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La vida puede cambiar en un instante, alterando para siempre nuestra existencia. En "La cárcel, mi propio cuerpo", Gabriel nos lleva a un viaje por lo inimaginable, cuando, luego de sufrir un ACV y tras despertar con Síndrome de Cautiverio, debe enfrentarse a una nueva y cruda realidad. Éste es un libro de memorias, conmovedor e inspirador, de lo que significa sobrevivir y vivir con este síndrome. Atrapado en su propio cuerpo e incapaz de comunicarse con el mundo exterior, el protagonista comparte su desgarradora experiencia, con la esperanza de que su historia pueda inspirar y ayudar a otros a encontrar la motivación para enfrentar sus propias batallas personales, tal como él lo intenta cada día.
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Seitenzahl: 60
Veröffentlichungsjahr: 2023
Gabriel Pablo Pérez
Pérez, Gabriel PabloLa cárcel, mi propio cuerpo / Gabriel Pablo Pérez. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3884-0
1. Experiencias Personales. I. Título.CDD 808.883
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com
Redacción: Molbert Sara
Corrección: Di Paola Gabriela
Prólogo
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1: “La vida antes de mi nueva vida”
CAPÍTULO 2: “Aquel maldito o ¿bendito? día”
CAPÍTULO 3: “Despertar en cautiverio”
CAPÍTULO 4: “Volver a intentar”
CAPÍTULO 5: “Volver a casa”
Anexo
A los que hicieron posible este libro, por su ayuda desinteresada. Y a aquellos que confiaron en mí, aún cuando las posibilidades de sobrevivir eran mínimas
El Síndrome de Cautiverio o Síndrome de Enclaustramiento es una patología poco frecuente, que suele desencadenarse como consecuencia de un accidente cerebrovascular (de aquí en adelante “ACV”) en el tronco encefálico, de un traumatismo de cráneo o de una enfermedad neurodegenerativa como la Esclerosis Lateral Amiotrófica, entre otras. Su principal característica es la parálisis casi total del cuerpo: quienes lo padecen solo pueden mover los ojos de manera vertical. No obstante, la conciencia y el resto de las funciones cerebrales superiores se encuentran conservadas, con excepción de la capacidad de hablar. En otras palabras, las personas que se ven afectadas por este síndrome quedan “encerradas” en su propio cuerpo.
Según estudios actuales, los casos de recuperación del habla o de la motricidad son “excepcionales”, y ese es el caso de Gabriel, que logró desnudar su corazón y traspasar las barreras de sus impedimentos físicos para contarnos cómo es sobrevivir y vivir en carne propia con este síndrome, con la mente y el cuerpo expuestos a una situación límite y con un alma viva, desesperada por sentirse en libertad.
Personas como su familia, sus amigos y todos los desconocidos que llegaron a su vida para convertirse en una parte fundamental de su rehabilitación forman parte de este relato en primera persona, que recuerda con tristeza y ¿dolor?, pero que valora el amor, y el humor, que sin dudas han sido pilares esenciales para su recuperación.
Y entonces me desperté del sueño más profundo, de la más larga y confusa pausa.
Y cuando desperté me vi ahí, en esa cama, envuelto en sábanas blancas, con un frío que calaba el alma. Solo podía escuchar mis pensamientos y sentir mí respiración, que iba casi tan rápido como mí corazón.
Fue ahí cuando le pedí a mí cuerpo que se levante, a mis piernas que me lleven y a mis brazos que me acompañen. Fue ahí cuando le pedí a mí voz que cante y a mis ojos que no se empañen.
Pero nada de eso pasó. ¿Qué es todo esto? ¿Estaré soñando? Y entonces pensé que quizás es así cómo se siente la muerte, tan dura, tan paralizante. ¿Cómo llegué hasta acá? ¿Quiénes son estas personas? ¿Por qué mis piernas no se mueven, mis brazos no responden y mi voz no se escucha?
Mi nombre es Gabriel, y quizás piensen que este es el final de mí historia, pero es apenas el principio de una vida diferente, en la que mi cuerpo se convirtió en un grueso muro de hielo y mi mente y mi alma en las armas que uso día a día para luchar con la convicción de que algún día, de alguna manera, atravesaré ese muro, sin importar cuán pequeña sea la grieta por la que me escape.
Mi vida no ha sido de esas que hacen que a uno lo santifiquen ni mucho menos. Mi vida, hasta ese momento trágico, era una vida relativamente común, como la que quizás tenés vos ahora. Me gustaría contarles quién fui antes del ACV, o quién soy, si bien eso es algo que aún no logro definir con exactitud.
Nací el 9 de agosto de 1969 en Villa María, una ciudad del interior de Córdoba, (y como buen cordobés que soy, me gusta el vino y la joda). Hice el jardín y algunos años de la primaria en una escuela de monjas, hasta que fui expulsado en cuarto grado (entenderán porqué no me van a santificar cuando ya no esté). También pertenecí a un grupo de scouts en el que conocí a mis mejores amigos, y que hasta el día de hoy forman parte de mi vida.
Ya desde pequeño ser travieso era un hermoso don que la vida me había dado. Recuerdo que un día sobre la mesa de luz de mi papá, por motivos que aún hoy desconozco, había una bala calibre 45. La tomé con toda la inocencia y curiosidad que me caracterizaba, y me fui a mi habitación, donde tenía un cajón con herramientas, y dentro de él una planchuela de metal con agujeros. No sé para qué servía, pero coloqué la bala dentro de uno de esos agujeros y con un punzón y un martillo le pegué en el fulminante para hacerla explotar. Y ¡bummm!, el casquillo de la bala se abrió como una flor. No había forma de que tal experimento saliera bien, fue tremenda la explosión dentro de mi habitación y me hizo un corte en una mano. ¡Me salió bien barata la jugada! Cómo explicarles el susto que le di a mi madre, quien ya por aquellas épocas presentía que no iba a ser un niño fácil de controlar.
El colegio secundario lo realicé en una escuela técnica y de esta etapa de mi vida guardo anécdotas y travesuras que aún me dibujan una sonrisa cuando las recuerdo. ¡Advertencia!: No hagan esto en sus casas. Una vez entre muchos compañeros le levantamos el auto a una profesora y se lo pusimos entre dos árboles para que no pudiera sacarlo manejando (si está leyendo esto, ¡mil disculpas profe!). También recuerdo que un día nos estaban enseñando a tornear y uno de mis compañeros traía una lima en la mano, la apoyó en la parte del torno que gira y ésta salió disparada a la cara del profesor (no se preocupen, nadie salió lastimado, y otra vez, ¡disculpas profesor!).
No puedo dejar de contarles el día que con algunos de mis amigos cruzamos en bicicleta un puente que estaba clausurado y no vimos un riel que cruzaba el camino: todavía guardo alguna cicatriz de semejante golpe.
Me veo obligado a insistir con que no hagan esto en sus casas, pero me es inevitable no reírme de estas cosas, que por suerte no terminaron en males mayores. No voy a nombrar a las personas involucradas, pero sólo para que les
resulte menos perturbador el relato, sepan que éramos apenas unos inocentes adolescentes, (¡y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra!).
Voy a arrancar confesando que fueron muchas las veces que nos fuimos corriendo de algún bar sin pagar las hamburguesas; otras tantas las que bajábamos la llave de la luz de los edificios (hasta que nos pusieron media hoja de afeitar en el interruptor y la persona que lo hizo se cortó, dejando un rastro de sangre hasta su casa, y fuimos descubiertos); y múltiples las veces que enterrábamos la cara de algún cumpleañero en la torta y las que cortábamos la torta con una amoladora. Ante todo, chicos muy tranquilos como podrán notar.
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