La esperanza o la travesía de lo imposible - Corine Pelluchon - E-Book

La esperanza o la travesía de lo imposible E-Book

Corine Pelluchon

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Beschreibung

Los actuales riesgos políticos y ecológicos explican el clima de ansiedad en el que vivimos. Al subrayar la dinámica destructiva de la desesperación, Corine Pelluchon destapa esta paradoja: enfrentarse a la posibilidad de que nuestra civilización se hunda es la oportunidad de cambio que abre un horizonte de esperanza. Esto requiere entender que la esperanza nada tiene que ver con el optimismo, que oculta la gravedad de la situación, y también se distingue de la expectativa, que expresa el deseo de ver cumplidos los anhelos personales. A diferencia de la negación, la esperanza implica poner a prueba lo negativo. Ella es la travesía de lo imposible. Nacida sin que la hayamos buscado, y cuando hemos perdido todo el orgullo e ilusión, es la capacidad de descifrar en la realidad los signos de un progreso posible y de transmitir la energía necesaria para realizarlo.

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La esperanza o la travesía de lo imposible

Traducción del francés: L’espérance, ou la traversée de l’impossible, de Corine Pelluchon

© Éditions Payot & Rivages, 2023

© De la traducción: Sion Serra Lopes

Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti

Corrección: Marta Beltrán Bahón

© De la imagen de cubierta:

Hendrik Willem Mesdag, Sunset at Scheveningen: A Fleet of Fishing Vessels at Anchor, 1894, óleo sobre lienzo, Paul Mellon Fund and the Frank Anderson Trapp Fund.

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2023

Primera edición: octubre, 2023

Preimpresión: Moelmo SCP

www.moelmo.com

eISBN: 978-84-19407-13-9

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

Índice

Prólogo

La desesperación, o el infierno de la sin-razón

Un salto en virtud de lo absurdo

Qué espera un pueblo que ya no tiene esperanza

El cambio climático, la posibilidad de una imposibilidad

Al otro lado del espejo con los animales

Lo femenino, o el arte de las metamorfosis

El optimismo es un sustituto de la esperanza [...]. Pero la esperanza se conquista. No avanzamos hacia ella sino por la vía de la verdad, a duras penas y con mucha paciencia. [...] La esperanza es una virtud [...]. La forma más sublime de esperanza es la remontada tras la desesperación.

Georges Bernanos, La libertad, ¿para qué?

La pequeña esperanza avanza entre sus dos hermanas mayores [...]

La que está casada.

Y la que es madre. [...]

Es ella, esta niña, la que todo lo genera.

Pues la Fe no ve lo que es.

Y ella, ella ve lo que será.

La Caridad solo ama lo que es.

Y ella, ella ama lo que será. [...]

La Esperanza ve lo que no es aún y que será.

Ella ama lo que no es aún y que será.

En el futuro del tiempo y de la eternidad.

Charles Péguy, El Pórtico del misterio de la segunda virtud

Prólogo

No es ideología lo que nos falta, sino esperanza, sobre todo en estos tiempos que son de alto riesgo a raíz del calentamiento global y las crisis económicas y geopolíticas. Sin embargo, para comprender qué es la esperanza y valorar el papel que tiene en la vida individual y colectiva, hay que dejar de reducirla a un rasgo psicológico y de confundirla con el optimismo.

La esperanza es lo contrario del optimismo. Este último suele ser el resultado de una falta de honestidad y de coraje; va unido a una forma de negación que enmascara la gravedad de la situación o hace creer que se tiene la solución a todos los problemas. No hay esperanza sin la experiencia previa de una total ausencia de horizonte, que es como la noche en pleno día y obliga a individuos y a pueblos a dejar caer por tierra sus ilusiones.

La esperanza presupone la confrontación con el sufrimiento y la desesperación que, en su exceso, revela también su falsedad, el hecho de que es una cerrazón —una sin-razón—,1 una trampa en la que casi todos caemos a causa de nuestro encierro en nosotros mismos, y una falta que atestigua nuestra incoherencia e ingratitud hacia la vida. La esperanza (espérance) es la travesía de lo imposible. Aparece cuando ya no la esperamos y nace después de que hayamos experimentado la nada. La relación con uno mismo, con el mundo y con el tiempo que caracterizan la esperanza la distinguen de la expectativa (espoir),2 que se refiere a una realidad concreta y da nombre al deseo de ver cumplidos los deseos particulares en un futuro cercano.

Este libro fue escrito con el fin de aportar algunas respuestas a las personas que están atravesando este imposible que es la desesperación. Pienso en todas aquellas y aquellos que consideran que su vida es insignificante o que sienten que no tienen acceso al futuro porque la injusticia y el cinismo triunfan y siguen pendientes o bloqueados los cambios necesarios para luchar contra la destrucción del planeta, mejorar la condición animal y distribuir mejor la riqueza. Sé que el sentimiento de impotencia apaga cualquier llama, y que vivir así equivale a sufrir. Me dirijo en particular a los más jóvenes. De hecho, si la esperanza supone recuperar el vínculo con la infancia de uno mismo y rescatar la pureza del corazón que es, hacia la mitad de la vida o su ocaso, como una segunda aurora, reconozco que la eché de menos en el pasado. Hoy, ella parece estar fuera del alcance de aquellas y aquellos que viven como un tormento la posibilidad de que nuestra civilización se hunda.

Varias veces a lo largo de mi vida tuve la experiencia de la depresión. Primero, entre los veinte y los treinta años, tras la muerte accidental de mi hermano, que sin duda agravó un malestar anterior. Sin un apoyo psicológico de calidad, me quedé destrozada sin poder identificar los problemas que me acechaban y me hacían la vida imposible. Luego, a raíz de decepciones sentimentales y profesionales, sentí cómo perdía mis fuerzas y mis ganas de vivir, cómo me volvía incapaz de defenderme. Sin embargo, mi pasión por el pensamiento compensó el sufrimiento y las traiciones, e incluso la injusticia sufrida. La depresión que volvió en algunas ocasiones entre mis treinta y cincuenta años fue provocada ante todo por acontecimientos; lo que mi reacción exageraba no era más que un eco lejano de la primera depresión. El dolor estaba soterrado en lo más profundo. Pero a los cincuenta y dos años, cuando ningún acontecimiento me perturbaba, cuando había adquirido un relativo dominio de mi disciplina y podía alegrarme de que la causa animal se hubiera convertido por fin en una cuestión social y política, me volví a hundir a nivel psíquico. Los días habían perdido su color; las calles de mi ciudad, París, me parecían feas y hostiles. Por supuesto, podía escribir, trabajar, hablar en la radio, viajar, y no estaba sola. Pero en cuanto volvía la soledad, me sentía psíquicamente muerta. Volví a atravesar la noche oscura de la depresión. Desde luego tuve que volver a tejer algunos hilos de mi historia para poder seguir adelante. Así que vine a Alemania por un tiempo, para dar un paso atrás y conocerme mejor, porque la libertad interior es necesaria no solo para vivir bien, sino también para llevar a cabo las dos tareas que me propuse: continuar una labor filosófica que nunca está terminada y contribuir a la mejora de la condición animal.

De esta experiencia, compartiré sobre todo aquello que pueda dar pistas de reflexión a los demás, porque este libro lo escribo con la ambición de ser útil. La filosofía, a diferencia de la confesión y de la literatura que habitan la intimidad desvelando su complejidad reacia a cualquier concepto, es un esfuerzo por sublimar lo vivido para alcanzar algunas verdades universalizables. El reto es alcanzar la claridad sin detenerse en los esfuerzos que fueron necesarios para librarse de las tinieblas, pero sin utilizar tampoco la razón como una goma de borrar lo contingente o para justificar lo injustificable.

Aunque este libro pretenda dar un sentido secular a la noción de esperanza, el camino que permite llegar o volver a ella implica reanudar el de la sabiduría bíblica. No se trata de someter la esperanza a la creencia en Dios ni de reemplazar la fe por una religión del progreso o de la humanidad rescatando las doctrinas totalitarias del pasado. Sin embargo, la lamentación de Jeremías, el libro de Job, el salmo 22 donde el lamento de David, que se siente abandonado por Dios, se convierte en alabanza, alejándolo de cualquier ánimo de venganza, o el anuncio que hace Ezequiel del regreso a la vida de las osamentas resecas, proporcionan una enseñanza sin parangón sobre esta virtud teologal.

Los textos bíblicos muestran que la esperanza es inseparable de la confrontación con el mal y el sufrimiento, y que ella se orienta hacia un futuro que no es del todo previsible, pero que se anuncia y en cierto modo ya existe, como una inminencia. Si la esperanza implica conocer el alcance de los actuales peligros, ella también enseña a habitar el presente y a creer en el porvenir, sin quedarnos atrapados en lo que ya pasó, y dejando atrás todo el rencor. Ella es, en fin, aquello que nuestra alma anhela y en cuya ausencia nos volvemos amargos o violentos. Como el amor en el Cantar de los Cantares, la esperanza devuelve a la vida nuestro cuerpo que el deseo había abandonado.

Esta dimensión espiritual de la esperanza unida a una relación específica con lo que es más grande que uno mismo y con el tiempo constituye, junto con la experiencia del sufrimiento, el hilo conductor de este libro. La esperanza es la remontada tras la desesperación; es la vuelta a la vida, la certeza de que a pesar de las decepciones y de los encuentros que no lo fueron, de los retrasos y algunos retrocesos, algo ocurre y dará una nueva orientación al curso de las cosas y hará posible un paso adelante. Nace aquella confianza que impregna al individuo y la colectividad, incluso si la vida cotidiana sigue con sus dificultades, incluso si las personas que anuncian una nueva era y se suman a un movimiento que ya está en marcha y luchan contra las fuerzas contrarias creen que ya no vivirán para ver el resultado de sus esfuerzos. La esperanza aporta la energía necesaria para hacer emerger una nueva era cuyas señales son el creciente interés de la población por la causa animal y los movimientos ecológicos. Pero antes de ver por qué es así, hay que hablar de la desesperación.

Desesperar es fácil, y es tentador caer en la desesperación. Para erradicarla, hace falta una energía más fuerte. Esta energía no es la suma de las reivindicaciones y expectativas individuales; exige una profunda reelaboración de la subjetividad y un despojamiento del corazón que a menudo son el fruto de pruebas tras las cuales perdimos casi todos los puntos de anclaje. Una no avanza hacia la esperanza como un soldado que se va a la guerra; la esperanza no nace de un discurso edificante ni de un acto de voluntad. El riesgo de sucumbir a la desesperación, que casi siempre subyace a las ambiciones o a los amores pasajeros, y que el sufrimiento extremo saca a la luz, es una realidad que debe tomarse en serio. La esperanza aparece de forma inesperada tras una lucha muy dura de la que no creíamos poder salir con vida. Se levanta, como el alba, cuando el individuo, hecho trizas, lo abandona todo, sus creencias y sus expectativas. Este abandono, que es un don de sí, una abnegación o desapego, le permite vislumbrar la fuerza vital de la que procede y de que se alimenta su deseo esencial, que ya no tiene nada que ver con sus deseos de antes.

Si la esperanza deriva de la relación del yo con lo que lo constituye en lo más profundo, ella debe, además, sobre todo cuando tiene un sentido colectivo, tener por fundamento palabras y actos, creaciones, instituciones y leyes que puedan sostener la evolución de las personas, facilitar los cambios estructurales, y permitir que un pueblo comparta un horizonte común. La transformación interior de los sujetos y los cambios sociales, incluso los más latentes y los menos espectaculares, beben de la misma fuente: la esperanza. Ella transmite a los individuos una vitalidad que les ayuda a salvar la distancia entre la teoría y la práctica y que se manifiesta en el clima social. Esta buena energía, que no encontramos en los libros y que las leyes no generan solas, es la condición previa al abandono progresivo de un modelo de desarrollo destructivo para el medioambiente y para los animales, al igual que para la subjetividad, la convivencia con los demás, el vínculo intergeneracional y las relaciones entre hombres y mujeres.

Esta concepción de la esperanza se opone al mito griego. Este último la representa como lo que quedó en el fondo de la caja de Pandora, de donde salen todos los males: Elpis es una especie de consuelo que impide nuestra rendición inmediata cuando sucede la catástrofe. Es una esperanza vana que alimenta nuestra ignorancia del mal o nuestro desconocimiento de la situación. Por el contrario, al rechazar la identificación de la esperanza con un estado psicológico y una ilusión, las fuentes bíblicas arrojan luz sobre el significado que puede tener hoy la esperanza.

La espera (attente) que la esperanza implica nada tiene que ver con la de la expectativa. Esta, como dije antes, es relativa a una contingencia, algo que quisiéramos que sucediera. El deseo que la anima es parecido al de la búsqueda, o al de la conquista,3 incluso. En el mundo de las expectativas seguimos preocupados con nosotros mismos y habitamos el mundo o vemos a los demás según lo que queremos conseguir. Hasta en su pasividad, que se vive como impotencia, la expectativa traduce la voluntad que tenemos de controlar el futuro. La expectativa es una proyección. Por eso es inseparable del miedo al fracaso o a la carencia; y viene acompañada de una crispación que traiciona una falta de amor propio y hacia el mundo.

Hablar de expectativas significa hacer votos de que ocurra algo, como si un éxito, un amor, pudieran darnos la plenitud de una vida feliz y la certeza de nuestro valor. La expectativa es una desesperación autoimpuesta. Tenemos la expectativa porque nos centramos en nosotros mismos, incluso cuando nos aferramos a algo o a alguien para olvidarnos de nosotros mismos. Estamos vacíos y, al mismo tiempo, es fácil convertimos en tiranos de nosotros mismos y de los demás. Por eso, cuando la realidad no es lo que esperábamos, nos sentimos decepcionados y resentidos; buscamos culpables. Nos sentimos desesperados, pero en realidad, la desesperación ya se estaba cociendo; dormitaba en el fondo de nuestros placeres y afectos. Esto es así porque, mientras no cambiemos de veras nuestra relación con nosotros mismos y con el mundo, iremos dando tumbos entre las expectativas y las frustraciones, la arrogancia y el resentimiento. Por el contrario, la esperanza presupone que no pedimos nada para nosotros; la espera y el horizonte que ella abre para el sujeto que confía en el futuro y se siente llevado por esa confianza a pesar de las dificultades están en otro nivel.4

Para acceder a esta dimensión, hay que ser santo o haber vuelto de lejos, haber perdido todas las expectativas y toda la altivez, haberse enfrentado a los límites de la propia voluntad, haber visto la propia inteligencia humillada por el dolor y comprender que la salvación es entregarse convirtiéndose en un corazón vacío que ya no pide nada para sí y elige apenas vivir. Es entonces cuando se identifica con esa energía que permanece cuando ya no queda nada. Con ella basta para renacer.

La esperanza es la certeza de que algo ya está aquí, aunque los acontecimientos parezcan dar la razón a quienes anuncian un progreso, es decir, una evolución positiva inevitable e irreversible. La esperanza confiere esta plenitud porque, en la esperanza, no espero nada para mí, sino que ya estoy colmado, no importa qué insatisfacciones pueda experimentar en los varios ámbitos de mi vida. La esperanza no tiene nada de empírica ni de contingente, aunque se refleje en todo mi ser, agudice mi atención y me vuelva más ligera. No tiene nada que ver con la ambición, con el deseo de gloria y la necesidad de reconocimiento. Poco le importan nuestros amores, aunque el amor, cuando surge, se casa con la estructura de la esperanza al abrir al sujeto a la alteridad y al darle la sensación de que ya no vive solo para sí mismo. Sin embargo, la esperanza es más profunda y duradera que el amor que sentimos por alguien porque nos introduce en una dimensión de la existencia que, pese al impacto decisivo que tiene en todo lo que hacemos, no está subordinada a ello. Por eso la esperanza es una puerta al infinito y a la vida espiritual, creamos o no en Dios.

La esperanza es ese punto de contacto entre la vida que tenemos, en un lugar y un tiempo determinados, y la trama que se hila en la intimidad de la relación de un sujeto consigo mismo y con el infinito. Podemos llamar Dios a este infinito o referirnos al mundo común compuesto de todas las generaciones, así como del patrimonio natural y cultural, y que forma una trascendencia en la inmanencia. En la esperanza, no soy ese yo aislado que pretende realizar esto o aquello, sino que tengo lugar en un tiempo y un espacio más amplios y casi ilimitados. Esto no significa que me fusione con un todo o que olvide quién soy. Por el contrario, la esperanza, que es ese punto de encuentro entre lo finito y lo infinito, exige que yo me conozca a mí mismo y sepa qué deseo alcanzar en este mundo. La esperanza implica estar alineado con mi deseo. Implica que mis anhelos particulares, incluso los más poderosos, se nutren de una fuente más profunda y originaria, de esa energía que permite ser uno mismo y existir. La esperanza se caracteriza así tanto por el desapego como por el compromiso; ella otorga la capacidad de disfrutar de la vida viendo lo que vendrá, e impregna el presente pensándolo desde ese futuro. En una palabra, ella hace crecer en libertad.