tiene el amor feroces galgos morados

SEGUNDA PARTE

La cabrona

Alejandra N

Carmelina

La Rox

Roxana

Los nietos Zurita

Hermanos

Renunciar

TERCERA PARTE

Carmelina

También sus mieses, también sus pájaros

El Zurdo

Kenia

Áurea Alejandra

Me tengo que ir

Aviso legal

PRIMERA PARTE

KENIA

Voy a quemar la casa antes de que lleguen los agentes. Que no quede rastro de lo que ha pasado aquí. Vaciaré la gasolina en cada habitación, en cada uno de los muebles. De mí depende que no entren. Que no revisen en las camas, en los sillones, entre la ropa sucia. Que no puedan entrar por la puerta, ni por las ventanas, ni por la azotea.

No verán la habitación de mi madre, las sábanas revueltas, la ropa sin doblar; los estuches de maquillaje abiertos y regados por la cama. No bajarán por la escalera ni se toparán con el dormitorio donde Leo guarda el material, sus balas.

Que no lleguen hasta el pasillo donde aún cuelga la foto de mi abuela.

Por fin, a esto se lo va a llevar la chingada. Se quemará el baño que todos usaban pero nadie quería lavar. Y no será necesario arreglar la cerradura de la puerta que no sirve desde hace no sé cuántos años.

Morirán las cucarachas que duermen en los cajones.

No entrarán cuando esté ardiendo la casa. No llegarán a esta sala que aún no acabamos de pagar, otra de las deudas pendientes.

No se llevarán como evidencia la identificación de Carmelina, con la que entraba al reclusorio: lo único que queda de ella. No podrán decomisar los trofeos, los guantes de plata, las medallas que se ganaron legítimamente.

No guardarán en ningún expediente las fotos de las Alejandras, una con su traje de marinerita, la otra con su vestido de primera comunión.

Por fin, habrá de terminarse. Hay que quemar esta casa antes de que lleguen los agentes; que no encuentren nada ni a nadie a quien puedan agarrar de los pelos, para arrodillarlo y patearlo en las costillas, hasta que confiese dónde está el arma y quién es el asesino.

CARMELINA

1.

Nene tenía veinticinco años cuando conoció a Carmelina. Ella apenas había pasado los diecisiete y era mamá de una niña hermosa de piel blanca y cachetes rosados a la que llamó Rosa Isela, como la niña de la película María Isabel.

Carmelina era bella y continuó así hasta sus últimos años; aunque entonces, desgastada su memoria por la enfermedad, se había olvidado de comer y de sí misma.

De joven, Carmelina tenía la piel morena, bronceada. Su cabello era lacio y negro, por las mañanas se hacía bucles con unos cilindros rosas para dar la apariencia de tener el pelo ondulado. Su nariz era respingada, con un lunar discreto en la puntita. En sus antebrazos, caderas y tobillos rebozaba la salud de la carne firme y nutrida. Era una mujer sana.

Salía a trabajar y, aunque a la casa que fuera habría de cambiarse la ropa, en la calle, en el transporte público, iba vestida con una falda abajo de la rodilla, zapatos de tacón cuadrado, y prefería las blusas que hacían relucir sus senos como dos conos de helado con el borde chato y suavizado. Así las usaban las protagonistas de las películas, a quienes ella intentaba imitar. Y como esas mujeres, pintaba sus labios de rojo, y con un polvo de arroz resaltaba el brillo en sus mejillas. El lápiz negro que hacía la función de delineador remarcaba el contorno de sus cejas.

Solía cruzarse con amigas en la calle, un aroma a loción hidratante recién aplicada la envolvía. No escatimaba en cordialidades, preguntaba: “¿ya te sientes mejor?”, si había sabido de algún fuerte cólico y “¿cómo está tu mami?”, si la señora en cuestión aún vivía.

Así era ella, Carmelina. A quien sólo dos personas visitaron el día de su muerte.

Pero en su juventud parecía contenta. Por eso Manuel, el carnicero, cuando la recibía, le recordaba qué guapa estaba, le regalaba una flor y algún corte de carne. Fue tan insistente, que un día la convenció de acompañarlo a la bodega, para que ella misma escogiera la costilla de cerdo. Varias semanas después, Carmelina regresó a la carnicería para informar, con una mezcla de esperanza y nerviosismo, que estaba embarazada.

—Pero soy casado —, contestó el carnicero—. Además, ¿cómo me aseguras que yo soy el papá?

Hubiera querido reclamar, exigir de él la atención que requería el asunto, pero ella sabía que era la consecuencia de la carne. Volvió a su rutina, pero no de la forma habitual, cambió su esperanza por furia y su nerviosismo por una angustia que no la abandonaría.

Ocultó el embarazo ante los ojos de sus padres. Ajustó vendas alrededor del estómago para disimular el crecimiento de la barriga. Comenzó a vestir con blusas amplias. Cuando la sorprendían las náuseas, volteaba discretamente para un lado y se tragaba el nudo de saliva. Comía poco frente a los demás, pero cuando no había nadie en casa o mientras trabajaba con doña Jovita, devoraba sin discreción: frutas con crema, trozos de pollo frito, un café con leche con mucha azúcar, una quesadilla doradita, dos tazas de atole para pasar el bocado. Aunque lo intentó, no pudo detener el aumento de peso ni agrandar la ropa que ya no le ajustaba.

Cierta mañana, su madre, doña Lorenza, estaba decidida a preguntarle por qué había engordado. Y si estaba embarazada, el padre, quien fuera, debía responder. Tenía que casarse, le iba a advertir. Doña Lorenza preparaba mentalmente la reprimenda, cuando escuchó el grito de Carmelina, que pedía ayuda desde el baño de la casa. La madre acudió asustada. Vio a su hija en el suelo, con las piernas abiertas mientras un mechón de cabellos negros cubiertos de sangre, asomaban entre la vulva. Doña Lorenza, que tenía la práctica de antaño, cuando ayudó a su propia madre en labores de partería, allá en Puragüita, ahora debía probarse con su hija.

Aquí, al lado del retrete, doña Lorenza dio indicaciones. Carmelina pujó para que el ser que había ocultado durante nueve meses por fin se descubriera. Las hermanas de Carmelina, dos niñas pequeñas, escucharon el ajetreo que interrumpió sus juegos, corrieron hacia el baño y se quedaron de pie cerca de la puerta, curiosas. Miraban con ojos aterrados, una bolita que salía, rosada y llena de sangre, de entre las piernas de su hermana. Carmelina ocupó sus últimas fuerzas para que saliera el cuerpo completo de la niña. Doña Lorenza propinó una nalgada al nuevo ser que colgaba de su mano. Aquel pedazo de carne aún sin nombre quebró en llanto, Carmelina quebró en llanto, las hermanitas, asustadas, quebraron en llanto y la casa se había vuelto entonces un recinto de mujeres plañideras. Ellas llorarían más adelante, en esa misma casa, por otras razones. En aquel momento, inauguraron la tradición.

Doña Lorenza no se olvidó del reclamo que había planeado. Al cabo de unas horas y después de que Carmelina amamantó a la niña, se la arrebató y la mandó lavarse. No iba a permitir que don Pedro regresara a casa y encontrara aquel desastre.

Carmelina se bañó, se puso un camisón de dormir y se fue a recostar a la cama que compartía con otra de sus hermanas. La nueva madre se preguntaba dónde acostaría a su bebé, si ya nadie más cabía en la casa. Quizá le prestarían un cajón de ropa y lo pondría arriba de la mesa, a manera de cuna. Inmersa en estos pensamientos, la venció el sueño. Cuando despertó, frente a ella estaba don Pedro, su padre, quien la amaba por ser la primera hija que se logró con su mujer, pero a pesar del amor, no podía tomar a la ligera aquel nacimiento. Él había abandonado su pueblo por la deshonra y esta hija la traía a vivir a la casa.

—Usted se me larga —dijo Pedro como único formalismo—. No puede estar aquí ni tampoco esa niña.

Agregó otras sentencias mientras alzaba la voz. Su hija seguía recostada en la cama. El padre lanzó señalamientos con los que Carmelina no conseguía identificarse. Le reclamó el ser malagradecida, la calificó como sucia, y varias veces se escuchó la palabra prostituta. El tumulto de adjetivos dejó poco espacio para las negociaciones. El mensaje final de aquella perorata fue que tenía que irse de la casa y que no podía regresar hasta que trajera algo que no fueran decepciones. Doña Lorenza regresó la recién nacida a la joven madre. La había vestido con un pañal de tela y un camisón de manta que había guardado hace tiempo en un cajón, porque nunca se sabe cuándo vendrá la próxima criatura.

“Por lo menos me ayudó a vestirla y a bañarla”, pensó la joven cuando se encontró en la calle. “Y me dio esta cobija”, añadió, cuando tapó la carita de la niña para que no le diera el aire.

No sabía a dónde dirigirse; por un momento se detuvo en una esquina de la avenida Quiroga. Miró hacia la izquierda y hacia la derecha, tal vez decidiendo cuál sería el mejor camino, hacia arriba o hacia abajo. Sobre el camisón sólo traía puesto un suéter largo y encima un rebozo. Sentía pena por su desaliñado aspecto, no quería exhibirse yendo tan lejos. Se acordó de que una de sus primas vivía en la Unidad La Fe, a donde podía llegar caminando. Ella la ayudaría.

La prima la recibió con la mirada incrédula, como si le hubieran contado una historia de espantos. Le sorprendió que Carmelina, con quien apenas la semana pasada había ido a una fiesta en la que bailaron hasta el cansancio, ocultara un bebé debajo de sus ropas. El esposo de la prima dio permiso para que se hospedaran ahí mientras encontraban qué hacer. Como buenos cristianos, era lo menos que la congregación esperaría de ellos.

La primera noche en casa de su prima, los esposos pidieron ser los padrinos de la bebé y escogieron el nombre: Rosa Isela, porque está cachetona, rosita y porque se parece a la niña de María Isabel.

Al día siguiente, Carmelina continuó con su vida donde la había dejado el día anterior. Fue a trabajar a casa de doña Jovita. El fin de semana planchó la ropa de otras dos señoras, retomó la venta de productos de belleza entre sus amigas. Desde hacía varios meses no iba a la carnicería de la colonia La Bondad. Cambió su rutina de las compras al mercado del barrio Nuestro Señor. Ahí fue donde una tarde se topó con Nene, un joven de veinticinco años que solía sentarse en las escalinatas, a la entrada del mercado, para fumar un cigarrillo.

Llevaba semanas esperando a Carmelina, hasta el día en que se ofreció a ayudarla con la bolsa de mandado repleta de verduras y carne, para que ella pudiera atender a la niña que cargaba en brazos. Le preguntó si era su hija, cuántos meses tenía y por qué no la acompañaba su marido.

—No tengo marido. Es sólo mi hija—, contestó ella.

—Entonces la llevo hasta su casa. No está bien que una mujer como usted ande sola en la calle con una niña.

2.

Al primer hijo de Carmelina con Nene lo llamaron Samuel. Nene quería nombrar a sus hijos varones igual que los profetas bíblicos, como si con ello pudiera asegurarles una vida memorable.

Nene se alegró cuando recibió la noticia de que Carmelina estaba embarazada. No dudó de su paternidad y le propuso matrimonio. Ella no aceptó, aunque sopesó la propuesta. Pensó en su hija, Rosa Isela, que necesitaba cada vez más cuidados. El sueldo que recibía en casa de doña Jovita apenas le alcanzaba para mantenerse. Quizá sería más fácil, una carga menos, si compartía los gastos y responsabilidades de la nueva criatura. Quizá convenía casarse. Pero algo en su interior la hacía mover la cabeza de un lado a otro: No.

Nene deseaba estar con Carmelina. Su sola imagen lo excitaba. Una foto de ella, desnuda, que había tomado en una de sus citas, la guardó entre las páginas de El general en su laberinto. Por las noches, se recostaba a leer el libro. Se tocaba mientras leía una página y en la otra contemplaba la foto de su amor.

A Carmelina, por su parte, le convenía la presencia de Nene. La acompañaba al mercado, cargaba en brazos a Rosa Isela, jugaba con la niña o la distraía con traguitos de atole mientras ella hacía la compra. Al final del día resultaba un alivio que, a causa de Nene, nadie preguntaba por el papá de la niña o dónde estaba el marido: fue una maniobra que terminó con las insinuaciones de los marchantes.

Nene disfrutaba de las cualidades de su novia. Su sazón en la cocina le recordaba al de su hermana Dolores. La joven era callada, eso lo agradecía; Nene podía contarle sobre su pasado, ida y venida, desde que decidió marcharse a Estados Unidos de bracero hasta cuando regresó y decidió ser entrenador de box y consiguió un trabajo de madrina con la policía. Ella miraba los labios de su novio, que emitían palabras y una frase tras otra. En cuestión de minutos, la joven perdía el hilo y su atención se volcaba en algo que estaba más allá de la faz de Nene, algo antes que él; algo que Carmelina no podía vislumbrar con claridad pero que la arrebataba del momento presente y la sumergía en sus pensamientos. Él hablaba y ella tenía la mente ocupada. Resolvía en su interior lo otro, su verdadero interés. Se preguntaba en dónde obtendría esa semana el dinero suficiente para comprar la comida de la niña y pagar la renta que debía a su prima.

La relación entre las parientas se desgastaba. La sala del pequeño apartamento de la Unidad La Fe era cada vez menos habitable: llena de ropa, pañales y demás accesorios de la niña. La rutina de usar el baño y apurarse a vestir para no salir en toalla ni mostrar hombros ni tobillos al esposo de la prima resultaba incómoda. La niña era amada por sus padrinos, sin embargo, aquellos llantos de las tres de la mañana mellaron los ánimos de los anfitriones.

Por estos detalles le pareció pertinente la propuesta de matrimonio. Aunque seguía moviendo la cabeza de un lado a otro: No.

—Si no te quieres casar, entonces vamos a juntarnos—, propuso Nene.

Carmelina aceptó. Pensó que quizá, después de años de haber compartido baño y cama con padres, hermanas, primas, ahora sí tendría un espacio al que llamar propio. Nene colaboraría con los gastos de la niña y los de la criatura en camino, esos que le correspondían.

—Si vivimos juntos, ¿me vas a llevar ahí, a la calle de Becerra?

Ella sabía que ahí era la casa de Nene, pero nunca había ido. Su punto de reunión era el mercado, la feria en Tacubaya o algún motel cercano.

—¿Pues dónde más? Ahorita no podemos cambiarnos.

—¿Estaremos solos? —preguntó Carmelina, con la esperanza de una respuesta afirmativa, aunque conocía la más probable.

—No —dijo Nene—. Sabes que vivo con mi hermano.

LOS HERMANOS ZURITA

—Entonces, ¿cómo le vamos a poner? —preguntó el secretario.

Tito se quedó pensando. No sabía qué nombre elegir. Aunque barajó desde la mañana las opciones. En ese momento se nubló su memoria y sólo recordó el nombre de su padre: Antonio Zurita Molina.

Antonio, el padre, había sido boxeador. Después de su fracaso rotundo a causa de una lesión en la tibia, se dedicó a trabajar en el rastro de Tacubaya. Con su mujer, Alicia, había engendrado seis criaturas: los mayores, Justo, Ángel, Dolores y, en una segunda camada, los más pequeños, Javier, Tito y Micaela. Los últimos dos eran gemelos. Alicia murió cuando los dio a luz. Desde ese momento, Antonio se tornó hacia el alcohol y al desprecio de los niños. Aunque les permitía vivir con él. En su desidia, no le quedaban fuerzas ni para echarlos.

Dolores y Javier, “Nene”, como le decía su hermanita Micaela, se hicieron cargo de los gemelos. La hermana mayor hacía las veces de la madre. Vestía y alimentaba a los niños. Quiso inscribirlos en la escuela a pesar de la negativa de Antonio, quien también se negó a llevarlos al registro civil. No tenían acta de nacimiento.

Dolores procuró a los niños hasta que llegó su turno de aportar ingreso a la familia. Entonces salió a trabajar a la fábrica de cosméticos. Nene tuvo que aprender a cocinar para los hermanos pequeños. De alguna manera lograba que la poca carne que Antonio traía del rastro, junto con algunos trozos de cebolla y jitomates, se convirtieran en una cena rendidora. Esta habilidad culinaria la preservaría para sus otras familias.

Antonio no fue tan mezquino con sus hijos varones, compartió con ellos las técnicas de boxeo. Los entrenaba con un costal de harina que colgó en el patio de la vecindad de la colonia Bellavista. Ninguno de sus hijos apreciaba aquel deporte; lo asociaban con las contusiones que llegó a padecer su madre. Mostraban mayor interés por la rayuela, las apuestas o el cigarro. Sólo Nene, con sus fuerzas de muchacho enclenque, golpeó el costal hasta que se le formaron callos. Antonio estaba tan entregado a la bebida que no consiguió un coach formal para su hijo y, cuando el muchacho conoció uno, ya había sobrepasado la edad permitida para anotarse en los torneos. Eso no fue impedimento para abandonar aquel deporte; por el contrario, perfeccionó su técnica y la utilizó años después para convertirse en entrenador de boxeadores amateur.

Los gemelos, Tito y Micaela, siguieron en la vida a la sombra de sus hermanos. La ansiedad de Tito crecía junto con la extensión de sus huesos. Se había convertido en un joven alto, lampiño y con unos ojos enfurecidos que salían de sus órbitas, como si con la vista pudiera absorber el mundo. Deseaba, como había hecho su hermana Dolores, construir su propia familia. Deseaba, como Nene, conseguir un trabajo. Deseaba, como había logrado Micaela, cruzar la frontera.

A los dieciséis años, Tito no obtenía más que algunas monedas a cambio de mandados o de ayudar a su padre en el rastro, o de talonear de vez en cuando en la Alameda. Por eso, aquella mañana, después de tomarse el licuado con yema de huevo, concluyó que lo que le faltaba para encontrar su lugar era un nombre, uno que fuera suyo. Y fue al registro.

—Entonces, ¿cómo le vamos a poner? —preguntó el secretario.

Tito se quedó pensando. No sabía qué nombre elegir. No podía llamarse sólo Tito. Ese era un apodo que le había puesto su hermana, cuando eran niños. El único nombre que le vino a la mente fue el de su padre: Antonio Zurita Molina.

Se registró con el nombre de su padre, pero nadie lo llamó así. En las calles lo conocían como Tito, Macota y, en los tiempos de abundancia, cuando le fue bien en los negocios y compró la casa en La Bondad, le decían Tony Montana.

ALEJANDRA

Nací un año después de que murió la otra Alejandra. Mi mamá me puso su nombre porque ella se lo pidió. Esa tarde tocó a la puerta, iba por unos churros de mota para ella y su novio. Llegaron en la Harley Davidson.

Decía mi mamá que Alejandra traía el mal desde niña, que había nacido diferente a las otras mujeres de su casa. Antes del nacimiento de Alejandra, la única rebelde había sido la tía Magda, que se escapaba para irse de fiesta o con los novios, lo que hacía enfurecer a la bisabuela Lorenza. Alejandra superaba a Magda, como la alumna supera a la maestra o la hija a su madre. Ale no hacía travesuras sino maldades. Tenía una mirada inquieta y esquiva. Te hacía la plática, disimulaba interesarse en ti y enseguida te pedía o te quitaba el dinero que traías en las manos. Había nacido como una Valles, pero se parecía más a los Zurita. Eso decían.

Desde niña hurgaba en los cajones donde la bisabuela Lorenza guardaba sus rebozos y sus ahorros. La perdonaban de esos pequeños robos por el desmedido amor, profesado principalmente por los bisabuelos. Decía mi mamá que Alejandra era la más querida de la descendencia. Obtenía los permisos que ninguna otra conseguía: llevar una arracada en la nariz, salir por la noche y tener un novio a los quince años.

Y con el que ella tenía se inventó problemas que no necesitaba. En las noches recorrían la Unidad Pesebre para asaltar a los vecinos que llegaban a casa después del trabajo. Los habitantes de la unidad eran obreros o burócratas de alguna oficina de gobierno; otros pocos eran profesionistas, maestros de escuela o ingenieros. Llegaban a su casa en combi o en micro, caminaban por los senderos de luces que tintineaban por falta de mantenimiento, hasta la entrada de su respectivo edificio. Se detenían para buscar la llave y abrir la puerta de su casa. Una pareja los seguía, iban agarrados de la mano como los novios que eran, sin levantar sospecha. Y después se transformaban en dos jóvenes con pasamontañas, los amenazaban por atrás apuntando en su nuca con una pistola de juguete, pero que sentían fría y letal. Los temerosos inquilinos entregaban su cartera sin oponer resistencia. Una semana de trabajo iba directamente a las manos de los ladrones que eran sólo un par de adolescentes.

Los periódicos no sabían más detalles que los recopilados en los testimonios de las víctimas. Contaban que una vez despojados de lo que tenían, tirados en el piso, recibían un puñetazo en los riñones o una patada en los huevos. La oscuridad impedía ver el rostro de los dos que se alejaban corriendo hasta la Harley Davidson, que había quedado estacionada en la entrada de la unidad. Así lo narraban.

El día de su muerte, los agentes reconocieron a Alejandra como parte de la Banda de la Harley, que había asolado las unidades habitacionales al poniente de la ciudad. En la chamarra, Alejandra llevaba una cartera llena de tarjetas bancarias, identificaciones y una cadena de oro robada. Eso no salió en las noticias. Eso lo supo mi mamá Rox, se lo reclamó la tía Magda, cuando vino a gritarle que aquella maldad se la habían contagiado, como la sarna, los Zurita.

Pero a Alejandra nadie se lo transmitió. Ella había nacido con sus propias ideas. El día que cumplió 15 años, sus abuelos y su madre la despertaron con las mañanitas. No era de su interés una fiesta con pasteles e invitados, por eso su madre le propuso salir a desayunar, que ella escogiera un restaurante. Magda no vivía con Alejandra, la dejó encargada con sus abuelos desde que nació y sólo regresaba en días especiales, como ese. Ale se sentía incómoda con la presencia de su madre, le volvían las inseguridades, incrementaba esa sensación del abandono.

Pidió a los adultos que salieran del cuarto y la dejaran arreglarse sola. Los tres adultos le dieron su espacio, esperaron un rato afuera. Para entonces, Ale se había fugado por la ventana. Corrió directo a la casa de su novio que vivía en la colonia de al lado. Él la recibió aún con la ropa de dormir, estaba solo y la dejó pasar. Se metieron en la cama y ahí adentro celebraron el cumpleaños. Los adultos seguían esperando.

Alejandra no regresó pronto a la casa. Quería que fueran a buscarla, que la encontraran montada en el novio, que la castigaran, que le gritaran. No le importaba que le dijeran lo mala que era, sólo le daba pavor ser invisible para ellos, dejar de llamar su atención. Eran pensamientos provocados por la hierba. A las once de la noche se presentó por su cuenta, quizá decepcionada porque nadie la buscó. Encontró la luz de la sala prendida y a la bisabuela Lorenza esperando en la cocina, con su té de canela servido en el jarro. Vio que su nieta traía los ojos entrecerrados. En lugar de reprenderla la mandó a dormir. Sabía dónde había ido, con quién estuvo y dónde vivía el fulano. Más que consentir las actitudes de Alejandra, la bisabuela las vigilaba.

Al día siguiente, los bisabuelos y Ale festejaron sus quince, con un buen almuerzo de chilaquiles y café caliente, sin Magda.

Me contó mi mamá que, varias semanas después, Alejandra se dio cuenta de que la regla no le venía. Sin tanto pensar se hizo una prueba casera de embarazo: salió positiva. Pidió ayuda a mi mamá, quien le dijo exactamente qué pastillas comprar y en dónde. Necesitaban el dinero para pagarlas. Por eso, aquella noche Alejandra y su novio recorrieron más allá de los límites de la Unidad Pesebre y Las Palmeras. Y con la Harley se propusieron asaltar a todo lo que se moviera, hombres y mujeres. Aunque ninguno de los dos necesitaba robar. Hubieran podido estirar la mano y pedir el dinero a los padres del muchacho que estaban bien posicionados. Pero a Ale le cosquilleaban las puntas de los dedos. Se había hecho adicta a la adrenalina que produce meterle unos madrazos a alguien. Esa noche juntaron cinco mil. Más de lo requerido. Compraron las pastillas y se fueron a la casa del novio. Ella se tumbó sobre la colchoneta, se quitó los pantalones, los calzones, abrió las piernas y tomó las pastillas que comenzó a introducir, primero una y después otra hasta el fondo, como le había dicho mi madre.

Los primeros minutos no pasó nada. Después de un rato, sintió un dolor intenso en el vientre, como si tuviera unos cuchillos enterrados en el útero. Le dieron náuseas y fue al baño. Vomitó sobre el lavamanos un líquido amarillo y amargo que también sabía a sangre. Abrió la llave del agua para que se llevara el fluido. Entonces vio caminar, sobre el lavamanos, un pequeño alacrán. Se detuvo unos segundos en la contemplación del animal que avanzaba por aquella superficie cóncava y resbalosa.

Era un ser diminuto de no más de un centímetro de largo, del color de la carne, pero con una forma bien definida de alacrán. Subía por las paredes del lavabo torpemente como para salvarse de caer en el desagüe. Ale sintió náuseas y abrió otra vez la llave. Puso la mano como jícara para agarrar agua y la tiró sobre el animal, que terminó por caerse y desapareció junto con la bilis.

Sintió un cólico aún más fuerte que la llevó a sentarse en el escusado. Un torrente de sangre salió de su vagina mientras se retorcía por el dolor. Con una mano se apretó el vientre y con la otra se pellizcó el muslo. Intentó apaciguar un dolor con otro. Se quedó así un buen rato; sentada sobre el retrete, con el estómago y el pecho recargados en las rodillas, con las uñas enterradas en el muslo. Cuando el flujo de sangre se detuvo, tomó bolas de papel higiénico y se limpió entre las piernas y las ingles; secó también entre los labios vaginales para quitar los coágulos. Había comprado un paquete de toallas sanitarias gruesas, usó una en ese momento y, una vez que se aseó, se subió el calzón y después los jeans. Al terminar de abrocharse por la cintura, miró el inodoro. Los grumos de sangre flotaban en el agua. Puso la mano sobre la manija. Echó un último vistazo para corroborar si había algo vivo. No había nada. Tiró y se escuchó caer el agua en remolino. Adiós, pequeño alacrán.

EL PECADO DE OYUKI

Verónica era el verdadero nombre de la Oyuki. Vivía con su mamá y su papá en la colonia Nazaret. Tenía catorce años cuando conoció a mi hermano Samuel, el Zurdo. Él había cumplido diecisiete. Íbamos en la misma secundaria. Yo cursaba primero y ella el tercer grado. Le gustaba el Zurdo, como a otras chavas de entonces, por su fama de boxeador. Según ella iba a las clases de aerobics, pero era de las que se asomaban al gimnasio a verlo entrenar. Papá Nene era su coach. Estaba bien flaca la Oyuki pero con una cara muy bonita, tenía los ojos rasgados y su pelo negro, negro. El Zurdo ni se daba cuenta de su existencia.

Fue persistente, la cabrona. Cuando terminó la secundaria seguía enamorada del Zurdo y fue a verlo a su pelea por los guantes de plata. El Zurdo era bien bueno para eso del box. A mí la verdad no me llamaba la atención aquel deporte, pero mamá Carmelina me llevaba a fuerza. Eso sí, cuando estábamos ahí en la arena, me emocionaba verlo darle arriba, abajo, en las costillas, en los riñones, a sus contrincantes. Entraba y salía del ring con una bata violeta de satín con las orillas doradas y, del mismo color, su nombre bordado en la espalda: “Zurdo Zurita”. Se veía tan guapo mi hermano en esos años.

Pues la Oyuki fue a esa pelea, te digo, donde el Zurdo ganó los guantes de plata. Papá Nene le levantó una mano y el réferi la otra. Le pusieron un cinturón delgado con una hebilla de latón y le entregaron unos guantecitos plateados en un estuche pequeño. Nos subimos todos al ring para celebrar: mamá Carmelina, Tito, mi hermana Rosa Isela, yo y el David, que todavía era un niño. Nos amontonamos para abrazarlo y él nos contestó con balbuceos, tenía la cara hinchada, no se había quitado la guarda, no se le entendía. Me di cuenta de que la Oyuki también subió al ring con un ramo de flores, y no sé de dónde sacó una toalla que le dio al Zurdo para que se limpiara el sudor y la sangre. Le iba a entregar las flores, así como a los cantantes cuando terminan el concierto.

La Oyuki iba muy arregladita con sus zapatos blancos. Su vestido era del mismo color, sin mangas y le llegaba a la altura de las rodillas. Un cinturón rojo entallaba su cintura. Sus brazos y piernas eran delgados y su carita fina, parecía una oriental con sus ojos rasgados y su pelo negro y lacio. Como una muñequita para recortar de los álbumes Panini.