La familia imperfecta - Mariolina Ceriotti Migliarese - E-Book

La familia imperfecta E-Book

Mariolina Ceriotti Migliarese

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Beschreibung

Sobrevuela hoy una profunda desconfanza sobre nuestro modo de educar. Si es realmente tan delicada la misión, y si nuestros inevitables errores pueden originar resultados tan funestos, ¿qué puede movernos a asumir semejante riesgo? En realidad, el niño que nace lleva consigo algo valioso: la confanza absoluta en aquel a quien ha sido confado. Cada hijo que viene al mundo busca y merece el mejor trato posible por parte de sus padres, y no por parte de otros, hipotéticamente más perfectos... Nuestros hijos nos quieren a nosotros, tal como somos.

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MARIOLINA CERIOTTI MIGLIARESE

La familia imperfecta

Cómo transformar los problemas en retos

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: La famiglia Imperfetta. Come trasformare ansie & problemi in sfide appassionanti

© 2019 by EDIZIONI ARES

© 2019 de la versión castellana traducida por ELENA ÁLVAREZ

by EDICIONES RIALP S. A.,

Colombia 63, 8.º A, 28016 MADRID

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-5132-3

ISBN (edición digital): 978-84-321-5133-0

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

A Piero

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

I. ¿CUALQUIER PROBLEMA ES ENFERMEDAD?

III. DE PARTE DE LA RELACIÓN

Tres ideas pequeñas y útiles

III. DE PARTE DE LA RELACIÓN

¿Problema psicológico o problema educativo?

Una adolescente difícil

Se puede cambiar

IV. LA FAMILIA SE CONSTRUYE

¿Pareja perfecta?

Lo específico masculino

La especificidad femenina

De pareja a padres

V. ERRORES PEQUEÑOS – ERRORES GRANDES

Laura y Francesco: primera parte

Diferencias entre niño y adulto

Laura y Francesco: segunda parte

VI. RESPETAR EL LÍMITE

El nacimiento

Los primeros meses de vida

Establecer los límites

El límite del cuerpo: la intimidad

VII. LA DISTANCIA JUSTA

Hacerse adultos para educar

¿Qué es la distancia justa?

La distancia justa con el niño: la edad del no

La distancia en la adolescencia

VIII. EL LUGAR ADECUADO EN LA FAMILIA

De pareja a progenitores

La llegada de los hermanos

La relación entre generaciones

IX. EL DERECHO A SER EDUCADOS

Hacer cultura en familia

X. ALGÚN CONSEJO MÁS...

BIBLIOGRAFÍA

AUTOR

PRÓLOGO

EL CARÁCTER CIENTÍFICO DE LA PSICOLOGÍA exige que se ejercite con sentido común. Los cientos de pacientes a quienes he tenido la suerte de tratar me han enseñado que tras un «caso» siempre hay una «persona», nunca reducible a una simple estadística. Las personas llevan consigo un entrelazamiento de relaciones y diálogos con la sociedad, especialmente con una familia. En consecuencia, es necesario ver al paciente en una perspectiva tridimensional, bio-psico-social, hecha de contactos verticales y horizontales, sin que unos puedan prescindir de otros, con toda la positividad y la riqueza que representa la vida interpersonal. Pero la familia atraviesa hoy en día una profunda crisis, que no corresponde analizar en estas líneas. Aquí solo se afrontará esa problemática de un modo trasversal.

El enfoque del libro es positivo, creativo y rico en reflexión crítica. Mariolina Ceriotti Migliarese ha sabido analizar en profundidad las dinámicas de la familia y, desde su experiencia, promover la enseñanza de ese «sentido común» que tanto se echa en falta. Sin embargo, el «sentido común», como confirma el texto, no es suficiente: tiene que estar acompañado, también en los escritos sobre la familia, por una actualización científica, profunda y sistemática, y por aquella sabiduría que solo puede aportar el trabajo de campo. Así se redescubren los valores que no se deben perder, como el respeto recíproco entre generaciones, la comprensión y la solidaridad entre todos los componentes de la familia, una afectividad que acompañe con creatividad creciente a niños y ancianos, abuelos y nietos, y esa ironía que debe acompañar toda la vida del hombre con su sonrisa inteligente.

La familia es un proyecto atractivo, en su conjunto y en sus detalles. Actualmente necesita una revisión, una inversión de fuerzas que ayuden a contemplarla con responsabilidad y realismo, para que desempeñe su tarea de primera sociedad, y ayude a madurar a cada ser humano, acompañándolo luego en su ciclo vital.

MARCELLO CESA-BIANCHI

Fundador y ex director del Instituto de Psicología

de la Facultad de Medicina

de la Università degli Studi di Milano

INTRODUCCIÓN

HACE MUCHO TIEMPO QUE PIENSOQUE TENGO la cabeza llena de historias que contar: de niños, de padres, de hombres y mujeres. Son los que comparten conmigo sus dificultades, sus sueños y sus disgustos, pidiéndome ayuda durante estos años.

Soy neuropsiquiatra infantil, y llevo veinticinco años trabajando en la sanidad pública. Desde casi otros tantos hago psicoterapia en mi consulta, donde trato a adultos y a parejas con dificultades.

Pienso que uno de mis hijos ha definido perfectamente mi misión. Cuando estaba en segundo de primaria, su maestra preguntó: «¿En qué trabaja tu mamá?». Y su respuesta fue decidida: «Mi mamá es una doctora que cura las tristezas».

Curar realmente las tristezas es una meta, sin duda, algo excesiva para cualquiera. Pero tratar al menos de aliviarlas, y sobre todo analizar cuáles son los modos más eficaces para activar los recursos de crecimiento de quien pide ayuda, sigue siendo mi mayor desafío. Considero un reto verdaderamente irresistible tratar de comprender qué palabras o pensamientos pueden salir al paso del otro en el punto exacto donde está, y cuándo pueden favorecer que recupere su camino, bloqueado por una dificultad que asoma en forma de síntoma.

Es necesario, en primer lugar, escuchar con mucha atención: la persona que llama a la puerta de la consulta de un profesional de la mente tiene una historia, propia y especial. Trae consigo expectativas, fantasías, preocupaciones y una interpretación de sí mismo y del mundo. Esta se ha construido por estratos, a medida que transcurría el tiempo, experiencia tras experiencia, y se ha consolidado hasta crear convicciones que muchas veces son inamovibles, que preceden y sirven como telón de fondo al problema.

No se puede encasillar a nadie en un diagnóstico predeterminado, por muy correcto que pueda ser clínicamente. Tampoco se pueden proponer apresuradamente itinerarios terapéuticos, a veces orientados a satisfacer la necesidad de seguridad del terapeuta, más que a ayudar al paciente.

Cada persona, sea niño o adulto, necesita mirar con verdadera curiosidad hacia su interior.

También es útil recordar que el modo de funcionar de cada persona (ya sea «normal» o patológico) se corresponde a la mejor estrategia que le ha sido posible adoptar hasta ese momento, en el continuo contraste entre necesidades, recursos y respuestas de su entorno.

El cachorro humano, en efecto, solo se desarrolla en relación, y se construye según las expectativas de las personas a las que más quiere. Muchas veces se trata de expectativas inconscientes, que se transmiten de forma imperceptible y continua, mediante el intercambio, muy rico, de retroalimentaciones comunicativas entre el niño y su ambiente. La mirada, el tono de la voz, el tono muscular, la relación entre cercanía y distancia, son comunicaciones que transmiten al niño el sí y el no del adulto hacia su presencia y su modo de ser. Y el niño, que por encima de todo necesita sentirse amado y aceptado, adopta imperceptiblemente un modo de estar-en el-mundo que se adapta a las expectativas, tal y como él es capaz de percibirlas e interpretarlas según los códigos de su pensamiento infantil.

Dentro del adulto que entra en la consulta está siempre el niño que ha sido, con sus éxitos y fracasos, heridas y miedos, con todo aquello que le ha conducido, según su edad en aquel momento, a elegir su propio modelo de defensa. Esa historia le ha llevado a convertirse, poco a poco, en lo que ahora es.

Cuando, además, el adulto se presenta como padre y trae el problema de su hijo, entra en la consulta un mundo complejo. Está formado por muchas representaciones simultáneas: la de sí mismo (el yo infantil y el yo adulto), la del papel de progenitor (¿qué significa para mí ser padre? ¿Qué creo que está bien hacer/no hacer a partir de mi vivencia como hijo?), la del propio papel en la pareja conyugal (¿qué significa para mi vivir en pareja como cónyuge y como co-progenitor?).

Haber tenido hijos y haberles dedicado mucho tiempo me ha enseñado a ver el mundo con sus ojos. Siempre me ha sido de gran ayuda, también en el trato con pacientes adultos: me permite ver en detalle, detrás de cada adulto, al niño que ha sido y que muchas veces sigue siendo.

Por eso, cada vez que un padre o una madre viene a pedir ayuda, lo primero que pienso es que sin duda ha procurado hacer las cosas lo mejor posible, aunque se haya equivocado algunas veces. Alguna vez, sólo necesita un punto de vista distinto sobre su hijo y lo que está sucediendo, un modo diferente de ver las cosas que tiene continuamente ante los ojos. Le hace falta alguien que comprenda su punto de vista y su perspectiva, y que sea capaz de imaginar cómo ha construido sus puntos de referencia. Solo entonces puede ser juzgado como un progenitor incapaz.

Tal vez esto pueda convertirse en el principio de una buena alianza.

Ningún consejo educativo es verdaderamente útil si no se aprende a razonar sobre los propios hijos. Y razonar sobre ellos es más eficaz e interesante si se aprende a razonar también sobre uno mismo.

En los últimos años, he sido invitada con frecuencia a hablar sobre temas psicológicos y educativos. Muchas veces, al final de nuestros apasionantes intercambios de ideas, alguien pregunta: doctora, ¿no ha escrito algo que podamos leer? Hasta ahora, mi respuesta era negativa. Entre otras cosas, porque siempre me ha parecido que ya hay demasiadas cosas escritas sobre psicología infantil. Y porque no es fácil encontrar el tiempo necesario para escribir.

Pero, por otra parte, me ha resultado difícil aconsejar a los padres lecturas que no sean demasiado técnicas, o demasiado simplistas. Para hacerse una idea global sería necesario leer una montaña de material, unas veces demasiado técnico, especializado o disperso para quien no disponga de mucho tiempo para leer.

Así, me han entrado ganas de tratar de poner por escrito mi forma de trabajar con los padres. El desafío es el mismo que les pongo a ellos: no quiero transmitir soluciones, sino compartir un modo de pensar. Quiero dar elementos que pongan a cada uno en condiciones de reflexionar, y que nos puedan hacer a todos algo más capaces de tomar solos las mejores decisiones.

He tenido un verano tranquilo y sedentario, y uno de mis hijos me ha prestado su portátil: no podía desperdiciar una ocasión así.

El hilo conductor de lo que quiero compartir se ha ido ampliando paulatinamente, partiendo de la experiencia diaria y de las muchas preocupaciones que surgen de continuo en las conversaciones profesionales. Nace de la pregunta ansiosa de tantos padres: doctora, ¿es normal lo que hace mi hijo? Y de su continuación: ¿y qué se puede hacer para que mejoren las cosas?

Hoy en día, con demasiada frecuencia, surgen sentimientos de incertidumbre y preocupación ante la idea de traer hijos al mundo y acompañarles en el proceso de crecimiento. Nos preguntamos si vamos a ser capaces de educar a nuestros hijos en un mundo que se nos presenta complejo, difícil y lleno de peligros. Asistimos a una búsqueda continua de «recetas» educativas y psicológicas seguras, y de alguien que nos enseñe con competencia cómo evitar todas las trampas terribles que se pronostican: ¿cómo podemos hacer para que nuestros hijos no se vuelvan toxicómanos, o anoréxicos, o no intenten suicidarse? ¿O también, en forma menos dramática, para que no desperdicien sus vidas no haciendo nada...?

Es como si se hubiera abierto camino una gran desconfianza en la posibilidad de educar, como si nos faltara aquella brújula natural que se activa al convertirnos en padres. Como si educar bien se hubiera convertido en una cuestión de especialistas, en una tarea muy cansada y de resultados inciertos.

¿Es eso cierto?

Tal vez haya llegado el momento de redescubrir con alivio que traer hijos al mundo y educarlos es, ante todo una oportunidad grandiosa. Es una ocasión que la vida nos regala, si queremos acogerla con un poco de optimismo. Dejarla escapar sería penoso, para nosotros y para nuestros hijos.

Yo no estoy ni de parte de los hijos, ni de parte de los padres: cada hijo que viene al mundo desea y merece la mejor relación posible con los padres que le han tocado en suerte, y no con otros hipotéticamente más perfectos. Nuestros hijos nos quieren a nosotros, tan imperfectos y a medio hacer como somos.

Y nosotros, tal y como somos, podemos ayudarles a hacerse adultos del mejor modo posible.

Creo que nos puede ayudar esta bellísima observación de Natalia Ginzburg, que quiero compartir a modo de conclusión:

Si nosotros tenemos una vocación, y si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejar que (nuestros hijos) germinen tranquilamente fuera de nosotros, rodeados por la sombra y el espacio que requiere el desarrollo de una vocación, el desarrollo de un ser. Esta es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida[1].

¿Qué más podemos desear para nuestros hijos y su futuro, sino transmitirles una verdadera pasión por la vida?

Si nos guía este deseo, pienso que nunca hemos de tener miedo.

[1] NATALIA GINZBURG, Las pequeñas virtudes, 164.

EN ESTA ÉPOCA NUESTRA, de niños escasos y preciosos, hay algo que impresiona mucho a quienes trabajamos desde hace años en neuropsiquiatría infantil. Es la frecuencia con que vienen padres a pedir ayuda con cuestiones que parecen a primera vista educativas: dificultades con niños caprichosos, que tienen pesadillas, niños inseguros, niños cuyo problema está relacionado con la nutrición o con la micción nocturna. En definitiva, se trata de problemas que no parecen merecer la visita a un neuropsiquiatra, pero que se viven con alarmismo y sentido de impotencia, como una patología que exige la intervención de un especialista.

Para los padres atentos y preocupados por sus hijos, y que desean más que cualquier otra cosa ser buenos educadores, el encuentro con muchas de las dificultades normales en el recorrido de crecimiento y con la normal imperfección de los hijos parece suscitar hoy sensaciones dolorosas de fracaso y dudas sobre la propia capacidad, además de preocupación por encontrarse ante alguna posible patología.

También me impresiona que cada vez que me invitan como «experta» para hablar en un colegio o en otra entidad educativa, suelen pedirme que trate los temas relacionados con la patología o el riesgo grave: el suicidio juvenil, la anorexia y la bulimia, la desviación social, etc. Solo raramente se me llama para hablar de la fisiología del desarrollo: quizá mi status de médico es más interesante, o la patología atrae más audiencia...

En todo lo relacionado con el funcionamiento de la mente, nunca ha sido fácil trazar una frontera precisa entre normalidad y patología. Para complicar las cosas a los padres, existen diversas aproximaciones entre psiquiatras y psicólogos, y entre psicólogos y psicoterapeutas de las diferentes escuelas.

Es frecuente que cada comportamiento «difícil» se encuadre de forma distinta, con acentos y lenguajes diversos, según el especialista que lo trate....

Además, las mismas palabras no significan siempre las mismas cosas, y esto deja a la mayoría confusos e impotentes, como ocurre siempre que una materia se hace demasiado compleja y se pierde el dominio del lenguaje.

Ya la distinción entre psicólogo, psiquiatra y psicoterapeuta resulta misteriosa para la mayoría. Todavía lo es más la diferencia entre las diversas corrientes de psicoterapia. Además, el lenguaje de estas «ciencias-artes» ha penetrado de forma difusa en el habla común. Pero, en cambio, es poco comprendido en su especificidad, con un grave aumento de la confusión general.

Siempre es un problema grave carecer de las palabras adecuadas para decir las cosas. También se vuelve difícil formular las preguntas adecuadas...

El límite ya nebuloso entre normalidad y patología se ha ido confundiendo todavía más. Y los padres, asustados, preguntan: mi chiquilla hace cosas raras con la comida: ¿será anoréxica? Y también, ¿este tipo de trastorno es enfermedad o es culpa mía, que la he criado mal? ¿Hasta qué punto soy responsable? ¿Qué se puede hacer y quién puede hacerlo?

Este interrogatorio angustioso se amplía cada vez más, hasta toda una gama de situaciones en equilibrio entre dificultades psicológicas, problemas psiquiátricos, problemas educativos y psico-educativos...

«Doctora, mi hijo parece un poco desanimado: he oído que también a su edad hay niños a los que se le pasa por la cabeza suicidarse...». Afirmaciones/preguntas como esta no son actualmente tan raras como podría parecer, y permiten entrever el desaliento y el sentido de fragilidad y soledad de muchos padres.

Tampoco es raro encontrar a padres que se sienten muy culpables por una regañina un poco brusca, por los inevitables momentos de nerviosismo, por su falta de «competencia».

Por eso, creo que, en primer lugar, es muy importante tratar de restablecer algunos límites, y reafirmar a los padres demasiado preocupados por la invasión de la patología.

Pienso que puedo afirmar con tranquilidad lo siguiente:

—Sí, la patología psiquiátrica existe, sin duda, tanto en el niño como en el adolescente. Pero,

—no, no está tan difundida como parece.

Muchas dificultades que hemos de afrontar con los hijos (la parte cuantitativamente más importante) son... de crecimiento. De por sí no conllevan patología, y en cuanto tales hay que entenderlas y afrontarlas, retomando el control del timón de la educación.

Muchas otras son dificultades psicológicas, que dependen de problemas relacionales más o menos graves. Estas interfieren en el recorrido educativo, complicándolo, pero en gran parte es posible prevenirlas o resolverlas, cuando se busca comprender qué necesita un niño o un adolescente para crecer del modo más sano posible desde el punto de vista psicológico.

La naturaleza ha previsto para las criaturas en edad de desarrollo un potencial de salud excepcional, y una increíble capacidad de adaptación positiva. Por eso, la mayor parte de nuestros inevitables errores, afortunadamente, no está destinada a acabar en tragedia.

Por último, solo una parte no mayoritaria de las dificultades de los sujetos en edad evolutiva tiene una connotación psiquiátrica. Estas situaciones requieren de la ayuda de un especialista: pero no para delegar en él el problema, pidiéndole que se haga cargo de un modo casi mágico y «cure» al niño de sus rarezas, de su agresividad, rabia o aislamiento.

El especialista es importante, más bien, para colocarse junto a los padres y el niño, ayudando a todos a descomplicarse entre los niveles que coexisten (educativo, psicológico, psiquiátrico). De este modo, pueden trabajar juntos en la búsqueda de la solución, poniendo cada uno en ejercicio sus competencias: la del especialista para curar; la de los padres para educar; la del niño/adolescente, para crecer.

Hasta el niño más enfermo es siempre un niño que hay que educar, y una persona joven, dotada de un potente impulso interno que le empuja al crecimiento y a la buena realización de sí mismo. La tarea de educarlo es y siempre será principalmente de sus padres. Ningún especialista de la infancia tiene derecho a cultivar con su pequeño paciente una relación que excluya completamente a los padres, o que pueda contraponerse a ellos.

La única excepción es, evidentemente, las situaciones de competencia de un Tribunal de Menores, que por fortuna están lejos de ser mayoría.

He conocido a más de un niño que me ha confiado: «No quiero ir al psicólogo, porque habla mal de mis padres...». ¡Y he conocido a más de una pareja de padres que no sabía decir qué hacía el psicólogo durante las sesiones de psicoterapia con su hijo!

Creo que ese modo de curar no puede ser eficaz: de hecho, todo terapeuta sabe que el primer deseo de cualquier niño es tener una buena relación con sus padres. Y está dispuesto a defender su imagen a cualquier precio.

Por eso, si el terapeuta quiere ser de ayuda, puede usar su ciencia, con mucho respeto, para tratar de aliarse con el niño a fin de entender qué va mal, qué obstaculiza el desarrollo y qué le hace sufrir. Después, ayuda a los padres a entender y a dar respuestas mejores.

El especialista tiene a su favor el conocimiento más preciso de cómo siente y piensa un niño en las diferentes edades. Por eso puede hacerse una idea de cómo está viviendo lo que sucede a su alrededor.

Los niños aprecian mucho este tipo de alianza, y hacen lo que sea para ayudar a entender a un adulto su punto de vista, sobre todo si tienen la esperanza de que vaya a contribuir a cambiar algún aspecto en su pequeña vida.

Por último, menciono solo de pasada una consideración a menudo infravalorada: también en este campo, la prevención debería tener un papel esencial. Requeriría una reflexión inspirada en el modelo etiológico.

Por ejemplo: si la mayoría de los sujetos en riesgo provienen de situaciones familiares con vínculos frágiles, ¿por qué no se trabaja más en la promoción de una cultura social del vínculo?

Tal vez este tipo de preguntas no sean tan ingenuas como podría parecer. Hay demasiados silencios culpables, demasiadas cautelas «políticamente correctas» por parte de los especialistas de la salud mental, sobre todo infantil. ¿Por qué no decir claramente lo que hace que nuestros niños estén mal? ¿Por qué callar lo que nos enseñan nuestros pequeños pacientes?

¿Por qué no trabajar más, mucho más, en la prevención?

PROSIGUIENDO LAS OBSERVACIONES ANTERIORES, me parece que hoy en día es importante recuperar el concepto de normalidad del desarrollo. ¿Quién es, cómo es, cómo crece un niño y un adolescente normal?

Hemos de tener muy en cuenta que «normal», en un sujeto que está creciendo. Por eso mismo, significa que es imperfecto, pero está inmerso en un recorrido que anuncia avances y caídas, éxitos y dificultades, satisfacciones y frustraciones, para él y para sus padres.

El debilitamiento de esta idea de recorrido, y de esta percepción serena de la normalidad de la imperfección, suponen un problema que no es en absoluto marginal o accesorio. Tiene consecuencias profundas y complejas sobre la relación educativa y, a veces, abre la puerta (esta vez de verdad) a patologías o, al menos, a profundas inseguridades y dificultades existenciales.

Se podría decir, sonriendo un poco, que hoy en día algunas cosas están completamente prohibidas para un niño, bajo pena de ser conducido urgentemente al psicólogo: no puede tener miedo, aburrirse, parecer un poco inseguro, tímido o torpe, tener pesadillas más de dos o tres noches, tener caprichos solo un poco por encima de la media... Su tasa de agresividad con sus hermanos (si los tiene) puede convertirse en un problema, así como su negativa a ir a las fiestas de los compañeros, a inscribirse en la piscina o a participar en una competición.