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Cómo una emoción incomprendida puede darte claridad, propósito y fortaleza. Estamos acostumbrados a quejarnos de que hay demasiada ira en el mundo. Pero ¿qué pasa con el precio de tener muy poca? ¿Y si, en lugar de temerla, aprendiéramos a usar la ira con sabiduría? En La buena ira, el periodista Sam Parker investiga cómo una de nuestras emociones más complejas se ha convertido en un tabú, y el coste que su represión tiene sobre nuestra salud mental y física, nuestras relaciones y la sociedad en general. Parker sostiene que, lejos de sabotearnos o llenarnos de vergüenza, la ira puede transformarse en una fuente vital de valentía, propósito y autoestima. Basándose en conocimientos de la psicología, la filosofía antigua y la ciencia emocional, Parker analiza las expectativas de género en torno a la ira, cómo la rabia reprimida se manifiesta en el cuerpo, y el papel crucial que desempeña su procesamiento en el tratamiento de la depresión y la ansiedad. Descubrimos cómo comprender la ira puede mejorar todos los aspectos de nuestra vida: desde el amor y la creatividad hasta el éxito profesional. Este libro provocador y aparentemente contraintuitivo está dirigido a quienes complacen a los demás, evitan el conflicto o buscan crecer personalmente. Un recordatorio poderoso de que abrazar nuestras emociones —incluso las que nos asustan o confunden— puede ayudarnos a ser personas más fuertes y felices. Transforma tu ira en una fuente de fuerza, claridad y valentía para tomar el control de tu vida.
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Seitenzahl: 471
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Prólogo
1. El otro problema con la ira
2. La mala ira: una historia
3. La ira y el cuerpo
4. A quién se le permite enfadarse
5. La ventaja de la ira en el trabajo
6. La ira digital
7. La ira en el amor
8. La buena ira
9. La vida con ira
Epílogo
Bibliografía
Agradecimientos
Notas
Título original inglés: Good Anger.
© del texto: Sam Parker, 2025.
© de la traducción: Lluïsa Moreno Llort, 2025.
Traducción publicada gracias a un acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025
REF.: OBDO584
ISBN: 978-84-1098-448-6
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
PARA MATT, POR DARME
UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD EN LA VIDA.
PARA JESSIE, POR SER LA RAZÓN
PARA APROVECHARLA.
A lo largo de las entrevistas que he llevado a cabo para escribir este libro, una frase se ha repetido una y otra vez: «En realidad, yo no me enfado». Se la he oído decir a mis familiares y amigos, a líderes empresariales y boxeadores, a artistas y científicos. Sin embargo, lo cierto es que nadie puede vivir sin ira, aunque quisiéramos. Solo podemos convertirnos en unos expertos en acallarla, en negar que está ahí o en decirnos a nosotros mismos que, realmente, es otra cosa. Estos esfuerzos hercúleos tienen unas secuelas terribles en nuestra salud física y mental, y pueden frenarnos en todos los ámbitos de la vida. Ello puede significar que nos respeten menos de lo que mereceríamos, que seamos menos eficientes en el trabajo de lo que podríamos o que se aprovechen de nosotros demasiado a menudo.
Parte del problema es que la ira sigue siendo un tabú. Durante los últimos diez años, ha tenido lugar una revolución de la salud mental con el objetivo de eliminar el estigma y la vergüenza que rodean a trastornos como la depresión y la ansiedad. A pesar del papel crucial que la ira desempeña en ambas, apenas está presente en las conversaciones. No oirás hablar mucho de la ira en la jornada sobre salud mental que organiza tu empresa ni a los influencers del bienestar que aparecen en TikTok. Pocas empresas internacionales incluyen la frase «está bien enfadarse» en su campaña publicitaria para demostrar lo modernas y comprensivas que son. No tardé mucho en descubrir que, incluso en las profesiones que velan por nuestra salud mental, la ira no recibe los suficientes recursos; se malinterpreta o se calumnia.
Hasta cierto punto, esto es comprensible. La ira tóxica y enfermiza —esto es, la rabia, la violencia y la agresividad— lleva al desastre. Recelamos, con razón, de la ira por los problemas que puede comportar. Pero este temor hace que, a menudo, nos ceguemos ante la función que la ira sana puede desempeñar para que seamos más felices y tengamos más éxito. La buena ira aporta clarividencia y propósito, dignidad y respeto a uno mismo, energía y fuerza.
La ira ha fascinado a escritores y pensadores durante miles de años, desde los filósofos y teólogos de la antigüedad hasta los neurocientíficos y teóricos sociales más vanguardistas de la actualidad. Es el tema de una infinidad de cursos de mejora personal y de libros de autoayuda, pero casi de forma exclusiva se ha puesto el foco en ayudar a aquellos que tienen que gestionar la ira tóxica, esa minoría detestable y agresiva que amarga la existencia a los demás, y no a la mayoría silenciosa que se ve limitada por la falta ira sana.
Este libro se dirige a quien sienta curiosidad por la ira o las emociones en general, pero su público objetivo es, especialmente, aquellos que creen que la frase «En realidad, yo no me enfado» va con ellos. Los que tratan de contentar a la gente, los que evitan los conflictos, los rescatadores, aquellos que están tan desesperados por mantener la paz que sacrifican la suya propia con demasiada frecuencia. Durante más de treinta años he sido uno de ellos, hasta que empecé a darme cuenta de que todo lo que creía saber sobre esta emoción supuestamente negativa era erróneo, y de que ignorarla tenía mucho que ver con las razones por las que me sentía ansioso, deprimido e infeliz conmigo mismo.
Todos mantenemos una relación compleja con la ira, pero cuando empecé a hablar con personas que han aprendido a abrazar la suya, ya sea en su vida profesional, sus actividades creativas o en sus relaciones personales, descubrí lo felices que eran y, paradójicamente, la paz interior que sentían. Aprender a utilizar la ira les dio una ventaja que pocos poseían. Si la revolución en la salud mental precisa de una nueva frontera, esta debería ser la ira.
Este libro es un intento de comprender la ira. Contiene multitud de consejos prácticos sobre cómo sacar lo positivo de esta emoción tan compleja y poderosa, primero replanteándonos qué es y, luego, recurriendo a su sabiduría, energía y propósito. Pero también es un relato de mi propia lucha constante para lograrlo. Así pues, empecemos por ahí: un hombre a mitad de la treintena cuya vida se estaba desmoronando por completo.
En el rincón más alejado de un gimnasio del norte de Londres, más allá de la gente que se machaca en cintas de correr enfrente de un televisor que permanece en silencio durante el día, al otro lado de las puertas de la sala de yoga, donde las extremidades se doblan en un saludo tembloroso al sol, lejos de la zona de pesas, donde unos brazos levantan con todas sus fuerzas el metal ante la mirada casi divina de las paredes recubiertas de espejos, un saco negro de arena cuelga torcido del techo.
Me dirijo a él calzado con unas viejas deportivas muy gastadas, y vestido con unos shorts y una camiseta de manga corta que me suelo poner para dormir, y me pongo a hacer ejercicios de calentamiento que recuerdo de las clases de Educación Física de 1997: muevo los brazos en grandes círculos, hago rotar las caderas como si girara un hula-hoop imaginario, me toco los dedos de los pies (bueno, por debajo de las rodillas) con las puntas de los dedos de las manos. Entonces saco los guantes.
El gimnasio siempre estaba lleno de gente, pero únicamente había visto a una persona utilizar el saco de arena. Era un treintañero, como yo, puede que algo mayor, y se movía a su alrededor con unos pasos fáciles y lentos, a la vez que mecía la cabeza de izquierda a derecha como un metrónomo. Propinaba pequeñas series de puñetazos que contenían la inconfundible áurea de precisión que percibes en cualquier deporte que se practica correctamente: el golpe limpio a una pelota de golf, un servicio en el tenis que no va a tener un resto, un disparo de falta que se chuta a la escuadra de la portería. Entonces dio un paso atrás y, mirándome, asintió levemente para indicarme que podíamos compartir el saco; luego, me observó con cara de lástima cuando me situé delante de este y lo empecé a aporrear como un osezno que trata de capturar un salmón.
«Apúntate a clases, colega», me dijo dándome un golpecito en el hombro. Y eso es lo que hice. Todos los martes a las siete de la mañana, acudía a clase en el parque de mi barrio para aprender las nociones básicas del boxeo: a hacer un jab, un gancho y un cruzado, colocando la muñeca en una posición recta y precisa, y pivotando con los pies y la cadera; cómo los luchadores inclinan sus cuerpos de lado, se mantienen sobre la punta de los pies y mantienen una mano arriba para proteger su barbilla en todo momento. Pasé de la etapa de total desconocimiento a ser alguien que, al menos, comprendía la teoría de lo que estaba haciendo.
En el gimnasio, jamás volví a ver a ese chico ni a nadie en el rincón del saco de arena. Sin embargo, aunque los que corrían en la cinta, los yoguis y los levantadores de pesas nunca me prestaron atención, siempre me sentí incómodo y cohibido cuando iba hacia allí. Tal vez fuera porque seguía viendo mi tripa en el espejo, que temblaba por encima de la costura de mi pantalón corto como los labios de un niño unos segundos antes de echarse a llorar. Tal vez fuera porque practicaba boxeo, un deporte que apenas me había despertado interés hasta entonces, y al boxear tenía la sensación de que se cumplía un tópico: un hombre en plena crisis de mediana edad que no se había peleado en su vida. Pero también sabía que estaba en una lucha; conmigo mismo.
Me encontraba en un terreno oscuro y desesperante desde hacía meses. Mi carrera profesional había llegado a un punto muerto y empezaba a irse a pique. Relaciones clave en mi vida se habían roto por completo. La ansiedad, con la que había bregado desde que era un crío, había regresado, y cada día era una lucha contra la catástrofe y el pánico. No comía ni dormía bien, era incapaz de mantener una conversación con mi pareja en la que no salieran todas las desgracias que daban vueltas en mi cabeza. La confianza en mí mismo, en la vida, había desaparecido casi por completo.
Lo que deseaba, sobre todo, era relajarme. Así que me pasé meses siguiendo la llamada de la industria del bienestar y de sus tranquilizadores gurús de las redes sociales. Traté de meditar en mi habitación sentado en una pequeña almohada junto a una ventana abierta, acompasando con delicadeza mis pensamientos de pánico al ritmo de mi respiración. Cada mañana escribía en mi diario, y enumeraba las incontables razones por las que me debía sentir profundamente agradecido. Practicaba la conciencia plena a medida que avanzaba el día, centrándome en el viento que acariciaba mis mejillas y el trino de los pájaros en los árboles. Hacía ejercicios de respiración profunda de varios tipos y duración. Tomaba duchas frías. Leía para apaciguar mis pensamientos. Escuchaba música para levantar el ánimo. Corría arriba y abajo por la calle para agotar mis pensamientos. Los reformulaba como si yo fuera mi mejor amigo. Era como si jugara a ser una persona con paz interior. En cuanto me quitaba el disfraz que llevaba, volvía a ser el mismo de siempre, el hombre más ansioso del mundo.
El boxeo había sido solo otra forma de probar suerte. Cuando menos, creía que tal vez me agotaría y obligaría a mi mente y mis músculos a dormir. Y entonces, cuando me repetía ese pensamiento por novena o décima vez, ocurrió algo extraño. Como casi todos los días, al despertarme no quería salir de la cama. Sin embargo, me obligué a ir hasta el gimnasio y golpear el saco a mi estilo tímido habitual, tratando de ser disciplinado con la forma de los brazos y los pies, y de propinar unos puñetazos lo más limpios posible.
Unos diez minutos después de iniciar la rutina, empecé a tener una extraña sensación que me subía desde la boca del estómago y me recorría los brazos hasta las manos. Me puse a dar puñetazos no con gran precisión, sino con una fuerza y energía que no había sentido jamás. Cuanto más golpeaba el saco, mayor era la sensación de que crecía a lo alto y a lo ancho. Mis swings eran más contundentes. Ahora ponía todo mi cuerpo en ellos, y mi objetivo no era el saco sino atravesarlo; soltaba un gruñido cada vez que mis guantes impactaban en la piel. Seguro que mi actitud era extraña —ridícula, incluso— para cualquiera que se hubiera molestado en mirar. Pero por primera vez no me importó. Yo solo pegaba y pegaba, y no hice ninguna pausa para tomar aire durante casi una hora. Cuando me detuve, me di cuenta de que tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.
Inclinado hacia delante, resoplando, aún percibía la sensación de poder cosquilleándome por todo mi cuerpo. En mi mente vi, de pronto, con una claridad meridiana cuáles eran los problemas que hacían que mi vida fuera desdichada. Conversaciones conmigo mismo sobre qué debía hacer y que se desplegaban a la perfección en mis pensamientos. Acurrucado en ese precioso rincón del gimnasio con un saco de arena que colgaba inclinado a unos centímetros de mi cabeza, me di cuenta por primera vez en meses de que no estaba ni triste ni ansioso. Estaba furioso.
TIEMPOS DE IRA
El mundo es un lugar lleno de ira; hasta aquí es probable que estemos de acuerdo. Es algo que pensamos siempre que presenciamos escenas bélicas en la pantalla de nuestros móviles, o cuando vemos a dos personas chillándose en un atasco. Y aunque la gente siempre niega con la cabeza con desaprobación ante este mundo violento e imprevisible, existen pruebas para afirmar que nuestra época es excepcionalmente propicia a la ira. Gallup ha evaluado a escala mundial el estado de nuestras emociones cada año desde 2006. En los últimos cinco años, la cantidad de estrés, tristeza e ira que la gente experimenta a diario ha aumentado a su nivel máximo desde que se tiene constancia. Asimismo, el Índice de Paz Global detectó que la paz en el mundo se había deteriorado un 0,56 % en 2024, lo que podría resultar insignificante si no se incluyera en un declive constante a lo largo de los últimos quince años. Ello se debe en parte a que, si bien hoy en día existen menos guerras en general, acontecimientos suscitados por la ira, tales como disturbios, huelgas y manifestaciones antigubernamentales, crecieron un 244 % entre 2011 y 2019. Desde entonces, no ha habido tregua. En los años de la COVID vimos un asedio armado del Capitolio, en Washington, protestas iracundas en todo el mundo por el asesinato de George Floyd y desobediencia civil en muchos países ante las medidas de confinamiento. Desde el fin de la pandemia, han estallado guerras en Ucrania y Oriente Medio. En 2024, en Gran Bretaña se vivió una semana de violentos disturbios raciales en numerosas ciudades, provocados por la divulgación de noticias falsas tras un apuñalamiento en Southport, Merseyside. En algunas de las principales economías europeas, como Francia, Países Bajos y Alemania, ha aumentado de forma significativa la agitación civil.
Políticamente, la división marcada por la ira parece ahora el modo por defecto para muchos países. Este hecho ha dado lugar a una nueva era de hombres fuertes tanto de izquierdas como de derechas —Donald Trump en América, que en 2016 ganó la candidatura republicana con la frase «Aceptaré con gusto el manto de la ira» (candidatura que volvió a ganar en 2024), Hugo Chávez en Venezuela, Jair Bolsonaro en Brasil, Geert Wilders en los Países Bajos y Narendra Modi en la India, por nombrar solo algunos—, quienes se autoproclaman salvadores en lo que hemos denominado las «guerras culturales», nos aleccionan con la retórica del «nosotros contra ellos» y hacen que las ideas como el centrismo moderado parezcan reliquias de un pasado pintoresco y lejano y no, pongamos, del año 2008. Desde entonces, tras la Gran Recesión, el extremismo y la política divisiva se han combinado con otros dos factores —una falta de esperanza en el futuro (provocada por el estancamiento de los salarios y la ansiedad climática) y la sensación de haber sido engañados por el sistema (provocada por unos niveles de vida deplorables y una creciente desigualdad)— para crear un momento que en Occidente los politólogos han bautizado con el nombre de «era de la indignación».
Ni siquiera es necesario echar un vistazo a la política mundial para obtener pruebas. Para muchos de nosotros, el hecho de que vivimos en una época marcada por la ira es algo que simplemente podemos notar; se trata de una intuición incómoda que no se disipa. Puede parecer que, en nuestra vida cotidiana, encontramos a gente más inquieta y malhumorada que nunca, y esto es porque somos así. En el Reino Unido, más de un tercio de los adultos denuncian haber experimentado una conducta antisocial en sus propias comunidades, la mayor tasa en seis años. Comerciantes, médicos de atención primaria y teleoperadores han detectado unos aumentos alarmantes de los abusos que sufren en su lugar de trabajo, mientras que también crece la violencia en el transporte público. La pandemia generó un ambiente en el que desconfiábamos de estar uno cerca del otro, y al parecer se ha quedado arraigado: un estudio mundial de 2022 detectó que solo un 30% de los adultos creen que la mayoría de las personas son de confianza, es decir, solo tres de cada diez personas con las que te cruzas en el supermercado.
Las noticias, tanto si las vemos online, en papel como en televisión, siempre son deprimentes. Sin embargo, un tono inequívocamente agresivo se ha apropiado de ellas en los últimos años. En 2021, en el Reino Unido se fundaron dos cadenas de noticias al estilo Fox News, TalkTV, cuyo propietario es Rupert Murdoch, y GB News, que siguen el modelo americano de poner mucho más énfasis en la opinión que en la información. Una parte fundamental de su estrategia ha sido tratar de producir clips que se hacen virales en las redes sociales, lo que significa que, cuanto más perturbadora e incendiaria sea la discusión que consiga Piers Morgan, mejor. Los bustos parlantes de cada lado de la división política son reclutados no para debatir sobre un tema, sino para insultarse unos a otros con la máxima mordacidad posible. Aún se retransmiten noticias y se llevan a cabo investigaciones en los medios tradicionales —gracias a Dios—, pero en general, al poner las noticias, actualmente tienes las mismas probabilidades de ver a dos personas discrepando con vehemencia sobre la polémica del día que de leer unos titulares de verdad.
En internet, las noticias falsas y la desinformación siguen siendo un problema creciente, y según un estudio exhaustivo publicado en New Scientist, el lenguaje airado es el ingrediente secreto que las divulga más lejos y más deprisa, lo que explica que los resúmenes informativos sean más alarmistas e iracundos que nunca. En YouTube, la segunda web más visitada del mundo después de Google, la ira sigue siendo la lengua franca, con clips de intercambios incluso moderados que se han reformulado como «la persona A DESTRUYE a la persona B», un lenguaje de la furia y conquista que parece haberse filtrado directamente de la pornografía de internet, el instinto primario de la ira en el núcleo de la cultura popular, que aún pretendemos ver como algo aislado del resto de lo que absorbemos.
Observar que las redes sociales es un lugar lleno de ira es un poco como señalar que hace mucho frío en la Antártida o que el sol en el Sáhara puede ser abrasador. Sin embargo, tras una o dos generaciones llevando a cabo el mayor experimento social no regulado de la historia, estamos confirmando lo que ya todos hemos percibido, gracias a estudios como uno que llevó a cabo de forma exhaustiva en 2021 la Universidad de Yale; este concluyó que Twitter (ahora X) es un lugar propicio para la ira no por defecto, sino por diseño, ya que moldea de forma activa nuestro comportamiento hacia la indignación mediante el sistema de recompensas a base de dopamina consistente en «me gusta» y «compartir». Facebook, que sigue siendo la mayor red social del mundo, con 2.000 millones de usuarios al mes, dejó muy claro que la ira es su estrategia principal al priorizar las publicaciones que habían atraído reacciones de emojis enfadados en los feeds de la gente, porque ayuda a mantenerlas. Incluso en la página «Para ti» de TikTok, que antes se usaba básicamente para grabar vídeos haciendo playback y bailes de moda, encontrarás un sinfín de ejemplos de gente que ha sufrido auténticos ataques de ira en público. Solían ser uno de los mayores éxitos virales que de vez en cuando llegaban a las noticias convencionales, pero ahora es muy habitual recordarlos (una tal Karen pierde los papeles en un aparcamiento; un hombre borracho lanza una sarta de insultos en el metro de Londres), con lo que volvemos al punto de partida, a la verdadera percepción de que estamos en una espiral de ira en las pantallas y fuera de ellas.
Considerando todos estos datos empíricos y anecdóticos, puede parecer extraño que recomendemos dedicar más tiempo a hablar de la ira y a implicarse en ella. ¿No será que seguramente el mundo necesite menos ira y no más? Se trata de una reacción comprensible, porque es lo que a la mayoría de nosotros nos han enseñado a hacer desde pequeños: ignorar, negar o suprimir la ira. Hacer todo lo posible para intentar evitarla y, cuando surge, deshacernos de ella cuanto antes mejor. La ira es, en el peor de los casos, peligrosa y, en el mejor, una molestia no deseable, algo que nos estropea el día y amenaza nuestra armonía con los demás.
Esto es lo que creí durante más de treinta años. Si me hubieras preguntado en algún momento si me consideraba una «persona iracunda», habría negado esa posibilidad. Para mí, la ira implicaba lo contrario de todo lo que estaba orgulloso de ser: empático, inteligente y, sobre todo, amable. Para mí, una persona iracunda era alguien poco refinado y tosco que era mejor evitar. En mi opinión, la ira era una emoción que pertenecía a una época lejana de espadas y caos, un invitado no deseado a la cena de la vida moderna. Si me apuras, habría dicho que creía que mi empresa y yo de algún modo estábamos más allá de la ira en todas las circunstancias, excepto en las más extremas. No se me ocurrió que ello pudiera guardar la más mínima relación con el hecho de que yo y esta amigable empresa que dirigía sufríamos, por lo general, de ansiedad y depresión, éramos propensos a dramatizar nuestros problemas y dados a criticarnos a nosotros mismos, a menudo, en los términos más perversos.
Sin embargo, estas creencias sobre la ira eran difíciles de reconciliar con cómo me sentía esa mañana en el gimnasio, cuando mi cuerpo vibraba con energía, mis pensamientos eran vivos y claros, y estaba contento y en paz conmigo mismo como no lo había estado desde hacía meses. Sabía que no eran únicamente las endorfinas lo que estaba experimentando. Se trataba de un sentimiento de indignación conmigo mismo. Las personas y las cosas por las que me había preocupado tanto durante meses tomaban nuevas formas en mi mente. Objetivos. Adversarios. Obstáculos. En vez de sentirme intimidado por ellos, estaba decidido a plantarles cara.
¿Era posible que hubiera malinterpretado algo tan fundamental como la ira durante toda mi vida? Y, en cualquier caso, ¿las emociones no eran algo que simplemente percibíamos al azar, algo con lo que teníamos que lidiar, parte de la gestión infinita y fastidiosa de estar vivo? ¿O acaso yo podía evocar a propósito más de esta ira placentera? Y, aunque pudiera, ¿qué haría con ella? Decidí hallar las respuestas abordando la ira tal como había hecho con una infinidad de otras cuestiones como periodista: investigando con la mente abierta, hablando con expertos y prometiendo aparcar todas las creencias previas que pudiera tener. No tenía ni idea de que esto me ocuparía los siguientes cinco años de mi vida y que la cambiaría en profundidad.
EL OTRO PROBLEMA DE LA IRA
El argumento de este libro presenta dos vertientes. En primer lugar, que el problema que abordamos no es que hay «demasiada ira en el mundo», sino que la mayoría de la gente posee un concepto erróneo de lo que es la ira y la razón por la que existe. Podemos tratar de engullir la ira o bien programarnos para no sentirla, pero nunca funcionará. Debemos aprender a aceptarla y, luego, utilizarla en beneficio propio. Al hacerlo, no solamente obtenemos más paz interior, sino una habilidad que la inmensa mayoría de la gente jamás adquirirá.
En segundo lugar, mientras que se aprecia un exceso de ira en algunas personas, existe un déficit de ira sana en muchísimas otras. Por cada persona detestable, agresiva o violenta que vemos hiriendo a otras y ocupando un espacio en el mundo, hay un sinfín de personas educadas y cordiales que viven amargadas porque nunca se hablan a sí mismas, ni defienden lo que les importa, ni obtienen lo que necesitan y merecen.
Cuando empecé a estudiar las obras de filósofos, psicólogos y científicos que han abordado la ira a lo largo de los siglos, me fui dando cuenta de que no es ni mucho menos una emoción sencilla, sino que puede ser la más compleja y menos valorada de todas. Me convencí de que nuestra reticencia a hablar de ella es una pieza del puzle que falta cuando se trata de nuestro bienestar individual y en la gran revolución en la salud mental que ha tenido lugar en los últimos diez años. El mundo es un lugar iracundo no solamente en el sentido en que solemos entenderlo. Por eso, el momento de convertir la ira en la próxima frontera para abordar la crisis de salud mental es ahora.
DEFINICIONES
Lo primero que tuve que hacer fue desmontar lo que creía saber sobre la ira y empezar de nuevo, a partir de definiciones. Dado que, con frecuencia, se cataloga como una de las emociones «negativas» (junto con otras como la envidia o la tristeza), tendemos a pensar que ello significa que la ira es de por sí peligrosa o no deseable. En realidad, nada de esto es cierto. Negativo solo se refiere al hecho de que la ira a menudo causa una sensación desagradable.1 En cualquier caso, la cuestión no es si nos gusta la ira. El propósito de la ira es dirigirnos hacia un cambio que necesitamos hacer en nuestras vidas. Como me dijo Ryan Martin, psicólogo especializado en la ira: «Necesitamos dejar de ver las emociones como algo positivo o negativo que sentimos en un momento concreto, y empezar a verlas como lo que son: información».
Otra creencia falsa común que contribuye a perjudicar la imagen que se tiene de la ira es que se trata de una emoción «secundaria», es decir, que deriva de otros sentimientos más auténticos. Cuando alguien está enfadado, nos decimos unos a otros con sensatez que lo que realmente siente es miedo o inseguridad (por supuesto, rara vez nos referimos a nuestra propia ira). De hecho, la comunidad médica clasifica la ira como una emoción primaria, junto con la tristeza, la alegría, el miedo, la sorpresa y la repugnancia (puede que ya lo sepas por la película Del revés). Mientras que la ira puede encubrir el miedo o la tristeza, el miedo y la tristeza pueden ocultar, a su vez, la ira con la misma frecuencia. Todas las emociones pueden ser respuestas sinceras o desviaciones inconscientes. La idea de que la ira, en concreto, siempre es una cortina de humo en vez de una respuesta auténtica y legítima al mundo está tan arraigada en la cultura popular como en los anticuados análisis freudianos. Como me dijo Martin, «bromeo solo a medias cuando digo que parece que esta idea proviene principalmente de Yoda».2
Finalmente, y tal vez sea el mayor de todos, tenemos un problema con el lenguaje cuando se trata de la ira. Asociamos la ira a la agresividad o incluso a la violencia, como si fueran lo mismo. Con una palabra designamos una emoción sana, pero también otra que describe una conducta hostil y ofensiva. Un influyente informe de 2008 acerca de la ira señaló que esta no es solo inútil, sino que es una anomalía extraña; en la mayoría de las otras áreas de psicología y la salud, hacemos una distinción muy clara entre los sentimientos y las conductas. «No asociamos la conducta de la evitación (por ejemplo, evitar personas y situaciones) con el sentimiento de ansiedad», señalaba. Del mismo modo, si alguien dice que está triste, no suponemos sin más que está llorando ni que está hecho un ovillo, o si está contento, que está dando volteretas por la calle. Diferenciamos entre emociones y acciones.
En parte, no hacemos esta distinción con la ira porque tendemos a evitar hablar de ella en general hasta que ha desembocado en una agresión. Solo nos tomamos la molestia de mencionar la ira cuando alguien salta y se produce una confrontación. Sin embargo, si bien la violencia y la agresividad distan mucho de ser el desenlace inevitable o la última expresión de la ira, estos actos suelen ser simplemente otra forma de evitar la ira. Perdemos los nervios cuando consideramos intolerable el mero sentimiento de ira, con el daño, el dolor y la falta de respeto que ello implica muchas veces. Los arrebatos de agresividad no son un signo propiamente de la ira, sino de nuestro fracaso de escuchar la ira como es debido y de emplearla de la forma que nos resulte más beneficiosa. De hecho, casi toda la ira del mundo se siente sin que se exprese de ningún modo. Se enciende como una brasa dentro del pecho, y la mayor parte de las veces nos la tragamos sin más.
Así pues, vamos a dejar algo muy claro desde el principio: con «ira» no me refiero a una conducta agresiva o amenazadora. No me refiero a chillar a alguien, aporrear una pared o dar patadas a un gato. Tampoco me refiero a una experiencia necesariamente desagradable o a una especie de tapadera de los sentimientos «auténticos». Me refiero, simplemente, a una emoción que todos experimentamos de vez en cuando, que es tan natural, neutra y legítima como la alegría que nos sobreviene una mañana soleada, la tristeza que nos embarga cuando vemos sufrir a alguien o el miedo que nos hace estremecer cuando advertimos que algo se mueve detrás de nosotros por la noche.
De la multitud de personas a quienes entrevisté mientras escribía este libro, una me llama la atención. Se trata de un hombre de unos treinta y pocos; un renombrado poeta y novelista. En su obra examina sentimientos como la pérdida, la esperanza y el amor con una perspicacia y honestidad embriagadoras. Sin embargo, cuando nos sentamos para hablar sobre la ira, me dijo algo que he oído en boca de mucha gente, algo que solía repetirme a mí mismo: «En realidad, no me enfado. No soy de los que se enfadan».
Un día este escritor estaba hablando con su terapeuta. «Estaba describiendo esta incómoda sensación que tengo a veces —me dijo, haciendo un gesto impreciso hacia su abdomen y tripa— cuando ocurren ciertas cosas y me aturullo y me da, no sé, como un sofoco. Y entonces ella me miró y me dijo: “Estás describiendo la ira”. Me quedé asombrado. Resulta que había reprimido la ira hasta tal punto que ni siquiera sabía realmente qué era». Incluso este hombre ilustre y comunicativo había utilizado un eufemismo para la ira durante toda su vida y precisaba de ayuda profesional para reconocer que existía en su persona.
La ira está presente con frecuencia en todos nosotros. Está integrada en nuestro cuerpo para mantenernos vivos, en alerta y a salvo. Es una respuesta sana a un mundo que no siempre tiene en cuenta lo que más nos conviene y que incluso, en ocasiones, busca nuestra perdición. Lo que realmente queremos decir cuando afirmamos que «nunca nos enfadamos» es que no sabemos detectarla y que estamos aún más perdidos en lo que se refiere a averiguar por qué está allí y a cómo debemos gestionarla más allá de explotar o sofocarla.
LA EMOCIÓN OLVIDADA
Durante la pandemia vivía con mi pareja Jessie en un bloque de pisos en un barrio situado a las afueras de Londres. Fuera había un gran jardín comunitario, cuya parte trasera daba a una vía de ferrocarril por la que pasaban unos trenes fantasma medio vacíos cada media hora que hacían vibrar los marcos de mis ventanas. Un día de verano, estábamos de pie en el césped tomando una cerveza con nuestros vecinos, manteniendo la distancia de seguridad. «Acabo de tener un seminario en el trabajo», comentó uno de ellos, un hombre de unos sesenta años. «Se titulaba “Está bien no estar bien”». Lo dijo con cierta admiración, como si jamás hubiera considerado esta idea antes. Tras décadas en el sector de la construcción, afirmó, era la primera vez que había tenido una conversación sobre salud mental con sus colegas.
Algo positivo que trajo la COVID es que ayudó a romper los últimos tabúes en torno a la ansiedad y la depresión, porque por primera vez en una generación todos sentíamos ansiedad y depresión por lo mismo. Nuestra lucha común contra la soledad, la pena y el temor que nos inspiraba el virus transformó el bienestar emocional en una discusión diaria para familias, amigos y colegas. Las empresas que no disponían de un plan de acción de salud mental enseguida elaboraron uno. Las estrellas de cine y los atletas empezaron a compartir sus flaquezas y fueron muy elogiados por ello en lugar de ser criticados.3 La industria del bienestar, con un valor de mercado de unos 4,5 billones de dólares, se apresuró a sacar apps de meditación, cursos de respiración consciente y diarios de gratitud para ayudar a aliviar nuestro sufrimiento por una módica cuota mensual.
En los años transcurridos desde entonces, hemos sido testigos de una revolución en la salud mental en lo que respecta a la concienciación, no tanto en los tratamientos. Cada vez son más las personas procedentes de todos los ámbitos profesionales que están dispuestas a reconocer cuándo pasan por un mal momento. Las peticiones de terapia y otras formas de apoyo a la salud mental han aumentado en todo el planeta a un ritmo más rápido de lo que los gobiernos pueden o están dispuestos a asumir. En 2023, en el Reino Unido el número de trabajadores que estuvieron de baja por enfermedad alcanzó la cifra máxima en diez años, y la salud mental fue la principal causa de las ausencias prolongadas y de una creciente proporción de breves descansos; ello indica que la gente está aprendiendo a ser proactiva en relación con la salud mental y toma medidas preventivas, en lugar de seguir adelante hasta el colapso.
Sin embargo, aunque en los últimos diez años han aumentado de forma exponencial nuestros conocimientos acerca de la tristeza, el miedo e incluso la alegría, la ira ha quedado fuera de la conversación. Es la oveja negra de la familia de las emociones. Aunque los psicólogos saben desde hace más de un siglo que la ira es fundamental para nuestra salud emocional en general, no hemos elaborado un método actualizado para hablar de ella. Cuando a mi vecino le dijeron que «está bien no estar bien», la ira no era lo que sus bienintencionados empleadores tenían en mente.
Pero esto no solo afecta a las conversaciones de la gente de a pie. Según la comunidad relativamente pequeña de neurocientíficos y psicólogos que se dedican a investigar la ira, en medicina también sigue siendo la gran olvidada y no cuenta con los recursos económicos adecuados. A pesar de que es el tema de los primeros textos filosóficos que se conservan y la primera palabra del canon literario occidental,4 la Biblioteca Nacional de Medicina concluyó que «nuestro conocimiento de la ira apenas ha avanzado en dos milenios». Textos de referencia escritos entre la década de 1980 y el momento actual han dado definiciones muy diversas de la ira, desde «la emoción incomprendida» hasta «la emoción olvidada», e incluso, después de todo este tiempo, «no se ha definido con precisión». El psicólogo estadounidense Stephen A. Diamond catalogó la ira como «el nudo gordiano más intrincado» al que se enfrenta su profesión y como «un problema perenne para los psicoterapeutas de todas las opiniones».
A principios de la década de 1990, los psicólogos estadounidenses Raymond DiGiuseppe y Raymond Chip Tafrate fueron contratados para trabajar con autores de delitos con violencia y actos de violencia doméstica. Descubrieron, para su desconcierto, que no existía un diagnóstico clínico que encajara con los hombres que trataban, cuyo «exceso emocional era la ira y cuyas conductas eran de una agresividad crónica». Diecisiete años después escribieron Understanding Anger Disorders, un texto académico en el que lanzaban un grito de guerra a favor de su profesión. «En cuanto concepto estrictamente clínico, la ira parece que ha sido excluida en la psiquiatría y la psicología del siglo XX», escribieron. Esta reticencia a abordar la ira desde una perspectiva científica y médica persiste aún hoy, por varias razones. Esto significa que, a diferencia de la ansiedad y la depresión, las ideas que tenemos sobre su utilidad y cómo debería manejarse no se han actualizado. Tal como examina la primera parte de este libro, todavía trabajamos bajo el legado de siglos de pensamiento humano que nos han hecho creer, erróneamente, que la ira es una emoción de la que avergonzarse.
DEPRESIÓN, ANSIEDAD Y LOS RIESGOS DE «NO ENFADARSE NUNCA»
El coste de toda la ira que contenemos es algo que no empezamos a comprender en su totalidad hasta Freud, quien manifestó que «las emociones no expresadas nunca morirán. Son enterradas con vida y salen a la luz más tarde de peores formas». Desde entonces, nos hemos familiarizado con la teoría de que la depresión, que afecta a más de 280 millones de personas en todo el mundo, o aproximadamente un 5 % de la población, es «ira hacia uno mismo». Por intuición, esto tiene sentido. ¿Qué es la depresión sino una crítica iracunda interna con un tiránico descontrol que nos dice que somos inútiles e incorregibles y que no valemos nada? De hecho, si exteriorizáramos buena parte de lo que nos decimos en privado, personas en apariencia plácidas, de repente, darían la impresión de estar muy furiosas.
También es cierto que, cuando sigues la depresión hasta su final lógico, llegas al acto de ira supremo dirigido hacia uno mismo. Empecé a redactar informes sobre el suicidio en 2015, cuando las cifras revelaron que se había convertido en la primera causa de muerte en los hombres británicos menores de 50 años, por delante del cáncer, de los infartos o de los accidentes de tráfico. Para tratar de entender cómo habíamos llegado a este punto, entrevisté a muchas familias cuyos padres o hijos se habían quitado la vida, y enseguida concluí que cada suicidio está causado por una serie compleja y única de factores personales, sociales y políticos. No obstante, el denominador común era que todas las víctimas poseían suficiente ira, en definitiva, para cometer el acto más violento del que es capaz una persona, que es quitarse la vida. Como resulta que es la propia vida, solemos creer erróneamente que la emoción conductora ha sido la tristeza. Pero la tristeza te deja inerte. Lo que se requiere al final es rabia. Lo que complica este escenario es que muchas víctimas de suicidio muestran poca rabia o ninguna externamente o hacia los demás; son a menudo el alma de la fiesta, o el hijo, hermano o amigo más dulce y amable. Su rabia va solo en una dirección, y es una que los demás no podemos ver.
En 1917, Freud comparó los síntomas de la depresión con lo que consideraba el equivalente más próximo en su versión sana: el duelo. Creía que el dolor por la pérdida de un ser querido y la depresión provocaban unos sentimientos muy parecidos (dolor y desánimo, falta de interés por el mundo exterior, inhibición de la alegría y el amor), con una diferencia fundamental. El elemento especial de la depresión es el odio a uno mismo. El momento eureka de Freud fue descubrir que esto lo causa la ira, que por lo general se ha desviado de su verdadero objetivo: alguien «que el paciente ama, ha amado o debería amar». Nuestra incapacidad para dirigir la ira hacia quien nos ha herido y enfocarla hacia nosotros mismos puede ser fatal.
«Que la depresión es ira contenida» es una idea compleja a la que, a su vez, también se le ha dado una interpretación demasiado simplista. No puede explicar de forma exhaustiva la depresión en cada sujeto, porque no hay nada que pueda hacerlo. No obstante, la teoría de Freud de que la ira reprimida o dirigida a uno mismo puede desempeñar un papel clave en ella ha sido una piedra angular en psiquiatría durante más de un siglo.5 Aceptar que guardas sentimientos no expresados de ira, averiguar por qué motivo y hacia quién, y, luego, aprender a expulsarlos y proyectarlos hacia el mundo de forma apropiada es, a menudo, el trabajo más largo, duro y complejo de la terapia que ayuda a los pacientes con depresión a recuperarse. En última instancia, la energía de la ira forma parte de la solución y la motivación para hacer un cambio.
La depresión es un problema grave, pero la cantidad de personas que la sufren es reducida en comparación con la ansiedad, que afecta a alrededor de un 33 % de la población mundial; sus manifestaciones más comunes (mi pesadilla personal) son el trastorno de ansiedad generalizado, así como el trastorno de ansiedad social, fobias concretas y el trastorno de ansiedad por separación. Puede que vivamos en un mundo externo iracundo, pero para miles de millones de personas la ansiedad es su prisión interior.
La relación entre la ira y la ansiedad es mucho más estrecha de lo que mucha gente cree. Un estudio de 2003 sobre personas con fobia social comprobó que existían unos vínculos muy estrechos entre el trastorno y la incapacidad para expresar ira. Otro estudio describió la ira como la «emoción no reconocida» en los trastornos de ansiedad tras descubrir que los sujetos con altos niveles de ira y aquellos que sufren un trastorno de pánico comparten las mismas vulnerabilidades biológicas. El vínculo podría ser especialmente cierto en las mujeres. Un estudio de 1999 llevado a cabo con 514 mujeres de diferentes orígenes reveló que «contener la ira» —es decir, guardársela para sí— es la forma principal que tienen las mujeres de abordar la ira y que esto va asociado a unos altos niveles de ansiedad.
Adrian van Kaam, un psicólogo cuya obra estudio con más detalle en el último capítulo del presente libro, describió la «personalidad seudoamable» de una persona que suprime o reprime6 la ira y luce una sonrisa en su rostro para ocultarla. Esta postura, sostenía, no conlleva tan solo unos altos niveles de ansiedad, sino que suele evolucionar a «conjuntos rígidos de valoraciones muy firmes o hábitos acallados, costumbres inflexibles y formas obstinadas de actuar». Gran parte de esto resultaba alarmantemente cierto para mí. Durante casi toda mi vida he experimentado una desconexión entre mi personaje público cuando he tratado simplemente de mostrarme cordial y calmado, y mis pensamientos íntimos, que consistían en una tensión prácticamente constante, y me ponía histérico y tenso si sobrevenía algo que no estaba previsto o que se salía de mi camino.
En cualquier caso, cuando empecé a trabajar con mi propia ira —primero reconociéndola, luego, desarmando mi resistencia a ella, y, finalmente, aprendiendo a aceptarla e, incluso, a disfrutarla—, sentí que disminuían mis niveles de ansiedad. Era casi como si los dos sentimientos reposaran en el otro lado de una balanza; cuanto más tiempo pasaba con la ira, más fácilmente se diluían mis tendencias y pensamientos rígidos y ansiosos. Esto lo vi incluso en mi cuerpo, ya que se acabaron muchas afecciones con las que he vivido durante años y que creía que estaban motivadas por el estrés —como rechinar los dientes por la noche y hacer temblar una pierna constantemente—. Para mí, la ansiedad también era ira dirigida hacia uno mismo.
En los últimos años, escritores como el doctor Gabor Maté, médico húngaro-canadiense, y el psicólogo Bessel van der Kolk han identificado vínculos entre la supresión de la ira y problemas físicos tales como enfermedades autoinmunes, el cáncer, la inflamación del sistema nervioso e incluso la artritis reumatoide. Antes que ellos dos, en su célebre obra acerca del desarrollo infantil Why Love Matters, la psicóloga Sue Gerhardt explicó que, cuando a los bebés se les enseña que los sentimientos de ira son inaceptables, el resultado puede ser una mayor susceptibilidad a la enfermedad en la edad adulta, ya que suprimir la ira aumenta los niveles de cortisol en el cuerpo, lo que destroza nuestro sistema inmunitario.
Todos conocemos a alguien que está visiblemente irritado y cuyo rostro enrojecido nos advierte de que está a punto de padecer un infarto o un colapso. Existen cientos de libros sobre cómo gestionar la ira y clases especialmente diseñadas para él. Sin embargo, la ira no es solo un tema de salud grave para individuos que son incapaces de controlarse, sino también para aquellos que la sofocan en su interior, a menudo, sin siquiera darse cuenta. Por suerte, mientras fijaba mi mirada en el saco de boxeo, pensé que el cuerpo no tiene por qué pagar el precio por nuestra ira no expresada, sino que puede ser una herramienta clave en el aprendizaje de cómo identificarla y manifestarla de una forma sana.
LA IRA Y EL TRIUNFO
Entender por qué nos inquieta tanto la ira y, luego, aprender a identificarla correctamente fue el primer paso en el viaje que me llevó a escribir este libro. El siguiente fue averiguar cómo hacer un buen uso de la ira en la vida cotidiana.
El trabajo parecía un punto de partida obvio. No hay un lugar donde nuestra relación disfuncional con la ira se muestre con más frecuencia que en una oficina, donde las confrontaciones torpes, los acosos pasivo-agresivos y las quejas encubiertas y malintencionadas son lo normal. Lo sé porque lo he visto o me han acusado de todo ello en un momento u otro durante los últimos veinte años. En mis entrevistas a algunos de los directivos empresariales, mentores y psicólogos especialistas en gestión de más éxito, una observación surgía una y otra vez: que si bien la incapacidad para expresar ira y frustración de un modo eficaz causa discordia e ineficacia en los equipos, las personas que saben hacerlo a la perfección tienden a crecer profesionalmente. Resulta que aprender a gestionar la ira en el terreno profesional puede transformarse en una especie de superpoder.
Por otro lado, puede dar la sensación de que gran parte de nuestras vidas digitales están orquestadas por la rabia, tanto cuando hacemos clic en titulares de noticias que nos enfurecen como cuando tecleamos algo en el mundo de las redes sociales, incorpóreo y libre de consecuencias. ¿Expresar la ira por internet podría ser saludable o valer la pena? Gran parte del saber que se ha escrito sobre la ira y la comunicación, tanto antes como después de que se inventara la conexión telefónica a internet, puede ayudar a responder a esta pregunta. Asimismo, que cada vez existan más pruebas de que la ira digital afecta a la vida real solo corrobora el argumento de que el momento de tener una conversación real y abierta sobre cómo manejar la ira es ahora.
En un terreno más personal, ¿qué tiene que ver la ira con el amor? ¿O, más concretamente, con el sexo? De las dos versiones encontramos cuentos de hadas y películas, y la respuesta suele ser: muy poco. Sin embargo, como todos sabemos, en el mundo real tendemos a reservarnos la peor cara de nuestra ira para las personas más cercanas a nosotros. Paradójicamente, esto es una prueba de nuestra intimidad y confianza, y representa una terrible amenaza para estas si no aprendemos a discrepar, discutir y reconciliarnos de una forma saludable. Tratar de averiguar dónde encaja la ira en el amor que sentimos por otras personas y, aún más importante, por nosotros mismos ha sido una de las partes de este libro cuya investigación ha sido más gratificante y, con diferencia, la más difícil de ejecutar.
En definitiva, este es un libro sobre elección personal. Trata de cómo controlar tus pensamientos acerca de la ira, de identificarla y usarla para tener una vida más sana y feliz. Los beneficios, sin embargo, no se limitan a nosotros como individuos. Carl Jung creía que cada uno de nosotros tiene una «sombra», el lado no desarrollado de nuestra psique que está lleno de pensamientos y emociones que, cuando éramos niños, nos enseñaron que eran demasiado peligrosos o indecorosos para expresarse. Estas sombras, afirmó, nos llevan a actuar de un modo extraño y destructivo hasta que les hacemos frente. Para muchas personas, la ira acecha en la sombra, y no estalla más que en acciones ocasionales, erráticas o, con más frecuencia, en forma de proyecciones hacia los demás, ya se trate de nuestros vecinos o de nuestros adversarios políticos.
La consecuencia de esto para la sociedad es el conflicto y la intolerancia. La paradoja es que, al ser dueños de nuestra propia ira, empezamos a sentir menos ira hacia los demás. Si estamos dispuestos a pasar página y dejar atrás la era de la indignación descrita al principio de este capítulo, un buen punto de partida es empezar por nosotros mismos.
LA BÚSQUEDA DE LA BUENA IRA
Esa mañana salí del gimnasio completamente decidido a encarrilar mi vida, mientras me imaginaba las conversaciones que tendría con quienes me amargaban o con quien me encontraba en un doloroso bloqueo desde hacía más de un año. A la hora de comer, casi todo ese sentimiento se había desvanecido. Aun así, sabía que había atisbado algo vital. Empecé a preguntarme cómo sería tener siempre esta clase de ira estimulante y esclarecedora a mi disposición, a la que podía recurrir cuando fuera necesario.
Mi mente volvía a un día concreto de hacía ya algunos años. En una mañana luminosa y fría, tomé un ascensor para subir a la décima planta de un anodino bloque de pisos situado en el centro de Londres. Llamé a la puerta y un hombre vestido de negro con ropa cómoda me sonrió y me señaló una silla.
—No tengo ni idea de qué hago aquí —le dije, y me eché a reír.
Él no se rio.
—Estoy bien —añadí—. En mi vida va... todo bien.
Me inspeccionó con una expresión neutra.
—Solo que últimamente me han empezado a preocupar varias cosas —dije revolviéndome en el asiento.
Recuerdo que miré a mi alrededor. Un cuadro abstracto en tonos pastel. Narcisos en un delicado jarrón blanco. Una pequeña estantería repleta de libros de aspecto serio.
—Es tal como lo imaginaba, por cierto. ¡Salvo que esperaba algún lugar donde poder tumbarme!
El silencio era insoportable; la necesidad de hacer reír a ese hombre se volvía asfixiante. Lo único que podía oír era el golpeteo de mi pie al vibrar contra la alfombra.
Me moví un poco más, solté el aire y deshinché mis mejillas, levanté las cejas con un gesto de fingida confusión. Al final él carraspeó.
—¿Por qué no me cuenta un poco lo que le ocurrió antes de que decidiera llamarme?
Ese desconocido era Matt, el hombre que en los últimos diez años me ha enseñado más que nadie sobre la ira. Aparecerá varias veces más en este libro mientras transmito parte de la sabiduría que ha compartido conmigo tras décadas de trabajo con enfermos de ansiedad y depresión crónicas. Meses después de esta primera cita, cuando ya nos conocíamos mejor, me dijo: «La primera vez que entraste por esa puerta ya vi que eras una persona muy irascible». No tenía la menor idea de lo que hablaba.
Con el tiempo, Matt me inició en una forma de conceptualizar la salud emocional que me sigue siendo útil. Imagina que la ira, la tristeza, el miedo y la alegría se transmiten por tu interior como unos canales de radio. Una persona que está mal tiende a tener solo un canal sintonizado, y a un volumen tan alto que ahoga todos los demás. Si es miedo, solo siente ansiedad. Si es tristeza, solo siente depresión. Puede que capte retazos de los otros canales de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo solo escuchará el que se oye más.
Estar sano es aprender a sintonizar todas las frecuencias por igual. Empiezas a percibir distintas emociones en diferentes momentos, a menudo varias veces en un solo día. Suben y bajan, pero nunca son lo bastante fuertes para ahogar el resto por completo. Para muchas personas altamente funcionales que gozan de un gran éxito social, la ira es el canal que tienen más dificultades para oír.
Existen, por supuesto, buenas razones que explican por qué la ira es tal vez la emoción con peor reputación de todas. Cuando se transforma en violencia y rabia, es fuente de gran parte del sufrimiento humano. Lo sabemos no únicamente por los libros de historia, sino también por nuestras propias vivencias.
Sin embargo, la ira buena, la ira que se mantiene en una claridad calmada y fría, convertida en valentía, determinación y amor propio, es enriquecedora. Nos puede ayudar a sacar provecho de recursos ocultos como la confianza, a perseguir con obstinación lo que más deseamos y a querer a personas en nuestra vida con toda la entrega que merecen. Aristóteles, el filósofo de la antigua Grecia, lo expresó de este modo:
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
No es sencillo, pero merece la pena.
Nuestra confusión acerca de la ira se remonta por lo menos a 300.000 años atrás. Fue cuando desarrollamos el lenguaje y, con él, la capacidad de señalar a un cielo tormentoso o de distinguir unas fauces que gruñían entre las llamas parpadeantes de una hoguera y decir: «¿Qué diablos ha sido eso?».
Y justo cuando tratábamos de averiguar por qué el mundo era un lugar tan hostil e implacable, empezamos a percibir la mano de un poder cósmico invisible. Y puesto que esa mano nos azotaba con viento y lluvia, o nos torturaba con enfermedades y hambruna, es razonable que la gente pensara: «Los dioses deben de estar enfadados».
La mayoría de las sociedades de la Antigüedad creían que al menos una de sus divinidades era vengativa y estaba llena de ira. Los sumerios de Mesopotamia tenían a Nergal, el dios de la muerte, quien mostraba su descontento por medio del sol del mediodía en verano, que abrasaba sus cosechas. Ho Po era el dios del río Amarillo que gobernaba en la antigua China, tempestuoso e imprevisible, cuyo caudal aumentaba e inundaba las casas de la población cuando estaba molesto. La diosa egipcia Sejmet, una mujer con cabeza de leona, estaba tan furiosa con la humanidad que casi la destruye para siempre, hasta que el dios sol Ra la apaciguó vertiendo cerveza en un campo. Los nórdicos tenían a Thor, que expresaba su ira con virulentas tormentas.
Las principales formas de disgustar a estas primeras divinidades era siendo desleal o desobediente, lo que les confería el papel de padres que regañaban. En vez de soportar las excentricidades de esas madres y padres en el cielo, nuestros antepasados diseñaron elaborados sistemas, con frecuencia desesperados, para ganarse su aprobación y evitar, así, contrariarlos, lo que solía comportar un sacrificio. Si alguna vez te has sentido mal por tener temas aún no resueltos con tus padres, consuélate pensando que se remontan mucho tiempo atrás en la psique humana.
Del mismo modo que nuestras primeras tentativas en meteorología, la ira se gesta en los ejemplos más primitivos de que disponemos de narración de relatos. La Ilíada, que es tal vez el poema más antiguo que se sigue leyendo hoy en día, es una epopeya bélica de la antigua Grecia que se inicia con la palabra «ira» (la de Aquiles) y la desarrolla a lo largo de 15.693 versos. En Beowulf
