La difícil democracia - Boaventura de Sousa Santos - E-Book

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Boaventura de Sousa Santos

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Portugal, España y Grecia pasan hoy por transformaciones políticas muy turbulentas. Son procesos muy diferentes, pero tienen en común el hecho de producirse en países europeos considerados periféricos en relación a un centro que tiene poder para condicionar de manera decisiva sus opciones y aspiraciones políticas y sociales. Y todo ello dentro de un contexto histórico de larga duración en el que siempre se ha producido, de diferentes maneras, la subordinación de las periferias al centro. En el presente libro, Boaventura de Sousa Santos aborda la transición portuguesa de los años setenta, así como la situación derivada de la reciente crisis económica, ya que, como sucede en España, considera que no se puede entender esta última sin revisar las transformaciones políticas ocurridas durante la primera. Tanto Portugal como España vivieron intensos procesos de transición democrática tras décadas de dictadura fascista, con repuestas a crisis muy diferentes a las que en la actualidad preocupan a los dos países. Pero debemos preguntarnos si las diferencias entre ambos periodos no ocultan semejanzas perturbadoras, si las discontinuidades evidentes no están atravesadas por continuidades subterráneas. En el fondo, se trata de saber si los países periféricos no están condenados a transitar de transición en transición en tanto dura su condición periférica, y si esas sucesivas transiciones no son, al final, el instrumento utilizado por el centro para reproducir su condición periférica. Todo ello conduce, a partir de la participación activa del autor en los procesos mencionados, a una parte final que constituye una reflexión política de índole general y programática con la que el autor pretende interpelar a las izquierdas en el sentido de reinventarse a la luz de las condiciones del presente, dominado a escala mundial como nunca por la ortodoxia neoliberal.

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Akal / Cuestiones de Antagonismo / 93

Boaventura de Sousa Santos

La difícil democracia

Una mirada desde la periferia europea

Portugal, España y Grecia pasan hoy por transformaciones políticas muy turbulentas. Son procesos muy diferentes, pero tienen en común el hecho de producirse en países europeos considerados periféricos en relación a un centro que tiene poder para condicionar de manera decisiva sus opciones y aspiraciones políticas y sociales. Y todo ello dentro de un contexto histórico de larga duración en el que siempre se ha producido, de diferentes maneras, la subordinación de las periferias al centro.

En el presente libro, Boaventura de Sousa Santos aborda la transición portuguesa de los años setenta, así como la situación derivada de la reciente crisis económica, ya que, como sucede en España, considera que no se puede entender esta última sin revisar las transformaciones políticas ocurridas durante la primera. Tanto Portugal como España vivieron intensos procesos de transición democrática tras décadas de dictadura fascista, con repuestas a crisis muy diferentes a las que en la actualidad preocupan a los dos países. Pero debemos preguntarnos si las diferencias entre ambos periodos no ocultan semejanzas perturbadoras, si las discontinuidades evidentes no están atravesadas por continuidades subterráneas. En el fondo, se trata de saber si los países periféricos no están condenados a transitar de transición en transición en tanto dura su condición periférica, y si esas sucesivas transiciones no son, al final, el instrumento utilizado por el centro para reproducir dicha condición.

Todo ello conduce, a partir de la participación activa del autor en los procesos mencionados, a una parte final que constituye una reflexión política de índole general y programática con la que el autor pretende interpelar a las izquierdas en el sentido de reinventarse a la luz de las condiciones del presente, dominado a escala mundial como nunca por la ortodoxia neoliberal.

Boaventura de Sousa Santos (Coimbra, 1940) es catedrático de Sociología en la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra y Distinguished Legal Scholar en la Facultad de Derecho de la Universidad de Wisconsin-Madison. Además, es director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra y coordinador del Observatorio Permanente de la Justicia Portuguesa, en la misma universidad.

A lo largo de su carrera ha recibido diversos premios, entre ellos el Premio Gulbenkian de Ciencia 1996, el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada 2006, de la Casa de las Américas en Cuba, 2006, el Premio Adam Podgórecki, de la Asociación Internacional de Sociología, 2009, el Premio Fundación Xavier de Salas, España, 2010, el Premio México de Ciencia y Tecnología 2010 o el Premio Harry J. Kalven Jr. 2011, de la Law and Society Association.

Entre sus numerosas publicaciones cabe destacar Reinventar la Democracia. Reinventar el Estado (2005), El Milenio huérfano (2005), La reinvención del Estado y el Estado plurinacional (2007), Sociología jurídica crítica (2009), Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur (2010), Si Dios fuese un activista de los derechos humanos (2014), Democracia al borde del caos. Ensayo contra la autoflagelación (2014) o La universidad en el sigloxxi (2015). En Ediciones Akal ha coordinado, junto con Maria Paula Meneses, Epistemologías del Sur (Perspectivas) (2014).

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Boaventura de Sousa Santos, 2016

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-4390-4

Prefacio

Portugal, España y Grecia pasan hoy por transformaciones políticas muy turbulentas. Son procesos muy diferentes, pero tienen en común el hecho de producirse en países europeos considerados periféricos en relación a un centro que tiene poder para condicionar de manera decisiva sus opciones y aspiraciones políticas y sociales. La división de Europa entre centros y periferias es muy antigua. Para entender el proceso, es necesario retroceder unos cuantos siglos y observar la oscilación histórica entre centros y periferias en su seno. Un centro mediterráneo que no duró mucho más de siglo y medio (siglo xvi y primera mitad del siglo xvii) fue suplantado por otro que acabó durando mucho más y que tuvo un mayor impacto estructural. Este último fue un centro con raíces en la Liga Hanseática de los siglos xii y xiii, un centro orientado hacia el Atlántico norte, el mar del Norte y el Báltico, que agrupaba a las ciudades del norte de Italia, Francia, los Países Bajos y de lo que hoy es Alemania. Un centro siempre rodeado de periferias: en el norte, los países nórdicos; en el sur, la península Ibérica; en el sudeste, los Balcanes; en el este, territorios considerados feudales (el Imperio otomano y la Rusia semieuropeizada desde Pedro el Grande). Tras cinco siglos, sólo las periferias del norte tuvieron acceso al centro, el mismo centro que hoy es el centro de la Unión Europea. Estamos, pues, ante largas duraciones históricas, siempre marcadas por la subordinación de las periferias al centro, una subordinación que, a lo largo de la historia, ha asumido formas muy diferentes.

En este libro me ocupo del caso portugués y abordo el periodo más reciente. Sin embargo, como sucede con España, no se puede entender la actual crisis sin revisar las transformaciones políticas ocurridas a mediados de los años setenta del pasado siglo. Los dos países vivieron intensos procesos de transición democrática tras décadas de dictadura fascista. Fueron respuestas a crisis muy diferentes a las que en la actualidad preocupan a ambos. Pero debemos preguntarnos si las diferencias entre estos dos periodos no ocultan semejanzas perturbadoras, si las discontinuidades evidentes no están atravesadas por continuidades subterráneas. En el fondo, se trata de saber si los países periféricos no están condenados a transitar de transición en transición en tanto dura su condición periférica y si esas sucesivas transiciones no son, al fin y al cabo, el instrumento utilizado por el centro para reproducir su condición periférica.

En Portugal, la transición de mediados de la década de 1970 incluyó una ruptura revolucionaria, la Revolución del 25 de abril de 1974. La primera parte del libro está dedicada a un breve análisis de ese periodo revolucionario (capítulo 1), al Estado y la sociedad que surgieron en las dos décadas siguientes (capítulo 2) y a una reflexión sobre el socialismo realizada en el periodo inmediatamente posrevolucionario (capítulo 3). Los capítulos de esta parte fueron escritos entre 1980 y 1990. No contienen actualizaciones sustanciales, al igual que sucede con textos similares que conforman este libro. Hemos preferido mantenerlos en su versión original para que se aprecie convenientemente, desde un punto de vista historiográfico, el valor de los análisis a la luz del curso que han seguido los acontecimientos.

La segunda parte (capítulos 4 a 9) trata de la crisis más reciente. Nació de la necesidad de una intervención política en una coyuntura particularmente difícil en Portugal. La crisis estalló a mediados de 2011 con la intervención del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Central Europeo (BCE) y la Comisión Europea (la popularmente llamada Troika) como condición para la concesión de un préstamo de 78 mil millones de euros a Portugal, un país al borde de la insolvencia, situación provocada en buena medida por la especulación que siguió a la crisis financiera en Grecia. Se discutía entonces si había alternativas a la intervención de la Troika, si las condiciones podían negociarse y sobre las consecuencias que a corto y medio plazo tendría la sujeción a la tutela extranjera para uno de los países más antiguos de Europa. No era la primera vez que el FMI intervenía en Portugal. Lo había hecho en dos ocasiones tras la Revolución del 25 de abril de 1974. Pero entonces Portugal tenía plena independencia y moneda propia. En 2011 todo era diferente: Portugal era miembro de la Unión Europea y había adoptado el euro como moneda, una moneda sobre la que no tenía control alguno. Los capítulos de esta parte fueron escritos en 2012.

La tercera y cuarta parte están constituidas por reflexiones políticas suscitadas en gran medida por mi participación activa en las dos transiciones analizadas anteriormente y también a raíz de mis investigaciones e intervenciones en otros países y continentes, especialmente en América Latina. La tercera parte la forman dos entrevistas sobre democracia, la segunda de las cuales se centra en la cuestión del populismo. La primera (capítulo 10) es una extensa entrevista que me hizo mi colega Antoni Aguiló y fue revisada por Àlex Tarradellas. Se publicó en 2010 en la Revista Internacional de Filosofía Política (35 [octubre de 2010], pp. 117-148). Agradezco a los editores de la revista el permiso para reproducirla en este libro, y doy las gracias en especial a Antoni Aguiló por la lucidez de las preguntas y por la traducción al español. La segunda entrevista (capítulo 11) fue concedida en 2016 a la revista italiana Il Ponte, y fue llevada a cabo por Gianfranco Ferraro y Francesco Biagi.

La cuarta parte tiene un contenido programático. En ella procuro interpelar a las izquierdas en el sentido de reinventarse a la luz de las condiciones del presente, dominado a escala mundial como nunca por la ortodoxia neoliberal. En el capítulo 12 la interpelación se dirige específicamente a Cuba, dado el papel central que la Revolución cubana desempeñó en el imaginario de las izquierdas en la segunda mitad del siglo pasado. Desgraciadamente, a juzgar por los acontecimientos más recientes, la Revolución cubana ha seguido un camino disonante con el propuesto en este capítulo, cuyo texto fue publicado en España en 2009 en la revista El Viejo Topo (256, pp. 28-37) con traducción de Rodolfo Alpízar. Agradezco a la revista la autorización para publicarlo en este libro. En el capítulo 13, la interpelación a la izquierda tiene un carácter más general y se hace en forma de cartas. Durante los últimos años he venido publicando en periódicos europeos y latinoamericanos varias cartas a las izquierdas. Se trata de un ajuste de cuentas conmigo mismo y con quienes han compartido conmigo las luchas por una sociedad mejor y más justa en las que me he involucrado a lo largo del tiempo. Publicadas por separado y de manera irregular, han sido objeto de mucha atención y debate. Ahora el nuevo conjunto de cartas (catorce hasta la fecha) se publica por primera vez. Quiero expresar mi más sincero agradecimiento a mis colegas Antoni Aguiló y José Luis Exeni, quienes, además de llevar a cabo la traducción, me animaron a publicar las cartas en español para darlas a conocer a un público más amplio.

El libro se cierra con un post scriptum en el que reflexiono sobre las incertidumbres globales más profundas de nuestro tiempo, con objeto de invertir la actual relación entre el miedo y la esperanza, tan útil al proyecto neoliberal.

La presente obra probablemente nunca hubiese visto la luz del día en España de no haber sido por el estímulo que recibí de mi editor en Akal, Jesús Espino. De hecho, fue él quien tuvo la idea. Le debo un agradecimiento muy especial.

Introducción

El modo como se defina una crisis y se identifiquen los factores que la causan tiene un papel decisivo en la elección de las medidas que la superen y en la distribución de los costos sociales que estas puedan causar. La lucha por la definición de la crisis es, así, un acto político, y para aclarar su naturaleza es necesario cierto esfuerzo analítico. Ante todo, hay que hacer algunas distinciones. La primera se refiere a los horizontes temporales de definición y de solución de la crisis. Portugal vive una crisis financiera de corto plazo, una crisis económica de medio plazo y una crisis político-cultural de largo plazo. En el plano financiero, es la urgencia del financiamiento del Estado. En el plano económico, se trata de la falta de competitividad internacional de la economía portuguesa debido a la cualidad de su especialización (no es lo mismo vender zapatos que vender aviones) y al hecho de estar integrada en un bloque económico dotado de una moneda excesivamente fuerte que favorece a las economías más desarrolladas del mismo. En el plano político-cultural, se trata de un déficit histórico en la formación de las elites políticas, económicas y sociales, causado por un ciclo colonial excesivamente largo, que permitió durante demasiado tiempo encontrar soluciones fáciles para problemas difíciles y salidas ilusorias para bloqueos reales. Como los tres tiempos están imbricados, y con ellos las crisis que les corresponden, darle atención exclusiva a una de las crisis puede hacer más difícil la solución de las otras. Eso es lo que ocurre actualmente: la solución de la crisis financiera agravará la crisis económica (imposibilidad de inversión y crecimiento) y prolongará la crisis político-cultural (la facilidad que nuestras elites tuvieron en tanto elites colonizadoras se reproduce ahora en la facilidad con la que asumen la condición de elites colonizadas por la Europa desarrollada).

Las crisis también tienen diferentes horizontes espaciales o escalas para su definición y para su superación: escalas nacionales, regionales y globales. El caso portugués ilustra ejemplarmente el modo en que una crisis nacional, que aparentemente se está resolviendo a nivel regional (europeo), puede, de hecho, estar agravando una crisis regional que, por su parte, sólo será solucionable a nivel global. En la medida en que las crisis financieras se extiendan a más países europeos quedará claro que la crisis es europea y que deriva en buena parte de un sistema financiero desregulado, controlado por los intereses del capital financiero norteamericano. Sólo una regulación global, regional y nacional puede poner fin a una depredación financiera tan masiva y a una distribución de sus costos tan injusta.

Si tomamos el mundo como unidad de análisis, constatamos que las crisis están globalmente relacionadas, aunque presenten diferentes facetas e intensidades en distintos países. Las facetas son tal vez más numerosas hoy que antes –crisis financiera, económica, política, ambiental, energética, alimentaria, civilizatoria– y se presentan de modo distinto en las diversas regiones del mundo. Por ejemplo, Japón vive una grave crisis energética y ambiental, mientras en África se vive intensamente la crisis ambiental y alimentaria, y una crisis política estremece profundamente a Túnez, Egipto y Libia. Dentro de cada país las crisis son vividas de modo distinto por las diferentes clases o grupos sociales. En África, en India y en América Latina los campesinos están viviendo una nueva dimensión de la crisis causada por el nuevo interés del capitalismo global en la compra y acaparamiento de tierras. Se trata de la adquisición masiva de tierras por parte de empresas multinacionales, agentes financieros e incluso Estados extranjeros que hacen tabula rasa de los derechos ancestrales de los campesinos y los expulsan de su mundo rural. Por su parte, los pueblos indígenas de América Latina han contribuido decisivamente en las dos últimas décadas a dar visibilidad a la dimensión civilizatoria de la crisis, o sea, a la concepción de la crisis global del capitalismo, no sólo como crisis de un modo de producción sino, sobre todo, como crisis de un modo de vida, de convivencia y de relación con la naturaleza. También debemos tener presente que la eclosión o la intensificación de una cierta faceta de la crisis puede producir el ocultamiento de otras facetas. Por ejemplo, en la última década, Euro­pa fue la parte del mundo desarrollado que más atención prestó a la crisis ambiental; en el momento en que estalló la crisis financiera, nunca más se habló de crisis ambiental, y las propuestas de crecimiento económico que se hacen hoy contradicen lo que hace pocos años parecía evidente: que este tipo de crecimiento conduce a corto plazo –según el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, 2015) de Naciones Unidas– a un calentamiento global irreversible. A ello se suma que, en cada país, la solución de la crisis para unos puede significar su agudización para otros. Debido a que la crisis es causada por el capital financiero, la transparencia en la distribución de los costos y de los beneficios de una solución determinada se hace particularmente evidente. Por ejemplo, el día siguiente al de la solicitud de ayuda financiera externa por parte del gobierno portugués, las cotizaciones en bolsa de los bancos portugueses subieron, y, con ellas, las expectativas de ganancias del sector bancario. Esto ocurrió en el preciso momento en que se decretó el empobrecimiento de la gran mayoría de los portugueses.

La diversidad de las experiencias de crisis y de las soluciones propuestas se combina hoy con el hecho de que estamos viviendo en un mundo mucho más transparente para sí mismo. La revolución de las tecnologías de la información y de la comunicación hace posible un nivel de interconocimiento global que permite comparar experiencias y mostrar la relatividad de las soluciones adoptadas para resolver las crisis. Así, las soluciones que se presentan como pretendidamente únicas en un país o en una región pueden ser puestas en duda por soluciones opuestas que, para crisis afines, son propuestas en otro país o región, y algunas veces igualmente presentadas como únicas. Un ejemplo: mientras en Brasil hasta hace poco los gastos en políticas sociales (educación, salud, protección social) eran considerados como una inversión que propicia el crecimiento[1], en Europa estos gastos son sentidos como un costo que impide el crecimiento y, como tal, deben ser reducidos a lo mínimo. ¿Quién está equivocado? ¿Pueden los dos estar en lo cierto? Pero, en ese caso, ¿por qué no escoger la solución que crea bienestar para las grandes mayorías en lugar de la que crea malestar?

Esta diversidad muestra que todas las soluciones tienen alternativas y que toda ausencia de alternativa es producto de una decisión política. Además, la misma relatividad de las soluciones se evidencia si, en vez de ensanchar el espacio de análisis, alargamos el tiempo del mismo. Ejemplo: a partir de la década de 1930, el Estado aumentó exponencialmente su intervención en la economía para garantizar la eficiencia y la estabilidad que los mercados por sí mismos no lograban garantizar, co­mo quedó demostrado en la Gran Depresión de 1929. Cincuenta años después, con el surgimiento del neoliberalismo, pasó a fortalecerse, con el mismo grado de evidencia, la ortodoxia opuesta de que son los mercados los que garantizan la eficiencia y la estabilidad y es el Estado el que las impide. ¿El Estado y los mercados pueden ser simultáneamente los causantes de las crisis y de sus soluciones? A fin de cuentas, ¿crisis de qué y de quién, soluciones para qué y para quién?

Estas mismas precisiones analíticas se deben hacer con respecto a las soluciones de las crisis. Las escalas y los tiempos de estas determinan las escalas y los tiempos de las soluciones, pero la determinación es compleja. Por ejemplo, la crisis ambiental, que es global y de largo plazo, es vivida a nivel local; y es a ese nivel como van surgiendo soluciones innovadoras para resolverla, aunque sepamos que acabarán por ser ineficaces si entre tanto no se toman medidas de ámbito global. Por otro lado, la crisis ambiental, una crisis de largo plazo, que apunta a transformaciones civilizatorias, hoy es vivida con un carácter de urgencia cuya solución implica medidas inmediatas, como son las que reducen las emisiones de dióxido de carbono.

Cuando eclosiona una crisis, ni el momento ni los términos de la misma son fortuitos. En las sociedades capitalistas contemporáneas, atravesadas por profundas asimetrías y contradicciones, quien causa una crisis dada tiene normalmente poder para definir sus términos y consecuentemente para identificar, como únicas posibles, las soluciones que le permitan sobrevivir a la crisis y perpetuar su poder. Fue esto lo que sucedió cuando en 2008 explotó la crisis financiera en Estados Unidos, cuyas repercusiones continuamos viviendo. Al contrario de los que vieron en la crisis el fin del neoliberalismo y de la supremacía del capital financiero sobre el capital productivo, esta ha venido a ser «resuelta» por el mismo capital financiero que la provocó, y su motor principal, Wall Street, es hoy más fuerte y arrogante que antes. La lucha política de los próximos años será una lucha por la redefinición de los términos de la crisis, y sólo en la medida en que esto ocurra será posible castigar, en vez de recompensar, a quien la provocó y encontrar soluciones que efectivamente la superen. Se trata de una lucha de contornos imprevisibles; como mucho, es posible identificar sus horizontes de posibilidades y sus condiciones. Tal lucha ocurrirá en dos niveles: en la definición de los contenidos e implicaciones sociales de las soluciones y en la definición de las dinámicas e instrumentos de intervención que serán movilizados.

En lo que respecta a los contenidos y significados políticos, las crisis pueden ser resueltas mediante correctivos eficaces que, sin poner en duda la lógica del sistema que provocó la crisis, consiguen minimizar los ritmos y los costos sociales de esta, o por vía de transformaciones profundas que pretenden cambiar la lógica del sistema y crear un nuevo paradigma de organización social y política. A partir de la obra fundamental de Marx y de las contribuciones, tan diversas entre sí, de Schumpeter (1942) y de Karl Polanyi (1944), hoy hay consenso entre economistas y sociólogos políticos de que el capitalismo necesita adversarios creíbles que actúen como correctivos de su tendencia a la irracionalidad y a la autodestrucción, la cual le adviene de la pulsión para instrumentalizar o destruir todo lo que puede interponerse en su inexorable camino hacia la acumulación infinita de riqueza, por más antisociales e injustas que sean las consecuencias. Durante el siglo xx, ese correctivo lo constituyó la amenaza del comunismo, y fue a partir de ella que en Europa se construyó la socialdemocracia (el modelo social europeo, el Estado de bienestar y el derecho laboral). Curiosamente, la corrección del capitalismo fue posible debido a la existencia, en el horizonte de posibilidades, de un paradigma alternativo de sociedad, el del comunismo y el socialismo. La amenaza creíble de que aquel pudiese venir a suplantar al capitalismo obligó a mantener algún nivel de racionalidad, sobre todo en el centro del sistema mundial. Extinguida esa amenaza, no ha sido posible hasta hoy construir otro adversario creíble a nivel global. En Europa, la socialdemocracia comenzó a desmoronarse el día en que cayó el Muro de Berlín.

En los últimos treinta años, el FMI, el Banco Mundial, las agencias de rating y la desregulación de los mercados financieros han sido las manifestaciones más agresivas de la pulsión irracional del capitalismo. Han surgido adversarios creíbles a nivel nacional (en muchos países de América Latina) y, siempre que eso ocurre, el capitalismo retrocede, recupera alguna racionalidad y reorienta su pulsión irracional hacia otros espacios. En Europa, la llamada «Tercera Vía»[2] fue un acto de rendición al neoliberalismo y una renuncia a buscar correctivos eficaces contra la pulsión destructiva del capitalismo. Esto explica en parte que los gobiernos socialistas de tres de los países en crisis en Europa (Grecia, Portugal y España) no tuvieran ninguna defensa contra los ataques del capitalismo financiero de los que fueron blanco sus economías, ni nada que proponer más allá de la lógica depredadora que les subyace. Además, el fin de la Tercera Vía es una de las consecuencias más destacadas de la actual crisis de Europa. Fracasada la tentativa de civilizar el capitalismo, vuelve a abrirse la opción de una transformación civilizatoria, que englobe por igual la crítica al socialismo y al comunismo tal como los conocemos.

En lo que respecta a las dinámicas e instrumentos de intervención, hay que distinguir entre soluciones institucionales y soluciones extrainstitucionales. Las primeras son las que tienen lugar en el ámbito del sistema político vigente y de las instituciones administrativas del Estado sin alterar su normal funcionamiento. Las segundas desafían el marco institucional existente, operan fuera de él con el objetivo de transformarlo profundamente o apenas de forzarlo a tomar medidas que de otro modo no tomaría. En este último caso, las soluciones extrainstitucionales son un híbrido entre lo institucional y lo no institucional, y tal vez fuera mejor llamarlas parainstitucionales. Mientras las soluciones institucionales operan en el interior de las instituciones y siguiendo las lógicas procedimentales que las caracterizan, las soluciones extrainstitucionales operan en el espacio público, en la calle, aun cuando su objetivo sea apenas presionar y no cambiar profundamente el marco institucional vigente. Las soluciones extrainstitucionales son socialmente más dramáticas y políticamente más turbulentas, y se recurre a ellas, en general, después de que las soluciones institucionales han fracasado. Las periferias de Europa ilustran hoy el recurso a los diferentes tipos de soluciones. Hablo de periferias en plural porque históricamente Europa tiene dos periferias, unidas por el Mediterráneo: la periferia interna, que va de Grecia a Irlanda, pasando por Italia, Portugal y España, y la periferia externa, que va de Marruecos a Egipto, pasando por Argelia, Túnez y Libia. Ambas periferias atraviesan hoy periodos de gran crisis. De maneras muy distintas, las dos tratan de resolver las crisis por vía de soluciones híbridas que mezclan lo institucional con lo extrainstitucional.

Existe una relación no trivial entre los contenidos de las soluciones y los tipos de acción política colectiva movilizada para promoverlas. Las soluciones institucionales, por ser sistémicas, tienden a privilegiar ajustes o correcciones, mientras que las soluciones extrainstitucionales, por ser (en grado variable) antisistémicas, tienden a apuntar a transformaciones más profundas. También hay que mencionar las situaciones particularmente complejas e innovadoras en las que las movilizaciones extrainstitucionales presionan y, de algún modo, revitalizan las instituciones existentes, llevándolas a tomar decisiones que de otro modo no serían posibles. Tener en mente la pluralidad de las concepciones, dimensiones y soluciones de las crisis es particularmente importante en un momento en que la tendencia dominante será que le atribuyamos a la situación que Portugal vive un carácter tan específico que la vuelva incomparable con la de otros países, y que los portugueses se resignen ante las soluciones que les sean impuestas por ser las únicas que se adecúan a su caso. Obviamente, cada país y cada contexto tienen su propia especificidad, pero en el mundo crecientemente globalizado en que vivimos no es creíble que lo que sucede intramuros se explique totalmente por dinámicas internas, ni que estas determinen exclusivamente las soluciones para las crisis. En los capítulos siguientes analizo las especificidades del caso portugués, pero lo hago contextualizando la posición de Portugal en el espacio europeo y mundial. Ese contexto nos ayuda a dilucidar los riesgos que este país corre y las oportunidades que tiene. El modo de evitar los primeros y aprovechar las segundas es la justa medida de la especificidad que debemos tener en cuenta y aun reivindicar.

[1] El comunicado 75 del prestigioso IPEA (Instituto de Investigación Económica Aplicada) del 3 de febrero de 2011 muestra de modo convincente que la inversión en políticas sociales ha sido una palanca para el crecimiento con distribución del ingreso.

[2] Después de subir al poder en 1997, Tony Blair apostó por una reforma, conocida como Tercera Vía, que prometía, por un lado, una actualización de la socialdemocracia y la superación de las visiones de izquierda del socialismo/comunismo agotadas tras el colapso de la URSS y el fin de la Guerra Fría y, por otro, una «humanización» del neoliberalismo de derecha, remanente de la era de Margaret Thatcher de 1979 a 1990 (que tuvo continuidad en la gestión de John Major, de 1990 a 1997). Con raíces teórico-ideológicas en el conocido sociólogo Anthony Giddens, el objetivo era conferir un carácter social al neoliberalismo, atenuando la desigualdad social que este agravara por causa de la desregulación económica y financiera, de las privatizaciones y de los recortes en la inversión social, y promoviendo nuevas articulaciones entre lo público y lo privado mercantil y no mercantil (este último, llamado tercer sector). Desvalorizaba la polaridad entre izquierda y derecha, hacía la apología del cosmopolitismo centrado en la globalización y preconizaba una mezcla universalizadora de valores y derechos, con respeto por las diferencias de cada sociedad, que, en el caso específico del Reino Unido, significaba articular las lealtades atlánticas con las de la Unión Europea.

Parte I

La transición de la Revolución del 25 de abril de 1974 a la integración europea

Capítulo I

La Revolución del 25 de abril de 1974

La crisis final delEstado Novo

La dictadura que gobernó Portugal entre 1926 y 1974 (denominada a sí misma como Estado Novo y liderada por António de Oliveira Salazar hasta 1968) entró en una profunda crisis en 1969.

Al proceder al análisis de este complejo proceso de crisis, debe resistirse a dos tentaciones igualmente peligrosas: la tentación de centrar el análisis exclusivamente en las luchas de clase que se generaron o agravaron entonces, y muy particularmente en las luchas entre fracciones de la clase dominante que disputaban entonces la hegemonía en el seno del bloque social en el poder, y la tentación, de algún modo inversa, de centrar el análisis exclusivamente en la lógica interna de la forma político-administrativa del Estado y de los callejones sin salida a los que condujo. Caer en ambas tentaciones es igualmente fácil en el caso portugués, lo que en sí revela las especificidades de esta formación social y estatal. De hecho, el Estado salazarista se presenta como un Jano bifronte. Al tutelar de manera vigilante los intereses de las clases trabajadoras, reprimiendo su articulación y representación autónomas, el Estado sugiere un elevado grado de identificación con los intereses de la burguesía como un todo, o al menos con los intereses de una de sus fracciones, lo que hace justicia a un análisis de clase. Pero, por otro lado, las bases ideológicas y las estructuras institucionales y normativas del Estado corporativo presuponen una distancia calculada en relación a las clases sociales en conflicto, es decir, un espacio de maniobra en el que se tejen intereses propios del Estado y que, al mismo tiempo, hace justicia a un análisis estatal.

Desde el comienzo del Estado Novo en 1926 y por un largo periodo, la burguesía agraria (y en alianza con esta, pero en una posición subalterna, la burguesía comercial) fue la clase hegemónica. Otorgaba dirección y coherencia políticas a la acción del Estado, vio transformados en generales y dominantes los valores que legitimaron su poder social y aseguraron su reproducción como clase, y garantizó que la intervención estatal sobrepusiese sus intereses económicos a los de las restantes clases sociales. Si es característico del Estado capitalista en general que los intereses de la clase hegemónica sólo se transforman en intereses hegemónicos en la medida que el Estado reivindica para sí, como representante del interés general, la titularidad de esos intereses, en el caso del Estado Novo este proceso fue llevado mucho más allá cuando la organización corporativa del Estado y todo el complejo aparato administrativo que en ella se concretó fueron confiriendo paulatinamente una materialidad específica al interés general del Estado, recubriendo los intereses de la clase hegemónica con un interés autónomo del Estado. De este modo, el ejercicio de la hegemonía de la burguesía agraria implicó simultáneamente la aceptación, por parte de esta, de la tutela ejercida por la máquina burocrática en nombre del interés del Estado. Esta matriz de relaciones entre la hegemonía de clase y la supremacía política del Estado es más importante aún en la medida en que permanece inalterable sobre las transformaciones del bloque hegemónico durante la larga vigencia del régimen.

El contenido de la hegemonía está diversificado internamente y sus elementos constitutivos no siguen la misma lógica o el mismo ritmo de transformación. Es común, por ejemplo, que una clase mantenga la hegemonía ideológica incluso después de haber perdido la hegemonía económica y viceversa. La hegemonía económica de la burguesía agraria portuguesa entró en declive al comienzo de la década de los sesenta, mientras que su hegemonía ideológica sólo lo hizo a finales de la misma década.

La eclosión de la guerra colonial a principios de los años sesenta marcó el inicio de la fase final del colonialismo portugués. A pesar de ser un periodo de grandes transformaciones en la sociedad lusa, no constituyó una crisis del Estado en la medida en que este mostró recursos suficientes para dispersar las contradicciones sociales que se manifestaron entonces. Para hacer la guerra, el aparato militar se reconstituyó y expandió significativamente, alcanzando rápidamente un relevo presupuestario sin precedentes. Para plantar cara a estos compromisos financieros, el Estado se vio obligado a alterar su política económica, de lo que resultó una apertura, también sin precedentes, de la economía portuguesa al capital internacional y, por tanto, una nueva forma de integración en la economía mundial que se caracterizó, básicamente, por el fortalecimiento de las relaciones con la economía europea. Para un país pequeño y de reducido mercado, la integración en espacios económicos más amplios sólo es beneficiosa en general cuando tiene lugar en un periodo de expansión económica a escala mundial. Fue esto lo que sucedió en la década de los sesenta, por lo que fue posible asegurar un periodo de reseñable desarrollo económico asentado en un proceso de industrialización dependiente y asociada. Al mismo tiempo, los flujos migratorios para Europa, señales evidentes de la expansión de la acumulación en los países centrales, drenaron parte de la población excedente en la agricultura y, a través de las remesas de los emigrantes, permitieron el aprovisionamiento de divisas y el aumento de la demanda en el campo. El proceso de industrialización y la concentración de capital que posibilitó dieron origen a la creación de grandes grupos industriales asociados al capital extranjero. Esta pequeña pero dinámica fracción de la burguesía industrial encontró en el capital financiero la base de su reproducción ampliada y así fue construyendo su hegemonía económica, pasando a controlar y a asociarse, a través del mecanismo del crédito, a la pequeña y mediana industria, tornando subalternos algunos sectores de la burguesía agraria. Para la burguesía industrial-financiera (o mejor, para su conjunto, que no para cada uno de sus elementos) e incluso para los sectores más dinámicos de la mediana industria, el espacio colonial era demasiado pequeño y poco significativo, y, si ostentaba algún significado aún, era más como proveedor (a veces solamente potencial) de materias primas que como mercado de productos industriales. El espacio europeo era el horizonte privilegiado de su expansión.

Como consecuencia de este proceso de desarrollo económico y de la emigración, la relación salarial se alteró significativamente en este periodo. En una situación de casi pleno empleo y con un sector industrial dinámico que exigía más participación y mayor calificación obrera, sólo con una represión muy superior a la que fuera ejercida hasta entonces, podría mantenerse una tutela política del trabajo asentada en la imposición de bajos salarios y en la prohibición de la organización autónoma de los sindicatos. Al final de la década de los sesenta se inicia un periodo de reivindicaciones obreras sin precedentes en la historia del régimen, y la propia burguesía industrial-financiera vio en la tutela corporativa de las relaciones capital/trabajo un corsé que impedía que ampliara su hegemonía sobre los demás sectores de la burguesía y la sociedad en general.

Como se ha dicho más arriba, una de las especificidades del Estado salazarista consistió en que la hegemonía de clase tuvo siempre como contrapartida una tutela político-burocrática que recubría los intereses hegemónicos con el interés autónomo del Estado. Esto significa que el ejercicio pleno de la hegemonía presuponía un elevado grado de coherencia con la forma política del Estado. Esa coherencia existió mientras la burguesía agraria fue la fracción hegemónica, pero, a partir de los años sesenta, comenzó a debilitarse y, con esto, se introdujo en el sistema un punto de tensión. La conquista de la hegemonía económica por parte de la burguesía industrial-financiera fue avanzando en el interior de un Estado cuya forma organizativa era coherente con la hegemonía ideológica de la burguesía agraria. El agravamiento progresivo de esta tensión acabó por cuestionar la forma organizativa del Estado, lo que sucedió a partir de 1969 en el periodo marcelista.

Ante tal cuestionamiento, el régimen procuró controlar el proceso de transformación institucional juzgado necesario. No se trataba de eliminar la incoherencia entre su forma política y el modelo de desarrollo económico y social en curso, sino de reducirla a un nivel tolerable. Este proceso consistió en una serie de medidas políticas y jurídico-administrativas cuyo sentido general fue dado por el propio jefe del gobierno al proclamar en 1970 la necesidad de que el Estado Novo se transformara en un «Estado social». Fueron, por un lado, medidas de apertura política que implicaron una relación diferente con la oposición (tímidamente concretadas en las elecciones legislativas de 1969) y un intento de conferir un mayor peso político e ideológico a la burguesía industrial-financiera (a través de la llamada «ala liberal» de la Asamblea Nacional). Fueron, por otro lado, medidas tendentes a aumentar el componente legitimador y disminuir la represión en las relaciones con las clases trabajadoras a través de la concesión de mayor autonomía sindical y de la ampliación del sistema de seguridad social.

Sucede, no obstante, que este proceso tuvo lugar en un momento en el que, aun desde el punto de vista de la lógica del mantenimiento del régimen (la lógica de la «evolución en la continuidad»), habrían sido necesarias transformaciones mucho más profundas y osadas. Las medidas se revelaron tímidas, incoherentes y hasta contraproducentes. Habiéndose adoptado para dispersar las contradicciones políticas y sociales, acabaron concentrándolas. La heterogeneidad y la conflictividad entre varias fracciones del bloque en el poder se agravaron, y las concesiones hechas a las clases trabajadoras, en lugar de conducir a una nueva colaboración entre las clases, no impidieron (si es que no ayudaron a provocar) el aumento dramático de los conflictos laborales. La lucha por la hegemonía no se contentaba con el mero reajuste del bloque en el poder, al mismo tiempo que la transición gradual de un corporativismo tendente al fascismo a un corporativismo de carácter liberal se revelaba inviable. Ante esta concentración de las contradicciones sociales, la matriz organizativa del Estado alcanzó su límite de flexibilidad. El gobierno retrocedió y, ya sin alternativa, procuró regresar al núcleo central y original del régimen: el auto­ritarismo fascista y la represión de las clases trabajadoras. Lo hizo, no obstante, sin coherencia ni convicción políticas, por lo que las fuerzas políticas más conservadoras reclamaron, contra el gobierno del momento, la reposición auténtica del régimen creado por Salazar. El Estado Novo se revelaba incapaz de resolver o atenuar los conflictos sociales que suscitaba, y agotaba así sus posibilidades de transformación controlada. La crisis del Estado estaba, pues, abierta desde 1969.

Este proceso fue muy complejo en la medida en que envolvió varias crisis con lógicas y ritmos de desarrollo diferentes. Fue, sobre todo, una crisis de la hegemonía, en la medida en que la falta de cohesión entre los intereses de la burguesía agraria (y en parte de la comercial) y los de la burguesía industrial-financiera alcanzó tal nivel que incapacitó al bloque en el poder para definir un proyecto social y político apto para suscitar un consenso generalizado e interclasista. Las reformas iniciadas en 1969 pretendían complementar a nivel ideológico y político la hegemonía económica que la gran burguesía industrial-financiera había conquistado a partir de una posición subalterna en el bloque en el poder, pero se encontraron con la rigidez de la matriz organizativa del Estado. Esta rigidez servía a los intereses de la burguesía agraria, aunque no sea explicable por esta. La agudización del conflicto entre estas dos fracciones condujo a un callejón sin salida, A la pregunta acerca de quién estaba al mando de la economía portuguesa, respondía en 1973 Ferraz de Carvalho: «Yo diría que nadie lo está y que ese es uno de nuestros problemas» y denunciaba la inexistencia de una «política económica convencida» «apoyada por una fuerte voluntad política» (Cardoso, 1974, p. 137).

Más allá de una crisis de hegemonía, hubo, en relación a esta, una crisis de legitimación, que fue fruto principalmente de las oscilaciones con las que se llevó a cabo el proceso de recomposición del régimen. Las dudas, las ambigüedades, las incoherencias, los retrocesos y los avances de las actuaciones del Estado minaron la credibilidad de sus mecanismos jurídico-institucionales para compatibilizar los intereses de las diferentes clases sociales con presencia en la sociedad portuguesa. La crisis de legitimación de los Estados capitalistas avanzados en el inicio de la década de los setenta fue fruto de la incapacidad financiera del Estado para continuar satisfaciendo, a través de los gastos sociales, las reivindicaciones que los movimientos sociales de la década anterior habían conseguido incorporar en la agenda política. En el caso portugués, la crisis de legitimación residió en la incapacidad del Estado para institucionalizar las relaciones entre el capital y el trabajo en consonancia con las alteraciones en la correlación de las fuerzas sociales que el desarrollo económico y la emigración de la década de los sesenta habían provocado. Residió también en la incapacidad del Estado para captar al sector en expansión de la nueva pequeña burguesía descontenta con la parálisis política, la mediocridad de la vida cultural y la ausencia de libertades cívicas y políticas.

La manera en la que se constituyeron y manifestaron la crisis de hegemonía y la crisis de legitimación revela que, por encima de todo, hubo una crisis de la matriz organizativa del Estado –sea en forma de crisis de la administración, sea en la de crisis del régimen–, una crisis cuyos términos no son reducibles al conflicto entre el capital y el trabajo o entre las diversas fracciones del capital. La crisis del régimen fue resultado de su relativa rigidez, de su incapacidad para acoger y absorber intereses sociales emergentes y las nuevas formas de representación coherentes con estos. Las causas de la crisis del régimen están en el propio régimen, en el bloqueo ideológico en que se fue enredando, a pesar del pragmatismo del que dio muestra a lo largo de los años. El secreto de la permanencia del régimen consistió en adaptarse a las condiciones que juzgó ineluctables y en exorcizar todas las demás. A partir de 1969, el régimen se vio confrontado con dos nuevas condiciones: la concentración del capital y el fin del colonialismo. Incapaz de adaptarse a estas, pretendió que no eran ineluctables. Al hacerlo, denunció los límites de su pragmatismo. El régimen alcanzaba el máximo de conciencia posible. Más allá de este estaba el bloqueo ideológico en que se encontraba.

El dinamismo de la burguesía industrial-financiera vino a agudizar las profundas distorsiones en el sistema económico portugués, lo que llevó a Rogério Mar­tins, secretario de Estado de Industria entre 1969 y 1972, a declarar en 1973 que Portugal era «un régimen capitalista sui generis» (Cardoso, 1974, p. 37): por un lado, los grandes grupos monopolistas (cuyo número era, además, objeto de debate), eficientes (aunque su eficiencia fuera a veces exagerada), modernos, portadores de la integración de la economía portuguesa en la economía mundial; por otro, una miríada de pequeñas y medianas empresas, que ocupaban los sectores tradicionales de la industria, retrógradas, sin gestión ni planificación y siquiera espíritu capitalista de maximización del lucro; finalmente, una tutela estatal asentada en demasiados «colchones protectores» desde la Ley del Condicionamiento Industrial, que fue un «freno a las cuatro ruedas» del desarrollo económico. Un Estado incapaz de defender la iniciativa pública, de crear un grupo económico estatal moderno, gestionado por «gestores tan buenos o mejores que los mejores del sector privado, pero que sienten como patrón la cosa pública, el Estado, la comunidad, y que no eran capaces de trabajar para el Sr. A o para el Sr. B, aunque el Sr. A fuese el Sr. Agnelli y el Sr. B, el Sr. Fierro» (Cardoso, 1974, p. 50). Al contrario, fue controvertido que el Estado adoptara iniciativas económicas, «siéndole, por un lado, útil hacerlo, pero, por otro, avergonzándose de sí mismo».

Estas afirmaciones críticas muestran que la burguesía industrial-financiera estaba lejos de proponer el regreso a los principios de la economía liberal, el desmantelamiento puro y simple de la intervención del Estado. Pretendía, al contrario, la sustitución de esta intervención por otra, ciertamente más amplia, que confirmase sus intereses hegemónicos y fuese política y administrativamente coherente con el proceso de concentración del capital.

Por otro lado, se evidencia que la renuencia del Estado no era fruto de una tara psicológica cualquiera («un Estado avergonzado»), sino más bien el producto de un cálculo estatal a la luz del cual se preveía que el crecimiento desmesurado de los grupos monopolistas, con el poder económico y social que implicaba, acabaría por hacer inviable la función de arbitraje entre los diferentes intereses económicos que era, al final, la razón de ser del régimen corporativo. Se temía que la concentración del capital provocase la destrucción masiva de las pequeñas y medianas empresas ya entonces dependientes de los grupos monopolistas a través del crédito, lo que era ideológica y políticamente intolerable desde el punto de vista del régimen. Se temía también que la segmentación creciente de la fuerza de trabajo entre los grupos monopolistas y la industria tradicional inviabilizara el funcionamiento de los mecanismos legales e institucionales inscritos en la matriz organizativa del Estado. Se temía, finalmente, que la nueva dinámica económica y social colisionara con los intereses específicos de la administración pública –sobre todo con el interés en su reproducción ampliada– y que esta, incapaz de reconvertirse, se desmoronara, provocando un caos político y administrativo.

Este cálculo estatal podría haber conducido a la transformación del Estado en un supergrupo económico, como se le había propuesto, pero esto estaba más allá del máximo de conciencia posible del régimen. El cálculo funcionaba en el interior del bloqueo ideológico.

El difícil fin del colonialismo

El bloqueo ideológico del régimen salazarista no era una mera discordancia, tenía una base material, el colonialismo, el cual, por eso, funcionó también como base material de la resistencia del régimen al gran capital. Al inicio de la década de los setenta, el debate sobre el régimen se centró en la opción entre Europa y África. Los sectores políticos de la oposición democrática, dominados por la nueva pequeña burguesía urbana, enormemente sensible a la falta de libertades cívicas y políticas, veían en la apertura a Europa el camino para un orden democrático estable. En el campo socialista, muchos defendían la hipótesis de una integración europea bajo la égida socialista, lo que constituía un motivo adicional para optar por una Europa contra el régimen. No había ideas muy precisas sobre el modo de resolver el problema colonial, pero se aceptaba que sólo podía hacerse en colaboración con los movimientos de liberación y, por tanto, en ningún caso por medio de la guerra. Se proponía la reconversión económica de las colonias y, sobre todo, se temía el regreso masivo de la población blanca. El problema colonial era concebido como un problema del régimen.

Algunos grupos financieros tenían operaciones con las colonias cuyo peso era importante, pero, en general, el capital monopolista no estaba interesado en una relación colonial clásica. Europa absorbía la mitad del comercio exterior portugués, mientras las colonias absorbían menos de un cuarto y con tendencia a disminuir. La mediana industria más evolucionada tenía también a Europa en su horizonte, como se aprecia en las declaraciones de José Rabaça, industrial textil y presidente de la Dirección de la Federación Nacional de Productores de Lana: «En el sector industrial, Angola y Mozambique no pueden interesar como clientes a una empresa metropolitana normal. Está fuera de las más elementales reglas del juego comercial vender sea lo que sea sin saber qué se recibe y cuándo. Arriesgar en los contingentes y respectivas esperas es más que riesgo, incluso porque el producto destinado a Angola y Mozambique no es vendible en la metrópoli, en Inglaterra o en Suecia» (Cardoso, 1974, p. 104). A los «sectores avanzados» del capital les interesaba una relación neocolonial, asentada en el desarrollo progresivo de la economía de los países africanos garantizado por una alteración sustancial del cuadro político. A finales de 1973, la SEDES (Asociación para el Desarrollo Económico y Social), afín a estos sectores, definía varios escenarios posibles para la sociedad portuguesa. Uno era el desarrollista, que, alineado con los intereses de la burguesía industrial-financiera, designado como «viaje a Europa», presuponía la «definición de una nueva política portuguesa en relación con los territorios ultramarinos, con la aparición de Estados jurídicamente independientes, aunque ligados a la antigua metrópoli por estrechos vínculos económicos y culturales» (SEDES, 1974, p. 26). Es decir, la solución neocolonial.

Aislado ante la opinión pública mundial, pero contando con apoyos internacionales interesados en su valor geoestratégico, el colonialismo se transformó gradualmente en la quintaesencia del régimen, la verdadera base material de su reproducción ideológica. El colonialismo sustituía al corporativismo en el núcleo central del mismo. El corporativismo del Estado Novo, que no había pasado nunca de una realización a medias, de un medio proyecto, perdió la operatividad como mecanismo de ingeniería social deslizándose hacia la bancarrota ideológica. En 1970, intentando convencerse a sí mismo, Marcelo Caetano (que sucedió a Salazar en 1968) era forzado a repetir: «Ya en otras ocasiones tuve oportunidad de afirmar que el corporativismo continúa siendo válido (yo diría incluso: cada vez más válido) como organización y como doctrina. No me cansaré de repetirlo».

El régimen no tenía una concepción inmovilista de la relación colonial. Sabía que para mantenerla era necesario permitirle alguna transformación. De ahí las medidas del periodo marcelista, en el sentido de dotar de mayor autonomía económica a las colonias (el nuevo sistema de pagos interterritoriales). Pero, una vez más, esas medidas, por su timidez y ambigüedad, en lugar de disminuir las contradicciones crecientes de la relación colonial, las agravaron. Después de diez años de guerra y de rechazo del diálogo, eran precisas medidas más osadas que, ciertamente, desbordaban la propia relación colonial y el cuadro político que le daba consistencia. Pero ahí funcionaba el bloqueo ideológico, ya entonces casi reducido a simple instinto de supervivencia del régimen. Por eso, las medidas propuestas no prescindían de la guerra, sino que formaban, más bien, parte de ella. En la medida en que el régimen se apoyaba en el colonialismo, el colonialismo se apoyaba en la guerra. En su última fase, el régimen era poco más que su guerra. Ante ella, se encontraba en un callejón sin salida: imposibilitado para ganarla y también para perderla.

Tanto para el mantenimiento como para la solución de este callejón sin salida, el régimen dependía exclusivamente de su aparato militar. Pero la lógica política del régimen sólo comprendía parcialmente la lógica técnica del aparato militar. Para este, hacer la guerra comenzó siendo un problema técnico-administrativo, una exigencia legítimamente constituida para que fuera responsabilizado legítimamente. Desde el punto de vista de la lógica militar sólo había una salida visible a la imposibilidad técnica de ganar la guerra: aceptar una derrota honrosa y transferir al gobierno la responsabilidad de encontrar otras vías de solución del conflicto. A esto, sin embargo, se oponía el régimen, para el cual no había otra salida. Fue este impasse, en el que no se reconocía, el que llevó al aparato militar a transformar el problema técnico de la guerra en el problema político de la guerra. En este proceso, las fuerzas armadas se politizaron. Mientras la aplastante mayoría de los altos mandos, más tarde llamada «Brigada del Reumático», rendía vasallaje político al gobierno, los capitanes organizaban en la sombra el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA). La base material del régimen se transfería al interior del aparato militar y, con ella, las contradicciones en que se asentaba. Al contrario de lo que sucediera con las fuerzas armadas norteamericanas en Vietnam, las portuguesas «fueron obligadas» a deslegitimar la guerra que no habían podido o sabido ganar, un proceso del que fue detonante público el libro del entonces general António de Spínola, Portugal y el futuro (febrero de 1974)[1]. Pero deslegitimar la guerra equivalía a negarse a continuarla, equivalía, en definitiva, a negarse a servir al régimen. Privado de su aparato militar, el régimen colapsó.

Del golpe de Estado a la crisis revolucionaria

El colapso del régimen el 25 de abril de 1974 no implicó el colapso generalizado del Estado. La ruptura se dio en lo tocante a las características fascistas del viejo régimen: el partido único, la policía política, las milicias paramilitares, el tribunal plenario (para el juicio de los crímenes políticos), los presos políticos, la represión de la libertad de expresión y asociación. Más allá de esto, el proceso de reconstrucción normativa e institucional fue relativamente lento y muy desigual. El sistema administrativo se mantuvo intacto en sus estructuras de decisión, y el «saneamiento» al que se procedió se limitó al alejamiento de personas (que no de procesos) y se hizo muchas veces siguiendo criterios imbuidos de oportunismo y sectarismo; las fuerzas policiales y militarizadas, después de adherirse al nuevo régimen, mantuvieron sus estructuras, e igualmente sucedió con la administración de justicia y el sistema penitenciario; las políticas de seguridad social no sufrieron grandes alteraciones; a uno de los más importantes pilares ideológicos del Estado Novo, la Iglesia católica, se le libró de la contestación social, resguardándola de cualquier proceso de transformación interna.

A pesar de ello, la ruptura del 25 de abril de 1974 transformó el perfil de la crisis que se vivía desde 1969. Esta transformación consistió en la creación, o mejor, en la explosión del movimiento social popular que siguió inmediatamente al golpe de Estado. Fue sin duda el más amplio y profundo de la historia europea de posguerra. Con una composición de clase compleja, en la que dominaban el proletariado urbano (principalmente del cinturón industrial de Lisboa), la pequeña burguesía asalariada de las ciudades grandes y medianas, y el proletariado rural del Alentejo, alcanzó las más diversas áreas de la vida social: la administración local, la vivienda urbana, la gestión de las empresas, la educación, la cultura y los nuevos modos de vida, la reforma agraria, las relaciones de dominación y subordinación en el campo, etcétera.

Esta vasta movilización social impidió que la crisis de hegemonía iniciada en 1969 se resolviese definitivamente a favor de la burguesía industrial financiera después del 25 de abril de 1974. Así, fue ella quien neutralizó un intento de golpe conservador el 28 de septiembre de 1974. Al reforzar el poder de los militares del MFA menos identificados con los intereses monopolistas, el movimiento social popular contribuyó decisivamente para que fallasen los planes de reconstrucción de la hegemonía burguesa. A partir de finales de septiembre de 1974, con la renuncia del general Spínola, la burguesía fue, en su conjunto, puesta a la defensiva y, con la agudización de las luchas sociales que siguieron, la propia fracción industrial-financiera acabó por perder su base de acumulación. Así sucedió el 11 de marzo de 1975 con la nacionalización de la banca y de los seguros y de las empresas de los grupos monopolistas. A partir de entonces, el Estado pasó a ser una plataforma múltiple de luchas sociales y políticas y, más aún, la cuestión global de la naturaleza de la clase de dominación estatal no sólo se convirtió en parte integrante de la lucha política sino también en el objeto privilegiado de la lucha de clases. La crisis del Estado se transformó en una crisis revolucionaria, la cual se mantuvo hasta noviembre de 1975.

¿Cuáles fueron las causas del movimiento social entre abril de 1974 y noviembre de 1975? ¿Cómo fue posible que se profundizara en el constante desafío a los límites políticos del nuevo régimen, forzándolos a sucesivas redefiniciones y superaciones? ¿Cuál fue, en suma, la naturaleza y el contenido del poder político en este periodo? Para dar respuesta a estas cuestiones, recurro al concepto dualidad de poderes.

¿Dualidad de poderes o dualidad de impotencias?

La caracterización teórica de la forma política de las situaciones revolucionarias modernas ha dado un gran relevo al concepto de poder dual o de dualidad de poderes[2]. Como el ejemplo paradigmático de su aplicación es casi siempre la revolución rusa, se justifica una referencia a dos de sus teóricos «orgánicos»: Lenin y Trotsky.

Para Lenin, la dualidad de poderes es «una particularidad extremadamente notable» (1978, p. 17) de la Revolución rusa, que exige una «atención reflexiva» (1978, p. 24). Según él, consiste «en que al lado del gobierno provisional, el gobierno de la burguesía, se formó otro gobierno, aún débil, embrionario, pero indudablemente existente de facto y en desarrollo: los soviets de diputados obreros y soldados» (1978, p. 17). Se trata de un gobierno de nuevo tipo. Lenin define así su carácter político:

Es una dictadura revolucionaria, esto es, un poder que se apoya directamente en la conquista revolucionaria, en la iniciativa inmediata de las masas populares venida desde abajo, y no en la ley promulgada por un poder de Estado centralizado. Es un poder de un género completamente diferente del poder que generalmente existe en las repúblicas parlamentarias democrático-burguesas del tipo habitual imperante hasta hoy en los países avanzados de Europa y de América. Esta circunstancia se olvida con frecuencia, no se medita sobre ella, a pesar de que en ella reside toda la esencia del problema. Este poder es del mismo tipo que el de la Comuna de París de 1871. Sus trazos fundamentales son: 1) la fuente del poder no está en una ley previamente discutida y aprobada por el Parlamento, sino en la iniciativa directa de las masas populares partiendo desde abajo y a escala local, en la «conquista» directa, para emplear una expresión corriente; 2) la sustitución de la policía y del ejército, como instituciones separadas del pueblo y opuestas al pueblo, por el armamento directo de todo el pueblo; con este poder el orden público es mantenido por los propios obreros y campesinos armados, por el propio pueblo armado; 3) el funcionalismo, la burocracia, o son sustituidos también por el poder inmediato del propio pueblo o, por lo menos, colocados bajo un control especial, transformándose en personas no sólo elegibles sino también destituibles a la primera exigencia del pueblo, reduciéndose a la situación de meros representantes; pasan de ser la casta privilegiada, con «puestecitos» de remuneración elevada, burguesa, a obreros de un «arma» especial, cuya remuneración no exceda el salario normal de un obrero cualificado (1978, pp. 17 ss.).

Escribiendo en abril de 1917, Lenin reconoce que los soviets son una forma de Estado incipiente y embrionaria. Tanto es así que, debido a la influencia de los «elementos pequeño-burgueses» (mencheviques y socialistas revolucionarios), el poder de los soviets ha pactado con el gobierno provisional y, en esta medida, «cedió y cede él mismo posiciones a la burguesía» (1978, p. 18). A pesar de esto, la dualidad de poderes es una «circunstancia extraordinariamente original que la historia no había conocido aún bajo esta forma»: «Condujo al entrelazamiento en un todo único de dos dictaduras: la dictadura de la burguesía […] y la dictadura del proletariado y del campesinado» (1978, p. 25). Lenin advierte, no obstante, que este «entrelazamiento» no puede durar mucho, ya que «en un Estado no pueden existir dos poderes». Uno de ellos tendrá que desaparecer. «La dualidad de poderes no expresa sino un momento de transición en el desarrollo de la revolución, cuando esta fue más allá de los límites de la revolución democrático-burguesa común pero no había llegado aún a ser una dictadura “pura” del proletariado y del campesinado» (1978, p. 26).

La caracterización de la dualidad de poderes hecha por Trostsky es simultáneamente más amplia y más optimista. Contrariamente a Lenin, Trotsky considera que la dualidad de poderes «es una situación particular de una crisis social, en modo alguno exclusiva de la Revolución rusa, aunque esté nítidamente marcada en esta» (1950, p. 251). Después de especificar que no hay dualidad de poderes en los casos en los que el poder de la clase dominante es compartido por dos de sus fracciones –como, por ejemplo, los junkers alemanes y la burguesía, bajo los Hohenzollern–, Trotsky agrega que la dualidad de poderes no presupone –antes excluye–, en general, la posibilidad de división del poder en dos partes iguales o cualquier equilibrio formal de fuerzas.

No se trata de un hecho constitucional sino revolucionario. Significa que la ruptura del equilibrio social ya demolió la superestructura del Estado. Se manifiesta en las situaciones en que las clases antagónicas se basan en organizaciones de gobierno esencialmente antagónicas –una en declive y la otra emergente– que, en cada momento, chocan en la dirección del país. La suma del poder que, en estas situaciones, recae sobre cada una de estas clases en lucha está determinada por la correlación de fuerzas y por las fases de la batalla (1950, p. 252).