Reparemos el mundo - Corine Pelluchon - E-Book

Reparemos el mundo E-Book

Corine Pelluchon

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Beschreibung

Nuestra capacidad para enfrentar el desafío climático y promover una relación más justa hacia los demás, incluidos los animales, exige reordenar en profundidad las representaciones que tenemos de nuestro lugar (y rol) como humanos en la naturaleza. Tomarnos en serio nuestra vulnerabilidad y nuestra dependencia respecto a los ecosistemas nos hace comprender que, en la Tierra, vivir es siempre convivir. Así, la ecología es indisociable de la causa animal y del respeto por las personas más vulnerables, y la conciencia del vínculo que nos une a los otros seres vivos nos mueve a reparar el mundo. Una obra pragmática y controvertida que contribuye a la reflexión ética, política y filosófica. «Reparemos el mundo permite comprender cómo se articula la vulnerabilidad de las personas, los animales y la tierra en su devenir. Y también precisar en qué difiere su análisis de otras corrientes de pensamiento cercanas». Roger-Pol Droit

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Reparemos el mundo

Traducción del francés:Réparons le monde, de Corine Pelluchon

© Éditions Payot & Rivages, 2020

© De la traducción: Sion Serra Lopes

Corrección: José Antonio Vila

Cubierta: Juan Pablo Venditti

© De la imagen de cubierta:Les colombesde Maurice Denis, papel pintado/colección privada

Primera edición, mayo 2022

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2022

Preimpresión: Moelmo SCP

www.moelmo.com

eISBN:978-84-18273-69-8

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares delcopyrightestá prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

In memoriam Jean-Jacques (1970-1987)

Índice

Preámbulo

La causa animal hoy

La profundidad de la causa animal

Las dos primeras olas de la filosofía de la animalidad

La ética animal en las décadas de 1970 y 1980

Cuando la animalidad pone el humanismo a prueba

Animalismo y humanismo

La causa de los animales es también la causa de la humanidad

La causa animal en la historia

La politización de la causa animal

La tercera ola de la filosofía de la animalidad

¿Cómo pensar una zoopolítica?

Estrategias políticas y perspectivas de futuro

Corto y largo plazo, radicalidad y pragmatismo

Educación y ética de las virtudes

Estamos en la encrucijada

El proceso emancipatorio de la Ilustración y los derechos de los animales

Los derechos humanos: un proyecto de emancipación aún en marcha

La causa animal, una extensión de la Ilustración

La necesaria renovación del humanismo

La ética de la vulnerabilidad y la ética del cuidado: similitudes y diferencias

Dos acercamientos que se parecen pero que no son lo mismo

Reconfigurar la autonomía a la luz de la vulnerabilidad

Particularismo versus universalismo

Fuentes distintas que afectan al contenido de los conceptos

Dos formas de pensar la dimensión relacional del sujeto

Ética de la no-dominación versus fenomenología de la corporeidad

Ética y política

Ética del cuidado versus filosofía política

Fortalezas y límites de la ética del cuidado en política y medicina

La autonomía sigue siendo un horizonte

Ética del cuidado y ética de la consideración

¿Por qué una ética de las virtudes?

La relación con lo inconmensurable. Consideración y trascendencia

Ecología y causa animal: las razones de un matrimonio tardío

Divergencias entre la ética ambiental y la ética animal

Zoopolítica y obligaciones diferenciadas hacia los animales

Ecología y causa animal: una profunda convergencia

La ética de las virtudes: una condición para hacer la transición ecológica

¿Por qué la ética de las virtudes?

Las raíces de un comportamiento ecológicamente responsable

Ecología, existencia y democracia

El eudemonismo y la unidad de las virtudes

A contrapelo de los discursos moralizantes

La virtud es un todo

La ecología pensada a la luz de la consideración

Mesura e individuación: Spinoza y Næss

El papel de la humildad y la magnanimidad

Educación moral y política

Caracteres y regímenes políticos

Virtudes y democracia

Orientaciones filosóficas para una sociedad poscarbono

La transición energética como proyecto de sociedad

La brecha entre la teoría y la práctica

Construir un relato de cooperación

Filosofía energética

Fenomenología de la corporeidad y política

Normas y formas de ser, valores y emociones

El lazo de unión entre el cuidado de uno mismo y el cuidado de los demás

Sobriedad, solidaridad y convivencia

Autonomía ciudadana y voluntarismo político

La vejez o cómo amar el mundo

El envejecimiento y la vejez: discurso y realidad

¿Cómo envejecer bien en una sociedad de la competitividad?

La autonomía como doble capacidad

Referencias y agradecimientos

Notas

«Bajo la presión de lo negativo, de las experiencias en negativo, debemos reconquistar una noción del ser que sea una afirmación de vida, un poder de existir y de hacer existir».

Paul Ricœur, Historia y verdad

Preámbulo

Los textos reunidos en este libro hablan de la transición ecológica. Describen de qué modo podemos aprender a habitar la Tierra y a convivir, dejando atrás la lógica destructiva que conduce a la devastación del planeta y a una crisis social y política de gran magnitud. Estos textos surgen bajo un signo concreto: la reparación del mundo.

Esta expresión es a la vez humilde y ambiciosa: no implica que, para reconstruir lo destruido, tengamos que restablecer una supuesta unidad original. Tampoco se refiere a una verdad abrumadora que garantizaría una armonía perfecta y el fin de la pobreza. Hablar de reparación sugiere que el mundo está deteriorado y ya no podemos apreciar su coherencia. Todo está organizado en contra del sentido común, y los seres están divididos entre sí y en su interior. Hay muchas iniciativas buenas y prometedoras, pero están dispersas o son poco visibles y las autoridades públicas no les hacen realmente caso. El peligro, pues, es agravar el desorden resignándose a la desregulación que promueve nuestro modelo de desarrollo o apoyándose en una ideología que ignora la diversidad del mundo y el pluralismo democrático. Reparar el mundo es más bien partir de las cosas mismas para devolverles su sentido y analizar la situación actual para ver cómo podemos situarnos en una buena trayectoria.

En la tradición cabalística, tal como la interpretó Isaac Luria,1 el concepto de reparación del mundo (tikkun olam) significa que es a partir de los destellos de luz esparcidos por el universo, en el alma de los humanos, en los animales, la naturaleza y los objetos, que podemos reconstituir los vasos (kelim) que se rompieron justo después de la creación. Estos vasos, que recogieron y reflejaron la luz divina, no pudieron resistir a su intensidad. Al romperse, fueron arrojados al espacio y cubiertos con una piel que disimulaba estas partículas de luz. Nuestra responsabilidad es encontrar estos fragmentos nacidos de la ruptura de los vasos para buscar allí la verdad a la que sólo podemos acceder, también, de forma fragmentaria.

Cualquier crisis, ya sea personal o colectiva, enfermedad, duelo, recesión económica o guerra, es siempre la experiencia de ruptura de la unidad. Hay que tomar esta decisión, simple y a la vez difícil: negarnos a pensar que estaríamos condenados a la errancia y a dar vueltas siempre a lo mismo, y aceptar que el regreso a la armonía implica el gesto, muchas veces repetido, de tomar uno a uno los fragmentos de nuestra propia vida, buenos y malos, para juzgarlos. Conservaremos aquellos que lo merecen y evaluaremos los errores y equivocaciones cometidos para encarar las transformaciones indispensables para un nuevo comienzo.

Reparar el mundo no significa recoger los trozos, como cuando nos obstinamos en preservar una construcción que se derrumba, sino en defender la vida. Cuando ésta se ve amenazada por un sistema contraproducente en muchos sentidos, y la lógica que rige la producción, el consumo, el trabajo, los intercambios, las relaciones entre individuos, es destructiva, es necesario someter a un examen escrupuloso cada uno de los elementos que componen el mundo común para conocer su valor propio. También es importante integrar la historia a la que pertenecemos y que va más allá de nuestra vida individual. El mundo común, que incluye todas las generaciones y el patrimonio natural y cultural heredado, y que nos toca a nosotros transmitir y renovar, aparece entonces como el horizonte de nuestras acciones.

Esta perspectiva ayuda a encontrar el coraje necesario para los esfuerzos cotidianos que contribuyen a reparar el mundo aun si parecen pequeños pasos, sucesivos avances, no muy espectaculares. Reparar el mundo no es provocar la llegada repentina de otra realidad, sino saber que, si los cambios son necesarios, ellos se implantarán verdaderamente más tarde. Porque el momento de la reparación es el de evitar lo peor y adelantarnos al caos. Sin embargo, las iniciativas individuales y colectivas que suponen alternativas relevantes al modelo de desarrollo actual no sólo sirven para compensar el daño que aquél genera; también están explorando otras posibilidades que pueden resultar útiles y ya están contribuyendo discretamente a la reconstrucción.

La esperanza no es optimismo, que se alimenta de ilusiones con que se nos mantiene tranquilos a bajo coste; la esperanza es la «desesperación superada», como decía Georges Bernanos.2 Hoy, cuando los dirigentes políticos mundiales siguen suscribiendo un orden neoliberal que impide la transición ecológica y agrava las desigualdades, cuando a duras penas Europa cumple sus promesas de hospitalidad y justicia social, cuando la cólera campa a sus anchas, hablar de reparación no es negar la realidad del mal ni imaginar que lo peor ya pasó. Es afirmar que otro modelo de desarrollo es posible. Ese otro modelo requiere un replanteamiento exhaustivo de nuestras representaciones, de la forma en que concebimos el lugar de los humanos en la naturaleza y cómo interactuamos con los demás, incluidos los animales. Por eso, reparar el mundo no consiste en soñar con la gran noche, sino en prepararse para el futuro.

Los cambios necesarios, aunque radicales, no se hacen con armas de fuego o sublevaciones de masas, aunque éstas últimas sí señalan a los líderes que el orden económico del mundo que todo lo subordina al lucro tiene los días contados. Si todo se derrumba bajo el efecto de múltiples crisis ecológicas, sociales, geopolíticas, si los poderes fácticos quedan reducidos a la impotencia, si estallan guerras bajo el impulso de líderes desenfrenados, los individuos que tendrán que reconstruir el mundo necesitarán referentes. Necesitarán saber cómo reorientar la economía, cambiar los patrones de producción y consumo, reorganizar el trabajo y el comercio, y apoyar cambios en la cultura que puedan revitalizar la democracia y dar lugar a una nueva gubernamentalidad. Necesitarán tener confianza en sí mismos, en su inteligencia y creatividad, para hacer valer su capacidad de actuar y cooperar en lugar de dejarse seducir por narrativas simplistas que los enfrenten entre sí.

Estos textos, que crean enlaces entre la ecología, la justicia social, la causa animal, la democracia y los rasgos morales que importa adquirir para trabajar conjuntamente por la promoción de otro modelo de desarrollo, invitan a cada uno a tener esta actitud, a la vez modesta y responsable, que consiste en reparar el mundo, y hacerlo con generosidad y consideración.

Además, estoy muy agradecida a Lidia Breda por haberme convenido a reunir estos artículos en un solo volumen y extiendo mi gratitud a las editoriales, así como a las direcciones de las revistas que autorizaron su publicación en una forma revisada. Estos textos, en particular el inédito titulado «Ética de la vulnerabilidad y ética del cuidado: similitudes y diferencias», arrojan luz sobre mi recorrido durante los últimos diez años, mis escritos sobre la ética de la vulnerabilidad y sus implicaciones para la medicina, la ecología y la política, hasta la fenomenología de los alimentos y la ética de la consideración en la que se indica el proceso de subjetivación e individuación que permite pasar de la teoría a la práctica.

El acercamiento constructivo que caracteriza el presente trabajo parte de una decisión filosófica antigua respecto al fondo y al método.3 En cuanto al tema de la reparación que está presente en la mayoría de mis escritos, él se me presenta en retrospectiva como hilo conductor de los mismos, casi como el espíritu que guió esta investigación.

Esta palabra contiene más de lo que yo podría decir en un prólogo. Porque la reparación es también una necesidad. Sin embargo, no se trata tanto de la necesidad de creer en el futuro sino más bien del deseo de preservar la vida y los vivos. Este deseo está anclado en la conciencia de la fragilidad de las cosas humanas y en el deber de ser fiel a la memoria de los fallecidos, manteniendo el vínculo entre generaciones y entre vivos y muertos.

2 de noviembre 2019,

Cravant-Deux-Rivières.

1. Rabino y cabalista, Isaac Luria, nacido en Jerusalén en 1534 y fallecido en 1572, es una de las grandes figuras del misticismo judío. Su obra influyó en muchos pensadores, entre los cuales Lévinas, cuya educación estuvo marcada por varias corrientes del judaísmo, incluida la cábala luriánica heredada por Gaon de Vilna, oriundo de Lituania al igual que Levinas, y su discípulo Haim de Volozhine, en el siglo xviii, quienes continuaron su influencia a lo largo del siglo xx en algunas comunidades judías lituanas y en el antiguo imperio ruso.

2. Georges Bernanos, La Liberté pour quoi faire? (1953), Paris, Gallimard, 2019, p. 28.

3. Lo desarrollo en Les Nourritures. Philosophie du corps politique[Los alimentos. Filosofía del cuerpo político], Paris, Seuil, 2015, concretamente en el posfacio inédito a la edición de bolsillo publicada en la colección « Points-Essais », 2020.

La causa animal hoy

Problemas y estrategias políticos

«Un pensamiento del otro tendría que privilegiar la cuestión y la demanda del animal. No darle prioridad sobre la del hombre, sino pensar la del hombre, del hermano, del prójimo a partir de la posibilidad de una cuestión y una demanda animales, de un llamado, audible o silencioso, que nos interpela desde afuera, desde lo más lejano.»

Jacques Derrida,El animal que luego estoy si(gui)endo

La profundidad de la causa animal

Las violencias infligidas a los animales no sólo plantean problemas morales que subrayan nuestra crueldad o inhumanidad en nuestra relación con los demás seres vivos. Son también injusticias: nos otorgamos soberanía absoluta sobre seres sensibles cuyas necesidades etológicas y subjetividad deberían limitar nuestro derecho a explotarlos como mejor nos parezca.

El maltrato animal es el reflejo de aquello en que nos convertimos a lo largo de los siglos. De hecho, aceptamos someternos a un orden economicista del mundo que subordina todas las esferas de actividad al dictado de la ganancia y no tiene en cuenta el sentido de las actividades ni el valor de los seres involucrados. Es innegable que este sistema basado en la explotación ilimitada de la Tierra y de otros seres vivos es contraproducente a nivel social y para el medioambiente. También nos deteriora por dentro. Utilizamos estrategias psicológicas de defensa como la negación, el distanciamiento, la racionalización, para protegernos de los sentimientos negativos que el maltrato animal y la degradación del planeta suscitan en nosotros. Estas estrategias que refuerzan nuestra resistencia al cambio explican en parte que, pese a la cantidad de videos que demuestran la intensidad del sufrimiento animal en mataderos, granjas, delfinarios o circos, la mayoría de los humanos no modifican sus estilos de vida. Sin embargo, cada uno de nosotros sabe, en el fondo, que aquello que a diario les hacemos a los animales es el reflejo de algo que a todos nos avergüenza.

De este modo, la cuestión animal tiene una profundidad que resulta estratégica. Ella nos obliga a examinar con sentido crítico las categorías ontológicas que permiten pensar las diferencias entre los humanos y los animales y que constituyen el fundamento de nuestra ética y de nuestro derecho. Más allá del aspecto ontológico de esta cuestión y de las consecuencias que podemos deducir en el plano ético y jurídico, es decir, en lo relativo al estatuto moral y a los derechos animales, conviene también subrayar qué dicen de nosotros las relaciones que tenemos con los animales. ¿Qué noción de nosotros mismos y de la política hace posible que los sometamos? A la inversa, ¿cómo sería un Estado que tuviera realmente en consideración a los animales, puesto que cohabitan con nosotros la tierra u oikos (el hogar de los terrícolas) y que tenemos un deber hacia ellos por el simple hecho de que existen?

En lugar de hacer de la causa animal un páramo ético, es importante entender que ésta es inseparable de un cuestionamiento global de nuestro habitar en la Tierra y crucial en un proyecto de transición hacia un modelo de desarrollo ecológicamente sostenible y más justo. No se trata apenas de establecer normas de cohabitación entre humanos y animales que no beneficien sólo a los primeros sino que, además, la politización de la causa animal se basa en la articulación de la teoría política con una reflexión de orden antropológico.

Esto es así porque el sujeto en que se fundamenta la teoría política ya no es el individuo abstracto, definido por su propia libertad, del liberalismo político clásico, sino un ser considerado en su corporeidad, que tiene hambre y sed y comparte espacio con otros seres vivos, que no es legítimo limitar los fines políticos a la seguridad entre los seres humanos y a la reducción de desigualdades entre ellos. A partir del momento en que nos tomamos en serio la materialidad de nuestra existencia, el hecho de que vivir es «vivir de», y que reconocemos la zoopolis4 o comunidad mixta que formamos con los animales que sufren, directa o indirectamente, las consecuencias de nuestra actividad, debemos admitir que nuestra política es zoopolítica. A los deberes tradicionalmente asignados a los Estados se añaden nuevos fines políticos tales como la protección de la biosfera y de la biodiversidad o la consideración de los intereses animales, concretamente, el hecho de que buscan evitar el sufrimiento, conseguir comida y disfrutar de condiciones de desarrollo.5

Sin embargo, si la causa animal nos interpela a todos y es también una causa humanitaria, es imposible no constatar la brecha entre la teoría y la práctica. Esta causa se impone cada vez más como una cuestión social; esta rebasa las diferencias ideológicas tradicionales y ya no se puede eludir entre los problemas ecológicos y de justicia social que plantean, por ejemplo, las condiciones de trabajo de los ganaderos y de los asalariados de las granjas y mataderos. Pese a ello, las condiciones de vida y muerte de los animales de granja siguen siendo abominables. Reducir esta brecha supone que cada uno de nosotros modifique sus hábitos de consumo, que cambien los modelos de producción y la economía cese de orientar toda su actividad a la búsqueda de la máxima rentabilidad.

Es necesario, por eso, adoptar un enfoque distinto al de los fundadores de la ética animal y proponer una teoría que haga de la justicia hacia los animales un deber de Estado. El análisis de las categorías que pueden facilitar este cambio permite, además, definir los varios frentes de lucha política y reflexionar sobre las estrategias más adecuadas en la situación actual. Debemos preguntarnos cómo lograr cambios estructurales en el plano moral, político, económico y existencial en el marco de una democracia pluralista. Los involucrados que no comparten la misma visión del mundo ni siquiera los mismos intereses deben ser capaces de convivir y encontrar puntos de consenso donde viabilizar resultados concretos que mejoren el destino de los animales, respetando la dignidad de los seres humanos, y humanicen un recorrido que es el de una sociedad ecológicamente sostenible, más justa y hospitalaria.

Las dos primeras olas de la filosofía de la animalidad

La ética animal en las décadas de 1970 y 1980

El objetivo de los fundadores de la ética animal, Peter Singer y Tom Regan, era denunciar las prácticas que implicaban la explotación de animales cuestionando los criterios especistas característicos de la moral tradicional. Retomando la noción de sintiencia que encontramos en Jeremy Bentham, afirmaron que la capacidad de sentir placer, dolor o sufrimiento, y la existencia de intereses que cautelar así como preferencias individuales, era suficiente para atribuirle estatuto moral a un ser, e incluso, según Tom Regan, para reconocerle derechos.6

El término sintiencia, del latín sentiens (sintiente), se sigue utilizando en ética animal para nombrar la capacidad de tener experiencias y sentir dolor, placer y sufrimiento de forma subjetiva. Un ser sintiente es un ser individuado; tiene una biografía, unas preferencias que su biografía conformó, y no solamente intereses motivados por la supervivencia y las normas etológicas de su especie. La sensibilidad, pero también la individuación, es decir, la subjetividad o el hecho de vivir la propia vida en primera persona, unidas a la capacidad de comunicar las preferencias distinguen a los humanos y a los animales de otros seres vivos, como las plantas.

Éstas últimas son sensibles e interactúan entre ellas y con su entorno. Se puede decir que también tienen un valor no instrumental e intereses que cautelar.7 Las plantas sufren daños si se les priva de agua o luz, por ejemplo. Por eso tienen también un lugar en la ética: destruirlas es moralmente problemático porque priva a los demás del uso que podrían hacer de ellas y además su valor no es ese valor de uso. Sin embargo, no podemos hablar de justicia respecto a ellas. En cambio, un ser que siente dolor y sufrimiento de forma subjetiva supone un límite a nuestro derecho a utilizarlo: no podemos tratarlo como una persona humana en el sentido en que no es imputable, pero su vida es tan importante para él como la nuestra lo es para nosotros mismos. Considerarlo como un simple medio significa otorgarnos una soberanía casi absoluta sobre él. Ésta es arbitraria e injusta. Nos damos cuenta de ello cada vez que matamos un animal que quiere seguir viviendo y se resiste a que le impongan la muerte o unas condiciones de vida insatisfactorias. Porque incluso si los animales, a diferencia de nosotros, no son consciencias representativas ni agentes deliberativos dotados de una filosofía de vida que puedan debatir, sí tienen una intencionalidad que excede la sensibilidad propia de las plantas y los árboles, cuya capacidad de intercambio quedó recientemente demostrada, pero que no son seres sintientes.

Todas estas razones muestran que la noción de sintiencia es ineludible porque la sensibilidad no es suficiente para definir nuestras obligaciones hacia los animales. Por su parte, la reflexividad, propia del ser humano, es suficiente para tener derecho a la consideración moral y para que ése y otros derechos nos sean reconocido, pero no es un criterio necesario de la ética y del derecho. Por lo tanto, el hecho de que los animales no posean la capacidad de desplegarse que ofrece la reflexión no les impide tener un comportamiento significante. Éste no es mecánico ni reducible a reflejos y no se puede explicar únicamente por el determinismo. Además, los animales expresan y comunican sus preferencias; no son todos iguales, como si no hubiera diferencias entre miembros de la misma especie. La racionalidad, la reflexividad y la capacidad de cuidar a otros seres vivos, de hacerse responsable de ellos —incluidos los que no se pueden ver o que no nacieron aún— son características específicas de los humanos. Los animales no tienen estas habilidades. Sin embargo, como su comportamiento exhibe su intencionalidad, debemos reconocer que ellos importan y que nuestros principios de ética y justicia deben tener en cuenta sus intereses, y no solamente los nuestros. Con razón debemos poner límites a nuestro propio derecho en nombre de su derecho a existir, lo que no significa que seamos como ellos o que tengan para nosotros la misma importancia moral que los seres humanos.

Estas puntualizaciones, que no encontramos en las declaraciones de los activistas antiespecistas o incluso en los escritos de la mayoría de los investigadores, tanto los que defienden la ética animal como los que arremeten contra ella, son relevantes. Denunciar el especismo no significa tratar a los seres humanos y a los animales por igual, o afirmar que somos como los animales y negar lo que nos diferencia. Se trata más bien de señalar un sofisma con que se justifican prácticas inmorales.

Cuando Richard Ryder, psicólogo de Oxford, acuña el término especismo en 1971, sugiere que se trata de un error de lógica: no anestesiar a un animal que está siendo operado porque no es humano, a la vez que se reconoce que siente dolor y sufrimiento, es un razonamiento que no se sostiene. La pertenencia o no a la especie humana no es criterio suficiente para decidir si un ser debe ser tratado sin tener en cuenta su interés en no sufrir. El especismo se basa en un prejuicio, y el antiespecismo, una noción del pensamiento analítico, saca a relucir las contradicciones que persisten en nuestra forma de razonar. Conferirle contenido sustancial a esta noción, afirmando que implica una equivalencia categórica entre los humanos y los otros animales es transformar una herramienta lógica que sirve para aclarar nuestros pensamientos e intuiciones morales en ideología. Se trata de un contrasentido de fondo y de forma. Asimismo, la comparación que Jeremy Bentham hizo en el siglo xviii entre el especismo, discriminación por especie, y el racismo, discriminación por raza, no autoriza a confundir las causas de uno y de otro ni a suponer que las estrategias para promover la justicia hacia los animales y hacia otros humanos son similares.

Hay divergencias entre Peter Singer y Tom Regan: ambos son antiespecistas pero sus aproximaciones a la moral son distintos: el primero es utilitarista, mientras el segundo se refiere a una ética deontológica que implica rechazar el sacrificio de ciertos seres vivos para beneficio de una mayoría y que conduce a un abolicionismo estricto.8 Sin embargo, sus obras parten de la ética animal, en concreto del estatuto del animal, para valorar las prácticas asociadas a su explotación, y se basan en argumentos, no en emociones.

A pesar de su carácter novedoso y del giro moral a que da lugar, la ética animal no puede tener la última palabra en la reflexión sobre nuestra relación con los animales. En primer lugar, ésta no se sitúa en el plano político: no muestra de qué modo la consideración de los intereses de los animales se puede ubicar entre las finalidades del Estado y conllevar la reconversión de nuestra economía así como la revisión de nuestro sistema representativo que, de momento, sólo defiende los intereses de los humanos.

En segundo lugar, los autores de esta primera ola de la filosofía de la animalidad manejan una definición capacitaria de la sintiencia: ellos la identifican con el poder sentir dolor, sufrimiento, miedo. La hacen depender de las capacidades cognitivas de los seres sintientes y así reinstalan una jerarquía entre las especies que, no poseyendo las mismas capacidades cognitivas, tampoco comparten la defensa de los mismos intereses. Por ejemplo, para Peter Singer, los simios, debido a la complejidad de su psiquismo y de su vida social, sufren más la soledad y el estrés que los invertebrados. Al igual que su antecesor Jeremy Bentham, él cree que podemos calcular la intensidad de los placeres y las penas y utilizar ese cálculo para decidir qué debe estar prohibido, dotado de un marco legal, etcétera. El criterio de la buena acción es que esta maximiza el bienestar, incluso si, para alcanzar este objetivo, hay que sacrificar a algunos individuos. A la inversa, las prácticas que generan un sufrimiento intenso en un gran número de seres sintientes deben ser proscritas. Por su parte, Tom Regan estima que todos los seres que son sujetos-de-una-vida, es decir, que viven su vida como algo que va bien o mal, son fines en sí, pero desconoce si las ostras pueden ser consideradas como tal, por lo que también admite una jerarquía entre los animales.

Esta concepción capacitiva de la sintiencia representa un sesgo característico de muchos de los acercamientos actuales a la animalidad. La encontramos en quienes hacen depender el respeto por un animal del grado de desarrollo de sus facultades cognitivas y de la presencia en su especie de rasgos que se creían exclusivos de los humanos. Este sesgo consiste en estudiar a los animales desde el punto de vista humano. Muy a menudo, comparamos sus capacidades cognitivas preguntándonos en qué es inferior a los humanos, aplicando así una especie de escala: arriba de todo está el humano, justo debajo están las especies que le parecen más «evolucionadas» porque están más cerca de él desde un punto de vista biológico y conductual. Uno es llevado a rechazar por insignificante la conducta de cualquier ser que no sea como uno mismo y a ver en ella «un caos viviente».9 Este razonamiento es un impasse porque consiste en proyectar sobre otras formas de vida un espejismo de lo humano e incluso, dijo Merleau-Ponty, del hombre adulto y sano, sin tener en cuenta otras formas de acceder a la realidad, como las del animal, el niño, el «primitivo» y el loco.

El mismo error cometen quienes creen que la ciencia es el fundamento de la ética. En cuanto a los autores o activistas que hacen un mal uso del argumento de casos muy particulares apuntando a la incoherencia de realizar operaciones dolorosas en un simio cuando no se utilizan niños anencefálicos como cobayas, se confunden. ¡Este argumento no significa que sea mejor realizar experimentos con niños anencefálicos en lugar de utilizar simios! Se trata más bien, de acuerdo con la tradición analítica, de un constructo dialéctico, un acertijo que se utiliza sobre todo para poner en evidencia nuestras contradicciones o errores de lógica.

Además, los padres fundadores de la ética animal y todos los teóricos del derecho que hicieron posible afirmar que los animales son, en virtud de su condición de seres sintientes, titulares de derechos negativos que protegen su inviolabilidad, no lograron abolir ni siquiera cambiar de forma sustancial las prácticas que implican explotación de animales. De hecho, es poco probable que muchos humanos decidan cambiar su estilo de vida en base a un cálculo utilitario o en base a argumentos éticos. Los impulsores del cambio no son los conceptos ni la ciencia, sino las emociones y los afectos, que los representantes de la ética animal descuidaron. Éste es su tercer fallo. Por no hablar de la importancia de los intereses económicos, de los que apenas hablan. Pero si queremos mejorar las condiciones de vida de los animales, también debemos demostrar que la reducción de su sufrimiento y las innovaciones en la moda, la alimentación y los experimentos con animales pueden generar prosperidad económica y crear puestos de trabajo.

Por último, es imprescindible que cada uno de nosotros reduzca drásticamente el consumo de productos de origen animal para mejorar el destino de las especies animales y por muchas más razones de orden sanitario o del coste medioambiental de la industria cárnica, pero no podemos confiar sólo en los cambios iniciados por los individuos. La voluntad política es indispensable. No se trata sólo de reconocer derechos a los animales. En efecto, hay que considerar sus intereses de forma transversal en todas las políticas públicas, agrícolas, alimentarias, urbanísticas, educativas, y demás. Esta dimensión política, que supone que la cuestión de nuestra relación con los animales esté integrada en una teoría global de la justicia, y que nos dotemos de medios para cambiar los modos de producción, brilla por su ausencia entre los defensores de la ética animal que no nos indican con qué medios podemos determinar de forma objetiva las reglas para una convivencia más justa con las otras especies y desmantelar un sistema basado en la explotación ilimitada de la Tierra y de los otros seres vivos. Es a todas estas limitaciones que las otras dos corrientes de la filosofía de la animalidad pretenden dar solución.

Cuando la animalidad pone el humanismo a prueba

En El animal que luego estoy si(gui)endo,10 Jacques Derrida estudia la manera cómo los filósofos tomaron la palabra para pensar la esencia de la animalidad por oposición a la esencia de la humanidad, borrando la diversidad de los animales y haciendo inferencias mediante aquello que los que no son humanos no tienen, o sea el logos, que designa la razón y el lenguaje articulado. La cuestión animal, que sirve de hilo conductor para abordar la manera cómo los humanos se conciben a sí mismos, nos permite cuestionar el marco conceptual en que se basan nuestra ética y nuestra política.11 Sometiendo la historia de la filosofía a la prueba de la animalidad, procedemos a un análisis crítico de las categorías ontológicas que llevaron a instituir el sujeto humano. Esto delata la arbitrariedad de los límites morales trazados entre quienes dicen «no matarás» y aquellos cuya muerte provocada no deseada no se consideraría asesinato. La violencia contra los animales refleja así la violencia de un humanismo elitista que contiene en sí mismo el germen de otras formas de exclusión. Así se refiere Claude Lévi-Strauss a un ciclo maldito iniciado por este humanismo fundado en el amor propio: la misma frontera que separa a los humanos de los animales sirve «para excluir a otros hombres y para reclamar, en provecho de minorías cada vez más pequeñas, el privilegio de un humanismo corrompido al nacer por haber hecho del amor propio su principio y noción fundamental».12 En otras palabras, en lugar de partir, como en la ética animal, del estatuto moral de los animales para denunciar las prácticas que les causan sufrimientos intolerables, se da primacía al sujeto humano.

Este cuestionamiento de los fundamentos de la ética y la política va de la mano de la rehabilitación de la sensibilidad. Sin embargo, mientras que, en sus escritos, Singer y Regan plantean la sintiencia en términos capacitarios, aquí la definimos desde la vulnerabilidad —como una impotencia en el corazón del poder—. Es este poder de sufrir, esta pasividad, lo que debe leerse cuando Jeremy Bentham escribe que la cuestión no es si los animales pueden pensar, sino si pueden sufrir. Es desde el reconocimiento de la alteridad de los animales que fenomenólogos como Merleau-Ponty cuestionan la oposición entre libertad/naturaleza, vida/existencia, característica de la filosofía tradicional e incluso del existencialismo, como vemos en Heidegger o en Sartre. Al desarrollar una fenomenología de lo viviente, Merleau-Ponty insiste, de hecho, en el comportamiento significante de los animales que no están limitados por el instinto o por el determinismo, sino que son otras formas de existir: no sólo deben buscar los medios para adaptarse a un entorno en constante mutación, sino que, además, «moldean» este mundo13 y son consciencias configuradoras de sentido. Vemos como la filosofía de Merleau-Ponty resuena con el trabajo de los etólogos que subrayan la complejidad y la riqueza de las existencias animales y la extraordinaria heterogeneidad que caracteriza su forma de acceder a lo real.14

La denuncia del maltrato animal cobra entonces una nueva dimensión ligada a la consciencia de la violencia inherente a una tradición que se niega a tomar en serio la vulnerabilidad que tenemos en común con los animales, nuestra susceptibilidad al dolor, al sufrimiento, al placer y a la perspectiva de nuestra propia muerte. Sin embargo, hoy conviene situarse en el lado constructivo de esta deconstrucción y preguntarse cómo será una ética y una política que de verdad reconozcan el hecho de que los animales nos deben importar. La insistencia en la función crítica de la noción de vulnerabilidad y la importancia que asumió en las últimas décadas en la filosofía y en el derecho son, además, coetáneas del esfuerzo por construir una ética y una política centradas en la responsabilidad hacia los seres, humanos y no humanos, que no se encuentran necesariamente en una relación de simetría con nosotros. Así, a la tercera ola de la filosofía de la animalidad le incumbe pasar de la denuncia a la propuesta e incluso mostrar en qué sentido el animalismo es la oportunidad de promover otro humanismo.

Animalismo y humanismo

La causa de los animales es también la causa de la humanidad