La escuela de vida de Jesús - Christoph Schönborn - E-Book

La escuela de vida de Jesús E-Book

Christoph Schönborn

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Beschreibung

¿Cómo debe cambiar la Iglesia para adaptarse al presente? El cardenal Schönborn, reciente candidato al papado, busca la respuesta en los orígenes del cristianismo: la escuela de vida de Jesús con sus primeros discípulos. La Iglesia se encuentra inmersa en un profundo cambio. Las condiciones sociales ya no son las mismas del pasado, la sociedad está cambiando y también la institución necesita renovarse. El cardenal Schönborn dedicó una catequesis específica a cuestiones relacionadas con dicho cambio, las cuales constituyen la base del presente libro: ¿Qué quiere Jesús de nosotros? Él nos llama para que lo sigamos, para convertirnos en sus discípulos, pero, ¿qué significa esto? La obra, que discurre sobre la base de los textos bíblicos, sobre todo los evangelios, intenta mostrar cómo el cambio radical propuesto por Jesús empezó en su escuela de vida, y, sin perder de vista este origen, se pregunta acerca de la situación actual. Christoph Schönborn (Bohemia, actual República Checa, 1945) es cardenal arzobispo de Viena y ordinario para los fieles de rito bizantino en Austria. Ingresó en la orden dominicana en 1963 y se formó en Filosofía, Teología, Psicología, Lenguas Eslavas y Cristianismo Bizantino en diversas universidades europeas. Fue ordenado sacerdote en 1970 y consagrado obispo en 1991. Por su apertura al cambio y al debate, dentro de la línea conservadora de la institución, fue uno de los principales candidatos para suceder a Benedicto XVI. Es autor de una amplia producción escrita. Entre sus traducciones recientes al castellano destacan La alegría de ser sacerdote (2010) y Hemos encontrado misericordia (2011).

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Seitenzahl: 228

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Cubierta

Portada

CHRISTOPH SCHÖNBORN

LA ESCUELA DE VIDA DE JESÚS

ESTÍMULOS PARA SER SUS DISCÍPULOS

Traducción de

BERNARDOMORENOCARRILLO

Herder

Página de créditos

Título original:Die Lebensschule Jesu. Anstöße zur Jüngerschaft

Diseño de portada:Stefano Vuga

Traducción:Bernardo Moreno Carrillo

©2013, Verlag Herder, Friburgo de Brisgovia

©2014, Herder Editorial, S.L., Barcelona

Primera edición digital, 2014

ISBN digital: 978-84-254-3248-4

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delCopyrightestá prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

I. «...Y ASÍ MANIFESTÉIS SER MIS DISCÍPULOS» La escuela de vida de Jesús

Un plan director. El plan de Jesús para con nosotros

La conversión como camino

La fe en el Mesías

«Ven detrás de mí, sígueme»

Seguimiento y abnegación

II. «TÚ, SÍGUEME» Cómo hacernos discípulos de Jesús

El pueblo de Dios, de Abrahán a nuestros días

Jesús llama a sus discípulos

La familia de Jesús

¿Están todos llamados al seguimiento de Jesús?

III. «SEÑOR, ENSÉÑANOS A ORAR» La escuela de oración de Jesús

Conocer a Jesús

La oración de Jesús

Rezar a la Trinidad

El Espíritu ora en nosotros

IV. «PERO YO OS DIGO...» El sermón de la montaña como escuela de vida de Jesús

¿A quién va dirigido el sermón de la montaña?

La Torá del Mesías

Jesús mismo es la Torá

V. «YO HE VENIDO A LLAMAR A LOS PECADORES» La escuela de vida de Jesús... ¿solo para los justos?

«Él salvará a su pueblo de sus pecados»

El perdón de los pecados, corazón de la misión de Jesús

¿Qué es el pecado?

VI. «QUIEN NO LLEVA SU CRUZ...» La cruz, clave en la escuela de vida de Jesús

Amar la cruz

El amor al Crucificado

La cruz y la negación de sí mismo

Miseria y sufrimiento

VII. «ID POR TODO EL MUNDO» De discípulos a maestros

Toda la enseñanza de Jesús

La fuerza de la predicación

La fe de los sencillos

Los maestros son testigos

VIII. «DONDE DOS O TRES SE REÚNEN EN MI NOMBRE» El Espíritu Santo como maestro interior

El Espíritu como Paráclito

Recordar los hechos de Dios

El Espíritu da testimonio de Cristo

El Espíritu Santo pone al descubierto

IX. «YO ESTOY CON VOSOTROS TODOS LOS DÍAS HASTA EL FINAL DE LOS TIEMPOS» En camino hacia la última meta

La recompensa eterna

El cuerpo y el alma

La liturgia de la muerte

Pasión por Dios

Luces y sombras

Imposible para los hombres, posible para Dios

ÍNDICE DE PASAJES BÍBLICOS

INFORMACIÓN ADICIONAL

Ficha del libro

Biografía

Otros títulos

Dedicatoria

Dedicado a los párrocos de la Archidiócesis de Viena

INTRODUCCIÓN

«Señor, ¿a quién vamos a ir?» Tras el discurso sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún, numerosos oyentes se van y dejan de seguir a Jesús. Esta experiencia la hacen los cristianos una y otra vez, sobre todo cuando preguntan por el futuro de la Iglesia. Oyen a menudo la pregunta de Jesús: «¿También vosotros queréis iros?» Y la respuesta de Simón Pedro es: «Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!» (Jn 6,67-68).

La Archidiócesis de Viena se encuentra en una situación de profundo cambio, al igual que tantas diócesis repartidas por todo el mundo. Las condiciones sociales ya no son las mismas, la sociedad está cambiando, y también la Iglesia necesita una renovación. A tal efecto, el cardenal Schönborn ha puesto en marcha el proceso «La historia de los apóstoles». Un elemento esencial de este es el discipulado. Antes de abordar cuestiones de índole estructural, conviene preguntarnos: ¿qué quiere Jesús de nosotros? Él nos llama para que lo sigamos, para convertirnos en sus discípulos. Pero ¿qué significa esto? ¿Cómo se puede llegar a ser un discípulo o una discípula de Jesús? Este libro intenta contestar a estas preguntas. En el curso 2011-2012, el cardenal Schönborn dedicó a este tema una catequesis específica, la cual sirve de base al presente libro.

El libro discurre sobre la base de textos bíblicos, sobre todo de los evangelios. Intenta mostrar cómo el cambio radical propuesto por Jesús empezó en su escuela de vida. Y, sin perder de vista este origen, se formula la importante pregunta: ¿cómo están las cosas actualmente?

El camino de la catequesis es también una aventura consistente en buscar las instrucciones concretas que nos dio el Señor. Relacionarse con Jesús y sus instrucciones significa emprender un camino de aventura.

Finalmente, se trata de mirar con los ojos bien abiertos y con suma atención a los signos de los tiempos. ¿Qué nos enseña Dios hoy en las realidades que vivimos? Si nos convertimos al Señor, entonces cambiará no solo la Iglesia sino también la sociedad. Este libro nos llevará por dicho camino a través de nueve etapas.

¿Cuál es el plan de Jesús con respecto a nosotros? En el primer capítulo se verá cómo la condición para el discipulado es la fe en él, en Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios. Tener fe quiere decir ponernos a disposición de Cristo, cambiar el rumbo y seguir su camino.

Nadie puede por sí mismo llegar a ser discípulo suyo. En el segundo capítulo se dice que el discipulado comienza con el llamamiento. Jesús llama a todos los hombres a seguirlo, y de ese modo construye su familia, que es la Iglesia.

En el tercer capítulo, el discipulado de Jesús aparece como una escuela de oración. Lo primero que aprendieron los discípulos de Jesús fue a rezar; sí, quedaron fascinados, embargados por la oración de Jesús. Pero, al mismo tiempo, se muestran también los límites de la oración: nuestra oración es débil si el Espíritu no reza dentro de nosotros, como dice Pablo.

La carta magna del buen cristiano y del buen discípulo está contenida en el sermón de la montaña. A ella va dedicado el capítulo cuarto. Pero ¿acaso no es el sermón de la montaña una exigencia excesiva? ¿Quién puede, en efecto, amar a los enemigos, poner siempre la otra mejilla y cumplir los mandamientos a un nivel superior a lo normal? En el sermón de la montaña, Jesús exige a sus oyentes algo especial: a sí mismo, pues se trata en última instancia de que nos asemejemos cada vez más al Hijo de Dios.

Pero Jesús no llama a unos discípulos perfectos para que lo sigan, sino a unos pecadores. Por eso en el capítulo quinto se pregunta por el llamamiento a los pecadores. ¿Qué es en realidad el pecado, y qué significa que todos los hombres estemos enzarzados en el pecado? Pero el pecado fue algo ajeno a Jesús, el Cordero de Dios, que murió en la cruz.

El capítulo sexto está dedicado a la cruz, la llave que abre la escuela de vida de Jesús. La cruz asusta y da miedo. Y, sin embargo, no puede haber ningún camino a la resurrección que no pase por la cruz, lo que significa a su vez que no puede haber ningún discípulo que pretenda escamotear la cruz.

En el capítulo séptimo se habla de cómo los propios alumnos se convierten en enseñantes al hacerse eco y dar testimonio de los preceptos de Jesús. No es en absoluto obvio que exista una enseñanza de Jesús que se pueda fijar en fórmulas; antes bien, el contenido del evangelio es Jesús mismo. De él deben hablar y predicar sus discípulos.

En el capítulo octavo se hace ver cómo los discípulos no están solos en la predicación. Cristo envía al Espíritu Santo como consejero y como maestro, según leemos en Juan. Solo podemos proclamar la buena nueva si estamos asistidos por la fuerza del Espíritu.

El último capítulo nos hace volver la mirada a la meta última. ¿Existe alguna recompensa por ser discípulos? Sí, Jesús promete como recompensa a quien es su discípulo la vida eterna, de la que, por cierto, hoy se habla tan poco.

Pero esto no es tanto una consolación como, más bien, una actitud. El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia se encuentra en este mundo como peregrina, en camino hacia el definitivo encuentro con Cristo. Así pues, ser discípulos y discípulas de Jesús quiere decir estar constantemente de camino por este mundo.

En este su caminar, la Iglesia se sentirá segura si va a la escuela del Maestro, es decir, si aprende de Jesús a vivir el evangelio en este mundo. Solo así podrán los cristianos ser fieles a su vocación también en el futuro.

HUBERTPHILIPPWEBER

I «...Y ASÍ MANIFESTÉIS SER MIS DISCÍPULOS» LA ESCUELA DE VIDA DEJESÚS

Cuando Pedro reprende a Jesús por su anuncio de que padecerá y lo matarán, este le contesta: «Tu pensamiento no es divino, sino humano» (Mt 16,23). Si nosotros queremos ser discípulos o discípulas de Jesús, debemos ir a su escuela para que nuestro pensamiento sea divino, y no humano.

Un plan director. El plan de Jesús para con nosotros

Jesús, el Maestro, nuestro Señor, tiene un plan para nosotros, un «plan director». Si no lo ponemos en práctica, estaremos trabajando en vano. «Si no fuera el Señor quien construye la casa, inútilmente se afanan los canteros», nos advierten los salmos (127,1). Pero ¿quién nos dice cuál es su plan para con nosotros, para con la Iglesia de hoy?

En la carta pastoral con motivo del 4.º Domingo de Pascua de 2011 (15 de mayo) escribí:

Por «plan director», no entiendo una receta preparada, que puedo guardar en el bolsillo. Se trata de volver a preguntar al Señor: «¿Qué quieres que hagamos? ¡La Iglesia no es un fin en sí! ¿Qué nos dices a través de todos los que buscan? ¿Cómo haces para que percibamos tu latido en la vida de tantas personas que no están en nuestras comunidades “nucleares”? ¿No nos quieres conducir a un cambio de mentalidad, a una conversión? ¿No nos llamas de nuevo para que nos pongamos detrás de ti y te sigamos?». ¿No pensamos demasiado a menudo con categorías puramente humanas, de manera que Jesús nos tiene que decir, con la misma energía que a Pedro: «Tu pensamiento no es divino, sino humano» (Mt 16,23)? Yo me pregunto, con espíritu autocrítico: ¿no sueño en secreto con la forma de Iglesia que conocí en mis años jóvenes? ¿No espero en secreto que la Iglesia vuelva a conseguir prestigio, aceptación, aprecio y éxito palpable? ¿Estoy verdaderamente dispuesto a decir sí a la situación actual, a verla como una oportunidad que Dios nos brinda hoy? Yo estoy seguro de que Cristo quiere poner a su servicio a su Iglesia, como señal e instrumento de su unión con Dios y de la redención del hombre (véase Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 1). Cuando el signo se torna impreciso y el instrumento inservible, se deben forjar de nuevo en el fuego de la prueba con golpes poderosos, con un sosegado fundirse del material, hasta tomar la forma venidera. Pues el Espíritu renovará nuestros corazones y, con ellos, la faz de la Tierra.

Debemos pensar como piensa el Señor y no tratar de poner en práctica nuestras propias ideas. «Mis pensamientos no son los vuestros y vuestros caminos no son mis caminos», como dijo el profeta Isaías (55,8). Para mí, en esta época de cambios de rumbo, de nuevas orientaciones, reviste una importancia capital formular la pregunta: ¿qué quiere el Señor? De una cosa podemos estar seguros: de que quiere nuestra vida, nuestra felicidad. «Yo he venido para que tengan vida, una vida plena», proclama Jesús (Jn 10,10). «Como el Padre me amó, así también os amé yo. Permaneced en mi amor. [...] Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea colmada» (Jn 15,9.11). Quiere para nosotros felicidad, vida y alegría. Y nos indica el camino para lograrlo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). De ahí su invitación a que manifestemos que somos sus discípulos (Jn 15,8).

Ser cristianos significa ser discípulos de Jesús. La palabra griega mathetés significa, literalmente, «discípulo, alumno». Venid a mí a la escuela de vida. «Aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Al final del evangelio Jesús nos da su gran encargo misionero:

Id, pues, y haced discípulos [literalmente, alumnos] a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. (Mt 28,19-20)

El encargo de Jesús consiste en ganar a los hombres para su escuela de vida. Si nos ha dado este encargo es porque quiere que vayamos primero a su escuela de vida. Es un encargo para toda la vida.

¿Hasta dónde hemos avanzado en esta escuela? ¿Cuál es nuestro grado de discipulado como cristianos? En los discursos de despedida del cenáculo, Jesús dice: «En esto consiste la gloria de mi Padre: en que deis mucho fruto y así manifestéis ser mis discípulos [alumnos]» (Jn 15,8). ¿Somos ya cristianos los cristianos? Uno de los primeros testigos, san Ignacio de Antioquía, que padeció en Roma, en el año 107, la muerte de los mártires, escribe una carta a la comunidad cristiana de Roma poco antes de morir. Lo han llevado prisionero a Roma, donde será arrojado a las fieras del circo. Temiendo que los cristianos de Roma lo impidan y emprendan algo para que se libre de la pena de muerte, les escribe lo siguiente: «¡Dejad que me arrojen a las fieras!». Está deseando convertirse en «pan puro de Cristo». «Así seré finalmente un verdadero discípulo de Cristo» (Rom 4,1-2). «Permitidme ser imitador del sufrimiento de mi Dios» (6,3), así seré finalmente cristiano. Ser cristiano quiere decir ser discípulo de Jesús. Llegar a ser cristiano significa llegar a ser discípulo de Jesús.

Una cosa es segura; a saber, en esta escuela de vida permanecemos toda la vida. Nunca abandonamos la escuela de vida de Jesús una vez que estamos ya definitivamente con el Señor. Aún recuerdo la sensación de felicidad que experimenté cuando, después de obtener el título de bachiller, dije adiós al instituto. Pero de la escuela de vida de Jesús no se despide uno nunca. Aunque Jesús nos hable como a discípulos y alumnos suyos, él no es simplemente un enseñante sino también un maestro, el maestro por excelencia, el Señor. Esta relación de discípulo a maestro supone algo más que aprender solo algo. Es una relación que involucra toda mi vida, una comunidad de vida que cada vez se vuelve más estrecha, más profunda, hasta la plena unidad con él, así como él es uno con el Padre.

La conversión como camino

Son muchos los ámbitos de la vida en los que nos enfrentamos a cambios. En el mundo de las finanzas, de la economía o de la ecología reina actualmente una gran perplejidad. Nadie tiene recetas para la crisis financiera, ecológica o demográfica. No hace mucho, alguien me dio una tarjetita para dejarla sobre la mesa de mi despacho en la que aparecía escrito el siguiente pensamiento: «No conozco la solución, pero admiro el problema». Creo que esto refleja con cierta ironía nuestra situación.

Los cambios en la Iglesia no deberían abordarse de manera aislada con respecto a los cambios en la sociedad. En muchos aspectos nos dejan completamente perplejos. Yo desconfío de quienes tienen recetas para todo. Pero estoy seguro de una cosa: necesitamos reformas, nuevos caminos. Para salir de la crisis económica solo hay un camino, a saber: que todos nosotros cambiemos de conducta, que acabemos con el endeudamiento, que dejemos de especular con ilusorias promesas de beneficios. Sobre el camino de la reforma de la Iglesia se puede decir que es ante todo el camino personal de la conversión, el camino personal del mayor número de gente posible. «Se ha cumplido el tiempo, el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15). Con estas palabras empieza Jesús su predicación; unas palabras que son válidas para todos los tiempos. Se trata del reino de Dios, del señorío mismo de Dios.

Hablamos demasiado de la Iglesia en general. Al papa Benedicto XVI le gusta recordar el refrán chino de «quien se mira a sí mismo no irradia luz». Una Iglesia que se ocupe solo de sí misma no tendrá virtud irradiadora. La Iglesia está al servicio del reino de Dios. Esto debe estar siempre en el centro de todas nuestras preocupaciones a fin de que su señorío, su reinado, cobre todo su valor. Al principio de la Constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium, el Concilio nos dice lo siguiente: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium 1). La Iglesia está al servicio de dicha unión. Esto lo puede conseguir en la medida en que sus miembros estén unidos con Dios y entre sí. Así pues, se trata siempre y en primer lugar de entrar de nuevo en la escuela de vida de Jesús.

Las preguntas sobre cómo puede la Iglesia conseguir más prestigio suelen escamotear el problema esencial. No, no se trata de eso. Naturalmente, sería bonito que la Iglesia gozara de buena fama, pero esa no es su misión. De lo que se trata no es del prestigio de la Iglesia sino de que Dios se haga visible y de que, como cristianos, nosotros hagamos visible a Cristo. Para ese fin debemos acudir de nuevo a su escuela.

A mí me gustaría tener nuevas ganas de aprender, una renovada pasión por preguntar al Señor: «¿Qué significa ser cristiano? ¡Ayúdanos a deletrear esto de nuevo!». A mí me gustaría tener un eros del aprendizaje, una verdadera curiosidad por la escuela de vida de Jesús, y redescubrir así el genuino y nuevo cristianismo. De esta pasión depende de manera decisiva que el cristianismo permanezca vivo entre nosotros, o vuelva a estar vivo. Yo veo con emoción la llegada de lo nuevo, de unas dificultades sin duda grandes, pero también de unas oportunidades no menos grandes. En 1939, el jesuita Karl Prümm publicó un libro titulado Christentum als Neuheitserlebnis [El cristianismo como experiencia de lo nuevo] (Friburgo de Brisgovia), donde señalaba que veía en el cristianismo primitivo una experiencia innovadora para los seres humanos: fue algo que llegó como una novedad al mundo de entonces, y que fue saludado (y también combatido) por muchos. También hoy el ser cristianos se vive cada vez más como algo nuevo. Para muchas personas que buscan, el encuentro con la fe cristiana, con Cristo, se convierte en algo completamente nuevo. Pero para ello es necesario que los cristianos «que nos hemos vuelto viejos» lo volvamos a descubrir también. «Mirad, todo lo hago nuevo» (Ap 21,5), expresa Jesús al final del Apocalipsis de Juan. La novedad de redescubrir nuestra vieja fe solo puede darse mediante un reencuentro con el Señor. Yo apuesto por esta novedad. Hay quien critica que aquí se espiritualiza demasiado, que no se abordan o perciben suficientemente cuestiones concretas, reformas concretas. Pero ¿qué hay más concreto? ¿Qué cambia más la realidad que la metánoia, la conversión a la que nos llama Jesús, el cambiar de manera de pensar, el invertir la dirección? Sí, Jesús nos llama a este camino de la conversión. En eso consiste también hoy la renovación profunda, una renovación que empieza conmigo, contigo.

La fe en el Mesías

Es bien conocida la drástica admonición de Jesús a Pedro: «Quítate de mi presencia, satanás, eres un tropiezo para mí, porque tu pensamiento no es divino, sino humano» (Mt 16,23). No hay otra frase de Jesús a los apóstoles más dura que esta. En el Evangelio de Mateo, Pedro no solo desempeña el papel de primer apóstol sino que representa también a todos los discípulos de Jesús. Por eso cada uno de nosotros puede reconocerse perfectamente en Pedro. Justo antes viene la famosa escena de los manantiales del Jordán, junto a Cesarea de Filipo, en la que Jesús pregunta a sus discípulos qué dice la gente de él, y después, vuelto hacia ellos, les pregunta de nuevo: «Pero vosotros ¿quién decís que soy yo?». Es famosa la respuesta que le da Pedro en ese momento: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Con razón dijo el papa León Magno († 461), así como numerosos Padres de la Iglesia, que esa profesión de fe era la roca sobre la que descansaba la Iglesia. Pues bien, esta profesión de fe es también el fundamento de nuestro discipulado. Sin la fe en Jesús, en el Mesías, en Cristo, no se puede ser discípulo de Jesús. Se puede ser un admirador suyo, encontrarlo interesante, estudiarlo, reconocer en él a un profeta, al fundador de una religión, pero solo se puede ser discípulo suyo, ir a su escuela de vida si se cree realmente en él. Por eso la fe es el primer requisito para ser discípulos suyos.

Jesús alaba a Pedro por esta profesión de fe: «Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17). He aquí el fundamento decisivo para el discipulado de Jesús. La fe es el prerrequisito. Pero esta fe es un regalo. Dios regala la fe. Jesús lo deja bien claro cuando dice a sus discípulos: «No me habéis elegido vosotros, sino que yo os elegí» (Jn 15,16a).

Tras la profesión de fe, Jesús le hace a Pedro una promesa de enorme trascendencia: «Tú eres Pedro; sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades [esto se dice aquí literalmente: las potencias del submundo, o, como dice la antigua traducción, las puertas del infierno] no podrán contra ella» (Mt 16,18). Una promesa que prosigue de este modo: «Yo te daré las llaves del reino de los cielos, todo lo que ates en la tierra, atado será en los cielos; y todo lo que desates en la tierra, desatado será en los cielos» (Mt 16,19). Imposible una promesa mayor. Esta vale para Pedro en el plano personal, y sobre todo en el oficial, al ser nombrado el primero de los pastores a quien confía su rebaño. Pero como veremos, en el fondo esta promesa vale para todos los que hayan entrado en el discipulado. Es una de las primeras cosas que debemos aprender —y no una sino muchas veces— en esta escuela. Es la increíble exigencia que Dios impone a este discipulado.

Los santos dan testimonio de ello, como es el caso de santa Teresita de Lisieux († 1897). Su experiencia del discipulado fue increíblemente fuerte y no ha dudado en animarnos a todos a seguir su pequeño camino; a saber: el hecho de que podemos ir a la escuela de Jesús. Sí, es posible. Cito a continuación un pasaje de su autobiografía que se encuentra al final del tercer manuscrito, donde se atreve a aplicarse a sí misma la oración sacerdotal de Jesús, que aparece en Juan 17: «¿Será acaso presunción? Pero no, hace mucho tiempo que tú [Jesús] me permites ser osada contigo. Igual que el padre del hijo pródigo le habló a su primogénito, así me hablaste a mí: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo, mío” [Jn 17,10]. Así pues, tus palabras, oh Jesús, son también mías. Y puedo servirme de ellas para bajarles a las almas que son una cosa conmigo el favor del Padre celestial».1 ¡Qué increíble osadía del discipulado: «Todo lo mío es tuyo»! Necesitamos mucho valor para reconocer lo que Cristo nos confía. Santa Teresita se atreve a apropiarse de la oración de Jesús al Padre de tal manera que asume sin más sus palabras y habla como lo hace Jesús con Dios. ¡Qué gran fuerza del discipulado, qué gran poder!

«Ven detrás de mí, sígueme»

Recordemos lo mucho que le costó a Pedro aprender a ser discípulo de Jesús. Justo después de la profesión de fe de Pedro, leemos:

A partir de entonces comenzó Jesucristo a declarar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, que había de padecer mucho de parte de los ancianos, de los pontífices y de los escribas y que sería llevado a la muerte, pero que al tercer día había de resucitar.

Pedro, llevándoselo aparte, se puso a reprenderlo, diciéndole: «¡Dios te libre, Señor! No te sucederá tal cosa». Pero él, volviéndose, le dijo a Pedro: «Quítate de mi presencia, satanás, eres un tropiezo para mí, porque tu pensamiento no es divino, sino humano». (Mt 16,21-23)

Jesús habla de sus sufrimientos, de su muerte, pero también de su resurrección. Los discípulos solo parecen oír sufrimiento y cruz. Al parecer, la resurrección es algo que se olvida fácilmente, también hoy. En efecto, a menudo ocurre en el discipulado de Jesús que, en medio de una prueba, vemos la cruz pero no la promesa de la resurrección. Pedro se lleva a Jesús aparte de manera enérgica, literalmente «lo increpa», «lo reconviene vigorosamente»: «Señor, ¡que Dios no lo quiera!». Y a continuación viene una doble negación, en griego ou me: «Nunca te pasará nada». Y ahora traduzco literalmente: «Pero Jesús se vuelve a Pedro y le dice: ponte detrás de mí, satanás. Eres para mí una contrariedad», un tropiezo, un skándalón. «Detrás de mí», dice a Pedro, hýpage opíso mou: «Apártate de mi camino, no te pongas delante, ponte detrás». Es justo la misma frase que había empleado Jesús en el lago de Genesaret para decirles a Pedro y a Andrés que dejaran la barca. Les dijo: deûte opíso mou, «venid detrás de mí» (Mt 4,19). Así pues, Jesús le recuerda a Pedro su vocación. ¡Recuerda lo que pasó al principio, cuando te llamé! Jesús no nos dice: «Acuérdate de cómo te llamé, vuelve allí adonde te llamé, justo al principio, no te me pongas en medio, no te pongas en mi camino, no te opongas a mí», sino «ponte de nuevo detrás de mí como al principio, ¡detrás de mí!».

Y a continuación le ofrece una fundamentación: «porque tu pensamiento no es divino, sino humano», es decir, «porque no piensas las cosas de Dios —ta toû theoû—, sino las cosas de los hombres —ta tôn anthrópon—». Tú piensas como piensan los hombres y no como piensa Dios. Pero ¿es realmente cierto que si uno sigue a Jesús no debe ser humano? ¿Media un vacío tan grande entre lo humano y lo divino? Ciertamente, las opiniones de Pedro eran humanas, completamente humanas y comprensibles.

En Pedro encontramos tres temas importantes con respecto a nuestro discipulado. En primer lugar, Pedro no quiere que Jesús padezca. Es algo muy humano que lo empuja a decir: eso no debería ocurrir nunca.

Es la reacción normal de una persona que no quiere que sufra su amigo. Una madre no quiere que sufra su hijo. La actitud frente al dolor es una cuestión clave del discipulado. Pedro es para Jesús un satanás y un escándalo porque le bloquea el camino al sufrimiento. Pues el camino al sufrimiento es el camino a la resurrección.

En Pedro encontramos un segundo tema igualmente comprensible. Sorprende el poco tiempo que pasó Jesús con sus discípulos, un máximo de tres años. Después de este corto período de tiempo, a Pedro le parece demasiado pronto... Los discípulos han dejado todo: profesión, seguridad..., para emprender junto con Jesús una vida nómada, y ahora él los deja. ¿Qué va a ser de nosotros? El profeta Jeremías ya lanzó a Dios una estremecedora acusación: «Tú me sedujiste [literalmente: me engañaste], Yahveh, y yo me dejé seducir. Fuiste más fuerte que yo y contra mí prevaleciste» (Jr 20,7). El profeta dice: ¿en qué me he metido al ir contigo? A las crisis del discipulado pertenece una sensación parecida: ¿en qué me he metido?, ¿a dónde conduce este camino? Él me llama primero y después me abandona.

El tercer tema que encontramos en el reproche de Pedro nace de un sentimiento igualmente humano: Señor, ¡eso no puede ser! Hace poco me has anunciado: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», es decir, mi ecclesia