La elección del sultán - Abby Green - E-Book
SONDERANGEBOT

La elección del sultán E-Book

Abby Green

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ella no era como el sultán había creído Elegida como esposa para el sultán, Samia no tenía otra opción que aceptar el matrimonio. Y, en contra de sus mejores intenciones, mientras su nuevo esposo la liberaba lentamente de sus galas de novia descubrió que sus inhibiciones desaparecían. A Sadiq le sorprendió la naturaleza apasionada de su esposa. La había elegido por ser tímida y apropiada. Pero descubrió que Samia no lo era en absoluto… ¡Era decidida, exigente y desafiante!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 193

Veröffentlichungsjahr: 2012

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Abby Green. Todos los derechos reservados.

LA ELECCIÓN DEL SULTÁN, N.º 2140 - febrero 2012

Título original: The Sultan’s Choice

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-471-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

NO ME caso con ella por su aspecto, Adil. Me caso por la multitud de razones por las que será una buena reina de Al-Omar. Si sólo buscara belleza me habría casado con mi última amante. No necesito la distracción de una mujer.

La princesa Samia Binte Rashad al Abbas, que estaba sentada afuera del despacho privado del sultán de Al-Omar, en su casa de Londres, se puso rígida. Estaba hablando por teléfono y no le habían informado aún de su llegada. La secretaria, que había salido un momento, había dejado la puerta entornada. Por eso Samia podía escuchar la voz grave del sultán y sus impactantes palabras.

–Puede que lo parezca, pero cierta gente ha especulado con que cuando llegara el momento de elegir esposa sería conservador. Sería una lástima que perdieran sus apuestas –dijo la voz con un deje profundamente cínico.

A Samia le ardían las mejillas. Suponía que al otro lado de la línea habían comentado que era, como poco, aburrida. Incluso si no hubiera oído la conversación, Samia ya sabía que el sultán de Al-Omar quería pedir su mano. No había dormido en toda la noche y había acudido allí con la esperanza de que todo fuera un error. Oírle decir que estaba a favor del plan y que, además, lo consideraba cosa hecha, era traumático.

Sólo lo había visto una vez, ocho años antes, en una de sus legendarias fiestas de cumpleaños en B’harani, capital de Al-Omar. Su hermano Kaden la había llevado con él antes de que fuera a Londres a terminar sus estudios, para intentar ayudarla a superar su timidez crónica. Samia había sido una adolescente patosa de cabello ingobernable, que aún usaba las gruesas gafas bifocales prescritas cuando era niña.

Tras un embarazoso momento, en el que había hecho volcar una pequeña mesita antigua cargada de bebidas y conseguido que los ojos de todos se clavaran en ella, había huido en busca de un santuario, que encontró en la biblioteca. Puso freno a ese recuerdo, aún más embarazoso que el anterior, al oír al sultán.

–Adil, entiendo que, como abogado mío, quieras asegurarte de que hago la elección correcta. Te aseguro que cumple todos los requisitos y puedo conseguir que el matrimonio funcione. La estabilidad y reputación de mi país son lo primero, necesito una esposa que me ayude en ese sentido –dijo el sultán.

Samia se retorcía por dentro. Él se refería a que no era como sus mujeres habituales, no le cabía ninguna duda. Samia no quería casarse con ese hombre, y no iba a quedarse allí sentada esperando a que la humillación la abofeteara.

El sultán Sadiq Ibn Kamal Hussein colgó el teléfono. La claustrofobia y una desagradable sensación de impotencia lo llevaron a levantarse e ir a la ventana, desde la que se veía una bulliciosa plaza en el corazón de Londres.

Retrasando el inevitable momento, Sadiq volvió a su escritorio y a las fotos de la princesa Samia de Burquat. Era de un pequeño emirato independiente situado al norte, en el golfo Pérsico. Tenía tres hermanastras más jóvenes, y su hermano mayor era el emir reinante desde la muerte de su padre, hacía doce años.

Samia arrugó la frente. Él también había sido coronado joven, y sabía cuánto pesaba el yugo de la responsabilidad. No por eso creía que el emir y él fueran a hacerse amigos, pero si la princesa accedía al matrimonio, serían cuñados.

Suspiró. Las fotos mostraban a una mujer delgada de complexión media. En ninguna de ellas se la veía claramente. Las mejores eran del verano anterior, a su regreso de un viaje en barco con dos amigas. Pero incluso en las fotos de prensa estaba entre dos chicas mucho más guapas y altas, y una gorra de béisbol escondía su rostro.

Lo más importante era que ninguna foto procedía de la prensa amarilla. La princesa Samia no formaba parte de la realeza árabe que iba de fiesta en fiesta. Era discreta y tenía un respetable empleo como archivera en la Biblioteca Nacional de Londres. Por esa razón, y muchas otras, era perfecta. No quería una esposa de pasado dudoso, ni con esqueletos en el armario. Por eso había hecho que investigaran a Samia a fondo.

Su matrimonio no sería como el de sus padres. No sería un campo de batalla regido por la ira y los celos. Él no hundiría el país en un vórtice de caos, como había hecho su padre, por estar obsesionado con una mujer que odiaba cada momento de estar casada con él. Su padre había perseguido a su madre, que estaba enamorada de otro, y para conseguirla había pagado a su familia una dote inconmensurable. La continua tristeza de su madre había hecho que Sadiq sintiera la necesidad de alejarse de ella en lo posible.

Necesitaba una esposa tranquila y estable que lo complementara, le diera herederos y le dejara concentrarse en dirigir el país. Y, sobre todo, una esposa que no lo ocupara emocionalmente. Por lo que había visto de la princesa Samia, era perfecta.

Con sensación de fatalismo, puso las fotos en un montón y las colocó bajo una carpeta. No tenía más opción que seguir adelante. Sus mejores amigos, un jeque y su hermano, acababan de casarse. Si seguía soltero mucho tiempo, empezarían a tacharlo de inestable.

No podía evitar su destino. Era hora de conocer a su futura esposa. Llamó a su secretaria.

–Noor, haz pasar a la princesa Samia.

No hubo respuesta inmediata y Sadiq sintió un pinchazo de irritación. Estaba acostumbrado a que sus órdenes se obedecieran al instante. Fue hacia la puerta. La princesa ya habría llegado, y no podía retrasar lo inevitable más tiempo.

Capítulo 2

SAMIA ponía la mano en el pomo de la puerta cuando oyó ruido y una voz detrás de ella.

–¿Te marchas tan pronto?

La voz era grave y profunda, con un leve acento seductor, ella se maldijo por no haber salido un segundo antes. Pero había titubeado porque su buena educación se resistía a dejar al sultán plantado. Ya era demasiado tarde.

Se dio la vuelta lentamente, preparándose para el impacto de ver de cerca a uno de los solteros más famosos del mundo. Ella trabajaba entre libros polvorientos, su estilo de vida no podía ser más distinto del de él.

Todo pensamiento coherente se disipó al verlo. Alto y de espalda ancha, llenaba el umbral de la puerta del despacho. Tenía la típica tez oscura de un nómada del desierto y penetrantes e inusuales ojos azules, cuya mirada parecía estar traspasando a Samia. Un traje oscuro cubría un metro noventa de cuerpo musculoso. Era un bello ejemplar de hombre, dirigente de un país de incalculable riqueza. Samia sintió un leve mareo.

–Siento la espera –señaló el despacho con la mano–. Por favor, ¿puedes entrar?

Samia no tuvo más remedio que ir en esa dirección. Su corazón latía desbocado cuando pasó a su lado y captó un aroma evocador e intensamente masculino. Fue directa a la silla que había junto al escritorio. Se dio la vuelta y vio al sultán cerrar la puerta, sin dejar de mirarla.

Cada molécula de su cuerpo parecía vibrar de energía. La elegancia sensual de sus movimientos adquirió un tinte más sexual cuando se acercó a Samia, que sintió un cosquilleo en el vientre.

Su rostro parecía severo hasta que, de repente, una sensual sonrisa curvó su boca. A Samia se le aceleró el pulso.

–¿Ha sido por algo que he dicho? –preguntó. Samia lo miró sin entender–. ¿Ibas a irte? –aclaró.

–No… claro que no –Samia se sonrojó. «Mentirosa»–. Lo siento… sólo…

Odiaba admitirlo, pero se sentía intimidada. Aunque había elegido una vida tranquila y evitaba llamar la atención, ya no era tan tímida. Sin embargo, allí se sentía como un ratoncito.

Sadiq la calló con un gesto de la mano, sintiendo lástima por su obvia incomodidad. Había sentido una descarga eléctrica al oír su voz. Grave y sedosa, no encajaba con su apariencia. La miró de arriba abajo, y comprobó que era tan insignificante como habían predicho las fotos. Llevaba un traje pantalón y una blusa abotonada hasta arriba que no hacían nada por su figura. De hecho, era imposible saber si tenía figura.

Sin embargo, el instinto masculino de Sadiq le advirtió, mediante un cosquilleo en la espalda, que no debía apresurarse en su juicio. Se metió las manos en los bolsillos.

Samia, que notó que sus mejillas se encendían, deseó bajar la vista para mirar el pantalón tensado sobre la entrepierna. Pero consiguió contenerse.

Él se limitaba a mirarla. Samia, consciente de que estaba roja como un tomate, hizo acopio de valor y alzó la barbilla. Le dio un vuelco el corazón cuando él le ofreció la mano.

–Nos hemos visto antes, ¿verdad?

Eso era justo lo que ella había temido.

–Sabía que nos habían presentado, pero no recordaba dónde. Y luego me vino a la cabeza…

A ella se le paró el corazón. Rezó en silencio para que no mencionara el horrible momento que ella tenía grabado en su memoria.

–Tuviste un desafortunado tropezón con una mesita de bebidas, en una de mis fiestas.

Samia sintió tal alivio al comprobar que no recordaba la escena de la biblioteca, que dejó que la enorme mano de largos dedos envolviera la suya. El contacto resultó fuerte, cálido e inquietante, y tuvo que hacer un esfuerzo para no retirar la mano como si la hubiera pinchado.

–Sí, me temo que ésa era yo. Una adolescente muy patosa –le pareció que sonaba jadeante.

–No me había dado cuenta de que tú también tenías los ojos azules –él seguía sujetando su mano–. ¿No solías usar gafas antes?

–Me operé con láser el año pasado.

–¿Tu tez es heredada de tu madre inglesa?

Samia, pensando que su voz era tan espectacular como él, asintió con la cabeza.

–Era medio inglesa, medio árabe. Murió al darme a luz. Fui criada por mi madrastra.

–¿Tu madrastra murió hace cinco años?

Samia asintió y apoyó la mano en el respaldo de una silla. Desvió la mirada para que él no captase la amargura que reflejaban sus ojos cuando pensaba en su madrastra. La mujer había sido una tirana porque siempre se había sabido una segunda opción respecto a la adorada primera esposa del emir.

Samia miró al sultán y le dio un vuelco el corazón. Era demasiado guapo. Se sentía anodina y descolorida a su lado. ¿Cómo era posible que pensara siquiera un segundo que ella podía ser su reina? Recordó que él había dicho que quería una esposa conservadora y sintió pánico de nuevo.

–Por favor, siéntate –señaló la silla que ella agarraba como un salvavidas. ¿Qué quieres tomar? ¿Té o café?

–Café. Por favor –Samia habría preferido algo más fuerte, como whisky.

Sadiq fue hacia su silla, al otro lado del escritorio. En ese momento apareció su secretaria con una bandeja de refrigerios. Cuando se marchó, el sultán intentó no fijarse en cómo temblaba la mano de la princesa al echarse leche en el café. La chica era puro rubor y nervios, pero lo miraba con un matiz desafiante que le parecía extrañamente atractivo. Estaba acostumbrado a mujeres muy seguras de sí mismas, y le parecía una mezcla intrigante.

Casi le daba lástima verla llevarse la delicada taza a la boca. Como ella evitaba su mirada, podía estudiarla a su gusto. Tuvo que admitir que en realidad no era anodina. Su cabello era rubio rojizo y el sol que entraba por los ventanales le arrancaba destellos rosados. Lo llevaba recogido en una trenza que descansaba sobre uno de sus hombros. Algunos rizos se habían escapado y enmarcaban su rostro, que tenía forma de corazón.

Parecía tener unos dieciocho años, aunque él sabía que en realidad eran veinticinco. Su tez era lo bastante pálida como para haber justificado la pregunta sobre su ascendencia.

Lo sorprendía haber recordado con tanta claridad cómo volcaba la mesa. Le había dado pena, allí de pie, roja como un tomate y tragando saliva. Otro recuerdo rondaba su memoria, pero no conseguía fijarlo.

Unas pestañas larguísimas escondían sus ojos. Tenía que admitir que no era en absoluto lo que había esperado. Sintió la urgencia de inspeccionar esos ojos aguamarina con más detenimiento.

–Princesa Samia, ¿vas a decirme por qué estabas a punto de marcharte?

La mirada de Samia se enfrentó a la del sultán. Estaba tan acalorada que tuvo que contener el impulso de desabrochar el primer botón de la blusa para sentir aire fresco en la piel. La estaba mirando como si fuera un espécimen de laboratorio. No podía ser más obvio que ella le dejaba completamente frío.

–Sultán… –calló cuando él alzó la mano.

–Sadiq, por favor. Insisto.

–De acuerdo, Sadiq –tomó aire–. La verdad es que no quiero casarme contigo –vio que él tensaba la mandíbula y sus ojos destellaban.

–Creía que lo habitual era esperar a la propuesta de matrimonio antes de rechazarla.

–Y yo creo que lo normal es hacer la propuesta antes de asumir que va a ser aceptada –Samia cerró los puños.

Los ojos de él destellaron peligrosamente y se sentó en la silla. Samia se sintió amenazada.

–¿Escuchaste mi conversación?

–No pude evitarlo –Samia volvió a sonrojarse–. La puerta estaba entreabierta.

–Bueno, te pido disculpas –dijo Sadiq con brusquedad–. No estaba destinada a tus oídos.

–¿Por qué no? –Samia, rindiéndose al pánico, se levantó y se situó detrás de la silla–. Al fin y al cabo, estabas discutiendo los méritos del enlace, ¿por qué no discutirlos aquí y ahora conmigo? Decidamos si soy lo bastante tradicional y poca cosa para ti.

Un leve oscurecimiento de los pómulos del sultán fue la única indicación de que el comentario había hecho mella. Exceptuando eso, no parecía que la actitud de Samia lo afectara. Ella cerró las manos sobre el respaldo de la silla. Él volvió a sentarse, contemplándola.

–Hubieras oído la conversación o no, ya sabrías que un matrimonio entre nosotros tiene que basarse en aspectos puramente prácticos.

–No te preocupes –a Samia la sorprendió el deje amargo de su voz–. No me hago ilusiones.

–Esta unión beneficiará a nuestros países –en sus ojos chispeó un brillo especulativo. Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa–. Me resultaría difícil creer que siendo de nuestra parte del mundo, donde priman los matrimonios de conveniencia, esperases una unión por amor –dijo con desdén, como si fuera algo impensable.

–No. Por supuesto que no –Samia, sintiéndose enferma, negó con la cabeza. Una unión por amor era lo último que habría esperado o querido. Había visto cómo el amor devastaba a su padre tras perder a su esposa. Había soportado su silencioso dolor cada vez que la miraba, porque ella había sido la causante de su muerte.

Había visto cómo eso influía en todo, amargando a su siguiente esposa. El amor también había causado destrozos en su adorado hermano, volviéndolo duro como la roca y extremadamente cínico. Hacía muchos años que se había jurado no rendirse a una fuerza tan destructiva.

El sultán, satisfecho con la respuesta, se recostó y abrió las manos con gesto interrogativo.

–Entonces, ¿qué puedes tener en contra de este matrimonio?

«¡Todo! ¡La atención! ¡El ridículo!», pensó Samia, apretando las manos sobre el regazo.

–Simplemente… no lo había visto como parte de mi futuro –creía haberse diluido lo suficiente para evitar ese tipo de intereses.

–Pero siendo la hermana mayor del emir de Burquat, ¿cómo esperabas poder evitar un compromiso estratégico? Es sorprendente que hayas conseguido evitar el matrimonio tanto tiempo –dijo Sadiq.

A pesar de lo que le desagradaba la indiscutiblemente masculina afirmación, Samia sintió un pinchazo de culpabilidad. Su hermano podría haber sugerido varios pretendientes con anterioridad, pero no lo había hecho. Siempre había sabido que Kaden podía pedirle una unión estratégica algún día. La oferta de Sadiq habría resultado irresistible, ya que catapultaría Burquat al siglo XXI y le proporcionaría la estabilidad económica y el desarrollo que tanto necesitaba.

Aunque odiara admitirlo, sí pertenecían a un mundo que veía el matrimonio de una forma mucho más pragmática que occidente. Era inusual que un gobernante se casara por algo tan frívolo como el amor. Los matrimonios tenían que basarse en sólidos vínculos familiares, alianzas estratégicas y lógica política. Especialmente los matrimonios reales.

Esa visión práctica que dejaba de lado el amor tendría que haberle resultado atractiva. No corría el peligro de enamorarse de alguien como Sadiq, y él nunca se enamoraría de ella. Sería un matrimonio muy distinto del que había visto mientras crecía. Sus hijos no serían maltratados ni insultados por envidia y malicia.

El sultán se puso en pie y Samia volvió a sentir pánico. Maldijo a la especie de ratoncito asustado en el que se había convertido en su presencia. En la biblioteca tenía a treinta empleados a su cargo y estaba acostumbrada a enfrentarse a su hermano, un hombre cortado por el mismo patrón autoritario que el sultán. Sin embargo, él la había convertido en gelatina en unos minutos.

Él paseó por la habitación, como si no pudiera quedarse quieto y Samia recordó que sentía pasión por los deportes extremos y de riesgo. Tenía el honor de haber participado en la prestigiosa carrera mundial Vendée, siendo el marinero más joven que lo había hecho en toda su historia. Samia, aficionada a la vela, lo admiraba por ello.

Era un hombre formidable en todos los sentidos. Siguiendo la tradición de su linaje, había estudiado en el Reino Unido y en Estados Unidos, y se había adiestrado en la exclusiva academia militar real de Sandhurst. Tenía una flota de helicópteros y aviones que pilotaba con regularidad. Además, tenía la reputación de ser uno de los playboys más despiadados del mundo, que elegía y descartaba a las mujeres más bellas como si fueran meros accesorios.

Y todos los años celebraba la mayor y más lujosa fiesta de cumpleaños, en la que recaudaba una cantidad obscena de dinero para obras benéficas. Sabía a ciencia cierta que era muy alabado por su recaudación de fondos porque, para su vergüenza, la noche anterior había pasado horas buscando información sobre él en Internet.

–¿Vas a insistir en rechazar mi oferta de matrimonio y obligarme a buscar esposa en otra parte? –preguntó él, enarcando una ceja.

Samia notó el deje incrédulo de su voz. Era obvio que no había esperado dificultades. Eso le devolvió parte de su confianza en sí misma.

–¿Qué ocurriría si dijera que no?

Él apoyó las manos en la caderas y Samia contempló cómo la camisa se tensaba sobre sus abdominales. Vio la sombra de una hilera de vello a través de la seda y se le secó la boca. La asombró su reacción, pues ningún hombre había tenido ese efecto en ella antes. Era como si llevara toda la vida dormida y empezara a recuperar los sentidos allí, en esa habitación. Desconcertante.

–Lo que ocurriría es que el acuerdo entre tu hermano y yo peligraría seriamente. Tendría que evaluar si tu siguiente hermana es adecuada.

–Pero Sara sólo tiene veintidós años –Samia se puso pálida. Sara, además, tenía miedo hasta de su sombra, pero no lo dijo. Como hermana mayor, se erigió en defensora–. No es apropiada para ti.

–Según tú, es norma en tu familia –Sadiq le lanzó una mirada glacial–. Aun así, la tendría en cuenta. Pero no estaría obligado a mantener mi oferta de ayudar al emir en la prospección de vuestros pozos petrolíferos. Él tendría que buscar ayuda extranjera, lo que conllevaría muchos retos políticos que no creo que Burquat pueda permitirse en este momento.

Samia intentó ignorar la escena que estaba pintando y sonreír con cinismo, pero sintió un cosquilleo en los labios cuando él los miró.

–¿Estás diciendo que tu participación en este enlace es altruista? Por favor, no insultes a mi inteligencia, nadie hace algo por nada.

–Claro que no –él inclinó la cabeza con un brillo distinto en los ojos–. A cambio recibo una esposa muy apropiada, tú o tu hermana, eso depende de ti. Una valiosa alianza con un reino vecino y un porcentaje de los beneficios del petróleo, que depositaré en un fideicomiso para nuestros hijos.

«Nuestros hijos». Samia sintió un extraño vacío en el vientre cuando oyó esas palabras.

–Burquat necesita una alianza con un país árabe vecino, Samia. Lo sabes tan bien como yo. A punto de revelar al mundo la mina de oro que posee, se encuentra en una posición muy delicada. Casarte conmigo garantizará mi apoyo. Tu hermano y tú contaréis con mi protección. Además, estamos a punto de firmar un histórico tratado de paz; nuestro matrimonio supondría una garantía adicional.

Samia ya había oído a su hermano decirle casi las mismas palabras. No sabía si el sultán hablaba en serio con respecto a su hermana, pero prefería no tener que comprobarlo. Tampoco quería investigar el dardo que suponía que le resultara tan fácil pasar de ella a su hermana. Ni quería que la eligiera a ella, ni que eligiera a otra. Patético.

Sentía que el control de su vida empezaba a escapársele de las manos. Sin embargo, ya no podía justificar encerrarse en la biblioteca para huir de años de maltrato psicológico por parte de su madrastra. A pesar de que su madrastra ya no existía, abandonar la seguridad de su entorno la aterrorizaba.

–¿Qué te hace creer que seré una buena esposa, adecuada para ti? –preguntó.

El sultán se apoyó en los talones y metió las manos en los bolsillos del pantalón. A ella le pareció muy alto, moreno y amenazador.

–Eres inteligente y no has vivido en el ojo público, como otras. Creo que eres seria y te importan las cosas. Leí el artículo que escribiste en Archivist el mes pasado y me pareció brillante.

Samia se sintió más humillada que complacida por su investigación. Haber publicado un artículo en el Archivist reforzaba lo aburrida que era. No necesitaba que le recordase la disparidad existente entre ella y él, ¡un playboy! Sentía náuseas al pensar en la atención que atraería si se casaban. La exposición solía conllevar humillación.

–Aparte de eso, eres una princesa de una de las familias reales más antiguas de Arabia, nacida para ser reina –continuó Sadiq–. Si algo le ocurriera a tu hermano, le sucederías en el trono. Si estuviéramos casados no tendrías que soportar esa carga sola, y yo me aseguraría de que Burquat mantuviera su condición de emirato.

Samia palideció. Sabía que era la siguiente en la línea de sucesión, pero Kaden parecía tan invencible que nunca se había planteado lo que eso implicaría. Sadiq tenía razón; su situación era muy delicada. Aunque conociera la teoría de dirigir un país, la realidad era algo muy distinta. Por otro lado, sería difícil encontrar un esposo que garantizara la autonomía de Burquat. Al-Omar era un reino grande y rico, y el hecho de que el sultán no viera la necesidad de incrementar su poder anexionando un país pequeño estaba muy a su favor. Samia no había esperado eso.