La doble muerte de Unamuno - Luis García Jambrina - E-Book

La doble muerte de Unamuno E-Book

Luis García Jambrina

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31 de diciembre de 1936. Miguel de Unamuno muere de forma repentina en su casa. España está en plena Guerra Civil y Salamanca es el centro de operaciones de Prensa y Propaganda de las tropas de Franco, con Millán Astray a la cabeza. A caballo entre la crónica y la reflexión, la indagación histórica y biográfica y la recreación literaria, este libro es una apasionante pesquisa en torno a las oscuras circunstancias que rodearon la muerte de una de las figuras más controvertidas y fascinantes de la España reciente. Su punto de partida es la exhaustiva investigación llevada a cabo para la realización de la película documental Palabras para un fin del mundo, con el propósito de ampliar-la, profundizar en ella e ir más allá. El resultado es un contrarrelato que, por un lado, desmonta y desenmascara la versión oficial de los hechos, construida sobre el relato del único testigo, y, por otro, demuestra que Unamuno fue objeto de una operación propagandística por la que los sublevados pretendían apropiarse de su figura y secuestrar su memoria y su legado. Su "doble muerte" lo ha convertido en un símbolo de la defensa de la cultura frente a la barbarie y de la lucha por la libertad de la palabra

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Nota de los autores

Este no es un libro de historia ni un trabajo académico. Tampoco es un ensayo ni una novela, si acaso una mezcla de nivola e inseyo, como diría tal vez Unamuno. Se trata, en fin, de un cruce de crónica y reflexión, indagación histórica y biográfica y recreación literaria en torno a las circunstancias de todo tipo que rodearon la muerte de una de las figuras más controvertidas y fascinantes de la España reciente. El resultado es fruto del trabajo de varios años y se basa en múltiples testimonios y documentos, muchos de ellos poco conocidos o utilizados. El punto de partida es la película documental Palabras para un fin del mundo, escrita y dirigida por Manuel Menchón, y la exhaustiva investigación previa realizada por este, que luego ha sido convenientemente ampliada y aquilatada por los autores, con la intención de matizar, profundizar e ir más allá.

Vivimos tiempos de posverdad en los que parece que la búsqueda de la verdad se ha vuelto una quimera y, por lo tanto, ya no interesa a nadie o más bien carece de sentido; lo único que importa, por lo visto, es fraguar una narrativa poderosa y convincente, o al menos plausible, e imponerla de forma seductora a los demás. Con este libro no queremos construir un relato alternativo, sino más bien un contrarrelato. Tampoco pretendemos ofrecer la verdad; el objetivo es desmontar y desenmascarar lo que aquí hemos llamado la versión oficial, no para sustituirla por otra, sino para intentar desenterrar y recuperar la memoria de la muerte de don Miguel hasta donde sea posible. Más que defender una hipótesis o buscar una síntesis, lo que planteamos es una antítesis, algo, por lo demás, muy unamuniano. Se trata, en última instancia, de provocar el debate y la reflexión desapasionada sobre un asunto polémico, como casi todo lo que tiene que ver con este gran escritor e intelectual. Pero no es nuestra intención acusar a nadie ni manchar el nombre de ninguna persona en particular; tan solo hacemos uso de nuestro derecho a discrepar de la versión oficial y a poner en cuestión un relato de los hechos que, como mínimo, habría que calificar de insuficiente y confuso, cuando no de contradictorio y falaz. Con ello hemos querido hacer nuestra la divisa de Unamuno: «Primero la verdad que la paz». Así que ya sabemos a lo que nos arriesgamos. Como siempre, será el lector el que habrá de sacar sus propias conclusiones, como habría deseado el propio don Miguel.

«Mi divisa es: veritas prius pace,

primero la verdad que la paz. Es mejor verdad

con guerra que mentira con paz». (1909)

«Claro que ya estoy harto de eso de las piruetas

y las contradicciones. Es igual que lo de las paradojas.

Me lo cuelgan a mí porque quieren. Yo podría demostrar

que desde hace cincuenta años sostengo los mismos

puntos de vista». (1935)

«Nací durante una guerra civil. […]

Y ahora termino mi vida durante una guerra civil.

Toda mi vida he llevado la guerra civil en mi alma». (1936)

MIGUEL DE UNAMUNO

«Siempre hay otra versión de la historia.

Las apariencias engañan».

W. H. AUDEN

Prólogo: ni con los hunos

ni con los hotros

Unamuno siempre fue una figura incómoda, resbaladiza y con muchas aristas, y, en gran medida, todavía lo es. Por mucho que, desde uno u otro lado, nos empeñemos en clasificarlo o en hacerlo encajar en los estrechos límites de una creencia, de una postura política o de una ideología, siempre se nos escapa, como el agua entre los dedos. Durante toda su vida, don Miguel se negó a definirse y, sobre todo, a que los demás lo encasillaran. «¡Dejen, por Dios —o por el no Dios—, de encasillarme!», exclamó en alguna ocasión. «Aborrezco toda etiqueta; pero si alguna me habría de ser más llevadera es la de ideoclasta, rompeideas», comentó en otro lugar. Fue un hombre libre e independiente, un heterodoxo, un solitario. «No soy ni fascista ni bolchevique; soy un solitario», le dijo a Nikos Kazantzakis en una célebre entrevista en octubre de 1936. «El hereje solitario», lo llama elogiosamente Margaret Rudd en su biografía pionera.

Y es que Unamuno no era un hombre de dogmas ni de ideas, sino de pensamiento, un pensamiento vivo que nunca se detenía ni se concretaba en una conclusión definitiva. Era dialéctico: una continua sucesión de tesis y antítesis, pero sin llegar nunca a la síntesis conciliadora —«huyo de la síntesis de contrarios al modo hegeliano»—, ya que lo que en realidad le interesaba era «sentir el juego dialéctico y fecundo de las contradicciones, raíz y sostén de la conciencia viva». De modo que todo lo discutía, todo lo contradecía, todo lo cuestionaba, todo lo problematizaba; también a sí mismo, sobre todo a sí mismo. En don Miguel, además, convivían y se sucedían muchos yoes, muchas personalidades, muchos Unamunos discordantes entre sí. Por eso era, aparentemente, tan contradictorio.

En realidad, su forma de pensar era una forma de vivir y de actuar, una actitud ante la vida; una manera, en definitiva, de encararse con el mundo y con la existencia que consistía en estar en constante lucha o agonía, como él prefería decir. Y de ello dejó constancia en numerosos escritos. Veamos tan solo algunos ejemplos entresacados de lo que publicó en los años treinta: «Siempre he vivido en duelo íntimo, alimentando contradictorias posiciones y sintiendo la necesidad de disentir de cualquiera que defendiese una de ellas. No quiero programas». «Tenemos que librarnos —y libertarnos— de facciosos de derecha, de izquierda y de centro, de inventores de dogmas, de falsificadores de la Historia, de inquisidores y de definidores». «¿Qué? ¿Qué dice usted, amigo? ¿Que a qué partido, secta, escuela, hermandad o círculo pertenezco? Al de ir haciendo que cada uno de ellos vaya a entender su propio entendimiento, y no es poco». «Y no me pregunte usted ahora, amigo mío, qué partido tomo. No tomo partido, que ni he sido ni seré hombre de partido». «Usted sabe que huyo como de la peste de que se me quiera clasificar». «Soy especie única», declaró en otra ocasión.

Después de haber escrito tantas páginas sobre el cristianismo y el anhelo de inmortalidad ni siquiera podemos determinar si era creyente o no lo era; si tan solo quería creer o en verdad creía que creía; si estaba convencido o no de la existencia de una vida perdurable, de algo que garantizara la propia trascendencia. Políticamente, se consideraba un liberal, que en aquel tiempo era la opción menos ideologizada y menos dogmática posible. Pero fue, eso sí, «un liberal sin disciplina de partido», en palabras de Valentín del Arco; esto es, un auténtico liberal. Elías Díaz, por su parte, nos recuerda que para Unamuno el liberalismo es fundamentalmente «una auténtica concepción del mundo, una visión total de la vida de carácter tolerante, crítico y antidogmático». Recordemos que don Miguel vivió treinta y seis años en el siglo XIX y otros tantos en el XX, a caballo, por tanto, entre una centuria y otra, y en aquella época el liberalismo era una corriente filosófica, política y económica que, entre otras cosas, promovía la libertad del ser humano, la igualdad política y jurídica y la búsqueda del progreso material de los pueblos.

De todas formas, lo suyo era clamar contra esto y aquello y, sobre todo, contra los hunos y los hotros, como gráficamente los llamaba. Él pensaba siempre a la contra y no dudaba nunca en mostrar su desacuerdo, su disidencia o su disconformidad, su permanente heterodoxia, aunque le fuera la vida en ello, como de hecho le ocurrió. De ahí que resultara tan polémico y controvertido hasta el final de sus días, que, para su desgracia, coincidieron con los primeros meses de la guerra civil española, un tiempo nada proclive a actitudes como la de Unamuno.

Las personas inclasificables suelen resultar molestas, pues no podemos simplificarlas ni reducirlas a un solo concepto o categoría, especialmente en España, donde somos muy dados a proclamar esa falsa y terrible disyuntiva de «o estás conmigo o estás contra mí», como si las cosas fueran tan sencillas y no cupieran otras opciones, incluso varias a la vez. A lo largo de su vida, fueron no pocos los grupos y partidos que trataron de captarlo para su causa o facción, pero nunca fue presa fácil, sino alguien esquivo y escurridizo como una anguila: crees que la tienes acorralada y de repente culebrea y aparece en la otra orilla del río. Unamuno, además, era una persona íntegra e insobornable; no se dejaba comprar con dinero ni con prebendas ni seducir por las promesas y los halagos. Él iba siempre a contracorriente y estaba en permanente pugna y disidencia con todo el mundo, sobre todo con el poder establecido. Por ello fue desterrado a Fuerteventura por la dictadura de Primo de Rivera y, al final de su vida, castigado y secuestrado por los sublevados, ya veremos de qué forma y en qué medida.

A Unamuno el alzamiento militar lo pilla en un momento de gran desencanto con respecto a la República. Si bien en un principio la había saludado con decidido entusiasmo, lo que lo llevó a ser nombrado ciudadano de honor de la República, pronto comenzaría a ser muy crítico con ella, cosa que no debe sorprendernos, pues no era la primera vez que se situaba en contra del poder gobernante, fuera del signo que fuera. De modo que era lógico que, dentro de esa continua dialéctica en la que se movía su pensamiento, tuviese dicha actitud.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que, tanto para Unamuno como para muchos ciudadanos de las poblaciones que fueron inmediatamente ocupadas por los golpistas, como fue el caso de Salamanca, el alzamiento militar venía a ser algo así como una simple rectificación de algunos de los males o errores de la República. Así lo daban a entender los propios sublevados desde las emisoras de radio y los periódicos locales: «En Salamanca, nos es grato hacer pública la lealtad y disciplina de los regimientos que guarnecen la capital y la provincia, con cuya lealtad y disciplina asisten al Gobierno de la República. El comandante militar desea también expresar agradecimiento al pueblo salmantino por el ofrecimiento de personas de todas las clases sociales que desean colaborar con el movimiento de salvación de España. Salmantinos, españoles, ¡viva España, viva la República con dignidad!», leemos en El Adelanto, diario de Salamanca, el 19 de julio de 1936. «El Movimiento es netamente republicano, de lealtad absoluta y decidida al régimen republicano», declara el general Queipo de Llano en el ABC de Sevilla, el de la llamada «zona nacional», el 26 de julio. El propio Franco, en su manifiesto del día del golpe militar, habló por su parte de «Libertad, Igualdad y Fraternidad». De ahí que, en ese contexto, Unamuno se considerara a sí mismo un «elemento de continuidad» de la República. De esta forma lo plantea a propósito de la constitución del nuevo Ayuntamiento de Salamanca el 25 de julio de 1936: «El pueblo me trajo acá, al Ayuntamiento, al traer la República en las elecciones del 12 de abril del 31, y me llevó luego a las Cortes Constituyentes como su diputado. Aquí y allí a servir a España en el régimen que ella se ha dado. […] Y ahora, al llamarme acá lo que de sano queda del pueblo regularmente armado, acá vengo a seguir sirviendo, como antes, a España». Pero esto enseguida fue aprovechado por los sublevados, que vieron en él al aliado perfecto para legitimar su causa ante el mundo y deslegitimar la contraria, la de la República.

Y es que las guerras no se hacen solo con las armas, se llevan a cabo también con las palabras y las imágenes, con la propaganda; no en vano la pluma puede ser tan poderosa como la espada, y la máquina de escribir, tan letal como la artillería. En todo caso, el objetivo es el mismo. De hecho, la propaganda es la guerra por otros medios, los de comunicación, una de cuyas funciones es manipular la verdad y generar información falsa. Al fin y al cabo, las fake news no son una invención de nuestro tiempo, lo único nuevo son los canales y soportes tecnológicos utilizados para transmitirlas. Y no hay propaganda sin contrapropaganda. De modo que don Miguel no tardó en verse envuelto en una «guerra de ideas», algo que nada tiene que ver con el pensamiento dialéctico tal y como él lo practicaba. En la «guerra de ideas» no se trata de persuadir al otro con la razón, sino de arrebatársela y acabar con él. Lo que importa es destruir y aniquilar al adversario. Y ya sabemos que, en cualquier conflicto bélico, la primera víctima es siempre la verdad. Unamuno, sin embargo, cuando combatía una idea o arremetía contra una mentira no lo hacía para sustituirla por otra; él quería convencer, no vencer; buscar la verdad, no derrotar al contrario.

Al comienzo del alzamiento, los militares golpistas necesitaban legitimarse con un discurso o relato que fuera convincente y justificara la sublevación frente a la legalidad democrática de la Segunda República, y, de pronto, apareció el escritor más prestigioso e influyente de España, el intelectual por antonomasia y el menos sospechoso de ser fascista, diciendo que ellos representaban «la salvación de la civilización cristiana occidental». Esa era la consigna que sin saberlo andaban buscando y que Franco, que era muy astuto, fue el primero en ver y en utilizar propagandísticamente, hasta el punto de que no paraba de repetirla. El lema le venía como anillo al dedo, y encima su autor vivía en Salamanca, en zona ocupada, donde pronto instalaría su cuartel general y la oficina de Prensa y Propaganda; lo uno va siempre con lo otro, como el lobo y su sombra, ya que sus responsables concebían «la labor periodística como complementaria a la de las armas y, por tanto, subordinada al mundo político-militar». Y para ello contaban con buenos maestros y referentes: nada menos que el fascismo de Mussolini y la Alemania nazi. Tanto es así que hasta la consigna «Una Patria, un Estado, un Caudillo», acuñada y difundida por José Millán Astray, estaba copiada del «Ein Volk, ein Reich, ein Führer». De modo que no es extraño que por Salamanca camparan a sus anchas en aquel momento los fascistas italianos y los militares nazis con sus vistosos uniformes y su aire bizarro y marcial. Nunca hasta entonces la ciudad universitaria había sido tan castrense y cosmopolita.Lo que, de algún modo, sitúa a nuestro escritor, sin pretenderlo, en el epicentro de la guerra en esos primeros meses, que fueron tan decisivos para lo que vino después.

Pero ¿de verdad pensaban los sublevados que Unamuno podía ser un adepto y un auténtico aliado? No lo creemos. Sin embargo, eso poco importaba, mientras pudieran rentabilizarlo para su beneficio. ¿Admiraban los falangistas a don Miguel? Es posible que así fuera en el caso de José Antonio Primo de Rivera, que en alguna ocasión llegó a confesar lo mucho que había tomado de su obra. Y no fue el único; algunos otros fascistas españoles y hasta italianos también lo leyeron y lo citaron, y, en algunos casos, proclamaron su influencia, lo que ha llevado a ciertos investigadores a considerar a Unamuno una especie de «prefascista». Aunque son casos muy diferentes, recordemos que también ha habido estudiosos empeñados en ver en Nietzsche a un precursor del nazismo. Sin embargo, don Miguel no es responsable de lo que puedan pensar algunos de sus lectores, ni menos aún de las interpretaciones de sus exégetas, que son, por otra parte, muy variadas. Los falangistas lo que querían era que Unamuno los apadrinara, dada su gran notoriedad. En todo caso, era la suya una admiración interesada, condicionada por el rendimiento propagandístico que pudieran obtener de su persona. Claro que también sabían que el autor de Niebla no era de los que se dejaban manejar o manipular fácilmente y que sus opiniones eran cambiantes e impredecibles, pues no obedecían a las motivaciones habituales: la ambición, el dinero, el poder, el miedo, el halago… Si acaso podía tentarlo el deseo de que se hablara de él, que algunos confundían con la vanagloria o la egolatría, pero que, en su caso, estaba relacionado con ese anhelo irreprimible de querer ser.

Y sucedió que enseguida le vio las orejas al lobo, y los colmillos y las garras manchados de sangre. Esto hizo que se diera cuenta del inmenso error que había cometido al apoyar el Movimiento y echara marcha atrás, para de inmediato situarse en contra, como hacía siempre. Es verdad que siguió confiando en las buenas intenciones de Franco hasta casi el final, pero ya hemos dicho que este era muy astuto, lo que le permitía presentarse con piel de cordero cuando en realidad era el macho dominante de la jauría.

El momento crítico en todo este proceso fue el famoso incidente del 12 de octubre en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, ese que muchos han magnificado y sublimado hasta convertirlo en un mito y otros han pretendido minimizar y desdeñar hasta casi negar su existencia («fue un acto brutalmente banal», llega a sostener Severiano Delgado en su libro Arqueología de un mito, publicado en 2019), sin querer darse cuenta de su verdadero alcance y significado. Y es que el discurso de Unamuno no fue tan solo un gesto simbólico, sino también un acto heroico, por lo que dijo, por cómo lo dijo y, sobre todo, por las circunstancias en las que lo dijo. Recordemos que él estaba presidiendo el evento en representación de Franco, que en ese momento andaba ocupado en hacer la guerra. Así que nadie se esperaría que don Miguel fuera a salirse de ese modo por la tangente. Se podrá discutir sobre la literalidad de sus palabras y otras particularidades. Pero lo cierto es que el mero elogio que Unamuno hizo de José Rizal, considerado por él un héroe y un mártir de la independencia de Filipinas, fue para los militares sublevados, y especialmente para Millán Astray, un acto de traición y, como tal, tuvo fatales consecuencias para Unamuno. No olvidemos que la traición, y más en tiempos de guerra, estaba castigada con la pena capital.

A partir de ese instante, Unamuno dejó de ser un aliado forzoso para convertirse en un apestado y, sobre todo, en un peligro potencial, dada su gran relevancia como escritor e intelectual. Por eso quisieron arrebatarle como fuera la palabra, silenciarlo, hacerle el vacío, condenarlo al ostracismo confinándolo en su propia casa. Pero Unamuno no podía permanecer callado por mucho tiempo, eso nunca, y menos cuando lo obligaban a ello y tenía tanto que decir. Si no hablaba, explotaba, como una olla exprés cargada de metralla dialéctica. Para él, el hecho de no poder hablar o escribir públicamente, la privación de la palabra, el silencio obligado, era mucho peor que la muerte, o, si se prefiere, era la auténtica muerte, algo así como vivir sumido en la nada, en la niebla y la inexistencia más absoluta. Y es que la palabra era la realidad más sustantiva, lo más importante, lo que podía garantizarle una vida perdurable más allá de la muerte física, pues sabía de sobra que la única inmortalidad factible era «existir en la palabra», volcarse en ella. Así que no estaba dispuesto a callar, aunque eso pudiera costarle la vida.

No obstante, todavía hay historiadores empeñados en sostener que Unamuno mantuvo su adhesión al Movimiento hasta el final de su existencia, utilizando como argumento o prueba algunas de las entrevistas concedidas a periodistas extranjeros después del 12 de octubre, sin tomar en consideración que varias de ellas fueron sometidas a la censura o contienen pasajes adulterados con la intención de eludirla, mientras que en otras don Miguel habla en pasado y con reticencia de su apoyo inicial a los sublevados, una equivocación que él admite con valentía y con bastante pesar. Lo único que tal vez pudiera reprochársele es haber seguido confiando en las buenas intenciones de Franco, bien fuera por candidez, como él mismo reconoce, o por desconocimiento, ya que, como hemos visto, en los primeros momentos los golpistas lanzaron mensajes falsos a la población con respecto a sus verdaderos objetivos.

Detractor de las dos Españas, al final de su vida quedó solo y atrapado entre las redes y las alambradas de una de ellas, repudiado por los hunos y por los hotros, y ya no logró salir indemne. No podía ni quería huir de Salamanca, para no poner a su familia en peligro, y era incapaz de permanecer en silencio ante lo que estaba viendo y padeciendo. «El día que me quiten la palabra me han matado», le dijo en una ocasión a Alejandro Lerroux. Durante dos meses y medio Unamuno vivió más agónicamente que nunca, lleno de angustia y zozobra, ya que era consciente de lo que le esperaba y, en cierto modo, lo tenía asumido; era el precio que debía pagar por haber errado. Lo que no sabía con certeza era cómo iba a suceder. A Federico García Lorca su asesinato lo había convertido enseguida en un símbolo de la represión del bando fascista, en un héroe trágico muy acorde con su poesía y su teatro, en un mito de alcance universal. De modo que a él los sublevados no le iban a dar esa satisfacción, eso estaba claro.

Para estos, Unamuno se había convertido en un problema. Encarcelarlo habría sido inútil y contraproducente, ya que se las habría arreglado para hacer llegar su palabra más allá de las rejas, de los frentes y de las fronteras; fusilarlo habría constituido un gravísimo error desde el punto de vista estratégico y propagandístico, y silenciarlo era poco menos que imposible, como ya sabemos. ¿Quién puede acallar a alguien que lo ha perdido todo menos la razón? Era preciso, pues, neutralizarlo, pero no de cualquier manera ni, desde luego, a cualquier coste.

Las premoniciones: crónica

de una muerte anunciada

Al margen de como ocurriera, la de Unamuno parece una muerte anunciada, por no hablar de oportuna. En ella hay un cierto fatum o fatalismo trágico. El hecho de que tuviera lugar el 31 de diciembre de 1936, un annus horribilis, un año fatídico y terrible, el primero de la Guerra Civil, nos trae a la cabeza la idea de una fecha límite, de un tiempo que se agota, de un plazo marcado de antemano. ¿Por quién?, cabría preguntarse. ¿Se trata de una mera coincidencia, fruto de la casualidad, o de algo buscado de manera deliberada por alguien? El caso es que tal día como aquel, pero treinta años antes, a la caída de la tarde, don Miguel había presentido o imaginado su deceso en un poema estremecedor incluido en su primer libro de versos, Poesías, publicado en 1907. El poema aparece fechado en la Nochevieja de 1906 y no tiene título; es el III de la sección «Incidentes domésticos», y se lo conoce o identifica por su comienzo: «Es de noche, en mi estudio…». En él imagina el autor la llegada sigilosa de la muerte en ese último día del año, antes de la cena familiar, mientras está solo en su gabinete de trabajo, rodeado de libros sabios y silenciosos, escribiendo las que podrían ser sus postreras palabras, su testamento poético. Y acaba así:

Tiemblo de terminar estos renglones

que no parezcan

extraño testamento,

más bien presentimiento misterioso

del allende sombrío,

dictados por el ansia

de vida eterna.

Los terminé y aún vivo.

Por fortuna no fue eso lo último que don Miguel escribió. Pero, a la larga, ese «presentimiento misterioso» se convertiría en una especie de augurio o profecía. ¿Se acordaría Unamuno de su poema en esa jornada final de 1936? Es muy posible, ya que sabemos que en esos días la muerte estaba muy presente en su pensamiento, mucho más que de ordinario, y, por lo visto, había motivos para ello.

Tampoco hemos de olvidar que esa fecha estaba muy próxima a un triste aniversario para Unamuno. Cuarenta años antes, concretamente el 30 de diciembre de 1896, moría fusilado en Manila el médico, escritor, pintor, político e intelectual José Rizal, héroe de la independencia de Filipinas, una persona muy querida y admirada por Unamuno, como bien se aprecia en el epílogo laudatorio que escribió para la biografía preparada por Wenceslao Retana, publicada también en 1907, donde lo considera un mártir de su causa e incluso se refiere a él como «San José Rizal», si bien es consciente de que, para muchos españoles, especialmente para ciertos militares, no era más que un vil traidor. En una carta, Unamuno señala de pasada que el asesinato de Rizal fue el mayor crimen de la Regencia habsburgiana —«el crimen mayor de entonces», dice en otro lugar— y confía en que algún día el pueblo español haga erigir un monumento en desagravio a su memoria en la ciudad de Manila. Eso explica que Unamuno lo mencionara elogiosamente y con toda la intención en su discurso del 12 de octubre —fecha en la que entonces se conmemoraba el Día de la Raza— en el paraninfo de la Universidad, a pesar de estar rodeado de falangistas y militares armados. Pero de esto hablaremos luego, pues es de vital importancia.

Lo que ahora debemos subrayar es que, desde esa fecha, la muerte comienza a revolotear sobre la casa de Unamuno, en la calle Bordadores, como un ave de mal agüero, y, conforme avanzan los días, su sombra se va haciendo cada vez más oscura y alargada, como la del ciprés. ¿Era consciente don Miguel de su situación y del peligro que corría su vida? Más que temer la muerte, parecería que la estaba esperando. No podemos decir que la deseara o la buscara de una manera consciente, pero sí que la tenía más que asumida, dadas las circunstancias. La prueba es que, en las últimas semanas de su vida, se acumulan los escritos en que Unamuno cree que lo van a «asesinar»; esa es la palabra que él utiliza.

Esto es lo que escribe, por ejemplo, en una carta a Juan Carretero Luca de Tena, el director del diario ABC de Sevilla, el que se publicaba en la llamada «zona nacional», fechada el 11 de diciembre de 1936. La misiva está redactada en respuesta a una información aparecida el día anterior —una muestra más de la utilización propagandística de la figura de Unamuno—, y en ella no se recata a la hora de decir lo que piensa, sin importarle las posibles consecuencias; de hecho, don Miguel se muestra muy desatado y, lejos de acobardarse, no deja de echar leña al fuego que comienza a arder bajo sus pies:

Aunque conozco de antaño, señor mío, su característica mala fe, esta vez quiero decírselo. En el número de ese ABC sevillano de ayer, día 10, leo un suelto que dice «Carta de don Miguel de Unamuno a todos los centros docentes extranjeros». Pues bien, eso es mentira y usted lo sabe. Primero, hace tiempo que no soy rector de la Universidad de Salamanca, desde que esta gente me sustituyó.

Esta carta, acordada en claustro, no es mía, sino de la Universidad. No la redacté yo. Luego la puso en latín macarrónico un cura cerril. Y ahora debo decirle que, por muchas que hayan sido las atrocidades de los mandos rojos, de los hunos, son mayores las de los blancos, los hotros. Asesinatos sin justificación. A dos catedráticos, a uno en Valladolid y a otro en Granada, por si eran… masones. Y a García Lorca.

Da asco ser ahora español desterrado en España. Y todo esto lo dirige esa mala bestia ponzoñosa y rencorosa que es el general Mola. Yo dije que lo que había que salvar en España era la civilización occidental cristiana, pero los métodos no son civilizados sino militarizados, no occidentales sino africanos, ni cristianos sino católicos a la española tradicionalista, es decir, anticristianos. […]

No es este el Movimiento al que yo, cándido de mí, me adherí creyendo que el pobre general Franco era otra cosa que lo que es. Se engañó y nos engañó […]. Entre los hunos —rojos— y los hotros —blancos, color de pus— están desangrando, ensangrentando, arruinando, envenenando y, lo que para mí es peor, entonteciendo a España. En la España que proclama como Caudillo a Franco —personalmente un buen hombre víctima y juguete de la jauría de hienas— cabrá todo menos franqueza. Ni amor a la verdad. Pero ustedes, los del ABC, podrán seguir envenenando con mentiras, insidias, calumnias…

Le escribo esta carta desde mi casa, donde estoy desde hace días encarcelado disfrazadamente. Me retienen en rehén no sé de qué ni para qué. Pero si me han de asesinar, como a los otros, será aquí, en mi casa. Y no quiero seguir. Aún me queda por decir.