La concha parlante - Jorge Demetrio Stamadianos - E-Book

La concha parlante E-Book

Jorge Demetrio Stamadianos

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Beschreibung

«Es que, papi, no te enojes, pero... No puedes estar frente a una cámara diciéndole cosas a la gente si no sabes quién es Luis Buñuel.» Con esta frase lanzada por la irreverente Viridiana, Franco Kazán, reportero estrella del Canal 23, se sumerge en el mundo del genial surrealista y finalmente encuentra el amor en esa inclasificable mujer con el pelo hecho rastas. Pero cuando su amada se hunde para siempre en el fondo del océano, la lógica de pesadilla que reina en los films de Buñuel parece reemplazar la realidad que lo rodea. Con la ayuda de una travesti llamada Marlene Dietrich y un apocalíptico rey piromaníaco, Franco intenta esclarecer qué sucedió frente al Hotel Centurión, donde se desató el flagelo que recorre el mundo como "la revolución de los soquetes morados". Sumergiéndose en situaciones que parecen surgidas de la mente del gran Luis Buñuel, Franco intentará recobrar a Viridiana, ignorando que quizás fue él mismo quien, susurrándole a una caracola el nombre de su amada, desató las fuerzas que lo enfrentan a sus secretos más profundos.

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La CONCHA PARLANTE

JORGE DEMETRIO STAMADIANOS

NARRATIVAS

Stamadianos, Jorge Demetrio

La concha parlante / Jorge Demetrio Stamadianos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-42-2

1. Narrativa. 2. Novelas. I. Título.

CDD A860

© 2023, Jorge Demetrio Stamadianos

Primera edición, diciembre 2023

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Coordinación editorialMartín Vittón

Edición Ricardo Baduell

Fotografía del autor Renata Stamadianos

Diseño y diagramaciónLara Melamet

CorrecciónMalvina Chacón y Patricia Jitric

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Para Clotilde, Renata y Vicente,

que sin saberlo susurran maravillas.

La muerte, aquel país que todavía

está por descubrirse,

de cuya lóbrega frontera

ningún viajero regresó…

WILLIAM SHAKESPEARE, Hamlet.

 

 

 

Quiéreme, quiéreme hasta la locura.

MARÍA GREVER, «Júrame».

 

 

 

Antes que el sueño (o el terror) tejiera

mitologías y cosmogonías,

antes que el tiempo se acuñara en días,

el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

JORGE LUIS BORGES, «El mar».

1

Lo que millones aguardaron durante siglos finalmente aconteció y, por alguna extraña razón que todavía no alcanzo a comprender, lo hizo en esta isla perdida del mar Caribe llamada Puerto Azufre.

Manuela respira sentada sobre las sábanas deshechas. Si apoyo mi mano en el nacimiento de sus pechos, puedo sentir los latidos de su corazón; si me desplazo por la habitación, sus ojos me siguen curiosos, sus labios esbozan una sonrisa, como si buscara decirme que no hay nada que comprender.

Lo cierto es que, exactamente una semana atrás, Manuela estaba muerta. Había sido estrangulada, y su cuerpo había sido escondido en un carro de ropa sucia y arrojado al mar.

Sé lo que sucedió, gracias a diferentes testigos que narraron los mismos acontecimientos frente a las cámaras del Canal 23, donde trabajo como reportero. Seres marginales, prostitutas y travestis cuyo testimonio no significa nada para el común de los mortales. Quizás haya sido precisamente el poco crédito que la sociedad otorga a quienes excluye lo que permitió que hoy Manuela esté a mi lado.

Su presencia pone en discusión siglos de conocimiento, la historia de la filosofía y la totalidad del saber enciclopédico, y barre con los esfuerzos de generaciones de anatomistas que se internaron en las profundidades del cuerpo humano para revelar sus secretos a fuerza de disecciones y desmembramientos.

Y si lo anterior no es razón suficiente para justificar el desconcierto en el que hoy nos encontramos, existe una evidencia que de algún modo presagió este abismo: el sofocante calor que se posó sobre la ciudad para dejarnos boqueando como peces fuera del agua, a una temperatura tan pegajosa que logró imponer, en boca de todos los habitantes de Puerto Azufre, las mismas palabras repetidas una y otra vez como un conjuro: “Parece como si el cuerpo estuviera cubierto de babosas”.

Una metáfora perfecta de lo que todos presentían, pero nadie se animaba a nombrar, que era el infierno, y no una simple ola de calor, lo que ascendía de las entrañas de la Tierra.

2

Los afortunados habitantes del territorio continental, de pie sobre la seguridad que otorgan las vastas extensiones de tierra, crecen con la idea de que es lo sólido lo que por naturaleza define la existencia humana. Sin embargo, quienes cumplimos nuestra existencia en una isla presentimos que lo sólido es una idea del mundo equivocada,una noción cuyo error se constata en cuanto, tras largas horas de sobrevolar el mar, planeando por encima de la piel de ese animal capaz de mudar de temperamento ante el menor estímulo, se divisa ese ínfimo promontorio en la inmensidad acuática, ese paraje que aumenta de tamaño a medida que nos acercamos, y que fue bautizado, siglos atrás, con el pintoresco nombre de Puerto Azufre. Un peñasco que podría ser deglutido de una dentellada si el océano así lo dispusiera.

En esta isla del Caribe no existe sitio donde el mar no sea protagonista, donde sus ondulaciones y destellos hipnóticos no estén presentes. En mi caso, esa característica tan apreciada por los turistas, significa vivir rodeado de un cementerio.

Con la frente reclinada sobre uno de los amplios ventanales que dan a la avenida Costera, me encontraba en las instalaciones del Canal 23 observando precisamente el mar, ya que al día siguiente se cumpliría un año desde que Viridiana, junto con otros ciento setenta y seis pasajeros y cinco tripulantes, desapareciera en el avión que la regresaba desde Miami, al hundirse en las profundidades de esa superficie verde esmeralda que yo ahora observaba en silencio.

Desde ese accidente que, con el mayor profesionalismo cubrimos en todos sus detalles, se desarrolló en mí una propensión a permanecer inmóvil durante largos periodos de tiempo. Una reacción involuntaria que mis compañeros habían aprendido a respetar. Podía adivinarlos a mis espaldas conjeturando si recordaba, en ese preciso instante, el fatídico momento en que no pude contener el llanto frente a las cámaras, cuando luego de dos días de intensa búsqueda lo único que apareció enterrado en la arena fue un resto de fuselaje arrastrado por la corriente.

Fue todo lo que el mar nos entregó. El resto, las posibles causas, la caja negra, los destinos truncos de cada uno de los pasajeros del vuelo 96 permanecen sepultados en un misterio que aún hoy se resiste a ser revelado.

Con la ayuda de una manguera un trabajador de la limpieza empujaba sobre la vereda las cenizas, que dos días atrás había esparcido el pavoroso incendio que hipnotizó a la isla, con sus lenguas de fuego devorando la parte superior de la Torre Salazar. El siniestro había embargado por completo la cobertura de los noticieros radiales y televisivos de Puerto Azufre, así como los portales de internet. Innumerables medios internacionales repetían nuestras espeluznantes imágenes de los últimos cinco pisos del edificio más alto de la isla consumiéndose, allí donde las escaleras de los bomberos no habían podido llegar. Y periódicos europeos especializados en asuntos financieros se hacían eco de la catástrofe, ya que el incendio, intencional y premeditado según las investigaciones, había reducido a cenizas el tríplex del hombre más poderoso de la isla, quitándole la vida no sólo a don Mario Salazar, sino también a su esposa, doña Tatiana Méndez de Salazar, y a sus dos criadas.

La familia heredera, generación tras generación, de la mítica Azufrera Salazar, tenía el honor de ser quienes, con su actividad, habían bautizado la isla. Los investigadores avanzaban entre los hierros retorcidos de ese monumento al progreso que los Salazar habían levantado veinte años atrás y que hoy se elevaba como un cerrillo chamuscado.

—¿Te encuentras bien?

Soraya Huntington, la corpulenta directora de la estación televisiva, quien me sobrepasaba al menos por media cabeza, movía los dedos con rapidez sobre su móvil, fiel a su imposibilidad casi enfermiza de quitar la vista de la pantalla.

—¿Por qué lo preguntas? —le contesté.

—Tú sabes. Te vi como ido y quería chequear.

—Gracias por preocuparte.

—¿Alguna new sobre el cadáver del puerto?

—Sigo aguardando el llamado de Elías.

Soraya hizo un gesto de aprobación, ya sumida en sus propias rumiaciones, y prosiguió camino a su oficina, enfundada en uno de sus característicos trajes sastre, siempre dos talles más pequeños de lo que su cuerpo exigía.

Si bien el incendio premeditado de la Torre Salazar nos había conmocionado y sus repercusiones seguramente se extenderían durante días, lo que esperábamos en la estación era el informe forense sobre el cadáver que había aparecido flotando en el puerto, y que un grupo de pescadores había logrado arrebatar a los tiburones a garrotazos. Los resultados de la autopsia nos indicarían si se trataba de un simple ahogado más o si un nuevo caso se sumaba a las calamidades que se abatían sobre Puerto Azufre.

Las señales habían comenzado el día en que los restos aparecieron en los basurales que rodean a la ciudad: un muslo envuelto en hojas de diario, un torso tironeado en lenta procesión por las ratas, un pedazo de carne en forma de pantorrilla… Finalmente el hallazgo de tres cabezas sofocadas en bolsas de polietileno aportó las piezas faltantes. Los restos identificados pertenecían a dos mujeres y un hombre: Zoé Beatriz Saldaña, Amelia Stephen y Prince Alberto Ceballos. Cuerpos jóvenes con profundas marcas en los tobillos y las muñecas. La piel lacerada y los labios despedazados confirmaban el rumor de que había desembarcado en la isla la producción de uno de los objetos de culto más extraños de este siglo: snuff movies, películas pornográficas donde la escena más esperada es el asesinato de un ser humano.

Y si estas evidencias no bastaban para demostrar que un verdadero flagelo se había adueñado de la isla, imágenes de un realismo escalofriante aparecieron poco después en un sex shop de Bangkok. Caras desfiguradas por el dolor, sangre roja, pegajosa y real, y cuerpos vivos que encajaban a la perfección con los restos hallados en los basurales.

Nadie podía acusarme de no haberlo advertido. Los años de experiencia otorgan una capacidad de premonición y yo podía percibir que algo se estaba gestando, porque precisamente ese es mi trabajo: ser el vigía de la infinidad de hechos que se suceden a diario, para después abofetear a la audiencia. Que entiendan que, si no fue su madre, su hijo o ellos mismos los que aparecieron con el cogote quebrado a un costado de la autopista, es simplemente porque ese día la suerte estuvo de su lado.

Yo mismo puse al aire un informe especial que mostraba los anuncios en idioma extranjero, los tours a países remotos ofreciendo orgías y esclavos en ciudades de nombres exóticos como la nuestra, advirtiendo que el fenómeno golpearía nuestra economía basada principalmente en el turismo, además de poner en peligro la vida de cientos de jóvenes que encontraban en la prostitución una de sus pocas salidas laborales. La realidad que se instauró en el mundo cuando un virus que nadie parecía comprender paralizó el planeta, en esta isla se tradujo en el cierre preventivo del puerto, que causó el cese definitivo del arribo de grandes cruceros, engranaje fundamental de la economía informal de Puerto Azufre. Sólo así pudo tomar forma, entre los trabajadores de la noche desprovistos de clientes, una idea que habría sido inadmisible antes de la pandemia: que participar en una de esas aterradoras películas era un riesgo que valía la pena correr. Los rumores aseguraban que un escandaloso yate flotaba en aguas profundas y dos embarcaciones rápidas daban vueltas a la isla prometiendo altas sumas de dinero a posibles víctimas.

El celular vibró en mi mano. Era mi viejo amigo, el inspector del departamento de policía, Elías Villarejo.

—¿Qué hubo, Elías?

—¡El mismísimo infierno, Kazán! ¡Cuarenta y un grados centígrados, mi hermano! ¡Cuarenta y uno y subiendo!

—¿Desde cuándo te lamentas del bochorno, marica?

—¡Esto es más que bochorno, larva! ¡El asfalto burbujea!

—Si me ligas pa’ platicarme del pronóstico te derivo a nuestro experto.

—¡No me bulshitees, burgués! ¡Atrévete a dejar esa pecera bonita y refrigerada, y arrastra tus nalgas hasta la estación donde sólo nos ponen ventiladores de techo!

—¡Regálame una primicia, compadre! ¿Qué hubo con el ahogado?

—Masculino y extranjero.

—¿Posible actor de snuff?

—Negativo. Obeso mórbido y de pichila inofensiva.

—¡No me ayudas, Elías! ¡No me ayudas!

—Entre los cuarenta y cinco y cincuenta años, siete puñaladas en el torso.

—Nueva víctima de robo atacada por algún perro rabioso —lo interrumpí—. ¿Qué hago con eso?

—¡Deja que acabe, pata sucia! El torso, sin pies y apenas un brazo, sostenía el traje de baño y atado al mismo, ¿qué crees?

—¿Qué?

—Una anilla del Hotel Centurión con la llave de su cuarto.

—De sólo pensar que tengo que aventurarme hasta el Centurión me sobreviene el vértigo. ¡Regálame algo que no sepa sobre la chamuscadera!

—Información embargada.

—Dispara.

—¿Hot dog y birra en lo del Gordo?

—Doble hot dog.

—El seguro despachó un gringo desde Houston. Estuvo toda la mañana husmeando entre los hierros carbonizados. Jura que al menos sesenta litros o más de gasolina utilizó el cabrón pa’ semejante destrozo.

—¿El cabrón? —pregunté—. ¿Por qué dices “el cabrón”? ¿Es masculino el pirómano?

Del otro lado de la línea se produjo un silencio.

—¡Tu puta madre, Kazán!

—¡Desembucha, Elías!

—¡Me cortan los huevos si esto se filtra!

—Seré una tumba, mi hermano.

—Te voy a enviar la foto que seguramente liberemos del sospechoso, ¡pero tú no puedes dar esta primicia!

Un nuevo mensaje entró en mi teléfono. Abrí el archivo. El pasaporte mostraba a un hombre joven de indudable belleza: rostro delgado y amplios labios carnosos, ojos verdes casi transparentes, el cabello largo peinado hacia atrás y un aura de confianza y seguridad que sólo puede transmitir una familia poderosa.

—¿Llegó? —preguntó Elías.

—¿Quién es?

—¡Ni en tu imaginación más afiebrada podrías adivinarlo! —hizo una pausa antes de continuar—. ¡El puto heredero!

—¿Mateo Salazar?

—¡El que viste y calza! Al parecer regresó tres días atrás, después de pasarse cinco años estudiando en Berlín.

—¿Y un día después incinera la casa de sus padres?

—Los padres, las criadas, ¡y el hijueputa de paso se carga siete vecinos de los pisos inferiores!

—Carece de toda lógica.

—¿Y desde cuándo un lunático la tiene?

Me cortó. Quedé temblando. La información que me había entregado era extremadamente perturbadora. Mateo Salazar era el único heredero del holding y las últimas investigaciones que habíamos efectuado, a raíz de la violenta muerte de sus padres, señalaban que acababa de finalizar un posgrado especializado en Ingeniería Ambiental en la Universidad Tecnológica de Berlín. Si había regresado a Puerto Azufre días atrás, las autoridades habían logrado mantenerlo en secreto. Lo que sabíamos era que el servicio diplomático se había puesto en contacto con Interpol y que rastreaban su paradero en Europa, donde supuestamente se encontraba de viaje luego de finalizar sus estudios. Todos en Puerto Azufre especulaban con su llegada, a la espera del momento en que la nube de reporteros y camarógrafos lo retratara quebrado, portando gafas oscuras, atravesando en silencio el aeropuerto de la isla y negándose a hacer declaraciones. ¿Por qué alguien que lo tiene todo querría arruinarse la vida con un acto incomprensible? ¿Cuáles eran los motivos ocultos para justificar un parricidio de esa magnitud? La información que me había entregado Elías era un aguijón clavado en mi mente y debo reconocer que por un momento logró hacerme olvidar del primer aniversario de la desaparición de Viridiana.

Soraya decidió que nos diéramos una vuelta por el Hotel Centurión, con la esperanza de recoger testimonios que nos permitieran editar una nota sobre el turista acuchillado y variar la tónica de las noticias de los últimos días, centradas exclusivamente en el incendio. Me detuve unos minutos en el camerino, donde pude comprobar que Elías, al menos en relación con la agobiante ola de calor y sus consecuencias apocalípticas, no estaba errado.

—¡Qué pena con usted, don Franco! —se agitaba Carmen, la maquilladora, riñendo con el makeup que apenas se adhería a mi rostro—. Anularon el aire de los camerinos porque temen que con estas temperaturas exploten los equipos, ¡y mire!

La base se escurría como agua a pesar de sus esfuerzos. Doña Lourdes, la ordenanza, me abanicaba agitando una revista de chimentos.

—¡En el barrio ‘tán todos boqueando como peces! —exclamó la mulata, siempre atenta a traernos un refrigerio, un cafecito o agüita fresca enfundada en su delantal turquesa—. ¡Y en la capilla los cirios se hunden en charcos de cera por el bendito sofocón! ¡El padre dice que es el mismo infierno que asciende desde las entrañas por lo mal que actuamos!

—Dígale al curita de su parroquia, doña Lourdes, que si bien las temperaturas son inusuales para esta época, lo que él denomina infierno en realidad se conoce como sistema de alta presión anticiclónico.

Benito Quintero, el veterano presentador del pronóstico meteorológico, aguantaba estoicamente su turno, sentado a mi lado con un pequeño ventilador portátil de mano.

—No es más que el bendito calor africano que nos visita siempre para esta época. “Siroco” lo llaman en la bella Italia —observó.

—Deje que los europeos se entretengan con sus mentiras, don Benito. ¡Aquí sabemos que de África sólo llegan los ángeles de las tinieblas a freírnos por los millones que fueron esclavizados! ¡Se lo digo yo que soy mulata! Y Dios me perdone, pero la prueba la tenemos frente a los ojos, ¡que algo habrá hecho ese don Salazar pa’ arder como ardió! ¡Hasta voy tentada de comprar un velón y prometerle al niño Jesús que me meto a monja si nos salva de esta!

—¡No empeore la vaina, doña Lourdes!

Quien así la azuzaba era mi fiel compañero Mannó Brown, el camarógrafo que me acompañaba desde el primer día, que acababa de asomar su cabeza de negro haitiano en el camerino.

—Si usté se mete a monja, ¡seguro se desata el apocalipsis! —añadió.

Benito Quintero se reía con su voz grave, pero la maquilladora se encontraba demasiado afligida para participar.

—Es lo mejor que puedo hacer, don Franco —se lamentó mientras giraba la silla para que me viera en el espejo.

—Mejor imposible, Carmen.

—Usted siempre tan comprensivo, don Franco.

Me quité las hojas de papel que Carmen había colocado para proteger el cuello de mi camisa y las arrojé al cesto.

—Se me cuidan —dije a modo de despedida.

—Y usté se me cuida también, Franquito.

La negra Lourdes me tomó la mano emocionada.

—Aquí todos lo apreciamos y sabemos lo cuesta arriba que pueden resultar estos conmemorativos.

—Les agradezco de corazón —dije.

Consternado y circunspecto, Quintero me apoyó la mano en el hombro y todos guardaron silencio.

 

 

Minutos después, con Mannó al volante de la unidad de exteriores, dejábamos atrás la avenida Costera que corre paralela a la Bahía Mayor a lo largo de sus seis kilómetros y nos internábamos en el angosto túnel que lleva al Centurión. En la parte posterior del móvil, Tania Santana, la operadora técnica, una lesbiana rolliza fortalecida por el levantamiento de pesas, y enfundada en una sudadera que declaraba TODOS SOMOS WUHAN, aspiraba su cigarrillo electrónico y daba los últimos ajustes al panel de control.

Cuando aparecimos del otro lado del corredor que atraviesa el morro, y volvió a hacerse la luz, surgió frente a nosotros el verdadero corazón de Puerto Azufre. La ladera conocida como Leningrado, un enjambre humano en permanente movimiento, donde construcciones precarias y coloridas se amontonan sin ningún orden entre angostas calles de tierra permanentemente empantanadas, que pocas veces logran resistir la tan temida temporada de lluvias con sus trágicos deslizamientos. La explosión de colores, frituras y música tronando en bocinas y parlantes de todas formas y tamaños es una ola imposible de evitar. Los aromas picantes y agridulces atraviesan los conductos de ventilación y el volumen de las canciones hace vibrar el carro aun con las ventanillas cerradas, como si toda la barriada fuera la muestra desfachatada pero indiscutible de que la isla de Puerto Azufre está definitivamente anclada en tierras latinoamericanas.

Niños descalzos que empujan un carro con torres de elotes que se tambalean desafiando la ley de la gravedad, jaurías de perros flacos que se revuelcan en el riacho contaminado, son paisajes con los que crecí y donde acudo cuando siento que el mundo ya no tiene sentido. Protegido detrás de la ventanilla veía pasar ese mundo del que me había eyectado a un apartamento rentado en la zona “civilizada”, aunque con la certeza de que era Leningrado lo que daba a Puerto Azufre su color único entre las islas del Caribe.

Mannó se internó en el vertiginoso camino que deja atrás Leningrado y conduce hasta el Hotel Centurión bordeando acantilados con vistas panorámicas capaces de quitar el aliento incluso a los lugareños. Teníamos por delante veinte minutos de zigzag continuo, por lo que me acomodé en la butaca clavando la mirada en la distancia para no marearme. Recortado contra las últimas luces del atardecer, un avión de línea se elevaba contra el cielo más allá de las formaciones rocosas. En un avión así fue que conocí a Viridiana.

Mi amigo Albert Duque había convencido a seis modelos de su agencia en Miami de salir en un reventón por el fin de semana a bordo de su yate, con la excusa de que una “celebrity” de Puerto Azufre —en este caso, yo— estaba fisgoneando la posibilidad de sumar un partenaire al noticiero. Fueron dos días de sexo desatado, de rumba furiosa, de langostas grilladas, papeletas de éxtasis y botellas de champagne francés que se iban apilando y balanceando de un lado a otro de la embarcación, mientras atracábamos en playas paradisíacas de islas desiertas que sólo Albert conocía, celebrando orgías en la playa luego de zambullirnos los ocho completamente desnudos y alcanzar la arena.

A pesar del exceso de metanfetaminas, a los veintinueve años el cuerpo todavía es una muralla impenetrable y ahí estaba yo, recobrando fuerzas en el asiento del avión, con un rostro de felicidad obscena, despatarrado con mi camisa abierta mostrando mi pecho musculoso tostado cuando la vi. Lo primero que noté de Viridiana fue la maraña de rastas que desbordaban de un rodete de seda verde esparciendo largos mechones con forma de habanos sobre sus hombros. Siempre tuve debilidad por las cabelleras indomables y, mientras se acercaba buscando su asiento, me entretuve intentando adivinar qué clase de persona sería la que andaba por la vida con esa mata coronando su cabeza. Cuando se detuvo frente a mi hilera de asientos, enfundada en lo que parecía una túnica árabe tornasolada, calzada con unos gastados borceguíes de cuero sin cordones, unos ojos negros perforaron la cortina de mechas enruladas buscando la numeración.

—Creo que tengo la ventanilla —concluyó.

—No hay problema —respondí, y salí al pasillo para que pudiera ocupar mi lugar.

Un olor a mirra y especias orientales me envolvió cuando Viridiana pasó a mi lado.

—¿Primera vez en Puerto Azufre? —pregunté.

—¡Qué va! —sacudió la cabeza mientras se llevaba a la boca un dátil—. Vivo en la isla.

Extendió un sobre de celofán ofreciéndome uno.

—¿Y tú? ¿Primera vez que nos visitas?

—Yo también soy de Puerto Azufre.

Me quedé unos segundos observándola con mi sonrisa de reportero profesional, invitándola a dar el siguiente paso, que yo sabía inevitable.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó desconcertada.

—Si eres de Puerto Azufre, es imposible que no sepas quién soy —disparé con arrogancia.

Se corrió unas rastas para estudiarme con detenimiento.

—Tu rostro no me suena.

—¿El noticiero de la noche del Canal 23?

—¡Con que esas! —soltó con una carcajada—. ¡Un propagador de fake news! Conmigo pierdes el tiempo. No veo televisión —sentenció, y volvió a llevarse un dátil a la boca, donde un aro con una minúscula piedra ámbar le perforaba la comisura del labio superior.

—¿Jamás?

Viridiana negó con la cabeza y extrajo otro dátil.

—La comida chatarra no es lo mío.

—¡Qué triste que pienses así de mi trabajo! —contesté.

Pero Viridiana, por toda respuesta, arqueó las cejas y continuó buscando dátiles.

—¿Y se puede saber cómo se llama la niña que vive en una probeta? —insistí.

—Viridiana.

—Viridián —repetí, quitándole inadvertidamente la última letra de su nombre—. Bonito nombre. Francés, ¿verdad?

—Es Viridiana. Con “a” final —esta vez Viridiana sonrió agachando la cabeza y mordiéndose levemente el labio inferior—. Pero se ve que tú debes estar acostumbrado a decir lo primero que se te viene a la cabeza para entretener a tus televidentes.

—Espera, espera —balbuceé, buscando en mi cabeza qué responder ya que su tono comenzaba a molestarme.

—Y un tal Buñuel me imagino que tampoco te suena, ¿no? —hundió sus dedos en la bolsita de celofán y me habló sin levantar la vista—. Piénsalo. Tómate un tiempico. —Su tono era de una soberbia insoportable. Era evidente que lo estaba disfrutando—. Don Luis Buñuel —volvió a repetir. Se llevó otro dátil a la boca y lo mordió observándome desafiante—. Tampoco, ¿verdad?

—No —respondí enfadado.

—Es que, papi, no te enojes, pero… —Viridiana apoyó sus dedos largos y delicados sobre mi mano y por primera vez me observó sincera—. No puedes estar frente a una cámara diciéndole cosas a la gente si no sabes quién es Luis Buñuel.

La azafata solicitó que nos abrocháramos los cinturones. Viridiana aprovechó para ponerse unos auriculares. Yo repetía una y otra vez el nombre de Luis Buñuel y me maldecía por haber quedado en ridículo.

El avión despegó.

Viridiana se acomodó contra la ventanilla haciéndose un ovillo y dobló sus piernas sobre el asiento. Sus pies, con anillos que adornaban sus pequeños dedos, me rozaron hasta acomodarse involuntariamente contra mi pierna, transformándose en un objeto irresistible en la penumbra del avión; era un animal hermoso y adormecido que me invitaba a llenarlo de besos. Estaba sumido en la contemplación de esa suave piel color oliva, de una tobillera con campanillas que ceñía su delgado tobillo, entrecerrando los ojos para dejarme penetrar por ese sudor dulce con ramalazos de clavo de olor que despedía su cuerpo, cuando me pidió permiso para pasar al baño. Cuando regresó aproveché para reiniciar nuestra conversación y logré que hiciera a un lado ese aire de superioridad que tanto me había incomodado.

Me contó que regresaba tras cuatro meses en Estambul perfeccionando técnicas de danza oriental. Nos sirvieron la cena y le rogué que me dijera quién era ese Luis Buñuel.

—Es que para quienes nos interesamos en el arte, hay un antes y un después de haber visto su obra. ¡Buñuel fue un gigante! No hay forma de que te explique quién es si no has visto su trabajo.

—¿Es un pintor?

—¡Buñuel fue un español loco que se enamoró de la magia y la locura que corre por estas tierras! ¡Un visionario! Llegó aquí por trabajo y se quedó viviendo muchos años en México, hasta que ya de viejito regresó a España, donde había nacido. Don Luis fue un chamán, un intuitivo que sabía que, en este mundo tan racional y ordenadito, existe un animal que no conocemos, una bestia agazapada dispuesta a saltar sobre nosotros en el momento menos pensado y hacer trizas todo lo que pensamos.

Me quedé callado, observándola en silencio, verdaderamente impresionado por lo que acababa de escuchar, enamorado hasta la médula porque finalmente estaba frente a una mujer que no sólo era tremendamente guapa, si no que era capaz de desafiar mi inteligencia con argumentos e ideas que yo desconocía por completo.

—¡Guau! —fue lo único que atiné a decir.

Viridiana rio con ganas.

—¿Ahora eres un can?

—Es que ¡no hay nada que pueda añadir a eso tan bello que dices! —respondí.

—A don Luis le hubiera gustado. Ser perro no está mal.

Su mano volvió a abrirse camino entre sus rastas mientras me estudiaba.

—Pero, volviendo a Buñuel, lo más bello de su legado es la forma que encontró para hacernos entender esta locura en la que estamos metidos.

—¿Es un escritor?

—No voy a caer en tu trampa, reportero —limpió su boca con una servilleta de papel mientras volvía a reírse—. No voy a darte la vaina masticadita y lista para tragar como haces tú con tus televidentes.

Intuí que el humor era un arma que podía funcionar.

—¿Estás insinuando que este reportero no hace otra cosa que desparramar sucios bolos alimenticios a su audiencia?

Viridiana rio con fuerza, sin importarle las miradas de desaprobación de los pasajeros que nos rodeaban.

—¡Exactamente eso! ¡Un bolo alimenticio! —cuando reía, sus ojos brillaban con una vitalidad que nunca volví a ver en otra mujer—. ¡Eso es lo que hacen quienes son como tú! ¡Alimentarnos a papilla como críos! —volvió a reír—. Lo único que voy a decirte es que don Luis hizo una película tan chévere que mi padre, que es fanático de su obra, me puso el mismo nombre.

—¡Guau! —repetí.

—Ahí surgió el perro una vez más.

—Un can meneándole el rabo a su film preferido —le solté.

Nos quedamos en silencio, observándonos, mientras la azafata daba indicaciones de abrocharnos los cinturones y prepararnos para el descenso.

—Eres ocurrente, reportero.

—Deberíamos volver a vernos —aventuré mientras enderezaba el asiento.

—La isla no es tan grande. Dejemos que el destino nos vuelva a reunir. Y si eso sucede, y si ya averiguaste quién es don Luis, ¡y sobre todo quién es Viridiana!, te prometo que nos tomamos unas chelas.

Mientras aguardaba a que la cinta transportadora me entregara el equipaje, observé cómo Viridiana traspasaba el control aduanero y se abrazaba largamente con un personaje dibujado a su medida: un hombre flaco y musculoso, un poco más alto que ella, de largo pelo oscuro atado en la espalda formando una coleta.

Después de atravesar rápidamente los controles, ya que mi rostro nunca inquietó a los agentes de migraciones, los hallé tomando un café, agarrándose las manos sobre la mesa, y pude observar que el hombre, además de llevar un pantalón de cuero negro con una chaqueta del mismo material sin nada debajo, portaba en el rostro un parche negro que le cubría el ojo izquierdo.

3

El Hotel Centurión se ubica en la zona conocida como Las Grutas, una formación de columnas rocosas que surgen del mar como los dedos de una mano. Las primeras asoman aproximadamente a un kilómetro de la costa y luego van multiplicándose a medida que se acercan a tierra. Desde la altura dan la impresión de un laberinto. Muchos de los extraños monolitos alojan grutas y cavernas que, en algunos casos, se abren paso formando túneles. Este accidente geográfico único en el mundo es uno de los puntos de visita obligados de Puerto Azufre.

El lugar se hizo todavía más famoso luego de que el gobierno decidiera transformar la antigua misión San Juan en un lujoso hotel, el Centurión, emprendimiento fuertemente criticado ya que las astronómicas sumas que supuestamente se invirtieron no lograron arrancarle su antiguo brillo a la antigua fortaleza, aunque sí, y muy seguramente, abultarles el bolsillo a los funcionarios de turno.

Las altas paredes de grandes bloques de roca y pequeños ventanucos encumbrados sobre los acantilados, con el mar que golpea debajo, siguen siendo las de una obra construida con fines militares antes que para brindar descanso. Pero paquetes turísticos a bajo precio habían logrado imponer el Centurión como destino, sobre todo para lo que con desprecio los isleños llaman “turismo basura”, ejercido por consumidores que eligen invariablemente los paquetes all inclusive y a los que es imposible arrancarles un dólar por encima de lo que ya han abonado.

Los últimos tramos de la zigzagueante ruta son realmente empinados. Antes de llegar al hotel, el camino atraviesa una serie de explanadas donde todavía pueden verse las heroicas hileras de cañones que, en más de una oportunidad, de acuerdo con las crónicas históricas, lograron repeler el ataque de buques piratas.

Mannó conducía la unidad móvil bordeando la valla metálica que delimita el acantilado cuando comenzaron a surgir, bajo la última luz del crepúsculo, los habitantes de la noche: un negrazo musculoso con una minúscula tanga rosa que transparentaba su sexo, otro exhibiendo un arnés de cuero negro con argollas y tachas brillantes que, al vernos, nos sonrió inclinando apenas su sombrero de cowboy a modo de saludo y, junto a ellos, una mulata de nalgas protuberantes con una cascada de collares dorados que salpicaba sus hermosos senos.

—No todo es trabajo, mi amor —le expresó a Mannó, que conducía asomado a la ventanilla.

—Demasiada dinamita para esta vieja bolsa de huesos, mami.

—Puedo ser suave, papi.

—¡Te quiero! —la cortejaba sonriente Mannó.

La mulata nos arrojó un beso con sus labios húmedos y brillantes.

—¡Pobres criaturas! —sentenció Tania desde su butaca.

—¡No menosprecies el principal atractivo turístico de la isla, mujer! —la desafió Mannó.

En una de las pesadas puertas de madera que antiguamente permitían el ingreso a la fortaleza, el conserje del hotel, a quien ya habíamos entrevistado en varias oportunidades, discutía acaloradamente con un prostituto.

—¡Checa esa libélula turquesa! —señaló Mannó.

El muchacho, joven y negro, llevaba una ajustada calza pegada a sus contorneadas piernas y una camisa de raso celeste con volados exhibiendo sus músculos. El conserje intentaba que no se acercara a una mujer mayor, bastante alterada, que con su cartera abierta en las manos hacía gestos de que ya no tenía más dinero.

—Otro digno representante de la actividad más lucrativa de la isla, como tú los llamas. Hasta que acabe descuartizado en una snuff —agregó Tania exhalando una columna de humo.

Luego abrió de un golpe la ventanilla y asomó medio cuerpo fuera del móvil.

—¡No te dejes robar! ¡Si no te abona lo pactado, la denunciamos!

Los tres giraron sus cabezas.

—¡Somos del Canal 23! —vociferó Tania—. ¡Y estamos de tu lado!

El conserje, sin perder un segundo, extrajo unos billetes y los arrojó al aire, dando por terminada la discusión.

El joven de camisa turquesa recogió los billetes y los escondió bajo de su gorra.

—¡Gracias, tesoro! —le agradeció a Tania con una voz grave y herrumbrosa.

—¿Te pagó lo debido?

—¡Y más!

El muchacho sonrió y una constelación de una blancura deslumbrante iluminó su rostro.

—¡Bien! —exclamó Tania, mientras chocaba palmas con el muchacho—. Mi nombre es Tania. Cualquier problema me avisas, ¿sí? ¡Vamos a estar en el Centurión!

—Mi nombre es Wilmer. Si quieres pasarla rico, me avisas.

Mannó aceleró y el muchacho quedó atrás.

—¡Por ahora me gustan las panochas, morenote! Pero si cambio de opinión te dejo saber. ¡Cuídate, Wilmer!

Tania tenía razón. Por más que las autoridades intentaran darle a Puerto Azufre la apariencia de un país progresista, en sintonía con las transparentes finanzas mundiales, la industria del turismo en la isla giraba casi exclusivamente alrededor de la prostitución, la inseminación artificial se resolvía con la venta ilegal de niños y niñas y nuestro pujante centro financiero en realidad era el escondite de una maraña de empresas fantasma capaces de lavar cualquier suma de dinero, como surgió detalladamente en los últimos informes de organismos mundiales centrados en los Panamá Papers.

Cuando pocos minutos después desembocamos en la amplia explanada que rodea la entrada principal del Hotel Centurión, el sol ya había desaparecido del horizonte y una densa niebla trepaba desde el océano. Niños y niñas descalzos corrían junto al móvil acompañándonos el último trecho del camino, hasta que traspasamos la entrada y avanzamos por la avenida bordeada de palmeras, desembocando en la rotonda que permite la libre circulación de vehículos. Mannó aparcó la unidad de exteriores en el espacio destinado a las visitas.

—Aquí las espero, ladies —comentó Tania mientras estiraba las piernas y hacía ejercicios de elongación reclinándose sobre el capot de la camioneta.

Un par de choferes apoyados en sus taxis se codearon al vernos pasar y el botones, que fumaba bajo la luminosa marquesina del hotel, apagó el cigarrillo contra la suela de su zapato y se lanzó entusiasmado hacia nosotros.

—¡Muy buenas noches, don Franco! —exclamó mientras se acercaba—. José David Ureña, su servidor.

Terminó de calzarse la galera y nos tendió la mano.

—Lamentamos las desafortunadas circunstancias bajo las que tenemos el honor de recibirlo.

—¡Ni una palabra más, Ureña! —tronó la voz del conserje que había estado discutiendo con Wilmer, lanzado por la puerta giratoria—. Efraín Loza, conserje del Hotel Centurión —se presentó, apartando bruscamente al botones—, y único vocero autorizado a hablar frente a las cámaras.

A pesar de que el calor había disminuido considerablemente y se presentía la lluvia en la atmósfera, se pasaba un pañuelo por el cuello para evitar que el sudor le manchara la camisa.

—Es un placer tenerlo nuevamente en nuestras instalaciones, don Kazán. Dígame cómo podemos ayudarlo.

—Es por el turista que se hospedaba en el hotel y que habría sido acuchillado, don Efraín. ¿Le parece bien si encendemos la cámara y le hacemos unas preguntas?

—¡Faltaba más!

A una señal de Mannó, comencé mirando a cámara:

“Lamentablemente la tragedia y la inseguridad vuelven a pegar en el sitio donde esto menos debería ocurrir: el turismo. La actividad más pujante de esta isla podría verse gravemente perjudicada si las autoridades no toman urgentemente los recaudos necesarios para detener la ola de violencia que parecería haberse ensañado una vez más con Puerto Azufre. Esta vez habría sido aquí, en el Hotel Centurión y sus inmediaciones, donde, de confirmarse la autopsia en la que trabaja actualmente el cuerpo forense del Departamento de Policía, habría sido asesinado de siete puñaladas un turista que se hospedaba en el prestigioso establecimiento”, giré para entrevistar a don Efraín y le acerqué el micrófono.

—¿Qué información nos podría dar sobre el supuesto asesinato?

—Muy buenas noches. Mi nombre es Efraín Loza, conserje de esta maravilla que tenemos detrás, la conocida misión San Juan, hoy recuperada y transformada en este bellísimo establecimiento cinco estrellas, el Hotel Centurión.

—¿Qué nos podría decir sobre el huésped que aparentemente habría sido asesinado? —insistí.

—Por lo que sabemos nosotros hasta el momento, aquí nada ha ocurrido. El Hotel Centurión sigue funcionando normalmente.

—Sin embargo, los pescadores que esta mañana recuperaron el cadáver disputándoselo a los tiburones aseguran que, por la dirección de las corrientes, existen grandes posibilidades de que el cuerpo haya sido arrojado al mar precisamente desde aquí, desde Las Grutas.

—Hasta el momento no contamos con ninguna información oficial al respecto —repitió el conserje, manteniendo su sonrisa.

—Sin embargo, en la Oficina Forense aseguran que la víctima lleva colgando de su traje de baño la llave de una habitación con el logo del hotel.

—Permítame recordarle, don Franco, a usted y a toda la audiencia, que el Hotel Centurión cuenta con un exclusivo guest shop que a diario visitan los cientos de turistas que se acercan para apreciar esta maravilla geográfica única en el mundo. Podría tratarse fácilmente de alguien que adquirió un llavero de recuerdo como souvenir y no necesariamente un huésped.

Le hice una seña a Mannó para que cortara la grabación.

—Don Efraín, convinimos en que me daría información relevante.

—¿Cómo decírselo de forma precisa pero sin ofenderlo, don Franco? —el pañuelo volvió a aparecer en su mano.

—Hable con confianza.

—Me cortan los huevos si abro la boca —sentenció.

—¡Aquí, camarógrafo! ¡Aquí! —una poderosa voz de hombre, pero con inconfundible inflexión femenina sonó a nuestras espaldas—. ¡La Dietrich te lo cuenta!

Una silueta se recortaba desdibujada en la niebla, vociferando desde los acantilados.

El botones dio un paso adelante, ofuscado.

—¿Va a dejar que la Dietrich le cuente, don Efraín? ¡La Dietrich! La vez que podemos salir en la televisión.

Una travesti alta y musculosa, vestida como la diva alemana, emergió de la niebla contorneándose.

—¡Somos del Canal 23 y estamos buscando información sobre un huésped asesinado! —grité.

—¡Y lo bien que haces, mi amor! ¡Aquí estamos todas aterrorizadas!

—¿Estarías dispuesta a hablar frente a las cámaras?

—¡Nací para el séptimo arte!

—Veamos qué podemos sacarle —le dije a Mannó.

—Si van a filmar algo con personal no autorizado —intentó disuadirnos el conserje—, entonces les voy a tener que solicitar que por favor lo hagan fuera de las instalaciones del Hotel.

—¿Quién te ha preguntado nada, gordo cochino? —le gritó la Dietrich.

—Por favor, don Franco —insistió el conserje, casi suplicándome.

—¡Deberías pagarme por hacerte publicidad! ¡Y no vuelvas a pedirme favores cuando estemos solos!

Exactamente bajo la entrada que marca el límite de la antigua misión San Juan, el conserje volvió a estrecharme la mano.

—Les agradecemos que se hayan tomado la molestia de acercarse hasta aquí. Esta casa es su casa y pueden regresar cuando quieran, que siempre serán bienvenidos.

—Soy Marlene —dijo la travesti tendiendo su mano cubierta por un guante que le llegaba hasta el codo, mientras con la otra sostenía una larga boquilla blanca.

—¡Impresionante el parecido! —comenté, y dio una voltereta para que apreciáramos mejor su figura—. ¿Por qué la elegiste?

—¡Porque las dos nos abrimos camino mamando vergas y comiendo coños! —rio desenfadada y, en un gesto seguramente repetido infinidad de veces frente al espejo, se cruzó al cuello la boa de plumas llevándose la boquilla a la boca.

—¿Qué puedes decirnos del turista asesinado?

—¡Que esas cosas suceden a diario! Esto que tú ves aquí ahorita desierto —señaló la explanada apuntando con su boquilla—, es porque muchas trabajadoras tenemos miedo, que si no: Welcome to Babilonia, baby! Aquí llegan los contingentes que descienden de los cruceros porque saben que lo que en otras islas está penado por la ley ¡aquí abunda! Babies para adoptar, damitas sin desflorar, ¡o machotes que pagan cash por el cartucho de dinamita de la diva de las piernas perfectas!

La Dietrich se tomaba la entrepierna y sacaba la lengua lascivamente. La cámara la excitaba.

—¿Cómo se llama el moreno? —preguntó guiñándome un ojo.

—Mannó —respondió el negro.

La Dietrich se subió la pollera que ceñía sus pequeñas caderas hasta mostrar sus bragas.

—¡Muéstrale estos muslos al mundo, mi negro! —levantó su pierna de bailarina—. ¡Ni la original las tenía así de torneadas!

—¿Y qué con las snuff movies? —pregunté—. ¿No te da temor?

—¡Qué más quisiera yo que uno de esos extranjeros me descubra!

—Pero han aparecido cadáveres mutilados, y las filmaciones que sabemos que se realizaron en Puerto Azufre se venden hoy en los mercados negros de todo el mundo.

—El destino final y trágico de una estrella: ¡morir frente a las cámaras y ser recordada eternamente!

—¿Aunque te descuarticen?

—Morir en París, morir en Hong Kong, morir en New York —declamaba la diva llevando su cabeza hacia atrás y aspirando la boquilla—. ¡Morir una y mil veces! Eternizada en la pantalla, ¡y regresada a la vida cada vez que alguien quiere ver tu última y grandiosa performance!

—¿Sabes algo del asesinato del turista que se hospedaba en el hotel?

La Dietrich dudó un instante, como si esa pregunta sobre la cruda realidad la hubiera desconcentrado de su performance.

—¿Otro? ¿Hubo otro muertito o tú te refieres al de la semana anterior?

—Encontraron los restos esta mañana, y creen que sucedió anoche.

Abandonando su personaje de diva, Marlene miró hacia los acantilados como intentando penetrar la niebla.

—Apaga esa cámara —le aconsejó cómplice a Mannó—. Apágala un segundico.

Mannó bajó la cámara de su hombro. La Dietrich se acercó cautelosa.

—Hace un par de días que anda por allí un niño bien extraño —nos informó bajando el tono de su voz.

—¿Quién?

—Mateo dice que se llama, pero quizás no sea ese su nombre. Le ofrecimos todo tipo de servicios, pero nada, niente, niet! Está como loco, ¡como extraviado! —la mirada se le iba constantemente y con recelo hacia los acantilados—. Imagínate que a mí esta profesión me ha dado como un sexto sentido y yo puedo asegurarte que algo en él está dañado. Pero lo que sí tiene este muchacho, y perdóname que te hable así en voz baja, es que no quiero que él me escuche, es el poder de la lengua. Tú vieras lo que dice, ¡cómo platica! Como si tu corazón fuera cera y sus palabras, ¡llamas! ¡Fuego que te derrite! Ni cinco minutos que platicamos, ¡y ya le estaba confesando lo mío con Sandro!

—¿Quién es Sandro?

—Mi hombre, ¡mi vero amore! Un italiano de Nápoles que descendió del crucero como un rey mago que llevaba su alforja de obsequios y cuando nos vimos, ¡flechazo mortal! ¡Cupido on fire, baby! Sandro abandonó todo, su ticket de regreso, lo que traía en el camarote, ¡todo! ¡Dos semanas sin salir del hospedaje duró la vaina, aquí, en el Centurión! Hasta que nos despedimos llorando, abrazados, jurando volver a encontrarnos, porque si él no regresaba a Nápoles perdía su chamba. Yo era lisa, baby, no tenía nada, ¡Sandrito me regaló estos pechos!—como poseída se recorría el cuerpo con las manos enguantadas recordando su tórrido romance—. ¡Sandro me quería mujer! Y fíjate que yo no soy de andar contando mis sentimientos a todo el mundo, pero como te digo, ni tres minutos que conocí a este Mateo ¡y ya le estaba hablando de mi historia de amor con el italiano!

Repentinamente, y como fatigada por su actuación, nos pidió un cigarrillo. Mannó le convidó y ella continuó con su teoría.

—Yo presiento que ese muchacho esconde algo.

—¿Crees que podría ser el asesino?

—Hace ya más de dos días que da vueltas por los acantilados como un vagabundo, ¡y no es que no traiga billete!

Colocó el cigarrillo en su boquilla y, mientras Mannó le daba fuego, nos acabó de convencer de que valía la pena obtener su testimonio.

Avanzamos hacia la escalera que desciende de forma casi vertical hacia el mar, junto al famoso zigzag por donde a diario descienden cientos de turistas hasta la pequeña playa para admirar los monolitos de roca desde esa inusual perspectiva, pero la niebla era tan espesa que apenas adivinábamos el camino.

—¡Mateo! —gritó la Dietrich.

Iluminada desde abajo por dos reflectores, la antigua cruz de la misión, erguida sobre la base de piedra que conmemora su fundación, comenzó a tomar forma.

—¡Mateo! ¿Estás ahí?

A un costado de la cruz se adivinaban los pilotes que señalan el comienzo de los setecientos ochenta y tres escalones que llevan hasta la playa donde desembarcaron los primeros españoles que llegaron a la isla.

—¡Traigo unos amigos que quieren conocerte!

Una sombra en cuatro patas, como la de un animal herido, surgió trepando por las piedras para erguirse finalmente junto a la cruz. Su largo cabello arremolinado por las ráfagas que subían desde el océano, bailoteaba enloquecido encima de su cabeza.

—¿Con quién andas?

—¡Amigos! ¡Amigos que quieren conocerte!

Giré mi cabeza para ver a qué distancia nos encontrábamos del hotel en caso de que necesitáramos huir, pero la niebla lo había devorado todo. Cuando volví a mirar hacia la cruz, esa silueta a la que nos acercábamos se había convertido en un profeta apocalíptico encaramado a su columna y por una fracción de segundo sentí que el viejo Buñuel se encontraba en algún lugar cercano, protegido, como siempre que aparecía en sus films, por su chaqueta de cuero marrón forrada con piel, dando la orden de encender la máquina de humo para inundar el estudio con niebla y que nosotros, sus simples marionetas, volvíamos a poner en escena una de sus bromas predilectas: la de un grupo de criaturas civilizadas, biempensantes y burguesas, enfrentadas de pronto a una situación inesperada que lo trastoca todo.

El azote del mar contra las rocas y la niebla que nos envolvía como una mortaja acentuaban la sensación de encontrarse en la cubierta de un barco fantasma.

—¿Tu nombre? —pregunté cuando estuvimos a corta distancia.

—Mateo.

—¿Apellido?

—Sólo Mateo.

—Somos del Canal 23 y estamos realizando una nota sobre un turista del hotel que habría sido asesinado. ¿Podríamos hacerte unas preguntas?

Mateo asintió y fue en ese momento, cuando esos ojos sin vida se clavaron en mí con su aire de superioridad infinita, que comprendí que no era otro que Mateo Salazar.

—¿No crees que nos estamos arriesgando demasiado? —me susurró Mannó.

—¡Franco! ¡Mannó! ¿¡Están ahí!?

La voz de Tania retumbó a nuestras espaldas.

—¡Aquí Tania, junto a la cruz! —indicó Mannó.

Tania emergió de la niebla con sus bermudas repletas de bolsillos y su riñonera con toda clase de herramientas. Arrastraba en una mano el cable de conexión a la unidad móvil.

—En el canal quieren que entremos en un vivo en cinco minutos.

—¿Quién es ella? —preguntó Mateo con recelo.

—Es amiga. Trabaja con nosotros.

—¿Afirmativo, entonces? —insistió Tania.

—En cinco estaremos preparados para entregar el segmento —contesté.

Mannó conectó el cable a la cámara mientras Tania corría hacia la unidad móvil y era engullida por la niebla. Yo me acerqué hasta la base de la cruz.

—Es una gran oportunidad la que se nos presenta. Salir en vivo significa que la nota no será editada. Lo que digan será presenciado en directo por todo Puerto Azufre.

—¡La Dietrich en TV! —Marlene, totalmente agitada, extrajo un pequeño espejo de mano y comenzó a retocarse el maquillaje.

Yo me concentré en Mateo, quien parecía desconfiar de lo que estaba sucediendo y tentado de escabullirse.

—Tú tranquilo, hermano. Sólo contesta lo que te pregunto. Son apenas diez minutos, después cada uno continúa con su vida.

Mannó se puso la cámara al hombro y encendió su flash portátil. Un cono de luz amarillento perforó la niebla iluminando fantasmagóricamente a Mateo. Me interpuse en el haz de luz sosteniendo el micrófono.

—Cuando la luz roja en la cámara deje de titilar y vire a verde, arrancamos.

No terminé de hablar cuando la luz cambió de color.

—Nos encontramos en las inmediaciones del Hotel Centurión —arranqué—, donde las autoridades del establecimiento niegan estar al tanto de un probable asesinato, pero trabajadores sexuales y testigos que frecuentan el lugar aseguran que es la ley de la selva la que rige la zona. Según sus testimonios, esta no sería la primera vez que un turista es acuchillado y arrojado a las aguas desde esta concurrida atracción turística —giré dándole la espalda a cámara y me trepé a la plataforma—. Cuéntanos, por favor —le dije a Mateo—, si has presenciado algo inusual en estas últimas jornadas.

—Mis ojos han visto tanto dolor que preferiría arrancármelos.

—¿Qué es lo que has visto?

—He visto al hombre comerse al hombre, hundir su hocico en la carroña, mancharse las quijadas con sangre y a pesar de estar saciado exigir más.

—Dicen que aquí asesinaron a un turista.

—¿O habrá sido víctima de su propia codicia?

—¿Qué sabes tú?

—Lo que todos callan. Que somos un experimento.

—¿Nosotros?

—Esta isla. Llegan pensando que sus sucios billetes les abrirán las puertas del infierno, pero eligen la que lleva su nombre.

Imaginé los rostros de decepción de Soraya y el equipo en el estudio ante esas respuestas casi filosóficas. Ellos ignoraban quién era ese payaso demente, pero yo lo sabía y estaba convencido de que, cuando el Departamento de Policía diera a conocer la verdadera identidad del asesino, estas imágenes se transformarían en una primicia de un valor incalculable.

—¿Estás sugiriendo que el turista asesinado es responsable de su propia muerte?

Mateo se apartó de la cruz. Se calzó ambas manos en los bolsillos del impermeable, bajó la mirada hacia las piedras y permaneció en silencio, como si mis palabras lo hubieran ofendido.

Mannó se separó de la cámara, me observó y me preguntó qué hacer.

La Dietrich presintió que lo que sucedía ponía en peligro su aparición ante las cámaras y se subió al monumento.

—Mateo —dijo con voz suave.

Mateo no reaccionó.

La Dietrich se acercó a él.

—Háblanos del amor, Mateo.

—¿Amor? —susurró Mateo—. ¿Amor, dices? —alzó su rostro lentamente y nos regaló una mueca de incredulidad y pena que encerraba en ese solo gesto todo el dolor del mundo—. ¿A quién le importa el amor, Marlene? —sentándose sobre la plataforma, extrajo de su bolsillo un billete de cien dólares—. Sólo el fuego purifica —no pude evitar que un escalofrío me recorriera la espalda—. El fuego… —repetía, como quien recita un conjuro.

Y tras extraer un mechero de su bolsillo, quizás el mismo con que había enviado a sus progenitores al otro mundo, acercó la llama al billete.

—Son cien dólares, mi amor —se escuchó decir a la Dietrich bonitamente, como si no quisiera alterarlo.

—O cien formas de amarrarte a lo que invariablemente te daña —reflexionó Mateo, con el rostro de bellas facciones iluminado por las llamas.

Aunque seguramente desde el estudio ya habrían cortado la transmisión, yo no podía evitar entregarme poco a poco a ese personaje diabólico pero fascinante. Extendió su mano sobre la llama y las lenguas de fuego acariciaron sus dedos, pero él permaneció impasible, como si necesitara sentir en carne propia ese dolor.

—Sólo el fuego y la sangre lavan la ponzoña del universo.

Las llamas se extinguieron y Mateo nos observaba inmóvil.

—¿Hay algo más que quieras añadir?, miles de personas te están escuchando —lo provocó.

—Dejen de hacer la pregunta equivocada —desgranó lentamente, regresando del trance, y tras levantar la botamanga de sus pantalones, señaló sus calcetines colorados—. Esta es la única solución a los problemas del mundo.

—¿Un calcetín? —le pregunté desorientado. Mateo asintió—. ¿La solución a los problemas del mundo radica en un par de calcetines? —pregunté temeroso—. ¿Eso es lo que intentas decir, Mateo?

—A veces la solución puede ser tan simple como un calcetín —afirmó casi juguetón, mientras en su mano aparecía una cuchilla.

—Una cosechadora senegalesa destroza sus dedos recolectando algodón bajo un sol abrasador, la sangre brota de sus yemas, mancha sus ropas y, al final de su jornada, recibe un billete. Apenas un billete —desplazó la cuchilla por su calcetín y sus ojos brillaron, mientras la hoja metálica despedía destellos bajo la luz de la cámara; como un maestro de ceremonias en total control de la situación, colocó la hoja metálica frente a su rostro y continuó—. Un sicario de quince años en Medellín, Guadalajara, Asunción o cualquier otra empobrecida ciudad latinoamericana asesina de veinte balazos al jefe de policía, a pesar de saber que será apaleado y vejado por las fuerzas del orden para acabar sus días en la cárcel, pero su familia recibe fajos y fajos de papel moneda —una sonrisa irónica se dibujó en su rostro—. Billetes que, a pesar de todo el dolor que cobijan, permitirán a sus padres y hermanos seguir viviendo —volvió a señalar sus soquetes con una sonrisa irónica—. Un simple calcetín rojo, al igual que un billete, es capaz de absorber todo ese dolor y toda esa injusticia, Franco —observó la cuchilla como si le susurrara cosas—, esa sangre pegajosa y fétida que alberga cada billete es la misma que podría estar en esta cuchilla si yo, por ejemplo, hubiera decidido asesinar a alguien por no comportarse como es debido —de pronto me miró a los ojos—: ¿Cuánto dolor crees que puede absorber un pedazo de papel sin envilecerse, Franco Kazán? Tú que sabes tanto, que has visto tanto, dímelo. ¿Cuánta sangre? ¿Cuánto billete empapado en sangre podemos intercambiar sin que nuestras manos se manchen?¿No es hora de que nos revelemos contra eso que veneramos? ¿No ha llegado el momento de que la sangre desborde para desenmascarar los billetes que desde hace siglos nos nublan el pensamiento?

Mannó separó su rostro un segundo del visor de la cámara y me hizo un gesto de aprobación levantando la mano con su pulgar hacia arriba. Y si bien yo también estaba hondamente impresionado por las ideas de Mateo, mi instinto de periodista fue más fuerte.

—¿Crees que algo de eso esconde el misterio que rodea el incendio de la Torre Salazar? ¿Una disputa por la riqueza familiar que sólo el fuego es capaz de purificar?

—No sé de qué hablas, reportero.

—¿La Torre Salazar que ardió y quemó vivos a sus ocupantes?

—Desconozco, reportero —utilizaba la palabra con la misma intención arrogante y despectiva que Viridiana—. Cuidado con colocar una trampa si no estás seguro de no caer en ella —me advirtió con ojos de muerto.

Cuando días más tarde yo intentara buscar respuestas observando la cinta una y otra vez, sus frases, como si estuvieran dirigidas únicamente a mí, me llevarían a pensar que definitivamente existe una dimensión que desconocemos en la que nos conectamos unos con otros, por más que nuestras realidades separadas nos hagan creer que nada del otro nos pertenece.

—¿Algo más que quieras transmitir a nuestros televidentes? —le pregunté sin saber muy bien cómo seguir.

Mateo se tomó unos segundos para cavilar.

—¿Sabes qué más le diría a tu gente, Franco?

—Te escuchamos.

—Que el mundo, con un poco más de amor, sería un mundo mejor.—estiró su mano y acarició la mejilla de la Dietrich—. Mira esta belleza —la Dietrich, como si hubiera esperado el momento de entrar en escena, tomó la mano de Mateo y se dejó caer rendida sobre sus piernas. Mateo liberó uno a uno los breteles, hasta que los duros senos de la Dietrich centellaron humedecidos por la neblina—. Mira esta maravilla. ¿Por qué el hombre insiste en poseerlos cuando podría simplemente disfrutarlos? —deslizó la punta de la cuchilla sobre los senos—. ¿Por qué insiste en hacerlos suyos? —y se lanzó sobre los pechos de la Dietrich con la boca abierta, succionándolos como un animal salvaje mientras la Dietrich soltaba gemidos de placer. Luego dirigió a cámara una mirada rebosante de ternura que atravesaba la lente—. En qué momento comprenderá el hombre que las cosas, separadas de lo que son, no son nada.

Y fue esta última frase la gota que hizo rebalsar mi vaso, el estallido de la bomba programada para destruir el dique que yo, tan pacientemente, había construido para evitar enfrentarme al aniversario que se cumpliría inexorablemente en cuanto el sol volviera a alumbrarnos.

Fue como si una grieta partiera el muro de contención y un alud de momentos vividos junto a Viridiana cayeran sobre mí como un mazazo y, como hacía tiempo no experimentaba, me arrastraran a una noche de locura. “Las cosas, separadas de lo que son, no son nada”, repetía una y otra vez Mateo Salazar, confirmándome lo que sabía, pero no quería reconocer: sin Viridiana, yo no era nadie. Sin esa mujer que había logrado abrirme la cabeza como una papaya y ponerme en orden las pepitas —como decía ella—, mi vida no tenía sentido. Como un torero, jugando conmigo, conduciéndome pacientemente de un sitio al otro, Mateo Salazar había aguardado el momento propicio para darme la estocada final en el fondo del corazón, a la vez que, como una Piedad, sostenía a la Dietrich tendida entre sus brazos.

Recuerdo haberles exigido a Tania y a Mannó, mientras golpeaba desaforadamente una y otra vez la consola del móvil, que se detuvieran en la primera estación de servicio, donde compré dos botellas de aguardiente que bebí antes de llegar al canal. Apenados de verme tan fuera de mí, pero comprendiendo que tenía excusas suficientes para semejante desmadre, Mannó y Tania me introdujeron en un carro de alquiler, con directivas precisas para que el chofer me condujera a mi domicilio, indicaciones que yo anulé al sobornarlo y convencerlo de que me llevara hasta la zona de los burdeles en Leningrado. Allí, luego de entregar mi reloj, un par de gemelos de oro e incluso una estilográfica de colección, logré pasar la noche bebiendo litros de aguardiente junto a un bandoneonista y un negro que lo acompañaba en guitarra ejecutando una y otra vez “No hay nada más difícil que vivir sin ti”, de Marco Antonio Solís. Bailé con dos muchachas a las que contraté con los últimos billetes que me quedaban, convenciéndolas de que no se me despegaran hasta que saliera el sol, consciente de que si no me obligaba a esa parranda absurda y regresaba a la soledad de mi departamento, abriría la llave de gas hasta que la casa se inflara como un globo antes de prender un cerillo y convertirme, yo también, en explosión, lanzándome junto a mi colección de objetos burgueses, que me ataban a una vida absurda y sin sentido, en una onda expansiva que nos regaría a lo largo de cientos de metros a la redonda.

Poco antes del amanecer nos introdujimos junto con el guitarrista en un nuevo taxímetro —al parecer el del bandoneón había aprovechado una de mis escapadas al baño para huir— y en compañía de las dos jóvenes ficheras llegamos hasta la playa donde había aparecido el único resto de fuselaje que el mar devolvió. Mi idea era cantar una vez más la misma canción que le había pedido al músico toda la noche, pero al abrir la puerta del carro y escuchar el sonido de las olas, el mar omnipresente, esa infinita extensión de agua que retenía a mi querida Viridiana, sentí que las piernas ya no me sostenían y caí sobre la arena en posición fetal, permitiendo que las olas rompieran sobre mi cuerpo y ocultaran las lágrimas que ya no podía contener, y que no dejaban de brotar como si algo se hubiera roto en mí.

Sé que todo esto ocurrió no porque lo recuerde, sino porque durante días las redes multiplicaron sin descanso imágenes de lo acontecido: selfies que se tomaron conmigo las niñas y los ocasionales testigos, y hasta un pequeño video donde se me veía hundido entre las olas, sosteniendo una caracola que el mar había puesto en mis manos, gritando a esa carcasa hueca una y otra vez el nombre de Viridiana, como si llamándola y susurrando su nombre a través de esa concha, de ese incomprensible objeto óseo repleto de curvas que conducían a un fondo insondable, fuera posible hacerla resurgir de las aguas y tenerla, una vez más, acurrucada en mis brazos, transmitiéndome su tibieza y la paz que su cuerpo, unido al mío, me entregaba.