La camisa del revés - Andreu Martín - E-Book

La camisa del revés E-Book

Andreu Martín

0,0

Beschreibung

Una de las más escalofriantes novelas de Andreu Martín, un coqueteo con el terror dentro de su producción de novela negra y criminal que inspirará los más deliciosos malos sueños a quienes se acercan a ella. Ricardo Maristany, alias el Cardo, se traslada a un pueblo medio vacío para comenzar una plantación de marihuana. Pronto el llanto de un niño empezará a irrumpir en sus noches de sueño. Ricardo no tardará en descubrir que todos los habitantes del pueblo han muerto asesinados. La pesadilla acaba de compenzar.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 268

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Andreu Martín

La camisa del revés

 

Saga

La camisa del revés

 

Copyright © 1983, 2021 Andreu Martín and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726962093

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

LA CAMISA DEL REVÉS Andreu Martín

Con frecuencia, en noches de tormenta, me han contado inquietantes historias relacionadas con fenómenos extraños, inexplicables, de los llamados paranormales. El vaso que se mueve solo para dar crípticos mensajes, apariciones providenciales o diabólicas, casas encantadas, comunicaciones con el Más Allá. Por lo general, el narrador no es el protagonista de estos sucesos. O se trata de algo que le ha ocurrido a un amigo o pariente próximo, o lo ha leído en los periódicos, o está seguro de que es verdad aunque no sepa recordar de dónde lo ha sacado. Y las historias se adornan con nombres de personas y lugares concretos, con detalles que las hacen verosímiles.

Con esta novela, no del todo ficticia, he tratado de relatar una de estas historias.

Todos los habitantes del pueblo de Senillás han muerto asesinados.

Algunos lectores, los racionalistas que busquen una explicación lógica y plausible, darán con la solución del caso siguiendo las investigaciones del teniente Salanueva y del comisario Campillo.

Otros, los que aceptan la narración tal como es y se dejan fascinar por el misterio, dejarán que los convenza el diario personal de Ricardo Maristany alias El Cardo, el chico que fue a Senillás para tener una plantación de marihuana. O las teorías del doctor Delclós.

Como gusten. Yo no me pongo de parte de nadie. Soy sólo el narrador. Sólo digo lo que me han dicho.

 

ANDREU MARTIN

RICARDO

1

La habitación sólo estaba iluminada por una vela de color negro cuyo aroma penetrante parecía embriagar un poco. Aunque quizá los coñacs que se sucedían insistentemente desde después de la cena tuvieran también alguna relación con aquella agradable sensación de ingravidez de irrealidad. Fuera, bramaba furibunda una tormenta preñada de relámpagos interminables, truenos ensordecedores, fantasmas ululantes y aquelarres demenciales.

Sobre la mesa, un círculo formado con letras de la A a la Z, números del 1 al cero y dos cartones adicionales, con un “SI” y un “NO”. En el centro, un vaso colocado del revés.

Desde que habían empezado a jugar, el doctor Gras no podía reprimir una tímida sonrisa nerviosa en forma de V. Ya habían recibido dos supuestos mensajes del otro mundo. Uno de un sacerdote muerto en la cárcel Modelo durante la guerra. Dijo llamarse Ramón Rasta, quería hablar con Luisa y le ordenó que huyera, pero no explicó de qué ni hacia dónde. Luego, una puta de Madrid, una tal Lina que acababa de quedarse embarazada, tenía algo que decirle a Elena. “No tengas hijos”, le aconsejó.

–Llegas tarde, rica –respondió Elena. Tenía tres hijos y estaba esperando el cuarto.

El doctor Gras estaba convencido de que nadie movía el vaso. No perdía de vista las manos de sus compañeros y hubiese asegurado que las yemas de los dedos apenas rozaban el recipiente, como hacía él. El temblor de los brazos de los cuatro presentes demostraba sin duda que nadie se estaba apoyando ni ejerciendo la menor presión. El vaso se movía por propia voluntad y, a veces, a todos les costaba seguirlo en su recorrido.

–¿Hay alguien ahí? –preguntó Manolo.

El vaso resbaló de nuevo, con aquel rumor bronco que parecía salir de su interior, como un rezongo, hacia la tarjeta marcada con el “SI”.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Luisa.

El vaso se deplazó hacia la “R”, luego hacia la “I”, luego a la “C”, dijo “Ricardo”.

–Bueno, Ricardo... –empezó Gras, emocionado.

–¿Estás vivo o muerto? –cortó Elena.

El vaso dudó.

–¿Estás vivo? –concretó Luisa.

“NO”, respondió el vaso.

–Está muerto –concretó Manolo.

–¿Tienes algún mensaje para alguno de nosotros?

“SI”.

–¿Para quién? Señálalo.

El vaso salió disparado en dirección a donde estaba Gras, que se ruborizó escandalosamente.

–Para Federico.

–¿Qué tienes que decirle a Federico, Ricardo? –preguntó Luisa, ansiosa.

El vaso buscó la letra “Q”, luego la “U”, luego la “E”...

–Que...

–... Muy...

–... Pro... Pronto...

–... Nos... Co...

–... Cono... ce... re... mos...

Q-U-E-M-U-Y-P-R-O-N-T-O-N-O-S-C-O-N-O-C-E-R-E-M-O-S.

–¡Que muy pronto os conoceréis! –exclamó Luisa.

2

El teléfono sonó a las siete de la mañana.

–Diga. –Se puso Gras, adormilado.

–¿Gras?

–Sí.

–Quedas despedido.

–¡Hombre, Sala! ¿Qué te cuentas?

Era el capitán Salanueva, del Servicio de Información e Investigación de la Guardia Civil. Un compañero de la tertulia del casino.

–Estoy en Sant Martí. ¿Sabes dónde es? Sí, claro. –Siempre contestaba a sus propias preguntas. A veces, en el casino le llamaban Juan Palomo. – Tengo un trabajo para ti. Seis fiambres. Hay que hacerles la autopsia porque ya huelen.

–Bueno, ya voy.

–En el levantamiento ha estado un médico de aquí, pero dice que prefiere que tú hagas las autopsias, que él es novato. En realidad, la matanza ha sido en un pueblo de aquí cerca, Senillás. He hecho que los bajaran a Sant Martí.

–¡Sois unos chapuzas! –Gras se despertó de repente.– ¡O dejáis los cuerpos donde están, o que haga la autopsia el que los ha levantado!

 

Él se justificaba diciendo que un psiquiatra tiene que dar una imagen de pulcritud, seriedad y corrección a sus pacientes para ganarse su confianza y, de vez en cuando, arremetía sobriamente contra el aspecto abandonado y desaseado de Gras.

–¿Cómo van a fiarse de ti tus clientes, con esa pinta? –solía decir en broma, facilitando la respuesta del otro.

–Mis clientes están muertos y hechos un guiñapo, y, en cuanto los veo, los desnudo y les saco las tripas. A ellos qué les importa cómo me vista o me deje de vestir.

El doctor Gras tenía una abundante mata de pelo blanco, ojos azules con brillo infantil y confiada sonrisa permanente en la comisura de sus labios. Bajito y barrigón, de hombros abajo fácilmente se le podía confundir con un payés. Arrugado traje pasado de moda y lavado mil veces, camisa abotonada hasta el cuello, sin corbata y ajados zapatos inmundos.

El comisario Campillo, que no tenía demasiada confianza en la hechura de sus trajes ni en la combinación de colores de sus corbatas y calcetines, se refugiaba detrás de sus bromas preferidas, que solían rayar la grosería.

–Coño, maqueao que vas, que parece que vayas de putas, Figurín.

Mientras el Ford Fiesta subía y bajaba apaciblemente cumbres de interminables curvas, hablaron del tiempo. Era un día gris y turbio. Aún quedaban charcos junto a la carretera y electricidad tormentosa en la atmósfera. Hacía un calor insano pero, cuando uno se asomaba por la ventanilla, se sentía envuelto por el refrescante aroma de la hierba y la tierra mojadas. Los tres llegaron al acuerdo de que volvería a llover y de que eso haría mucho bien al campo, si no granizaba.

–Bueno, ¿qué sabéis del caso? –preguntó Delclós, que viajaba en el asiento de atrás.

–Nada –respondió Campillo con su voz bronca.– Un loco drogadicto, que se ha cargado a cinco personas. Vamos, a todos los habitantes de ese pueblo, Senillás. Y, luego, se lo han cargado a él. Una cosa en plan brujería, con estampitas, custodias, sacrificios de animales y todo el paripé. Una de las muertas va vestida como para decir misa. Sala me ha llamado porque yo me las vi con el drogota en Barcelona, cuando yo estaba en Homicidios. En el 76 se cargó a un tío y lo metieron en el Frenopático por irresponsable.

–Pero a él dices que también lo han matado, ¿no? –dijo Delclós.

–Sí.

–Entonces, ¿qué tengo yo que ver en esto?

–Que se ve que el tío estaba con la novia. La novia se encontró con toda la carnicería y le dio un ataque de nervios y ahora no hay quien le saque palabra.

–Ya. Interesante.

Cuando divisaron Sant Martí en el fondo del valle, unas gotas microscópicas obligaron a conectar los limpiaparabrisas.

–¿No os decía yo? –murmuró Campillo con suficiencia.

–Ayer estuve jugando a eso del vaso –declaró por fin el doctor Gras. Hacía rato que lo estaba deseando. –Qué curioso, ¿no? ¿Lo habéis probado?

–¿Qué es eso del vaso? –gruñó Campillo.

Delclós y Gras se lo contaron aun a sabiendas de cuál iba a ser su respuesta.

–Bah. Tonterías.

–¡Oye! –protestó Gras. –Que el vaso se movía solo.

–Eso tampoco –intervino suavemente Delclós.

–¡Qué se iba a mover solo! –bramó desaforado Campillo.

–¡Oye, que te lo juro! –insistía Gras. –¡Que me fijé!

–No, hombre, no –contemporizó Delclós.– El vaso lo empujan inconscientemente, inconscientemente, entre todos los participantes para comunicarse cosas entre sí, cosas que no se atreven o no saben decir claramente. Que el hombre desprende energía es ya sabido. Bueno, pues esas energías se unen y, si hay una intención predominante, el mensaje sale coherente. Si no, si nadie tiene nada que decir a nadie, pues el vaso no dice nada, como pasa la mayor parte de las veces.

–Tonterías –repetía Campillo.

–Sí, hombre, eso he dicho yo. Pero prefiero que tú les eches una ojeada.

–Sois unos chapuzas –insistió Gras, nervioso como sólo un buen profesional puede mostrarse cuando alguien interfiere en su trabajo.

–Bueno, bueno. Pero ¿vas a venir o no?

–Coño, claro, qué remedio. Ahora ya me habéis levantado de la cama.

–Dentro de media hora, a las siete y media, pasará a buscarte Campillo, el de la Policía Judicial.

–¿Se va a encargar él del caso?

–No. Del caso me encargo yo pero le he llamado para que me eche una mano. Ya sabes que a él le gustan estas cosas. Como estuvo en Homicidios, en Barcelona... Ah, oye. También necesitamos un psiquiatra. ¿Por qué no le dices a Delclós que venga contigo?

–Pero Delclós no es forense.

–Es el único psiquiatra que conozco. ¿Y tú?

–Sois unos chapuzas, Sala.

–Sí, señor, pero antes de las nueve os quiero aquí, ¿vale?

Delclós era otro asiduo de la tertulia del casino y jugaba muy mal a la garrafina. Rezongó un poco y protestó cuando Gras le metió prisa pero terminó dejándose seducir por los seis asesinatos y fue puntual, como siempre. Con ojos enrojecidos y las sábanas marcadas en la cara, pero puntual. En el momento en que el Ford Fiesta de Campillo se detenía ante la casa de Gras, el psiquiatra apareció corriendo y cargado, como era de esperar, con una bolsa de viaje descomunal.

–¿Dónde vas con tanto equipaje? –exclamó Campillo.– ¿Qué te crees? ¿Que nos vamos a vivir a Sant Martí?

De no más de cuarenta años, con barba cuidadosamente recortada, pulcra media melena, traje a medida y distante expresión de suficiencia protegida por gafas oscuras, a pesar de la calvicie que ensanchaba su frente día a día, Delclós era el más joven y elegante de los tres. En el casino, todos le tildaban de presumido y le atribuían afanes de conquistador.

–¿Y entonces...? –dijo Gras, sin hacer caso al comisario.– Ayer salió un cura que le dijo a Luisa, mi mujer, que se fuera, que huyera de no se qué...

–Coño, pues lo de siempre –explicó Delclós.– Que a tu mujer la carga vivir en una capital de provincia, que tiene ganas de largarse otra vez a Barcelona, y te estaba diciendo que quiere huir de allí...

–¿Y por qué un cura? ¿Y por qué no me lo dice claro? –saltó Gras.

–Ah... –Delclós hizo un gesto misterioso.

–¿Y la puta de Madrid? Una puta de Madrid que le dijo a Elena, la mujer de Manolo, ya sabes, que le dijo que no tuviera hijos. Mira tú. Y tienen tres y están esperando el cuarto.

–Pues, a lo mejor, ni a Manolo ni a Elena ni a ninguno de los dos les apetece tener ese cuarto hijo. Y ahí estaban proclamándolo a voces.

–Bueno, pues, ¿y a mí? ¿A mí, que un tal Ricardo, que estaba muerto, dijo que muy pronto nos conoceríamos?

–¿Ricardo? –preguntó Campillo, frunciendo el ceño y mirando a Gras de soslayo.

–Sí, Ricardo. Que muy pronto nos conoceríamos, y el tío está muerto. –Gras hablaba a Delclós. – ¿Qué explicación le das a eso?

Respondió Campillo en lugar de Delclós.

–El drogota de Senillás, el que se ha cargadoa los otros cinco, se llamaba Ricardo. Ricardo Maristany Punset. Alias el Cardo.

El doctor Gras se ruborizó hasta la raíz de los cabellos. Había ocasiones en que su rostro habitualmente pálido se cubría de un color rojo púrpura y cualquiera pensaría que estaba a punto de sufrir un infarto.

3

Impresionada por el estado en que había encontrado a Ricardo el miércoles, y después de un jueves insoportablemente tenso, Lidia Casademont pidió prestada la furgoneta a los chicos de Argantosa.

–Por favor. Tengo que ir a echarle una mano al Cardo. No puedo dejarlo allí. Tú lo viste, Jordi, estaba a punto de morir, estaba en las últimas, quizá ya se haya muerto. ¡Tengo que darle de comer...!

Hubo quien dijo:

–¡Pues que se muera!

Y: –Está loco...

Y: –Que le dé de comer su madre...

Pero en general a todos les inquietaba la idea de que Ricardo muriera solo en su casa de Senillás.

–Yo no vuelvo –advirtió Jordi.– Si se vuelve a poner bronca, le parto la cara...

–¡Estoy pidiendo la furgoneta para ir yo sola! –remarcó Lidia con énfasis. – ¡No quiero meteros en esto!

–Como palme y empiecen a hacer preguntas los picoletos... –intervino Pere Congost.

–No vendrán los picoletos. ¡No los traeré! ¡No tenéis nada que ver en esto!

–Sólo que has estado viviendo aquí y que te dejamos la furgoneta...

–¡Está bien! ¡Iré a pie!

–¡No seas idiota! ¡Te digo que te dejamos la furgo! –gritó Jordi.– ¡Es mía, está a mi nombre y corro con la responsabilidad! ¡Toma las llaves! ¡Ya nos apañaremos!

Lidia no se lo hizo repetir. Montó en la Siata, la puso en marcha y se alejó de Argantosa. Cruzó Sant Martí y emprendió la pista que lleva a Senillás. Cuando llegó, caían las primeras gotas de lo que sería una pavorosa tormenta. El cielo era tan negro como la noche y la luz parecía provenir, plateada, eléctrica, fantasmal, de las casas y de las calles. El coche de Ricardo, un 2 CV decorado con dibujos multicolores, seguía aparcado en la Plaza, al otro lado del oscuro túnel que daba acceso a la aldea.

Lidia Casademont subió corriendo a Can Forquet con la garganta llena de sollozos. Cuando entró en el cubículo de Ricardo, lo que vio fue como una pared invisible contra la que chocó violentamente. El chico, más demacrado, más barbudo, más sucio de como lo había visto dos días antes, estaba tumbado sobre el colchón y el saco de dormir, con la cabeza en el suelo, por debajo del nivel del torso, la boca desmesuradamente abierta, los ojos brillando en el fondo de unas tenebrosas cuencas, como la lejana luz al final de un túnel. Era la cara de un muerto en un cuerpo convulso que pataleaba en sacudidas inconexas, espasmos de agonía.

–No... No te vayas, Liceo, por favor... –balbuceaba moviendo apenas la lengua. – Hay que tranquilizar a ese niño. Me están matando...

El llanto desbordó los ojos de Lidia.

–Ricardo, Ricardo... Te estás dejando morir. ¿Por qué lo haces? ¿Qué ves? ¿Qué ves? Tienes que comer algo...

Él no pareció notar su presencia. La chica corrió a la furgoneta y sacó de ella el Camping-Gas, la botella de agua, sobres de goma, una lata de espárragos y un abrelatas, todo lo que había cargado en Argantosa. No creía prudente dar de comer al chico nada sólido, tenía entendido que eso podía hacerle más mal que bien, Regresó a Can Forquet sintiéndose espiada, amenazada desde las ruinas. Estaba aterrorizada. Temblaba mientras prendía el fuego en la bombona y calentaba el agua en un plato de aluminio, mientras desmenuzaba los espárragos y los mezclaba con la sopa.

–Tienes que comer algo, Ricardo –decía, conteniendo los sollozos.– Come algo... Ven... Incorpórate...

Ricardo se resistía débilmente.

–Déjame dormir... –repetía.– Déjame dormir... –Testarudo, mezclaba esta frase con sus delirios:– Que deje de llorar el niño, que no llore...

Cerraba la boca y derramaba la sopa por sus ropas y por el suelo. Escupía. No comió nada.

–Déjame dormir...

–Está bien. Duerme.

Lidia veló su sueño durante horas, aterrorizada ante la posibilidad de que alguno de los Cunill irrumpiera en la casa bruscamente, e indecisa respecto a qué podía hacer. ¿Avisar a un médico? La frenaba toda la marihuana desparramada por la estancia. Le asustaban las preguntas de la policía. La responsabilidad que pudiera reclamarle por todo aquello. Decidió que trataría de conducir a Ricardo hasta la furgoneta en cuanto él despertase. No parecía capaz de oponer mucha resistencia. El problema era que pudiese caer por las escaleras, pero no quedaba más remedio. Lidia pensó que, si se encontraban con algún Cunill, lo convencería de que se iba de allí para siempre.

Entretanto, descubrió la libreta de Ricardo y se puso a leer. Se fue alarmando progresivamente. Aquello era una demostración palpable de que Ricardo se había vuelto definitivamente loco.

Fuera, se desencadenó la tormenta y los truenos la horrorizaron mientras recorría con la vista aquella sucesión de disparates. Para entonces, sólo estaba escrita la primera parte de los apuntes pero era suficiente para describir el ánimo agresivo, la desbordante carga de odio que Ricardo llevaba encima.

De repente, Ricardo se puso en pie, se lanzó a un rincón con energía increíble, hizo ademán de coger algo de un rincón y apuntó a Lidia con sus dos dedos índices, puestos uno tras otro.

–¡Vete! –chilló.– ¡Déjame solo! ¡Tengo mucho que hacer aquí! ¡Aún no he alcanzado mi futuro!

–Está bien. Está bien. Ya me voy. –Lidia pegó la espalda contra la pared.– Pero tú acuéstate, ¿eh? Acuéstate y descansa, Ricardo, que luego nos vamos de viaje...

Sabía que eso sería imposible. Nunca podría obligar a Ricardo a que le acompañara hasta la furgoneta. Decidió esperar al día siguiente, hacerle comer un poco de sopa y confió en que, progresivamente, el chico se fuera calmando.

Llovía intensamente. La catarata que prontó inundó las calles convirtiéndolas en torrentes parecía sólida, infranqueable. Cuando oscureció, Lidia se quedó dormida con la cabeza apoyada en la mesa, en la libreta de tapas granates.

Despertó de repente, como si algún ruido, como un trueno o vozarrón exigente, hubiera sonado junto a su oído. Ricardo ya no estaba sobre el colchón. Por un momento, Lidia temió que estuviera tras ella, a su espalda, y casi se cayó de la silla al volverse rápidamente. No estaba. Había desaparecido. Lidia salió corriendo bajo la tormenta, sin ninguna precaución, y llamó numerosas veces a Ricardo, haciéndose bocina con las manos. Decía “Ricardo, por favor, Ricardo, por favor, por favor.” Pero, a medida que se internaba en las calles del pueblo inundado, sus gritos disminuyeron de volumen. Pronto se convirtieron en gemidos, en jadeos. Se aproximaba a la plaza de la iglesia cuando escuchó aquellos cantos lúgubres, el “Salve Regina” o el “Tantum Ergo”, y se detuvo a tiempo de ver que, del interior del templo, salía la luz titilante de cirios colocados en el suelo. El recuerdo de su primera noche en Senillás, el tono chillón e histérico de las voces de cuatro viejas y un hombre, la magia que flotaba en el ambiente, en medio de la lluvia, de los rayos y los truenos, la paralizaron. Su ánimo cedió. Dio media vuelta y salió corriendo. Por el camino, chilló enloquecida, lloró y envió mil veces a Ricardo a la mierda. Y se perdió. El pueblo se convirtió en un laberinto oscuro, subterráneo, ilógico, cada esquina idéntica a la anterior, cada calle conducía a las tinieblas más absolutas. El pueblo se convirtió en un infierno poblado de sombras que cruzaban ante ella cada vez que refulgía un relámpago. Cada puerta era una boca de monstruo, cada trueno, el rugido de una bestia que la perseguía implacablemente.

Acabó en un rincón, en cuclillas, abrazada a sus piernas, llorando a gritos, alaridos que luchaban contra los truenos y contra el pánico. Cerró los ojos para no ver a aquellas fieras que se acercaban a ella con las garras por delante, dispuestas a agarrarla por los pelos y a arrastrarla por el barro. Se vio violada, devorada por fauces llenas de colmillos sangrientos, vio cómo la mataban y la descuartizaban y sintió que nunca acabaría de morir, que nunca moriría, que aquel dolor insoportable permanecería en su cuerpo para siempre jamás. Los murciélagos se reían al golpearle la cara con sus alas peludas y las ratas se movían pizpiretas entre sus entrañas.

Sin saber cómo, llegó a la salida del pueblo. Allí estaba la furgoneta, la huída, la salvación. Pero alguien había movido de sitio el 2 CV de Ricardo. Ahora estaba al otro lado del túnel, fuera de Senillás. En su interior había tanta sangre como si allí hubieran celebrado la matanza del cerdo. Y, atados al parachoques trasero, cinco cadáveres espantosos. Cuatro mujeres atadas por los pies. Ancianas de caras destrozadas, ya fuera a perdigonazos o desfiguradas con utensilios cortantes. Carne desgarrada y hecha jirones, huesos al descubierto, ojos desprendidos de sus órbitas, con pupilas enloquecidas, fijas en cualquier dirección. Una de ellas iba vestida con una casulla roja y verde. Y un hombre, también atado por los pies, boca arriba, con los brazos extendidos. Pero su cabeza estaba separada del tronco, suspendida del parachoques por los pelos.

Lidia Casademont cayó de rodillas y vomitó convulsivamente, y se desplomó de bruces sobre el camino embarrado, sacudida por la histeria.

Alguien la estaba mirando.

Levantó la vista y se encontró con Ricardo que le sonreía tranquilizador. Llevaba una escopeta en las manos.

–Vamos, Lidia –le dijo, paciente.– No me vas a decir que te da pena que la hayan espichado estos gilipollas. Anda. Ven.

Lidia Casademont se puso en pie. Ricardo hizo un gesto con la mano y penetró en el pueblo. Ella lo siguió trastabillando torpemente, suplicando a gritos.

–¡Espera, Ricardo! ¡Espérame, por favor!

La lluvia y la oscuridad engulleron a Ricardo.

4

Cosa de una hora más tarde, el teniente Ercilla procedía al registro de Senillás. Con la convicción de que ya no había nadie vivo entre aquellas paredes y de que seguramente nunca nadie volvería a resucitarlas, las callejas estrechas y húmedas le encogieron el corazón. Las casas parecían mucho más altas de lo que eran, se inclinaban sobre los guardias civiles y amenazaban con derrumbarse sobre ellos, o cosas peores. Las sombras estaban llenas de presencias y las rocas megalíticas que formaban las paredes escondían secretos inquietantes.

Al llegar a Can Forquet, en cambio, uno se encontraba por encima de todo, por encima del mal augurio que se presentía abajo y realmente se tenía la sensación de poder respirar con más libertad.

Según indicaban los escritos de Ricardo Maristany, encontraron el huerto detrás del edificio en ruinas. A la derecha se abría oscuro, un antiguo establo la mitad del cual se había venido abajo. Semioculta por los cascotes amontonados, estaba la puerta de la bodega, abierta como una boca vertical que lanzara un aliento pestilente de bienvenida. Una estrecha escalera muy empinada bajaba hacia las profundidades comprimida entre dos paredes que la convertían en un túnel lúgubre y ominoso. El suelo de la bodega era un barrizal, un pantano. Allí abajo aún se conservaba la humedad de la tormenta que ya había cesado.

Ricardo Maristany estaba sentado en un charco inmundo cuando le dispararon metiéndole los dos cañones de una escopeta en la boca. En el lugar de la pared donde había estado apoyada su cabeza había una mancha de sangre prolongada por un arco que marcaba la trayectoria de su caída. El cuerpo, acostado contra la pared, formaba ángulo recto con las piernas. Apoyado en el hombro derecho, el cuello quebrado en una postura incómoda, los ojos hundidos, casi inexistentes en medio de una mancha violácea, fijos en todos los que se atrevían a entrar en la bodega convertida en sepulcro. Le faltaba un zapato. La ropa, sucísima, le quedaba grande. Estaba mucho más delgado que en su foto del D.N.I. Se le dibujaban aparatosamente los pómulos y las órbitas bajo una piel de la consistencia del papel de fumar. Las mejillas, sucias de barba rala y descuidada, estaban pegadas a la dentadura y formaban un valle entre las mandíbulas desencajadas. Su brazo izquierdo, amasijo de carne y sangre coagulada, había recibido una rociada de perdigones.

5

Sant Martí es una población lo bastante grande como para reunir veinte bares, siete hoteles y dos discotecas, enclavada en un fabuloso valle rodeado de rocas escarpadas y sobrecogedores desfiladeros. Está al final de una línea de ferrocarril, sus estrechas calles son punto de partida de cuatro empresas de autobuses y es lugar de paso obligado para los que gustan de gastar sus carretes Kodak apabullados por la impresionante naturaleza, para las pistas de esquí donde más de una vez se han podido admirar las proezas de campeones mundiales, y para los escaladores que quieren ensanchar sus pulmones con el aire más puro, y contemplar al mundo, pequeño, insignificante, kilómetros y kilómetros más abajo, grandes praderas, picos descarnados y gente moviéndose como un hormiguero al fondo de todo.

Antes de entrar en la población, a la derecha de la carretera, se encuentra una hilera de edificios uniformes e insípidos, ladrillo al descubierto, pesados como rocas caídas de la montaña, impersonales como si los hubieran trasladado desde otro punto cualquiera del país. Se trata de la casacuartel de la Guardia Civil.

Campillo detuvo su Ford Fiesta ante el cuerpo de guardia y mostró su placa al teniente comandante en jefe del puesto. Éste, que se llamaba Ercilla y recriminó la intromisión con una turbia mirada semioculta por unas cejas espesas y enmarañadas, corrió en busca del capitán Salanueva como dando a entender que, sin él, ninguno de los recién llegados servía para nada.

Salanueva era un individuo redondo de cara y redondo de cuerpo, corpulento y fuerte. Sus ojos, entre bonachones, pícaros y suspicaces, se escondían tras unas gafas de miope. Su boca estaba siempre a medio camino entre la sonrisa y la burla. Nunca supo llevar el tricornio. Quizá no fuera de su medida o quizá su pequeña cabeza fuera incapaz de sostener nada en lo alto. El caso es que, medio ladeado, aquél era un elemento grotesco que coronaba su voluminosa humanidad.

–Campi –dijo gravemente mientras se aproximaba, balanceándose sobre sus piernas delgadas y cortas. Apuntó a Campillo con el dedo índice como si estuviera a punto de enviarle al calabozo: –Quedas despedido.

–Siempre vas hecho un desastre –le reprochó el comisario señalándole el pecho.– Ayer comiste huevo frito.

Salanueva bajó la vista para localizar la supuesta mancha y el otro levantó el dedo y le tocó la nariz. El capitán miró de reojo, con chispazo de perdonavidas de opereta, y soltó una risa silenciosa. Campillo resopló con la nariz. Delclós pensó que aquellas bromas no les hacían ninguna gracia. Se trataba de un ritual que ya no tenía ningún sentido pero que se empeñaban en repetir continuamente.

–¿Qué hay, Gras? –Salanueva hizo una mueca de simpatía a los dos médicos. – Hola, Figurín.

–Eres un chapuza –le recriminó Gras sin animadversión.– ¿Dónde están mis clientes?

–En la Policlínica. Allí te espera el doctor Lazárraga. No te enfades con él, que no ha hecho más que obedecer mis órdenes. A ver si te creías que iba a dejar que a mis muertos los despiezara un novato. Espera un momento, que ahora te irás con Delclós. Pasad.

Abrió la marcha sin dejar de parlotear. Se metió con los tres recién llegados en un despacho donde varios agentes se pusieron en pie y saludaron militarmente. La relación de Salanueva, expuesta en su habitual tono lineal e inexpresivo, fue absolutamente caótica.

–Cinco fiambres, cinco de la ganadería de los Cunill de Senillás. Una hecatombe. Fatal. Me levantan de la cama a las cinco y media. Viniendo para aquí, se me escoña el coche en el Puerto de Llanegas. Ni un alma. Suerte tuve de un camionero. Y lloviendo. Luego que si enviar la grúa, en fin, un disparate. Los cinco muertos, de la familia Cunill, eran todos los habitantes de ese pueblo, no había más. De repente, llega esa pareja, el Cardo y su novia, que se llama Lidia. Se pelean los dos y ella se va a otro pueblo. Argantosa. Y un buen día, el tío forrado de marihuana se lía a tiros y a golpes de custodia con todos los del pueblo. Se los carga, vaya. Y, luego, se lo cargan a él. ¿Que quién se lo carga? La chica, claro. ¿Por qué? Eso no lo sé. Toma, esto es para ti. –Entregó a Delclós una libreta de espiral, tapas granates y páginas cuadriculadas tamaño folio.– Esto lo escribió el Cardo. Es una especie de diario personal. Cuenta muchas mentiras pero, en esencia, da una idea de lo que pasó. Lo siento, Campiño, cuando te llamé no sabía que el caso estaba resuelto porque aún no había leído eso. –Se volvió a Delclós:– Encárgate de la chica. Está internada en la Policlínica. Curiosos, estos papeles. Desde luego, tuvo que escribirlos antes de la matanza porque después quedó hecho un guiñapo y, sin embargo, cuenta todo lo que ocurrió, punto por punto, como si los hubiera vivido. Curiosos, ya verás. –A Campillo de nuevo:– Fatal. Una catástrofe. Un cilindro, que perdía aceite. Los del taller me han dicho que más me valdría cambiar de coche. Desde luego, me ha dado un resultado que pa qué. Ven. Venid.

Se había sentado en el canto de una mesa. Sus interlocutores, de pie, indecisos, estaban empezando a pensar en tomar asiento cuando dio media vuelta y los condujo hasta un tablero de conglomerado montado sobre caballetes donde se alineaba una serie de objetos diversos. El que más llamaba la atención era una gran custodia partida en dos, con los afilados rayos curvados y roto el disco del centro donde debería de haber estado la Hostia.

–A unos los mató a tiros y a otros a golpes de custodia. Al tío lo decapitó con la custodia, imagínate, qué bestia.

Pulcramente extendida, una casulla verde y roja, brillante como un traje de lentejuelas, con una gran mancha de sangre sobre la hombrera izquierda.

–La llevaba puesta una de las mujeres. A esta mujer le cortó las manos.

Una escopeta de caza de dos cañones, muy antigua y mal conservada. Doce cartuchos vacíos. Una navaja de resorte.

–¿Usó esto? –preguntó Campillo.

–La navaja sí –respondió Salanueva.– En la navaja hemos encontrado huellas dactilares de Ricardo Maristany, igual que en la custodia y en el coche donde ató a los muertos. Dentro del coche había sangre y estoy seguro de que será de su grupo sanguíneo... En la escopeta que tenemos, en cambio, sólo hay huellas de una de las víctimas, el tío, que por lo visto trató de defenderse...

Delclós se entretenía mirando una baraja de Tarot descubierta en medio de todo aquel mercadillo macabro. Las primeras cartas que vio fueron las del Diablo y de la Muerte. Alguien las había pintarrajeado con lápices de colores.

–Cuidado –dijo el capitán.– Ahí también hay huellas de Ricardo...

–O sea –siguió Campillo. – Que había dos escopetas en danza. La del asesino y la de la víctima. ¿Dónde está la otra?

–Aún no la hemos encontrado pero todo se andará. Ahora iremos a rastrear la zona. ¿Qué más? ¡Ah, sí! –Miró desconcertado a Gras y a Delclós.– ¿Y vosotros qué hacéis aquí? Venga a la Policlínica, que esos muertos ya apestan. Ya noto el olor desde aquí. Y tú habla con la chavala, Delclós, que quiero interrogarla hoy mismo. ¿Te he dicho que está en la Policlínica? Sí, te lo he dicho. Quedáis despedidos.

Delclós y Gras intercambiaron una mirada de paciencia y, con la sensación de estar haciendo la mili, salieron del cuartelillo. Se fueron dando un paseo. Sant Martí era lo bastante pequeño como para ir andando a cualquier parte.

Una serie de fotos mostraba distintos detalles de los lugares del crimen. Los cinco cuerpos atados al 2 CV recordaban la exposición de ajusticiados de alguna guerra lejana. Ricardo tumbado en la bodega era como una momia rota. La escopeta y los cartuchos entre los bancos y los reclinatorios de la iglesia. La custodia partida, al pie del altar, junto a un par de manos artríticas, amputadas a la altura de las muñecas. Una virgen de escayola hecha pedazos, pulverizada. Impactos de perdigones del tres, como explosiones, en las paredes y el altar. Impactos de perdigones del doce, como carcoma, contra los bancos y el confesionario. En el suelo sin asfaltar de una calleja, un perro degollado. Entre altos hierbajos, un gato muerto crucificado en un aspa hecha con troncos. Un murciélago clavado a una puerta con las alas abiertas.

–Efectos personales –anunció Salanueva.

Un documento de identidad y un pasaporte a nombre de Ricardo Maristany Punset. En las fotografías, un chico de 24 años se esforzaba por aparentar dureza, resolución, confianza en sí mismo. Ceño fruncido, mirada desafiante, boca apretada. Pero eso no era más que una máscara transparente sobre el rostro de un niño. Sus ojos denotaban indefensión y una chispa de desconcierto. La línea de su mandíbula era frágil y la espesa mata de pelo rizado, medianamente largo, le daba un toque de afeminamiento.

–Sí, me acuerdo –dijo Campillo. – Le llamaban el Cardo.