La crisis de la socialdemocracia - Rosa Luxemburgo - E-Book

La crisis de la socialdemocracia E-Book

Rosa Luxemburgo

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Rosa Luxemburgo (1871-1919) se situó a la vanguardia en la lucha contra la guerra mundial. Era la consecuencia lógica de su lucha antimilitarista que provocó su encarcelamiento en varias ocasiones por el militarismo prusiano, acusada de "llamar a la rebelión", "incitar a los soldados a la desobediencia" e "insultar al emperador". Durante el tiempo que pasó en la cárcel escribió uno de sus ensayos más célebres: La crisis de la socialdemocracia, conocido también como Folleto Junius. En él explicaba que el conflicto bélico no poseía un carácter defensivo frente al zarismo ruso, sino que constituía una guerra imperialista surgida de las contradicciones y necesidades del desarrollo del capitalismo. En aquel periodo de reacción fue todo un manual para la educación del núcleo de cuadros marxistas y obreros revolucionarios de Alemania que posteriormente protagonizaría la revolución de los consejos en noviembre de 1918. Nadie puede quedar indiferente ante la comprometida vida de Rosa Luxemburgo. Amada y admirada por los espíritus más combativos, sigue siendo en el siglo xxi sinónimo de rebelión y revolución.

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Akal / Básica de Bolsillo / 332

Rosa Luxemburgo

LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA

Rosa Luxemburgo (1871-1919) se situó a la vanguardia en la lucha contra la guerra mundial, que provocó su encarcelamiento en varias ocasiones acusada de «llamar a la rebelión», «incitar a los soldados a la desobediencia» e «insultar al emperador». Durante el tiempo que pasó en la cárcel escribió uno de sus ensayos más célebres: La crisis de la socialdemocracia, conocido también como Folleto Junius. En él explicaba que el conflicto bélico no tenía un carácter defensivo frente al zarismo ruso, sino que constituía una guerra imperialista surgida de las contradicciones y necesidades del desarrollo del capitalismo. En aquel periodo de reacción, este documento se convirtió en un manual para el núcleo de cuadros marxistas y obreros revolucionarios de Alemania que posteriormente protagonizaría la Revolución de los Consejos en noviembre de 1918.

Amada y admirada por los espíritus más combativos, nadie puede quedar indiferente ante la comprometida vida de Rosa Luxemburgo, que sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de rebelión y revolución.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4409-3

Introducción

«Quién no se mueve, no siente las cadenas.»

Rosa Luxemburgo

Rosa Luxemburgo (1871-1919) nació en el seno de una próspera familia polaca de origen judío; era una excelente estudiante que, siendo adolescente, se empezó a distinguir por rebelarse y enfrentarse contra la autoridad. A los 16 años entró a militar en el partido revolucionario del proletariado y, con 18 años, huyó de Polonia por la represión y el riesgo de ser encarcelada. Pasó a ser una estudiante universitaria y activista en Zúrich, formando parte del Partido Socialista Alemán. En 1897 defendió su tesis doctoral, «El desarrollo industrial en Polonia», siguiendo el enfoque metodológico del materialismo histórico; más tarde se trasladó a Alemania, donde pasaría la mayor parte de su vida. Rosa se caracterizó por poseer una gran inteligencia y una enorme curiosidad vital, por su carácter rebelde y su valentía. Tenía grandes dotes de oratoria y de dialéctica, combinando la formación, la docencia y la capacidad de análisis marxista con una activa militancia política. Por otra parte, era muy crítica en el seno de los diversos partidos en los que militó, ganándose el respeto pero también los recelos de muchos de sus compañeros. Vivió dedicada por completo a la lucha por la revolución socialista, que para ella era una necesidad histórica en términos dialécticos, y los tres ejes centrales de su ideario los podríamos resumir de la siguiente manera: 1) en lo referente a la cuestión nacional, pensaba que mientras persistiera la dominación del capitalismo no tenía sentido la autodeterminación de los pueblos; 2) se posicionó fuertemente en contra del revisionismo teórico de Bernstein[1] que se observaba en ciertas prácticas del parlamentarismo y del sindicalismo de la socialdemocracia alemana; y 3) su lucha contra el imperialismo y el militarismo por ser herramientas de reproducción del capitalismo.

Junto con Karl Liebknecht[2], Clara Zetkin y Franz Meh­ring, Rosa creó en 1914 el Grupo Internacional (Gruppe Internationale)[3], que se convertiría en 1916 en la Liga Espartaquista. Escribieron gran cantidad de panfletos ilegales firmados como «Espartaco», emulando al gladiador tracio que intentó la liberación de los esclavos de Roma.

Al inicio de la Primera Guerra Mundial, se produjo en el Reichstag alemán la votación a favor de los créditos militares por parte de la fracción socialista. Este hecho significaba la victoria del nacionalismo frente al movimiento internacionalista y la crisis de la II Internacional[4], que se disolvió en 1916. Rosa mostró una crítica encarnizada contra la guerra mundial, pidiendo a través de sus discursos antibélicos la desobediencia masiva. Se le acusó de incitar a los militares a desobedecer a sus jefes y, entre 1915-1918, pasó largas temporadas encarcelada. Mientras cumplía las sentencias redactó este ensayo, La crisis de la socialdemocracia, lo que posteriormente se conoció con el nombre de Folleto Junius, pseudónimo con el que Rosa lo firmó[5]. Lo terminó de escribir en abril de 1915 y consiguió sacarlo de la prisión, pero la falta de una imprenta y otros problemas, impidieron su publicación hasta abril de 1916. En él explicaba que el conflicto bélico no poseía un carácter defensivo frente al zarismo ruso, sino que constituía una guerra imperialista surgida de las contradicciones y necesidades del desarrollo del capitalismo. Supuso el primer documento programático de la Liga Espartaquista. En aquel periodo de reacción fue todo un manual para la educación del núcleo de cuadros marxistas y obreros revolucionarios que posteriormente protagonizaría la revolución de los consejos, en noviembre de 1918.

Cuando estalló dicha revolución en Alemania, Rosa Luxemburgo comenzó a movilizarse inmediatamente para provocar una revuelta social. Salió de la cárcel de Breslavia el 8 de noviembre de 1918; Liebknecht lo había hecho un poco antes y ya había comenzado la reorganización de la Liga Espartaquista. Juntos crearon el periódico Die Rote Fahne [La Bandera Roja] y empezaron a provocar la deseada revolución social. Pero los hechos se precipitaron. El 1 de enero de 1919 la Liga Espartaquista junto a otros grupos socialistas y comunistas crearon el Partido Comunista de Alemania (KPD, en sus siglas en alemán). El 15 de enero de 1919, en plena revuelta, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron arrestados en Berlín y cruelmente asesinados.

La lectura y el estudio de este fragmento sobresaliente de teoría marxista mantiene toda su vigencia y actualidad porque vivimos en una época en la que las intervenciones armadas de las superpotencias se han convertido en algo habitual, reflejando el carácter convulso de esta etapa de la historia del capitalismo, que continúa favoreciendo los conflictos bélicos.

El pensamiento de Rosa Luxemburgo sigue generando polémicas teóricas y enamorando a las nuevas generaciones. Nadie puede quedar indiferente ante su dura y comprometida vida. Amada y admirada por los espíritus más combativos, sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de rebelión y revolución. Reivindicada desde diversas esferas de la izquierda, sus ideas y sobre todo sus polémicas han sido desfiguradas y falsificadas en multitud de ocasiones. El respeto con el que destacados revolucionarios hablaban de Rosa Luxemburgo, nos da una muestra de la trascendencia de su figura. Las palabras de Lenin[6] son definitivas y esclarecedoras:

[…] un águila puede en ocasiones descender más bajo que una gallina, pero una gallina jamás podrá ascender a la altura que puede hacerlo un águila. Rosa Luxemburgo se equivocó en la cuestión de la independencia de Polonia, se equivocó en 1903 cuando enjuició al menchevismo, se equivocó […]. Pero a pesar de todas esas faltas, fue y sigue siendo un águila, y no solamente su recuerdo será siempre venerado por los comunistas de todo el mundo, sino que su biografía y la edición de sus obras completas representarán una valiosa lección para la educación de muchas generaciones de comunistas de todo el mundo.

[1] Eduard Bernstein (1850-1932) y otros socialistas como Jean Jaurès (1859-1914) revisaron las ideas de Karl Marx acerca de la supuestamente inevitable transición violenta del capitalismo al socialismo, y afirmaron que la revolución violenta no era inevitablemente necesaria para alcanzar una sociedad socialista. Estas críticas dieron origen a la teoría reformista dentro del movimiento marxista, la que asegura que se puede lograr paulatinamente el socialismo a través de reformas graduales y pacíficas emprendidas desde dentro del propio sistema capitalista.

[2] Karl Liebknecht (1871-1919). Desde su juventud militante del ala izquierda del PSD, su vida corre paralela a la de Rosa Luxemburgo. Sentenciado en 1907 por alta traición por su libro Militarismo y antimilitarismo, fue el primer parlamentario que votó contra el presupuesto de guerra en el Reichstag en 1914. Encarcelado por su actividad antibélica en 1916-1918, dirigió, junto a Rosa, el Grupo Internacional y la Liga Espartaquista.

[3] Dicho Grupo Internacional aprobó las «Tesis sobre las tareas de la socialdemocracia internacional» como programa, que aparecen en el apéndice final de esta edición, pp. 167-172.

[4] II Internacional: organización internacional de partidos y sindicatos socialistas (1889-1914), que pretendía la coordinación de acciones económicas y políticas entre los diferentes miembros. Los acuerdos se tomaron en los congresos internacionales que se realizaron con regularidad; en los periodos entre congresos, fue dirigida por un Buró Internacional Socialista, en el que Rosa Luxemburgo representaba a la socialdemocracia del Reino de Polonia y Lituania (SDKPiL). Con el comienzo de la Primera Guerra Mundial los dirigentes de todos partidos traicionaron sus juramentos de paz hechos durante décadas y se convirtieron en «defensores de la patria», que incitaron a los trabajadores de todos los países, unos contra los otros.

[5] El nombre proviene probablemente de Lucius Junius Brutus, legendario patriota romano de quien se dice que dirigió una revolución republicana en la Roma clásica.

[6]Pravda, n.º 87, 16/4/1924.

LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA

I. Cambio de escena

La escena ha cambiado totalmente. La marcha de seis se­manas sobre París se ha convertido en un drama mundial. El asesinato en masa se ha convertido en una tarea monótona, pero la solución final no parece estar más cerca. El capitalismo ha quedado atrapado en su propia trampa y no puede exorcizar el espíritu que ha invocado.

Ha pasado el primer delirio. Pasaron los tiempos de las manifestaciones patrióticas en la calle, de la persecución de automóviles de aspecto sospechoso, los telegramas falsos, de los pozos de agua envenenados con el germen del cólera. Ya terminó la época de las historias fantásticas de estudiantes rusos que arrojan bombas desde los puentes de Berlín, o de franceses que sobrevuelan Núremberg; se acabaron los días en que el populacho cometía excesos al salir a cazar espías, de las multitudes cantando, de los cafés con coros patrióticos; no más turbas violentas, dispuestas a denunciar, a perseguir mujeres, a llegar hasta el frenesí del delirio ante cada rumor; se ha disipado la atmósfera del asesinato ritual, el aire de Kishinev[1], que hacía que el vigilante de la esquina fuera el único representante que quedaba de la dignidad humana.

El espectáculo ha terminado. El telón ha descendido sobre los trenes colmados de reservistas, que parten en medio de la alegre vocinglería de muchachas entusiastas. Ya no vemos sus rostros risueños, sonriendo alegremente desde las ventanillas del tren a una población hambrienta de guerra. Trotan silenciosamente por las calles, con los atados al hombro. Y el público, con rostro preocupado, vuelve al quehacer diario.

En la atmósfera de desilusión de la pálida luz del día resuena otro coro: el severo graznar de los gavilanes y las risas de las hienas del campo de batalla. ¡Diez mil tiendas garantizadas según las instrucciones! ¡cien mil kilos de tocino, cacao en polvo, sustituto del café, pagadero contra entrega! ¡Metralla, instrucción militar, bolsas de municiones, agencias matrimoniales para las viudas de guerra, cinturones de cuero, órdenes de guerra: sólo se tendrán en cuenta ofertas serias! Y la carne de cañón que subió a los trenes en agosto y septiembre se pudre en los campos de batalla de Bélgica y los Vosgos, mientras las ganancias crecen como hierbas entre los muertos.

Los negocios florecen sobre las ruinas. Las ciudades se convierten en escombros, países enteros en desiertos, aldeas en cementerios, naciones enteras en mendigos, iglesias en establos. Los derechos del pueblo, las alianzas, los tratados, las palabras más sagradas, las más grandes autoridades, están hechos pedazos; cada soberano por la gracia de Dios recibe el mote de estúpido, de desgraciado y desagradecido por parte de su primo del otro lado de la frontera; cada canciller califica a sus colegas de los países enemigos de criminales desesperados; cada gobierno mira a los demás como si fueran una maldición de su pueblo, digno tan sólo del desprecio del mundo. El hambre campea en Venecia, en Lisboa, en Moscú, en Singapur; la peste en Rusia, la miseria y la desesperación en todas partes.

Avergonzada, deshonrada, nadando en sangre y chorreando mugre: así vemos a la sociedad capitalista. No como la vemos siempre, desempeñando papeles de paz y rectitud, orden, filosofía, ética, sino como bestia vociferante, orgía de anarquía, vaho pestilente, devastadora de la cultura y la humanidad: así se nos aparece en toda su horrorosa crudeza.

Y en medio de esta orgía, ha sucedido una tragedia mundial: la socialdemocracia internacional ha capitulado. Cerrar los ojos ante este hecho, tratar de ocultarlo, sería lo más necio, lo más peligroso que el proletariado puede hacer: «El demócrata (o sea, la clase media revolucionaria) −escribe Karl Marx− sale del pozo más vergonzoso tan inmaculado como cuando entró inocentemente en él. Con su confianza en la victoria fortalecida, tiene más que nunca la plena certeza de que él y su partido no necesitan principios nuevos, que los acontecimientos y las circunstancias se deben ajustar a él». Tan gigantescos como sus problemas son sus errores. Ningún plan firmemente elaborado, ningún ritual ortodoxo válido para todos los tiempos le muestra el camino a seguir. La experiencia histórica es su único maestro, su camino de espinas hacia la libertad está jalonado no sólo de sufrimientos inenarrables, sino también de incontables errores. La meta del viaje, la liberación definitiva, depende por entero del proletariado, de si este aprende de sus propios errores. La autocrítica, la crítica cruel e implacable que va hasta la raíz del mal, es vida y aliento para el proletariado. La catástrofe a la que el mundo ha arrojado al proletariado socialista es una desgracia sin precedentes para la humanidad. Pero el socialismo está perdido únicamente si el proletariado es incapaz de medir la envergadura de la catástrofe y se niega a comprender sus lecciones.

Están en juego los últimos cuarenta y cinco años de historia del movimiento obrero. La situación actual es un cierre de cuentas, un resumen del debe y el haber de medio siglo de trabajo. En la tumba de la Comuna de París[2] yace enterrada la primera fase del movimiento obrero europeo y la I Internacional. En lugar de las revoluciones, motines y barricadas espontáneas, después de los cuales el proletariado volvía a caer en la pasividad, apareció la lucha diaria y sistemática, la utilización del parlamentarismo burgués, la organización de masas, la unión férrea de la lucha económica con la política, de los ideales socialistas con la defensa tenaz de los intereses más inmediatos. Por primera vez el conocimiento científico guiaba la causa de la emancipación del proletariado. En lugar de sectas y escuelas, de empresas y experimentos utópicos en cada país, total y absolutamente separados unos de otros, tenemos una base teórica uniforme e internacional que une a las naciones. Las obras teóricas de Marx fueron para la clase obrera de todo el mundo, una brújula para fijar su táctica horas tras hora, en busca de la única meta inmutable.

El portador, el defensor, el protector del nuevo método fue la socialdemocracia alemana. La guerra de 1870 y la derrota de la Comuna de París habían trasladado el centro de gravedad del movimiento obrero europeo a Alemania. Así como Francia fue el país clásico de la primera etapa de la lucha de clase del proletariado, París fue el corazón, roto y ensangrentado, de la clase obrera europea, la clase obrera alemana se convirtió en vanguardia de la segunda etapa. Con incontables sacrificios, en forma de trabajo agitativo, ha construido la organización más fuerte, la organización modelo del proletariado, ha creado la prensa más numerosa, ha desarrollado los métodos más efectivos de educación y propaganda. Ha reunido bajo sus banderas a las masas trabajadoras y ha elegido el mayor número de representantes parlamentarios.

En general se reconoce que la socialdemocracia alemana es la encarnación más pura del socialismo marxista. Ha adquirido y utilizado un gran prestigio como maestra y dirigente de la II Internacional. En su famoso prólogo a Las luchas de clases en Francia de Marx, Friedrich Engels escribió:

Pero, ocurra lo que ocurriere en otros países, la socialdemocracia alemana tiene una posición especial, y con ello, por el momento al menos, una tarea especial también. Los dos millones de electores que envía a las urnas, junto con los jóvenes y mujeres que están tras ellos y no tienen voto, forman la masa más numerosa y más compacta, la «fuerza de choque» decisiva del ejército proletario mundial.

Como dijo el Wiener Arbeiterzeitung [El periódico de los trabajadores] del 15 de agosto de 1914: «la socialdemocracia alemana era la joya de las organizaciones del proletariado consciente». Las socialdemocracias de Francia, Italia y Bélgica, los movimientos obreros de Holanda, Escandinavia, Suiza y Estados Unidos, seguían ilusionados sus pasos. Las naciones eslavas, los rusos y los socialdemócratas de los Balcanes contemplaban al movimiento alemán con admiración infinita, casi ciega. En la II Internacional, la socialdemocracia alemana era, sin duda, el factor decisivo. En cada congreso, en cada plenario del Buró Socialista Internacional, todo dependía de la posición del grupo alemán.

Especialmente en la lucha contra la guerra y el militarismo, la posición de la socialdemocracia ha sido siempre decisiva. Bastaba un «los alemanes no lo podemos aceptar» para determinar la orientación de la Internacional. Con ciega confianza se sometía a la dirección de la muy admirada y poderosa socialdemocracia alemana. Era el orgullo de todos los socialistas, el terror de las clases dominantes de todos los países.

¿Y qué ocurrió en Alemania cuando sobrevino la gran crisis histórica? La peor caída, el peor cataclismo. En ningún lugar la organización proletaria se sometió tan dócilmente al imperialismo; en ningún lugar se soportó el estado de sitio con tanta sumisión; en ningún lugar se amordazó así a la prensa, se ahogó tanto a la opinión pública; en ningún lugar se abandonó tan totalmente la lucha política y sindical de la clase obrera como en Alemania.

Pero la socialdemocracia alemana no era solamente el organismo más fuerte de la Internacional. Era también su cerebro pensante. Por eso, el proceso de autoanálisis y apreciación debe comenzar en su propio movimiento, en su propio caso. Su honor la obliga a encabezar la lucha por el rescate del socialismo internacional, a iniciar la crítica implacable de sus propios errores.

Ningún otro partido, ninguna otra clase en la sociedad capitalista puede atreverse a reflejar sus errores, sus propias debilidades en el espejo de la razón para que todo el mundo los vea, porque el espejo reflejaría la suerte que la historia le tiene reservada. La clase obrera siempre puede mirar la verdad cara a cara, aunque esto signifique la más tremenda autoacusación, porque su debilidad no fue sino un error, y las leyes inexorables de la historia le dan fuerzas y aseguran su victoria final.

Esta autocrítica implacable no sólo es una necesidad fundamental, sino también uno de los máximos deberes de la clase obrera. Tenemos los mayores tesoros de la humanidad, y la clase obrera está destinada a ser su protector. Mientras la sociedad capitalista, avergonzada y deshonrada, corre en medio de la orgía sangrienta al encuentro de su destino, el proletariado internacional debe reaccionar para salvar los preciados tesoros que fueron arrojados a las profundidades en el torbellino salvaje de la guerra mundial en un momento de confusión y debilidad.

Una cosa es cierta: es una ilusión necia creer que basta con sobrevivir a la guerra, como un conejo se oculta bajo un arbusto hasta que pase la tormenta, para seguir alegremente su camino al paso acostumbrado cuando todo pasa. La guerra mundial ha cambiado las circunstancias de nuestra lucha, y sobre todo nos ha cambiado a nosotros mismos. No es que hayan cambiado o se hayan minimizado las leyes del desarrollo capitalista o el conflicto entre el capital y el trabajo. Aun ahora, en medio de la guerra, las máscaras caen y las viejas caras que conocemos nos sonríen con sorna. Pero el ritmo del desarrollo ha recibido el poderoso ímpetu del estallido del volcán imperialista. La enormidad de las tareas que se presentan ante el proletariado socialista en el futuro inmediato hace que, en comparación, las luchas del pasado parezcan un delicioso idilio.

La guerra posee la misión histórica de darle un poderoso ímpetu a la causa de los trabajadores. Marx, cuyos ojos proféticos previeron tantos acontecimientos históricos mientras yacían en el vientre del futuro, escribe el siguiente párrafo significativo en Las luchas de clases en Francia:

En Francia, el pequeño burgués hace lo que normalmente debiera hacer el burgués industrial; el obrero hace lo que normalmente debiera ser la misión del pequeño burgués; y la misión del obrero, ¿quién la cumple? Nadie. Las tareas del obrero no se cumplen en Francia; sólo se proclaman. Su solución no puede ser alcanzada en ninguna parte dentro de las fronteras nacionales; la guerra de clases dentro de la sociedad francesa se convertirá en una guerra mundial entre naciones. La solución comenzará a partir del momento en que, a través de la guerra mundial, el proletariado sea empujado a dirigir al pueblo que domina el mercado mundial, a dirigir a Gran Bretaña. La revolución, que no encontrará aquí su término, sino su comienzo organizativo, no será una revolución de corto aliento. La actual generación se parece a los judíos que Moisés conducía por el desierto. No sólo tienen que conquistar un mundo nuevo, sino que tienen que perecer para dejar sitio a los hombres que estén a la altura del nuevo mundo.

Esto fue escrito en 1850, cuando Gran Bretaña era el único país con un desarrollo capitalista, cuando el proletariado inglés era el mejor organizado y parecía destinado, por el desarrollo industrial de su país, a asumir la dirección del movimiento obrero internacional. Leamos Alemania donde dice Gran Bretaña, y las palabras de Karl Marx se convierten en una profecía genial de la presente guerra mundial. Esta tiene la misión de llevar al proletariado alemán «a la dirección del pueblo y así crear el comienzo del gran conflicto internacional entre el capital y el trabajo por la supremacía política del mundo».

¿Es que alguna vez tuvimos una concepción distinta del papel a desempeñar por la clase obrera en la gran guerra mundial? ¿Acaso nos hemos olvidado cómo describíamos este inminente acontecimiento hace apenas unos años?

Entonces sobrevendrá la catástrofe. Toda Europa será convocada a las armas, y dieciséis a dieciocho millones de hombres, la flor de las naciones, armados con los mejores instrumentos para el asesinato, librarán la guerra unos contra otros. Pero pienso que detrás de esta marcha se asoma la caída final. No somos nosotros sino ellos quienes lo realizarán. Están llevando las cosas al extremo, nos dirigen derechos a la catástrofe. Cosecharán lo que han sembrado. Estamos ante el Götterdämmerung [el ocaso de los dioses] del mundo burgués. Podéis estar seguros de ello. ¡Está en marcha!

Así habló Bebel[3], portavoz de nuestro bloque en el Reichs­tag, sobre la cuestión de Marruecos [véase cap. IV].

Una hoja oficial publicada por el partido, Imperialismo y socialismo, distribuida en cientos de miles de ejemplares hace unos pocos años, termina con las siguientes palabras:

Así, la lucha contra el militarismo es cada vez más una lucha decisiva entre el capital y el trabajo. ¡Guerra, precios elevados: capitalismo; paz, felicidad para todos: socialismo! La opción es vuestra. La historia se apresura a llegar al desenlace. El proletariado debe bregar incansablemente por cumplir su misión mundial, debe fortalecer el poder de su organización y la claridad de su comprensión. Entonces, pase lo que pase, si logra mediante el ejercicio de su poder salvar a la humanidad de las horribles crueldades de la guerra mundial, o si el capitalismo vuelve atrás en la historia y muere como nació, en la sangre y la violencia, el momento histórico encontrará a la clase obrera preparada, y la preparación lo es todo.

La guía oficial para el votante socialista de 1911, año de la última elección parlamentaria, contiene en la página 42 el siguiente comentario sobre la guerra que se avecinaba:

¿Osan nuestros gobernantes y clases dominantes exigir semejante horror al pueblo? ¿No cundirá en todo el país un clamor de furia, de horror, de indignación que llevará al pueblo a poner fin a este asesinato? No preguntarán, tal vez, «¿para quién y para qué? ¿Acaso somos locos para que se nos trate así o para que aceptemos semejante trato?». Quien estudie con objetividad las posibilidades de una gran guerra mundial europea no puede arribar a otra conclusión. La próxima guerra europea se jugará el todo por el todo como el mundo nunca ha visto. Será, probablemente, la última guerra.

Con esas palabras los socialistas ganaron sus ciento diez escaños en el Reichstag.

Cuando en el verano de 1911 el Panther hizo un breve viaje a Agadir[4], y el ruidoso clamor de los imperialistas alemanes precipitó a Europa hacia una guerra mundial, una reunión internacional, celebrada el 4 de agosto en Londres, aprobó la siguiente resolución:

Por la presente, los delegados de las organizaciones obreras de Alemania, España, Gran Bretaña, Holanda y Francia, se proclaman dispuestos a oponerse a toda declaración de guerra con todos los medios a su disposición. Cada una de las nacionalidades aquí representadas se compromete, de acuerdo con las resoluciones aprobadas en sus respectivos congresos nacionales e internacionales, a oponerse a las maniobras criminales de las clases dominantes.

Pero cuando el Congreso Internacional por la Paz se reu­nió en noviembre de 1912 en Basilea, cuando la inmensa comitiva de delegados obreros penetró en la catedral, el presentimiento de que se avecinaba la hora fatal los hizo temblar, y surgió la heroica resolución.

Víctor Adler[5], frío y escéptico, exclamó:

Camaradas, es sumamente importante que aquí, en la fuente común de nuestro poder, todos y cada uno de los presentes, derive de aquí la fuerza para hacer en su país todo lo que pueda, por todos los medios y formas de que disponga, para oponerse a esta guerra criminal, y si lo logramos, si realmente impedimos el estallido de la guerra, que sea esta la piedra basal de nuestra próxima victoria. Ese es el espíritu que anima a nuestra Internacional.

Y si el asesinato y la destrucción arrasan toda la Europa civilizada, esta idea provoca nuestro horror e indignación, y los gritos de protesta brotan de nuestro corazón. Y preguntamos: ¿acaso los proletarios de hoy son ovejas que se dejan llevar mansa y calladamente al matadero?

Troelstra[6] habló en nombre de las naciones pequeñas, y también de los belgas:

Con su sangre y con todo lo que posee, el proletariado de los países pequeños jura su adhesión a la Internacional en todas las medidas que esta resuelva para impedir la guerra. Y reiteramos que esperamos, cuando las clases dominantes de las naciones poderosas llamen a los hijos del proletariado a las armas para saciar su apetito de poder y la codicia de sus dirigentes a costa de la sangre y las tierras de los pueblos pequeños, esperamos que los hijos del proletariado, bajo la influencia poderosa de sus padres proletarios y de la prensa proletaria, lo pensarán tres veces antes de venir a dañarnos a nosotros, sus amigos, por ponerse al servicio de los enemigos de la civilización.

Leído el manifiesto antibélico del Buró de la Internacional, Jaurès[7], en su discurso de cierre, dijo: